El domingo termina y con él la tranquilidad del fin de semana. Sobre la mesita baja que hay frente al televisor reposan los restos de una cena a base de sobras de otras comidas, embutidos y picoteos varios. Tumbadas en el sofá Pilar y Pitu mantienen sus cuerpos enredados en la típica modorra dominical, mirando sin mucho interés los programas basura que se suceden en los distintos canales. Pilar está medio dormida sobre el pecho de Pitu, satisfecha de que últimamente su mujer tenga turno de día y los fines de semana libres. Por fin sus vidas empiezan a parecer normales, llevar el mismo ritmo, permitiéndoles disfrutar más de su mutua compañía.
El sonido de su móvil la saca del sopor de golpe. Se incorpora y busca el aparato entre las cosas que cubren la mesita. Lo encuentra y antes de descolgar comprueba en la pantalla quien está llamando: «Mis padres». Lo dice en voz alta casi sin darse cuenta. Pulsa el botón de responder y se arma de valor para ese mal trago que siempre le supone hablar con ellos. Su rostro ha perdido la relajación que lo dominaba hasta ese momento. Pitu permanece a su lado observándola alerta porque es consciente de lo mucho que le cuesta a Pilar mantener una relación cordial con sus padres. Y más desde que se casó con ella sin querer hacerles partícipe del evento.
—Hola —dice Pilar tratando de disimular el hastío de su voz.
—Hola, hija —responde su madre al otro lado—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien —se apresura en contestar Pilar aunque sabe que por su parte la conversación no dará para mucho más—. ¿Y vosotros?
—Bien también… —su madre hace una breve pausa, Pilar oye murmullos de fondo—. Escucha, te llamo porque mañana tenemos que ir a Madrid para la revisión de tu padre. Así que por la tarde podríamos quedar a comer o a tomar algo y así te vemos. Que hija, como hace tanto que no vienes a vernos… —le reprocha su madre en ese tono lastimero en el que es toda una especialista.
—No he podido ir, mamá. Ya sabes que estoy muy liada… —se excusa Pilar removiéndose incómoda en el sofá.
—Ya, ya, ya… —le dice su madre con acritud—. ¿A qué hora sales de trabajar mañana?
—Ya lo sabes, mamá —responde con tono cansino—. A las cuatro…
—Bueno, es tarde pero todavía se puede comer… Podemos ir a buscarte a la salida y comer por la zona. Porque sigues trabajando en el mismo sitio, ¿verdad?
—Sí, mamá… —contesta Pilar nerviosa, deseando que la llamada termine cuanto antes.
—Pues hacemos eso. Cuando salgamos del médico, te llamamos y te decimos algo, ¿vale?
—Vale…
—Venga, mañana nos vemos. Un beso, hija.
—Un beso…
Pilar pulsa el botón de finalización de llamada y se queda mirando el móvil unos instantes con aire de abatimiento. Finalmente lo deja sobre la mesita, se levanta y comienza a recoger los platos sucios y los restos de comida.
—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu desde el sofá.
—Mis padres vienen mañana —responde escueta Pilar iniciando el primer viaje a la cocina.
Deja los platos aún con restos sobre la encimera. Con sensación de derrota apoya las manos sobre ella y observa el fondo del fregadero con la mirada perdida. Pitu entra en la cocina y le rodea la cintura desde atrás. Le da un tierno beso en la cabeza y le susurra al oído un «No te preocupes» que acrecienta aún más su desazón.
Porque los padres de Pilar apenas saben nada de ella. Desde que se marchó del pueblo ha regresado en varias ocasiones, no más de dos o tres veces al año, siempre en fechas señaladas, y con el tiempo ha ido perfeccionando su interpretación de mujer anodina que se dedica únicamente a trabajar en la gran ciudad pero que no tiene vida personal. Ha aguantado estoicamente todas las preguntas de amigos y familiares, intensificadas a medida que iba cumpliendo años, acerca de cuándo iba a darles la sorpresa anunciándoles su boda. Su boda con un buen mozo, por supuesto. Porque nadie, absolutamente nadie, ni sus padres, ni sus tíos y primos ni los amigos y conocidos del pueblo, sabe que a Pilar le gustan las mujeres. Es más, está convencida de que ni siquiera han llegado a sospecharlo. Sus mentes son tan obtusas que cuando una mujer no manifiesta interés por los hombres es que, sin más, carece de deseo. Jamás se les ocurriría pensar que la ausencia de parejas masculinas en su vida es síntoma de que existan otras femeninas. Y en esa línea de pensamiento, una mujer a la que nunca se le ha conocido novio es porque tiene vocación de solterona. En ese pequeño pueblo castellano en el que creció saben que existen los maricones porque cada vez que ponen la televisión aparecen a docenas ante sus ojos. Pero eso es normal. Porque los hombres son sexuales. Y viciosos en la mayoría de los casos, sobre todo si les gustan otros hombres. De las lesbianas no saben nada. Han oído hablar de ellas pero como nunca las han visto en su comprensión de la vida directamente no existen.
Y sus padres siguen a pies juntillas esa visión del mundo. Jamás le han preguntado si salía con algún chico. Es más, Pilar está convencida de que su padre duerme más tranquilo pensando que ningún cabrón desalmado le pone la mano encima a su niña. Nunca le ha preguntado cuándo va a casarse. A lo máximo que llega es a preguntarle cuándo se piensa sacar el carnet de conducir para comprarse un coche y venir a verles más a menudo. Y Pilar ha tenido siempre el mismo interés en aprender a conducir como en salir con hombres. Ninguno. Su madre es otro cantar. En algún momento Pilar ha tenido la sensación de que quizá a ella sí se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de que los gustos de su hija fueran por otros derroteros. Pero si es cierto que lo sospecha, su madre se cuida muy mucho de hacerlo notar. De lo que sí se han encargado ambos es de dejar claro el profundo disgusto y asco que les produce «esa gentuza» que una vez al año toma las calles de Madrid y se dedica a hacer el payaso en la esperpéntica cabalgata que montan para celebrar sus desviaciones y perversiones.
Cada vez que Pilar ha pensado en sincerarse con sus padres no ha tenido más que recordar todos esos despectivos comentarios para echarse atrás. Y puede que ser honesta consigo misma sea importante pero también hay que ser realista. Desde que tiene uso de razón ha existido un infranqueable muro entre ella y sus padres. Pilar siempre ha estado a un lado y ellos al otro y cualquier intento de traspasar ese imaginario obstáculo era frenado incluso antes de surgir. Ella era la cría inexperta y ellos los padres en absoluta posesión de la razón. Sus obligaciones se reducían a ayudar a su madre en las tareas domésticas y convertirse así en una buena ama de casa porque no valía para nada más. Con los estudios sólo fueron estrictos en lo tocante a acabar el instituto porque era lo que todo el mundo hacía pero nunca le preguntaron si quería estudiar una carrera universitaria. Eso a ella no le iba a hacer falta porque su destino sería otro. Casarse con algún muchacho del pueblo y honrarle con una manada de churumbeles que la mantendría suficientemente ocupada los siguientes veinte años.
Por ello no encajaron demasiado bien que Pilar decidiera marcharse del pueblo para buscarse la vida en Madrid. No la animaron sino más bien al contrario, hicieron todo lo posible por desalentarla, aduciendo que ella, una chica de pueblo sin estudios ni cultura, no tenía nada que hacer allí y no tardaría en volver con el rabo entre las piernas. Así se daría cuenta de que su lugar estaba en el pueblo y que Madrid sólo le serviría para cerciorarse de que nunca llegaría a nada. Aún así, muerta de miedo y de incertidumbre, se marchó. Secretamente se juró a sí misma que no volvería a aquel opresivo lugar a menos que fuera cuestión de vida o muerte. Intuía que si lo hacía sería como sentenciarse a sí misma.
No volvió. Luchó y peleó por hacerse un hueco en esa ciudad menos inhóspita de lo que había llegado a creer. Y cada vez que iba de visita se hacía más palpable que el distanciamiento con sus padres crecía de modo superlativo. Si antes tenían poco que contarse, los escasos días que permanecía en su pueblo natal pasaban lenta y tediosamente, comunicándose con aquellos que la trajeron al mundo a base de monosílabos, respondiendo con frases hechas a los conocidos que la interpelaban por su nueva vida, rehuyendo las preguntas incómodas y sintiendo un alivio supremo cuando por fin montaba en el autobús que la llevaría de vuelta a Madrid, a su casa. Aunque su casa fuera un piso de alquiler compartido con otro par de chicas. Era su hogar mucho más que ese en el que había crecido. Suspiraba por el consuelo que le suponía dejar atrás las pocas casas que formaban el pequeño pueblo sabiendo que la próxima vez que viese esas mismas construcciones, al volver en su siguiente visita, ese consuelo volvería a transformarse en la angustia de regresar al lugar del que había huido.
Eran extrañas y contradictorias las sensaciones que albergaba en su interior cuando avistaba su pueblo desde el autobús en cada viaje. Por un lado se sentía como un preso conducido al patíbulo, se le oprimía el corazón en el pecho y los hombros se le cargaban con un peso insoportable. Por otro sentía alivio de saber que su vida de verdad transcurría muy lejos y satisfacción por haber tenido el suficiente valor como para haberse largado de allí antes de que fuera demasiado tarde. Cuando se cruza por las calles de la pequeña localidad con caras conocidas baja la cabeza instintivamente. O mira hacia otro lado, como si la cosa no fuera con ella, evitando que la persona poseedora de ese rostro pueda decirle algo. Allí todo sigue como siempre. Sus compañeros de instituto sólo han cambiado físicamente. Ellos están más gordos y más calvos y ellas más teñidas y también más gordas. Algunos se encargan de los negocios familiares y otros siguen dedicándose a vivir de la sopaboba. De los pocos que, como ella, se fueron del pueblo se habla en susurros, como si les hubieran traicionado, y siempre terminan las frases con la coletilla de qué verán en Madrid (o Barcelona o la ciudad que sea) que no haya en el pueblo.
Por esa y otras muchas razones hace mucho que Pilar no va a ver a sus padres. Desde que empezó con Pitu las visitas se redujeron al mínimo indispensable. Prefería gastar con su novia el tiempo libre del que pudiera disponer. Y tampoco quería que sus padres la viesen más animada y contenta, más feliz de lo que nunca la hubieran podido ver, y que empezaran a sospechar que había cosas que no les contaba.
Cuando decidieron casarse en ningún momento Pilar barajó la posibilidad de comunicárselo a sus padres. Los años le habían enseñado que ellos nunca aceptarían su orientación así que aún menos que se casara con otra mujer, por mucho que el gobierno hubiera creado una ley para que eso fuera posible. No se paró a pensar cuánto tiempo podría mantenerlo en secreto pero tampoco creyó que resultara muy complicado. Ella nunca iría al pueblo con Pitu y las escasas ocasiones en las que sus padres pudieran venir a Madrid, bastaría con verse en lugares públicos. No haría falta meterles en su casa. De hecho, en su antiguo piso sólo habían estado en una ocasión, años atrás, para cerciorarse de que su hija vivía en condiciones normales. Quizá pensaran que su piso estaba lleno de gente sin oficio ni beneficio o que se pasaban el día drogándose. Tal es la imagen que ellos tienen de la gente joven que vive en las grandes ciudades.
Se acuesta intranquila, nerviosa. Pitu la observa sin decir nada y se mete en la cama junto a ella, abrazándola, tratando de calmarla. Pero Pilar apenas sí duerme durante la noche. A intervalos se despierta sobresaltada. Comprueba la hora en el reloj de la mesilla viendo con horror que cada vez queda menos para levantarse. Y cuando el impertinente martilleo comienza a sonar a la hora en la que Pitu tiene que levantarse, Pilar lo hace también pensando que así su mente, al mantenerse ocupada en las cotidianas tareas de ducharse, vestirse y desayunar, podrá descansar aunque sea durante unos poco minutos. No le importa que aún quede un buen rato para que ella tenga que ponerse en marcha. Llegará la primera a la oficina y se pondrá a trabajar antes que nadie. Se mantendrá ocupada y así no le dará vueltas a la cabeza.
A las ocho menos veinte se está sentando en su puesto de trabajo. Los operarios que van y vienen del almacén la miran con sorpresa, extrañados de verla tan pronto allí. Enciende su ordenador y comienza a trabajar. El resto de sus compañeras van llegando y la normalidad de la jornada parece instaurarse. Pero Pilar no consigue calmarse. Algo en su interior le avisa de que ese día no acabará bien. No tiene ganas de ver a sus padres. Le asusta que sepan la verdad. Tiene miedo de su reacción. En principio no tendría por qué preocuparse. Quedará con ellos, comerán en algún sitio, aguantará las cansinas retahílas de su madre y el mutismo de su padre y luego se separarán. Ellos volverán al pueblo y ella a su casa. No habrá más. No tendrá por qué decirles nada. Y ellos no tendrán motivos para sospechar que algo en la vida de su hija ha cambiado.
Pero la sorda inquietud que la domina se desata cuando sobre la una su madre llama para avisarla de que ya han salido de la consulta médica y le pregunta dónde quiere quedar. Pilar le dice que la esperen en el metro de Ópera, fuera, junto al kiosco de prensa. Nada más colgar su estómago se contrae hasta la nausea. Las tres horas que la separan del encuentro con sus progenitores pasan en un suspiro justo cuando ella querría que lo hicieran con la lentitud y parsimonia de un día habitual. A las cuatro menos cinco sus compañeras ya empiezan a recoger. Ella se entretiene fingiendo una febril actividad tratando de dilatar el momento todo lo que puede. Pero a las cuatro en punto, apremiada por las demás chicas, tiene que apagar el ordenador y recoger su abrigo y su bolso para salir.
Durante los escasos minutos que tarda en ir desde su trabajo a la boca de metro Pilar camina como lo haría una condenada a muerte. Al llegar hasta ella se despide de sus compañeras sin dar más explicaciones. Ya ha avistado a sus padres a unos poco metros. Ellos aún no la han visto. Y por una milésima de segundo piensa en bajar escaleras abajo y refugiarse en la seguridad del suburbano madrileño. Pero piensa que está reaccionando como una niña. No puede ser tan malo. Comerán, hablarán de trivialidades y se irán como han venido. No tiene por qué pasar nada. Así que Pilar levanta la cabeza y se dirige con paso firme hacia sus padres.
—¡Pilar, hija! —exclama su madre al verla dándole a continuación un contenido abrazo. Su padre no dice nada, se limita a asentir con la cabeza y darle dos besos en las mejillas.
—¿Lleváis mucho rato esperando? —pregunta Pilar sin saber qué otra cosa podría decir.
—No, qué va. Acabamos de llegar. Bueno, tu padre quería pasear por los jardines del Palacio Real así que hemos estado dando una vuelta por allí pero acabábamos de llegar ahora mismo…
—¿Qué os apetece? Aquí cerca hay un asturiano en el que se come muy bien… —aventura Pilar.
—Cualquier sitio estará bien.
Echan a andar. Pilar pregunta por la revisión de su padre. Él no dice nada, se limita a caminar por detrás de ellas como si fuera un guardaespaldas al que no le está permitido hablar con sus protegidas, es su madre la que se encarga de desglosar una sucesión de términos médicos que a ella sólo le suenan de las series de televisión para acabar diciendo que todo está bien y que tiene una salud de hierro hablando de él como si no estuviera presente. En pocos minutos llegan al restaurante, piden una mesa para tres y les acomodan en uno de los primeros salones. Estudian la carta en silencio. Pilar no tiene mucha hambre y no sabe muy bien qué pedir. Con sus padres ya delante está algo más calmada pero no por ello tiene menos ganas de que el momento pase cuanto antes.
Sería agradable decir que la comida transcurre en silencio pero su madre se encarga de que eso no sea así. Entre bocado y bocado se ocupa de hacer un profundo repaso a todo lo habido y por haber. Lo delgada y estropeada que encuentra a Pilar y el disgusto que le produce ver que no se arregla ni se maquilla. Su deseo de que al fin se estabilice. ¿La han hecho fija ya en su empresa? Es que hay que ver, qué gentuza, cómo explotan a los trabajadores, qué poco les costaría hacerla fija para que así se pudiera comprar un pisito y dejará de compartir con extraños. Pilar sabe que de nada serviría explicarle a su madre que ya no basta con tener un contrato fijo para comprarse un piso, que hacen falta dos sueldos para poder hacerlo. Y eso le vuelve a traer a la cabeza la farsa que está representando a ojos de sus padres. Porque ella ya está pagando un piso. Un piso que es de su mujer y suyo cuya hipoteca se lleva la mitad de sus sueldos cada mes. Le entristece no poder compartir con ellos ese tipo de cosas. Que sólo podría compartirlas si Pitu fuera un hombre y no una mujer. Pero sabe que no lo aceptarían. Ni lo entenderían. Ni siquiera lo tolerarían. Y eso le hace que se le cierre aún más el estómago. Juguetea con la comida en el plato y de vez en cuando se la lleva a la boca y mastica durante largo rato hasta que consigue tragar. Mira el reloj con disimulo y agradece que los camareros comiencen a mirarlos aviesamente, apremiándoles para que terminen y ellos puedan recoger y descansar antes del siguiente turno.
No toman postre ni café. Su padre, hablando casi por primera vez desde que se encontraron, pide la cuenta y la paga en efectivo. En cuanto traen el cambio los tres se levantan de la mesa y salen del restaurante. Pilar comienza a sentirse más relajada sabiendo que el suplicio llega a su fin. Caminan por la calle Mayor hacia la Puerta del Sol. Su madre va contando algo acerca de la gente del pueblo y Pilar finge prestarle atención. Su padre continua detrás de ellas, con las manos cruzadas a la espalda y mirando hacia las fachadas de los edificios.
—Te hemos traído unas cosas del pueblo. Huevos, queso y un poco de carne, ya sabes. Acompáñanos al coche y así te acercamos a casa —le dice su madre de repente. A Pilar se le erizan los pelos de la nuca.
—No hace falta que me acerquéis, que luego se os va a hacer muy tarde para volveros y como pilléis el atasco de por la tarde… Mejor os acompaño al coche, cojo las cosas y yo me voy en metro, como siempre. Que bastante paliza es que vengáis y os vayáis en el mismo día —le explica quitándole importancia, haciendo ver que lo que más le preocupa es que ellos no lleguen muy tarde al pueblo.
—¡No digas tonterías, Pilar! Si no pasa nada. Además, las cosas están en una caja. No puedes ir con ella en el metro como si tal cosa. Anda, tira, vamos a por el coche… Lo tenemos aparcado por detrás de Correos.
Pilar, aunque continúa caminando, se siente por completo paralizada. Pero su mente comienza a ir a mil por hora. Tiene de tiempo lo que tarden en recorrer el trecho que separa Sol de Cibeles para buscar alguna excusa o para contar a sus padres que ya no vive en el piso de siempre. ¿Y qué excusa darles? ¿Cómo explicar que se ha mudado y no les ha dicho nada? Porque sí, últimamente han hablado poco por teléfono pero durante la comida podría habérselo contado. Podría haberlo hecho si no tuviera nada que ocultar. Pero no lo ha hecho. Porque sí que tiene algo que ocultar. Su madre sigue con su retahíla pero Pilar sólo puede pensar en que cada vez se acercan más a dónde está el coche y ella sigue sin encontrar una salida. Un sudor frío le recorre la espalda. El corazón le late muy deprisa. Los tres caminan como si tal cosa pero ella se encuentra al borde del colapso. Según se acercan a Cibeles sus pulsaciones aumentan. Al sobrepasar el edificio de Correos ya le tiemblan las piernas y antes de que se pueda dar cuenta llegan casi hasta la Puerta de Alcalá y ve cómo sus padres se meten por una de las calles aledañas y se detienen a pocos metros junto a un coche. Un coche que al principio a Pilar le cuesta reconocer aunque sea el mismo de siempre. Acorralada, se da cuenta de que ya no le queda más remedio que decir la verdad. O parte de ella.
—Bueno… —empieza a Pilar en tono jocoso, tratando de quitar hierro al asunto, cuando sus padres están abriendo las puertas—. Lo que no os he dicho es que me he mudado de piso… —anuncia con una sonrisa forzada que le tiembla en las comisuras.
Sus padres cesan en su movimiento, se quedan quietos y la miran contrariados. Su madre abre mucho los ojos, esperando que añada algo más. Al ver que Pilar no dice nada, es ella quien pregunta.
—¿Qué te has mudado? ¿Y cuándo te has mudado? ¿Por qué no nos lo habías dicho?
—Es que ha sido hace poco —miente—. Y bueno, no quería preocuparos…
—¿Y por qué nos íbamos a preocupar? —inquiere su madre.
—No sé… Llevaba tanto tiempo en el otro piso… Y este está fuera de Madrid… Hasta que la cosa no se estabilizara no quería decir nada…
Su padre se mete en el coche. Su madre menea la cabeza con condescendencia y, quizá, algo apesadumbrada. Retrocede unos pasos y abre la puerta de atrás.
—Bueno, entonces ponte tú delante para que puedas indicar a tu padre… —le ordena y, acto seguido, se mete en el interior del coche.
Pilar avanza hasta la puerta abierta del copiloto, se sienta, cierra y se pone el cinturón de seguridad. Su padre mete la llave en el contacto y arranca el motor. Luego la mira expectante.
—Tú dirás —es lo único que dice.
—Baja hasta Recoletos y tira por la Castellana. Tenemos que salir por Plaza Castilla —explica ella exhalando un suspiro y hundiéndose en el asiento.
Inician el viaje. En el interior del auto el silencio es tan denso como la tensión contenida. A partir de Plaza de Castilla Pilar va indicando a su padre el camino a seguir. Por su cabeza se suceden las posibles situaciones al llegar a casa. Y empieza a estar tan harta de todo que incluso le da igual lo que pueda pasar. Se siente tentada de mandarle un mensaje a Pitu para que no vaya al piso al salir de trabajo, que espere hasta que ella llame confirmándole que todo ha acabado. Pero no le da la gana que su mujer no pueda entrar en su propia casa sólo porque sus padres no deban enterarse del papel que juega en su vida. Y decide consigo misma que lo dejará todo en manos del azar. No mentirá. Si llega el momento de la verdad dará la cara de una vez por todas. Ella nunca ha sido muy activista, por mucho que haya colaborado en colectivos gays, pero ya está harta de esconderse ante su propia familia. Si sus padres no aceptan su situación, su persona, su vida, si anteponen sus convicciones al hecho de que Pilar es su única hija y que, como tal, deben quererla por encima de todo, quizá sea lo mejor que pueda pasarle. Así al menos sabrá por fin cuánto les importa.
Pilar le indica a su padre que ya están llegando y que puede empezar a buscar aparcamiento. Como aún es media tarde, la mayoría de la gente no ha vuelto de trabajar y no les cuesta mucho encontrar un hueco. Se bajan del coche en completo silencio. Su padre abre el maletero y saca una caja atada con cuerdas. Todo podría terminar ahí. Pilar podría coger la caja, despedirse de sus padres y subir sola a su casa. Pero sabe que ellos esperan que les invite a subir, que, de hecho, es algo que dan tan por supuesto como la propia Pilar. Así que la siguen sin decir nada mientras ella se encamina hacia uno de los bloques de la barriada. Entran en el portal y suben en el ascensor. Nota como su madre la observa de reojo, presta a hacer algún comentario pero sin acabar de atreverse. Su padre continua ausente, portando la caja, como si nada de lo que está sucediendo le afectara de algún modo. El ascensor se detiene y los tres salen al descansillo. Pilar saca las llaves de su bolso y mete una en la cerradura. Al darse cuenta que la puerta tiene todas las vueltas echadas sabe que Pitu aún no ha vuelto de trabajar. Aunque debe estar al llegar. Suspira silenciosamente y los tres entran en el piso.
—Puedes dejar la caja aquí, en la cocina —le dice Pilar a su padre nada más entrar puesto que la cocina queda a su izquierda. El hombre obedece y deposita la caja sobre la encimera, junto al fregadero. Su madre observa todo con detenimiento, con la mirada escrutadora de quien viene a juzgar y criticar cada pequeño detalle que le parezca inconveniente.
—Bueno, ¿nos enseñas el resto del piso? —le pregunta su madre resuelta.
—No hay mucho que enseñar, es bastante pequeño —se excusa Pilar saliendo de la cocina para ir al salón. Ellos la siguen.
Por un momento Pilar siente vergüenza. El piso está aún casi sin amueblar. Pitu y ella tienen que ir comprando las cosas poco a poco. Sólo tienen lo indispensable. En el salón un sofá, una mesita y el mueble para el televisor. La cama y las mesillas en el dormitorio y poco más. Por suerte el armario es empotrado. Pero ahora, allí, en medio del salón, con sus padres mirando todo con curiosidad reprobadora lo encuentra desnudo, vacío.
—¿Y las habitaciones? —inquiere su madre dirigiéndose hacia las puertas del baño y el dormitorio. La primera está cerrada pero la segunda no y desde donde está Pilar puede ver cómo su madre observa la cama de matrimonio todavía sin hacer. Se gira hacia ella y señala la puerta cerrada—. ¿Esta es la otra habitación? ¿Y el baño dónde está? —pregunta extrañada. Luego le dirige a su marido una significativa mirada.
—Es ese… —responde Pilar con un hilillo de voz.
—¿Sólo hay una habitación? ¿Es que ahora vives sola? —la voz de su madre se ha agudizado.
—No, no vivo sola… —dice ella en un tono cada vez más inaudible.
Para sorpresa de Pilar, su madre sonríe ampliamente, creyendo comprender lo que pasa. Pero ella sabe que se está equivocando en su conclusión.
—¡Ya sé por qué no nos has dicho nada! —exclama su madre sin dejar de sonreír—. ¡Estás viviendo con un chico y creías que nos iba a molestar! Pero Pilar, hija, por dios, que ya tienes treinta años, ¿cómo nos vamos a molestar por algo así? Es normal, tienes edad de tener novio y de vivir con él si te apetece. Ya sabemos que ahora a la gente joven no os va eso de casaros… Pero de ahí a no decirnos nada… —su madre esboza una expresión comprensiva y le aprieta el brazo con ternura—. ¡Cuánto me alegro de que por fin hayas encontrado a un chico que te quiera!
Pilar mira a su madre sin decir nada, completamente quieta. Luego mira a su padre, cuyo rostro continúa imperturbable aunque se pueda adivinar una pequeña mueca de disgusto en el rictus de su boca. Ella no sabe qué decir. No sabe si continuar con la farsa, admitir que está viviendo con un chico y hacer que sus padres se vayan rápidamente, antes de que Pitu llegue de trabajar y se descubra la verdad. Pero por otro lado casi desea que su mujer aparezca justo en ese momento. Así podría decir sin necesidad de palabras lo que tanto tiempo lleva ocultando. No haría falta hacer ninguna confesión. No haría falta nada. La realidad se ocuparía de todo. Quizá fuese mejor así. Porque si sus padres se van pensando que vive con un chico insistirían e insistirían hasta conocerle. Y, tarde o temprano, se descubriría que ese hipotético novio no existe.
—¿Y no vamos a conocerle? ¿Cuándo sale de trabajar? —le pregunta su madre ilusionada y expectante.
—Debe estar al llegar… —susurra Pilar. Y aún no ha acabado de pronunciar la frase cuando escucha cómo una llave entra en la cerradura de la puerta del piso. Sus padres lo oyen igual que ella y los tres dirigen la mirada hacia la entrada. Pilar se siente desfallecer. Ya no hay vuelta atrás. Sus padres ahora sabrán la verdad. Y ella sabrá por fin cuál será su reacción.
La puerta se abre y Pitu aparece por ella. Va vestida de calle y lleva al hombro la mochila en la que guarda el uniforme. Al ver a los padres de Pilar en medio del salón a un lado y otro de ella le cambia la cara. Mira a su mujer con ojos interrogantes. Pilar baja la cabeza, emocionalmente exhausta. Sus padres se miran entre ellos, miran a Pitu, miran a Pilar, vuelven a mirarse entre ellos, las miran a ellas… Así durante varios segundos que se hacen eternos. Por fin su madre abre la boca para hablar.
—Pe… Pero… ¿Qué…? ¿Quién…? —lanza a Pilar una mirada dura y acusadora—. ¡Vives con una mujer! —exclama, casi grita—. ¡Vives con una mujer! —repite con asco—. Duermes con ella… Te acuestas con ella… Eres…
—Sí, mamá, lo soy —afirma Pilar levantando la cabeza y tratando que lágrimas de rabia e impotencia no afloren a sus ojos—. Es lo que hay…
Estupefactos. Asqueados. Disgustados. Reprobadores en las miradas que lanzan alternativamente a Pilar y Pitu. Su madre respira muy deprisa y Pilar siente como el odio que destilan sus ojos crece por momentos.
—Si ya lo sabía yo… Por eso te fuiste del pueblo. Para poder vivir tu vicio sin que nadie te viera… —farfulla con los dientes apretados.
Pilar ni siquiera se molesta en rebatirla. No serviría de nada. Sólo puede esperar que se vayan cuanto antes y termine la pesadilla. Que sus padres salgan por la puerta y ella pueda refugiarse en los brazos de Pitu para dar rienda suelta a las lágrimas que ahora se agolpan en sus ojos pugnando por salir de una vez. No se siente capaz de seguir aguantando la mirada de desprecio que, fijamente, su madre proyecta sobre ella. Hasta su padre parece reaccionar, boquiabierto pero con el ceño fruncido, ante la revelación que ha acontecido en el pequeño salón en los últimos minutos.
Por fin su madre se mueve, deja de mirarla y coge a su padre del brazo, empujándole hacia la puerta del piso, casi arrollando a Pitu que se aparta justo a tiempo para dejarles pasar.
—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí! —rezonga—. No quiero estar ni un segundo más en esta casa.
Y salen del piso. Sin decir nada más. Sin mirar atrás. Dejando a su hija plantada en medio del salón. Y Pilar se derrumba entonces rompiendo a llorar. Pitu deja caer la mochila al suelo y corre a abrazarla.
—Ya está, cariño, ya está. Ya lo saben. No tienes que preocuparte por más… —musita en el oído de Pilar.
Pero ella llora cada vez más fuerte al darse cuenta de que ha perdido a sus padres y que ya nada volverá a ser como antes.
Lunes por la noche. Juan ve la televisión sentado en el sofá. Ya ha cenado. En el interior del microondas ha dejado un plato para cuando Diego venga de trabajar. Y tiene tantas ganas de que llegue a casa como miedo de saber que esa noche le va a mostrar sus cartas. Que no puede más. Que la situación a la que han llegado es insostenible se mire por dónde se mire. Juan necesita saber si continúa teniendo una pareja en Diego o se han convertido en simples compañeros de piso que también y por casualidad comparten cama.
Son más de las once y media cuando escucha abrirse la puerta del piso. Diego entra en el salón con cara de circunstancias, murmura un «Hola, nene», suelta la bandolera y la cazadora sobre una silla y va directo a la cocina. Sabe que tiene la cena preparada y que sólo tendrá que calentarla. Juan escucha el motor del microondas y, un par de minutos más tarde, el timbre que indica que el temporizador ha terminado. Un momento después Diego reaparece en el salón con el plato en una mano y un vaso de agua en la otra. Se sienta a la mesa y empieza a comer. Juan sigue fijando los ojos en la televisión con la mirada vacía. Por dentro está esperando el momento adecuado. Las palabras pugnan por salir. Es cómo si le subieran por el esófago como un chorro de magma. Pero sabe que tiene que controlarse. Que no puede soltar todo a bocajarro. Que tiene que enfocarlo bien o Diego se pondrá a la defensiva desde el principio.
Al principio piensa que dejará que termine de cenar. Viene cansado y con hambre, no tendría sentido importunarle nada más llegar. Mejor será que se relaje, que piense que es una noche más, que nada extraño pasa. Pero unos momentos después empieza a no poder soportarlo. Se muerde la lengua pero al final abre la boca para hablar.
—¿Qué tal el día? —le pregunta. Bien, es un comienzo. Una pregunta cotidiana y normal. Aunque su tono haya sido más hosco que de costumbre.
—Bien —farfulla Diego tragando la comida—. Duro pero bien —y sigue llevándose la comida a la boca echando esporádicos vistazos al televisor.
Juan exhala el aire con fuerza y vuelve a concentrar su mirada en la serie que están emitiendo. Deja pasar unos minutos. Diego está acabando de cenar. Le ve levantarse y volver con una manzana y un cuchillo para pelarla. Justo cuando se está sentando de nuevo, Juan coge el mando a distancia y apaga el televisor. Mira a Diego, cuya cara expresa contrariedad ante ese gesto, y toma aire.
—Tenemos que hablar —le espeta con toda la tranquilidad de la que es capaz.
Diego le mira con cara de sorpresa, inocente, como si no se imaginara de qué va la historia. Aún tiene la manzana sin pelar en una mano y el cuchillo en la otra.
—Bien, hablemos —claudica dejando ambas cosas sobre la mesa y cruzando las manos a la altura del mentón—. ¿Qué es lo que te pasa? —pregunta con una risa forzada—. Se te ha puesto cara de funeral…
—Supongo que para ti no pasa nada, ¿verdad?
Diego menea negativamente la cabeza y abre mucho los ojos en una expresión totalmente incrédula. Mira a Juan sin entender muy bien qué quiere decirle.
—Bueno, algo debe de pasar para que te pongas tan serio…
Juan suspira exasperado. Se recoloca en el sofá, dirigiendo su cuerpo hacia Diego para poder verle bien.
—Pasa que no puedo más, Diego. Pasa que no entiendo qué nos está pasando… —comienza a decir enarcando las cejas con aire desvalido.
—¿Qué nos está pasando? —repite Diego extrañado—. Yo no creo que nos esté pasando nada…
—¿No crees que nos esté pasando nada? ¿De verdad crees que no nos pasa nada? —contraataca Juan elevando la voz. Diego se echa instintivamente hacia atrás en la silla. Ya se ha puesto en guardia—. ¿Es que no te das cuenta de que nos estamos alejando? ¿De que casi no nos vemos? ¿De que ya casi ni hablamos?
—Juan, no saques las cosas de quicio —responde Diego con una leve sonrisa mientras su mano juguetea con la manzana.
—Claro, yo soy siempre el que saca las cosas de quicio. Yo soy el exagerado que se preocupa cuando ve que su novio, su marido, ya no ante la ley sino en la práctica, es alguien totalmente ausente en su vida… —vuelve a suspirar—. No nos vemos apenas, no hablamos, ya casi ni follamos y tú pretendes que yo haga como si nada —baja la mirada un instante para volver a subirla y clavar sus ojos en los de Diego—. Estoy harto de estas malas rachas. Y estoy harto de ser el único al que le preocupan. Estoy cansado de esperarte por las noches, de que me dejes plantado porque tienes una urgencia o una guardia, de irme a trabajar cuando tú llegas y de acostarme cuando tú te vas…
Diego baja la cabeza y retrae la barbilla en una mueca ofendida. Aún continúa jugueteando con la manzana. Respira sonoramente varias veces, como esperando que Juan prosiga con su discurso. Pero Juan no lo hace. Él también espera que Diego diga algo.
—En resumidas cuentas, te molesta que me vuelque en el trabajo… —concluye en un tono de voz contenido pero iracundo.
Juan pone los ojos en blanco y se revuelve nervioso en el sofá.
—¡No seas tan básico, por Dios! ¡El trabajo no es la cuestión!
—¡Pues claro que es la cuestión! —estalla por fin Diego—. Es el trabajo, la dedicación que le doy, el tiempo que paso fuera lo que te molesta.
—¡No! ¡No es eso! ¡Es que no creo que sea incompatible! Por muchas guardias que tengas que hacer, por muchas noches que pases fuera, cuando llegas a casa al menos podrías prestarme un poco de atención que ya no sé si tengo una pareja o un compañero de piso, ¡joder! —exclama con rabia—. Estás ausente, no me cuentas cosas, el tiempo que pasas aquí estás siempre leyendo o estudiando y luego te vas como si nada y yo me siento cada día más sólo y más ridículo. ¡Hasta hay gente que me ha llegado a decir que debes de tener un lío por ahí porque sería la explicación más lógica a tu comportamiento!
Diego esboza media sonrisa irónica al oír esto último.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunta mordaz.
—No importa quién me lo haya dicho. Pero imagínate la cara que se me queda a mí cuando me lo dicen… —gime.
—No tengo ningún lío, Juan. Puedes estar tranquilo… Si no tengo tiempo de estar contigo, no tengo tiempo de estar con nadie…
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa conmigo? Porque ya no me siento como si fuera tu pareja sino una mera comparsa… —Juan le mira indefenso.
Diego le sostiene la mirada duramente. Luego la baja, perdiéndola en la superficie de la mesa. Se sonríe para sus adentros y toma aire antes de empezar a hablar.
—Así que te sientes como una mera comparsa —hace una pausa y vuelve a mirarle—. Entonces ya sabes cómo me he sentido yo durante mucho tiempo.
Ahora es Juan el extrañado. Abre los ojos y mira a Diego sin entender.
—¡Ah, claro, no lo entiendes! —vuelve a sonreír con una tristeza casi irónica—. Tú siempre has sido la cabeza visible, el fuerte de esta relación. El chico de las brillantes notas que se sacó una oposición a la primera. El que a los veintipocos se encontró con un trabajo para toda la vida y el futuro resuelto. El funcionario de carrera sin problemas de dinero ni de horarios… ¿Y yo? ¿Qué he sido yo? Yo he sido el chico que se mataba a estudiar dos carreras con poco futuro y menos salidas laborales. El utópico que quería cambiar el mundo y ayudar a los más débiles. El que se ha pateado los curros más indeseables para poder aportar su granito de arena a la economía de esta casa. El que con treinta y muchos seguía trabajando en los putos colectivos gays por un sueldo ínfimo para acabar descubriendo que se habían estado riendo de él. Yo he sido siempre el novio protegido y mantenido…
—¡No digas gilipolleces! —le interrumpe Juan.
—¡Déjame hablar! —le ordena—. Para ti puede que no signifique nada. Ni siquiera digo que lo hayas hecho a propósito. Pero es cómo me he sentido yo muchas veces. El sueldo no me llegaba a fin de mes y ahí estabas tú, solucionando todo a golpe de tarjeta. Lo he aceptado porque creo que en una pareja no debe haber cabida para orgullos de ese tipo pero aún así, es algo que siempre me ha carcomido por dentro, porque yo no estaba a la altura, porque iban pasando los años y mi situación no mejoraba. Y ahora, cuando por fin encuentro un trabajo que me gusta, un trabajo que responde a mis expectativas a todos los niveles y, sí, un trabajo absorbente que me ocupa la mayor parte del tiempo pero que me permite estar a tu misma altura, ahora, ¿precisamente ahora vienes tú a hacerte la damisela ofendida e incomprendida? No me parece justo, Juan, ¿qué quieres que te diga?
Juan, perplejo ante lo que acaba de escuchar, menea la cabeza. Se siente acorralado, vencido en sus argumentos. Pero la explicación le parece insuficiente. Razonable pero insuficiente. Y pueril. ¿Por qué ha esperado tanto tiempo para decirle algo así?
—Puedo entender lo que me dices pero lo que no entiendo es que quieras poner en peligro veinte años de relación por un trabajo…
—¡No estoy poniendo nada en peligro, Juan! ¡Sigo aquí! Ausente, de acuerdo, pero sigo aquí. ¿Es que todavía piensas que en las parejas todo es bonito y de color de rosa? ¿Me he quejado yo cuando tú te has agobiado con las promociones, con tus jefes, con las tareas que te asignaban? No. He aguantado y he estado a tu lado. Y he esperado a que las malas rachas pasaran. Y me parece egoísta que tú no seas capaz de hacer lo mismo. ¿O es que acaso temes que ahora deje de depender de ti?
—No seas tan retorcido —se queja Juan con una mueca de hastío—. Yo sólo tengo miedo de que esto se acabe. Y no quiero quedarme de brazos cruzados viendo como tú te alejas.
—Yo no me estoy alejando, Juan. Eres tú el que está cavando una zanja que nos separa —sentencia levantándose y recogiendo las cosas de su cena—. Eres tú el que no parece querer comportarse como una pareja, el que se mira el ombligo porque ahora se siente solo y prefiere culparme a mí o a mi trabajo de todos los problemas.
Diego se mete en la cocina dejando a Juan clavado en el sofá, atónito. No esperaba una reacción así. Le oye abrir el grifo y ponerse a fregar los platos de la cena. Se siente tentado de ir detrás de él para continuar la conversación. Incluso se levanta dispuesto a hacerlo. Pero una vez en pie algo le detiene. No sabe el qué. Empieza a caminar pero sus pasos no le llevan hasta la cocina sino al cuarto de baño. Cierra la puerta tras de sí y se apoya con ambas manos en el lavabo. Con miedo levanta la cabeza y se mira en el espejo. Tal vez Diego tenga razón. Pero está convencido de que él también tiene sus razones. Y tiene miedo.
Miedo de que las cosas cambien. Porque sigue pensando que su relación se resquebraja por momentos.
Ruth no puede dormir. Da vueltas y vueltas en la cama. Por suerte, aunque desde que han vuelto Sara suele pasar la noche en su casa, hoy ha hecho lo posible para que no fuera así. Le ha dicho que saldría muy tarde del trabajo, que tenía que preparar una presentación para el día siguiente. Le sabe mal mentirle. Sobre todo en la situación en la que están. Ese delicado momento de la reconciliación en el que cada paso, cada acto, cada palabra es medida con precisión milimétrica. En el que los sentidos continúan alerta prestos a hacer notar cualquier anomalía que pueda indicar que la maquinaria se ha vuelto a atascar. Pero Ruth no ha podido evitarlo. Esa noche quiere estar sola.
Hasta el día anterior todo iba bien. Pero de repente apareció esa chica, Lola, quedándose plantada frente a las dos como si esperase algo. Al principio Ruth creyó que era por ella. Le extrañó porque lo que sucedió entre ellas no fue nada. Una noche sin más. Sólo sexo. Pero cuando se dio cuenta de que a quien miraba Lola, de quien esperaba una reacción que no acabó de llegar, era de Sara y no de ella algo se desmoronó en su interior. Lola miraba a Sara ofendida y ultrajada y a la vez le lanzaba un mensaje cifrado a través de esa mirada. Un mensaje, una información de la que Ruth no sabía nada. Entonces lo comprendió todo. Entre Sara y esa chica había ocurrido algo. Y no algo pasajero y sin importancia como lo que sucedió entre Ruth y esa misma chica. Había sentimiento en la mirada de Lola.
Un sentimiento herido porque se había quedado sin corresponder.
Cuando Lola se marchó Sara no quiso hablar. No le dio ninguna explicación para lo que acababa de ocurrir. Dijo que no tenía importancia y trató de cambiar de tema pero lo único que consiguió fue que las dos callaran y se sumieran en sus propios pensamientos. Se fueron a casa con el ánimo trastocado. No cenaron. Vieron la televisión un rato sin apenas cruzar palabra. Se acostaron pronto. Tampoco hicieron el amor como casi todas las noches desde que han vuelto a estar juntas. Cada una estaba en su propio mundo y no dejaba que la otra penetrase en él ni por un momento.
Durmió poco y mal esa noche. Trató de no moverse demasiado para que Sara no notase su inquietud. Pero ella tampoco se movía y Ruth intuyó que también le estaba costando conciliar el sueño. Y se sintió engañada. Desde que lo dejaron Sara se adjudicó el papel de víctima sin titubear, dando por sentado que la mala de la película era Ruth. Cuando volvieron le dijo muchas veces lo mal que lo había pasado, lo mucho que la había herido, el dolor que le había causado. Se pintó como un alma en pena que durante cuatro meses no halló alivio ni consuelo. Y esa tarde de domingo tan aparentemente feliz y dichosa en la que se besaban bajo un paraguas para protegerse de la lluvia la casualidad quiso que Ruth descubriera que no todo ese tiempo que pasaron separadas había sido una agonía tan grande para Sara. Que había intentado o empezado algo con otra persona. Y que, si bien lo que sintió por ella no había sido lo suficientemente fuerte como para olvidar a Ruth, había dejado su impronta. Que no quisiera hablar del tema era prueba de ello. Si Lola no hubiera significado nada para Sara se lo habría hecho saber. Le hubiera contado qué hubo entre ellas. Hubiera tratado de minimizar los posibles daños que el encuentro pudiera provocar. Y como no quiso hablar de ello, Ruth tampoco consideró necesario mencionar que ella también tuvo algo con Lola. Porque para ella no fue relevante ni lo que pasó como tampoco lo es ahora el hecho de que fuese precisamente esa misma chica la que hubiese intentado algo con Sara. Esas casualidades ocurren y más en un ambiente tan endogámico como en el que se mueven. Puede que hasta Sara esté al corriente de que ella y Lola también se conocen. Pero Sara no ha dicho nada al respecto. Absolutamente nada.
Esa mañana se han levantado como si tal cosa. Han desayunado, han bajado a la calle, se han despedido con un beso en la boca de metro y cada una se ha ido a su trabajo. Pero algo se ha empezado a remover dentro de Ruth. Y el resto del día no ha sido mucho mejor que la noche pasada. A ratos ha vuelto a acordarse del encuentro con Lola, rememorando los gestos y las pocas palabras que hubo. Ha intentado buscarle un significado, un sentido, una razón. Pero a cada vuelta de tuerca que daba la contrariedad iba ganando terreno. Y ahora está sintiendo algo parecido a lo que sintió cuando, mucho tiempo después de que ocurriera, se enteró de que Olga le fue infiel y que ese y no otro fue el verdadero motivo por el que se rompió su relación.
Durante años Ruth dio como buena la versión de Olga. La echó del piso, la sacó de su vida a patadas y se portó de pena con ella porque se le fue la cabeza, porque dejó de estar enamorada de ella o por la razón que fuese. Que al poco tiempo comenzara a salir con Eva, la dichosa y manipuladora Eva que había sido tanto tiempo amiga de las dos, lo asumió como algo normal. Tras una ruptura siempre hay un amigo o amiga en el que te apoyas y acaba surgiendo algo más que la pura amistad. En ningún momento barajó otra posibilidad. Por muy retorcida que hubiera demostrado ser Olga dejándola del modo en que lo hizo no era el tipo de persona de la que se podía esperar una infidelidad. Ella siempre había presumido de ser alguien honesto y sincero. De hecho Ruth se había enzarzado en agrias discusiones con aquellos que se atrevieron a aventurar que la verdadera razón de la ruptura debía ser a causa de una tercera persona.
Hace año y medio ella y Ruth volvieron a tener un trato, si bien no muy estrecho, sí al menos cordial a raíz del nacimiento de la hija de Olga y de su propia intención de enterrar el hacha de guerra aduciendo que, después de todo, Ruth había sido una persona importante en su vida. No es que se vieran a menudo. Para ella Olga era alguien que no quería tener demasiado cerca aunque el tiempo le hubiera dado la serenidad suficiente como para tratarla sin sacar a flote viejos rencores. Y entonces sucedió.
Fue el verano anterior. Poco antes de que Sara se trasladara a Madrid. Olga y Eva la invitaron a su casa a tomar café. Hacía mucho que no se veían y la niña ya había cumplido un año. A Ruth no le apetecía mucho pero accedió, más por ver a esa niña que se llama como ella que por ver a sus progenitoras. Fue a su casa, jugó con la cría, tomó café con sus madres y mantuvieron una insustancial charla de circunstancias. En un momento dado la pareja, ajena a la presencia de Ruth, se puso a bromear acerca de la fecha de su aniversario y Eva se la recordó a Olga con precisión. Una precisión meridiana. A Ruth no le hizo falta ni calcularlo con demasiado ahínco. La resta de los años que llevaban juntas arrojaba un clarificador resultado. Su relación empezó seis meses antes de que la de Ruth con Olga se rompiera. Seis meses antes. Medio año de mentiras y falsedades. De infidelidad.
Sólo por la mirada esquiva que le dirigió Eva al decirlo supo que lo había hecho a propósito. Era el último movimiento de su juego, de esa batalla que, en el fondo, siempre había mantenido desde que las tres se conocieran por conseguir a Olga. Un movimiento que, además, le permitía no sólo tener la satisfacción de haber logrado su objetivo sino de haber humillado a su adversaria. Olga también se dio cuenta del desliz de su novia. Miró a Ruth con temor y vergüenza. Ella le sostuvo la mirada esbozando una amarga sonrisa. Luego, sin decir nada, dejó la taza de café sobre la mesa, recogió su bolso y se marchó. No volvió a ver a Olga. Y ella, por supuesto, no volvió a dar señales de vida.
En muchos momentos de los cuatro meses que estuvo separada de Sara pensó hasta qué punto esa revelación había afectado a lo que sucedió después. A los miedos, a los agobios de Ruth al ver que su relación a distancia con Sara se convertía en una relación que apuntaba a una futura convivencia. Sabía que Sara la quería y que vivir con ella podría ser estupendo. Y Sara no parecía el tipo de persona propensa a la infidelidad. Pero tampoco Olga parecía serlo. Y lo fue. Y con Sara ya en Madrid, conviviendo con ella hasta que pudiera ocupar la habitación en el piso compartido que Pilar dejaría libre cuando se casara, Ruth se dejó llevar por un miedo irracional que la paralizó por completo. Y por muy fácil que ahora resulte culpar a Olga y unos hechos que sucedieron años atrás, se da cuenta de que algo tuvieron que ver. Que la removieron por dentro y rompieron su confianza en la pareja.
Está claro que lo de Sara con Lola no es comparable. Para empezar ellas estaban ya separadas cuando la chica apareció en las vidas de ambas. Y Lola tampoco había sido la única con la que Ruth se había acostado en esos cuatro meses. Pero lo de Ruth fue una mera cuestión sexual, de desahogo, de vía de escape para anestesiarse. Sara se implicó emocionalmente con alguien. Si Ruth no hubiera vuelto a aparecer es posible que ahora estuvieran juntas. Eso es lo que le escuece. No podría decir por qué pero le escuece. Y le duele. Y vuelve a sentir ese miedo irracional que la paraliza por dentro.
La noche va pasando y sigue sin poder dormir dándole vueltas continuamente a lo mismo. El despertador suena sin que haya cerrado los ojos más de quince minutos. Se levanta con desgana y se ducha. Sale de casa sin desayunar y se dirige a la oficina. A ratos el trabajo consigue que se olvide del tema pero cuando menos se lo espera vuelve a cruzar por su mente. El día se le hace eterno. Sus compañeras la ven ausente y se lo hacen notar pero ella lo niega. Sólo dice que está cansada, que no ha dormido bien, que últimamente las cervicales no la dejan descansar bien.
Al final de la tarde, cuando ya todo el mundo se ha ido, Ruth continúa encerrada en su despacho. Mira fijamente la pantalla del ordenador sin verla realmente. Siente que necesita hablar con alguien. Alguien que no sea Sara y que sea lo más ajeno posible a toda la historia. Agarra el móvil y repasa su agenda de teléfonos. La repasa tres veces. Y al final deja el móvil a un lado dándose cuenta de que no tiene nadie a quién acudir. Que se ha distanciado demasiado de todas las personas que podrían escucharla. Sara no fue la única a la que hizo daño, no fue la única perjudicada por sus miedos y sus dudas, por su pueril inseguridad. No puede acudir a esas personas ahora, después de cómo se ha comportado en los últimos meses. Siendo sus amigos deberían perdonarla pero es ella la que no se siente con fuerzas para pedirles perdón.
Apaga el ordenador y recoge sus cosas. Sale de la oficina y se va a casa arrastrando su propio orgullo a cuestas.