Fenton Globe sabía lo que era estar obsesionado por el pasado. Cuando se casó con Joleen Sizemore y se trasladaron a Chicago, era consciente de que su niñez en Iowa, la rica tierra negra y las onduladas tierras de labranza, las millas y millas de maíz, las manadas de vacas lecheras, aún estaban muy ligadas a él. Era consciente también de lo culpable que se sintió cuando llevó a su padre a una residencia de reposo después de la muerte de su madre. Quería a su padre, y su hijo Brian en particular quería mucho al viejo, pero actualmente el apartamento en que vivían era estrecho y oscuro y Fenton se consolaba pensando que su padre preferiría mirar por las ventanas de una residencia de reposo los campos de maíz que por las del apartamento de su hijo el asfalto y los coches.
Y realmente Daniel Globe parecía encontrarse bastante bien. El viejo miraba fuera con fijeza las musarañas durante un buen rato y de vez en cuando sus agrietados ojos azules se entrecerraban ligeramente, como si oyera algo a lo lejos, el silbato de un tren o el ladrido de un perro. Aun así, cuando Fenton, su mujer e hijo se trasladaron a un apartamento más aireado y espacioso, con una habitación para huéspedes, dejó que su padre se quedara en el mismo sitio.
Sin embargo, a los cuarenta y cinco años supo que era hora de volver a casa; volver a Iowa, a un primitivo sentido de la familia. No iba a subir hasta la cumbre en el negocio de los seguros y, cuando era sincero consigo mismo, sabía que no le importaba. De modo que compró un trozo de tierra en Janesville, cerca de donde había crecido, y construyó la casa que él y Joleen siempre habían querido. No tenían mucho dinero ahora; había cogido un trabajo como agente de una pequeña firma de seguros cerca de Waterloo, pero tenían una casa nueva, estaban en Iowa y estarían todos juntos. Quizá comprarían un caballo, si podían permitirse vallar el lugar, y tendrían un pequeño jardín. Tenía suciedad bajo las uñas. Todo iba a crecer.
Cuando Fenton y Joleen fueron a recoger a su padre, el director de la residencia de reposo Shady Nook le dijo que el viejo había estado actuando de una manera extraña desde que le hablaron del traslado.
—El otro día le encontramos envolviendo regalos de Navidad —dijo el señor Cole. Era mitad de agosto—. También he oído a algunos de nuestros residentes hablando sobre cómo el señor Globe está planeando irse a un largo viaje, uno que ha estado esperando durante toda su vida.
—Parece como si papá está contando cuentos otra vez —repuso Fenton—. Cuando yo era niño contaba las historias más asombrosas.
—Quizá sea esto —prosiguió el señor Cole—. Sin embargo, no es raro en la gente de su edad empezar a tener fantasías engañosas.
—La mente de mi padre está tan sana como un puente de acero —le espetó Fenton—. Siempre lo ha estado.
El trayecto a lo largo de la autopista nacional 80 no fue muy divertido: camiones con remolque, humo de diesel y tubos de escape. Pero Fenton torció en Malcolm y tomó la carretera estatal 63 hacia el norte, junto al río Iowa, hacia Tama y Toledo, pocas millas al este del poblado indio Mesquakie. Pronto el aire estuvo cargado con los calientes olores de final de verano, de alfalfa, maíz y vacas. Su padre, como un muchacho, estaba de pie con la cabeza sobresaliendo por la ventana del techo del Chrysler.
—¿Cómo huele ahí arriba? —gritó Fenton a su padre.
—Magnífico —dijo el viejo—. Simplemente magnífico.
Se sentó y empezó a jugar con el interruptor eléctrico de la puerta de detrás del portaequipajes, subiendo y bajando el cristal.
—Creo que te gustará la nueva casa, papá —indicó Fenton—. La he diseñado yo mismo con un dormitorio en la planta baja para ti, de modo que no te canses subiendo y bajando escaleras.
—No os preocupéis por mí —contestó el viejo.
—Y Fenton ha puesto un calentador especial en su habitación para que no coja frío por la noche.
—Eso es muy atento, pero no estaré tiempo suficiente para disfrutarlo.
—No hables de esta manera, papá. La gente puede convencerse a sí misma de todo. Tú mismo decías que no te pasaba nada malo. Tienes años y años por delante.
—¿Dices que la casa está cerca de Waterloo? —preguntó su padre.
—Eso mismo —dijo Fenton—. En Janesville. Creo que reconocerás la región. No está lejos de donde naciste.
—¿Sólo un campo de maíz, decías? Es gracioso que me llevéis donde yo debía haber muerto hace setenta y cinco años.
—¡Basta, papá! —le reprendió Fenton—. Una cosa es hacer broma con tus amigos en Shady Nook, pero si sigues hablando así a Brian, nunca se irá a dormir. Ya sabes qué imaginación tiene.
—Él estaba impaciente por verte, Abu —dijo Joleen.
Abu era como Brian solía llamar a su abuelo.
—Quizá algún día pronto puedas llevarme a donde sucedió —siguió el viejo—. No he ido desde que me llevasteis a aquel sitio.
—No tendremos que ir lejos —añadió Fenton—. Parece que los raíles solían atravesar el campo detrás de la casa que compré.
—¿Tu propiedad? —dijo Daniel—. ¿El accidente sucedió en tu propiedad?
—Sí —asintió Fenton—. ¿Puedes imaginártelo? No lo supe hasta el final. La chica de la oficina de escrituras en Waterloo me lo comunicó.
—¿Exactamente dónde está tu propiedad? —preguntó Daniel.
Mientras torcían por la sucia carretera y llegaban a la calle recién pavimentada, Fenton se sorprendió una vez más por lo desconcertantemente rara que la casa parecía fuera de allí. Estaba muy nueva, de un blanco deslumbrante, cubierta de aluminio resplandeciente bajo él sol de agosto; dos pisos, tres dormitorios, una sala para la televisión y cuarto de estar y una gran cocina para comer en ella. Un garaje de dos plazas. Postigos en todas las ventanas. Alrededor de ella, la tierra se extendía como lo hacía durante cientos de años. Sólo la casa era nueva.
Movió la cabeza ligeramente, como si esto pudiera hacer salir el pensamiento. Brian vino corriendo desde detrás de la casa gritando.
—¡Abu, Abu!
Su padre se apeó del coche rápidamente. Cogió a Brian y le hizo girar hasta que el chico se subió a los hombros del viejo. Estaba encantado por los lazos entre ellos y ahora deseaba que hubieran llegado antes.
—Brian, ten cuidado —manifestó Joleen, pero Daniel sólo movió su cabeza hacia ella para decirle que todo iba bien.
Fenton miraba a su padre con atención, mientras el viejo contemplaba la casa. Se sorprendió de ver qué viejo parecía bajo la luz implacable. Su pelo era blanco, sus ojos parecían estar hundidos en su cráneo de modo que, incluso a pleno sol, la oscuridad se reunía a su alrededor. Su barba era blanca y huesuda y su cara parecía demacrada y larga, como si la gravedad, trabajando sobre él durante tres cuartos de siglo, hubiera estirado la carne.
—¿Qué te parece, papá? —preguntó Fenton.
—No me gusta —se sinceró su padre—. No, señor. Ni una pizca.
—Quizá le gustará más desde el interior —repuso Joleen.
—¡Oh, la casa está muy bien! —dijo Daniel—. Es muy grande y agradable. No me gusta donde la habéis puesto, es todo.
Daniel Globe escondió los regalos de Navidad cuidadosamente envueltos en un estante del armario y volvió a su maleta. «No», pensó. Donde su hijo había puesto la casa era un gran error. Soltó los cierres y miró sus viejos trajes, ligeramente húmedos de la lavandería de Shady Nook. Fenton se había tomado todas estas molestias, estrictamente innecesarias. Daniel Globe no esperaba estar por aquí lo suficiente para apreciarlo.
Sabía que el tren llegaría. Sacó toda la ropa y, para estar seguro, comprobó que su billete estaba todavía donde lo puso. Después se dirigió hacia la cocina, toda de linóleo y formica, reluciente acero inoxidable, y que no era en absoluto como la cocina de su Maisie, oscura de madera y muchos años.
—No me hagas decirlo otra vez —reñía Joleen—. Tu abuelo es diez veces mayor que tú, así que necesita diez veces más de descanso.
—Pero yo sólo quiero preguntarle sobre los indios —dijo Brian—. No tiene que correr o algo así.
—Quizá mañana.
—Pero yo nunca juego con nadie —protestó Brian—. Ninguno de los chicos del colegio viene porque es demasiado lejos para ir en bici.
Daniel sacó la cabeza por el rincón, captando la atención de Brian. Puso él dedo en sus labios y se aseguró de que Joleen no le viera.
—Tienes muchos juguetes con los que jugar —dijo Joleen.
—De acuerdo —asintió Brian, corriendo fuera de la cocina.
Joleen le miró irse con sorpresa. Cuando se dio la vuelta, Daniel pasó corriendo y salió fuera bajo la luz del sol.
La hierba y las carriceras le llegaban hasta la rodilla mientras caminaba, llevando a su nieto de la mano, los ojos atentos al suelo.
—¿Es aquí donde los indios solían luchar, Abu? —preguntó Brian.
—Es uno de los sitios —dijo Daniel.
—¿Qué indios eran?
—Justo por aquí el jefe Sac Keokuk luchó contra los sioux —explicó.
—¿Alguna vez conociste a alguien a quien un indio le quitara el cuero cabelludo? —quiso saber Brian.
—Brian, los indios fueron la primera gente en esta tierra —continuó Daniel—. Era de ellos, toda. Tenían derecho a hacer lo que hacían para proteger sus familias y tierras y forma de vida.
Brian tiró de su mano, se inclinó y cogió algo.
—¡Mira, Abu! Es una punta de flecha. Encontré una punta de flecha india.
Daniel tomó el objeto de Brian y lo estudió. Cuando era niño, había encontrado docenas de artefactos en los campos alrededor de la granja. Pero éste era sólo una piedra afilada.
—Lo siento, chico —dijo.
Pero algo más captó su ojo. Ahora se agachó y cogió el oxidado trozo de hierro de cerca de medio pie de largo.
—¡Estupendo! —exclamó Brian—. ¿Es esto una lanza india?
Daniel rió y dijo:
—No, Brian. Es un travesaño de vía férrea.
—¿De un tren? —preguntó Brian—. ¿Quieres decir que un verdadero tren solía pasar por aquí?
Daniel asintió con la cabeza, atento a estudiar el suelo para más evidencia.
—El Highball Express —dijo—. Pasaba por aquí donde estamos andando ahora.
—¿Qué camino hacía? —preguntó Brian.
—Esto es lo que vamos a describir —declaró Daniel.
Continuaron andando. Unas cien yardas más adelante encontraron una pieza torcida y oxidada de un antiguo semáforo en la maleza y, pasada ésta, tres traviesas de vía férrea, todavía colocadas, aunque las vías habían sido eliminadas.
Tendría más o menos la edad de Brian, quizá sólo un poco más joven. No había cosechas en absoluto, entonces era tierra de pasto y había una arboleda allí arriba, pensó, donde estaba aquel depósito de agua azul.
—¿Qué sucedió aquí? —preguntó Brian, que sostenía un trozo de metal torcido en sus manos.
—El viejo Highball Express se salió claramente de sus vías. Mató a todos a bordo.
—¿Tú lo viste? —inquirió Brian.
Daniel asintió con la cabeza, se arrodilló y puso su oreja en el suelo, donde los raíles habían estado. Vio algo a través de la maleza, algo de un blanco deslumbrante.
—Iba en línea recta del oeste al este sin torcerse una pulgada —explicó Daniel.
Se arrodilló y señaló derecho hacia el oeste.
—¡Bam! —dijo Brian—. Derecho a través de nuestra casa nueva.
Su hijo creía que se había ido volviendo progresivamente más raro. Daniel lo sabía y por supuesto se paseaba al atardecer, mirando a través de los campos de maíz, echándose con la oreja pegada al suelo incluso justo después de llover. Pasaba la mayor parte de su tiempo con Brian, y esta tarde era especialmente importante. Había cosas que necesitaba explicar a este chico que jugaba con tanta atención con su tren de juguete. Mientras la locomotora de pequeño tamaño empujaba su carga de furgones y vagones de pasajeros alrededor del trazado en forma de ocho, Brian maniobraba un ficticio portaequipajes en posición en las vías, y Daniel retrocedía mientras la locomotora golpeaba el portaequipajes, se torcía, se levantaba de los raíles y se volcaba de lado.
Brian le miró durante unos segundos y luego dijo:
—Abu, ¿qué hizo que él Highball Express se saliera de sus vías?
Si no lo contaba al chico esta noche, nunca lo haría.
—Un chico —contó—, de tu edad más o menos, estaba esperando el número cuatrocientos siete para cogerlo e ir a visitar a su abuelo en la ciudad sioux. El tren llegaba con retraso y el chico estaba cansado y aburrido, de modo que se echó en el suelo cerca de la vía con su oreja pegada al raíl; así podría oír si el tren llegaba.
—¿Cómo tú a veces te echas en el campo? —preguntó Brian.
—Sí —afirmó Daniel—. El chico, como estaba muy cansado, se durmió allí mismo. Nunca he entendido esta parte, pero cuando el tren llegó, tocando su silbato y retumbando y sonando, no se despertó. El guardafrenos le vio de repente, me imagino, y tiró del freno con fuerza, bloqueando las ruedas del Highball Express. Y todo este peso y la presión hizo que las vías se doblaran sobre sí mismas. —Los ojos de Brian estaban muy abiertos—. Y ese chico se despertó justo a tiempo para ver a todo el tren levantarse y dar una vuelta como un perro amaestrado. Justo a tiempo para oír los gritos de los pasajeros. —Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó los ojos.
La voz de Brian era tranquila.
—¿Eras tú ese chico, Abu?
—Yo era ese chico, Brian, y esta noche ese viejo cuatrocientos siete va a hacer lo que debería haber hecho hace setenta y cinco años. Va a llevarme donde debo estar.
—¿Cuánto tiempo estarás? —preguntó Brian.
—¡Chico, nunca volveré! —La cara de Brian se había vuelto blanca; había asustado al muchacho—. Bien —dijo, poniéndose en pie—. Vamos, chico: tenemos trabajo que hacer. El tren no alcanzará la habitación de tus padres cuando vayas a través de la casa. Pero tú y yo estaremos justo en su camino; tenemos que mover algunas cosas.
—Ya es suficiente —gritó Fenton, apareciendo de repente por la puerta.
—¿Me has estado espiando? —masculló Daniel, en voz baja y áspera—. Déjame hacer.
—Si vives aquí, papá, tienes que seguir las reglas de la casa y la número uno es no contar historias de miedo a Brian. Sabes lo susceptible que es.
—Te lo he estado diciendo y diciendo, pero simplemente no quieres escuchar. Es mejor que empieces a cargar algunas cosas y os vayáis a dormir a cualquier otro sitio.
La cara de Fenton enrojeció y sus manos ahora estaban apretadas a sus caderas.
—Has ido demasiado lejos hoy, papá. Lo siento. —Se dio la vuelta y salió de la habitación.
—Ven aquí, chico —dijo Daniel, alargando la mano y cogiendo a Brian por la manga—. Alrededor de medianoche verás una luz amarilla, como nunca has visto antes, viniendo hacia la casa como el ojo de un dragón de hierro. Luego olerás madera quemándose, aunque sólo es principios de setiembre, y no sabrás de dónde viene. Y oirás un largo silbido lúgubre avisándote de que te quites de en medio.
—¿Qué haremos? —preguntó Brian, encogiéndose de hombros.
—Supongo que la única cosa que podemos hacer, viendo que tu padre no me cree, es poner unas pocas de tus cosas favoritas donde estén a salvo. —Miró alrededor de la habitación con los juguetes y recuerdos de Brian, algunos soldados de juguete, un transformador de plástico gris, un balón de béisbol firmado, un banderín del Chicago Cubs y un viejo elefante relleno—. Si tuvieras que salvar algo de aquí, ¿qué salvarías primero?
Brian corrió hacia él y él le alargó sus brazos. Hundió su cara en la camisa de su abuelo y dijo.
—A ti, Abu. Te salvaría el primero.
Fenton y Joleen estaban en la cocina.
—Creo que por fin se han ido a la cama —dijo él—. Durante un rato, estaba seguro de que tendría que llamar al doctor, ¿sabes? En toda su vida no ha sido capaz de olvidar o sobrevivir a ese accidente.
—¿Quién podría? —preguntó Joleen—. Es una cosa horrible con la que vivir.
—Pero nunca habló mucho de ello antes —adujo Fenton—. Siempre lo ha mantenido en silencio.
—Mi abuelo Noble era así también. No habló nunca sobre la flota que mandó en las aguas alemanas hasta que se volvió chalado y contaba a todos que la misma flota había llegado al lago Michigan para darle otra oportunidad.
Fenton miró a su mujer con aspereza.
—No es lo mismo.
—¿Qué es entonces?
—Creo que es el traslado —indicó Fenton—. Volver a donde creció. —Hubo un fuerte ruido y carcajadas en las escaleras del segundo piso. Fenton se incorporó. Luego sonaron una serie de ruidos sordos—. ¿Qué demonios está pasando? —gritó Fenton mientras iba de la cocina a la sala de estar.
Brian había estado tratando de ayudar a su abuelo a llevar una maleta, pero él la había dejado ir y el viejo estaba tirando de ella mientras golpeaba de escalón en escalón. Se paró un minuto y miró a Fenton.
—No te preocupes, hijo —dijo Daniel Globe—. Como yo lo veo, el Highball dejará completamente a salvo vuestra habitación y sólo arrasará la mitad de la cocina. Pero Brian y yo, ¡demonios!, estaremos justo en el camino. Vosotros dos id corriendo a la cama; nosotros nos las arreglaremos.
—Papá —dijo Fenton—. Si estás tan seguro acerca de todo esto, ¿por qué no me enseñas dónde están las vías?
—No seas tonto —repuso su padre—. Las arrancaron hace años.
—Entonces ¿cómo puede un tren pasar a través de esta casa si no es por las vías?
—El Highball Express no necesita vías, lo mismo que un fantasma no necesita alas y hélices para volar.
Fenton miró a su mujer, que estaba haciendo círculos alrededor de su oreja derecha con su dedo índice. «Sería mejor llamar al doctor, después de todo», pensó.
Fenton estaba esperando en la puerta principal al doctor Steele cuando llegó y le completó los imprecisos detalles que le había dado por teléfono. Así, el doctor Steele fue capaz de decir, cuando Fenton le llevó a la habitación donde el viejo estaba doblando y volviendo a doblar sus ropas:
—Señor Globe, he venido a hablar con usted de un tren llamado Highball Express.
—Bien, es casi la hora —arguyó Daniel—. He estado tratando de decírselo a esa gente todo el día, pero no quieren escucharme. Quizá usted pueda meterles en razón. Ahora sé que no tenemos tiempo de trasladar la casa, pero si pudiéramos solamente sacar las cosas de valor, sería una ayuda para cuando el amigo del seguro llegue mañana.
—¿Qué le hace estar tan seguro de que vendrá esta noche? —preguntó el doctor, con las manos dentro de la cartera negra.
Fenton pudo ver que estaba preparando una jeringuilla.
—Porque hice lo que solía hacer cuando era niño —dijo su padre—. Puse mi oreja en la vía y lo oí.
—¿Y va a pararse por usted?
—Sé que lo hará. Tengo el billete.
Metió la mano en el bolsillo y buscó el pedazo de papel que había guardado allí. Fenton lo cogió por los hombros mientras el doctor frotaba el interior de su codo con un algodón.
—¿Qué estáis haciendo a Abu? —preguntó Brian.
—Aquí está mi billete —siguió Daniel—. ¿Quieres verlo, chico? —Lo alargó a Brian. Parecía no haber notado las manos que le sujetaban o la aguja hasta que ya estaba en su brazo—. ¡Ay! —gritó—. ¿Qué es esto, una maldita avispa?
—Sólo algo para ayudarle a dormir antes de su viaje —repuso el doctor.
—Pero no puedo dormirme —protestó el viejo—. Eso es lo que pasó la última vez. Eso fue todo el problema. Fue la razón de que toda esa gente muriera. ¿No lo ven?
—Nadie te echa la culpa, papá —murmuró Fenton—. Estás haciendo el ridículo. Fue un accidente.
—No —balbució el viejo, empezando a tambalearse—. Eso no es verdad. No puede ser así…
—Relájese, señor Globe —continuó el doctor—. No dejaremos que pierda su tren.
Ahora Fenton estaba sujetando a su padre mientras empezaba a pesar cada vez más. Con la ayuda del doctor, medio llevó, medio arrastró al viejo hasta el primer piso, a la habitación que había hecho para él, y lo tendió en la cama.
—No —dijo Brian—. ¿No lo veis? —Su madre le estaba sacudiendo suavemente mientras las lágrimas corrían por las mejillas del niño—. Perdió el tren la primera vez porque estaba durmiendo. Ésta es la razón por la que volvió. No puede dormir ahí. El tren va derecho a través de esa habitación. Le atropellará.
Su madre le mantuvo a distancia y le miró seriamente, de la manera que siempre hacía cuando quería que le escuchase.
—Mírame, Brian: ¿crees realmente que tu padre pondría a Abu en algún sitio donde pudiera ser lastimado?
—No lo sé —casi gritó Brian.
—¿Lo haría, Brian? —insistió su madre.
—No, pero…
—No, no lo haría —aseveró la madre—. Ahora vete arriba a la cama, como un buen chico. ¿De acuerdo?
Los adultos nunca entienden. Observando el billete del Highball Express, Brian corrió, escaleras arriba, a su habitación.
Una vez dentro, cerró la puerta con fuerza y la aseguró. Encendió la luz y estudió el billete, amarillo y arrugado, fechado en 1910. Aún no sabía seguro si el tren iba a llegar aquella noche, pero era lo que Abu había dicho, y él creía todo lo que Abu le decía.
Fue hasta su tablón de anuncios y, usando una chincheta, sujetó el billete en el corcho. Dobló la colcha de su cama, empujó el colchón y abrió la ventana. La luna estaba casi llena y la noche era clara, pero hasta donde podía ver sólo se divisaban hierbas y maleza iluminadas por la luna, ni una señal del Highball Express. A lo lejos, un perro ladraba.
Saltó de la cama, apagó la luz y colocó su telescopio en el trípode, pero cuando miró a través del ocular siguió sin ver nada todavía. Por un momento le sedujeron las estrellas; el cielo de noche brillaba como nunca lo había hecho en Chicago. Pero no eran las estrellas lo que debía observar aquella noche. Era el Highball Express. Se bajó de la cama, de rodillas y pegó la oreja en el suelo. Entrecerró los ojos como para escuchar mejor, pero todavía no oyó nada. Cerró los ojos.
Era cerca de medianoche cuando se despertó. El viento se había levantado considerablemente y unos pocos papeles sueltos volaban por el suelo. A través de los blancos ojetes de las cortinas, una luz amarilla brillaba proyectando un dibujo diferente tramado a través del techo y paredes. No demasiado lejos en la distancia, un largo, prolongado, solitario gemido sonaba, el murmullo de una bocina. Se frotó los ojos con los puños y se dio la vuelta. Pero la bocina le despertó del todo, mientras se daba cuenta de que no estaba soñando. Se dio la vuelta hasta quedar de rodillas, tirando el telescopio y trepando sobre la cama; miró por la ventana. El viento alisaba su pelo y agitaba su pijama. A la luz de la luna vio la larga y borrosa silueta de un tren, y a su cabeza, una locomotora con un enorme ojo amarillo, dirigiéndose directo a la casa.
En un segundo estuvo fuera de la habitación, golpeando en la puerta de la de sus padres con el puño, gritando:
—¡Mamá, papá! Está llegando. Está llegando de prisa.
—¿Brian? —pudo oír la soñolienta voz de su madre—. ¿Tienes una pesadilla?
—¡El tren! Lo he visto. El Highball Express… Está viniendo directo hacia nosotros. ¡De prisa!
—Brian, cállate. Despertarás a tu abuelo —dijo su padre.
Con un sobresalto recordó por qué estaba llegando y susurró: «Abu», mientras corría a su habitación y cogía el billete del corcho donde lo había clavado. Bajó volando las temblorosas escaleras; la noche estaba llena con un denso ruido sordo, que procedía del suelo debajo de la casa, y el enorme reflector amarillo de la máquina parecía llenar la planta baja. El silbato sonó otra vez.
Brian abrió de golpe la puerta de su abuelo. Abu yacía sobre su espalda, la boca abierta, el brazo colgando hacia atrás sobre su frente.
—¡Abu! —gritó Brian—. ¡De prisa! —Estaba sentado ahora al lado del viejo, tirando de su camisa, sacudiéndole—. ¡Abu! Tienes que levantarte. Es el Highball Express. Está aquí. Está viniendo hacia tu habitación.
El viejo se movió y sus ojos parpadearon.
—¿Qué? —dijo—. ¿El cuatrocientos siete?
Brian podía oír a su padre gritar mientras bajaba las escaleras, y luego por encima de su hombro vio a su madre de pie aturdida en la puerta de la habitación del abuelo.
—¡Mamá! —gritó Brian—. ¡Date prisa!
Pero ella se volvió hacia su padre.
Sin esperar un segundo más, Brian arrastró a su abuelo por los sobacos fuera de la cama y hacia la puerta. El viejo estaba ahora completamente despierto y tropezó con sus pies, pasando de prisa con Brian.
Se habían puesto detrás de un sofá, la casa entera estaba moviéndose en los cimientos, como si un tornado formara torbellinos a su alrededor. El aire de la planta baja era intensamente amarillo, y los oídos del chico estaban gritando con el sonido del silbato y la bocina del tren. Y entonces la puerta principal de la casa estalló.
Yeso, vigas de madera, cristales y cemento volaron violentamente hacia dentro. Brian vio la puerta principal salirse de los quicios y rodar por la habitación como un coche patinando. El aparador del comedor se partió por la mitad y cayó al suelo. El ruido era terrible; el estallido, violento.
En la sala de estar, parándose, estaba una locomotora de dieciocho toneladas, negra como el carbón, echando vapor por sus ruedas. Se deslizó hasta detenerse en unos invisibles raíles. Desde las ventanas de los vagones de pasajeros una misteriosa luz brillaba, mezclándose con la del ojo amarillo de la locomotora, bañando la casa con pálidos y magullados colores. Había gente en el tren que ahora miraba a Brian y a su familia; las mujeres llevaban sombreros de fieltro negros adornados con plumas de faisán, las caras tapadas con velos de tul negros; los trajes de los hombres tenían amplias solapas y casi todos llevaban chaleco. Brian nunca había visto trajes como ésos antes, excepto en un libro del colegio.
El conductor trataba de bajar una escalera plegable.
—Esta maldita cosa —dijo—. Nunca va, nunca va. —Vio a la madre de Brian acurrucada en su bata y se tocó el sombrero y dijo—: Buenas noches, señora. —Luego con su voz más autoritaria gritó—: Viajeros al tren. Tengan sus billetes a punto, por favor.
A su lado, su abuelo se puso rígido.
—Mi billete —indicó—. No puedo ir sin mi billete.
—Aquí está tu billete, Abu —dijo Brian, y se lo alargó—. ¿Puedo venir yo también?
Su abuelo se arrodilló y le tocó la barbilla; sus ojos eran amables, un poco tristes y muy jóvenes, como los ojos de un niño de nueve años.
—Lo siento, Brian. Tú perteneces aquí, con tu mamá y tu papá. Y yo pertenezco a este tren.
—¿Vas a ver a tu abuelo en la ciudad sioux?
—Bien, chico —dijo Abu—. No es tan fácil.
—Pero volverás dentro de poco, ¿verdad?
—Me temo que esta vez no —repuso el abuelo—. Pero tú estarás bien. Sé que lo estarás.
—¿Quién me contará cuentos de cuando los indios luchaban y todas esas cosas?
—¿Recuerdas lo que te dije sobre las factorías, los grupos guerreros y el Pony Express? Mientras recuerdes eso, yo estaré siempre aquí contigo.
—¿Está a punto, señor Globe? —apremió el conductor.
—Espero que mi billete sirva todavía —bromeó Abu, y tendió al hombre el papel arrugado y amarillo.
—Siempre sirve, señor Globe. Le hemos estado esperando mucho tiempo.
Ahora su abuelo se volvía a su madre y decía:
—Gracias por alojarme, Joleen. Siento no poder quedarme más tiempo.
—¡Viajeros al tren! —gritó el conductor.
El viejo abrazó a su hijo, dio un beso a Joleen en la mejilla, y luego volvió donde estaba Brian. Se inclinó y le estrechó su mano.
—Y tu papá creía que me estaba volviendo loco —le reprendió—. Tengo una mente que nunca me abandona —continuó—. Siempre la he tenido. Tu regalo de Navidad está en el armario de mi habitación. —Y puso algo en la mano de Brian.
Las caras de los pasajeros a bordo eran muy risueñas mientras veían al viejo subir, y apenas estuvo arriba de aquellas escaleras el conductor las quitó, saltó a la plataforma, y el tren empezó a moverse, lentamente al principio, agitando sus pistones contra las ruedas, hinchándose de vapor, y después con mayor y mayor velocidad, mientras las enormes ruedas negras de hierro daban vueltas cada vez más de prisa.
Les pareció que en muy poco tiempo se quedaron solos.
El padre de Brian pasó su brazo alrededor de la madre de Brian y el chico quedó solo, mirando fijamente el enorme agujero en la casa a través del cual había pasado el tren. Y entonces pareció arreglarse solo lentamente al principio y luego con más y más velocidad, hasta que el cuarto de estar era el mismo de antes, yeso y madera, cristal y cemento, sin tocar. Dio la vuelta y corrió a la habitación donde había estado el abuelo, pero allí no había nadie; sólo la huella de un viejo y frágil cuerpo en la cama. Bajó corriendo al cuarto de estar donde todavía estaban sus padres. Se precipitó a abrir la puerta principal y corrió al exterior.
La noche estaba en calma e iluminada por la luna. La alta hierba y la maleza disminuían con la distancia, inclinadas como con escarcha por la luz plateada. Hacia el oeste vio una pequeña mancha amarilla, como una luciérnaga o una estrella moviéndose a una velocidad increíble, y oyó el largo y lúgubre lamento de un silbato, el sonar y retumbar de los caballos y los gritos salvajes y chillidos de lo que podía haber sido, pensó, una fiesta de guerra sioux. Miró la palma de su mano donde había una punta de flecha.