Ese viernes, un día después del desencuentro con Lola, Sara vuelve a quedarse a dormir en casa de Ruth decidida a concentrar su atención y su esfuerzo en averiguar qué es lo que pasa con su novia. Pero Ruth sigue encerrada en su mutismo aunque lo disfrace de un casual cansancio. Se acuestan antes de la medianoche. En la cama no se rozan ni se buscan. Cada una se refugia en un extremo de la cama hasta quedarse dormida. Si a lo largo de la noche sus cuerpos llegan a tocarse es porque no pueden controlarlo, no porque lo quieran.
A la mañana siguiente Sara escucha a Ruth levantarse a una hora más temprana de lo que es habitual en ella un sábado. La oye ducharse. Más tarde, a través de la nebulosa de un sueño pesado del que no se siente con fuerzas de despertar, la ve en el dormitorio vistiéndose. Luego sale del piso cerrando la puerta con cuidado. Poco después o puede que mucho, el sopor de Sara le impide discernirlo, regresa. A los pocos minutos le llega un aroma a café recién hecho que le despierta el apetito. Venciendo su propia pereza, se levanta de la cama y aparece en el salón. Ruth está sentada en el sofá leyendo el periódico y desayunando. Por inercia se acerca a ella a darle un beso de buenos días. Ruth se lo devuelve, distraída y ausente, y continúa leyendo. Sara suspira levemente y se mete en el baño para darse ella también una ducha.
Al salir y dirigirse al dormitorio para vestirse puede comprobar que Ruth no ha cambiado de postura. Sigue con la mirada fija en el periódico, sigue bebiendo café a sorbos. La única diferencia es que ahora está fumando un cigarrillo. Sara sacude la cabeza, entra en la habitación y se sienta en el borde de la cama con la toalla húmeda aún enrollada en su cuerpo. Agacha la cabeza y se mira pensativa los dedos de los pies. Se siente impotente, atrapada en un bucle que se repite sin fin. Una parte de ella trata de convencerla de que no está sucediendo nada anormal. Ruth está un poco rara, sí, de acuerdo. Pero todo el mundo tiene malas rachas. Ella no le ha dado ninguna explicación acerca del encuentro con Lola y eso quizá la pueda haber molestado. Pero la otra parte le recuerda que Ruth tampoco ha abierto la boca. Ni le ha preguntado de qué conoce a esa chica ni le ha contado que ella misma también la conoce. Las dos están ocultando algo. Y ninguna de las dos está cumpliendo la promesa que se hicieron de hablar de lo que les pudiera ocasionar problemas. Sara está cansada de ser siempre la que tira de un carro tan pesado mientras la otra mula se niega a moverse. Es agotador.
Se levanta de la cama y comienza a vestirse. Se dice a sí misma que hará un último intento, que le concederá a Ruth por última vez el beneplácito de la duda. No cree que pueda aguantar más. El dolor de perderla de nuevo se está transformando en hastío, en desencanto. Y empieza a dudar de que merezca la pena seguir intentándolo. Pero lo hará. Sara es de las que lo intenta hasta el final. Hasta el límite de sus fuerzas.
Ya vestida sale de nuevo al salón. Se sienta al lado de Ruth y se recuesta sobre su hombro. Ella la acoge mecánicamente, sin levantar la vista de la lectura.
—¿Quieres que prepare algo especial para comer? —le pregunta al cabo de un momento.
—Como quieras, nena —musita su novia.
—¿Hago una paella?
Ruth levanta la cabeza y la mira como si hubiera dicho una tontería.
—¿Y dónde la vas a hacer si no tengo paellera? —le pregunta con sorna.
—¿No tienes nada dónde pueda hacerla?
—No —se ríe y vuelve a mirar el periódico—. No te compliques, Sara. Haz cualquier cosa. O si lo prefieres salimos a comer fuera.
—Pero me apetece cocinar —protesta con fastidio.
—Pues haz otra cosa. No sé, pasta o algo así…
—Pasta o algo así —repite Sara por lo bajo con acritud y burla. Se levanta del sofá—. Voy a bajar a la calle a comprar, a ver si así se me ocurre algo… —le anuncia.
—Vale…
Sara se pone una cazadora y sale del piso. Se acerca a un supermercado cercano por cuyos pasillos deambula un buen rato sin acabar de decidirse por una comida en especial. Va echando en la cesta algunos artículos absurdos por innecesarios o por excesivamente caros. Y podría seguir así indefinidamente si no fuera porque cuando va a doblar una esquina para dirigirse al pasillo contiguo se topa con su reflejo deformado en uno de esos espejos redondos que se colocan para vigilar a los clientes. Se mira a sí misma durante unos momentos sin reconocerse. Y con la mirada clavada en ese espejo nota cómo algo se revuelve dentro de ella. Un conato de ataque de ansiedad se apodera de su pecho. Su respiración se acelera mientras Sara se pregunta a sí misma qué le está pasando. Deja la cesta en el suelo, junto a los estantes, y sale del supermercado sin comprar nada.
Regresa al piso apurada. Entra en él sin hacer ruido. Desde la puerta de la cocina observa a Ruth en el salón. Ha cambiado el sofá y el periódico por la silla y el ordenador. Contempla la pantalla totalmente absorta. Sara la mira, todavía calmando su respiración apurada, y siente que sus ojos se abren por primera vez en meses. Observa a su novia sentada impertérrita frente al ordenador, ajena a cualquier cosa que no sea ella misma y Sara entonces se pregunta qué hace allí. Es absurdo continuar esperando que las cosas vuelvan a ir como al principio. Esa relación nunca va a funcionar. Ruth no va a cambiar. O puede que algún día lo haga, cuando no le quede más remedio, pero ella ya no quiere esperar a que llegue ese día porque no tiene garantías. Ni confía en ella. Ha perdido demasiado tiempo ya. Ha luchado y peleado. Ruth pareció querer luchar y pelear hace unas semanas pero ahora ha vuelto a su rincón del ring y se niega a moverse. Y Sara está en medio del cuadrilátero, esperando, dispuesta a dejarse la piel en un combate que ya poco importa quién gane porque es la realidad la que está venciendo por K. O. técnico. La realidad que, en ese momento, al fin, después de todo el tiempo que ha pasado, le está haciendo ver a Sara lo que realmente ocurre. Que Ruth no sabe lo que quiere, que nunca la querrá lo suficiente, que si siguen juntas continuarán indefinidamente en esa montaña rusa emocional en la que están montadas y que las marea un poco más a cada vuelta. Y se da cuenta también de que hablarlo no serviría para nada. Sólo para prolongar la agonía. Hablarlo podría ser una solución temporal pero poco después Ruth volvería a las andadas, a sus miedos, a su mutismo, a su parálisis. Ruth no puede mantener una relación. En el fondo no es más que una cría que ni sabe lo que quiere ni lo que no quiere. Seguir a su lado es estar indefinidamente expuesta a sus cambios de humor, a ser lo más importante para ella en un momento dado y un estorbo al siguiente, es seguir viviendo a su lado con miedo, con una incertidumbre demasiado confusa como para poder afrontarla. Dejarla es la única opción posible. Dejarla, alejarse de ella, no enredarse en promesas de felicidad inconclusas que sólo prolongan la agonía de saber que el final llegará más pronto que tarde.
Y tal vez dejarla sea lo que su autoestima necesita. En pocas ocasiones ella ha dejado las relaciones. Siempre ha luchado hasta el final, agotando las posibilidades, su propia paciencia y casi poniendo en juego su salud mental. Y ya no puede más. Tomar la decisión de dejar a Ruth es la única forma en la que puede conseguir desengancharse de ella y volver a tomar las riendas de su vida.
Se sorprende de verlo tan claro. Se sorprende de no sentir ese dolor desgarrado que la asoló cuando Ruth la dejó la primera vez. El dolor que ahora nota en su pecho es distinto. Es enorme, inmenso, pero necesario. Y tiene que vencerlo si quiere que las cosas cambien. Sobreponerse a ese dolor. No hacerle caso. Obviar todo lo que siente por Ruth. Por muy enamorada que esté de ella nunca será feliz a su lado. Es en esa convicción en la que tiene que concentrarse. Dejar a Ruth y alejarse de ella. Con decisión, sin pensar en la posibilidad de volver atrás. Esta vez no habrá otra oportunidad.
Cruza el salón en dirección al dormitorio. Al pasar junto a Ruth ella deja caer un «¿ya estás aquí?» dubitativo que ni espera ni obtiene respuesta. En la habitación Sara coge su mochila y comienza a guardar su ropa y sus cosas dentro de ella. Con calma y tranquilidad, con la mente clara y el pulso firme. Luego entra al baño con la mochila al hombro. Va a coger el cepillo de dientes pero su mano se queda a medio camino. No le importa el cepillo de dientes. No quiere llevárselo. No lo necesita. Puede comprar los que quiera. Pero deja la mochila entre sus piernas y se lava la cara con agua fría. Para darse fuerzas, para asegurarse de que todo es real. Se seca la cara y vuelve a colocarse la mochila al hombro. Y justo cuando va a salir se topa con Ruth que estaba a punto de entrar también al baño.
—¿Qué haces? ¿Te vas? —pregunta extrañada—. ¿No ibas a hacer la comida?
—Sí, me voy.
Se miran a los ojos. Sara esperando que Ruth comprenda lo que está ocurriendo. Ruth sin acabar de entenderlo. Frunce las cejas en un gesto interrogante.
—Te dejo, Ruth —anuncia Sara. Y a continuación la hace a un lado para poder salir del baño.
Ruth, estupefacta y con la boca abierta, sale del baño tras ella. En mitad del salón la detiene agarrándola del brazo. Sara se vuelve y la mira con expresión de hastío.
—Pero ¿qué es lo que pasa ahora? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Por qué me dejas? —pregunta atropelladamente. Luego, como si no le pudiera dar otra explicación, aventura—, ¿es por esa chica?
Sara sonríe amargamente. Incrédula y alucinada de comprobar, una vez más, lo ciega que puede llegar a estar Ruth.
—No, no es por esa chica. Es por ti. Esta relación no tiene ningún sentido ya. Tú no estás dispuesta a luchar por ella en la misma medida que yo. Y yo ya estoy cansada de luchar por las dos. Esto es lo mejor…
—Pero… —balbucea Ruth—. ¿Así, sin más?
—¿Cómo que así sin más? —exclama Sara al borde de la exasperación—. ¿Qué más quieres Ruth? —le increpa pero ella no contesta—. Mira, nunca he creído que en la vida de las personas sólo pase un tren y que pierdas todas las oportunidades si no lo coges. En la vida hay muchos trenes. Todos los días pasan delante de nosotras. Tú perdiste uno y luego hiciste lo posible por alcanzarlo y volver a montarte en él. Pero te equivocaste. Este no es tu tren. Ni tampoco es el mío. Este viaje ha terminado. Y lo mejor que podemos hacer es seguir caminos distintos. Por eso me voy. Porque sé que nunca llegaré a ninguna parte contigo…
Sara deja flotar las palabras en el aire un momento. Mientras hablaba se ha ido alejando de Ruth en dirección a la puerta. Y Ruth la observa sin moverse, plantada en medio del salón, como si hubiera echado raíces. Su cara refleja pánico y contrariedad. Pero ya no hay vuelta atrás. No debe compadecerse de ella, ser débil y buscar una solución como tantas otras veces. Ya no. Sigue caminando hacia la puerta del piso sin dejar de mirarla. Se siente tentada de darle un último beso. O de abrazarla. De tener un último contacto a modo de despedida. Pero eso sólo conseguiría hacer las cosas más difíciles.
—Adiós, Ruth —es lo último que dice antes de alcanzar la puerta y salir por ella cerrando los ojos con fuerza tratando de no llorar.
Cuando Sara salió del piso, Ruth se dejó caer sobre la silla del ordenador y se convirtió en estatua. No se ha movido en toda la tarde. Las horas han ido pasando y ella no ha podido dejar de mirar hacia un punto concreto. El lugar en el que estuvo Sara antes de salir del piso. Antes de salir de su vida definitivamente. Miles de cosas han pasado por su mente desde ese momento. Tantas y tan deprisa que es como si no hubiera pensado en nada. Todas se agolpaban en su cabeza reclamando atención que al final no ha sido capaz de prestársela a ninguna de ellas. Siente vacío, estupefacción, contrariedad, rabia, dolor. No comprende lo que ha pasado y, a la vez, lo entiende a la perfección. Sara se ha ido. Para siempre. La ha dejado. Ha sido lo suficientemente inteligente y lo suficientemente rápida como para hacerlo antes de que a Ruth le hubiera dado tiempo a planteárselo de nuevo. Y se da cuenta de que, de haber seguido, ella la habría vuelto a dejar como la primera vez. Sara sólo se ha adelantado a lo inevitable. Se ha protegido. Ha dejado de mirar por Ruth y por la relación que mantenían para mirar por ella misma.
Anochece cuando por fin se levanta de la silla. Deambula por el piso sin saber qué hacer. No siente nada. Es como si estuviera anestesiada. No tiene hambre ni sed ni necesidad de nada. Por hacer algo entra a ducharse aunque ya lo haya hecho esa mañana. Y allí, desnuda, mojada, sintiendo caer el agua sobre ella, decide que saldrá a dar una vuelta. Una noche más. Saldrá a los bares, como siempre. Se encontrará con gente. Como siempre. Y se emborrachará. Y luego todo dará igual.
Sale de casa y camina Fuencarral abajo. A medio camino se detiene en un restaurante de kebabs a comer algo cuando recuerda que no ha probado bocado desde el desayuno. No le gusta beber con el estómago vacío. Sin embargo a duras penas puede tragar el bocadillo. Dejando más de la mitad se levanta y continúa su camino hasta Chueca. Al llegar se siente en territorio conocido. Conocido y tranquilizador. Allí siempre puede controlar todo lo que ocurre. Entra en un bar, pide una copa, otea al personal y encuentra caras conocidas. Se acerca a ellas. Intercambia palabras y frases de circunstancias. Cuando se termina la copa, se despide y cambia ese bar por otro. Y así sucesivamente. De madrugada aterriza en el Escape ya bastante borracha. Hace mucho que dejó de gustarle ese sitio pero cuentan con la ventaja de ser uno de los pocos que cierran tarde en el barrio y saben que, tarde o temprano, todo el mundo pasa por allí. Cuando entra el local ya está de bote en bote. Se acerca a la barra a por una copa. Lo único que le preocupa es mantener su borrachera en un punto álgido. Todo lo demás es accesorio. La música que pueda sonar o la gente que pueda encontrar no le importan tanto como seguir anestesiándose a golpe de cubata.
Al cabo de un rato, sin saber cómo, se encuentra hablando con un grupo de amigas. Aunque lo de hablar es un decir puesto que Ruth se limita a escuchar y asentir fingiendo estar muy interesada en lo que le cuentan. Dos de las chicas son pareja. Las otras dos no. Y una de esas dos comienza a mirarla insistentemente. A Ruth no le hace falta mucho más para darse cuenta de que le ha gustado a la chica. Así que, obedeciendo a un impulso primario que siempre se ha mantenido latente, se lo pone fácil coqueteando abiertamente con ella. Pocos minutos después deja que la desconocida la acorrale contra la pared y la bese. Mientras lo hace Ruth abre los ojos, comprobando que las amigas comentan la jugada alborozadas y entre risas. Luego vuelve a cerrar los ojos y se entrega a la irrealidad del momento. Una parte de ella no puede creer lo que está haciendo. La otra parte le dice que, a esas alturas, qué puede importar lo que haga.
La noche se alarga con nuevas copas y nuevos besos. Poco después de las seis, la música cesa y comienzan a encender las luces del garito. El personal reparte vasos de papel para que la gente vierta en ellos lo que quede en sus copas y vayan saliendo a la calle. Ruth y las cuatro chicas obedecen dócilmente. Ya fuera hay un momento de desorientación. Ella y la chica en cuyos brazos ha estado pasando la noche se apartan y se apoyan en un coche para seguir besándose mientras las amigas hablan a unos pocos metros. La chica le propone ir a su casa. Ruth se queda un momento en blanco mirándola como si no entendiera lo que le acaba de decir. Luego se encoge de hombros y acepta sin darse mucha cuenta de lo que hace. La chica le explica entonces que su amiga, la que ahora está hablando con la parejita, es de fuera y se queda en su casa a dormir. En otra habitación, claro. Pero aún así le pregunta que si le importa. Ruth de nuevo se encoge de hombros, como si la cosa no fuera con ella. La chica se acerca a sus amigas a decírselo y un momento después las cuatro se acercan a Ruth diciendo algo de un coche. Con dificultad entiende que se refieren a ir en busca del coche de una de ellas para llevarlas a casa.
Las cinco bajan por Gravina hasta Recoletos. En mitad del paseo de detienen junto a un ascensor que conduce a un parking subterráneo. Bajan hacia el subsuelo y llegan hasta el coche. La parejita se sienta delante, las otras dos chicas y Ruth hacen lo propio en el asiento trasero. La conductora arranca y emergen de las profundidades para sumergirse en el tráfico fluido del domingo por la mañana. Enseguida hacen la primera parada, todavía en el centro, entre Huertas y Lavapiés, Ruth no lo tiene muy claro. A esas horas tiene la vista cansada y no distingue bien las calles por las que pasan. Una de las partes de la parejita se apea del coche. Se despiden con un breve beso en los labios. A Ruth le extraña que haya sido la primera en bajarse. Cuando alguien tiene pareja siempre la deja la última, aunque su casa sea la más cercana. Pero no piensa mucho en ello. Allá cada cuál con su vida.
—Que alguna se ponga delante, que no soy el chofer de nadie —les dice la conductora con sorna mirando hacia atrás.
Hay un momento de confusión en el que las tres chicas se miran entre sí y finalmente es Ruth la que se mueve por ser la que más cerca está de la puerta. Echa el asiento hacia delante, sale y se sienta de copiloto. El coche vuelve a arrancar. Salen a la glorieta de Atocha y enfilan el Paseo del Prado hasta Cibeles. Suben por Alcalá hasta O’Donnell. Ruth avista el Pirulí al final de la calle. Arrullada por la calefacción del auto cree que se quedará dormida. Incluso llega a cerrar los ojos. La música que sale de los altavoces le llega con total claridad. Comienza una nueva canción que reconoce enseguida como una de Sidonie que le gusta mucho. Por un momento incluso llega a sentirse bien. Está cómoda, resguardada, cansada pero tranquila. Hasta que llega una estrofa que no recordaba: «Subo al coche de un tal Luis que nos va a llevar a casa de Sara». Y la sola mención del nombre de su ya exnovia le devuelve a la realidad con un fuerte golpe. Deja de sentirse bien. Abre los ojos y mira a su alrededor desorientada, como si no estuviera segura de cómo ha acabado ahí. La inquietud la domina y siente unos irrefrenables deseos de llorar. Pero se contiene. Ella sabe cómo contenerse siempre.
Se detienen en una barriada que Ruth no conoce. Las tres se despiden de la conductora y salen del auto. El coche se aleja y ellas se encaminan hacia un edificio cercano atravesando un pequeño parquecito yermo lleno de excrementos de perro. Suben en silencio a un tercer piso sin ascensor. Un chucho pegando saltos las recibe al abrir la puerta y Ruth se pregunta por qué se encuentra con tantas lesbianas que tienen perro. Nada más entrar la amiga de su ligue se escabulle por un pasillo y desaparece diciendo que está muerta de sueño. Ellas dos se meten en el salón. La chica le pregunta si le apetece un café, que ella está muerta y necesita uno. Ruth asiente sin mucho interés y la chica se va a prepararlo. Ella se queda en el salón, curioseando las estanterías repletas de libros e ignorando al chucho que no hace más que saltar a su alrededor reclamando atención.
De repente repara en una fotografía enmarcada que descansa en la balda de una de las estanterías. Reconoce la foto. En realidad reconoce el contexto de la foto. Un enorme piso y un grupo de personas disfrazadas. Los pelos de la nuca se le erizan. La chica regresa con el café. Le tiende una de las tazas que Ruth coge mecánicamente. Al darse cuenta que estaba viendo la foto, la chica le señala una persona en concreto.
—Yo soy esa, la que va disfrazada de monja… —le explica.
—Yo también estuve en esa fiesta… —articula Ruth en tono quedo sin ser capaz de dejar de mirar la foto.
—¿Ah, sí? —pregunta la chica con sorpresa alejándose de ella y sentándose en el sofá—. ¿Conoces a Lola? Pobrecilla… —dice sin esperar respuesta—. Anda bastante jodida últimamente por una tía que no le hace caso. Por lo visto se acostó con ella y con la exnovia sin saberlo…
Ruth deja la taza de café junto a la foto. Se da la vuelta y mira a la chica con el rostro desencajado.
—Tengo que irme —es lo único que dice antes de echar a andar.
La chica la sigue preguntándole qué le pasa, que si está bien. Ruth responde como una autómata. Sí, sí, sí, está bien. Pero tiene que irse, tiene que salir de allí. Tiene que salir de allí. Le da igual lo que piense esa chica. Le da igual todo. Sólo quiere escapar.
Ya en la calle se acerca a la calzada para parar un taxi. Enseguida para uno y le indica que la lleve hasta Chueca. Quince minutos después se está bajando junto al Mercado de Fuencarral. Por suerte siempre ha tenido memoria fotográfica y encuentra sin problemas la calle y el portal que busca. Y justo cuando se dispone a pulsar el botón del portero automático, un vecino sale. Ruth aprovecha la oportunidad y se cuela dentro. Sube al primer piso y llama insistentemente al timbre. El perro ladra al otro lado. Y lo hace con más fuerza con cada nuevo timbrazo de Ruth. Finalmente oye movimiento al otro lado y la puerta se abre. Lola, somnolienta y en pijama, la mira con sorpresa, preguntándole sin palabras qué hace en su puerta a esas horas de la mañana.
—Espero que estés satisfecha —le dice Ruth agresivamente sin esperar a que ella diga nada—. Sara me ha dejado. Y esta vez es definitivo —anuncia—. No sé qué hay entre vosotras pero que sepas que ya puedes volver a intentarlo.
Lola menea la cabeza y suspira ruidosamente. La nota molesta y furiosa por debajo del sopor matutino.
—¿Perdona? —le responde utilizando la misma agresividad que ha empleado Ruth—. ¿De qué coño vas, tía? Yo no voy a intentar nada. No soy el segundo plato de nadie. Y tú ya te has encargado de destrozar a Sara. No quiero tus sobras —le espeta con dureza—. Y tampoco quiero que vuelvas a presentarte aquí nunca más. Así que adiós, Ruth —añade antes de cerrar con un sonoro portazo.
Ruth se queda aún unos instantes más quieta, sin moverse. Asimilando lo que ha escuchado y preguntándose por qué ha venido hasta allí. Luego comienza a bajar las escaleras lentamente pensando que lo mejor será irse a dormir. Sola. Igual que Lola. Igual que Sara. Igual que la chica que se viste de monja en las fiestas de disfraces. Y que su amiga. Y que las integrantes de esa pareja que no quiere apurar hasta el último momento juntas. Sola. Igual que casi todo el mundo.
Al bajar al portal se detiene frente a su imagen en un espejo que hay en la pared. No le gusta lo que ve. No se gusta. Siente asco, disgusto, odio por ella misma. Ya no se reconoce. No sabe quién es ni por qué se ha convertido en una persona como la que está viendo frente a ella.