La misión

Los tipos con los que volaba me llamaban Static y todavía lo hacen cuando me escriben o telefonean, que ya no es tan a menudo. Algunos de ellos ahora están muertos, claro. Pero hace cuarenta años, en la guerra, yo quería a estos tipos de la manera que un hombre de hielo ama el fuego. Me mantenían vivo: los necesitaba y este sentimiento era mutuo.

Static, ¿sabes?, porque manejaba la radio. Me gustaba tener un apodo; creía que guardando mi verdadero nombre a salvo podría protegerme si empezaba el fuego antiaéreo, y entonces todos teníamos rituales. Lamar tenía su crucifijo, y Bullseye, el bombardero, tenía su fotografía de Betty Grable. El capitán tenía sus cigarros y su paquete de chicle, y Jalee, el copiloto, estaba siempre contando hasta veinticinco y conteniendo la respiración, no me preguntéis por qué. Dave tenía su libro de expresiones inglés/alemán, y su hermano gemelo Sam era un seguidor de las patas de conejo y de Norman Vincent Peale. Y todos nosotros teníamos a Jonathan, que era nuestra pieza de suerte.

Íbamos de dos en dos: Lamar y Bullseye, Dave y Sam, Scrappy y Willy, los artilleros de cola, Jonathan y yo, siempre así. Lamar era de una granja en algún lugar de Alabama, creo, y Bullseye era de Michigan. Hacían un número yanqui-rebelde que a veces era bastante divertido. Dave y Sam deberían haber sido hermanos siameses; siempre estaban juntos. Yo había sido la clase de niño sin muchos amigos. Llevaba gafas y era bueno en ciencias y matemáticas. La fuerza aérea era el primer lugar donde estas aptitudes significaban algo, el primer lugar en el que la gente me quería por lo que era.

Pero todos querían a Jonathan, y él era mi mejor amigo. Era un artista realmente alegre. Había conocido a una chica inglesa en Coventry y se había casado con ella. Iban a tener un niño. Después de la guerra —decía— iría a California y trabajaría para Walt Disney; por eso supongo que se podría decir que tenía su carpeta de dibujos, sus lápices y su familia para alejar de su mente lo cerca que pasaban los ME 109 alemanes cada vez, arrojando fuego.

Nadie quería morir, ¿sabes?, y cada vez que subíamos era más que probable. Sólo déjame volver a casa vivo esta vez —decías— y yo prometo esto y aquello, cualquier cosa, no importaba, cerrando un trato que pudiera aumentar tus probabilidades.

Porque existía esta otra superstición: después de veintitrés misiones, te quitaban del cielo, del combate, dejándote en tierra firme. Porque nunca nadie había hecho el viaje veinticuatro de ida y vuelta vivo.

Jonathan se había unido a nosotros después de un vuelo con otra tripulación. Así nuestra misión veintitrés realmente era para él la veinticuatro, y no volaría con nosotros. No puedo deciros qué desanimados estábamos de salir sin él.

Era enero de 1944 y salíamos de Coventry, Inglaterra. Llamábamos al avión Friendly Persuasión para que trajera suerte, y Jonathan había pintado una actriz de una película de dibujos animados en el morro, con medias de malla, largas piernas, amplio escote y una gran sonrisa seductora, algo así como volver a casa. Hacía humedad y frío en la oscuridad de antes del amanecer y siempre había niebla pegada al suelo, subiendo a la panza de nuestro B 17. Tenía cicatrices de batallas, de acuerdo, habíamos sido incendiados, y el fuselaje estaba cubierto de agujeros de balas remendados. Los montantes y soportes del tren de aterrizaje estaban expuestos al aire libre y desgastados, y los neumáticos estaban en bastante mal estado. Pero conocíamos el avión a fondo, cada pulgada, sabíamos cómo movernos en él. Cuando estábamos volando, había veces que casi estábamos cómodos.

Como siempre, Bullseye estaba supervisando la carga de las bombas con la grúa hidráulica, y Lamar, dentro del compartimento de bombas, las hacía rodar hacia los dispositivos portabombas. Como siempre, Bullseye vociferaba.

—¡Maldita sea! ¡Lamar, no las amontones tan juntas y mira si esos dispositivos no están flojos!

Y Lamar, con su dulce y profunda voz cansina, decía:

—Yo me ocuparé de soltarlas desde seis pies. Tú ocúpate de soltarlas desde veinte mil. —Como si ésta fuera la primera vez que íbamos a subir.

El resto de nosotros vagabundeábamos alrededor, bebiendo café y palmeándonos para no enfriarnos. Jake estaba contando hasta veinticinco y Sam estaba leyendo El poder del pensamiento positivo. ¿Y yo? Sencillamente estaba muerto de miedo.

El capitán se acercó al avión, con el cuello de su zamarra levantado para evitar la humedad. Parecía de gran estatura e imperturbable como la piel de su chaqueta y tenía un cigarro apagado sujeto entre los dientes. Nada parecía amilanarle.

—Arriba y a ellos, muchachos —dijo.

El personal de tierra acababa de llenar de gasolina al Friendly Persuasión pero ninguno de nosotros se movió. Busqué a mi compañero por los alrededores, pero no había nadie más que nosotros.

—¿Cómo vamos a volar sin Jonathan? —exclamé.

—Dijiste que estaría aquí para nuestro toque de la suerte —declaró Bullseye.

El capitán hizo una mueca como si le doliera la cara. Yo sabía que no le gustaba subir sin Jonathan más que al resto de nosotros, pero no lo demostraría.

—Le estaba diciendo al viejo, al coronel: Puede decir muchas cosas sobre mi tripulación, pero no puede decir que sean supersticiosos —repuso.

—¿Quiere subir con un artillero de panza novato? —preguntó Sam.

El capitán se encogió de hombros. Entonces vi el jeep.

—¡Eh, mirad! —dije.

Estaba bajando rápidamente por la pista de despegue hacia nosotros, sus faros oscilando locamente en la oscuridad.

—Probablemente el chico nuevo —adujo Jake, el cínico.

Pero no lo era; era Jonathan, hombre de palabra, que venía para dejarnos que le frotáramos la cabeza para darnos suerte. Sonriente y legañoso, saltó del jeep, llevando su equipo de vuelo. ¡Chico, era agradable verle!

—¿Qué tal, Static? —Me dio un puñetazo en el hombro—. Buenos días, compañeros.

—Se suponía que irías vestido de paisano —advertí.

—Eso está bien para ir a tomar un helado —dijo—. Pero un poco fino para Berlín en enero.

Todo el mundo se apiñaba a nuestro alrededor, ahora sonriendo, sintiéndose mejor. Pero el capitán no sonreía.

—Jonathan —dijo—, ¿puedo hablar un momento contigo?

Se fueron hasta que el capitán creyó que estaban fuera del alcance de mi oído, pero yo me desplacé lo suficiente cerca para oír.

—Sabes que no tenías que hacer esto —dijo el capitán.

Jonathan estaba mascando chicle ruidosamente.

—Hemos volado veintidós misiones juntos y, bien, caramba, señor, yo soy vuestro amuleto de la suerte. No podéis volar sin un seguro, ¿verdad?

Otro jeep se detuvo y un tipo se puso en pie de prisa, golpeándose la cabeza con la parte inferior del ala. Hizo una mueca de dolor, se inclinó y se cayó del jeep. El sustituto de Jonathan. En otras circunstancias hubiera sido divertido. Todos apartamos la mirada.

—Bien, capitán —dijo Jonathan—. Lo que ve ante usted es un verdadero dilema. ¿Va a volar su última misión con un artillero novato o con uno que está condenado al fracaso?

Tragué saliva. El capitán se ladeaba de una cadera a otra. Casi se le podía ver ponderando las alternativas. Luego sonrió abiertamente, levantó la mano y dio un tirón a la gorra de artillería antiaérea de cuero de Jonathan y frotó su pelo. Todos nos alegramos, amontonándonos alrededor de ellos, casi sacándole los ojos cuando cada uno frotó la cabeza de Jonathan.

La salida era siempre tensa. Hacíamos nuestro trabajo, hablábamos y perdíamos el tiempo miserablemente. El capitán y Jake estaban en la carlinga, pilotando el avión. Yo trazaba el itinerario. Los artilleros, nerviosos, se sentaban en el fuselaje. En poco tiempo habían limpiado y cargado sus armas. Jonathan solía dibujar. Se sentó cerca de mí mientras examinaba los mapas.

—Así, ¿cuánto tiempo antes no podemos llamarte papá? —pregunté.

Estaba concentrado y su lengua salía por el borde de su boca.

—Unos cuatro meses —respondió—. Pero Liz no ha sido puntual en su vida; así que no estoy conteniendo la respiración. Ella piensa que si es un chico le pondríamos tu verdadero nombre.

Me sentí halagado, por supuesto. Pero nunca lo había dicho a ninguno de los compañeros; sólo el capitán lo sabía.

—¿Realmente quieres un niño que se llame Arnold? —inquirí.

Me miró durante un minuto de la manera que los chicos de instituto de segunda enseñanza acostumbran hacer.

—Arnold —dijo—, ¿de veras?

Si fuera ahora, por supuesto, hubiera dicho: «Como Schwarzenegger», pero entonces era un nombre de traidor.

—Sí —afirmé—. Como Benedict Arnold.

—Tú, no, amigo —dijo—. Tú eres muy leal.

Yo quería cambiar de tema.

—Vas a llevarla a Estados Unidos, ¿verdad?

—Claro —dijo—. Ahora es una ciudadana. —Luego pensó en mí y en mis proyectos—. ¡Eh! ¿Tienes noticias, fuiste aceptado?

—¿No te lo dije? Tengo una beca para soldados en el departamento de ingeniería en Twin City, Minnesota. Tenemos que permanecer en contacto, amigo.

—Haremos más que esto: vendrás a California y me verás ascender desde el departamento de pintura hasta el mismo Mickey.

—¿Me presentarás a Rita Hayworth?

—¿Y qué me dices del señor Disney? —dijo Jonathan—. Para entonces le llamaré Walt.

—A sus sitios —ordenó el capitán.

Jon se encogió de hombros, se puso en pie, volvió a la torreta situada por debajo del suelo del avión, esa pequeña burbuja giratoria de plexiglás, donde él estaba colgado sin protección y solo. Siempre me disgustaba verle así.

—Hasta luego —dije.

Él sonrió, me guiñó un ojo y bajó.

Entonces salió el chicle. Cada viaje el capitán abría un paquete grande de Wrigley y todos cogíamos un trozo, pasándolo de un lado al otro del avión como una comunión o algo así. Me levanté y lo devolví a Sam.

—Compraremos la granja en este viaje —estaba contemplando a su hermano—. Puedo sentirlo. Puedo olerlo. Lo tengo en mi boca como un sabor amargo.

—¡Oh, calla! —indicó Dave—. ¿Sabes cuándo empiezo a preocuparme? Cuando tú no dices eso.

Sam pasó el chicle a través de la compuerta de la torreta inferior, y Jonathan lo cogió. No sabía cómo podía estar allí abajo. Estaba acurrucado y sentía realmente frío sin nada entre él y el suelo, sólo los montantes de plástico y aluminio. Sin embargo no parecía preocuparle. Vi su mano subir rápidamente, sujetando un trozo de papel, que Dave cogió.

—¡Eh! ¿Puedo verlo? —gritó Sam.

—No es para ti —dijo Dave y lo miró furtivamente luego me lo dio.

Se lo pasé a Bullseye y a Lamar, y siguió su camino hasta la carlinga. Era una caricatura del Friendly Persuasión con dos ojos y una boca, y todas nuestras cabezas asomándose a las ventanillas. Parecíamos espectros, incluso el avión. «Feliz 24, ¿quién está sonriendo ahora?», decía. Había dibujado una como ésta cada vez que subíamos, y la carlinga estaba cubierta con las otras veintidós. Pero esta vez el número era el de Jonathan, no el del avión, y parecía un poco misterioso.

Di al capitán el último pronóstico del tiempo por radio y luego vi el paracaídas de Jonathan puesto a un lado con una carpeta de dibujo bajo sus correas. Me quedé estupefacto.

Lamar vino tocando su crucifijo.

—¿Qué vas a hacer después de hoy? —pregunté.

Volvió sus palmas hacia arriba.

—Supongo que estaré instruyendo a una pandilla de ruidosos gamberros lo mismo que todos hacíamos antes.

—Mira esto —dije.

—Quizá se supone que no lo hemos de encontrar —replicó—. Ya conoces a Jonathan, siempre tratando de sorprendernos de una manera o de otra.

Había caricaturas de nosotros. Jake, sentado ante un imponente panel de control, con ocho borrosos brazos tirando de palancas y apretando botones. El capitán presumía de héroe de guerra, inclinado ligeramente bajo el peso de sus medallas, el sombrero demasiado grande para su cabeza. Lamar estaba sentado al revés sobre una vaca. Scrappy iba montado sobre algo que parecía un gran pollo.

—¿Está sobre un pollo o un pavo? —guiso saber Lamar.

—Quizá sea un pato —dije—. Eres tú, granjero.

—Sí —repuso Lamar casi con reverencia—. Eres tú.

Yo llevaba auriculares, como borlas, y enormes gafas y el pelo electrizado.

—Aquí estamos todos —manifesté.

—Promoción del cuarenta y cuatro —indicó Lamar.

Sam y Dave, de rodillas junto a sus cincuenta peines cargados de proyectiles, los limpiaban. Les iba a enseñar sus dibujos, los dos cargados de patas de conejo y libros y con todos los dedos cruzados, pero estaban demasiado ocupados atormentándose mutuamente.

—En realidad tenemos suerte —dijo Dave, como para sí mismo.

Sam palideció.

—Calla la boca —exclamó.

—Veintidós salidas, veintidós regresos —dijo Dave.

—¡No! —negó Sam—. Traerás mala suerte al último viaje de ida y vuelta.

Dave sacó su libro de expresiones y dio a Sam un trozo de algo.

—Mira qué he encontrado en Coventry —repuso—. Galones de teniente. Si tenemos que lanzarnos, póntelos en el cuello. Luego di: Ich bin ein Amerikanischer Offizier.

Sam le arrebató el libro de expresiones y hurgó en su chaqueta. Sacó El poder del pensamiento positivo.

—Lee algo más de esto —sugirió empujando el libro hacia su hermano—. Y no me hables de nuevo hasta que aterricemos.

A mi vez, yo mostraba las caricaturas a Scrappy, el artillero de cola, que se estaba mordiendo las uñas.

—¿Por qué no puedo yo hacer esto? —decía meneando la cabeza.

—Jonathan tiene una gran imaginación —precisé.

—Conseguí seis ME 109 —dijo Scrappy—. ¿Qué hace esto de mí?

—Un héroe —exclamé—. Después de la guerra con esto y un níquel obtendrás una taza de café. Pero Jonathan tiene la vieja imaginación. Todos trabajaremos para él algún día.

Fue entonces cuando recibimos el impacto.

El Friendly Persuasión dio una sacudida hacia arriba y a la izquierda. Podía oler la pólvora. Todos gritaban y avanzaban trabajosamente hacia sus posiciones. «Después de tantos viajes… —pensé—. Antes ya habíamos sido tocados pero esta vez era la peor». El viento silbaba a través del fuselaje. Las voces de otros pilotos llegaban roncas por la radio.

—Enemigos por el frente.

—Enemigos por la cola.

—Mira el ala. Está en vuestra cola, Jack.

Y luego lo peor.

—Nos han tocado. Estoy ardiendo.

Luego nada.

Detrás de mí, Dave y Sam seguían disparando con desespero, las rodillas ligeramente dobladas, girando, disparando al aire. Me preguntaba cómo estaría Jonathan, debajo de nosotros. Debía de estar dando vueltas como una peonza en este momento, tratando de seguir la pista de aquellos bastardos, mirando cómo de repente atravesaban las nubes y se situaban exacto en la parte superior de él, arrojando fuego; él estaría disparando hacia atrás, su cuerpo entero sacudido por los espasmos de los cincuenta Brownings gemelos.

Nos tocaron de nuevo y fue grave. Podía oír el zumbido y el silbido de los impactos y el tableteo de nuestras armas a cambio. Realmente estábamos en ello. Dave se tambaleaba hacia atrás y golpeó la botella de oxígeno de Sam. La radio emitía chillidos y un ruido alterado. Justo más abajo y detrás de nosotros, en el aire hubo Una explosión terrible.

—¡Hurra! —gritó Scrappy—. Creo que Jonathan ha dado a uno.

Y luego otra explosión como si una parte del avión alemán chocara con nosotros: metal ardiendo que volaba dentro de nuestro B 17 y un depósito de combustible estalló arrancando casi un ala. Era una locura. Todos íbamos por el suelo y gritábamos. Lamar rezaba el avemaría más rápido que nunca. Las luces se apagaron. A lo largo del armazón del avión, los cables eléctricos echaban chispas y chirriaban. Cerré los ojos y pensé en mis padres. Sólo tenía diecinueve años.

Después la voz del capitán llegó por el interfono.

—¡Lánzalas, Bullseye!

—Sí, señor —repuso Bullseye y tiró de dos palancas hacia abajo.

Las puertas del compartimento de las bombas se abrieron y éstas rodaron por los raíles y desaparecieron en el manto de nubes debajo de nosotros. El Friendly Persuasión respondió en seguida y ganó altitud después de la pérdida de las bombas, optimista de nuevo. Por primera vez desde que nos tocaron creí que lo lograríamos.

—Quiero informes de los daños de todos los puestos —ordenó el capitán por el interfono—. Artillero de cola.

—Muy bien aquí abajo, señor —informó Scrappy en la boca del micro.

—Artilleros de puerta.

—Fuertes abolladuras y una hendidura, pero bien, señor —comunicó Sam y después Dave.

—Artillero de la torreta inferior.

No hubo respuesta.

—Capitán al artillero de la torreta inferior. Informe —urgió el capitán—. Vamos, Jonathan —apremió el capitán, alzando la voz—. ¿Qué diablos está ocurriendo?

Y luego la voz de Jonathan, vacilante:

—Debe de ser la conmoción, señor —murmuró—. Ese asqueroso mosquito me dejó la nariz sangrando. El plexiglás está como una tela de araña y en mal estado.

—Pero tú ¿estás bien? —preguntó el capitán.

—Sí —contestó Jonathan—. Estoy bien.

—¡Lo aplastaste bien, chico! Ven a la parte superior y deja que uno de los hombres te dé una mirada.

Después de un minuto la voz de Jonathan llegó por el interfono, un poco desconcertada y asustada:

—Capitán, tengo alguna dificultad en abrir la compuerta.

—Jonathan tiene problemas con su compuerta. Que alguien le eche una mano —indicó el capitán.

Pero no era necesario: ya estábamos allí Dave, Sam y yo. El trozo de ME 109 que nos alcanzó había penetrado en la compuerta de la torreta, a la que cerró como si estuviera soldada. Tiramos de ella, pero no se movía. Podía ver a Jonathan allá abajo, tratando de sonreír. La parte inferior de su cara estaba cubierta de sangre.

—¿Os dije alguna vez, compañeros, que tengo miedo a los lugares pequeños? —preguntó por encima del zumbido del avión.

Dave acercó la boca y gritó dentro de la torreta:

—Estás metido en la barriga de mamá hasta que podamos aterrizar y te saquemos con el soldador.

—No creo que sangre hasta morir —notó Jon.

—Esta bien, Dave, seguro. No te preocupes por mí.

—¡Dios mío! ¿Quieres mirar eso? —dijo Sam y señaló debajo de las alas.

Por el interfono el capitán señaló:

—Estamos llevando el avión a casa, chicos. Número veintitrés, corto y fuera. Vamos a casa, Static. Tráeme las hojas de datos.

Cogí mi tabla sujetapapeles, que estaba cerca de la radio, y fui dando traspiés hasta la carlinga.

—Vamos a ver esto, Static —manifestó el capitán.

—Quemamos diecisiete mil galones en ruta hacia el objetivo principal, señor —informé—. Perdimos cien cuando el motor número tres reventó. Podemos hacerlo volver a Coventry si las alas están en buenas condiciones. Pero creo que la parte inferior de esta monada está hecha pedazos.

—Está volando cargado hacia la derecha. Puedo notarlo —advirtió Jake.

—Estaba pensando, señor —repuse—. Bien: estaba pensando si ha probado el tren de aterrizaje.

Podía sentir mi corazón palpitando violentamente en mi garganta.

El capitán me miró de una manera rara, luego dio un golpe seco al interruptor. Tres de nosotros mirábamos que nada sucedía, ningún ruido gimoteante de las ruedas al bajar, ninguna luz en el panel de control.

—Bullseye —ordenó el capitán—, echa una mirada y dime si ves alguna rueda en posición descendente o cerrada.

El silencio duró sólo unos pocos segundos mientras miraba por la ventanilla del bombardero.

—Hay un depósito de chatarra bajo ambas alas —observó Bullseye—. Tendremos que deslizamos.

El capitán cogió un cigarro de su bolsillo y lo sujetó entre los dientes.

—Nunca he aterrizado con las ruedas replegadas, pero, ¡demonios!, estaremos completamente secos para entonces y la única cosa encendida será este cigarro.

Podía comprobar que no conocía todos los hechos todavía, y sabía que yo sería el que se lo diría.

—Tenemos un problema, señor —murmuré—. Un verdadero problema. —Mi voz era temblorosa, como si estuviera a punto de llorar—. Es Jonathan, señor. Está atrapado en la torreta inferior y no podemos sacarlo.

El capitán cerró los ojos y sus guantes de piel apretaron la dirección.

—¿Vamos a aterrizar de panza con treinta toneladas de chasis en una pista de cemento? —dudó—. En realidad no creo que once mil libras de plexiglás y aluminio se sostengan bajo todo este peso. ¿No crees?

Se desató la correa y retrocedió hacia el interior del fuselaje para atender el problema él mismo.

El capitán era un buen hombre pero no era un soplete, y ésta era la única cosa que hubiera podido ayudar. Dio una patada al metal soldado y soltó un taco; agarró algo que parecía una palanca y golpeó, pero no sucedió nada. Todos nosotros tiramos fuerte y empujamos y dimos patadas, pero lo único que hicimos fue doblar un poco la maldita puerta. Y entonces la mano de Jon sobresalió a través de la abertura, tan fría como se pueda imaginar. Sostenía otra caricatura: el Friendly Persuasión iniciando un aterrizaje con las piernas de Jonathan sobresaliendo para pararlo, llevando unas grandes botas de goma. «Sooo», se leía en una viñeta de la caricatura.

—¿Crees que lo sabe? —balbució Dave—. ¿Lo sabe?

—Supongo que por eso envió el dibujo —repliqué, y no era un chiste.

El capitán nos hizo señas de ir hacia atrás y se arrodilló de forma que podía hablar con Jonathan.

—¿Qué estás haciendo ahí, muchacho? —preguntó.

Apenas pude oír la respuesta.

—Tengo miedo —casi susurró Jon—. Pero sé que están planeando algo. No dejará que me pase nada porque soy su amuleto de la suerte, ¿verdad?

La voz del capitán era suave:

—Estamos en un verdadero lío, chico —le espeto. Pero supongo que ya lo sabes.

—No me voy a morir aquí —aseguró Jon—. Tengo demasiadas cosas por las que vivir.

—Escucha, Jonathan —continuó el capitán.

—Sólo frote mi cabeza para dar buena suerte, señor —indicó Jonathan—. Sé que pensará en algo. Siempre lo hace.

El capitán se inclinó de modo que su brazo se perdía de vista.

—Seguro, muchacho —explicó—. Pensaré en algo.

La voz de Jake llegó por el interfono:

—Capitán, estamos perdiendo el motor número cuatro. Yo estaba en contacto con la carlinga por radio ahora y acababa de llamar a Coventry para alertarlos.

—He dicho a la torre que aterrizaremos con las ruedas replegadas; tiempo aproximado, doce minutos.

—Abrid parte de los alerones número dos —sugirió el capitán.

—Número dos abierto —contestó Jake.

—Cerrad la válvula de combustible.

—Válvula de combustible cerrada.

—Poned el extintor de fuego número dos.

—Puesto.

La tripulación había estado conferenciando: teníamos una idea genial, y ahora venían a mí para hablar con el capitán. No iba a perder una oportunidad de ayudar a Jonathan; si era necesario, podía volver a la radio en segundos.

—Es lo siguiente, señor —comenzó Lamar—. Hemos estado devanándonos los sesos.

—Tenemos un par de ideas locas —prosiguió Sam.

—Como colgar una de esas cincuenta cintas de una cuerda, ¿entiende? Luego bajarla por la parte estrecha de la puerta izquierda —siguió Dave.

—Luego se bascula hacia abajo. Así, ¿ve? —observó Lamar—. Y quizá esa cuerda se vaya flotando por la ventana de plexiglás de Jonathan. Él la rompe de una patada y agarra la cuerda y nosotros lo sacamos como a una vieja lubina.

—Estamos bajo quince mil caballos de vapor, muchachos —advirtió el capitán—. Tenemos todo menos dos motores que faltan. ¿Oís lo que estoy diciendo? Este avión está construido para hacer muchos trucos, pero no para ir con muletas. Tengo otra idea. Static, dame mi paracaídas.

Lo cogí de detrás de su asiento donde él no podía alcanzarlo.

—Ya hemos pensado en esto, capitán —dijo Bullseye—. El paracaídas no entrará a través del agujero ahí abajo.

—No, de esta manera no podrá —convino el capitán—. Sácalo del paquete y enróllalo lo más apretado que puedas. Jake, ¿cuál es la mínima altitud para saltar?

—Quince mil pies, señor.

—Puede hacerse a doce mil —indiqué. Lo sabía: había visto a hombres hacerlo.

—Volved allí —ordenó el capitán—. No tenemos ni un segundo que perder. Se lo diré a Jonathan.

Corrimos a buscarlo todos juntos. Bullseye sacó el paracaídas de su funda tan rápido como pudo. Oíamos la voz del capitán por el interfono.

—Jonathan —decía—. He pensado algo.

Lo enrollamos bien y empezamos a introducirlo en la torreta inferior. La cara de Jonathan estaba blanca como la seda fina y la sangre de su mentón estaba endurecida y escamosa.

—Ahora, tan pronto como tengas ese paracaídas —explicó el capitán—, quiero que des una patada a la ventana de plexiglás; mantén esta monada apretada contra tu pecho y salta fuera por la parte de la hélice. ¿Oyes eso? Salta fuera.

Empujábamos tan de prisa como podíamos para introducirlo.

—Grita algunas altitudes —dijo Bullseye por el micro.

—Dos mil pies —contestó Jake.

Podía sentir la tensión sobre el paracaídas mientras Jonathan tiraba fuerte.

—Tranquilo —le grité—. Tómatelo con calma.

—Ves más despacio, chico —decía Lamar, tratando de ser tranquilizador—. Sólo tenemos una oportunidad en esto.

—Mil seiscientos pies —indicó Jake.

—Más de prisa —apremiaba Jonathan—. No sé cuánto tiempo tardaré en quitar el plexiglás. Quizá debería empezar a dar patadas ahora.

—El capitán dice que esperes hasta que tengas el equipo puesto —murmuré.

—Vamos, vamos, vamos —decía Jon. Nunca le había visto enojado antes.

—Mil quinientos pies —observó Jalee.

—¿No podemos mantenernos fijos un par de segundos más? —repuso Sam.

—No tenemos combustible —añadió Lamar—. Y aun así tendremos que ir en punto muerto parte del trayecto.

—Mil trescientos pies —dijo Jake.

—¡Vamos! —urgió Jonathan.

Estaba asustado. Tiró con todas sus fuerzas y el borde del que habíamos estado preocupándonos se escapó y lo enganchó en el borde serrado del agujero. He oído rasgarse seda una vez desde entonces, cuando el pañuelo de mi mujer se enganchó en un clavo, y fuera de toda duda casi me desmayé. Es como el grito de alguien alejado del mundo aumentado por la resonancia, el sonido del derrumbamiento final. Jon continuó tirando y tirando, rasgando el paracaídas, como un acto reflejo. Miré a Lamar y había lágrimas en sus ojos.

—He desgarrado el paracaídas, capitán —manifestó Jon con voz baja y cautelosa, como si finalmente hubiera entendido que realmente podía morir—. Es culpa mía. ¡Vamos, vamos a coger otro paracaídas!

Pero estábamos demasiado abatidos. Tendríamos que subir de nuevo, y si lo hacíamos, se terminaría el combustible y todos moriríamos. En ese momento, apenas parecía importar. Decidí intentarlo. Corrí a la carlinga y me cogí al respaldo de la silla del capitán.

—Sólo otros cien pies, señor —indiqué—. Manténgalo así un par de minutos.

—Sabes matemáticas y conoces el lugar —dijo, volviéndose hacia mí—. ¿Cuál es el punto justo antes del campo?

—Solamente el bosque —expliqué.

Me vi estrellándonos contra los troncos de los árboles y explotando como una bola de fuego. Me vi planeando sobre sus cumbres y Jon saltando en paracaídas, empalándose en una rama.

La voz de Jon llegó por el interfono:

—Artillero de la torreta inferior a piloto —decía—. ¿Puede oírme, señor? ¿Ninguna idea todavía? Puedo ver los bosques de Manchester: debemos estar bastante cerca de casa ahora.

Me di la vuelta y tropecé con los otros; las lágrimas calientes en mis mejillas ni siquiera me turbaban. Lamar también estaba llorando.

Por el interfono, las voces del capitán y de Jake parecían mortales, inhumanas.

—Fijad el altímetro, dos nueve nueve dos.

—Dos nueve nueve dos, comprobado.

—¿Elevadores de bombas?

—Puestos.

—¿Refrigeración interna?

—¿No le vamos a contestar? —preguntó Jake.

El capitán estalló.

—¿Qué demonios quieres que le diga? ¿Gracias por el seguro? ¿Todos lo tenemos, pero tu póliza está agotada? ¡Refrigeración interna!

—Fría.

—Alerones de capota.

—Alerones de capota cerrados y bloqueados —dijo Jake.

—Aumentad la mezcla automática —ordenó el capitán.

Dentro de la torreta inferior, Jonathan estaba gritando:

—Vivía bien antes de la guerra y también durante ella. He visto Europa desde el aire. Tengo una esposa. He volado veintitrés misiones sin un arañazo. Así que no os preocupéis, amigos. Sobreviviré a ésta. Podéis apostarlo. ¿Sabéis cómo podemos ver nuestras propias muertes? Bien: sé que no se supone que vaya a morir de esta manera.

La torre nos estaba llamando ahora. Les había contado la historia y tenían un equipo de incendios preparado. Habían traído un sacerdote, ¡malditos sean!, y querían que yo le conectase al interfono. Primero rehusé, pero el mismo comandante lo tomó y dijo:

—Es una orden, sargento.

Una voz llegó por la línea, aflautada y lenta como miel en una cocina fría:

—Jonathan, soy el padre McKay. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, hijo?

Odiaba al bastardo. Jonathan no necesitaba esto: últimos ritos, antes de que todo hubiera acabado. Él pensaría en algo; el capitán pensaría en algo. Además, Jon ni siquiera era católico.

Él contestó con frescura:

—No voy a morir, padre. Hay otros compañeros peores con los que podría usar sus oraciones. Mi número no está agotado. No sé cómo sé esto, pero lo sé. El capitán ideará algo antes que sea demasiado tarde.

Pero si Jonathan y yo no nos habíamos dado por vencidos, los otros sí. Hacían cola para dar a su cabeza el último frote de la suerte. Se arrodillaban y bajaban y él los llamaba a cada uno por su nombre y les dejaba tocar su cabeza; dentro, las caricaturas debían de haber estado tomando forma y disolviéndose como nieve en el agua; la cabeza, que podría partirse como un melón cuando el avión dejase caer su peso sobre él, aplastándole entre el fuselaje y la pista de aterrizaje. Habíamos visto la muerte antes y todos habíamos perdido amigos, pero esta vez era con mucho la peor, como ver no tanto tu propia muerte como la muerte de toda posibilidad. Era peor que si el avión con todos nosotros en él fuera a caerse.

Cuando fue mi turno, me arrodillé, extendí la mano y me arañé la muñeca en el metal. La raspadura me agradó. No pude mirarle.

—Static —dijo—, quiero que lleves a Liz a Estados Unidos contigo. Quiero que mi hijo nazca en California.

No contesté una palabra, algo que siempre he lamentado. Podía sentirle asiendo mi mano entre las suyas y luego la besó. La retiré como si me hubiera escaldado y marché con los otros lejos de la compuerta.

Lamar había quitado su crucifijo de la cadena de oro en la que usualmente lo llevaba. La foto de Betty Grable de Bullseye, arrugada y rasgada, era estrechada entre sus carnosas manos. Los galones de teniente de Dave no parecían que le estuvieran ayudando mucho mientras miraba a su hermano acariciar una pata de conejo como si fuera la lámpara de Aladino.

—Será rápido, ¿sabes? —explicó Lamar.

—¡Cierra el pico! —masculló Dave—. Sólo cállate.

Pero Lamar no había terminado:

—¿Crees que uno de nosotros debería…? Quiero decir si fuera yo, sé que querría uno de vosotros para… ¿Bullseye? Tú eres mi compañero, lo harías por mí, ¿verdad? ¿Static? Tú eres su mejor amigo, ¿no es así?

Bajé la mirada al 45 que colgaba en la pistolera de mi hombro; era cosa del reglamento, se suponía que daba un poco más de confianza si tenía que sacar de apuros tras las líneas enemigas. No la había disparado desde las prácticas de tiro durante el entrenamiento, la misma semana que nos enseñaron a saltar y recoger y caer como una bomba, por el aire hasta que era el momento de tirar de la anilla del paracaídas, pero la había limpiado religiosamente y el cargador estaba a punto para la acción. La empuñadura era dura, negra y fría cuando la tocaba.

Ahora venían voces de la radio, que había conectado al interfono. El capitán se dirigía a nosotros y a Jake, la torre indicaba números, el capellán o sacerdote o quienquiera que fuera hablaba, a veces al mismo tiempo, como si el mundo se estuviera acabando y las pausas razonables entre la conversación hubieran sido suprimidas de un plumazo porque no sobraba tiempo.

—Quiero que alguien tome posiciones de emergencia —ordenó el capitán—. Cuando toquemos tierra haré sonar la alarma y luego cada uno que salga de este infierno como pueda.

- Luego vi nuevos cielos y una nueva tierra. —Pensé en mi amigo observando aquel aterrizaje a su espalda; podía imaginar cómo sentiría yo el sudor en mis axilas, en mi pecho sin ninguna parte a donde ir hasta que estuviera bañado en sudor, las lágrimas que mis ojos estarían vertiendo, la forma en que habría hedió palidecer mis palmas con las uñas, la presión en mi mandíbula mientras apretaba los dientes; y pensaba que no sería demasiado malo que todo fuera rápido—. Los antiguos cielos y la antigua tierra habían desaparecido y el mar ya no existía —entonaba el sacerdote.

En la carlinga, suponía que el capitán estaba mascando un cigarro y Jake estaba contando hasta veinticinco. Yo trataba de imaginar un aterrizaje sin peligro, pero mi mente seguía chocando con los duros hechos como cemento. Cogí el arma de la pistolera.

—Filtros del carburador —indicó el capitán, como si fuera parte de la letanía.

—Filtros puestos —contestó Jake.

—Presión hidráulica.

—Setecientas libras.

- El Señor está contigo y con tu espíritu…

—Turbos.

—Turbos puestos. Constante en curso. Mil doscientos pies, mil cien pies.

—Viento cero seis seis cero a dos cero a tres cero.

—Novecientos pies —recordó Jake—. Velocidad uno sesenta, ochocientos pies.

- Yo también vi una nueva Jerusalén, la ciudad santa saliendo del cielo de Dios, bella como una novia preparada para encontrarse con su esposo.

Pensé en Liz y recordé que ella siempre estaba allí por encontrarse con nuestro avión; tanto si regresábamos temprano o tarde, ella velaba en el campo de aviación. ¿Estaría ahora observando el aterrizaje con su marido colgando debajo del avión?

Tomé el 45 de la pistolera y lo cargué. Volábamos muy bajos ahora. Casi podía sentir el suelo silbando debajo de nosotros. Los motores empezaron a chisporrotear; el combustible se había terminado.

—Viento cero nueve cero de treinta a treinta y cinco —informó la torre.

—Setecientos pies —dijo Jake.

—Echadme una mano aquí —ordenó el capitán—. El timón más a la izquierda.

—Quinientos, corrigiendo para ir a la deriva.

—Un tercio.

—¿Más revoluciones por minuto?

—Dos mil doscientas —indicó Jake.

—Golpea otra vez —apremió el capitán.

La pistola pesaba.

- Oí una fuerte voz desde el trono gritando: Ésta es la morada de Dios entre los hombres. Él vivirá con ellos y serán su pueblo y Él será su Dios que está siempre con ellos.

Avancé hacia la torreta inferior hasta que sólo podía vislumbrar la parte de arriba de la cabeza de Jonathan; se había quitado la gorra, así todos podían frotar su pelo, y estaba despeinado, rizado y oscuro por el sudor. Levanté la pistola y volví la vista atrás, hacia Lamar y Bullseye, Dave y Sam; sólo Lamar me miraba con aprobación. Sólo otra pulgada; podía ver a Jonathan escribiendo en su cuaderno con frenesí, quizá una nota para Liz. Tendría que llevarla a casa conmigo; estaría con ella en California. ¡Al infierno con la ingeniería!

—Quinientos pies, señor, cuatrocientos cincuenta —señaló Jake.

—Levantando el morro —dijo el capitán—. Alerones de ala completamente extendidos. Máximas revoluciones por minuto.

—Alerones completos. Número dos temperatura de aceite en rojo.

—Demasiado tarde para preocuparme de esto ahora —arguyó el capitán.

- Enjugaré cada lágrima de sus ojos.

Y luego la voz de Jonathan venía del interfono, clara y segura:

—Capitán —dijo—. Inténtelo una vez más. Inténtelo otra vez por mí.

- Y no habrá más muerte o duelo, llanto o dolor, porque el antiguo mundo ha desaparecido.

—Cien pies, capitán —puntualizó Jake—. Setenta y cinco, sesenta pies. Reduciendo la velocidad.

Benedict Arnold, pensé. La pistola temblaba en mi mano. Sentía la presión del gatillo en mi dedo. Cerré los ojos con fuerza.

—No puedo hacerlo —murmuré en voz baja—. No puedo hacerlo.

Retiré la pistola de la cabeza de mi amigo.

—¡Mierda! —exclamó Bullseye. Su voz era aguda y débil, llena de asombro—. ¿Quieres mirar eso? —preguntó.

Estaba observando fijamente el plexiglás del cono del morro del bombardero, como había hecho cuando el capitán le pidió un informe del estado del tren de aterrizaje. Retrocedió lejos y se santiguó, y yo empujé hacia delante y entré en tropel.

Incluso ahora lo encuentro difícil de creer, aunque me sucedió a mí, pero yo estaba allí y estoy diciendo la honesta verdad de Dios. Donde las ruedas debían haber estado, sólo había aquellos enormes neumáticos de goma, amarillos como un narciso, amarillos como forsythia, la clase de amarillo que sólo ves en los dibujos, sujetados al avión por aquellas delgadas patas de metal, con rayas blancas y rojas como el cilindro de una barbería.

Justo entonces tocamos tierra; podíamos sentir la solidez del suelo debajo de nosotros, pero fue el aterrizaje más suave que nunca hicimos, como si aterrizáramos en una almohada de espuma, como si la misma tierra estuviera hecha de goma. Vitoreamos y vitoreamos, las lágrimas corrían por nuestra cara; nos quitamos los gorros y nos abrazamos. Estábamos gritando como nunca habíamos gritado antes. Estábamos a salvo.

—¡Capitán, estoy viendo cosas! —gritó Bullseye por medio de su micro—. El tren está bajando, pero todavía estoy viendo cosas. Porque es, bien, es…

—Es un milagro —repuso el capitán.

—No sabe ni la mitad de esto —continuó Bullseye.

Saltamos del avión, tan rápido como pudimos, y el resto de la tripulación, que no había visto lo que Bullseye y yo sabíamos, se pararon en seco. Sam cayó de rodillas; Lamar puso el crucifijo en su boca. Dave caminó hacia delante como si estuviera hipnotizado, las manos extendidas hacia las ruedas. Casi tocó una, pero ésta se movió hacia él, se hinchó hasta encontrar sus dedos; se abrió y dejó salir a chorros una lluvia brillante de chispas, como polvo de oro, en el aire.

Miré fijamente a Jonathan en la torreta inferior. Estaba dormido, soñando o algo parecido. Tenía los ojos cerrados, y sus labios, torcidos en la más pacífica sonrisa que yo nunca he visto. Lamar llegó y empezó a golpear el plexiglás, pero el capitán le asió con firmeza por la chaqueta y le empujó hacia atrás.

—No le toques —ordenó—. Vamos a conseguir un soplete con toda rapidez. Separémosle de ahí. ¡Hazlo! No le despiertes. No le empujes ni una pulgada.

Sólo tardó un minuto. La llama azul del soplete oxiacetilénico inundaba la pista de aterrizaje con chispas amarillas. Recortamos un agujero lo suficientemente grande para arrastrar a Jonathan fuera, que apretaba contra su pecho el cuaderno de dibujo. Luego le llevamos como un soldado herido fuera de la pista de despegue y le dejamos suavemente en la hierba de un campo cercano.

Miré atrás, hacia el avión. El Frtendly Persuasión estaba allí, a salvo después de su misión veintitrés, rasgado por la metralla y las balas. Parecía imposible que se sostuviera por aquellas inmensas ruedas amarillas, como gigantescos tubos, como rosquillas. Brillaban incluso en pleno día; sus bordes saltaban y corrían como si estuvieran vivos.

—¡Jonathan! —gritó el capitán—. ¿Puedes oírme? ¡Despierta, muchacho! Anímate. ¡Vamos, chico! ¡Anímate!

Daba palmadas a Jon en la cara, bastante fuerte, y él se crispaba; sus ojos parpadearon una vez y luego se abrieron.

Detrás nuestro oímos el sonido de metal al romperse. Di la vuelta a tiempo para ver los cilindros de barbería y las ruedas amarillas oscilar y desaparecer, y el cuerpo del B 17 cómo se estrellaba en la pista de aterrizaje con enorme estrépito. La torreta inferior se hizo añicos y montantes de aluminio y trozos de plexiglás volaron por el aire.

—¿Qué ha sucedido? —tartamudeó Jonathan—. ¿Lo hicimos?

Bajé la mirada para observar a Jonathan, tendido allí. Tenía la cara pálida y los labios y el mentón los cubría sangre todavía seca. A través de la pista de despegue podía ver a Liz corriendo hacia nosotros. En el cuaderno de dibujos, aún sobre su pecho, había una caricatura del Friendly Persuasión con su fuselaje rasgado y abollado, sus hélices farfullando. Y donde el tren de aterrizaje debería haber estado, los suaves rayados del cilindro de barbero sobresaliendo y terminando en enormes, remendadas, bulbosas ruedas amarillas, como rosquillas.

—¿Cómo hizo esto, en nombre de Dios? —exclamé.

—¡Eh! —prorrumpió Jake—. Ha tenido muchísima suerte…

—Ha tenido mucho talento —rectificó Bullseye.

—Ha tenido mucha imaginación —terció Sam—. Toda la maldita imaginación.

Y luego, uno por uno, empezando por el capitán, todos, cada uno de nosotros, nos agachamos y acariciamos el pelo de Jonathan.