Vanesa en el jardín

—No puedo estar quieta ni un momento más —dijo Vanesa—. Me pica la espalda.

La punta del pincel, brillante de rojo, se detuvo ante el lienzo, y Byron Sullivan trasladó su atención a su mujer, mientras ella permanecía inmóvil y elegante con el jardín como fondo. Era pleno verano en New Hampshire y las rosas de largos tallos, rojas y amarillas, rodeaban a Vanesa como si fuera una princesa entre una multitud de sirvientes. Al igual que siempre, él estaba asombrado de su belleza; a los dieciocho años parecía preparada para llegar a ser una persona espiritual. Su pelo rubio lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, peinado según la moda general de fines del siglo XIX, que tanto le favorecía. El suave rubor que había teñido sus mejillas al estar posando parecía un borroso espejo de las rosas que había en la cinta blanca de su vestido. La sombra del parasol caía con elegancia a sus pies como un pequeño charco de tierra oscura.

—Entonces sugiero que te rasques —repuso él.

—No llego. Es en la región lumbar.

—Trata de no pensar en ello —murmuró él, mirando el lienzo.

—No puedo no pensar en ello —continuó Vanesa.

—Entonces piensa en otra cosa —contestó él—. Casi he terminado.

—Dime en qué pensar —insistió Vanesa—. O me volveré loca…

Necesitaba que permaneciera quieta todavía otros diez minutos. La luz que casi había captado nunca sería la misma. El lienzo, salpicado de sol, alegre con los rojos y amarillos de las rosas, era uno de los mejores que había hecho, luminoso y misterioso. Había captado de algún modo —incluso él podía verlo— no sólo a Vanesa, sino su esencia y el espíritu de las rosas. Estaba seguro de que en diciembre el lienzo inundaría cualquier habitación en la que colgase con el dulce y embriagador olor del verano. Pero más que esto, él sabía que cualquiera, al ver el cuadro, se alegraría y sabría que estaba pintado no con pigmentos, sino más bien con amor. Continuó pintando, tratando de distraerla del picor.

—¿Dónde estabas, por ejemplo, hace un año en este mismo momento?

La expresión de Vanesa cambió de su calma un poco afligida en regocijo.

—Sabes perfectamente dónde estaba —dijo—. Estaba contigo.

—¡Ah, sí! —exclamó él. Sólo unos pocos minutos más. El parasol necesitaba sombra; no había logrado la luz exactamente adecuada—. Me parece recordar…

—¡Te parece recordar!

—Nada demasiado específico —arguyó él—. Un vago recuerdo. —La miró y sonrió—. De todos los gloriosos momentos sin excepción.

Ella parecía haber olvidado su picor.

—Cuéntame —dijo.

Byron sintió como si la pintura blanca flotara desde su pincel a las varillas del parasol, y podía ver que había captado la luminosidad del sol sin su aspereza.

—Te veo de madrugada con el pescador en las orillas del Sena. Te veo de pie, bajo el sol, en el Arco de Triunfo. Y te veo leyendo en las Tullerías mientras los niños juegan a tu alrededor.

Ahora retocaba los pliegues de su vestido, los ojetes de encaje y la sombra que proyectaban.

—¿Qué estaba leyendo? —preguntó ella.

Eso no lo recuerdo.

—¿Y por qué no? —indicó Vanesa.

Por un momento él tuvo miedo de que la cara de ella pudiera manifestar el mohín de su voz, pero continuaba mirándole serenamente como si aquella posición todavía no fuera una tortura.

—Porque, mi querida Vanesa, todo lo que en realidad recuerdo de París eres tú. Ni los libros, ni los juegos, ni incluso los cuadros. Sólo tú.

Vanesa sonrió y fue como si el sol de pronto empezara a brillar. Él retrocedió y examinó críticamente el lienzo: quizá era tosco por los bordes, pero había captado ese momento, el juego de sol y sombra, los colores cantando unos con otros, como si el cuadro tuviera una voz y fuera la de Vanesa.

—Te puedes rascar —dijo—. Puedo terminar el resto sin tu ayuda. Ven a ver.

Dejó caer el parasol en el suelo, donde rodó entre las rosas. Luego, con el primer movimiento desgarbado que había hecho ese día, extendió el brazo y trató de frotarse la espalda.

—Ven aquí —se ofreció—. Te rascaré yo.

Ella se colocó junto a él. Llevaba consigo el olor de las rosas, las doradas mohedas salpicadas por la luz del sol. Él deslizó los dedos de su mano arriba y abajo de su columna vertebral, mientras ella estudiaba el cuadro. Podía sentir su respiración.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿No te gusta?

Vanesa se volvió hacia él y le lanzó los brazos a su alrededor.

—¡Oh, Byron! —dijo—. Es perfecto. ¿Soy tan hermosa?

—No te he hecho justicia —susurró, y quería decir esto.

Byron siempre disfrutaba visitando a Teddy Shearing y a su mujer Eva. Aunque ellos eran de una generación anterior —Teddy había nacido antes de la guerra civil—, Byron sentía como si los conociese de toda la vida, y desde que Teddy se había convertido en su tratante y agente, su amistad, lejos de disminuir y convertirse en una relación profesional, había aumentado. Teddy era como un padre para él, y aquí, en New Hampshire, donde los grupos de gente más joven eran realmente escasos, su confidente más íntimo. Mientras se acercaba a casa de los Shearing, oyó voces y, al dar la vuelta a la esquina, vio a Teddy y Eva jugando a badminton con una pareja que no reconoció. Todos de blanco, los cuatro voleaban y gritaban afablemente; Byron vio cómo Teddy subía a la red y con un golpe por alto hizo llegar el volante exactamente dentro del límite posterior.

—¡Bien hecho, Teddy; bien hecho! —dijo Byron, y sólo entonces las cuatro personas se fijaron en él.

—¡Byron! —exclamó Teddy—. ¡Qué alegría verte!

—No está mal para un viejo bribón —bromeó Byron. Después Eva se acercó a él y Byron tomó su mano y se la besó—. Eva, estás preciosa, como siempre.

Eva se ruborizó, algo que le sucedía a menudo.

—Byron —dijo ella—, eres encantador, como siempre.

La otra pareja estaba de pie delante de ellos y Eva se puso a un lado.

—Doctor y señora Edward Northrope, ¿puedo presentarles a nuestro buen amigo Byron Sullivan?

—¿El joven pintor impresionista del que Teddy nos ha hablado tanto? Dice que eres genial —manifestó la señora Northrope.

—Es mi agente —repuso Byron.

—¿Cuándo tendremos la oportunidad de ver su trabajo, joven? —preguntó el doctor Northrope.

Llevaba gafas con montura de oro; detrás de ellas sus ojos brillaban como el carbón.

—Yo… yo creo que es mejor que Teddy conteste a esto.

—A su debido tiempo —respondió Teddy.

Hubo una pausa que empezó a hacerse incómoda, pero Eva los salvó.

—Se me ha abierto bastante el apetito —dijo—. ¿A alguien le apetece el almuerzo o deberé comérmelo todo yo sola?

—Creo que me vendría bien un bocado —terció el doctor Northrope.

—Entonces, ¿por qué no pasamos a la casa? Byron, ¿te unirás a nosotros?

—Me encantaría —adujo Byron.

—Estaremos con vosotros en un momento, querida —indicó Teddy—. Me gustaría hablar unas palabras en privado con Byron.

—No estéis demasiado rato, Teddy —apremió Eva—. O no puedo prometer que quede algo de comida.

Byron le guiñó el ojo, lo que la hizo ruborizar otra vez y sonreír, y estrechó las manos de los Northrope antes de que los tres se volvieran y se fueran a través del césped color esmeralda. Teddy tomó el brazo de Byron como si fueran compañeros de clase en Oxford, y los dos pasearon hacia un complicado mirador que los Shearing habían construido bajo un impresionante viejo castaño. Teddy tenía noticias para él, Byron lo sabía; siempre parecía imperturbable y hastiado cuando trataba de no parecer excitado.

—¿Cómo está nuestra encantadora Vanesa? —murmuró distraídamente, mientras sus ojos exploraban las ramas del árbol buscando las verdes vainas en forma de cuerno de las castañas.

—Muy bien, gracias —contestó Byron—. No puedo decirte lo feliz que me hace.

—Ya lo sé, ya lo sé —continuó Teddy—. Es maravilloso tener tu edad, con tu buena salud, en la cumbre de tus facultades. Nunca te he visto con mejores ánimos o más productivo en tu trabajo.

Byron no pudo aguantar más.

—Me han dicho que querías verme —urgió.

—Tengo algo para ti.

Teddy sacó un sobre y se lo alargó a Byron.

—¿Qué es esto?

—¿No sabes leer?

- Theodore Shearing le invita cordialmente a la presentación de las nuevas obras de Byron Sullivan, el 17 de agosto en la galería Colman, Nueva York.

—Estás a punto para una exposición importante, chico. Enhorabuena.

—Pero, Teddy, ¿la galería Colman…? Whistler ha expuesto allí. Y Sargent, y Cassatt…

—Y pronto Byron Sullivan, un importante nuevo talento. Ya tengo un anticipo por la mitad de tu obra. Siento decirte que serás muy rico, famoso y admirado.

Los oídos de Byron estaban ansiosos, y podía sentir que empezaba a temblar.

—Se lo voy a decir a Vanesa —dijo.

Abrazó a Teddy y bajó de un salto de la plataforma del mirador, casi resbalando en su prisa y emoción.

—Cuidado, Byron —le aconsejó Teddy—. Vamos a tratar de mantenernos vivos.

Mientras corría a través del césped, dijo gritando por encima de su hombro:

—Da mis excusas a Eva. Lo siento.

Oyó la débil voz de Teddy flotando tras él.

—Totalmente de acuerdo. Lo comprendemos.

Sabía que era verdad que entendían lo de Vanesa.

Más tarde, incluso después de que la conmoción inicial y el horror hubieran desaparecido, Byron tenía problemas en reconstruir el resto del día. Había corrido sin aliento hasta su caballo y galopado hacia su casa para descubrir a Vanesa en el piano, interpretando a Brahms. Ella le parecía casi irreal, como su buena suerte doblada y triplicada ante él, con la libertad y espacio para aplicar su talento, teniendo a Teddy como agente y sobre todo teniendo a Vanesa como su musa, su amante, su esposa. No se lo podía decir en seguida, sino que le dio complicadas excusas, ridículas explicaciones. Alquiló un carruaje y, aunque la noche era lluviosa y azotada por el viento, fueron a la posada Derby a comer faisán relleno de huevos de codorniz, arroz silvestre y una botella del mejor champaña francés. Y luego, con las velas derritiéndose a su alrededor, se lo contó. Podía recordar, y siempre lo haría, qué grandes se habían vuelto sus ojos, cómo había cubierto su boca con sus manos enguantadas, cómo ella dijo:

—Ahora el mundo entero sabrá lo que yo sé.

Marchaban completamente mareados y un poco borrachos en el camino de vuelta a casa, y el sonido de sus canciones casi ahogaba la lluvia y los ásperos juramentos del conductor del carruaje. Pero no tuvo efecto sobre la súbita sacudida que sintió cuando el caballo se apartó, asustado por un árbol caído, y las ruedas de madera resbalaron de lado en el barro y el carruaje volcó por un barranco. Fue entonces cuando las cosas se le volvieron especialmente borrosas. Recordaba sangre en su camisa almidonada, pero ¿era suya o de ella? Y ¿esa herida roja en la serena frente de su esposa? ¿Cuándo los cánticos se habían convertido en gritos?

En el funeral de Vanesa todos le decían cosas amables, pero él no escuchaba a los enlutados que pasaban por delante de él diciendo vanas palabras de consuelo, preguntando si había alguna manera de ayudar; no comió nada de la comida que Teddy y Eva le habían preparado. No podía recordar a nadie de aquella gente cuyas manos había apretado. Apenas recordaba a Teddy diciendo finalmente:

—Vamos a llevarte a casa. Tu sombrero, Byron.

Recordaba que miró su sombrero como si nunca lo hubiera visto antes: ¿qué se hace con este objeto de extraña forma? ¿Se juega con él? ¿Se cuelga de la pared?

Teddy tuvo que buscar la llave en su bolsillo, que abrir la puerta y finalmente hacerle sentar. Se quedó vagabundeando de habitación en habitación buscando a Vanesa. Parecía estar corriendo delante de él como en algún sueño frustrado, siempre precisamente fuera de la vista. Pero era evidente que ella estaba en la casa; había rastros de ella por todas partes; las margaritas, botones de oro y claveles en el jardín, cerca de la ventana principal; las rosas en el jardín detrás de la casa, su chal rasgado y lleno de fango… Byron lo cogió, como si fuera una clave para él, pero Teddy lo arrancó con suavidad de sus manos y le hizo sentar.

—Una tragedia como ésta… —empezó Teddy y se interrumpió.

—Sucedió con tanta rapidez —murmuró Byron.

—Sin tiempo en absoluto para preparar —dijo Teddy—. Byron…

—Un minuto antes estábamos aquí, y luego la iglesia, y ahora estamos de vuelta de nuevo. Tienes que ayudarme a encontrarla, Teddy.

Byron se levantó y caminó hacia la sala de estar. Docenas de lienzos llenos de imágenes de Vanesa estaban apoyados en la pared. En el caballete había una carpeta de dibujos que Byron quitó de un manotazo, cada hoja con otro dibujo a carboncillo de ella.

—Vete a casa, Teddy —indicó—. Tienes tu familia que cuidar.

—Ella está viva en estos cuadros, Byron. Siempre estará exactamente como la viste. Nunca tendrás que sufrir porque esté enferma o envejezca. Nunca tendrás que vivir sin ella.

—Vete a casa, Teddy —repitió Byron.

—Quizá deberías venir conmigo —se ofreció Teddy—. Eva estaría feliz de tenerte con nosotros.

—¿Temes por mí, Teddy? —inquirió Byron suavemente, apartando la vista de Vanesa—. ¿Temes que no haga mi inauguración en Colman? Recuerda: un artista es siempre más valioso muerto que vivo.

—Ésta es exactamente la clase de observación con poco sentido que me preocupa —repuso Teddy—. ¡Por Dios, Byron! Siento lo de Vanesa, todos lo sentimos. ¿No lo entiendes? Pero Vanesa ahora está muerta y tú no. Y el mes próximo mostrarás a Pissarro, Cézanne y Manet que la pintura norteamericana es algo más que simplemente otro paisaje del valle del Hudson, más que otro retrato de George Washington cruzando el Delaware.

Byron sonrió tristemente:

—Vete a casa. Estaré bien. Sólo quiero estar solo con ella, ¿entiendes?

Caminó vacilante hacia una pequeña arca de caoba colocada bajo una ventana, abrió de par en par las puertas y sacó una botella de vodka.

—Eso no te ayudará —le reconvino Teddy.

—Déjame solo durante unos días, ¿quieres, Teddy? ¡Déjame que haga lo que tengo que hacer, por favor!

Incluso antes de que Teddy se hubiera ido, Byron empezó a arreglar los cuadros que estaban contra la pared y los apoyó en los estantes de la biblioteca, en el caballete y luego rodeando su silla. Dondequiera que mirara veía a Vanesa. Inclinó la botella de vodka y tomó un largo y profundo trago.

Las caras inclinadas sobre él eran borrosas, revueltas, como si fueran aguas tragadas por un desagüe. La cabeza le dolía horriblemente. ¿Qué había sucedido? Lentamente empezó a distinguir a Teddy y a la figura vestida de negro de un hombre que sólo podía ser un médico. Con él estaba un ángel todo de blanco. ¿Una enfermera? ¿Se había caído y partido el cráneo? Luego recordó que había amontonado los cuadros, derramado el vodka, encendido una cerilla. Gimió y se dio la vuelta. El médico estaba hablando:

—Se curará, señor Shearing. Un caso de melancolía no del todo extraño en una situación como ésta. Necesita reposo en cama y después, si se me permite decirlo, pienso en unos meses en un sanatorio. Necesita desviar su atención, ¿comprende? No necesita ninguna medicación que yo pueda recetarle. Es su alma la que necesita arreglo.

Oyó cerrarse la puerta y a alguien que se acercaba al lado de su cama. ¿Era Vanesa? Se volvió: Teddy le estaba mirando.

—¿Qué has hecho? —inquirió Teddy: su voz no mostraba emoción ni compasión.

—Estaba borracho y…

—Lo he anulado todo: los críticos, los compradores. He tenido que cancelar las invitaciones. —Abrió las manos descubriendo una mancha negra de cenizas.

Byron trató de incorporarse y no pudo. Cerró los ojos ante las cenizas, ante Teddy.

—Sabía lo que estaba haciendo —dijo.

—Importa muy poco ahora. Sólo da gracias a Dios que no te lastimaras. Una vez que te hayas recuperado podrás empezar a pintar de nuevo.

—No lo creo, Teddy. Nunca estaré dispuesto a pintar de nuevo.

—¡Oh, qué va! Esto precisamente no parece digno de ti: esa rabieta por compadecerte de ti mismo…

—No me compadezco de mí mismo. Es… Todo lo que me obligaba a pintar murió cuando Vanesa murió.

—Byron, escucha: el doctor Lodge dice que te encontrarás mejor después de descansar. No tomes más decisiones precipitadas. Sé de lo que eres capaz. No tienes elección en el asunto; esas aptitudes no son tuyas para encenderlas y apagarlas como una linterna.

—Quizá tengas razón, pero no lo creo, Teddy. De todos modos, como dices, necesito más tiempo. Déjame durante un rato.

Teddy se detuvo ante la puerta; su cara estaba muy sombría.

—Siento decirte esto, Byron, pero creo que es verdad. Dos excelentes personas han muerto hoy. De las dos, tú eres la pérdida más grande.

Cerró la puerta con tanta brusquedad que sacudió el marco de madera. Byron miró fijamente el hueco de madera durante algún tiempo, vacío como todos los lienzos del mundo.

Cuando estaba borracho era más fácil creer que Vanesa se había ido a pasear, a montar a caballo o que estaba visitando a Elsa Scott en Derry. Guardaba sus cosas por todos lados, como si pudieran atraerla de la muerte. Pero a medida que los meses transcurrían, su aplastante ausencia permanecía y tomó más y más alcohol para ahogar esa idea. Byron, antes aficionado al amontillado o al oporto, pronto encontró que su sabor era de mucha menos importancia que la pérdida del conocimiento. Se convirtió en una tarea que emprendía con gran seriedad cada mañana. Prosiguió su camino en el insomnio y llegó al bourbon. Las rosas se marchitaron y desaparecieron, los crisantemos también, y el encaje de la reina Ana se volvió marrón en los campos de New Hampshire, donde había paseado con Vanesa. Cuando cayó la nieve era un completo borracho. Y no había empezado a pintar de nuevo.

Una tarde, sin afeitar, despeinado, sucio y desesperado —la última botella de bourbon se había acabado media hora antes—, continuaba en una loca búsqueda por la casa, sacando la ropa de los cajones, la batería de cocina de los estantes y la ropa blanca del armario ropero del vestíbulo. Luego recordó vagamente que había escondido una botella de algo en su estudio, la única habitación en la cual casi nunca entraba. Abrió vitrinas y cajones, esparciendo tubos de pintura y pinceles a su alrededor, y en su prisa tiró la botella que estaba buscando. Cayó al suelo, y el corazón de Byron se paró. Al caerse golpeó en una alfombra acolchada y, en vez de hacerse añicos, empezó a rodar por el suelo un poco inclinado, yendo a parar ante un montón de lienzos.

Algo en el montón llamó su atención. Mientras rebuscaba entre los lienzos encontró el cuadro de Vanesa en el jardín: alta, elegante e indeciblemente bella entre las rosas rojas y amarillas de largos tallos. Llevó el retrato, moteado por la luz del sol, a la sala de estar, donde aún permanecía el caballete vacío. El olor del verano flotaba en la habitación. Byron contuvo el aliento y entonces el dolor que él había podido aliviar volvió lleno de fuerza. ¿Cómo podría continuar sin ella? Encontró una caja de cerillas y encendió una, pero se rompió en su mano temblorosa. La segunda cerilla se apagó antes de que pudiera llevarla al lienzo. Abrió la botella de bourbon, tomó un gran trago y la tapó; mientras encendió la tercera estaba tan desequilibrado que la caja entera cayó al suelo, desparramándose las cerillas por todas partes.

Cayó en una silla, sollozando y llamando a Vanesa, que permanecía todavía entre las rosas, sujetando su parasol como si captase su voz pero no prestara atención.

—Te necesito —sollozó Byron—. Te necesito aquí conmigo. Vuelve a casa, Vanesa. ¡Por favor, vuelve a casa!

Y luego su medicación hizo efecto; como cada día durante meses, Byron Sullivan se desmayó.

Cuando se despertó era por la mañana, y, mientras buscaba a tientas la botella, se quedó paralizado por el asombro. La luz del sol de invierno fluía a través de las ventanas y podía jurar que oía piar de pájaros. La habitación estaba llena de olor de rosas, un olor casi sofocante por su intensidad. Contempló la habitación tratando de concentrarse. Dondequiera que miraba había botellas de bourbon vacías en posición vertical, medio llenas de agua clara, y cada una sostenía media docena de rosas rojas de tallo largo, recién cortadas. Rojas y amarillas, parecían más llenas de vida que cualquier cosa que nunca hubiera visto, tan brillantes que los colores hirieron sus ojos. Se levantó con dificultad y dio un traspié hacia el caballete. Puso su cara tan cerca del lienzo que sus labios casi lo tocaban.

No había rosas en el lienzo, sólo cientos de tallos cortados. Y alrededor de ellos, el jardín, un bosque de álamos bajo un cielo brillante.

—¡Vanesa! —gritó, porque ella no estaba en ningún lugar visible.

Dio la vuelta mientras su corazón empezaba a latir a ritmo acelerado, sintiendo una presencia detrás suyo. Casi con miedo de mirar, fue a la contraventana que daba al jardín.

Dando vueltas al parasol que sostenía el pasado verano, Vanesa estaba de pie, elegante, alta, llevando el vestido de encaje adornado con cintas y cálida como el verano ante el severo paisaje invernal. A través de las ventanas la llamó y ella se volvió, descalza como siempre, y sonrió. Abandonó la habitación, tirando la banqueta del piano en la que se habían sentado tan a menudo, e irrumpió a través de la puerta trasera. Corrió al lugar donde la había visto, y entonces se dio cuenta de que estaba debatiéndose en montones de nieve con sus pantalones viejos. El aire invernal hirió su garganta cuando hizo una profunda respiración. Estaba solo, ni pájaros, ni parasol, ni pisadas en la nieve, sólo el áspero gemido del viento. Se volvió, helado hasta el corazón, y corrió de vuelta a la casa. En el salón, las rosas habían desaparecido. Las botellas vacías de licor yacían esparcidas por el suelo. El cuadro de Vanesa, como si nunca se hubiera movido o cambiado, estaba en el caballete, en silencio.

Sucedió otra vez. Al día siguiente, afligido al encontrar la partitura de Brahms que ella estaba tocando el día que él volvía de casa de Teddy con las noticias, la encendió y llevó al salón, resuelto a quemar el cuadro. Pero ella no estaba en el lienzo, había huido de nuevo, esta vez dejando las rosas tras de sí, y cuando echó una ojeada, captó un reflejo en el espejo de la pared. Se volvió y ahí estaba ella, en el jardín, dando vueltas al parasol, con nieve hasta las rodillas. Levantó una silla y la tiró por la ventana gritando:

—¡Vanesa, ya vengo!

Pasó a través del cristal roto al paisaje invernal. Esta vez estaba pendiente de ella y, mientras él se acercaba, ella empezó a desaparecer, como una de esas fotografías modernas al revés. Su corazón latió con violencia en su pecho, y su voz era desesperadamente tranquila.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó—. ¿A dónde vas? ¿Estás en alguna parte por aquí perdida, o soy yo quien está perdido? —La nieve se amontonaba delante suyo, empujada por el inútil viento—. Debo de estar loco —dijo.

Detrás suyo, atrapada en el lienzo, Vanesa permanecía serena.

Aquella noche, a las tres, se despertó por la estridencia de una carcajada. A su alrededor la casa estaba oscura como boca de lobo; se puso en pie y fue dando traspiés al vestíbulo. La puerta del dormitorio estaba cerrada, pero un brillante haz de luz se filtraba por debajo de ella. La abrió con violencia y fue bañado por la luz del sol que fluía por la ventana a través del suelo, iluminando a Vanesa, que estaba sentada, acurrucada en el blanco sofá de mimbre y leyendo un libro que evidentemente la deleitaba. Detrás suyo la noche era oscura como lo son todas las noches. Se movió hacia ella, pero mientras lo hacía Vanesa empezó a brillar y desaparecer. Asustado por perderla, se detuvo. La escena era tan familiar, aunque tan extraña, que tardó un momento en recordar.

—Un día de verano —dijo.

Se volvió, la abandonó con su lectura y corrió hacia la oscuridad.

Encontró una vela y la encendió y, usándola para guiarse, empezó a subir lentamente la escalera de caracol hacia el segundo piso. Abrió de golpe la puerta de la primera habitación a la que llegó y luego la puerta del armario ropero, pero no encontró lo que estaba buscando. Continuó por las otras habitaciones, y luego, con frenesí, se encaminó al ático helado y oscuro, lleno de cajas y libros.

Finalmente lo encontró: un lienzo brillante pintado en blancos y beiges, marrones y dorados, un estudio de la luz del sol y el parquet, un retrato de Vanesa acurrucada en un sofá de mimbre leyendo un libro. Lo había guardado porque iba a ser una sorpresa para ella, y luego lo había olvidado, mientras quedaba sumergido entre otros lienzos, otros retratos de ella. Apagó la vela y se limpió el sudor de las mejillas. Sosteniéndolo como un escudo, emprendió la bajada, seguro por fin de lo que tenía que hacer.

Aunque la asistencia era sólo por invitación, la exposición de Byron Sullivan en la galería Colman estaba tan concurrida que era difícil ver los cuadros. Todas las otras obras habían sido trasladadas para este acontecimiento, y aun así las paredes estaban llenas. Aunque no se hiciera caso de la gente que allí había, aunque se dedicara todo el tiempo a ver los cuadros, era difícil verlos todos. Sin embargo, el esfuerzo valía la pena.

Porque la reciente obra de Sullivan excedía a la entusiasta publicidad que se había estado montando durante meses. Era junio, e incluso el aire de Nueva York estaba cargado con el olor de rosas y madreselva. Y era difícil saber si los olores eran naturales, o el resultado de la impresión agobiante que daban los cuadros.

Aquí había impresionismo con una diferencia: junto con el juego de luz y el sonido del color, estos cuadros tenían un tema: el artista y su mujer. En uno, Sullivan y la difunta Vanesa Winthrop paseaban de la mano por un jardín de rosas. En otros permanecían abrazados contra el tronco de un roble, mientras a su alrededor el viento y el sol azotaban la alta hierba hasta convertirla en espuma. Se los podía ver en Venecia, en Roma, pero sobre todo en y alrededor de su casa cerca de Derby, New Hampshire. Había cuadros de una intimidad casi intolerable; en uno el artista, de pie detrás de su mujer, se pintaba a sí mismo, mientras los dedos de ella se movían sobre las teclas de un gran piano, y la proximidad de los dos, la ternura con la que las manos de Sullivan se posaban sobre el pelo de Vanesa Winthrop, casi hacía dudar de los amores que habían tenido. En otro, un lienzo algo descarado, la pareja estaba entrelazada entre las sábanas enmarañadas de una cama de cobre.

El artista estaba con su antiguo amigo y agente Theodore Shearing, un poco aturdido por la unanimidad de la acogida de la crítica.

—Nunca te había visto con tan buen aspecto, chico. Te has recuperado como esperaba que harías. Pero dejando tu salud por un rato, esto es nada menos que un milagro —declaró Shearing.

Es un milagro —remachó Sullivan.

—Esta repentina profusión, ¡Dios mío!, es simplemente desconcertante.

—Pero tú mismo lo dijiste el día del funeral —repuso Sullivan—. Ella vive en mi obra.

Shearing se acercó a él y murmuró:

—Serás sumamente rico, Byron. Espero que no dejes que el dinero reprima tu pasión por crear.

Sullivan sonrió y tocó a su amigo con el codo.

—No necesitas preocuparte por esto —dijo—. Ninguna suma de dinero podría impedirme hacer lo que tengo planeado.

Quizá el cuadro más curioso de la exposición era uno en que el espectador, si no tenía cuidado, podía encontrarse perdido. Parecía ser una representación impresionista del mismo lugar en el que estaba. Era un lienzo de una galería de arte llena de gente, cubierta con cuadros de cuadros suyos. El artista se veía bastante claramente en el lienzo, de espaldas al espectador, y miraba fijo el cuadro de sí mismo, observándolo de hito en hito, como en una galería de espejos. Detrás de él, en todos los cuadros y los cuadros de los cuadros, estaba una misteriosa mujer vestida de negro con un velo, con un sombrero de rosas rojas y amarillas. Si se la miraba fijamente mucho rato, parecía que se movía, iba cerca de Byron y tomaba su mano.