Se encontraba en la Bola Rosa. La multitud estaba a sus pies, clamando su aprobación. Gestos de hermosas chicas agitaban pompones y entonaban su nombre mientras la sección de gente con cartulinas movía sus letreros para descubrir las sílabas que todo el estadio ahora voceaba en un ritmo de dos tiempos. Por el altavoz, la suave voz del locutor trataba de calmar a la multitud.
—¡Atención, por favor! Como sabéis, tenemos hoy un invitado especial con nosotros. Un miembro honorario de siete equipos de fútbol, baloncesto y béisbol. El estudiante más popular de su clase. ¡Un gran atleta y un compañero estupendo! ¡¡Brad Bender!!
El crescendo de gritos se volvió discordante y metálico y Brad se despertó por el fastidioso zumbido de su despertador digital. Las seis y cincuenta y nueve. Le dio un fuerte golpe, gruñó y se estiró. Encima de él, a través del tragaluz de su dormitorio, captó el azul oscuro de otra mañana de junio en el sur de California. Sonrió y se dio la vuelta. Luego se miró en el espejo, lo suficiente para estremecer a alguien. Tenía que admitirlo: esos modelos de la revista Gentleman’s Quarterly no tenían nada que hacer con él. Sonrió, se levantó y dio un beso a su reflejo.
—Canalla —dijo y guiñó un ojo.
Su madre abrió alegremente la puerta de su dormitorio a las siete y cinco en punto, como él le había ordenado. Los cinco minutos le permitían incorporarse y pensar cosas buenas acerca de sí mismo, preparar su regazo para la bandeja del desayuno.
—¡Buenos días, sol! —dijo ella, poniendo con habilidad el zumo de naranja y las tostadas delante de él. Ella cogió un periódico doblado de debajo de su brazo y lo agitó ante él—. Formas parte del equipo honorario All-State —le hizo saber.
—Siempre formo parte del All-State —repuso él.
Su madre sonrió con benevolencia.
—Ahora date prisa y come o llegarás tarde a clase. Tu padre y Shelley ya han salido.
Brad miró él vaso de zumo recién exprimido y las dos rebanadas de pan integral. Suspiró y negó con la cabeza.
—Ligeramente tostado, mamá —protestó—. Ligeramente tostado.
En el cuarto de baño silbaba mientras terminaba con el último trozo de incipiente barba en su perfecta barbilla cuadrada y limpió las pizcas sobrantes de crema de afeitar. Abrió de golpe el botiquín y escudriñó las botellas y frascos en orden alfabético: Brut, Clinique, Dior, hasta Ralph Lauren y Stetson. Eligió Paco Rabane en el camino de vuelta desde Zetienne; lo salpicó en su cara y lo extendió alrededor con un movimiento rápido que había estado ensayando para el baile de gala de la noche. Se sonrió a sí mismo, ampliamente, mostrando sus perfectos dientes blancos. De repente, su madre apareció en el espejo, alargándole su cazadora con la inicial de la universidad.
—Bien —dijo ella—. ¿Estamos de buen humor?
—Hoy anuncian el rey del baile de gala —declaró—. ¿No es para estar contento?
—Bradley —manifestó su madre—. Estoy muy orgullosa de ti. ¿Quién será la afortunada chica? ¿Janet, Cindy, Sonia, Laura?
Como un loro, Brad repitió:
—¿Gloria, Becky, Juliette? —Después se dio palmadas en la cara, como si se despertase de un trance—. Las posibilidades son sorprendentes. —Estuvo encantado de ver a Wylie Barrett aparecer detrás de su madre. Wylie era una especie de idiota, pero era divertido e hizo una traviesa imitación de la señora Bender. Además adoraba a Brad. Levantó dos dedos detrás de la cabeza de la señora Bender y dijo—: Elige a Shirley Cráter, amigo.
Brad reaccionó como si hubiese sido pegado en el plexo solar. Después apuntó el dedo hacia su garganta e hizo exagerados ruidos como de náuseas, mientras se tambaleaba hacia el lavabo y hacía una pantomima de vomitar.
—¡Oh, Bradley! —prorrumpió la señora Bender. Wylie andaba y hacía gestos exagerados detrás de ella, articulando las palabras junto con ella—. En realidad Shirley es una chica perfectamente agradable.
—Es una gatita presumida —repuso Brad—. Deja que Cliff Smert se la lleve. Él es un amante de los animales. —Se dio la vuelta y se volvió hacia el espejo para terminar de peinarse.
—Así, ¿qué te parece, jefe? —preguntó Wylie—. ¿Necesitas un paseo?
—¿Otra vez el Vespino, Wylie? —dijo Brad. Su madre estaba de pie, con los brazos cruzados, contemplando el reflejo de su hijo. Wylie asintió con la cabeza—. Gracias, amigo. Cogeré el Chevrolet Camaro. —Se dio la vuelta para quedar enfrente de ellos y preguntó—: Bien, ¿qué os parezco?
—Guapísimo —contestó Wylie, y su madre, tan rotunda, le hizo una señal de aprobación.
Stan White, un voluminoso estudiante de primer año, que había sido reclutado como guardaespaldas personal de Brad en setiembre, había guardado la parte derecha del estacionamiento enfrente de la escuela permaneciendo de pie allí y amenazando de muerte a cualquiera que se acercara. Brad paró tranquilamente el Chevrolet en el lugar. Salió, asintió con la cabeza e inquirió:
—Buenos días, Stan. ¿Tienes la sección de deportes?
—Ya lo creo —contestó White, que le alargó un montón de papeles.
Brad los puso en la capota del coche, los firmó rápidamente y luego empezó a pasear hacia las puertas delanteras de la escuela. Era amable, sereno, definitivamente agraciado. Era la viva imagen del atractivo. Como si fuera un imán, las chicas empezaron a moverse hacia él y él se paraba a charlar, dirigiendo a cada una de ellas una sonrisa, dándoles una copia firmada de la sección de deportes con el artículo del All-State. Después vio a Cliff Smert, limpio, con las mejillas sonrosadas, vestido con una chaqueta deportiva de marinero y una corbata; iba rodeado por un pequeño grupo cerca de las puertas; Cliff, el presidente de k clase, destinado a Princeton, a punto de ser inscrito como republicano. ¿Qué estaba haciendo allí?
Sintió una mano que le apretaba el brazo y se volvió para encontrar a Shirley Cráter, la chica más fea de Rocridge High. ¿A quién le importaba si ella era el número uno en cálculo? ¿A quién le importaba si su promedio para los exámenes de acceso a la universidad era de 1 548? Sus dientes estaban cubiertos de alambres brillantes y la elaborada pieza del aparato de ortodoncia que llevaba la hacían parecer una extraterrestre. Sus gafas debían de tener por lo menos dos pulgadas de grosor, y sus ojos, ligeramente bizcos y aumentados a la duodécima potencia, se unieron a los de él y ardían con adolescente pasión. Era como ser adorado por los Cangrejos Monstruosos. Su otra zarpa ahora se cerraba alrededor de la única sección de deportes que quedaba.
—Gracias —susurró Shirley con voz ronca.
Brad pensó ahora que realmente podía vomitar. En un arranque instintivo le quitó de un tirón el periódico de la mano de ella, como se podría escapar del camino de un coche a toda velocidad, como Superman retrocedería ante la criptonita, y empezó a buscar las palabras, algo que nunca le había pasado con el fútbol.
—¡Hem…, oh…, lo siento, Shirley!… Pero yo, ¡oh!…, ya he prometido este último a… ¡Oh!…
Se apartó de Shirley, cogió a uno de primer curso que pasaba y le metió a la fuerza el periódico entre los brazos.
—Cógelo o muere —exclamó Brad entre dientes.
Shirley Cráter estaba sinceramente decepcionada.
—¡Oh, bien! —dijo valientemente—… Cuando tengas más… —Le dirigió una enorme sonrisa metálica—. Adiós —declaró y se fue enfadada.
Sólo él podía hacer que la seria Shirley actuara de esta manera. La observó cómo se marchaba, como si ella fuera su vida brillando ante él, y se estremeció.
En el aula se repantigó en la parte de atrás con sus amigotes, mascando chicle y contando chistes, mientras el director, el señor Hiller, canturreaba los anuncios de la mañana.
—Así —dijo—. Si tienen que mascar chicle entre las clases, tráguenselo antes de volver a entrar.
»Ahora, el anuncio que todos estáis esperando. La corte real de la promoción de estudiantes de último año… —Brad hizo callar a sus amigos y se sentó erguido, esperando la coronación—. El año pasado la chica más popular escogió a su amigo; así este año al chico más popular le tocará escoger. Pero este año vamos a intentar algo diferente. Algo más digno de consideración que un concurso de popularidad. —La abierta sonrisa de Brad se apagó ligeramente y giró la cabeza, como para oír mejor. Cliff Smert se movió en su silla y levantó algo en una mano y un puñado de dólares en la otra—. Reunir dinero para que la biblioteca adquiera un programador —continuó el señor Hiller—. Vamos a hacer una lotería para un lector de discos compactos, y el que venda más boletos en las próximas veinticuatro horas, será este año en Rockridge High…
De manera que era eso lo que ese granuja había estado haciendo, pensó Brad, mientras Cliff Smert agitaba los billetes como un pompón. Estaba fuera de la puerta antes de que el señor DeTaglia pudiera pararle, y prorrumpió en la oficina del director justo en el momento en que el señor Hiller terminaba los anuncios.
Brad estaba de pie con las manos en las caderas, preguntándose qué le sucedería si estrangulaba al director. Le detendrían seguramente, quizá más.
—¿Cuántos? —preguntó el hombre, con afectación. Brad tomó el fajo de boletos y arrancó unos veinte, después devolvió el resto.
—Esto lo cubrirá —dijo y salió con paso airado, dando un portazo tras él.
De todos los temas aburridos, las ciencias era el más aburrido, pero Brad Bender no estaba aburrido hoy. Estaba pensando las maneras de asesinar a Cliff Smert. El señor Barrick, un pequeño hombre tímido, seguía tan apasionante como siempre.
—La lluvia de meteoros de esta noche es la más extensa de esta clase, en este hemisferio, desde que tenemos documentos, de modo que es una oportunidad que se presenta una vez en la vida obtener una vista panorámica. Quiero que todos ustedes observen la lluvia de meteoros esta noche, y quiero decir exactamente observarla. No solamente una mirada por la ventana…
Brad se inclinó hacia delante e hizo crujir el hombro de Smert.
—¿Crees que eres extraordinario porque te me adelantaste una hora, payaso? —siseó—. Bien: mírame. ¿Parezco preocupado por ti? ¿Parezco molesto?
—Seriamente preocupado —respondió Cliff con placidez.
—¿Sí? Bien: desayuno tipos como tú y escupo sus huesos después —siguió Brad.
—Señor Bender —preguntó el señor Barrick—. ¿Cuál es el trabajo?
Momentáneamente desconcertado, Brad dijo:
—Usted nos dijo, ¡oh!, que esta noche lloverá.
La clase se rió con disimulo.
—Meteoros —rectificó Wylie en voz baja.
—Usted nos dijo que miráramos una lluvia de meteoros —puntualizó Brad.
—No, señor Bender —se explicó el comediante—. Yo les dije que la observaran.
—Te mataré, amigo —susurró Brad a Cliff, pero a decir verdad Cliff Smert no parecía muy asustado.
Shirley Cráter sabía que no era bonita y que no era popular, pero era inteligente, y tan pronto como le sacaran el aparato corrector pensaba convencer a sus padres para que le compraran lentillas y salieran del sur de California; sabía que podría ser casi guapa. Mientras tanto tenía este enamoramiento fastidioso y apasionado por el más guapo y más satisfactorio chico de su clase. Siempre que le veía, ella se sentía indispuesta, un sentimiento verdaderamente incómodo; pero sabía que el verdadero amor era así. Y leyendo a los poetas románticos, se enteró de que se dedicaría a ello o moriría.
Mientras caminaba fuera de la cola del comedor llevando su bandeja, se dirigía directamente a la mesa en que Brad Bender se sentaría, la única mesa vacía en el patio, como siempre, guardada por ese inescrutable idiota musculoso que en setiembre había firmado sin discutir por una vida de humillación. Ella le miró con cautela, todavía no la había atacado, y puso su bandeja.
—¡Hola, Stan! —dijo, tratando de dar a su voz un deje. Se sentó—. Ésta es de verdad la mejor mesa. Eres muy listo de cogerla. El mejor sitio de la cafetería. No me extraña que Brad se siente aquí.
—Está ocupada —indicó Stan.
—Sé que se supone que nadie se sienta aquí, excepto Brad, quiero decir; pero estoy segura de que a Brad no le importará; de hecho estábamos hablando precisamente esta mañana, y… me gusta tu camisa. Quiero decir, yo y Brad teníamos muchas cosas de qué hablar y creo que sería un planteamiento muy positivo; quiero decir que él es popular y yo soy inteligente, y si la gente popular y la inteligente se reúnen más a menudo… ¿Sabes qué quiero decir?
Estaba desanimada por el hecho de que hoy, como ayer y anteayer, Stan había levantado la silla con ella y la había llevado a una mesa muy lejos de la de Brad. Sin embargo, hoy había sido lo bastante afortunada de coger su bandeja.
Brad se instaló en la mesa e hizo a Stan monitor de la fila compuesta exclusivamente de chicas deseosas de comprar un boleto por el privilegio de sentarse, incluso por un momento, con él.
A Darcy Cook le dijo:
—Y cuantos más boletos compres, más se llega a una conclusión ya prevista; que tú serás mi elegida para reina.
A Debbie LaBrava le dijo:
—Reina Debbie. De verdad me gusta cómo suena esto. De una manera regia. ¿Sabes qué quiero decir? ¿Cuántos decías?
A Marilyn Monrovia le indicó:
—Perfecto, yo soy sagitario también. Así la noche del baile de gala en las estrellas. ¿Puedo anotarte para diez bole…
Con horror vio a Shirley Cráter camino de colisionar con su mesa. Se había quitado las gafas, cambiando sus ojos de faros locos en arrugadas rendijas, y no seguía la fila precisamente porque no podía verla. Brad rápidamente asió a un estudiante de primer curso y lo puso delante de ella, como un muñeco de entrenamiento. Ella fue directamente hacia él, y entonces sonrió alegremente y cogió su brazo como había cogido el de Brad aquella mañana y murmuró:
—Cogeré diez. Uno por uno.
Esa noche, después de su cena favorita, hecha por su madre, y el elogio del All-State, hecho por su padre, Brad Bender se retiró a su habitación para recrearse. Cuando terminó de contar la recaudación de los boletos, puso los pies en el escritorio y telefoneó a Cliff Smert.
—¡Hola! Ha llamado a la residencia de los Smert —dijo Cliff—. Cliff júnior al habla.
—¡Qué sabor tiene la agonía de la derrota, traidor? —preguntó Brad—. ¿Es como lamer un cenicero?
—No has ganado todavía, Bender —declaró Cliff, pero Brad podía notar que estaba violento, incluso cuando la bravata continuaba. Escuchó ociosamente mientras giraba en su silla. El viejo Barrick tenía razón: el cielo estaba rayado por los meteoros. Bastante impresionante, como todos los pases rozando el suelo que él había cogido. De hecho, parecía un desfile de cinta cósmica perforada.
—Escucha, Cliff —dijo—. La única cosa que podría detenerme ahora es un acto de Dios.
Un tremendo rayo de luz pasó silbando por la claraboya, tan brillante y ruidoso que Brad quedó durante un momento inmóvil. Después se agachó bajo su escritorio, dejando caer el teléfono. Una explosión blanca centelleó unos momentos más tarde, acompañada por un tremendo ruido. Se puso en pie, abrió la ventana y se asomó fuera, pero todo parecía normal. Cuando cogió el auricular, Cliff estaba diciendo una y otra vez:
—Brad, Brad, ¿estás bien?
—¿Rezas con regularidad, sabelotodo? —le espetó y luego gritó—: Bien: dile que ha perdido.
Colgó el auricular de golpe y se volvió hacia la claraboya otra vez justo a tiempo para ver otro meteoro, más grande y más brillante que el anterior, que se dirigía directamente a su habitación. Oyó un ruido acelerado, algo entre una ráfaga de viento y un avión aproximándose, y se metió debajo de la cama mientras la habitación estallaba.
Los científicos, periodistas y la policía estuvieron allí la mayor parte de la noche. Volvieron de nuevo por la mañana y Brad estaba encantado con toda la publicidad. Mientras el fotógrafo del Times de Los Ángeles se abría paso alrededor del dormitorio de Brad, éste se complacía en ponerse en tantas fotos como fuera posible. Estaba programado aparecer en las noticias de la mañana y de la tarde y en varios noticiarios de radio. Se había hablado incluso de un especial National Geographic. Pero desgraciadamente los científicos no estaban interesados en hacerle una entrevista por el momento; les fascinaba mucho más la habitación en sí. Brad decidió quedarse en caso de que hiciera más preguntas.
—Esto es increíble —exclamó uno de los científicos—. Quiero decir que prácticamente todas las cosas de esta habitación han sido magnetizadas. Estoy sorprendido de que tú no lo estés.
Brad sonrió cortésmente y se alejó poco a poco del hombre, que parecía un poco chiflado, como todos los científicos, yéndose hacia atrás junto al espejo de tamaño natural en su puerta. Con indolencia echó una mirada sobre su hombro para mirarse, no quería defraudar a sus fans, y lo que vio hizo que la sangre se le helara en las venas. Había una regla de metal atascada en su espalda, y su jersey parecía un papel secante, cubierto de sujetapapeles.
—¿Han localizado al otro? —preguntó otro científico.
—No, todavía lo están buscando —repuso el individuo jefe—. Personalmente, tengo mis dudas. Las posibilidades de dos meteoritos cayendo en la misma noche son astronómicas.
Todos rieron. Era el mismo chiste tonto que su tonto profesor de ciencias había hecho.
—Lo sé, lo sé, pero todo el vecindario lo vio. Incluso este joven…
Brad esperó que no empezaran a preguntarle; no quería ser interrumpido del difícil trabajo de desenganchar la regla de su espalda. Se alejó un tanto de ellos y el brazo de la lámpara de su escritorio giró y dio contra su cabeza, pegándole con fuerza. Rió, un poco nerviosamente.
—¡Eh, vosotros, compañeros! —dijo, y entonces recordó todas las películas que había visto.
Los científicos, una vez descubrían algo misterioso, siempre lo apartaban para examinarlo. Recordó La mosca y La cosa y El hombre de hielo e incluso E.T. Se imaginó a sí mismo atado a una mesa de frío aluminio, con uno de esos focos de vapor de mercurio deslumbrando sus ojos. Un compañero con una bata de laboratorio con una voz como Peter Lorre se inclinaba sobre él diciendo:
—Debemos medir esta carga, joven, no temas. El flujo eléctrico. Estoy a punto de insertar este tubo en…
Todos los científicos le estaban mirando, de modo que se apoyó contra la puerta y trató de sonreír mientras preguntaba:
—¿Un agujero bastante grande, eh, amigos?
Cerró la puerta con llave en cuanto salieron, pero no hacía diez minutos que se habían ido cuando su madre llamó:
—Bradley, sal de aquí. Llegarás tarde a la escuela.
—No iré —manifestó a través de la puerta.
—¿Por qué no? —se extrañó ella—. ¿Estás enfermo?
—Sí —afirmó él.
Después oyó la voz de Wylie:
—¿Estás enfermo?
—Eso es lo que dice —adujo la madre—. Que está enfermo.
—¿Qué quieres decir con que estás enfermo? —terció Wylie.
—No iré a la escuela, Wylie —respondió Brad.
—¿Por qué no? —preguntó Wylie.
Brad miró su imagen reflejada en el espejo. Había estado recogiendo cosas, más o menos. Ahora estaba cubierto con imperdibles y alfileres, sujetapapeles y grapas, trastos metálicos que nunca había visto. No sabía siquiera de dónde habían venido, pero se quedaban volando por el aire y pegándose a él.
—No te lo puedo decir —contestó él y su voz sonaba horrible.
—Tenemos que ir —urgió Wylie—. Si no perderás…
—No me importa ser el rey del baile de gala —interrumpió Brad.
La papelera metálica se deslizó por el suelo y se le pegó a la pierna; le dio una patada.
—Perderás con Cliff —se le ocurrió decir a Wylie.
Envió a Wylie por delante e hizo lo que pudo para quitarse la variedad de objetos metálicos de sus ropas, pelo y cara. Era un trabajo difícil. En cuanto se había despegado un sujetapapeles del cuerpo, tenía que pensar la manera de quitárselo de las manos. Su carga era tan fuerte que parecía atraer objetos a través de la tela y el cuero; una mirada a sus zapatos le evidenciaba el hecho. Se contentó con despejar los chismes con un peine de plástico, casi como haciendo saltar tapones de botella.
Hasta que no llegó cerca del coche no descubrió la extensión de su problema. Abrió la puerta de golpe, perdió el equilibrio y cayó cuando su mano quedó atrapada. Se soltó y trató de cerrar la puerta de golpe, pero volvió rápidamente y le golpeó el brazo. Tratando de marcharse, comprendió lo que Debbie LaBrava quería decir cuando le dijo:
—Me siento muy atraída por ti. Entonces comprendió la ironía.
«¡Oh, Brad —un millón de chicas decían suspirando al unísono—, eres tan atractivo…!»
Aumentando su cólera, levantó la mano a la fuerza y dio una rápida patada a la puerta, pero su zapato se pegó al lado, y cuando dio un tirón para despegarlo, de nuevo se encontró en el suelo. Furioso, se puso en pie y buscó algo con lo que asestar un golpe al coche, pero el montón de herramientas que colgaban del interior de la puerta del garaje —una azada, una pala, una horca— constituía un problema más. Incluso mientras observaba la bicicleta rosa de su hermana, ésta se enderezó sola de la puerta del garaje en que estaba apoyada y empezó a rodar hacia él.
La cara de Stan White, normalmente impasible, reflejó un sobresalto cuando Brad llegó al lugar del estacionamiento que Stan estaba guardando para él.
—Ni una palabra —dijo Bender.
Tratando de mantener un poco de dignidad, con cuidado hizo girar una pierna sobre la bici, pero chocó con la calzada cuando la otra pierna permaneció fija sobre el cuadro de la bici rosa, y cuando levantó la vista, White parecía desconcertado, mientras él yacía allí dando patadas a la máquina.
Había que hacerlo o morir. Se puso en pie lo mejor que pudo, se quitó el polvo y sin otra palabra desfiló entre montones de mirones hacia la oficina de Hiller. Depositó la bolsa de la recaudación y se marchó. Pero cuando anunció su victoria a Hiller, el director le dijo.
—No tan aprisa, Bradley. Debo contar los recibos.
Incluso su corbata, sujeta por un clip metálico, flotaba desde su chaqueta y apuntaba como una cobra a Brad Bender, ese encantador de serpientes.
De modo que esperó el fallo, y las cosas se ponían peor, si eso era posible. En la clase de ciencias, Barrick seguía hablando, actuando por primera vez como si Brad Bender realmente fuera una celebridad.
—La lluvia se extendió sobre un campo tan amplio —decía— y el porcentaje de meteoros que sobrevive a la entrada en la atmósfera es tan pequeño… Bien: las posibilidades contra esto han sucedido a alguien de nuestra clase… ¿Señor Bender?
Brad, sentado con aire miserable en su pupitre, advertía cómo sus zapatos se deslizaban hacia atrás hasta quedar unidos a las patas de metal de la silla. La chica que estaba a su lado llevaba grandes pendientes de argollas, y parecían los aros flotantes de un mago desafiando la gravedad y señalando a Brad. La chica que se sentaba delante de él llevaba un collar que se había deslizado de su pecho a su espalda y ahora se elevaba en el aire, estirándose hacia él. Cuando el aparato para los dientes del muchacho gordo cercano a él se le pegaron al brazo, se levantó y se excusó, y, mientras tropezaba con la puerta, la papelera rodó detrás de él.
Las clases estaban en período escolar y los pasillos permanecían desiertos, de manera que pensó que haría un descanso mientras nadie le miraba. Empezó paseando por las filas de casilleros y se dirigió hacia la puerta para irse a casa cuando sintió que era empujado contra su voluntad y las suelas de goma de sus zapatos patinaban a través del linóleo, mientras él trataba de resistir al empuje magnético. Pero ni siquiera él, hombre musculoso del All-State, tenía la fuerza suficiente. Pronto estuvo con los miembros extendidos contra los casilleros, pegado de la cabeza a los pies, su cara machacada contra la rejilla de ventilación.
A punto de llorar, cedió a la atracción y trató de recobrar el aliento. Después empezó a moverse de lado a lado hasta que fue capaz de darse la vuelta de golpe, de modo que su espalda estaba tocando a los casilleros, todavía fuertemente pegado en una postura de crucifixión, pero por lo menos ya no parecía como si estuviera cariñoso con una pared de metal. En esta posición trataba de parecer relajado, mientras una de las profesoras de matemáticas de segundo año, en su camino al salón de profesores, se detuvo. Le dedicó su más atractiva sonrisa y ella asintió con la cabeza, una victoria para Bender: ella podía haberle pedido su permiso para estar en el pasillo.
Tardó la mayor parte de la hora en hacer el camino de vuelta a los casilleros, girando de delante a atrás, «¡Bam, bam, bam!», hasta que, por fin, fue capaz de separarse violentamente y lanzarse contra una pared de ladrillos. Se quedó de pie allí, tan impasible como pudo, mientras observaba a un hombre con bata blanca que estaba en la puerta de la oficina de Hiller.
—Es bastante increíble, por supuesto —estaba diciendo el hombre—. Pero parece que hubo dos meteoros y ambos cayeron en Rockridge y ambos golpearon los dormitorios de estudiantes de este instituto. Tenemos al otro estudiante en observación, pero si puede decirme dónde encontrar a Brad Ben…
Así que era verdad: iban a atarle y asarle, sujetarle con púas y alambres y hacerle comer mercurio. Estaría en un especial National Geographic, pero inconsciente mientras le señalaban con un palo con puntera de goma. Se escapó mientras podía, yéndose por el pasillo y dando la vuelta a la esquina; la fina capa metálica del surtidor le atraía y pasó a la parte de la escuela que conocía mejor, el gimnasio. Allí sabía muchos sitios donde esconderse.
Abrió de golpe la puerta de los vestuarios y después se paró; su corazón latía con violencia, mientras despegaba su mano del pomo de la puerta. Tratando de no hacer demasiado ruido, caminó con mucho cuidado hacia el centro de la fila de casillas, esperando que la doble atracción a izquierda y derecha le dejara sin tocar. Sin embargo tenía razón: mientras caminaba, todos los candados se pusieron erectos y le saludaron.
Pero se había equivocado; no había sitio alguno donde esconderse. En la habitación de las toallas vio a otro hombre con una bata de laboratorio hablando con el viejo Charlie y Brad rápidamente se metió dentro de la habitación de las herramientas y permaneció allí en la oscuridad, su espalda contra la puerta, esforzándose por oír lo que los hombres estaban diciendo. La oscuridad susurraba y entonces sintió una especie de red redondeada atándose a su pierna. A su alrededor el aire estaba zumbando, vibrando. Encendió la luz y vio con horror el error que había cometido. Un guante de catcher estaba pegado a su pierna y toda la habitación estaba llena de jabalinas que se agitaban bruscamente, zapatos con clavos para correr, con las puntas afiladas y plateadas bajo la luz fluorescente, palos de golf, bates de béisbol de metal. Se dio cuenta de que contaba con unos segundos antes que todo el conglomerado peso del mundo atlético uniera sus fuerzas contra él. Trató de abrir la puerta y consiguió pasar justo cuando con enorme estrépito de objetos golpeó la parte opuesta y cayó al suelo.
Pasó corriendo delante del científico y Charlie. Sus caras eran grotescamente grandes y deformes mientras decían: —Nos gustaría hablar con usted, señor Bender… Él corría con movimientos lentos, como en un sueño, mientras la voz del señor Hiller venía del interfono:
—Atención, por favor. Los boletos de lotería han sido contados y el rey del baile de gala de este año es ¡BRAD BENDER!
La campana sonó y de repente los vestíbulos se llenaron de estudiantes y el aire se llenó de objetos metálicos, plumas y aparatos de ortodoncia, relojes, pendientes, joyas baratas de todas clases, volando hacia él hasta que fue un montón de metal moviéndose lentamente. Le atrapó un aire tan espeso como miel fría cuando la gente alargaba las manos hacia él, tratando de asirle.
Pero esta vez estaban tratando de atacar. Chica tras chica —Darcy Cook y Debbie LaBrava, Marilyn Monrovia y Janet, Cindy, Juliette, Laura— le gritaban:
—¡Laura dijo que iba a ser tu novia! —silbó Darcy.
—¡Idiota! —vociferó Debbie.
—¿Dijiste a Jeannie…?
—¡Mentiroso!…
—¡Traidor!…
Pasó peleando a través de todas ellas lo mejor que pudo, rechazándolas como a bloqueadores del equipo contrario, mientras más y más metal se le pegaba; el cubo de la fregona del portero, un tablero con pinzas, varias carpetas de anillas, y el alborotador montón de chatarra conocido como Bender cruzó ruidosamente las puertas principales de la escuela seguido por una multitud alborotada.
Vio la bicicleta de su hermana, su única esperanza de escapar, y se dirigió a ella. Pero no parecía progresar mucho: de hecho parecía correr hacia atrás. Y entonces se dio cuenta de que estaba siendo empujado, lenta e inexorablemente, hasta que se atascó con un enorme estruendo al asta de la bandera de la escuela. Advirtió que parecía un accidente de coche. Se encontró a sí mismo rodeado por las sádicas, curiosas, alargadas caras de pesadilla de todos los que él siempre había condescendido o, de lo contrario, ofendido: estudiantes de primer curso que había desairado, chicas que había humillado, sus profesores, todos, gruñendo, gritando, vociferando venganza.
—¡De acuerdo! —gritó—. ¡Soy magnético! ¿Qué pasa? —Despegó el guante de catcher de su pierna y lo arrojó salvajemente contra la multitud. Éste se deslizó hacia abajo y le golpeó el pie—. ¡Menuda gracia!
Pero la multitud no parecía estar de acuerdo. Ahora retrocedían y empezaban a aplaudir su desgracia, a silbar y mofarse y pitar. Buscó alrededor algún amigo, pero no había nadie en quien pudiera confiar. ¿Estaba alucinando?
—De modo que crees que mi Vespino no es bastante bueno para ti —gruñó Wylie.
—Ligeramente tostado, mocoso ingrato —decía su madre.
—Ni una vez te ofreciste a sacar la basura —gritó su padre.
—Tú creías que me gustaba guardarte sitio en el estacionamiento —rugió Stan White.
¿No había nadie que aún le adorase? ¿Nadie en quien pudiera confiar? Brad Bender oyó un gran estrépito, como si un gigantesco camión de basura se estuviera dirigiendo hacia él. Sonaba como cientos de guijarros golpeando dentro de latas, como palancas golpeando las capotas de los coches, como si todas las latas de cerveza hechas en Milwaukee fueran aplastadas. La multitud se dividió en dos, como el mar Rojo, y vio otro milagro.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Yendo hacia él, nacida de una corriente de magnetismo, cubierta, lo mismo que él con metal: trozos de metal, joyas, utensilios de cocina, partes de coches extranjeros, sus zapatos de suela de goma frotando contra la acera, incluso mientras ella se levantaba fuera de sí misma por la fuerza inexorable de su atracción por él, y con una mirada de completo abandono en su rostro, rojo de felicidad, estaba Shirley Cráter.
«¡El otro meteoro!», pensó mientras ella se arrastraba más cerca, más cerca…
Y entonces se sintió despegado del palo de la bandera. Se agarró hacia atrás para sujetarse, pero él también estaba siendo empujado, empujado hacia Shirley.
—¡Oh, Dios! —gimió—. ¿Alguien quiere ayudarme? —Pero la multitud estaba delirante de venganza. Con su cuerpo inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, sus manos intentaban asir el aire—. ¡Noooooo! —gritó, mientras Shirley Cráter, un proyectil lanzado, las gafas ahora tiradas; sus labios se fruncieron, sus ojos se cerraron y sus brazos se abrieron, estaba volando hacia él.
Se besaron, no pudo evitarlo. Sus vestimentas metálicas chocaron enviando una pequeña lluvia de trozos entre las cabezas de los estáticos mirones. Incluso Brad Bender tuvo que admitir la verdadera fuerza de su atracción.