Ruth se ha quedado dormida apoyada en mi brazo. Con cuidado de nos despertarla la voy apartando poco a poco. Me incorporo y me siento en el borde de la cama. Hace horas que apagaron la caldera del edificio y un frío gélido me muerde la piel desnuda cuando emerjo de entre la calidez de las mantas. Me levanto y busco entre la maraña de ropa que hay sobre la silla algo con lo que cubrirme. Una vez vestida, agarro la cajetilla de tabaco de la mesilla y apago la luz de la lamparita. Salgo de la habitación para ir a sentarme en el sofá del salón. Enciendo el televisor y una gran variedad de programas de teletienda me saluda desde la pantalla. La dejo encendida pero sin volumen. Me recuesto en el sofá con aire dubitativo y un pequeño suspiro se me escapa. La cajetilla de tabaco da vueltas en mi mano.
Han pasado tres meses y la incertidumbre continúa sobrevolándome.
Tengo una relación. O, al menos, eso es lo que supone todo el mundo que nos ve a Ruth y a mí desde fuera. Sin embargo siento que no todo es tan diáfano como pueda parecer. Porque Ruth se niega a ponerle un nombre a lo que tiene conmigo. Soy su amiga. No su novia ni su pareja ni su compañera. Su amiga. Sólo su amiga. Y a veces deja caer, así, como quien no quiere la cosa, que las dos somos libres de tener otras amigas. No sé qué es lo que hará en Madrid cuando no está conmigo. Lo único que sé es que desde hace tres meses no ha habido un solo fin de semana que no hayamos estado juntas. Lo único que yo sé es que todos los días hablamos un par de horas por teléfono. Lo único que yo sé es que, en el mundo real, a eso se le suele llamar tener una relación. Pero Ruth prefiere no moverse entre los parámetros del mundo real. Esquiva cualquier conversación que implique ponerle un nombre a los hechos. A los sentimientos. Sentencia tajantemente que ella prefiere vivir el momento. Con eso lo soluciona todo.
A veces me resulta agotador. Quizá para otra esta situación sería la más idónea. No así para mí. Esto hace tiempo que dejó de ser un juego, un agradable coqueteo con la única finalidad de pasarlo bien. Yo necesito saber qué es lo que tengo, qué es lo que hay ahora. Sobre todo cuando veo que lo que tengo está pidiendo a gritos que se lo denomine como lo que es. Una pareja. Una pareja que se añora entre semana porque cada una vive en una ciudad distinta y ambas están separadas por tantos kilómetros como veces ellas se echan de menos al cabo del día. Una pareja que apenas duerme durante esos fines de semana juntas para poder apurar los minutos y poder asirse a ellos durante los interminables días que les quedan para volverse a ver. Una pareja que se quiere. Pero que nunca lo dice en voz alta.
Ruth no habla nunca de sentimientos. Aunque los demuestre sin darse cuenta. Nunca dice que me echa de menos. Pero me llama cada vez más sólo para contarme algo que le ha ocurrido, por absurdo que sea. Nunca dice que me quiere. Pero a solas derrocha conmigo toda esa dulzura de la que reniega ante los demás. Ruth no me presenta a nadie como su pareja. Pero hace planes conmigo, le habla de mí a toda la gente que conoce, se le ilumina el rostro en cada reencuentro de viernes por la tarde y se pone triste en cada despedida de domingo por la noche.
Y yo necesito saber, necesito nombrar las cosas, necesito escuchar palabras de sus labios. No siempre me basta con los hechos. No me basta con mis propias conclusiones.
Abro la cajetilla de tabaco, saco un cigarrillo y lo enciendo. Exhalo el humo subiendo las piernas al sofá, pegándolas a mi pecho, abrazándome a ellas. Qué fácil sería todo si no estuviéramos tan empeñadas en complicarlo con gilipolleces.
¿Acaso Ruth se cree que es la única que tiene miedo? ¿Acaso piensa que sólo a ella le han hecho daño? Todas nos ponemos corazas. Y más cuando cruzas la barrera de cierta edad con una larga lista de desengaños a tus espaldas. Yo también tengo miedo. Yo también me he atrincherado tras la comodidad de no dar nada por sentado. De no hablar de lo que ocurre. Pero mi miedo es doble. Por un lado es miedo a volver a sufrir, a dejar expuestos mis sentimientos ante alguien que pueda pisotearlos, a volverme vulnerable y acabar herida. Por otro es el miedo a perderla lo que me hace tener la boca cerrada. El miedo de que si le exijo algo a lo que no parece estar dispuesta, ella desaparezca de mi vida. También es culpa mía. El miedo me vuelve cobarde. Y la cobardía me hace tener aún más miedo.
Aplasto el cigarrillo en el cenicero y apago la televisión. Voy a la cocina a beber un poco de agua y regreso a mi habitación. Me meto en la cama y me tumbo en mi lado. El cuerpo de Ruth busca el mío, su pecho se pega a mi espalda, sus piernas se entrelazan con las mías, su mano repta por mi vientre en la inconsciencia de su sueño. Encuentra la mía y la aferra satisfecha. Sólo entonces deja de moverse.
Yo me quedo escuchando el silencio, roto un rato después por el sonido de la puerta del piso abriéndose. Sofía llegando de juerga una noche de sábado más. El tono grave de una voz masculina me informa que no viene sola. Oigo sus risas sofocadas y luego la puerta de su habitación cerrándose. Trato de volver a dormirme albergando el firme propósito de hablar con Ruth mañana. Y si sale corriendo, mala suerte.
Ella es la primera en despertarse a la mañana siguiente. Y lo hace juguetona, despertándome a mí a base de besos y cosquillas. Intento hacerme la remolona. Fingiéndome más dormida de lo que en realidad estoy. Le pido que me deje un rato más mordiendo las palabras, gimiendo de sueño. Nada que hacer, Ruth es inasequible al desaliento. Mi negativa le sirve de acicate para redoblar sus esfuerzos por despertarme. Acabo accediendo. Abro los ojos y le doy un beso de buenos días.
—Venga, te invito a desayunar fuera —me dice con sus enormes ojos de dibujo manga haciendo chiribitas.
—Necesito darme una ducha antes —farfullo notando que estoy más cansada de lo que pensaba.
—Venga, va. Me voy vistiendo.
Da un brinco y se levanta de la cama. Corretea desnuda por la habitación en busca de su ropa. Mientras tanto yo me arrastro hasta el cuarto de baño a darme una ducha rápida sin mojarme la cabeza. Cuando salgo Ruth ya está vestida, sentada en el sofá del salón, fumando un cigarrillo y hojeando una revista. Levanta la cabeza al verme y con señas me dice que me acerque. Al hacerlo trata de arrebatarme la toalla. Reacciono a tiempo y me zafo de ella riéndome. Me meto en mi habitación y unos minutos después salgo ya vestida.
—Cuando quieras —le digo.
Se levanta del sofá y ambas nos encaminamos a la puerta. En el ascensor se pone a buscar las gafas de sol en el bolso y se las pone antes de salir del portal. Su mano busca la mía cuando pisamos por fin la calle.
—¿Vamos a ese al que me llevaste la última vez? —me pregunta.
—¿Al Nakupenda? —pregunto yo.
—Ese mismo —asiente dándome un beso.
La miro y lamento no haber cogido las gafas de sol yo también. Sé que el miedo está tiñendo mi mirada y no quiero que se me note. Según callejeamos hacia el café los nervios se me van agarrando al estómago. Apenas hablo. Ruth no se da cuenta o finge que no lo hace. Se comporta con total naturalidad. Se detiene a comprar el periódico en un kiosco, habla de banalidades mientras yo la escucho en silencio y voy buscando en mi cabeza las palabras adecuadas para lo que le quiero decir. Llegamos al Nakupenda y nos acomodamos en una mesa. Ruth le pide a la camarera un café con leche, un zumo de naranja y una tostada. Yo sólo pido un té americano. Ruth hojea el periódico mientras esperamos que nos sirvan. Enciendo un cigarro y le echo un vistazo desganado al suplemento dominical.
No hablo enseguida. Espero a que Ruth acabe de comer y se encienda un cigarrillo con el que acompañar los últimos sorbos de café. Absorta en su propia felicidad hasta ese momento, tras dar la primera calada se percata de la expresión de mi rostro. El suyo cambia automáticamente, convirtiéndose en una mueca de contrariedad.
—Quiero hablar contigo —es lo único que le digo antes de que a ella le dé tiempo a abrir la boca.
Entonces la contrariedad se convierte en una expresión de pánico. Y me sorprende ver eso en Ruth. Es la expresión del que tiene miedo de perder algo muy querido, del que no se lo espera porque no había pensado que pudiera perderlo.
—¿Hablar de qué? —pregunta titubeante.
—De ti y de mí —respondo—. De nosotras.
El pánico da paso a una expresión de hastío. Cierra el periódico con desgana y aplasta el cigarrillo en el cenicero. Antes de que yo haya podido hablar de nuevo se ha encendido otro.
La semana pasada, cuando estuve en Madrid, cenamos la noche del sábado con Pilar. Venía de pasar la tarde con Pitu, su novia. Esa novia que ni siquiera Ruth conoce porque trabaja tanto y con horarios tan dispares que ha sido prácticamente imposible coincidir. Cuando conocí a Pilar acababa de empezar con ella. Desde entonces, en cada visita que he hecho a Ruth y hemos quedado con Pilar, la veía más y más contenta, más y más feliz. Se deshacía en halagos con su novia. Era la viva imagen de una enamorada. Si tenía dudas acerca de su relación apenas las transmitía. Durante la cena su actitud no había cambiado. Seguía hablándonos de Pitu con esa inequívoca mirada de quien piensa que ha encontrado algo extraordinario. Picada por la curiosidad le pedí que me contara cómo se habían conocido.
—Pues mira, fue muy típico. Habían abierto un nuevo bar de chicas y fui allí con unas amigas. Y una de mis amigas conocía a una de las suyas así que nos juntamos todas. Y ella y yo nos pusimos a hablar. Y, ya sabes lo que pasa, hablas y hablas y vas coqueteando y te vas insinuando. Entonces ella me cortó y me dijo: «Mira, antes de que sigas te voy a advertir: soy seca y con mala leche, aburrida y simple y la verdad es que no mucho más». Yo me eché a reír. Era tan real… —Pilar suspiró con una sonrisa de felicidad—. En un momento en que cualquiera se hubiera adornado para venderse lo mejor posible ella se mostraba tal cual era…
Psicología inversa, pensé yo, cuenta lo peor de ti para que la gente se sorprenda cuando descubra lo bueno que guardas.
—¿Y tú qué le dijiste? —le pregunté.
—¿Qué le dije? Pues nada, que me parecía bien y que me encantaría que nos aburriéramos juntas… —me dijo haciendo un guiño de complicidad.
Sonreí y miré a Ruth por el rabillo del ojo. Ajena a nosotras y nuestra conversación, estaba ocupada leyendo y contestando mensajes en su móvil. Pilar y yo cruzamos la mirada y ella hizo un gesto de solidaridad comprendiendo cuán difíciles pueden ser las cosas con alguien como Ruth, que siempre prefiere no darse por aludida cuando todas las miradas la señalan.
—¿De nosotras? —repite Ruth devolviéndome al presente—. ¿Qué pasa con nosotras? —pregunta con un leve tinte agresivo en la voz.
—¿Cómo que qué pasa? —le digo yo en el mismo tono—. Pues mira, para empezar me gustaría saber qué coño estoy haciendo contigo.
—Pues mira —comienza con una mueca burlona—, ahora mismo estás desayunando conmigo.
Claro. Desayunando. Ruth y su implacable ironía. ¿De qué otro modo si no podría contestar ella cuando se encuentra acorralada?
—No me vengas con tus sarcasmos, Ruth. ¿Qué estamos haciendo? ¿Qué somos? Mira, quizá para ti esta situación sea la hostia de cómoda pero a mí me empieza a quemar. Quiero saber qué coño pinto en tu vida. Que me digas si soy un pasatiempo o qué. Quiero que dejes de decirme que somos amigas y que las dos podemos tener más «amigas» —digo con acritud haciendo comillas con los dedos. Luego tomo aire profundamente y le suelto—: Quiero que dejes de decir que vienes a Barcelona porque tienes una reunión de trabajo porque las dos sabemos que eso no es cierto. Quiero que me digas que vienes porque necesitas verme.
Esto último pilla por sorpresa a Ruth. Sus ojos transmiten todo el desconcierto que mi sentencia le ha causado. Su barbilla tiembla ligeramente y comienza a tartamudear cuando trata de llevarme la contraria.
—Pe… pero… cómo dices que no es cierto… Sí que tengo reuniones, te lo he dicho mu…
—Ruth —la interrumpo tajantemente—, tus reuniones aquí son tan ciertas como lo son las mías en Madrid… —suspiro exasperada—. ¡Por favor, Ruth, no me fastidies! Al principio podía colar pero después de tres meses ya no. Qué casualidad que las reuniones son siempre en viernes, ¿no? Y que el viernes que no las tienes tú aquí las tenga yo allí… Sí, muy creíble… —Ruth desvía la mirada de mí visiblemente incómoda—. ¡Joder! —exclamo—. ¿Tanto te cuesta admitir que vienes sólo para verme?
Retorna la vista hacia mí. Me mira fijamente. Poco a poco se va dibujando en sus labios media sonrisa burlona.
—Así que lo de tus reuniones no era cierto…
—¡Pufff…! —exclamo exasperada escondiendo la cabeza en las manos para que no me vea reírme de lo absurdo de la situación—. ¡Por dios, Ruth! Soy una puta administrativa, ¿qué pinto yo en una reunión? Es más, ¿qué clase de reuniones crees que puede tener una editorial jurídica? —digo ya al borde de la carcajada—. No me digas que te lo has creído en algún momento…
Ruth menea la cabeza negativamente y con una tímida sonrisa mientras juega distraída con el azucarillo vacío de su café, la mirada perdida en un punto inconcluso de la mesa.
—Entonces —comienza en un tono calmado y monocorde, todavía sin mirarme—, ¿qué es lo que quieres saber? ¿Si somos una pareja? ¿Si te quiero? ¿Si quiero seguir contigo?
—Pues sí, mira, eso estaría bien —hago una pausa—. Entiéndeme, Ruth, hay momentos en los que tengo la sensación de que vas a salir corriendo.
—No llegaría muy lejos —dice riendo—. Fumo demasiado, me ahogaría enseguida y tendría que parar…
—Ruth… —la reprendo.
—Vale, vale —deja el azucarillo, se remueve en su asiento y coloca la espalda contra el respaldo de la silla en una postura correcta y formal que le permite mirarme de frente, directamente a los ojos—. Mira, Sara, hay cosas que hablan por sí solas. Si siempre has sabido que mis reuniones eran mentira… No creo que haya mucha gente a la que le apetezca cruzarse medio país cada dos semanas sólo por pura diversión… Quiero decir, ¿tanta falta te hace ponerle un nombre a lo que ocurre entre nosotras? —pregunta con un cierto tono de hastío.
—Pues sí —le digo categóricamente interrumpiendo lo que fuera a decir a continuación. Ruth aprovecha para tomar aire. El tono de su voz suena sincero. Pero la conozco lo suficiente como para saber que es muy buena imprimiendo convicción a unas palabras que no siente. Al fin y al cabo, es a lo que se dedica. A vender ilusiones.
—Sara, no quiero jugar con las ilusiones de nadie —dice a continuación como si hubiera podido leer mis pensamientos—, y menos con las tuyas. Lo que has visto en todo este tiempo es lo que hay. Soy así. No me gusta albergar esperanzas. Hacerme ilusiones con algo o con alguien es abonar el terreno para la decepción. Y eso es algo a lo que no estoy dispuesta…
—Ruth, no desvíes el tema —la corto—. Es más, ¿qué coño te crees? ¿Qué a las demás nos gusta llevarnos desilusiones? Pues mira, no. Las demás nos acojonamos tanto como tú cuando conocemos a alguien. Pero le echamos un par de ovarios y tiramos para adelante. Nos arriesgamos. Peleamos por lo que queremos.
—Yo también…
—¡Y una mierda! Si de ti dependiera seguirías en este plan hasta no se sabe cuándo. No hablarías. No pondrías las cartas encima de la mesa. Te limitarías a ver pasar el tiempo sin decir esta boca es mía…
—¡Muy bien, Sara, tú ganas! —me interrumpe haciendo que regrese a su voz el tono beligerante de hace un rato—. Somos una pareja, eres mi novia y yo soy la tuya. ¿Qué más quieres? ¿Una petición formal de matrimonio?
—Eso no, Ruth, bonita, aún no han aprobado la ley… —le respondo utilizando su misma ironía—. Pero de momento me conformaré con saber que me consideras algo más que una amiga con la que te acuestas. Y a la que te mueres por ver cada fin de semana… —añado burlona.
Se echa a reír y me lanza a la cara el azucarillo hecho una pelotita. La acompaño en las risas. Pero noto que evita mirarme. Ahora tiene los ojos fijos en las punteras de sus zapatillas.
—Ruth… —la llamo. Ella me mira. Las cejas alzadas le infieren a su rostro un aura de indefensión—. ¿Tan difícil ha sido?
Menea la cabeza con un movimiento ambiguo. Exhala un suspiro que se mezcla con una risa resignada. Un momento después recupera la compostura, se vuelve a colocar en su asiento y se enciende un cigarrillo. La conversación ha terminado para ella.
—Bueno, ya está. Todo aclarado. ¿Por qué no pagamos esto y nos vamos a dar una vuelta?
Tras un paseo por el puerto regresamos a mi casa para comer. Cuando llegamos Sofía ya está despierta aunque no precisamente activa. Su pequeño cuerpo está hecho un ovillo sobre el sofá mientras mira con cara de pocos amigos un programa del corazón. Al oírnos entrar levanta la vista hacia nosotras y sonríe.
—¡Ey, tortolitas! ¿Qué tal? ¿Venís de dar una vuelta?
—Algo así —contesta Ruth crípticamente al tiempo que se quita el abrigo y lo deja sobre una silla. Sofía y yo nos miramos cómplices sin que Ruth se percate.
—Por tu postura y vestimenta supongo que comerás en casa —le digo a Sofía—. Pensábamos pedir comida china, ¿te apuntas?
Sofía hace como que se lo piensa pero sé que aceptará. Le encanta todo lo que implique no cocinar.
—Venga, vale, guay —dice incorporándose.
El móvil de Ruth suena desde el interior de su bolso. Lo coge y responde con un alegre «Hola, Juan». Acto seguido se escabulle a mi cuarto para hablar a solas. Sofía se levanta del sofá.
—Voy a mirar los folletos —anuncia dirigiéndose a la cocina. Yo la sigo.
Ya en la cocina Sofía despega los imanes de la nevera para coger los muchos folletos de comida a domicilio que vamos colgando en la puerta. Se vuelve hacia mí estudiándolos con atención.
—A ver… Este no, que parece que hagan los rollitos con el sobaco —dice dejando uno sobre la mesa de la cocina. Yo la miro fijamente esperando a que levante la vista. Cuando por fin lo hace, se me queda mirando extrañada—. ¿Qué? —dice estridentemente extrañada.
—He hablado con Ruth —anuncio. Su semblante cambia a la curiosidad más absoluta.
—¿Sí? ¿Y qué te ha dicho? —me pregunta abriendo mucho los ojos.
—Pues bueno, después de ponerse a la defensiva, soltar una sarta de ironías y verse acorralada —sonrío—, al fin ha admitido que sí, que somos una pareja…
Sofía se echa a reír y me da un golpe en el hombro.
—¡Muy bien, chica…! Aunque no sé si darte la enhorabuena o el pésame… ¡Ya tienes novia formal…! Con todo lo que eso conlleva… ¡Pufff! —dice agitando una mano.
—¡Qué boba eres, tía! —exclamo divertida.
Ruth hace acto de presencia en la cocina.
—¿Habéis pedido ya? —pregunta mirándonos a una y otra alternativamente. Ambas negamos con la cabeza.
—Aún no, ¿alguna preferencia? —le pregunto.
—No —responde Ruth dándome un beso en la mejilla y acercándose a la nevera para sacar una cerveza—. Lo que queráis. Me gusta todo.
—Por cierto, Sofía, cambiando de tema —digo volviendo la mirada a mi compañera—. Tengo entendido que anoche volviste a triunfar…
A Sofía casi se le salen los ojos de las órbitas. Su rostro va cambiando de tonalidad hasta alcanzar un rojo intenso.
—No me oiríais, ¿verdad? —nos mira a ambas alternativamente. Ruth menea la cabeza con despreocupación dándole un sorbo a la cerveza—. ¿Y tú?
—Yo me estaba quedando dormida —miento con una sonrisa en los labios—. Sólo os oí llegar. Pero vamos, que una ya está acostumbrada a tus ligues… Por cierto, ¿dónde está? ¿Sigue durmiendo o ya le has echado?
—No, se fue en cuanto se hizo de día —declara resuelta, habiendo recuperado ya su color habitual—. Bueno, vamos a pedir. Voy a por el móvil.
Sofía sale de la cocina apuradamente. Ruth y yo nos echamos a reír.
La tarde transcurre con esa fatídica sensación de que el tiempo se acaba. Comemos y luego tomamos café mientras vemos una película en el dvd. Apenas hablamos. Sofía se queda dormida a nuestro lado en el sofá. Ruth también está somnolienta pero aguanta despierta hasta el final de la película. Cuando aparecen los títulos de crédito en pantalla, respira hondamente. Me coge la mano con delicadeza, entrelazando mis dedos con los suyos, aferrándolos con fuerza. Mira nuestras manos unidas y las levanta para acercarlas a sus labios y besar la mía. Luego gira la cabeza y me da un beso largo y contenido. Resignado.
—Bueno, habrá que ir pensando en recoger el campamento…
Yo sólo asiento con la cabeza. Ella vuelve a tomar aire y se levanta del sofá resuelta. Se dirige a mi habitación. Yo me quedo sentada en el sofá viendo pasar los títulos de crédito hasta el final. Estoy sacando el disco del reproductor cuando Ruth sale de mi habitación con su bolsa de viaje en la mano. Nos miramos con tristeza. Casi con angustia. De nuevo comienza la espera. Sofía ameniza la escena con unos leves ronquidos que nos hacen esbozar una sonrisa.
—Te acompaño a coger el taxi —le digo a Ruth cuando la veo ponerse el abrigo. Cojo mi chaqueta de lana y me la pongo. Ruth mira a Sofía con sorna.
—Despídeme de ella. Dile que me daba palo despertarla.
—Vale, tranquila —le digo riéndome.
Salimos del piso y bajamos en el ascensor en completo silencio. Nos miramos con las cabezas gachas. Nos sonreímos sin ganas. El portal está en penumbra cuando llegamos a él. Me acerco al interruptor de la luz pero Ruth me detiene atrayéndome hacia ella. Deja caer la bolsa al suelo. Me abraza con fuerza, con mucha fuerza. Luego me besa casi con desesperación, dejándome sin aliento. Al separarnos me mira a los ojos. La luz que ilumina el portal, la luz mortecina de las farolas de la calle, resulta insuficiente para afirmarlo con seguridad pero diría que Ruth tiene los ojos brillantes. Parece que va a decir algo. Pero también parece que se arrepiente cuando las palabras estaban comenzando a surgir de su garganta. Sonríe para restarle importancia al momento.
—Venga, vamos fuera.
Recoge la bolsa del suelo y salimos del portal. Ruth mira hacia la calzada con una despreocupación fingida. Yo me mantengo detrás de ella. Consciente de que es lo mejor. No creo que en este momento me permitiera cerciorarme de que ha estado a punto de llorar. Me cruzo de brazos y encojo los hombros para protegerme del frío. La veo alzar la mano para llamar la atención de un taxi. Cuando el auto se para frente a nosotras se gira hacia mí y me da un nuevo abrazo, mucho menos emotivo que el de antes, y un breve beso en los labios.
—Te llamo en cuanto llegue, ¿vale? —me dice antes de darme un último beso. Asiento con la cabeza.
Abre la portezuela del taxi y me dirige una última mirada acompañada de una sonrisa. Luego cierra la puerta y el coche comienza a alejarse. Yo observo cómo se aleja dando unos pocos pasos por la acera, despojada de todo el bienestar de los últimos dos días, anhelando que vuelva a ser viernes por la tarde. Confiando en que la conversación de esta mañana haga que las cosas sean más fáciles.