… Y en el camino nos encontraremos

Son casi las seis de la mañana y Lola no ha dormido en toda la noche. Ha dado tantas vueltas en la cama que las sábanas se han convertido en un revoltijo en torno a su cuerpo. Cuando la tensión de no poder dormir se volvía insoportable, agarraba su portátil, que descansaba bajo la cama, y se metía en Internet esperando que la vista se le cansara y así le entrara sueño. De nada le servía. Apagaba el ordenador creyendo notar cierto sopor y cuando trataba de coger la postura que le permitiera quedarse al fin dormida, se desvelaba de nuevo. Y si sólo se tratase de una noche aislada no le importaría demasiado. Sin embargo lleva el último mes así. Durmiendo sólo cuando su cuerpo extenuado no aguanta ni un minuto más y cae en la inconsciencia durante unas pocas horas. Tiempo que le resulta insuficiente pero que no puede alargar hasta alcanzar el descanso reparador que necesita.

Y todo desde aquella mañana en que creyó que comenzaba su felicidad y lo que realmente dio comienzo fue una desdicha aún mayor que la que ya la acompañaba.

Durante el último mes ha visualizado en su cabeza mil veces lo sucedido en esas pocas horas que transcurrieron desde que Sara la llamó aceptando su proposición de quedar hasta que la acompañó, junto a Juan, a su casa. Sara, todavía atontada por los calmantes, prometió que hablarían en cuanto se repusiera. Pero no lo hizo. A los tres días de aquel episodio tuvo que ser la propia Lola quien la llamase a ella para saber cómo se encontraba. Su voz sonó serena al otro lado de la línea. Serena pero incómoda. Reacia a hablar con ella. Le dijo que ya estaba mucho mejor y que hablarían más adelante. Dicho esto se apresuró en despedirse y colgar. Lola se quedó con el móvil pegado a la oreja durante muchos segundos más escuchando el vacío. La única explicación que le podía dar al cambio de actitud de Sara con respecto a ella era a causa del hecho de que Lola se hubiera acostado con su exnovia. Y si bien sería lógico si Lola hubiera estado al corriente de quién era Ruth cuando lo hizo, la realidad era que nunca había sabido nada, que para ella Ruth y Sara habían sido dos personas distintas de las que nunca imaginó que tuvieran alguna vinculación entre sí. Lola no tenía la culpa de lo sucedido. Ni de que Ruth hubiera sido una hija de puta con Sara ni de, por esas retorcidas circunstancias que a veces tiene la vida para desarrollarse, haberse acostado con Ruth cuando para Lola no era más que un rostro vagamente conocido por haber asistido a la fiesta que dio meses atrás.

Ya ha transcurrido un mes de todo aquello y Lola no entiende cómo todavía continúa pensando en Sara con esa insistencia. Se dice a sí misma que sólo fue una noche, que no hubo tiempo para conocerse, para establecer vínculos sólidos. Se ha acostado con muchas mujeres a las que no volvió a ver y ninguna de ellas se le quedó tan clavada dentro. La propia Ruth, sin ir más lejos. Si en algún momento albergó hacia ella algún tipo de sentimiento más allá de la pura atracción física, este se diluyó al ver cómo la trató. Y eso es un motivo más para desesperarse. Si lo que vio en Ruth es su comportamiento habitual no logra entender cómo Sara ha podido sufrir tanto por su culpa. Cómo, varios meses después de haber sido abandonada por ella, tenía tal poder sobre su voluntad como para que el hecho de que Lola hubiera mantenido contacto con Ruth le provocara una crisis. Ruth no le pareció el tipo de persona por la que otra pierde la cabeza. Sara, en cambio, sí lo es. Y Lola siente cada vez más como cierto que está perdiendo el norte por ella. Aunque sólo fuera una noche el reducido espacio de tiempo que compartió con Sara.

Lola ya intuía que pasaría algo así cuando encontrara a una mujer que le gustara de verdad. Por eso siempre le ha dado tanto miedo enamorarse. Desde que puso el pie en Madrid para empezar la facultad y, a la vez, comenzó a dejarse caer por el ambiente tuvo muy claro que enamorarse de una mujer sería su perdición. Optó por la promiscuidad indiscriminada como medida de seguridad para que eso no ocurriera. Alternaba con unas y con otras pero sin dar carta blanca a ninguna. Y a las que intentaban iniciar algo más serio les paraba los pies inmediatamente aduciendo la típica excusa de que no estaba preparada para una relación. Pero en realidad es que no quería. Le aterraba. Aunque en el fondo lo anhelase. No quería sufrir por ninguna. Y tampoco quería que ninguna sufriera por ella al ver que no podían obtener lo que esperaban. Lola había sido cobarde todo ese tiempo. Cobarde, temerosa e infantil. Y justo cuando creyó que era el momento de abrirse a alguien le asestaban esa puñalada que tanto había estado temiendo recibir.

¿Por qué Lola ha actuado así durante los últimos cuatro años? Siempre hay una causa para todo. Y la de Lola es que ella ya se enamoró una vez. Y se mantuvo enamorada, entregada, fiel a lo largo de tres años. De los quince a los dieciocho. Cuando no era más que una niña convirtiéndose en mujer, inexperta en el amor e inexperta también en la vida. Y esa historia, la de su primer amor, la primera y, hasta ahora, la única que la había marcado de un modo indeleble el corazón, acabó mal. Como muchos primeros amores. Como muchos amores que ya no son los primeros y de los que se espera que sean los últimos y definitivos. Lola sintió que daba todo por ese primer amor, por Fran, su único novio, su única pareja hasta la fecha. Una relación que duró casi tres años y que la enseñó cuánto puede llegar a doler amar a alguien hasta la obsesión.

Ahora, con algo más de experiencia vital, Lola mira hacia atrás y no ve más que una historia típica y tópica de amor adolescente. Fran, el chico más guapo del pueblo, un par de años mayor que ella, siempre a lomos de su moto, coqueteando y seduciendo con cada guiño y mirada. Ella, Lola, de la que también se decía que era de las más guapas pero que también era de las más inexpertas, recién salida del cascarón, que acababa de dejar de ser una niña gordita y acomplejada a la que nadie prestaba atención a explotar en una voluptuosa pubertad de sinuosas curvas. Era hasta lógico que acabaran juntos. E igual de lógica, aunque retorcida, fue la relación que tuvieron. Dependiente, apasionada, destructiva y beligerante. Fran le era infiel a menudo. Ni siquiera se molestaba en ocultarlo. Lola callaba y aguantaba, demasiado temerosa de perderle y, por ello, dispuesta a hacer la vista gorda y mirar hacia otro lado cada vez que sospechaba o le decían que Fran había estado con otra. Así aguantó tres años. Tres años de continuos altibajos, de rupturas desgarradoras y reconciliaciones a renglón seguido en las que Fran prometía no volver a engañarla y Lola se juraba a sí misma que no volvería a aguantar su engaño.

Pero volvía a aguantar. Siempre volvía a aguantar y callar.

Probablemente habría seguido esa dinámica durante mucho tiempo más de no ser por la ruptura que supuso trasladarse a Madrid. A ese piso que sus padres le pagan religiosamente cada mes. Ese refugio de diseño hecho a su medida. Una nueva vida que le abrió las puertas en el mismo momento en que su avión aterrizó en Barajas. Lola ni siquiera barajó la posibilidad de cursar la carrera en las universidades de su provincia. Sabía que debía alejarse de todo y de todos cuanto antes. Esa era su oportunidad. Tenía dos motivos de peso para hacerlo. Uno, alejarse de Fran. Otro, dar rienda suelta a su atracción por las mujeres en un lugar en el que nadie la conociera.

Porque Lola, pese al tiempo pasado junto a Fran, sabía que también le gustaban las mujeres. No necesitaba haber estado con ninguna para comprobarlo. Esas cosas se saben. Es algo en las entrañas, un pinchazo de inquietud y ansiedad cuando se descubría mirando a la chica de la peli en lugar de al héroe, una euforia nerviosa y descontrolada cuando por casualidad la película en cuestión contenía alguna escena subida de tono entre dos de las actrices. Eran esas oleadas de calor subiéndosele a la cabeza las que le indicaban, sin ningún atisbo de duda, que las mujeres le atraían. Y que quizá le atrajeran de un modo mucho más intenso que los hombres. Porque, a decir verdad y dejando a Fran aparte, nunca se había sentido demasiado interesada por los chicos de su edad. Ni por los mayores. Ni por los ídolos de temporada de las revistas de quinceañeras. En cambio sí que le interesaban, a menudo rayando en la obsesión, las chicas. Amigas, profesoras, cantantes, actrices… Casi cualquier integrante del sexo femenino podía llegar a cautivarla y subyugarla. Era una atracción visceral y descomedida, sexual pero también muy emocional. Lo de Fran podría considerarse fruto de las circunstancias. Se enganchó a él a falta de algo mejor y acabó dejándose atrapar en sus redes hasta enamorarse. Si en lugar de él hubiera aparecido una «ella» de las mismas características, Lola habría perdido la cabeza sin remedio.

Y si con Fran la relación había sido tan intensa que dolía a Lola lo que le asustaba era que le pasara algo así con las mujeres. Porque sabía que pasaría. Porque lo que sentía por ellas era mucho más virulento. Si se enamoraba de una mujer lo haría hasta el tuétano, sus sentimientos y emociones se desbocarían como un caballo encabritado. Así que decidió, nada más llegar a Madrid y conocer chicas en el ambiente, que ella nunca se enamoraría. Se construyó una poderosa armadura que el amor no pudiera penetrar sino que, al contrario, rebotase muy lejos de ella. Se convenció a sí misma de que era fría e insensible, de que nada la afectaba ni podría hacerlo. Abanderó el egoísmo como única consigna y se comportaba siempre de manera despreocupada e impersonal con los sucesivos ligues que iban apareciendo con la misma facilidad con la que luego desaparecían.

Quizá eso ha sido el detonante del cambio interno que viene sufriendo desde hace un tiempo. Quizá ese modo de vida la haya agotado y quemado por dentro. Quizá lo que necesitase era dejar de estar sola. Intentar abrirse a alguien, querer y dejarse querer, acostumbrarse a pensar en plural y no en singular como ha estado haciendo hasta ahora. Y piensa que debe tratarse de eso porque cuando estuvo con Sara se sintió completa, calmada, feliz, satisfecha y convencida de haber encontrado a una mujer con la que podría comenzar eso que parecía hacerle tanta falta.

Se levanta de la cama. Aún no son ni las ocho de la mañana. Cree que es domingo pero bien podría ser miércoles. Hace mucho que dejó de distinguir los días. Antes podía hacerlo gracias a la programación televisiva pero al mudarse a Madrid también cambió de hábitos. No quiso comprarse un televisor, no quería intoxicarse con la realidad más de lo necesario. Y pronto se dio cuenta de que con el proyector y el ordenador de sobremesa tenía suficiente. Puede pasarse horas viendo películas y series descargadas previamente de Internet. No necesita atontarse con ninguno de esos programas basura que se emiten en televisión.

Decide darse una ducha para sacudirse el sopor. Aunque aún es marzo deja que el agua fría caiga sobre ella a intervalos con la caliente. Mareada por los cambios de temperatura, sale del cuarto de baño y se viste. Con el cabello mojado entra en la cocina para prepararse un té. Luego se va hacia el salón con la taza humeante entre las manos, casi quemándose con ella. Se recuesta en uno de los sofás. Paco trata de subirse también sin resultado. Lola lo agarra por la piel del cuello y lo alza hasta dejarlo en el hueco de sus piernas. Momentáneamente tranquilo, el perro se tumba a sus pies, suspirando con satisfacción. Ella deja perder la mirada a través del ventanal del balcón que tiene más cerca, dispuesta a ver pasar el tiempo sin hacer nada. Nada de nada. Porque no tiene nada que la haga reaccionar.

Y la mañana va pasando hasta convertirse en media tarde. El día es nublado y mortecino, sin brillo alguno. Igual que su ánimo. Apenas sí se nota que las horas van sucediéndose. Sólo cuando va cayendo la noche se aprecia algún cambio. Y ella sólo se levanta del sofá para ir al baño y para coger su portátil. No cree tener fuerzas para nada más. Se limita a vegetar como lleva meses haciendo. Sólo que esta vez parece ser aún más desolador. Ya ni siquiera sus amigas han llamado para preguntarle si saldría. Seguramente no quieran escucharla hablar de Sara otra vez. Pero es que Lola no puede dejar de hablar de Sara, de darle vueltas a lo sucedido, aunque ya haya pasado un mes. No puede. Es superior a sus tuerzas.

Se ha preguntado muchas veces qué habría pasado si el mechero de Sara no hubiese dejado de funcionar en ese preciso instante. O si Ruth no se hubiese dejado el suyo en su casa provocando que Lola, en un intento de complacer a Sara, hubiera acudido en su búsqueda. O si ella no hubiera roto sus propias normas y le hubiera dicho a Sara que prefería que no fumase en su casa. ¿Habría cambiado eso las cosas? Seguramente sí. El nombre o la presencia de Ruth no hubieran sobrevolado sobre ellas. Y si, con el tiempo, hubiera salido a la luz está segura de que el descubrimiento no habría sido tan dañino.

Pero ocurrió. Y elucubrar acerca de lo que habría podido pasar de no haber ocurrido no cambia nada. Sara no ha querido volver a verla. No la ha llamado, no le ha mandado ningún mensaje. Y Lola tampoco ha hecho nada. La llamó esa única vez para saber cómo estaba y no se atrevió a volver a hacerlo. El temor a la decepción era mucho mayor que el ansia por saber de ella. La decepción de haber creído que alguien era especial y descubrir que sólo se trataba de un espejismo.

También ha pensado en escribirla. A Lola se le da bien escribir. Por eso quiso estudiar Comunicación Audiovisual. Quería contar historias, conmover a la gente con ellas. Siempre se la ha dado bien transmitir sentimientos. Aunque ha estado mucho tiempo sin escribir a causa de ello, de la ausencia de emociones que ella misma venía sufriendo, ahora todo sería distinto porque siente tantas cosas que podría escribir sin parar horas y horas y no acabar nunca de expulsar todo lo que le bulle en la cabeza. En su mente redacta interminables cartas a Sara explicándole cómo se encuentra, todo lo que le hizo sentir en esos pocos momentos que compartieron y todo lo que no entiende de su comportamiento posterior. Le contaría lo mucho que lamenta lo sucedido con Ruth pero sabe que, muy probablemente, se le colarían algunos reproches entre líneas. Y a la gente no le gusta que le pongan la verdad en la cara. No quieren escuchar, ni para bien ni para mal —mucho menos para mal—, lo que piensan de ellos. Tampoco admitir que se hayan podido equivocar. O que su actitud está dañando a otra persona. La gente siempre piensa que actúa correctamente, que son razonables y consecuentes, que tienen motivos para hacer lo que hicieron y muchos argumentos —aunque se contradigan entre ellos— para demostrarlo. Y la realidad es que en muy raras ocasiones lo son.

De todas formas, por mucho que quiera exponerle por escrito sus sentimientos, no puede hacerlo. Ni tiene un e-mail a donde enviar esa hipotética carta ni cuando estuvo en su casa se quedó con la dirección porque saliendo del centro todas las calles le parecen iguales. El único modo que tiene de ponerse en contacto con ella es llamándola por teléfono. Eso o contar con que la casualidad haga que se crucen como las primeras veces que se vieron. La primera opción no le convence porque intuye que, como la otra vez, no querrá prolongar mucho la llamada. Con la segunda no se puede contar porque, aunque la casualidad hizo que se cruzaran varias veces, ahora podrían no volver a cruzarse nunca. Lo más lógico y también lo más práctico sería olvidarse de ella. Porque ni en el supuesto de que pudiera enviarle una misiva que intuye desesperada, no cree que hacerlo cambiara mucho las cosas. Ya nadie se emociona con las cartas. Más bien al contrario, lo consideran inconvenientes intrusiones en su vida, sobre todo si su remitente no es quien esperan o les dicen en ellas cosas que no quieren escuchar.

Pero ¿cómo se logra olvidar algo que no llegó a suceder?

Algo que se quedó a las puertas pronunciando promesas que la realidad ha impedido cumplir. Una historia que prometía y que no se pudo seguir escribiendo. ¿Cómo se borra a alguien que entra en tu vida por la puerta grande y haciendo todo el ruido posible y luego sale a hurtadillas por la ventana? Lola no lo sabe. Y es entonces cuando la ira la consume como jamás lo había hecho. Porque no es capaz de olvidar a Sara. La echa de menos en la misma medida en que recordarla hace que le hierva la sangre de la pura rabia de sentir que tardará mucho en dejar de hacerlo.

Sus amigas no le son de mucha ayuda. Le restan importancia a lo sucedido. Lola supone que no les cuadra esa obsesión por alguien en una persona que ha demostrado tanta indiferencia por las relaciones. A la que, de hecho, nunca han visto que haya mantenido una. La cortan tajantemente, aconsejándole que deje de darle vueltas, que ya se le pasará, que no es para tanto y, a continuación, cambian de tema. En el fondo no le sorprende su reacción. Aunque sí el hecho de que las haya considerado amigas suyas cuando, en realidad, no son más que compañeras de juergas. Quedan para salir y si se ven entre semana sólo es para hablar de lo que pasó el fin de semana anterior o lo que podría pasar al siguiente. Son frivolas y superficiales. Nunca hablan de nada trascendente sino que matan el tiempo con trivialidades y lugares comunes. Lola sabe que no es sólo con ella. Es consciente de que ninguna sabe apenas nada de las vidas de quienes la rodean. No interesa profundizar en los miedos y anhelos de cada una, en lo que sienten cuando están solas en la cama y hacen repaso mental de lo que les preocupa o les ilusiona. Sólo importa lo que pasa por las noches, en la calle, en los bares, con la gente que se deja ver por esos escenarios. El resto es accesorio y superfluo. Sin importancia.

Y Lola ahora se siente más sola que nunca. No tiene a nadie en quién confiar, nadie a quién contarle sus pesares y, mientras tanto, su dolor continúa creciendo imparable, oxidándole el corazón, haciéndole perder toda esperanza. No es que desfallezca al primer intento pero ese obstáculo en el camino ha aparecido en el peor momento posible.

Paco la mira desde el suelo con expresión lastimera. Tumbada en el sofá, Lola le devuelve la mirada y se da cuenta de que no le ha bajado en todo el día. Probablemente el animal no haya podido aguantar y se encuentre con que ha apaciguado su vejiga o su intestino en algún rincón de la casa. Aliviada de hacer algo que no implique pasividad, pega un brinco y se levanta. Paco la sigue alegremente bufando con esa respiración asmática propia de su raza y contento ante la perspectiva de ir a la calle. Ella se pone una chaqueta, le engancha la correa al perro, coge bolsas para los excrementos y sale del piso.

El aire frío entra en sus pulmones casi cortándole las vías respiratorias y se da cuenta del mucho tiempo que lleva encerrada en el piso. La luz escasea y las farolas ya están encendidas. Se deja llevar por Paco, que tira fuertemente de la correa mientras olisquea todo lo que encuentra a su paso. Paseando por entre las callejas se van acercando a la plaza de Chueca. No hay casi nadie por la calle. La tarde amenaza lluvia y la gente ha preferido refugiarse en el interior de los locales. Al pasar junto al Baires Lola no puede reprimir la tentación de mirar en su interior pese a no saber cómo reaccionaría si encontrara a alguien conocido sentado en alguna de las mesas. Por suerte las caras que llenan la cafetería no pertenecen a nadie de su entorno. Continúa bajando por la calle Gravina, dejando atrás la plaza, hasta donde la calle empieza a nombrarse como Almirante. Piensa en seguir caminando hasta Recoletos y luego dar la vuelta. Y así lo hace. Al pasar junto a una sucursal de CajaMadrid se fija en un chico que está apoyado en el capó de un coche de cara a la calzada. Muchas veces Lola ha escuchado decir que en esa calle suelen apostarse chaperos en busca de clientes. Observa de reojo al chico mientras le sobrepasa y piensa que no tiene pinta de ganarse la vida vendiendo su cuerpo pero también sabe que las apariencias siempre engañan.

Dobla la esquina y pasa junto al Café Gijón. Algún día podría venir aquí a desayunar, a sentir el ambientillo literario aunque sólo sea por permanecer un rato en un lugar tan emblemático. Lo anota mentalmente en un intento de aplacar la pasividad de su existencia. Al volver a doblar la esquina para subir por Prim nota cómo empieza a lloviznar levemente. Aprieta el paso y en la esquina de Augusto Figueroa con Barbieri decide atajar por la plaza de Chueca. Al comenzar a atravesarla arrecia la lluvia. Paco gime y acelera el paso. Lola encoge los hombros y agacha la cabeza. En el otro extremo de la plaza divisa a una pareja de chicas que, antes de seguir cruzándola en dirección opuesta a ella, se detienen para abrir un paraguas. Con él ya abierto y cubriendo sus cabezas se miran y se besan. Lola las observa sin mucho interés, sólo porque se encuentran en su campo de visión. No las ve realmente. Pero al ir acercándose a ellas, siente cómo se le para el corazón al reconocer a ambas. Junto con el corazón, la sangre también se detiene, concentrándose en sus sienes y oídos. Y es entonces cuando Lola no puede dar un paso más. Se queda quieta en medio de la plaza mientras las dos mujeres, ajenas a todo, sólo pendientes de sus risas y de los besos que se siguen regalando, continúan con paso firme. Pero Lola está justo en su camino y por fuerza tienen que reparar en ella.

Cuando el encuentro se produce el rictus de la pareja cambia de súbito. Las sonrisas desaparecen, las bocas se abren como si quisieran dejar salir palabras que los labios no pueden pronunciar. La expresión de Sara es de culpabilidad, no es capaz de sostenerle la mirada a Lola. La de Ruth es de ingrata sorpresa. No entiende por qué esa chica se ha parado frente a ellas como si esperase una respuesta a algo cuando quedó claro en su momento que lo que hubo entre ellas fue lo que fue. Pero su cara cambia cuando empieza a comprender que la cosa no va tanto con ella como pensaba al comprobar que a quien mira Lola es a Sara. Y Sara agacha la cabeza incómoda y pesarosa. Ruth mira alternativamente a Lola y a su novia. Una y otra vez. Sin entender. O quizá entendiendo que algo ha ocurrido entre las dos al margen de ella.

Lola se alegra de que la lluvia arrecie más y más a cada minuto. Así ninguna de las dos podrá ver que está llorando, que lo que moja sus mejillas no es sólo agua sino sus propias lágrimas, que, al igual que aquella noche pasada con Sara, afloran silenciosamente a través de sus ojos.

—Me alegro de que ya estés bien —dice por fin tras los escasos segundos en los que se han estado estudiando las unas a las otras. Y lo dice con acritud, con rabia, con ira. Con todos los sentimientos negativos que había estado dejando crecer hacia Sara durante el último mes y que trataba de contrarrestar con todo lo bueno que le hizo pasar.

Sara no contesta. Y Ruth ya no mira a Lola, sólo a Sara. La mira boquiabierta esperando una explicación que no llega. Pero ella agacha cada vez más la cabeza, queriendo desaparecer de allí, ser tragada por la tierra en ese preciso instante para no ser taladrada con la mirada inquisitiva y llena de dolor de Lola.

—Me voy —vuelve a decir—. Ya veo que te dejo en buena compañía.

Y se hace a un lado para proseguir su camino. No mira hacia atrás. Paco tira aún con más fuerza de la correa. Siente tentaciones de girar la cabeza, de ver cuál es la reacción de Sara. Pero no le serviría de nada. Sara ha elegido. Ha vuelto con la persona cuya sola mención le provocó un ataque. La que tan mal la trató, a juzgar por lo poco que ella sabía. Cada cual elige como engañarse y destrozarse la vida pero Lola creyó que Sara sería el tipo de persona con la suficiente decencia como para ser honesta con ella. No pensó nunca que sería de las que esconden la cabeza y rehuyen sus responsabilidades. No pensó que sería como todas. Y ahora se da cuenta de que lo es. Es una más. Como ella. Como la propia Ruth. Una pieza más de un engranaje malvado que siempre se ceba con los más débiles.

Ha caminado tan deprisa que cuando se quiere dar cuenta está frente a su portal. También se da cuenta de que el nerviosismo y la desesperación están guiando sus actos. Sube las escaleras a trompicones. Mete la llave en la cerradura con ansiedad, sintiéndose perseguida, acorralada. Entra en casa y cierra la puerta apoyando la espalda contra ella. El sonido que hace al cerrarse le sirve como detonante para derrumbarse. Su cuerpo se desliza por la superficie de la puerta hasta caer al suelo. Lola llora. Con desconsuelo. Con rabia y furia. Lamentándose por no poder dejar de sentir algo por alguien para quien ella no ha significado nada. Una persona que ha vuelto con la que seguramente la destrozó y le hizo perder la cabeza. Lola no lo entiende. Podría si sólo se tratara de que Sara no tiene interés en ella. Eso le dolería. Pero que quiera volver con su verdugo es totalmente incomprensible. Le hiere en lo más hondo. Le hace sentirse débil e insignificante, incapaz de ser merecedora del cariño de nadie. Una paria. Y cuanto más piensa que sólo pasó una noche con Sara más ridícula se siente. Después de tanto tiempo renegando del amor, ¿le bastó una noche para enamorarse de ese modo? Se insulta a sí misma. Se llama niñata inmadura, crédula, gilipollas, insensata. Se fustiga y martiriza en un intento de hacerse más dura y fuerte y que, descubriendo lo absurdo de sus sentimientos, deje de albergarlos en un pecho que parece estar rompiéndose por momentos.

Paco deambula por el recibidor arrastrando la correa tras de sí. El animal está tan mojado como ella y va dejando sus huellas por toda la tarima. Se acerca a Lola queriendo jugar, lamiéndole y mordiéndole la mano, quizá sintiendo que su ama está triste y tratando de consolarla. Pero eso sólo consigue que el llanto de Lola aumente su fuerza. Nada podría consolarla en ese momento.