Los calores de junio han animado a mucha gente a salir a la calle. La agitación se respira en el ambiente. Las calles de Chueca ya lucen la decoración típica que avisa que ha dado comienzo la Semana Grande. Alrededor de una de las mesas de las terrazas de la plaza se apiñan como pueden Ruth, Sara, Juan, Diego, Pilar, David y Ali. Esta última les cuenta a todos que el próximo jueves participará en un debate sobre el matrimonio gay y la adopción en un programa de una de las televisiones locales y les pide que, por favor, ninguno se lo pierda. Está entusiasmada. Todo el mundo da por seguro a esas alturas que se aprobará la ley que permitirá a gays y lesbianas contraer matrimonio y ella parece estar de celebración continua. Pero a Ruth, que la observa en silencio recostada en su silla, no deja de parecerle una escena totalmente extravagante ver a Alicia, la combativa activista lesbiana, hablando del mayor logro a nivel político que se ha realizado en el país para la población homosexual mientras besa y le hace carantoñas a su novio.

«Bueno, gente, nosotros nos vamos a ir a la asociación que tenemos que cerrar hoy —les dice Alicia mirando a David y poniéndose en pie—. Si no nos vemos antes, recordad: el jueves a las diez es el programa». «No me lo perdería por nada del mundo», le espeta Ruth jocosa. Ali y David se despiden de todos y a continuación se pierden entre el gentío que llena la plaza cogidos de la mano. Ruth menea la cabeza con media sonrisa. Sara al verla se echa a reír. «De verdad… —comienza a decir Ruth—. Todavía no me puedo creer que Ali esté con un tío». El resto de la mesa se une a las risas de Sara al oír las palabras de Ruth. «Bueno, Ruth, qué mejor ejemplo de tolerancia y diversidad que ese, ¿no?», le dice Sara acallando un poco su risa. «Tú calla que ya sabemos que eres de su gremio…», contraataca Ruth con cierta mala leche. «¡Boba!», es lo único que le dice Sara dándole un beso conciliador. «Bueno, cada cual con sus perversiones, ¿no?», apostilla Pilar encogiéndose de hombros. «Yo no digo nada que luego me llamas machista misógino», dice Diego divertido. Juan solo se ríe con ganas ante los comentarios.

Se hace un breve silencio. Y Pilar, de repente, suelta un sonoro «¡Hostias!». Todos la miran extrañados. «¿Qué te pasa, Piluca?», le pregunta Ruth. «Que estos se han ido…», dice ella fastidiada mirando hacia atrás como si esperara verlos todavía a lo lejos. «Ya, sí, se han ido, ¿y qué?». «Que os tenía que contar una cosa… Pero bueno, esperaré a otro día que estemos todos», dice arrellanándose en su asiento. «De eso nada, chata, suelta por esa boquita», le espeta Juan. «Eso, eso, que sabes que lo de tirar la piedra y esconder la mano me saca de mis casillas —le recuerda Ruth alzando las cejas—. Así que venga, desembucha». Pilar los mira a todos con una sonrisa picara. «Bueno… Pues resulta que como ya está más que claro que a partir de ahora vamos a poder… Pitu y yo… Hemos decidido que… ¡Nos vamos a casar!», suelta Pilar con una amplísima sonrisa. Todos en la mesa estallan en exclamaciones, risas y felicitaciones. «De verdad —se lamenta Ruth—, es que no gano para sorpresas con vosotras». «Anda, Ruth, no seas aguafiestas», le dice Sara. «Si yo me alegro —se defiende ella—. Lo que no entiendo es cómo Pilar se atreve a pensar en casarse con una tía sin que yo le haya dado el visto bueno». Ruth mira a Pilar sonriendo. «Pero sabes que me alegro de verdad, petarda», le dice ya sin ironía cogiéndole la mano y apretándosela con fuerza. «Lo único que espero es conocerla antes de la boda», se queja poniendo voz lastimera y haciendo reír a todos.

Ruth y Sara caminan de la mano Fuencarral arriba en dirección a casa. Las dos han pedido esa semana de vacaciones para estar juntas, para salir por ahí, para acudir a la manifestación del Orgullo en la que, si nada falla, se celebrará por todo lo alto que gays y lesbianas dejarán de ser ante la ley ciudadanos de segunda. Casi diez días en total sin prisas ni agobios, sin tener que despedirse tras cuarenta y ocho horas, sin la obligación de apurar cada momento. El caminar de Ruth es calmado y tranquilo mientras se dirigen al piso esa madrugada de domingo. Aferra la mano de Sara en la suya y se siente satisfecha. Ni siquiera necesita hablar. Le basta con disfrutar de la leve brisa que le acaricia las mejillas, del tacto de la mano de su novia, de las luces y el cielo nocturno de Madrid.

«¿Por qué te molesta tanto lo de Ali y David?», le pregunta Sara cuando se están acercando a su edificio. «No me molesta, Sara. Me extraña. Me choca. De la última persona de la que me podía esperar algo así es de Ali», se defiende ella sacando las llaves del bolsillo y abriendo la puerta del portal. «Mira, a las heteros las puedo entender pero a alguien que siempre ha estado con mujeres… ¡¡¡Pufff!!! Simplemente es que yo no podría…». «Pero qué cerradita de mollera eres a veces…», le dice Sara meneando la cabeza divertida.

Ruth pulsa el botón de llamada del ascensor y a continuación mira a Sara mordiéndose el labio. La engancha por la cintura del pantalón y la atrae hacia ella para besarla. Continúan besándose al entrar en la cabina. Ruth pulsa el botón de su piso casi sin mirar. Sara sonríe alborozada entre beso y beso ante el repentino ataque de pasión de su novia. «¿Ves? Es que no entiendo cómo Ali puede preferir a ese chico, por muy majo que sea, a esto —sentencia medio en broma medio en serio—. Si es que mira cómo me has puesto con cuatro besos —le dice introduciendo la mano de Sara bajo su pantalón». Sara abre mucho los ojos y sonríe con picardía. «Nena, a eso hay que ponerle remedio rápidamente…». Saca la mano y abre la puerta del ascensor que ya se ha detenido. Las dos salen con urgencia de él y con la misma urgencia entran en el piso con el único pensamiento de llegar a la cama cuanto antes.

La semana va pasando de forma agitada. Parece que todo el país esté pendiente de la ley de matrimonio gay o esa es la sensación que les da a Ruth y Sara cada vez que abren un periódico, ven el telediario mientras comen o Alicia las llama para contarles todo de lo que se va enterando. Después de la manifestación del Foro de la Familia, de las declaraciones de supuestos expertos en el Congreso, de que por todas partes proliferen los debates sobre el tema ambas están tan saturadas de oír hablar de lo mismo todo el rato que prefieren tumbarse en la cama a cometer todos los pecados que esa minoría tan ruidosa dice que cometen. O pasar las tardes con sus amigos por las calles de Chueca respirando el ambiente festivo sabiendo que si las cosas han llegado hasta ese punto ya no se detendrán.

Sin embargo a Ruth la certeza de que tras la manifestación el matrimonio se convertirá en una posibilidad real la llena de pavor. Porque si ya le cuesta creer en la pareja, mucho más le cuesta creer en la validez de un contrato firmado por dos personas que afirman querer pasar juntas el resto de su vida. Y porque en el fondo teme que esa posibilidad haga que Sara le proponga algo que nunca se ha planteado…

Aunque Ruth miente. Sí que lo ha hecho. Se lo planteó hace muchos años, cuando gays y lesbianas se manifestaban pidiendo una ley de parejas, cuando ella asistió a esas manifestaciones de la mano de Olga pensando que si lo conseguían serían de las primeras en convertirse en pareja de hecho. El matrimonio entonces les parecía algo inalcanzable. Pero Ruth pensaba en aquellos momentos que si cupiese la posibilidad, se casaría con Olga sin dudarlo. Llevaban más de cuatro años juntas, eran una pareja consolidada. Olga literalmente la arrancó de casa de sus padres con los diecinueve recién cumplidos. Le prometió un futuro juntas, le dijo que quería tenerla a su lado siempre, despertarse junto a ella cada mañana. Y durante cuatro largos años Ruth se rompió los cuernos sacando su carrera adelante, trabajando en lo que podía, asumiendo unas responsabilidades para las que no estaba preparada, viviendo una vida de pareja cuando su propia adolescencia aún estaba dando coletazos y rebelándose ante una extinción precoz. Y todo, ¿para qué? Para que Olga, unos meses después de esas manifestaciones por una ley de parejas que nunca se materializó pero a las que acudieron con ilusión y esperanza, decidiera repentinamente que se había cansado de tener a Ruth en su vida y la pusiera de patitas en la calle.

Nunca se ha cansado de darle vueltas a ese episodio de su pasado. Porque la gente siempre cree que exagera las pocas veces que cuenta que Olga la echó de su casa. Y no exagera en absoluto. Olga llenó dos maletas con su ropa y le ordenó que se largara. Ruth nunca olvidará su rostro sin expresión al decírselo. Cómo, en un solo segundo, pasó de ser para Ruth la persona de la que tan enamorada estaba a ser una completa desconocida que, sin compasión alguna, la expulsaba de ese piso cuyo alquiler las dos, no sólo Olga, habían pagado religiosamente mes tras mes. Cómo ese castillo cuyos muros Ruth creía construidos en sólida piedra resultaron ser de un frágil cristal que se rompió en miles de fragmentos en un solo instante. Ese instante en que sus miradas se cruzaron, la de Ruth incrédula, temerosa, anegada en lágrimas, la de Olga impasible, fría y cruel. «Vete de aquí», le dijo. Sin hablar nada, sin permitirle pedir explicaciones, sin argumentar su decisión en algún motivo por absurdo y endeble que fuese. Olvidando todo, los años que pasaron juntas, los esfuerzos de Ruth por estar siempre a la altura de las circunstancias, las cosas de las que tuvo que prescindir por Olga, sólo por permanecer a su lado. Nada de eso pareció importarle. Ella sólo quería una cosa. Que Ruth saliera de su vida. Y Ruth no tuvo más remedio que hacerlo.

Con el tiempo se enteraría de que el principal motivo de esa desalmada e inhumana ruptura fue que Olga había iniciado meses atrás su relación con Eva. Eva, la mujer con la que a día de hoy continua viviendo, con la que ha tenido una hija, con la que, muy probablemente, se acabará casando aunque Olga siempre haya defendido fehacientemente la ley de parejas como buena militante del GYLIS que es. De qué manera Olga, con la influencia de Eva o sin ella, pasó de ser la persona cariñosa y razonable que era al monstruo que la echó de su propia casa es algo que durante años ha atormentado a Ruth en sus noches de insomnio hasta que el paso de esos mismos años ha ido diluyendo el recuerdo y el dolor de las heridas. Pero las cicatrices que de ello quedaron vuelven a doler con los cambios de estación, con los factores externos, con el roce de una uña ajena que araña ahí dónde hubo tanto dolor y le recuerda el sufrimiento pasado. A veces vuelven a doler con la aparición de una mujer tan fascinante como lo era Olga. Y traen consigo el temor de que una misma historia pueda volver a repetirse en una suerte de devenir cíclico del que Ruth siempre ha estado huyendo desesperadamente.

Y ahora Pilar se descuelga diciendo que se casará con su novia en cuanto la burocracia se lo permita. Una novia a la que Ruth aún no ha podido conocer porque estaba ocupada afianzando una relación con una mujer que desde el principio amenazó con convertirse en alguien muy importante, quizá demasiado, en su vida. Y Ruth teme que si su relación con Sara continua, tal y como todo el mundo da por sentado, tal y como ella misma quiere aunque la asuste tanto reconocerlo en voz alta, llegue el momento en que su novia la ponga entre la espada y la pared y le pida, no ya que se case con ella, eso sería lo de menos, sino simplemente que vivan juntas. Una simple convivencia es motivo suficiente para que a Ruth le tiemblen las rodillas y sienta el impulso de salir corriendo. Quizá por eso se encuentra tan cómoda en una relación a distancia. Porque de ese modo sólo comparten los buenos momentos y después cada una se va a una casa diferente. En una ciudad diferente. Lo suficientemente lejos como para no hacerse daño sin querer.

El jueves por la noche se reúnen en casa los de siempre, Juan y Diego, Pilar, Sara, la propia Ruth y uno que no es de siempre pero que está ganando puntos para serlo, David. Se toman el hecho de que Ali salga en televisión como todo un acontecimiento. Han comprado cosas para beber y picar y un rato antes del comienzo Ruth se afana haciendo palomitas para todos. Le han estado enviando a Ali mensajes de ánimo al móvil durante toda la tarde. Aunque, la verdad, a Ruth este tipo de debates la cansan. Cada parte defiende su postura y nunca se llega a una conclusión y, mucho menos, a un acuerdo. Da igual dónde se desarrollen, si en un plató de televisión, en la oficina con las compañeras o en una cafetería, el resultado es siempre el mismo: impotencia por ambas partes al no haber convencido a su contraria porque cada una de ellas está convencida de tener la razón absoluta. Antes le gustaban, ahora la aburren. Porque ya sabe cuáles van a ser los argumentos expuestos por cada uno de los invitados, cuáles los ataques y las pullas, los insultos y las faltas de respeto. Y, siendo sincera, no cree que Ali esté en condiciones emocionales de hacerle frente a un hatajo de integristas católicos después de lo que pasó hace un mes con la última chica con la que estuvo saliendo.

Las voces de sus amigos llaman a Ruth desde el salón avisándola de que el programa está empezando. Ella sale de la cocina con un par de enormes boles llenos de palomitas recién hechas. Le tiende uno a Juan y se queda con el otro mientras se sienta en el brazo del sofá junto a Sara. Los seis miran atentamente hacia el televisor. La cabecera da paso a un breve reportaje acerca de la situación actual del colectivo gay con imágenes harto manidas: carrozas de manifestaciones pasadas, calles de Chueca y parejas gays cogidas de la mano mientras una voz en off narra brevemente los avances logrados en los últimos años que parecen a punto de culminar con la aprobación del matrimonio. En contraposición ofrecen otras imágenes de la manifestación del Foro de la Familia y del insigne experto que se llevó al Congreso para esgrimir las razones por las que tal ley no debería aprobarse. Al finalizar el pequeño reportaje, la cámara enfoca a la conductora del debate y, tras ella, aún en penumbra, a seis personas sentadas en sillas y enfrentadas en grupos de a tres. «¡Ahí está Ali!», exclama David alborozado reconociendo la silueta de su novia. Los focos iluminan a los participantes en el debate y la cámara los va enfocando según son presentados por la moderadora. A un lado un representante del dichoso foro familiar, un psicólogo —Ruth supone que de corte opusino— y una periodista conocida por sus radicales puntos de vista sobre gays y lesbianas. El bando rosa cuenta con la representación del presidente del GYLA, un polémico escritor de pública y notoria homosexualidad y Ali, a quien presentan como militante del GYLA, fundadora de la asociación lesbofeminista Chicas en acción y, además, como persona educada por una pareja de lesbianas. Los seis miran la pantalla expectantes.

Tras las primeras apreciaciones de la presentadora, el psicólogo, con el guión muy bien aprendido a juzgar por la cantidad de papeles que tiene entre manos, se lanza de lleno a su arenga en un tono pretendidamente conciliador: «La Academia Americana de Pediatría publicó hace un tiempo una declaración por la que apoyaba el derecho de homosexuales y lesbianas de adoptar a los hijos de su compañero, alegando que “los niños nacidos o adoptados por un miembro de una pareja del mismo sexo, merecen la seguridad de dos padres legalmente reconocidos”. Para justificar tal afirmación, la Academia afirmó que “un número suficiente de estudios sugiere que los hijos de padres homosexuales tienen las mismas ventajas y expectativas de salud, adaptación y desarrollo que los hijos de heterosexuales”». Ante este inicio, el bando rosa se mueve desconcertado en sus asientos, quizá preguntándose dónde asestará su oponente el primer golpe. Callan y miran al psicólogo con atención, el cual no se demora en demostrar la verdadera naturaleza de su postura: «Seguramente estos pediatras, con el fin de velar por la salud infantil, tomaron en consideración las ventajas de tener dos seguros de salud y dos ayudas sociales por fallecimiento del progenitor. Incluso, la pensión de alimentos y las visitas en caso de separación de la “pareja” —el respetable señor gesticula con cinismo haciendo comillas con los dedos—. Pero no está de más preguntarse cuál es el verdadero bienestar de un niño en estos casos. Porque, salvo que las cosas cambien, el interés del niño es el centro de toda ley de adopción, que aspira a darle lo más parecido al hogar que no conoció. Paradójicamente, la pareja de un hombre y una mujer unidos en matrimonio y viviendo con su progenie bajo el mismo techo, es decir, la familia tal como todos la entendemos y vivimos desde que el hombre es hombre, es sólo una alternativa más, producto de costumbres repetidas, y tan válida como cualquier otra “forma de organización de la vida íntima” —de nuevo las comillas con los dedos—. Pero veamos los hechos porque, lamentablemente, si no buscamos argumentos racionales que demuestren esta verdad que hasta hoy nadie dudaba, corremos el riesgo de parecer “intolerantes” —más comillas con los dedos y sonrisita diabólica. Ali y sus compañeros de debate murmuran entre ellos. El psicólogo continúa con su exposición sin preocuparse en fingir que no la está leyendo—: Dos son los argumentos que esgrimen los defensores de esta nueva acepción de “familia”: el primero, que es preferible para un niño abandonado vivir con una pareja homosexual que la acoja que no tener familia alguna. El segundo argumento es que denegar a las parejas homosexuales el derecho de adopción es una discriminación. Para responder a esta reclamación es necesario distinguir entre dos conceptos: el trato desigual y la discriminación. La discriminación sería un trato desigual no justificado. Así, por ejemplo, es acorde con los criterios de justicia el trato desigual de la ley cuando exige el pago de un impuesto de la renta proporcional a la riqueza del declarante. Del mismo modo, una persona de baja estatura no puede alegar discriminación al ser rechazada como jugador de baloncesto, azafata o policía, o una persona con problemas de visión, para puestos donde esa cualidad es relevante. En el caso que nos ocupa, la homosexualidad de los adoptantes es una característica relevante para la educación y desarrollo de un niño».

El presidente del GYLA intenta meter baza pero la moderadora lo calla con un gesto y vuelve a mirar hacia el psicólogo para que prosiga. «¿Y por qué resulta tan relevante? En primer lugar, porque, aunque son poco divulgados por “políticamente incorrectos” —las comillas vuelven a la carga mientras el bando gay esgrime unas sonrisas irónicas—, estudios científicos serios muestran que los niños de hogares homosexuales son cuatro veces más propensos a buscar su identidad sexual experimentando con conductas homosexuales —casualmente (o quizá no) esta sentencia coincide con un primer plano de Ali que no oculta su indignación—. Tomemos en cuenta otro dato: la tasa más alta de suicidio en Estados Unidos se produce entre los adolescentes con tendencias homosexuales. Conociendo las enormes presiones que derivarían de una identidad sexual confusa, permitir esa adopción equivaldría a colocar a esos niños, de por vida, una carga traumática con tal de reafirmar socialmente los derechos gays. En segundo lugar, está comprobada la mayor promiscuidad de las uniones homosexuales, que se rompen cuatro veces más que las heterosexuales. Imaginemos de nuevo las consecuencias sobre los niños, tan necesitados de estabilidad. ¿Cuántos padres o madres podría llegar a tener un solo niño?». Tanto Ali como el escritor y el presidente del GYLA tratan de pedir la palabra pero la presentadora, que ya ha dejado claro de qué parte está, les ruega que aguarden su turno y dejen terminar al psicólogo. «Asimismo —continua el agradecido ponente con una sonrisa hacia la moderadora—, para un buen desarrollo de su personalidad, los niños necesitan contar con modelos de identidad masculina y femenina. ¿Cómo podrán llegar a entender la complementariedad entre los sexos? ¿Cómo vivirán su propia sexualidad? Lo quieran o no, las uniones homosexuales serán siempre una minoría, y esos niños, por mucho que se les diga, nunca podrán sentirse iguales a los demás. ¿Encuentran ustedes una respuesta adecuada a la pregunta? “¿por qué mis amigos tienen papá y mamá?”, o bien “¿qué es una mamá?” —el hombre lanza una mirada retadora a sus oponentes—. En definitiva, los niños no pueden ser utilizados como instrumento para la reivindicación de los derechos de un grupo social, ni la adopción es una institución que pueda regirse por los criterios de la corrección política —hace una pequeña pausa antes de finalizar—. Sin embargo, hay cosas que no es justo negar: la dignidad humana que tiene todo homosexual como persona y la existencia de las uniones homosexuales en nuestra sociedad. Pero reconocer efectos en el derecho a una situación de hecho no implica identificarla con instituciones naturales y jurídicas como el matrimonio y la familia. También es cierto que no todo el colectivo homosexual exhibe su “orgullo gay” tratando de generalizar su modo de vida y extender la influencia de un comportamiento minoritario al resto de individuos. Pero los niños son las personas más vulnerables de nuestra sociedad, dignos de una protección y cuidado especiales. ¿Vamos a hipotecar su desarrollo por el avance de la agenda política de una minoría?».

Más ancho que largo y con una sonrisa de satisfacción que no le cabe en la cara se reclina en su asiento dando por terminada su intervención. Sus compañeros de ideología lo miran asintiendo con la cabeza y también sonríen. La presentadora mira hacia el bando contrario concediéndoles al fin la réplica. El presidente del GYLA echa un rápido vistazo a las notas que ha estado tomando y se dispone a hablar: «En primer lugar quisiera dejar clara una cosa. El informe que una de las organizaciones convocantes de la manifestación de hace unos días y que ustedes esgrimen tan orgullosos para advertir a la población del apocalipsis que se cernirá sobre el futuro de los niños de este país se ha elaborado con más de doscientos estudios realizados en todo el mundo. Muchos de ellos han sido sacados fuera de contexto puesto que originariamente eran favorables a la adopción por parte de parejas homosexuales. Otros muchos y esto ya lo digo yo, puesto que ustedes se lo callan, son estudios de asociaciones ultrarreligiosas de Estados Unidos que, por ejemplo, niegan la teoría de la evolución de Darwin por lo que su rigor científico resulta bastante dudoso. Del mismo modo, cabe recordar que los encargados de presentar dicho informe son profesores de universidades pertenecientes a la Asociación Católica de Propagandistas así como otras organizaciones de corte religioso. No está de más señalar que vivimos en un estado laico en el cual la iglesia católica no debería estar poniendo impedimentos a una ley con la que la mayoría de la población está de acuerdo ni, mucho menos, ejercer de inquisidores ni defensores de una moral que sólo es compartida por sus acólitos. Sus apreciaciones sobre la mayor promiscuidad homosexual voy a pasarlas por alto puesto que me parece una opinión tremendamente parcial y subjetiva, tan sólo decir que las señoras prostitutas no viven del aire y, como todos sabemos, su número es bastante elevado. En lo que sí debo darle la razón es en lo que se refiere al suicidio. Sí, es cierto, la tasa de suicidios entre adolescentes gays y lesbianas es trece veces superior a la registrada entre heterosexuales. Pero esto es debido a la homofobia que sufren en su entorno, no al hecho de ser homosexuales. En cuanto a las consecuencias que podrían derivarse del hecho de crecer en una familia homoparental, voy a cederle la palabra a mi compañera Alicia Martínez que podrá contar de primera mano que su educación en una familia de esas características no le ha supuesto ningún impedimento a su normal desarrollo».

David se sienta tan al borde de la silla que le falta poco para caerse al suelo. Inclina el cuerpo hacia la pantalla y cruza las manos bajo la barbilla dispuesto a escuchar. Antes de que Ali haya empezado a hablar, Ruth sabe, por la expresión de su cara, que la arenga del psicólogo le ha inflado el ánimo y se va a dejar llevar por su lado más visceral. Sabe que se alterará en su exposición y que eso es lo peor que puede hacer porque sus oponentes aprovecharán cualquier resquicio en su discurso para golpear donde más puede dolerle. Ali titubea antes de hablar, mira a sus compañeros, mira sus notas y, finalmente, comienza: «Miren, tengo diecinueve años, estudio una carrera universitaria, colaboro en varias asociaciones y, además, me gustan las mujeres. Cualquier examen psicológico o psiquiátrico al que pudiera someterme no encontraría ninguna deficiencia en mi desarrollo. Y sí, me he criado en una familia compuesta por una pareja de mujeres. Que mi sexualidad se haya encaminado hacia las personas de mi mismo sexo es un hecho totalmente circunstancial. Mis dos madres me han educado en el respeto y la tolerancia hacia todas las formas de familia. Nunca me empujaron hacia una sexualidad en concreto sino que me enseñaron que había diferentes opciones. Tampoco me faltaron referentes masculinos en mi educación por parte de abuelos, tíos, primos y demás familiares varones. Sé lo qué es un padre y una madre. Y para mí un padre o una madre son aquellas personas que inculcan a un niño una serie de valores morales y éticos, que le procuran un techo, una alimentación, un cuidado y una educación adecuada independientemente de que les unan unos lazos biológicos y sanguíneos. A diferencia de muchísimas parejas heterosexuales que traen hijos al mundo de un modo, digamos, “gratuito” o fortuito, cuando gays y lesbianas queremos tener hijos, sean biológicos o adoptados, nos supone un gran esfuerzo. Dicho esfuerzo nunca es producto de un capricho momentáneo sino de una sólida convicción en nuestra capacidad para educar y proporcionar amor a ese hijo o hija…». La breve pausa que hace Ali para mirar sus notas antes de proseguir, la periodista del lado contrario aprovecha para meter baza: «Todo eso queda muy bonito en la teoría pero en la práctica un niño con padres homosexuales sufrirá durante toda su infancia discriminación en la escuela y en todo su entorno cotidiano por esta causa. Y esa discriminación puede acabar creándole grandes secuelas psicológicas…», la mujer intenta continuar pero Ali la interrumpe elevando la voz. «Usted misma es la causante de esa discriminación en el mismo momento en que pronuncia esa frase. Usted es la que da por hecho que ser homosexual es un problema sin darse cuenta de que es precisamente usted quien lo crea. Usted será la que eduque a sus hijos en la intolerancia obligándoles implícitamente a discriminar a ese niño sólo porque tiene dos padres o dos madres o porque es hijo de madre soltera o por cualquier otra razón que a usted no le parezca “decente”», Ali hace las consabidas comillas tan utilizadas en el debate. La cara de David se crispa al ver a Ali exaltarse. En el salón de la casa de Ruth todos contienen el aliento. «¡Mis hijos están perfectamente educados! —salta la periodista—. Además, vosotros mismos decís la cantidad de suicidios que hay entre adolescentes que se creen homosexuales. Un hijo criado por dos hombres o por dos mujeres nunca estaría seguro de su sexualidad y podría escoger el camino equivocado y también podría querer suicidarse debido a toda la confusión que se le ha creado». Ruth lo sabía. Han metido la mano en una herida abierta. Los ojos de Ali están vidriosos y la furia tiñe su mirada. La ve tomar aire antes de hablar mucho más pausadamente, tratando de contener su ira. «Le voy a contar una historia. Hace un mes, una chica con la que estuve saliendo se suicidó. No era una adolescente, tenía veinticuatro años. Sus padres eran tan respetables y decentes como dicen serlo ustedes. Ultracatólicos y conservadores, como ustedes. Durante años estuvieron maltratando psicológicamente a su hija, insultándola, intentando curar una enfermedad que no es tal, persiguiéndola, anulándola como persona hasta que al final ella no pudo aguantar más y decidió que era preferible morir a seguir aguantando ese trato humillante de vejaciones y desprecios». Aunque intenta controlarse, Ali se va alterando más y más. David menea la cabeza con preocupación. El resto sigue conteniendo el aliento. «Sus padres, esos padres tan respetables y decentes, tan devotos de dios, ni siquiera se dignaron a asistir al entierro de su propia hija. Porque preferían una hija muerta antes que una hija lesbiana. Y según ustedes —el tono de voz de Ali ya es exageradamente alto— esos son padres más idóneos para un niño que una pareja de hombres o de mujeres que lo dan todo por tener un hijo. Según ustedes es preferible que unos padres vayan asesinando lentamente a sus hijos por ser homosexuales que dos personas cuyo único delito es quererse y tratar de formar una familia. Ustedes son los que con su hipocresía y falsa moral provocan la intolerancia y la discriminación. Nosotros lo único que hacemos es tratar de vivir nuestra vida».

Los ánimos en plató se han revolucionado durante el speech de Ali. Los invitados comienzan a hablar todos a la vez haciendo que no se entienda nada. Hábilmente la presentadora corta el debate y anuncia una pausa para la publicidad. En casa de Ruth todos estallan en exclamaciones. David saca su móvil e intenta llamar a Ali pero tiene el móvil apagado. «Sabía que pasaría esto —dice Ruth cabizbaja—. Esa gente sabe cómo hacer daño».

Dos días después todos acuden a la manifestación. El matrimonio gay ha sido aprobado y, por una vez, hay un motivo real de celebración. Ruth, Sara, Juan, Diego y Pilar se apostan en Cibeles, en la esquina del edificio de Correos, para ver pasar a las carrozas. A todos los inunda una extraña sensación. La certeza de vivir en un país que los ha dejado de considerar ciudadanos de segunda categoría, con las mismas obligaciones pero sin los mismos derechos. Ahora son, al menos ante la ley, iguales al resto. Ruth abraza a Sara desde atrás, apoyando la barbilla en su hombro. Su mirada es nostálgica aunque sus gafas de sol la oculten. Su cabeza recuerda manifestaciones pasadas, ilusiones extinguidas, momentos que cayeron en el olvido. La actitud de Juan parece ser similar a la suya. «Nunca creí que vería en la mani del orgullo un autobús de dos pisos representando al partido en el gobierno», le dice Juan a Ruth con una sonrisa. «Yo tampoco», replica Ruth. «Al menos no hasta que fuera muy, muy vieja». Sara gira la cabeza y la besa con ternura. «Pues lo estás viendo», le susurra al oído. «Lo sé», murmura Ruth volviendo a pasear la vista por la marea de gente.

Representantes de las comunidades autónomas, de organizaciones gays de todo el país, carrozas y autobuses y camiones de bares, discotecas y partidos políticos, todos van pasando por delante de ellos en un desfile sin fin. Ruth es la primera en avistar la carroza que el grupo de mujeres del GYLA tiene conjuntamente con un par de bares. David es quien conduce la cabeza tractora que arrastra una plataforma engalanada sobre la que bailan un nutrido grupo de mujeres. Ali va poniendo la música. Los cinco amigos la ven bailar y gritar al ritmo de las canciones. Ruth sonríe aliviada. Ve felicidad en sus ojos. Y en su sonrisa. Y piensa que por muy fácil que ella lo haya tenido, sigue teniendo mucho valor por luchar en lo que cree, por dar la cara cuando todavía hay tantos que se esconden, por haberse enamorado de un hombre en ese mundo al revés en el que viven sin que le importe lo que digan de ella.

Ruth abraza a Sara más fuertemente y suspira. «Es una chica estupenda, ¿verdad?», le susurra en el oído.