Esta madrugada

¿Qué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia química segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional. Muchas veces encontramos a personas que parecen perfectas, hechas a nuestra medida. Con intereses, gustos, caracteres parecidos a los nuestros. Afinidad lo llaman. Sin embargo no nos enamoramos. Puede que hasta nos resulten indiferentes. En cambio sucumbimos a personas con las que no tenemos nada en común, con opiniones y modos de ver la vida que no encuentran eco en nosotros. Que, incluso, son diametralmente opuestos y nos llevan a caer en conflicto con nuestros propios principios. Pero nos enamoramos sin remedio. Cuando eso ocurre los amigos cercanos siempre se preguntan en silencio: «¿Pero qué coño ve en esa persona?». Los amigos no se lo explican pero si nos preguntaran a nosotros tampoco podríamos hacerlo. Es irracional. Es químico. Pero también psicológico. Tal vez la otra persona sea para nosotros la figura de algo que se quedó grabado en nuestro pasado. Quizá la expiación de algún pecado (eso, claro está, para quienes sean católicos, otros pueden echar mano del tan traído karma). O simplemente una dependencia tan absurda y atroz como la que se tiene con una droga. Nos mata poco a poco y con saña pero no podemos prescindir de ella.

Sara sabe que Ruth produce sobre ella el mismo efecto que la droga más dura. Lo sabe, lo acepta y lucha por combatir su adicción. Sabe que Ruth es nociva. Sabe que debe alejarla de su vida todo lo que pueda. Porque si la tiene cerca no podrá controlarse. Y no por saberlo es más fácil o le cuesta menos. Al contrario. La tentación es más fuerte cuando se identifica el objeto prohibido. Y ella ha pasado cuatro meses alejada de su droga. No la ha visto, no ha tratado de tener ningún tipo de contacto. Las únicas noticias que le han llegado durante ese tiempo era lo que le contaban sus amigos y tampoco eso era mucho. ¿Por qué reaccionó así al darse cuenta de que se acababa de acostar con una persona con la que también Ruth se había acostado? Sara no sabría explicarlo. Reaccionó de un modo visceral. No pudo controlarlo. Fue como si Lola hubiera tenido rastros del sabor de Ruth en su cuerpo y ella, al absorber esos restos de la droga de la que tanto esfuerzo le está costando prescindir, hubiera sufrido una sobredosis. Saber que una, dos, tres semanas antes, da igual el tiempo, Ruth se tumbó en esa misma cama en la que se había tumbado Sara la noche anterior bastó para que sus nervios sufrieran un colapso.

Pero ¿realmente se trata de amor cuando hablamos de amor? ¿Realmente el amor es la causa de los males que provoca una ruptura? ¿No se trataría en realidad de un síndrome de abstinencia, de un simple mono al faltar la sustancia a la que nos habíamos acostumbrado durante un determinado periodo de tiempo? En ese caso, ¿qué tiempo es el necesario para engancharse a alguien? ¿Sería más difícil desintoxicarse de una relación de nueve años que de una que solamente hubiera durado uno? ¿Son más débiles las personas que en unos pocos meses se enganchan a una persona y más fuertes las que tras años de relación son capaces de dejar atrás a su pareja sin problemas? ¿Influye el tipo de relación que se haya tenido? ¿Puedes engancharte de alguien con quien no has llegado a mantener una relación? ¿Qué papel juega el sexo en todo esto? ¿Por qué Sara no puede olvidar a Ruth, prescindir de su recuerdo, dejarla atrás definitivamente? ¿Por qué no puede aún sabiendo todo el daño que le ha hecho, aún sabiendo que no le conviene, aún viendo ahora, en perspectiva, analizándola, lo mezquina y ruin que puede llegar a ser, lo egoísta y débil que, sin duda, es Ruth? ¿Por qué todavía sigue enamorada de ella? Enamorada de alguien que no la quiso tener a su lado, que la hirió sin medida porque no se atrevía a decirle que no quería continuar pero cuyos actos dejaban meridianamente claro que ni siquiera estaba dispuesta a luchar.

Pese a toda la química que corre por sus venas ahora mismo Sara no puede dejar de pensar. Los sedantes y calmantes que ha tomado le embotan el cerebro pero quizá le están haciendo ver la situación con más claridad. Porque ahora no son los nervios ni el dolor los que dominan su pensamiento. Ahora todo le resbala por encima. Sus sentidos se han vuelto de corcho y sus pensamientos son sólidos por lo que el corcho permanece seco y ligero. Lo suficientemente ligero como para ser objetiva y preguntarse por enésima vez las mismas cuestiones pero sin que la angustia la acompañe en su razonamiento. Y se da cuenta de que quizá haya llegado el momento de tomar una decisión drástica. Tal vez esa posibilidad que ha estado alejando, quizá pensando, confiando secretamente, que su relación con Ruth podría arreglarse. Porque nunca se pierde la esperanza aunque esta sea tan pequeña que cueste encontrarla en su interior. Pero sí. Tal vez haya llegado el momento de volver a Barcelona, a su vida tranquila, a todo lo que tenía antes de que Ruth irrumpiera como un vendaval que deja la casa patas arriba y se aleja del mismo modo en que llegó.

La idea la anima. Tanto que se levanta de la cama en la que lleva dando vueltas desde que Juan la trajo del hospital. Se pone una bata sobre el pijama y sale de su habitación. Es casi medianoche del sábado. Sus compañeras de piso han salido. Las escuchó horas antes arreglarse, hablar entre ellas y salir una detrás de otra dejando tras su marcha un completo silencio. Sara se dirige a la cocina a prepararse una infusión. Rebusca en sus estantes y tiene que conformarse con un té a falta de otro tipo de hierbas. Da igual. No le importa que el té la altere. Puede que incluso sea bueno. Alejar un poco el sopor inducido por la química. Llena una taza de agua y la mete en el micro-ondas. Mientras espera oye truenos en el exterior. Unos pocos segundos después escucha el sonido de la lluvia. Se asoma a la ventana y ve cómo comienza a llover torrencialmente. El timbre del microondas suena. Sara saca la taza de su interior, introduce en el agua la bolsita de té y coloca un platillo encima para que la infusión repose. Continúa mirando hacia la calle a través de la ventana de la cocina. Siempre le ha tranquilizado mirar cómo llueve. Observar el agua cayendo del cielo mientras ella está segura y a salvo bajo techo. Le proporciona sensación de calma y relajación. Justo lo que necesita.

Quita el platillo y tira la bolsa de té tras escurrirla. Añade un par de cucharadas de azúcar y sale de la cocina con la taza en la mano. Se sienta en el sofá del salón y bebe a pequeños sorbos sintiéndose más calmada y tranquila por momentos. Sabiéndose a punto de tomar una decisión importante. Una decisión que sin duda será beneficiosa para ella. La distancia hará que olvide a Ruth definitivamente. Ojos que no ven, corazón que no siente. En Barcelona no correrá el riesgo de cruzársela cuando menos se lo espere. No frecuentará a sus amigos, no sabrá nada de ella. Esa misma distancia que tiempo atrás la hizo desearla con más fuerza a cada visita que se hacían será la misma que la cure. Se recuesta en el sofá y respira satisfecha. Esperanzada.

El timbre del telefonillo suena de repente. Sara mira el reloj del vídeo extrañada. No se imagina quién puede venir a esas horas. Podría ser alguna de sus compañeras, tal vez se hayan dejado las llaves. Pero no hace tanto desde que se fueron. Piensa que podría ser una equivocación, alguien que va a otro piso y sin querer ha pulsado el botón del suyo. Pero el timbre vuelve a sonar. Quien quiera que esté abajo debe de estar muy seguro del piso al que está llamando. Sara se levanta del sofá dejando la taza sobre la mesita. Se acerca al telefonillo y descuelga el auricular preguntando quién es. Una distorsionada voz femenina le responde de inmediato.

—Soy yo… ¿Puedo subir?

Aunque en la frase no hay nada que permita averiguar su identidad, Sara pulsa por inercia el botón que abre el portal. Ha reconocido la voz. O ha creído reconocerla. Porque en ese momento le parece por completo irreal que esa persona esté llamando a su puerta. Por un instante incluso piensa que ha sufrido una alucinación auditiva. Que no ha existido ningún timbrazo, que nadie ha contestado a través del telefonillo, que todo ha sido producto de su imaginación, de su largo proceso de desintoxicación.

Aún tiene el auricular en la mano cuando suena el timbre de la puerta del piso. Lo cuelga y dirige esa misma mano hacia la manilla que abre la puerta. Su mente percibe ese sencillo movimiento a cámara lenta. Hay algo de irreal en la escena, algo que no le encaja. Es inesperada. Es casi imposible. Pero no. Tras la puerta está ella. Algo mojada por la lluvia, no demasiado, claro, seguramente el taxi la habrá dejado junto al portal. Ahí está. Mirándola con esos ojos grandes suyos que ahora destilan indefensión, pesadumbre, inquietud. Quizá miedo. Miedo de que Sara le cierre la puerta en las narices. Miedo de que no acepte su presencia allí. Tiene las manos en los bolsillos de los pantalones y un aire dubitativo, como si, a causa del miedo, esperase que Sara le dé una patada en el culo.

Pero Sara no reacciona. Se mantiene en pie, frente a ella, aún agarrando la manilla de la puerta con su mano, bloqueando el acceso al interior del piso con su cuerpo, mirando a Ruth sin acabar de creer que esté allí, plantada en el descansillo. La mira a los ojos. Los tiene algo hinchados pero a Sara le cuesta creer que sea porque ha estado llorando. No tiene mala cara pero tampoco demasiado buena. Sí un poco desencajada, trasmitiendo el mismo temor que sus ojos.

—Hola, Ruth —dice Sara en tono quedo. Sin saber qué otra cosa podría decir. Cuatro meses de elucubraciones acerca de cómo se comportaría el día que la tuviera de nuevo delante de ella no han servido de nada. Cuatro meses imaginando mil y una situaciones, mil y una frases y actitudes no la han preparado en absoluto para ese momento. Ninguna de esas hirientes sentencias que brotaban de su mente al pensar en Ruth acude ahora a sus labios. Sólo un saludo. Y su nombre. Ese maldito nombre pronunciado tantas veces en silencio y con amargura.

—Hola… —corresponde ella sin añadir nada más. Sólo lanzándole una mirada desvalida que Sara no sabe si interpretar como sincera.

Continúan midiéndose la una a la otra durante varios segundos más. Ruth también mira a Sara, que se siente indefensa vestida tan sólo por el pijama y un batín. Y piensa que el contraataque de Ruth la ha pillado demasiado desprevenida. No están en igualdad de condiciones. Ruth debería haberla llamado primero, haber quedado en algún lugar, en caso de que Sara hubiera aceptado verla, y después ya se vería. Llegar hasta la puerta de su casa resulta muy melodramático. Pero sin duda más efectivo.

—¿Puedo…? —comienza Ruth dubitativa—. ¿Puedo pasar?

Sara tarda en darse cuenta de que no es capaz de contestar a esa simple pregunta. Cuando lo hace es ella la que se pregunta a sí misma si va a dejar pasar a Ruth a su casa. Antes de que pueda responderse, su cuerpo actúa por sí solo y se hace un lado, dejando vía libre para que Ruth entre en el piso, cosa que hace de inmediato, antes de que pueda cambiar de idea.

—Gracias —dice Ruth una vez dentro.

Las dos caminan lentamente hacia el salón. Vuelven a quedarse la una frente a la otra. Sara nota que ya empieza a reaccionar cuando una súbita ira empieza a aflorar desde lo más profundo de su pecho.

—Bueno, ¿y se puede saber qué haces aquí? —le pregunta con un tono inequívocamente violento.

—Me he enterado de que has estado en el hospital. Ni siquiera estaba segura de que fueras a estar en casa… ¿Qué te ha pasado?

—Me dio un ataque —responde Sara fríamente cruzándose de brazos.

—¿Un ataque? —pregunta Ruth como si no comprendiera lo que acaba de decir.

—Sí, un ataque. Si prefieres el diagnóstico concreto, un cuadro de ansiedad y depresión con crisis de histeria… Suena bien, ¿eh? —añade con sorna.

—Una ataque… ¿Así? ¿De repente? —pregunta Ruth confundida.

—Así, de repente.

Ruth agacha la cabeza y comienza a caminar por el pequeño salón. Parece a punto de decir algo pero también parece como si no acabara de atreverse. Sara se impacienta. No entiende qué hace Ruth en su casa, por qué ella la ha dejado pasar, qué coño pretende ahora, después de cuatro meses.

—¿A qué has venido, Ruth?

—Estaba preocupada —responde ella alzando de nuevo la cabeza y mirándola—. Juan me llamó hecho una furia contándome que te había llevado al hospital y que yo tenía la culpa de todo y que no me volviera a acercar a ti y…

—¿Y por qué has venido entonces?

—Porque no podía quedarme en casa y hacer como si nada pasara, como si no supiera que estabas mal…

—Qué raro, es justo lo que has hecho desde que me dejaste… Hacer como si nada hubiera pasado.

Una mueca de dolor deforma el rostro de Ruth. Sara casi diría que está a punto de llorar.

—Lo sé. Por eso he venido. Porque he sido una hija de puta todo este tiempo…

—¡No me digas que te sientes culpable! —exclama Sara incrédula y llena de ironía.

—Sí, me siento culpable.

—Pues has tardado mucho en hacerlo…

—Lo sé…

—¿Qué es lo que quieres, Ruth? ¿Qué haces en mi casa? ¿Por qué has venido? —inquiere Sara exasperada, descruzando los brazos y acercándose a Ruth para encararla.

Ella se echa un paso hacia atrás, momentáneamente asustada por el arranque de Sara. No contesta. Se limita a mirar a Sara con expresión compungida y los ojos vidriosos.

—Te echo de menos… —dice al fin.

—¡Acabáramos! —exclama, casi grita, Sara—. ¡Ahora resulta que la misma que me saca a patadas de su vida se arrepiente y me echa de menos! ¡Eres increíble, Ruth! ¡Sólo eres capaz de pensar en ti!

—Lo siento… —murmura Ruth.

—¿Qué? ¿Qué lo sientes? ¿Qué coño sientes? ¿Haberme hecho cambiar mi vida, mudarme de ciudad y poner todo patas arriba para estar contigo? ¿Sientes haberme dejado y haberte comportado como una niñata desde entonces? ¿Qué coño vas a sentir tú? ¡A ti solo te ha entrado complejo de culpa y ahora quieres calmar tu conciencia!

Ruth está visiblemente asustada. La actitud de Sara parece desconcertarla. Y Sara lo sabe. Sabe que ahora es ella quien está jugando con ventaja, martirizándola a conciencia por lo que hizo. No le preocupa. Tiene todo el derecho del mundo a hacerlo. Ruth no se merece menos. En rigor casi podría decirse que Sara se está controlando mucho para lo que le hubiera dicho en otro momento. Pero también reconoce que se está poniendo nerviosa. Porque su droga, esa droga que lleva tantos meses intentando apartar de su vida, está de nuevo frente a ella. Tan cerca que le bastaría con estirar el brazo para tocarla. Y eso la desestabiliza justo en el peor momento.

—Puede que no me creas pero… Te sigo queriendo —dice al fin Ruth con un hilillo de voz.

La carcajada de Sara es sonora al escucharla decir eso. Como las carcajadas de los malos de las películas. Forzada y exagerada. Estentórea. Pero algo se remueve dentro de Sara. Esa posibilidad que siempre ha guardado en lo más hondo se despierta de nuevo. Y grita y llora reclamando atención.

—¡Que me sigues queriendo! —dice Sara con un tono cada vez más incrédulo—. ¿Pero es que me has querido alguna vez?

—¡Claro que te he querido! —repone Ruth recuperando parte de su carácter y furia habituales—. ¡Y mucho, aunque no te lo creas! ¡Si no te hubiera querido jamás habría mantenido una relación a distancia contigo! Siempre he huido de ese tipo de historias. Pero por ti lo hice.

—¿Y por qué me dejaste entonces? —inquiere Sara nuevamente.

—Porque sentí que no podía más. Que esperabas demasiado de mí y que yo no podría dártelo… —se excusa Ruth agachando otra vez la cabeza.

—¡Pues bienvenida al mundo real, Ruth! ¡Un mundo en el que las personas esperan cosas de la gente que les importa y nadie se muere por ello! Sólo los inmaduros salen corriendo como tú lo hiciste… —Ruth no contesta. Sara hace una pausa para tragar saliva—. Además, yo nunca te pedí nada. Ahora lo dices para justificar lo que hiciste así que no me vengas con gilipolleces…

—¡Vale! —exclama Ruth alzando también la voz—. ¡Fui un puta inmadura, fui una gilipollas, te destrocé! ¡Trátame todo lo mal que quieras! ¡Me lo merezco! ¡Pero si te digo que lo siento, al menos haz el favor de creértelo! A estas alturas no tengo por qué mentir…

—¿Y por qué no ibas a hacerlo? Sólo quieres lavar tu conciencia. No soportas quedar como la mala de la película…

—Todo este tiempo he aceptado ser la mala de la película. Todo el mundo se ha puesto de tu parte. A ti te entendían, a mí no… Se han ido alejando de mí cada vez más…

—¡Tú te has alejado de ellos! —le corrige Sara—. ¡Tú has sido la que se ha negado a verles porque sabías que no te iban a dar una palmadita en la espalda y a decirte que tenías motivos para hacer lo que hiciste!

Ruth calla. No debe tener respuesta para eso. En el fondo debe de saber que Sara está en lo cierto. Ambas se quedan calladas, respirando agitadamente a causa de la discusión. Se miran a hurtadillas, Sara alterada, Ruth apesadumbrada. Pero Sara enseguida aparta la mirada. No se cree capaz de soportar por más tiempo la presencia de Ruth tan cerca de ella. Pero tampoco tiene fuerzas para pedirle que se vaya. Confía en que los gritos y las acusaciones den a Ruth razones suficientes para marcharse y no prolongar esa agonía. Pero secretamente desea que se quede. Porque es Ruth. Porque llevan mucho tiempo alejadas. Porque la quiere. Y le duele inmensamente ver que sigue queriéndola. Que cuatro meses no han sido, ni de lejos, suficientes para borrar todo lo que siente por ella. Que todo el daño que la ha hecho no ha bastado para superarlo, para superarla. Que aunque sabe de sobra que no le conviene tenerla ni en la esquina más alejada de su vida no puede evitar seguir enamorada de ella.

Sara no la ve venir. Sólo siente el movimiento. Y antes de que se pueda dar cuenta Ruth se ha plantado frente a ella. Justo frente a ella. Cara a cara. Y sabe que está perdida cuando ve el gesto que hace Ruth con la cabeza. Ese gesto inequívoco que la indica que va a besarla. Que la está besando. Y Sara no hace nada por rechazarla. Se queda quieta, se deja besar por Ruth. Y Ruth se transforma de nuevo en droga inundando su cuerpo, tomando posesión de él, conquistando cada trozo de piel que encuentra en su camino, cada músculo, cada órgano vital y secundario, hasta la última neurona de su cerebro. Fluye de nuevo por su sangre, libre, a sus anchas. Involuntariamente Sara la aferra entre sus brazos y corresponde al beso sintiéndose caer en un profundo pozo. Pero no le importa. La droga ha vuelto a traer bienestar a su interior, vuelve a dominarla por entero, doblega su voluntad.

¿Qué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia química segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional… Y Sara se ha inoculado una nueva dosis. Vuelve a dejar que Ruth se instale en su vida. La lleva hasta su habitación. Ambas se tumban en la cama. Sara con el pijama y el batín aún puesto, Ruth todavía vestida. Yacen juntas, muy juntas, abrazadas. Ruth ya no la besa sino que se refugia en ella. La ve llorar. No sabe si son lágrimas de arrepentimiento o de felicidad por estar de nuevo junto a Sara. Ya no hablan. Ninguna palabra sale de sus labios. Se limitan a abrazarse. Fuerte, muy fuerte, como si temieran que fuera un sueño y no quisieran despertarse y comprobar que en realidad están solas.

Sara se siente mareada. Trata de reflexionar sobre lo que está ocurriendo pero no puede pensar con claridad. La sensación de tener a Ruth junto a ella es demasiado fuerte, demasiado abrasadora como para pensar en nada. Los minutos van pasando hasta convertirse en horas. Ruth parece haberse dormido entre sus brazos. Sara la mira y es como si esos cuatro meses que han pasado separadas no hubieran existido. La mira una y otra vez para convencerse de que lo que ve es real.

En algún momento de la madrugada debe de quedarse también dormida. Se da cuenta porque de repente se despierta aterida por el frío. Vuelve a mirar a Ruth. Duerme profundamente a su lado, con una respiración acompasada y una expresión de calma en el rostro. Se incorpora para quitarse el batín y descalzar a Ruth, tirándolo todo al suelo. Luego tapa sus cuerpos con el edredón. Al no notar a Sara junto a ella Ruth se remueve intranquila. Sólo se calma cuando Sara vuelve a abrazarla. Entonces se queda otra vez quieta, satisfecha. Y Sara suspira hondamente. Muerta de miedo y de incertidumbre, de placer y alegría, sin saber qué le deparará el nuevo día cuando ambas despierten y tengan que tomar una decisión con respecto a lo que ha pasado esa noche.

A la mañana siguiente Ruth la despierta sin querer. Es su tacto el que la despierta. Le está acariciando la cabeza, colocándole los mechones de cabello que le caen sobre la cara. Sara abre los ojos y al ver a Ruth frente a ella, mirándola, compartiendo la cama como tantas veces, siente vértigo.

—Buenos días —le dice Ruth con una voz extremadamente dulce.

—Buenos días —responde ella volviendo a cerrar los ojos por un instante, rememorando todo lo ocurrido la noche anterior. Al abrirlos de nuevo se pregunta cómo plantear la pregunta que flota en el ambiente. Pero por una vez es Ruth quien coge el toro por los cuernos.

—¿Esto ha significado algo para ti? —le pregunta.

—Para mí sí. ¿Y para ti?

—Para mí ha significado mucho… —Ruth hace una pausa y traga saliva—. Quiero volver a estar contigo. Quiero que lo intentemos de nuevo, que empecemos de cero.

—Va a ser complicado empezar de cero —le advierte Sara.

—Lo sé —repone—. Pero quiero que lo intentemos. No puedo dejarte escapar.

Sara suspira profundamente cerrando los ojos. Ese suspiro que se ha repetido durante toda la noche en los intervalos en los que se despertaba y comprobaba que Ruth estaba a su lado y que no era ningún sueño. Ni ninguna pesadilla.

—Está bien. Pero tenemos que hablar mucho. No quiero que me vuelvas a hacer daño.

—No te lo haré —asegura Ruth con una convicción casi excesiva. Y lo subraya dándole un breve pero sentido beso en los labios. Después vuelve a acurrucarse junto a ella durante un largo rato en el que no dicen nada. Hasta que Ruth se incorpora súbitamente y le pregunta a Sara si le importa que se dé una ducha, que se siente incómoda después de haber dormido toda la noche con la ropa puesta. Sara asiente con la cabeza tras lo cual Ruth se levanta de la cama y se dirige al cuarto de baño.

Mira el reloj de la mesilla. Es casi mediodía, Sara supone que sus compañeras de piso habrán llegado ya de su noche de fiesta. Lo que no sabe es qué cara pondrán si se cruzan con Ruth. Por poco que les haya contado saben perfectamente quién es. Mira al techo y se da cuenta de que ni ella misma sabe cómo tomárselo. No sabe si dejarse llevar por la euforia o por el miedo. No sabe absolutamente nada. Sólo que sus sentimientos y emociones vuelven a estar a merced de Ruth.

Un móvil comienza a sonar desde el salón. Aunque no reconoce el tono como suyo, se levanta de la cama para averiguar de dónde viene porque necesita ponerse en pie para empezar a tomar conciencia de la nueva situación. El sonido sale del bolso de Ruth. Obedeciendo un extraño impulso, Sara lo abre y coge el móvil. En la pantalla ve el nombre de Juan. Sabiendo que fue él quien le dijo a Ruth lo de su ataque y que no debió ser precisamente delicado al decírselo se pregunta por qué la llamará. Aunque conociendo a Juan es posible que quiera disculparse. Juan quiere demasiado a Ruth como para estar mucho tiempo enfadado con ella. Decide pulsar el botón que descuelga la llamada. Se pone el teléfono en la oreja y contesta.

—Hola, Juan.

A su amigo se le atragantan las palabras al escuchar su voz y reconocerla.

—¿Sara? —pregunta extrañado—. ¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Cómo es que contestas al teléfono de Ruth?

—Ruth se está duchando —es lo único que le dice.

—Pe… Pero… ¿Es que estás en su casa?

—No, estamos en la mía. Vino anoche a ver cómo estaba. Parece ser que alguien le dijo que había estado en urgencias… —le dice con sorna.

—¿Es que…? ¿Es que habéis…? —Sara nota que Juan no se atreve a aventurar lo obvio.

—Sí, Juan. Hemos vuelto —anuncia sonriendo. Una sonrisa a medio camino entre la euforia y la incertidumbre—. Ya hablaremos y te lo contaré todo.