El viaje de la Culpa

Me gustaría explicarme. Me haría feliz contaros la historia de mi vida y toda esa clase de porquerías si realmente estuvieseis interesados en ello; en primer lugar, sé que a muchos de vosotros os importa un bledo, aunque lo disimuléis; y, en segundo, no sé demasiado bien quiénes fueron mis padres. He intentado hacer algunas indagaciones, como haría cualquier chico adoptado, pero cuando se viene de una familia de emociones tan grandes como la mía, es difícil ordenar cada cosa. Podéis decir que mi padre es pariente de la Envidia y mi madre del Dolor. Entonces de nuevo podéis decir que mi padre era el Conocimiento del Bien y mi madre la Obra del Mal. Pero creo que es bastante más complicado que todo esto, y además no viene al caso.

Soy la Culpa, ¿sabéis?; y aunque muchos de vosotros no me reconozcáis al verme, apuesto a que por ahí no hay muchos que no hayan oído mi voz en su oído o sentido las ásperas puntas de mis dedos cosquilleando los pelos de la nuca. Y muchos de vosotros habéis estado despiertos en la oscuridad, con los corazones latiendo con violencia, en larga e íntima conversación conmigo. Bien: para aquellos de vosotros que necesitéis una incitación silenciosa para ir a lugares públicos, eso también puede arreglarse.

Como Larry Minsk. ¿Puedes oírme, Larry? Estabas la otra noche en el restaurante Schooners, sentado solo ante una mesa del fondo, como siempre —por qué frecuentas este sitio nunca lo sabré—; hay muchos agujeros de alfileres y dibujos enmarcados de coches antiguos, acres de rubia madera de polietileno muy brillante y, colgando por encima de la cabeza, un toldo de plantas y helechos, siempre haciendo cosquillas en el cuello cuando pasas cerca. Comías el plato Gran Chico, un trozo de dieciséis onzas de costillas de primera calidad, y te comías toda la grasa, ¿verdad Larry? Y pediste mantequilla y salsa amarga para las patatas al horno. Incluso intentaste tomarte una botella entera de un cabernet Stag’s Leap muy famoso. ¿Quién sabe qué habrías hecho si yo no hubiera llegado a tiempo?

Me gustó mucho el aspecto de tu cara —mis hermanos Miedo y Gula debían de estar reventando sus botones—. Cuando ese simpático y joven camarero quitó la pesada tapa plateada de la fuente de los postres, ahí estaba yo, en miniatura, justo al lado del pastel de queso y fresas.

—¡Hola! —dije—. ¿Quieres hablar de obesidad?

—Suelta mis dulces —ordenaste tú, Larry, viejo perro, y me golpeaste como si fuera una mosca.

—¿Irás a Florida este invierno? —te pregunté—. ¿Cómo crees que te meterás en tu traje de baño? Sólo puedes pedir una gran cantidad de rayón.

—Sólo daré un mordisco —imploraste—. Todo lo más dos.

Fue entonces cuando hice mi pequeño número flameante, como una crêpe Suzette, enviando lanzas de fuego de mis dedos, chispas de las plantas de mis pies, hasta que recuperé mi estatura normal (aunque no tan alto como tú, Larry), y me senté a tu lado ante la mesa. Habías engordado desde la última vez que traté de que adelgazaras.

—Piensa en los que no tienen hogar en América —continué—. Piensa en África. Piensa en los pobres niños muriéndose de hambre en Asia. No es una broma.

—Necesito mi fuerza —contestaste.

Era el momento de empezar a insultar.

—Estás gordo, Larry —proseguí—. Te has de sentar por turnos. —Cuando nuestra pelea tuvo como resultado el pastel de queso volando al suelo y tú saltaste tras él, inquirí en voz muy alta—: ¿Cuántas calorías has ingerido en la cena? Déjame contarlas.

La próxima vez espera a mi hermana, Vergüenza.

Después me senté en tu pecho, tratando de sujetar tus manos mientras tú te retorcías angustiado, sacando esa enorme lengua que tienes hacia el pastel de queso.

—Los cerdos son unos de mis animales favoritos —dije—. Por eso nunca te llamo cerdo. ¿Te das cuenta de que mientras tú estás aquí tu madre está en una clínica de reposo comiendo sólo gelatina? —susurré en tu oído.

—Está bien —indicaste—. Está bien.

Estabas agotado entonces por supuesto, pero supongo que serás fiel a tu resolución de no comer nada más que hierbajos y fruta, o volveré. Sabía que había hecho mi trabajo, porque cuando me fui, Larry, estabas sentado de nuevo a la mesa rechazando el café, rechazando las pastillas de menta. Tu cara era más larga, tus ojos más tristes; estabas a punto de caer en esa clase de depresión que fortalece el carácter.

¿Te parece divertido? Tengo todas las cosas que siempre has querido, ¿verdad? Si fueras yo, serías poderoso, podrías cambiar de tamaño y podrías encender tu cigarro con los dedos, eso en el caso de que ignorases la advertencia del cirujano y no te importara dejar huérfanos tras de ti.

Pero piensa esto un momento. ¿Cómo te sentirías si todo lo que hicieras cada minuto de cada día se estropeara por las bromas de la gente? Imagínate esto: entras en un bar a hacer tu trabajo, tranquilo, silbando una melodía de Cole Porter y llevando tu nueva gabardina London Fog. Tienes buen aspecto, haces que las caras de la gente sonrían. Pero ¿qué sucede? Uno a uno, mientras pasas, los cigarrillos se van apagando; la pareja del rincón que celebra su aniversario para de besarse y decide no pedir el champaña y solicita un vaso del vino de la casa. La guapa mujer sentada en la barra de repente cubre sus piernas con su jersey cuando dices:

—Su falda es muy corta. ¿Trabaja en publicidad?

Hace sentir a una persona un espíritu mezquino. Incluso yo desarrollé esta habilidad. Me siento en un bar bonito y tranquilo, pensando en mis asuntos, hasta que todo el mundo ha pasado un buen rato: riendo, palmeándose uno a otro la espalda, contando chistes verdes, pidiendo más rondas, fumando, gritando…, y entonces doy una vuelta refunfuñando. El pánico se origina de un modo particularmente secreto y sutil; los sonrojos se ven incluso a través de las más expertas obras de maquillaje; todo el mundo deja la bebida y todos los cigarrillos se apagan como luces eléctricas que se desconectan. El nivel de ruido desciende; el barman baja el sonido de la máquina de discos. Y la mitad de los clientes se excusan y se van a los lavabos de señoras o caballeros; allí buscan en sus ojos inyectados en sangre y en sus caras disipadas alguna apariencia de decoro, alguna evidencia de virtud. No las hay, lo sé con regocijo, porque la Culpa les tiene a todos acogotados. Aunque es un buen juego y yo soy un experto, como se pueden imaginar, al cabo de un rato ya es suficiente para amargar a un hombre.

Así que bebo demasiado de vez en cuando, porque es un trabajo difícil arruinar la alegría de la gente. Había tomado una buena serie de escoceses y había ido tropezando al servicio de caballeros la otra noche (sólo a hacer pipí, la verdad; estoy cargado con virtud), cuando mi mensáfono llamó: «Alerta, Culpa, uno dos ocho Sicómoro. Jóvenes en un sofá, grandes caricias». Soy un buen chico, de manera que hice lo que me dijeron. Llamas de los dedos de mis manos y llamas de los dedos de mis pies, seguro que hay fuego dondequiera que la Culpa va. ¡Bang! Uno dos ocho Sicómoro, una casa de dos niveles. Allí estaba yo; el viaje instantáneo es la ganancia extra que más me gusta.

Un fuego ardía alegremente en el salón; con mi oblicua y borrosa vista me pareció por un momento como si los almohadones del sofá se estuvieran moviendo. Sacudí la cabeza y subí rápidamente la escalera alfombrada hacia el segundo piso. Abrí una puerta tan de prisa que casi me caí de bruces. Encontré lo que estaba buscando en mi segundo intento.

Ahí estaba él, calvo y bastante rechoncho, hablando entre dientes como una abeja alrededor del tallo del cuello de la chica; el pelo de ella recogido en rizadores, y su piel parecía bastante gastada para una adolescente. Algo no iba en esta imagen, de manera que dije:

—Esto va mal.

El hombre dejó de besarla y me miró atónito. Lo mismo hizo la mujer.

—¡Oh Dios mío! —exclamó ella—. No te había visto durante años.

—Vosotros, chicos, deberíais sentiros realmente Cul-Pa-bles.

—Lo entendí cuando apareciste en la parte de atrás del Ford Pinto, pero estamos casados ahora. —¡Chicos de hoy, qué caradura! En los años cincuenta, todo lo que hizo fue una breve aparición y luego en algún otro lugar. Esto requería un poco de trabajo extra; saqué mi proyector de películas de instrucción del ejército y salpiqué la pared con unas representaciones bastante horribles—. ¿Esto es una erupción? —preguntó la mujer. Fue entonces cuando el mensáfono sonó de nuevo.

Había sido llamado, ¿saben?, por el Gran Compañero. Es el asistente del Jefe, pero estábamos en buenas relaciones hacía cientos de años. Su título estaba grabado en su puerta en oro y tenía una moqueta de primera calidad hecha de nube virgen ciento por ciento. Bonitos muebles, los mejores. Si hubiera visitado a este compañero en la tierra, en pocos minutos le hubiera hecho sentirse culpable por ese lujo.

—Hola —dijo—. Vamos, siéntate. Culpa, me alegro de verte, muchacho. Eres una de mis emociones favoritas.

Impecablemente vestido con un traje blanco de lino, una corbata marrón y azul, muy clásica. Gafas oscuras. Lo que en realidad envidiaba era el teléfono blanco en su mesa de despacho, la línea directa con…

—Me alegro de verte, Gran Compañero —contesté.

Me arreglé la corbata. Me estiré las arrugas de los pantalones.

—Siéntate —indicó.

Me senté.

—Primero: déjame decirte que estás haciendo un buen trabajo, un excelente trabajo. En gran parte has hecho que el mundo sea un lugar culpable en el que vivir. Más y más gente se están sintiendo cada vez peor. —Buscó algunos papeles en su mesa—. Esos programas publicitarios AT amp;T están trabajando realmente. La gente todavía no está llamando, pero se están sintiendo más culpables a causa de ello. Y la liquidación de Lean Cuisine va hacia arriba; sabes que es una división de Alimentos Celestiales. Realmente tengo que encargártelo.

—Hacemos lo que podemos —declaré con modestia.

Quizá eso era mi ascenso.

—¿Algún progreso con Nixon?

—Nada en absoluto, señor. Es un hueso duro de roer; creo que en realidad carece de conciencia. No cederá una pulgada, incluso en sus memorias. —Hice con mi cara una máscara de arrugas y papada y gruñí desde la parte superior de mi pecho—. Yo no soy un criminal.

—¿Kissinger?

—Sin suerte —repuse—. Ni con Gorbachov, ni con Duarte, ni con Gadafi.

Me hizo señas con la mano para que no continuara.

—Déjame solamente preguntarte tu opinión sobre algo. ¿Qué sucedió en Sicómoro?

—¿Hace poco? —pregunté—. Rutina, adolescentes besándose. Lo controlé.

—¿Has estado bebiendo? —preguntó.

—No —dije. Me miró severamente; siempre podía ver bien a través de mí—. Sí —rectifiqué—. ¿Qué ocurre? ¿Casa equivocada?

—Casa correcta —añadió—. Habitación equivocada. Los dos que se suponía que habías de atormentar estaban en el sofá del salón. La pareja que interrumpiste han estado felizmente casados durante veinticinco años.

—¿El uno con el otro? —pregunté.

—Y esa película que enseñaste. ¿De la segunda guerra mundial? Probablemente no volverán a estar juntos durante ocho meses.

—Yo creí que era prematuramente calvo.

El Gran Compañero movió la cabeza.

—Eres una de las mejores Culpas que nunca hemos tenido, pero últimamente has estado haciendo chapuzas. Arruinando las vidas de gente equivocada, perdiendo el tiempo con pecadillos. —Mi cabeza estaba empezando a dar vueltas—. Quiero que te tomes unas vacaciones —dijo.

Gracias a Dios, pensé, y levanté los ojos hacia el techo; durante un minuto había estado seguro que iba a degradarme o peor.

—Pero estaba empezando a comunicarme con la hija de Joan Crawford —dije humildemente.

—No estoy haciendo una sugerencia. Estoy dando una orden. Tienes que irte y pasarlo bien. Descansa. Quítate un peso de encima. Vuelve a pensar en la verdadera gravedad de la culpa.

—¿Pasarlo bien? —repetí, alargando las palabras. Tenía miedo que pareciera un gemido—. De acuerdo, de acuerdo. Pero por favor no me envíes a uno de esos lugares tropicales con hongos y fruta caliente.

Así es cómo acabé en un barco. Pero aunque lo intenté, no me podía relajar. Cuando has estado trabajando sin un día de descanso durante cientos de años, llega a ser una costumbre. Había entrado en el comedor y todo el mundo había retrocedido del bufet; la gente sacaría sus cargas de errores y los sumaría; había hecho que las parejas en las sillas de cubierta vieran de repente visiones de fábricas donde se explotaba al obrero y a la mano de obra extranjera. Había subido detrás de un guapo caballero que estaba de pie conversando seriamente con una mujer y le decía.

—De acuerdo, de acuerdo. Estoy casado y mi mujer cree que estoy en un viaje de negocios.

Cuando el maitre había tratado de conducirme a mi mesa, dije:

Bonjour, monsieur. ¿A quién cree usted que está tomando el pelo? Usted es de Sandusky. Si usted puede vivir con esto, de acuerdo. Personalmente yo me habría cortado las venas ya.

Me dejó con bastante rapidez.

En el piano-bar me presenté como Harvey Pinkerton.

—Somos los Beckerman —dijo una mujer mayor—. Sam acaba de jubilarse y ésta es la primera vez que salimos desde que le pusieron el marcapasos.

—Espero que esté vigilando su colesterol —le previne.

—Y yo soy Judy McKay y éste es mi marido, Bob —declaró otra mujer—. ¿No es todo esto maravilloso?

—Vamos a tratar de divertirnos hasta que lleguen las facturas —precisé—. Los chicos pueden encontrar otra manera de entrar en la universidad.

Entonces la vi; la mujer más hermosa que había visto desde hacía mucho tiempo, quizá desde el siglo XVIII. Estaba sola, apoyada en el piano con una expresión de felicidad tal que por un momento me quedé sin palabras. Cuando caminé hacia ella, me miró con cierta languidez.

—Es muy bella —manifesté.

—Sí —dijo ella—. Lo soy.

—Y sabe aceptar un cumplido —continué.

—No es lo que quería decir —repuso—. Bella es mi nombre.

—Su madre se arriesgó un poco —indiqué—. ¿Qué hubiera pasado si hubiera acabado pareciéndose a Winston Churchill, tuviese bigote o hubiera sido Boris Karloff?

—Siempre me he sentido atraída por Boris de una manera patética —contestó.

Cenamos. Tomamos crema de espárragos, ostras Rockefeller, langosta a la americana, una botella de Muraros’ con la cena y una botella de Remy Martín después. Sí, estábamos ahítos; sí, yo estaba un poco ebrio, pero sobre todo por estar con Bella. Ella estaba jugueteando con su mousse y yo estaba mintiendo lo mejor que podía, tratando de suplir el hecho de tener cientos de años, aunque no aparentaba más de cincuenta.

—Cuando dejé Harvard —decía—, mi clave Fi Beta Kapa lucía bajo el sol de Massachusetts, y filas de chicas del Radcliff College lloraban…

—Quizá deberíamos ir a cubierta —sugirió Bella.

—Pero no has terminado tu postre —argüí.

—No tengo hambre.

—Estás desperdiciando comida en perfectas condiciones —proseguí.

—Estás tratando de hacerme sentir culpable, pero no te servirá. Estoy aquí para pasar un buen rato y no me detendrás. —Sonrió de una manera sublime.

—Estás hermosa cuando me pones en un aprieto —murmuré.

—No —dijo ella—. No hermosa. Sólo muy, muy bonita.

Fue entonces cuando empezó el partido. Fuimos a cubierta y estuvimos mirando el agua iluminada por la luna.

—¡Qué hermoso es esto! —dije—. Pero piensa en el dinero que cuesta este crucero y lo que se podría hacer por las víctimas del terremoto de Ciudad de México.

—Se puede ayudar a los demás y además pasar un buen rato uno mismo —respondió.

Ace. Quince a cero.

Al día siguiente estábamos sentados tomando el sol en cubierta.

—¿No te parece que deberíamos hacer algo más que solamente estar sentados? —pregunté.

—No —dijo ella—. Encuentro el calor absolutamente estimulante. Además, estar sentados es una de las mejores cosas que se pueden hacer. Libera a uno de andar de un lado a otro.

Treinta a cero.

Aquella noche estuvimos bailando.

—¿No crees que esto es frivolo? —noté.

—Bailar es un ejercicio estupendo —dijo ella—. Si la música es el alimento del amor, aprovechémonos —urgió ella.

Cuarenta a cero.

Y todavía otra noche. Ella llevaba un vestido rojo tornasolado y nos habíamos besado con tanta intensidad y durante tanto tiempo que parecía que ambos nos habíamos asfixiado. Traté de preocuparla una vez más, aunque mi servicio era reconocidamente débil.

—¿No estás preocupada por tu aliento? —le pregunté.

—En absoluto —contestó ella—. Siempre he observado una perfecta higiene. Déjame llevarte a mi camarote.

—¿No temes las enfermedades?

—No me preocupo de cosas como éstas. Vivo apasionadamente el momento presente.

—Pero ¿qué sucederá si yo no te respeto después?

—Lo que importa es que yo me respete a mí misma. Y lo quiero, si estoy muy, muy bien.

Punto de juego, de set y de partido.

Me enamoré. No había tenido éxito con ella, de ninguna manera, aunque yo no estaba —hay que reconocerlo— en lo mejor de mi juego. Y empezaba a olvidar sentirme culpable. No puedo decir qué incómodo era esto.

Más tarde me enteré de lo que había sucedido en mi ausencia; el Gran Compañero me lo dijo. Las ventas de helados aumentaron; hubo un altercado cerca de la exposición Haagen Dazs, en un Kroger’s, en Oxford, Ohio. Los católicos simplemente dejaron de confesarse. Una diócesis cerca de Chicago exhibió un espacio de televisión en el que un sonriente sacerdote decía: «Acercaos a la parroquia. Tres sacerdotes, no hay que esperar». Los viejos eran abandonados en masa a la puerta de las clínicas. Embarazadas pro vida se presentaban en las clínicas de abortos. Y las solicitudes para el colegio de Madres Judías se quedaron en nada. Era, déjenme decirlo, estimulante saber que verdaderamente yo había estado marcando la diferencia.

Así que recibí, a través de mi mesáfono, la llamada de terminar y volver al trabajo. Tenía veinticuatro horas. Por lo general habría querido ir, por supuesto; antes de conocer a Bella, la idea de irme de vacaciones me había causado palpitaciones. Ahora no me importaba mucho, pero sabía que todo había terminado entre nosotros. Sólo que no sabía cómo decírselo.

Estaba sentado en el bar tomando un Perrier y lima cuando ella apareció en la habitación, toda de plata, como un ángel. Se sentó a mi lado, tocó mi mejilla con los dedos más largos y más fríos del mundo, y pude ver lágrimas en sus ojos.

—¿Qué pasa? —quise saber.

—¿Podríamos… podríamos subir a cubierta y hablar? —empezó ella—. Tengo que decirte unas pocas cosas.

—Yo también tengo algo que decirte —advertí—. Algunas pequeñas, minúsculas, insignificantes cosas que no podrían arruinar tu vida.

Había luna, por supuesto, aunque el mar estaba alborotado y, por un rato, no supe si literalmente iba a sacar las tripas.

Ella tocó mi mano, suspiró, apartó la mirada y suspiró, como en cualquier película mala que haya usted visto.

—Me siento tan mal acerca de algo… —dijo ella—. Tan culpable…

Por sólo un momento tuve que admitir con orgullo.

—Yo te hice eso —repuse—. Mea culpa.

—No —dijo ella—. No he sido del todo honesta contigo. No soy quien tú crees que soy. Ni siquiera soy una persona.

Ahora bien, había estado en la cama con esta no-persona y sabía que ella era una persona. Estaba muy turbada y traté de calmarla.

—Mira —dije—: algunos de mis mejores amigos no son personas. Nada de esto importa. Estoy enamorado de ti.

—Éste es precisamente el problema —continuó ella—. No sé si estás enamorado del amor o de mí, porque no sé si estás enamorado de lo que soy, que es Amor, o de la idea de estar enamorado, que es lo que yo he hecho. ¿Sabes qué estoy tratando de decirte?

—No muy bien —tuve que admitir.

—Yo soy el Amor —dijo ella.

—¿Tú eres el Amor?

—Sé que suena disparatado, pero yo solamente voy dando vueltas y hago que la gente se enamore. Por eso paso mucho tiempo en cruceros.

—No lo puedo creer —dije.

Era la verdad, no lo podía creer. Quiero decir, aquí estábamos los dos trabajando para la misma organización y parecía que nos habíamos tomado el pelo el uno al otro.

—Te lo demostraré —puntualizó ella—. Elige dos personas; pónmelo difícil, y yo conseguiré que se enamoren ante tus ojos.

Miré alrededor; en el rincón, llevando un bastón, había una mujer de mediana edad lo suficientemente corpulenta como para representar a Brunilda en El anillo. Y bajando una escalera, se encontraba un joven terriblemente delgado, incluso afeminado, que parecía un estudiante del último año de ingeniería.

Bella envió volando un beso primero a él y después a ella. Los dos se detuvieron en su camino, miraron alrededor como si buscaran la abeja que les había picado y, cuando se vieron el uno al otro, empezaron a correr —oigan esto— a cámara lenta, y juro que oí esos trémulos violines. Las margaritas podrían haber brotado del suelo. Cuando se encontraron, los platillos retumbaron, los violinistas tocaron como locos sus instrumentos y fuegos artificiales estallaron en el negro cielo. Debí de parecer impresionado porque Bella dijo:

—Entonces, ¿no te importa que te haya mentido?

—También yo te he mentido, querida —expliqué tan galantemente como pude.

—¿Quieres decir que no puedes hacer el amor nueve veces en una noche?

—¡Oh! —exclamé sonrojándome—. Ésta es solamente una pequeña mentira piadosa. Pero, ¿sabes?, no soy un físico nuclear. Soy…, yo soy la Culpa.

—¿La Culpa? —se extrañó ella, retrocediendo, verdaderamente sobresaltada—. ¿Como cuando los niños pequeños traen malas notas en los informes y sus madres lloran y se esconden en el cuarto de baño?

—Sí —asentí. Había estado orgulloso de esto.

—Estás bromeando, ¿verdad? —preguntó ella.

—¿Necesitas pruebas? Escoge a alguien y déjamelo a mí.

Miró alrededor y vio a un hombre, vestido de esmoquin, las mejillas sonrosadas, salud perfecta; un hombre que, sin ninguna preocupación por el mundo, silbaba. Señaló hacia él y yo me puse a trabajar. Caminé hacia él, puse mi brazo a su alrededor y dije:

—Sé lo que hiciste a tu socio y deberías estar avergonzado de ti mismo.

Al instante sus mejillas se volvieron pálidas, sus ojos se oscurecieron y sus hombros se hundieron. Empezó a golpearse el pecho y se volvió hacia la barandilla y gritó:

—Murray, Murray, no podía evitarlo. Mi escritura es desaliñada. Escribí un uno y parecía un siete; no, no, era un siete. Era Bernice, Murray: quería diamantes, pieles.

Trató de tirarse por la borda, pero dos camareros corrieron tras él y se lo impidieron. Volví hacia ella sonriendo.

Pero no estaba impresionada. Sus brazos estaban cruzados y sus ojos brillaban con malicia.

—Así que eres la Culpa —prorrumpió—. Creo que es horrible.

—¡Eh! —protesté—. Espera un momento. No formemos juicios ahora. ¿Lo pasaste mal conmigo?

—Pero yo soy algo agradable —repuso.

—Voy a ascender por mi trabajo —dije—. Fui adoptado. Yo pedí Lealtad, pero ya estaba dado. Culpa es un trabajo sucio, pero alguien ha de hacerlo. Y no ha sido fácil.

—Lo siento —murmuró ella—. Parte de mi problema es que siempre me vuelvo crítica cuando empiezo a estar cerca. Soy fatal con Compromiso.

—Buena chica —añadí—. La conocí en una boda.

Bella se volvió ahora, aferrándose a la barandilla con sus hermosas manos. Bajo nosotros el mar ondulaba sus olas y nos mecía.

—Quizá sólo deberíamos pensar en esto como una semana perfecta en la que nos encontramos, nos enamoramos y nos separamos antes de que alguno tenga que buscar ayuda profesional.

—¿Quieres decir terminar? —indiqué.

Estrechó mi mano y se alejó. Me sentía mal.

Atracamos al día siguiente y sabía que tenía que volver al trabajo, y que sería mejor hacerlo bien después de las vacaciones a las que el Gran Compañero me había enviado. Pero no podía librar mi mente de ella.

Estaba a punto de meterme en un taxi y dirigirme a un funeral, cualquier funeral, cuando la vi; estaba corriendo hacia mí y no era en cámara lenta. ¿Había violines? ¿Quién podría decirlo? Mi corazón, viejo como es, estaba latiendo con violencia. Nos abrazamos. Nos besamos.

—¿Quieres oír algo insensato? —me espetó—. Te quiero de verdad.

—Yo también te quiero —le susurré—. Pero ¿cómo haré mi trabajo? Me sentiré mal teniendo que dividir mi tiempo entre el trabajo y el hogar.

—Será estupendo —declaró ella—. Puedes cuidar de los niños. Lo que tú haces mejor es lo que ellos necesitan. Además, ¿qué es Amor sin Culpa?

—Trabajo durante las comidas —continué.

—Yo trabajo el día de San Valentín, y estoy verdaderamente ocupada en junio.

Me encogí de hombros: ¿a quién le importaba? Quizá esto sería bueno para mí. Quizá yo estaría más a gusto con los mortales después de esto.

—¿Sabes? —dije—. Esto podría ser el principio de una hermosa amistad.

No había aviones por los alrededores, pero la niebla se estaba filtrando como si los hubiera. Pensé en todos aquellos muertos: Bogart, Bergman, Lorre, Greenstreet, Michael Ruiz y Paul Henreid e incluso en Dooley Wilson.

Pero yo… yo estaba vivo todavía, después de cientos de años. Y, ¡chico!, me sentí culpable.