El mago

Lou Bundles había estado actuando durante cincuenta años y todavía sentía un hormigueo en la nuca y que el corazón aceleraba su ritmo. En el auditorio la clientela del Castillo Mágico estaba aplaudiendo el final de la actuación de Nick Edmonds y dentro de un minuto Lou tendría que ocupar su lugar ante el público que estaba sentado en sus pequeñas mesas cuadradas cubiertas con un mantel. Un chico nuevo se ocupaba de las luces, un muchacho que había empezado hacía sólo una semana, y sus señales se salían y sus focos estaban mal dirigidos. La noche anterior los había dirigido directamente a los ojos de Lou, de manera que no podía ver al público. Se arregló la corbata y se ajustó las mangas como si fuera a una entrevista de trabajo.

Cerca de él, Murray Tropicana, el propietario y presentador del Castillo Mágico, se aclaraba la garganta, preparándose para la presentación.

—¿Qué demonios pasa con las luces, Murray? —dijo Lou.

No era lo que quería decir; lo que quería decir era que estaba asustado. Últimamente se había sentido un poco inseguro, pero no lo podía admitir ante ese muchacho casi treinta y cinco años más joven que él.

—Las luces están muy bien, Lou —precisó Murray.

«Está bien», pensó Lou. Dio un codazo a Murray en el costado.

—Tenemos gente animada aquí esta noche, ¿eh, Murray? Les voy a hacer viejos trucos esta noche; sabes cuánto les gusta…

—Parece estupendo —dijo Murray.

Estaba lleno de gente. Dios bendiga a los que todavía creían en la magia; los efectos especiales habían captado el entusiasmo de todo el mundo. Ahora querían ver a S legas como ese David Copperfield que podía hacer desaparecer la estatua de la Libertad, no a viejos colegas, como Lou Bundles, con sus trucos de cartas e hileras de pañuelos y palomas saliendo de su sombrero. Pero en su día, Lou Bundles había sido alguien.

—Asegúrate de que este nuevo muchacho encienda el foco cuando haga la señal —indicó Lou.

La frenética y vibrante música se paró y el público estalló en aplausos, mientras Edmonds pasaba delante de él corriendo, rozando el telón, y Murray le dejó por los focos, el micro y la multitud. Su corazón ahora estaba latiendo a ritmo acelerado.

—¡Gracias, Nick Edmonds! —dijo Murray—. Y ahora, señoras y señores, un hombre que está actuando aquí en el Castillo Mágico desde que abrimos en mil novecientos treinta y dos. —Lou puso mala cara. ¿Cuántas veces había pedido a Murray que cambiara la presentación?—. Una calurosa bienvenida, por favor, para este maestro de la prestídigitación: ¡Lou Bundles!

La música empezó a sonar otra vez y Lou estaba ahora fuera, bajo las luces, sonriendo ampliamente, apenas capaz de ver dónde iban a pisar sus pies; tan cegadores eran los focos. Murray vagaba fuera, entre las mesas, para ver cómo un cliente y dos mujeres altas y delgadas, con retorcidas boas de piel, se sentaban a su mesa plegable, cubierta con un mantel negro.

—Gracias, Murray —dijo Lou, entrecerrando los ojos. De nuevo esta noche no podía ver al público—. ¿Saben? Conocí a Murray cuando su padre dirigía este lugar, y es agradable ver que continúa por los antiguos caminos. Y por los antiguos salarios. —Sonrió, esperando las risas, y, cuando el silencio se volvió embarazoso, se apresuró.

El truco del platillo no era difícil, pero si la iluminación era mala…

—Dicen que no puedes enseñar a un perro viejo trucos nuevos —dijo—. Pero quién necesita trucos nuevos cuando los antiguos todavía son los mejores.

Sacó seis platillos de debajo de su chaqueta y empezó a lanzarlos y a bailar, moviendo las caderas, haciéndolas girar alrededor de su cuerpo. Cogió un platillo y lo tiró en otra dirección. Empezaba a sentirse relajado cuando el público empezó a impacientarse. Lo podía sentir, y una oleada de risas nerviosas llegó a él. Levantó la vista y pudo ver, claro como la luz del día, los hilos que controlaban los platillos; y si él podía verlos, sabía que el público los podía ver incluso con más claridad. Ese maldito muchacho de las luces. Tenía que hablar con Murray, despedir al maldito muchacho. En su prisa por recuperar los platillos, calculó mal el momento, y dos cayeron al escenario. Hubo un ligero intento de aplauso cortés mientras los ponía detrás de él, en la mesa, con tanta rapidez como pudo. Era el momento de las cartas. Nunca le habían fallado.

Sacó la baraja del bolsillo de su chaqueta, las barajó expertamente, y luego, protegiendo sus ojos, dijo:

—Necesito un voluntario. —Vio a una mujer cerca del escenario, de mediana edad, no demasiado guapa, no demasiado elegante—. Usted, querida —continuó, señalándola—. Vamos, suba aquí. —Como todos los voluntarios que había llamado, pretendió protestar mientras su marido la animaba, y luego, ruborizada de placer, se puso a su lado. Le enseñó la baraja—. Una baraja corriente, ¿verdad? Puede comprobarlo. Ahora escoja una carta y muéstrela al público, pero que yo no la vea y no me diga cuál es.

Ella hizo lo que le decía y volvió a poner la carta en la baraja.

—Ahora que todo el mundo recuerde esta carta. —Dio la baraja a la mujer y le pidió que las mezclara—. Querida, voy a cortar la baraja justo aquí —indicó Lou—. Y su carta se levantará como nata hasta la superficie. —Con su dedo índice golpeó con suavidad la baraja y alegremente levantó la primera carta—. Ahí está —exclamó.

Pero la mujer parecía inquieta y el público empezó a reír.

—No, no lo es —dijo ella.

—¿Me está diciendo que ésta no es su carta? —inquirió Lou.

A veces, durante los últimos años, había encontrado algún perturbador que era la razón por la que últimamente siempre escogía mujeres de mediana edad.

—No, no lo es —repitió ella.

Lou se sintió de repente desconcertado. Miró la carta que había levantado, el siete de trébol.

—¿Cuál era su carta? —preguntó.

—El diez de corazones.

—¿Está segura?

¿Había cometido una equivocación? Se desvió un poco de las luces de manera que podía ver mejor y empezó a contar las cartas. Una y otra vez se le escabulleron y revolotearon por el escenario. Con precipitación agitó las manos alrededor de la baraja como si hiciera un hechizo.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo.

Y entonces tocó ligeramente la carta de arriba tres veces con el dedo y lanzó al aire el dos de diamantes.

En su camerino, se sentó delante del espejo, quitándose el maquillaje con crema. Alrededor de los bordes del espejo, los recortes de periódicos amarillentos y las fotografías parecían hojas secas caídas recientemente de los árboles. Había fotografías de él con compañeros como Sid Caesar, Jack Benny, George Gobel y Phil Silvers, allá por los primeros tiempos. Una foto de él en su presentación en el show de Ed Sullivan, firmada por el mismo Ed. Más recortes sobre sus números; la vez que hizo desaparecer toda la jaula de pájaros, con tres pinzones y una cacatúa dentro; la vez que había barajado las cartas y luego había hecho que se ordenaran ellas solas numéricamente por palos.

Hubo una llamada a su puerta y entró Murray, con expresión melancólica y desolada.

—Murray, Murray —dijo Lou Bundles—. ¿Cómo está el hijo de mi mejor amigo? ¿Ha ido bastante bien esta noche, no crees, considerándolo bien? —Quitó la crema de su mejilla con un pañuelo de papel—. No sé si te has dado cuenta, pero había algunos problemas con la iluminación. ¿Qué ocurre: tienes gases? Aquí tengo algo —notó, registrando un cajón.

—Lou —dijo Murray Tropicana—. Te voy a sacar, Lou.

—¿Qué? —preguntó Lou.

Dejó de buscar y miró el reflejo de Murray en el espejo.

—No puedo dejar que esto continúe.

Lou se encogió tratando de calmarse, aunque su corazón había empezado la antigua rumba.

—De acuerdo, de acuerdo, tienes razón. He tenido una mala noche.

—Lo siento, Lou, pero no es sólo esta noche.

Lou se levantó lentamente, con toda la dignidad que pudo reunir.

—¿Me estás poniendo de patitas en la calle, Murray? —preguntó.

Murray negó con la cabeza y golpeó con fuerza el aire entre ellos.

—Nunca haría eso, Lou. Mientras yo esté dirigiendo el negocio, siempre habrá un sitio para ti.

—¿Me estás ofreciendo caridad? —prosiguió Lou—. ¿Me pondrás en los servicios? ¿De portero quizá? Estás equivocado, Murray. Mi tiempo no se ha acabado todavía.

—Creo que quizá sí ha terminado, Lou —explicó Murray.

Estaba mirándose los pantalones como si hubiera insectos trepando por sus piernas.

—¿Tú crees? —inquirió Lou—. ¿Tú crees? Tu viejo está revolviéndose en su tumba al oír decirte lo que me acabas de decir ahora mismo. Cuando mi hora llegue yo lo sabré, te lo prometo.

Murray levantó lentamente los ojos hasta que Lou pudo verlos de nuevo.

—De acuerdo, Lou. Si esto es lo que quieres. —Se volvió y salió del camerino, y en el breve segundo que la puerta estuvo abierta, entró una fría brisa.

El restaurante de Joe era un salto atrás, como el mismo Lou Bundles. Era una fonda buena y honesta, con barato café espeso, sopas caseras y especialidades del día como la que Lou estaba comiendo; chuleta de cerdo frita, puré de patatas y judías verdes por 2,35 dólares. El mismo Joe era tan viejo como Lou, o casi, aunque no parecía mucho más de cincuenta, y Lou creía además, como a menudo pasaba, que los hombres y mujeres negros nunca parecen volverse viejos.

—Sé un buen amigo, Joe —manifestó Lou—. Y trae a un viejo un buen vaso de agua fría.

La puerta se abrió y un pájaro que Joe había instalado hacía unos pocos años soltó su canción jadeante, endeble y aguda. Lou se volvió para ver a Dora y Johnny Duncan, viejos amigos, viejos amigos de él que entraban como hacían casi cada tarde.

—¡Hola, Lou! —dijo Dora—. ¿Cómo ha ido el espectáculo esta noche?

—No muy bien —confesó Lou.

—La gente es terrible —exclamó Johnny—. Esos bastardos pueden realmente fastidiar.

—La gente era fabulosa —rectificó Lou—. Yo estuve terrible.

—Todo el mundo tiene una mala noche —añadió Dora.

Con el calor de la simpatía de sus amigos, Lou pudo sentir el burbujeo del dolor en la tripa extendiéndose hasta que supo que no podría disimularlo mucho tiempo.

—Murray quiere mandarme a pastar —musitó con indignación—. ¡A mí, que recibí elogios del presidente Hoover, para gritarlo en voz alta! Tengo un revoltijo de notas de Doris Day y Ginger Rogers. Soy Lou Bundles, ¡maldita sea! —Podía notar la sangre latiendo con violencia en sus sienes. Dora le había tocado y ahora sostenía su codo. Él estrechó su mano y tomó un sorbo del agua que Joe le había traído—. Si me voy, quiero irme con estilo. —Su propia lástima se le trabó en la garganta y durante un minuto creyó que gritaría al ver qué bajo se había dejado caer, tan bajo que había vaciado sus intestinos en un comedor público.

El canto del pájaro de la puerta dejó escapar un débil gemido y su amigo Jack Greenberg entró, arrastrando a otro hombre anciano por el codo con parche de ante.

—Lou —dijo Jack—. ¿Tienes un minuto? Quiero que conozcas a alguien. —El otro hombre estaba ahora de pie delante de Lou. Jack continuó—: Lou Bundles, éste es mi cuñado, Harry Stryker. Harry es un verdadero gran fan tuyo.

La cara de Stryker estaba muy roja y sus ojos muy abiertos, como alguien que hubiera acabado de recibir una descarga eléctrica. Tartamudeó un poco turbado.

—Es un verdadero honor, señor Bundles. En mil novecientos cuarenta y seis, mi mujer Flora y yo fuimos de vacaciones a Florida, al hotel Bellevue Arms, sólo para verle a usted.

—¿Queréis sentaros, chicos? —indicó Lou. Jack permaneció de pie, pero Harry Stryker se sentó en el taburete próximo a Lou, como si fueran viejos amigos—. Jack me dice que todavía está trabajando. —Se dio una palmada en la frente—. No puedo creer que esté sentado aquí teniendo una auténtica conversación con el gran Lou Bundles. Yo, Harry Stryker, de Teaneck, Nueva Jersey.

—Tranquilízate, Harry —dijo Jack. A los otros les confió sotto voce—: Tiene el corazón mal. ¡Eh, Lou! ¿Crees que podrías mostrarnos un poco de tu espectáculo? ¿Para mi cuñado?

El estómago de Lou se cerró. No quedaba nada de magia en él, ni siquiera para sus amigos, ni siquiera para esta gente que creía que él podía caminar por el agua si él les decía que podía.

—No sé, Jack —dijo—. Se está haciendo un poco tarde…

Pero Dora y Johnny le dieron un codazo y extraños de otras mesas empezaron a reunirse a su alrededor; la mirada de Stryker era de adoración, así que dijo:

—De acuerdo, de acuerdo.

Puso una servilleta encima del cuchillo y la cuchara, dijo entre dientes unas palabras mágicas, agitó su mano izquierda un par de veces y quitó con un rápido movimiento la servilleta; el cuchillo y la cuchara habían desaparecido y en su lugar había dos tenedores. Todos sonrieron y aplaudieron. Lou volvió a poner la servilleta, pronunció el conjuro otra vez, y cuando levantó la servilleta no había nada. La gente, hasta sus amigos que le habían visto hacer esto muchas veces, incluso al principio cuando le salía mal y dejaba a todos ver cómo se hacía, se quedaron boquiabiertos de sorpresa.

—¡Eh, Joe! —exclamó—. Alguien está tratando de robar tu vajilla de plata. —Alargó la mano dentro de la chaqueta deportiva de Harry Stryker y sacó un cuchillo, una cuchara y dos tenedores.

La habitación de provisiones del Castillo Mágico era un almacén de trucos y engaños, la historia no escrita de la magia del siglo XX. Maniquíes colgaban suspendidos del techo; cajas parecidas a ataúdes en las que inocentes jóvenes eran serradas por la mitad se desparramaban sobre viejos caballetes. Esmóquines apolillados pendían de oxidados colgadores, y la habitación estaba poblada de pañuelos, capas, varitas mágicas, pelotas, cuerdas, aros de metal de todos los tamaños, trajes de lentejuelas y sombreros de copa. Lou vagaba entre todos esos objetos; cogía algunos y dejaba caer otros distraídamente. Confiaba que estar allí aguzaría su memoria, le haría recordar algún truco que había visto u oído alguna vez, o alguno que había hecho él, algo para mantener en alto su floja actuación. Necesitaba ayuda. Danny Morris, un muchacho bastante agradable del Bronx, estaba con él, pero, como todos estos muchachos bastante agradables, era un poco fanfarrón, sin suficiente respeto para sus mayores y actuaba como si él hubiera inventado la magia, proclamándolo en voz alta.

—Murray me dijo que tenías un trabajo por dos semanas en Las Vegas —dijo Lou.

—Sí —asintió Danny, sin darle importancia.

—Eso es fabuloso, chico, fabuloso.

—Le traeré esas pelotas, Lou —repuso Danny.

Caminó hacia un cofre que estaba en la otra punta de la habitación. Lou puso las manos en las caderas y respiró hondo. En ese lugar, la magia olía como a bolas de naftalina, tejido mohoso y engrudo de empapelar. Danny le dio las pelotas e hizo equilibrios con sus manos con ellas.

—No me gustan —exclamó—. No, señor; no son como las que usábamos antes.

—Éstas son corrientes, Lou —indicó Danny, apartando la mirada.

Esos malditos chicos no tenían respeto.

—¿Corrientes para quién? —preguntó—. ¿Para gente de menos de doce años, me estás diciendo? Mira: he de tener una actuación excepcional esta noche.

—Bien, Lou. Usted mencionó esto.

—Sólo para que tú lo sepas —contestó Lou.

—¿Necesita algo más, Lou? —quiso saber Danny, suavizándose un poco.

—Cartas —señaló Lou—. Necesito cartas. —Danny metió la mano en una vieja caja cubierta de cristal donde docenas de paquetes de barajas envueltas en celofán estaban amontonadas—. No ésas —precisó Lou—. No esas cosas baratas de plástico. Fueron las que me trajeron problemas en la primera actuación. —Observó otro mostrador y miró con atención a través del cristal. Podía ver su reflejo y más allá una baraja de cartas viejas. La reina de corazones estaba encima de todo, con el corazón destrozado en su traje de época y porte Victoriano—. Dame éstas —añadió Lou. Le recordaban las cartas que solía usar. Eran cartas viejas; habían sido usadas—. ¿Cuánto? —añadió.

—Murray dice que son de la casa —dijo Danny.

—Lou Bundles paga su parte —puntualizó—. ¿Cinco duros y quedamos en paz?

Hacía calor entre bastidores, pensó. De todos modos, Lou estaba sudando cuando la banda empezó a tocar, cuando en realidad estaba haciendo tiempo. Murray, en el escenario, decía:

—La asombrosa Jayne Anne Fips. —Entretanto la música terminaba y el público aplaudía—. Y ahora, señoras y señores, el Castillo Mágico se complace en presentar, a petición popular, al mismo maestro de la magia. Señoras y señores, por favor, un caluroso y sonoro aplauso para Lou Bundles.

Lou avanzó dando traspiés ante el pequeño número de manos.

—Gracias, Murray —dijo—. Esta noche creo que tengo algo realmente especial para ustedes, al menos mejor, ¿verdad, Murray? —Lou sonrió, pero nadie más lo hizo—. ¿Saben? Conocí a Murray cuando su padre dirigía este lugar y es agradable ver que Murray continúa por el antiguo camino y el antiguo salario. —Por lo menos esta noche las luces no estaban en sus ojos; podía ver al público, pero en este momento deseaba no verlo.

Todo estaba cayéndose en pedazos a su alrededor: lo podía notar. El sudor se le deslizaba desde la frente a los ojos; metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, buscando un pañuelo y, por equivocación, cogió los pañuelos de seda atados, que cayeron en forma de cascada al suelo en un arco iris de color mientras el público empezaba a reír.

—Tengo una magia formidable para ustedes esta noche, señoras y señores —dijo, tratando de poner los pañuelos fuera de la vista.

Una pelota cayó de su manga y fue botando a través del escenario. Mientras daba un paso tras ella, otra pelota cayó de su otra manga.

Se inclinó para cogerla antes de que se alejara de él y pudo sentir las colas de su chaqueta engancharse en la punta del bastón que tenía en los fondillos de sus pantalones. Una paloma voló de la parte de atrás de su chaqueta y contribuyó al éxito más grande.

—¡Maldición! —masculló con desilusión—. ¡Que alguien coja este pájaro!, ¿quieren?

El público estaba furioso ahora, y de repente se le ocurrió a Lou lo que podía cambiar un desastre en un triunfe; pretendería ser un comediante, no un mago. Continuaría ridiculizándose, y luego dejaría al público pensando qué era lo que pretendía.

Pero él no era un comediante, ¡maldición!, y no quería ridiculizarse. Respiró profundamente, subió el brazo para sentir si sus mejillas estaban tan rojas de vergüenza como temía.

—De acuerdo, de acuerdo —repuso—. Cálmense. Todo está ahora bajo control. —Ésta sería su última noche, lo sabía.

Murray iba a despellejarle y clavar su piel en la pared.

Hurgó en su bolsillo y sacó la nueva baraja de cartas.

—Tengo un truco de cartas para ustedes —indicó—. Es el asombroso truco del bumerán que realicé por primera vez…

Una de las cartas, sin su ayuda, sin su conocimiento ni participación, se escabulló de la mitad de la baraja, se le escapó volando a Lou Bundles, y revoloteó en el aire sobre el público, como una plana nube rectangular. Mientras el público quedaba boquiabierto de asombro, una segunda carta corrió libre de la baraja y se unió a la primera carta en el aire. Lou miraba al público; muchas mandíbulas estaban fuera de sitio, algo que sucedía bastante raramente, podía atestiguarlo, y en la cara de Murray había una mirada cercana a la reverencia. Era un bonito truco, pensó Lou. Le gustaría saber quién lo estaba haciendo.

Las cartas empezaron a bailar, empezaron a volar, zumbando por aquí y por allá como pájaros azules de cartón, como el correcaminos y Wile E. Coyote, como dos gimnastas aéreos. Se seguían la una a la otra; se cambiaban los lugares. Volaban hacia atrás y rizaban el rizo, y después de unos cinco minutos de denso silencio por parte del público, que estaba debajo de ellas, fueron y revolotearon delante de los ojos de Lou Bundles, como si fueran soldados rasos y él el sargento de instrucción, como si estuvieran dando un taconazo y llegando a una estricta atención.

Sin una palabra, se volvió y caminó fuera del escenario. Detrás de él, las cartas le siguieron en fila india. El público, de pie, gritaba de asombro, no de mofa. Una de las bonitas jóvenes, con una boa de plumas, permanecía pasmada al lado del escenario.

—Tráeme un bourbon doble —dijo Lou, mientras pasaba delante de ella—. Un doble doble.

Se despertó cuando el gato saltó sobre la cama y empezó a restregar su cabeza contra la barbilla de Lou, como hacía siempre cuando el animal tenía hambre. Tenía resaca y los ojos nublados. Dio un golpe al gato con el dorso de la mano.

—¡Lárgate, Merlin! —dijo—. Tienes mucha comida en tu cuenco. Ve a mirar otra vez.

Se dio la vuelta y vio la baraja de cartas que cuidadosamente había sacado de su chaqueta la noche anterior. «Sólo un sueño», pensó. ¿Qué hora era? ¿Qué día era? Se frotó los ojos y se sentó. Merlin refregó la parte superior de su cráneo contra los codos de Lou y ronroneó.

Lou cogió la baraja y la sostuvo junto a su oído. La meneó y la sostuvo junto a su oído otra vez. Nada. Lentamente abrió la baraja y dos cartas salieron disparadas y revolotearon en el aire sobre la cama. Merlin se paró sobre sus patas traseras y les dio zarpazos.

Como si tuvieran miedo, se lanzaron a través de la habitación hasta que chasquearon contra la pared, luego se deslizaron hasta el suelo. Merlin estaba fuera de la cama y en seguida estuvo tras ellas.

—¡Eh, tú, ven aquí! —gritó Lou a Merlin, pero no fue el gato quien obedeció. Las cartas zumbaron a través del suelo y se movieron cerca de las zapatillas de Lou. Sacó sus pies de ellas como si fueran un par de víboras—. ¡Fuera de aquí! —gritó.

Retrocedieron a través de la habitación.

Su miedo se convirtió en interés.

—Volved aquí —dijo. Las cartas corrieron rápidamente hacia él—. ¡Oh, vaya! —exclamó—. Vaya, vaya, vaya…

—Estaba equivocado —dijo Murray—. Lo diré otra vez. Estaba completamente equivocado. Eres increíble. Me has dejado con la boca abierta. ¡Qué estoy diciendo: has dejado con la boca abierta a todo el mundo! Déjame decirte algo, Lou. Estás en la cumbre de tu profesión. ¡Qué estoy diciendo: estás en la mismísima cumbre de tu profesión!

Estaban sentados en el restaurante de Joe, y Lou tomaba un plato especial.

—Carne asada muy magra —dijo.

—De acuerdo —repuso Murray—. Vamos a volver a los negocios: seis horas a la semana, di tu precio. Dos veces los viernes.

—No he nacido ayer, Murray —dijo Lou.

—Muy bien, Lou. Una actuación los viernes, cinco representaciones a la semana. ¿Cómo te encuentras? ¿Has bebido tu zumo de ciruela? ¿Necesitas dinero en metálico?

Lou apartó el aire enfrente de él como si estuviera rehusando un puñado de billetes.

—¿Quizá podrías darme unos pocos pases para mis amigos? —señaló.

—Hecho —aceptó Murray. Alargó la mano a través de la mesa y Lou se la estrechó—. Así, dime —prosiguió Murray—. ¿Son alambres?

—Murray —murmuró Lou.

—Alguna clase de control remoto. Pequeñas baterías en las cartas. Diminutas baterías.

—Murray —repitió Lou.

—De acuerdo —balbució Murray—. Lo siento. Es magia, ¿verdad?

—Verdad —dejó ir Lou Bundles—. Es magia.

—Buenas noches, señoras y señores —decía Murray Tropicana—. Bien venidos al Castillo Mágico. Tenemos un espectáculo realmente terrorífico para ustedes esta noche. Por favor, no fumen durante esta actuación, pero no nos ofenderemos si piden algunas bebidas. Y ahora, sin más, el momento que todos ustedes esperaban. ¡Después de cincuenta años, todavía el primero, el único, el sorprendente Lou Bundles!

La noticia había llegado a todas partes y el local estaba lleno. El semblante de Lou era autoritario y tranquilo mientras caminaba por el escenario. Dora y Johnny Duncan estaban entre el público, junto con Jack Greenberg, Joe, Harry Stryker y otros que conocía hacía años, algunos de los cuales nunca le habían visto actuar. Hizo callar al público con un ademán de su mano.

—¿Podíamos tener un piano, por favor? —dijo.

De la derecha del escenario, dos mujeres vestidas de blanco, altas, delgadas, con vestidos brillantes con una abertura hasta la rodilla, el cabello rubio recogido en lo alto de sus cabezas, empujaron un piano de cola en miniatura hacia Lou. Del bolsillo de su chaqueta sacó la baraja de cartas, la abrió y arrojó el contenido sobre las cabezas del público. En vez de caer revoloteando entre ellas, las cartas quedaron suspendidas donde habían sido lanzadas, flotando sobre las caras vueltas hacia arriba, las cincuenta y dos brillando débilmente bajo los reflectores.

Lou dio la espalda a las cartas, pero ellas no vacilaron. Echó las colas de su esmoquin hacia atrás, se sentó al piano y empezó a aporrear los coros de la apertura de la marcha nupcial de Mendelssohn.

En el aire, sobre el público, las cartas se cuadraron desde sus variadas posiciones y formaron dos filas de veintiséis cartas, encabezadas por la reina y el rey de corazones. Mientras Bundles continuaba tocando, las dos filas lentamente se acercaron al piano, hasta que estuvieron a unas pulgadas de distancia de la cabeza del mago, que paró de tocar y se puso en pie.

—¿Quieres —dijo, señalando con la cabeza a la reina de corazones— tomar al rey de corazones como tu legítimo marido? —La carta se inclinó ligeramente, como si asintiera. El público estalló en un aplauso espontáneo, como si dudase de las intenciones de la reina—. ¿Y tú quieres —siguió Bundles— tomar a la reina de corazones para ser tu legítima mujer? —preguntó al rey.

La carta asintió como la otra había hecho.

—Entonces, por el poder que se me ha investido como vuestro único mago personal, ahora os declaro marido y mujer —declaró—. Puede besar a la novia.

Las dos cartas se volvieron lentamente una hacia la otra en el aire, girando sobre su eje tan torpe y cuidadosamente como si fueran figuras tañadas en un intrincado panorama cronometrado para moverse e inclinarse, para hacerse reverencias y besarse al mediodía, a las nueve y a las tres y a medianoche. Había un silencio sobrecogedor, mientras el mismo Lou Bundles, ciertamente no una figura tallada, se inclinaba.

El restaurante de Joe había cerrado para todos, excepto los asiduos, para una fiesta en honor de Lou. Todos sus amigos que habían estado en el Castillo Mágico se encontraban allí, así como otros que no habían ido al espectáculo, pero que no se habrían perdido una fiesta. Papel de crepé flotando desde las luces fluorescentes, y las mesas colmadas de sombreros de fiesta y matracas como si fuera la víspera de Año Nuevo.

—Da a esta gente lo que quieran, Joe —dijo Lou Bundles—. Y ponlo en mi cuenta.

—¡En, Lou, cielo! —exclamó Dora Duncan—. ¿Qué te parece un poco de magia por los viejos tiempos?

Lou estaba cansado y quería sentarse; quería tomar una copa y reír un rato. Había hecho su actuación antes y trató de decir que no, pero la gente no quería un no por respuesta, y finalmente cedió. Alargó su mano como había hecho antes en el Castillo Mágico, y la gente guardó silencio.

—Vosotros, compañeros, sois el mejor grupo de amigos que un viejo nunca ha tenido —empezó—. Nunca os podría decir que no.

Sacó la baraja, guiñó un ojo a Dora, sopló en sus dedos, escogió una carta al azar y la tiró hacia sus amigos. Cayó al suelo como cualquier carta haría.

—¡Eh, tú! —dijo—. Vuelve aquí. —La carta no se movió. Lou habló entre dientes, tiró otra carta y observó como también caía al suelo. Levantó la baraja y preguntó—: Eh, compañeras. ¿Qué os sucede?

—Tómatelo con calma, Lou —repuso Dora.

Johnny Duncan se agachó y cogió las dos cartas. Lou tiró otra, que también cayó al suelo.

—No lo comprendo —dijo.

—Está bien, Lou —murmuró Dora—. No tiene importancia.

—Sólo estás cansado, Lou —indicó Greenberg—. Tú mismo lo dijiste.

—No sé qué les sucede —añadió Lou.

—Son cartas viejas, Lou —advirtió Johnny.

—Tíralas y coge una baraja nueva —sugirió Jack.

—No sabéis de qué estáis hablando —les contestó Lou.

Agarró las cartas que tenía Johnny y una de ellas se rasgó por la mitad. La miró atónito. En una mano sostenía la cabeza de la reina de picas, y en la otra su cuello complejo y adornado de joyas. Tenía que salir de allí: necesitaba aire.

Lou Bundles estaba sentado junto a la mesa de la cocina, con las gafas de leer en la punta de la nariz. Las cartas estaban esparcidas delante de él. Con cinta adhesiva, goma Elmer y un exquisito cuidado estaba arreglando la reina de picas y retocando las otras en el cuello, ya que habían quedado dobladas, arañadas o melladas por los malos tratos que habían recibido durante las últimas semanas.

—Ya está —observó—. Todo lo que necesitáis es un poco de descanso, compañeras. Ser un poco más viejos, sólo toma un poco más de tiempo. Es bueno que ninguna de vosotras tenga un hueso roto. —Se recostó en la silla y cruzó los brazos—… Estoy pensando en daros una nueva mano de cera, compañeras. Voy a tener que hacerlo yo solo, si quiero hacerlo bien. No sé en quién confiar estos días.

Levantó la reina de picas y la mostró a las otras, que yacían en la mesa, o se apoyaban en el salero, el pimentero, el azucarero, el tarro de arenques.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Qué os parece? Todas las estrellas del cielo no son más bonitas que vosotras, compañeras, cuando estáis suspendidas en el aire. Dije a Murray sólo una actuación al día, necesitáis descanso.

Se inclinó hacia atrás en la silla y cogió una flamante caja de piel de cartas del mostrador.

—Tengo una sorpresa para vosotras, compañeras; así podréis viajar con la mayor comodidad. Real y genuino cuero; treinta y siete dólares con cincuenta centavos. Y tengo una nueva idea para esta noche. ¿Estáis a punto? Mirad: me siento al piano y empiezo a tocar Hojas de otoño. ¿La conocéis? —Se levantó y agitó las manos hacia delante y hacia atrás como si fuera un bailarín de huía moviéndose con movimiento lento—. Las hojas caen —cantó con su cascada y ronca voz—. Junto a mi ventana, las hojas de otoño, rojas y doradas. Ahora vosotras, compañeras, vais a hacer un arce, realmente New England; y después, al llegar a cierto punto, caéis revoloteando al suelo, pero, en vez de poneros en movimiento, volvéis rápidamente a un primaveral cerezo en flor como en Washington. Prepararé alguna canción sobre el tiempo del cerezo en flor, no os preocupéis. ¿Qué os parece? ¿Lo intentamos?

Lou empezó a cantar Hojas de otoño, y las cartas sobre la mesa oscilaron, luchando contra el tiempo y la gravedad.

Cantó más fuerte y las cartas parecía que lo intentaban con más fuerza, temblorosas como si tuvieran parálisis.

—¡Vamos! —gritó Lou—. ¡Volad, levantaros de aquí, sois cartas voladoras!

Pero se quedaron inmóviles.

Lou las miró fijamente como si hubieran decidido traicionarle.

—Me engañáis —exclamó—. Un par de grandes actuaciones de manera que todo el mundo crea que mi magia ha vuelto, ¿es esto? ¿Así puedo parecer un loco aún más grande? No os necesito. He sido el asombroso Lou Bundles durante cincuenta años sin vosotras y todavía lo soy. Mirad esto.

Anduvo con paso majestuoso hacia la nevera, abrió la puerta de golpe y cogió tres huevos. Apenas había empezado a hacer juegos malabares cuando uno de los tres cayó en el linóleo y salpicó las zapatillas de Lou. Cogió otro huevo, continuó haciendo juegos malabares y pronto éste se había unido al revoltijo en el suelo.

—¿Queréis más magia? —gritó mientras asía un cuchillo de carne—. Ahora veréis, ahora…

El cuchillo que había tratado de esconder en la manga de su albornoz chocó contra el suelo y él miró el largo rasguño sangriento que sus dientes serrados habían dejado en su muñeca. El mundo material se estaba volviendo contra él. Miró fijamente las cartas durante un momento, y ellas devolvieron la mirada, implacables, como cualquier baraja de cartas, sin inteligencia, sentimientos o espíritu, cincuenta y dos rectángulos de papel plastificado con números impresos y caras en dos simples colores, negro y rojo.

—Señoras y señores —dijo Murray Tropicana—, les presento al mismo, al único, al asombroso Lou Bundles.

Lou recibió una de las ovaciones más grandes de su vida. Las cartas estaban a salvo metidas en el forro de su chaqueta.

Había estado pensando mucho desde la mañana. Las cartas eran, no había otra manera de decirlo, eran viejas. Eran todavía más bonitas, más finamente detalladas y particulares que cualquier juego que se pueda encontrar hoy en día. Aunque sus colores estaban un poco desteñidos y sus bordes rotos y doblados, todavía se podía decir que procedían de una época donde la artesanía importaba. Tenían carácter. En realidad ellas eran todo lo que Lou había deseado que un día se dijera de él.

—Muchas gracias, señoras y señores —dijo. Esta noche su corazón estaba muy tranquilo y no sentía en absoluto el más ligero sudor o nerviosismo. Era un hombre en el punto culminante de su poder; podía decirlo. El público estaba pendiente de cada palabra que decía—. ¿Saben? Cuando yo tenía cuatro años vi a un mago sacar un conejo de un sombrero y me dije: «Lou, ésta es tu vida». Y durante los últimos sesenta años la magia ha sido mi vida y yo he amado cada minuto de ella. Tengo recuerdos: he visto cosas y he hecho trucos que otra gente sólo pueden soñar.

El público creía que estaba a punto de llevarles por el camino de recuerdos, en un viaje por los mejores trucos del incomparable Lou Bundles.

—La magia es el espectáculo más grande del mundo —manifestó—. Y cuando un mago no puede crear magia durante más tiempo, es el momento para él de hacer las maletas. Hoy me he dado cuenta que el momento ha llegado para mí. —Levantó sus manos hacia el público en el tradicional gesto de rechazo—. Sé que seréis amables y trataréis de decirme que no; pero, bien, tendréis que confiar en mí. Lo siento, familia, esta noche no hay trucos; es mejor abandonar cuando todavía estamos en la cumbre.

Tomó la baraja de cartas de su bolsillo y las levantó.

—Todas vosotras, las cincuenta y dos —dijo—. Adiós y que Dios os bendiga.

Luego se marchó del escenario. El público se quedó en silencio sentado en sus sillas, sin saber cómo reaccionar. Lou sólo podía esperar que a las cartas les quedase algo para el último hurra.

Pero no tenía que haberse preocupado. Mientras abría la tapa, las cincuenta y dos revolotearon por el escenario y durante diez breves segundos, antes de que volaran para reunirse con Lou, formaron en grandes letras mayúsculas, antes de que la oscura cortina de terciopelo cayera, la palabra

«ADIÓS»