Tiempo

Lola está sola en casa. Algo inaudito si tenemos en cuenta que la mayoría de sus amigas y conocidas han adoptado su piso como base de las más variopintas operaciones con la excusa —acertada excusa, lo admite— de que viviendo al lado de Chueca es lo más lógico. Todo pilla a mano. Quedan allí los viernes y sábados por la tarde para proyectar las noches de fiesta que les esperan. En ocasiones piden comida a domicilio para salir ya cenadas. En otras deciden aún allí a qué restaurante de económico menú acudirán en esa ocasión para saciar su apetito. Y salen del piso con el plan perfilado sabiendo que sólo dos calles les separan de su primera parada. Es como si su casa fuera la línea de salida de una carrera con tantas metas como participantes.

Pero también acuden allí entre semana, a menudo interrumpiendo una soledad deseada y buscada por ella, con la excusa de que pasaban por allí, que han quedado con alguien un rato después y tienen que hacer tiempo, que han salido del trabajo que, por supuesto, también está en el centro y han pensado en hacerle una visita o que necesitan urgentemente un ordenador con conexión a Internet porque están esperando un e-mail muy importante. Cualquier motivo es bueno para llamar a su puerta, esbozar una sonrisa, agacharse a acariciar a Paco y entrar en el piso antes de que ella haya llegado a apartarse de la puerta. En circunstancias normales no le suele importar. Si la pillan haciendo algo, lo aplaza para más tarde. Por suerte, tiempo es de lo que más dispone Lola. Aunque técnicamente es una estudiante universitaria que acudió a la capital desde una remota provincia norteña para cursar Comunicación Audiovisual la realidad es que, tras tres cursos con resultados nefastos, la única vez en que sus pies han pisado el campus durante el último año fue para hacer la matrícula del curso académico vigente. En los últimos meses se ha encontrado teniendo más tiempo libre del que nunca hubiera pensado que dispondría. Tanto tiempo libre, vacío, muerto, agravado por el hecho de que apenas duerme cuatro o cinco horas cada día gracias a un inexplicable insomnio que crece en lugar de desaparecer, ha convertido su vida en una masa informe de días que se parecen unos a otros cuya vacuidad y sin sentido la va anestesiando de un modo imparable.

Por eso hay días como hoy en los que agradece estar sola, en los que esquiva lo mejor que puede la posibilidad de que alguien se acerque a verla, llegando incluso a no contestar al teléfono o no abrir la puerta si llaman. Esos días en los que no quiere ver a nadie, en los que lo único que quiere es regodearse en su propio dolor y soledad. Días en los que no está para nadie porque ni siquiera está para ella misma. Días en los que mirarse en el espejo es un auténtico ejercicio de autocontrol porque en cuanto posa la mirada en su reflejo siente el deseo de huir despavorida. No, no es que se odie a sí misma. Es que se le hace incómodo comprobar que cuando debería estar en lo mejor de su juventud su vida ha llegado a un punto muerto. Nada consigue motivarla, ilusionarla, esperanzarla. Su actitud se vuelve cínica y descreída de un modo tan radical que a veces la asusta. Porque ella no era así antes y no es capaz de recordar el momento en que algo cambió en su interior y la obligó a adoptar esa postura tan desconocida para ella hasta entonces. Porque sólo tiene veintiún años aunque le queden poco más de tres meses para cumplir veintidós. Porque es demasiado joven para sentirse ya tan cansada de todo.

En días como ese se acerca al Starbucks a por café y regresa rauda y veloz a refugiarse de nuevo en su piso. Navega sin rumbo por Internet durante horas, se traga sesiones dobles y triples de películas antiguas sentada frente a la persiana del proyector o se agazapa en un rincón a ver pasar el tiempo con la mirada perdida y la cabeza bullendo de una tensión que hasta ahora no conocía. Una agitación interna que no acaba de explotar, que no suele exteriorizar hasta que, por la causa más nimia, algo se rompe en su interior y estalla en un desconsolado llanto. Le gustaría decir que eso sólo sucede cuando está a solas pero ya han sido varias las ocasiones en las que alguna de sus amigas ha sido testigo y paño de lágrimas de esos arranques emocionales que la dominan cuando siente que no puede más. A su orgullo le duele mostrarse tan vulnerable pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando las lágrimas afloran a sus ojos no puede pararlas por mucho que lo intente.

Su día en soledad transcurre lento y tedioso. Apenas come pero eso es lo habitual en ella. Su alimentación se compone básicamente de café y helado. Tampoco su estómago le pide algo más sólido. Vegeta durante varias horas frente al ordenador con Paco enredando a sus pies. Tiene que apartarle constantemente de los cables del equipo para que no los muerda. Y hoy está especialmente pesadito en su empeño de roer todo lo que encuentra en su camino. Tanto que Lola empieza a agobiarse. Mucho. Y la misantropía con la que se ha levantado esa mañana comienza a transformarse en claustrofobia. Agarra su móvil para mirar qué hora es. Se sorprende al descubrir que sólo son las siete y diez de la tarde. Entonces decide dejar de comportarse como un animal enjaulado que, nervioso y angustiado, da vueltas sin parar por el perímetro de su celda y piensa que salir a la calle no le vendrá mal del todo. Apaga el monitor de ese ordenador que nunca descansa y agarra a Paco para sacarle del salón y cerrar la puerta tras ella. Al soltarle en el suelo del recibidor el perro le lanza una mirada ilusionada pensando que es hora de uno de sus paseos pero Lola avanza decidida hasta su dormitorio para coger una cazadora y su bolso y regresa junto a él sin hacer el menor atisbo de ponerle la correa. Sale del piso y baja las escaleras a buen ritmo. Al llegar a la calle piensa en las posibles opciones que tiene. Laura y las demás le dijeron que estarían esa tarde tomando café por Chueca. No las llama porque sabe perfectamente dónde estarán así que, con paso ligero, callejea dejando atrás Fuencarral y Hortaleza y llega hasta la puerta del Baires. Nada más entrar en el local se queda plantada en medio mirando en derredor. Uno de los camareros la saluda con una sonrisa. Algo normal teniendo en cuenta que es una habitual de la cafetería y que al venir con Paco siempre termina llamando la atención de la concurrencia a causa de las monerías del perro. Pronto encuentra a sus amigas con la mirada, sentadas en la entreplanta del fondo del local, en la misma mesa de siempre, junto al ventanal. Se dirige hacia ellas esbozando una sonrisa guasona. Laura es la primera en percatarse de su presencia. Su cara esboza una mueca de sorpresa y abre mucho los ojos al ver cómo se acerca a donde están sentadas.

—¡Anda! ¿Pero tú no decías que no querías ver a nadie hoy? —le pregunta.

—Ya ves. Me apetecía que me diera un poco el aire —responde Lola cogiendo una silla de la vacía mesa contigua y haciéndose hueco entre sus amigas.

—¿Y cómo es que has cambiado de idea? —le inquiere mordaz Blanca, otra de las chicas del grupo.

Lola se limita a repantigarse en la silla y encogerse de hombros sin perder un ápice de la socarronería que impregna su sonrisa.

—¿Entonces sales con nosotras esta noche? —le pregunta Laura con un brillo picaro en la mirada.

—Depende. ¿Qué plan tenéis?

Lola observa a su grupo de amigas y las escucha mientras le desgranan las alternativas que están barajando. Entretanto el camarero que la ha saludado al entrar se acerca a tomarle nota. Pide una cerveza con limón que el muchacho le trae enseguida no sin antes preguntarle que cómo es que no ha traído a Paco con ella. Da un sorbo a la jarra de cerveza y trata de prestar atención a lo que cuentan sus amigas. Se esfuerza en ello. Pero sabe que se muestra ausente. Ajena. Asiente con la cabeza como si de verdad le importara lo que dicen. Vence a duras penas sus deseos de levantarse y volver sobre sus pasos hasta su seguro y cómodo sofá. Sabe que debe resistir, que no puede ser bueno encerrarse tanto en sí misma.

Pero le cuesta. Al cabo de diez minutos su mente ya está divagando por parajes muy lejanos. Su mirada se pierde, posándose como una mariposa inquieta en las diferentes personas que se reúnen en torno a las mesas del local. Algunas caras le resultan vagamente conocidas, probablemente de cruzarse con ellas en los bares de madrugada. Le resulta curioso que, queriendo huir de la familiaridad y la mirada censuradora de los habitantes de un pequeño pueblo norteño en pos del anonimato de la gran ciudad, se haya instalado en un centro neurálgico gay en donde todo el mundo acaba conociéndose a golpe de cubata, mirada y saludo superficial. Igual que un pueblo. Un pequeño pueblo ubicado en pleno centro de la capital por donde a menudo pasear es un no parar de manos alzadas, miradas de reconocimiento y altos en el camino para hablar con los conocidos.

La puerta del local se abre dejando paso a un hombre y una mujer que vienen juntos. Una expresión de melancolía y desolación se dibuja en sus rostros. Lola piensa que tal vez sean pareja y que hayan decidido entrar a tomar un café para aclarar su relación. O para dejarla, quien sabe. Les ve acercarse y subir los tres escalones que llevan a la entreplanta. Se sientan en una mesa contigua. La mujer se coloca casi enfrente de Lola justo en el momento en que ella se da cuenta de que la conoce. Es la mujer que el otro día se detuvo junto a ella para acariciar a Paco. Le llamó la atención en aquel momento porque fue una de las pocas personas que no hizo aspavientos exagerados al verle ni formuló ninguna de las aburridas y tópicas preguntas que suele hacer el resto de la gente. Se limitó a dejar caer un breve comentario, rascarle las orejas al perro y marcharse. No obstante hubo algo en su actitud, en su semblante, que la intrigó. El mismo semblante y la misma actitud que luce hoy mientras le pide al camarero un café con leche y, a continuación, saca un paquete de tabaco y un mechero de su bolso. Lola la mira fijamente, a sabiendas de que una mirada continuada siempre es respondida con otra. Sea por las ondas cerebrales o por cualquier otra razón es algo que no suele fallar. El observado siempre acaba buscando los ojos que le observan. Pero a esta chica le cuesta captar sus ondas, enfrascada como está en una intensa conversación con su acompañante en la que el pesar parece ser la nota predominante. Sin embargo al final lo hace. Desorientada, mira alrededor como si no supiera qué está buscando y sus ojos se encuentran con los de Lola que continúan mirándola impertérritos. Durante el par de segundos en que se observan mutuamente la mujer parece querer reconocer a Lola y, aunque ella le sostiene la mirada sin inmutarse, no llega a saber con seguridad si habrá conseguido ubicarla en su memoria porque la desconocida, súbitamente incómoda, aparta la mirada de ella y vuelve a dirigirla al hombre con el que comparte mesa. Lola continúa mirándola todavía unos instantes más, como si quisiera memorizar sus facciones y su mueca de infinito desconsuelo. Pero una llamada de atención por parte de sus amigas hace que retorne a su realidad, a la mesa de la que ella forma parte, a los planes que se han estado gestando y que ahora necesitan de su aprobación.

Sara lanza una mirada desvalida a Juan. No deja de ser llamativo que tras la ruptura con Ruth la persona en la que más haya encontrado consuelo sea el mejor amigo de su exnovia. La persona que posiblemente lo tuviera más fácil para tomar partido y apartarse del fuego cruzado que conlleva toda relación rota. Él fue la primera persona en darse cuenta, sin que nadie le dijera nada, de que lo suyo con Ruth había terminado. Del mismo modo que él fue la primera persona que la abrazó tratando de confortarla cuando todo ocurrió, aquel fatídico día de la boda de Pilar y Pitu en que la actitud y el comportamiento de Ruth acabaron de destrozarla. Desde entonces Juan le ha mostrado todo su apoyo, quedando con ella habitualmente para hablar y analizar a Ruth de cabeza a pies, de alma a corazón pasando por ese cerebro complejo e inescrutable del que es dueña. Sara sabe que para él no es nada fácil porque también intenta hacer lo mismo con Ruth, apoyarla y hablar con ella. Aunque se cuida muy mucho de hacer de correveidile. No es su estilo. Y eso le gusta a Sara. La templanza de Juan, su sensatez, su honesta imparcialidad que nada tiene que ver con la supuesta y falsa neutralidad de algunas personas que se ven en situaciones semejantes. Hablar con él es casi lo único que le procura algo de consuelo. Porque, además, él es quien mejor conoce a Ruth, quien le puede aclarar los aspectos más oscuros de su carácter, quien siempre le ofrece un punto de vista distinto y la anima a racionalizar las cosas y no dejar llevarse por la visceralidad que provoca el dolor lacerante de haber perdido a la persona que amaba. Que sigue amando.

—¿Y tú qué crees que se le puede estar pasando por la cabeza? —le pregunta, desconsolada, a Juan. Una pregunta con tintes cada vez más desesperados que va perdiendo el sentido a medida que la formula una y otra vez.

Juan esboza una sonrisa abatida y deja caer levemente la cabeza hacia delante. Se encoge de hombros un instante para tomar aire a continuación y soltar la inevitable respuesta que siempre sucede a la pregunta de Sara.

—No lo sé. Cuanto más intento hablar con ella, más se cierra.

—Porque sabe que se ha portado como una cabrona. Por eso no es capaz de hablar y dar la cara —espeta Sara en un tono repleto de amargura y resentimiento—. Muy típico de ella pensar que se puede ir de rositas y no afrontar las consecuencias de lo que ha hecho… En el fondo no es más que una cría que juega a ser adulta…

Juan asiente y baja la mirada. No responde. Y antes de que pueda hacerlo, Sara arremete de nuevo:

—Es que es verdad, Juan. Todavía no me ha dado una explicación coherente para dejarme. La he tenido que configurar yo a base de frases sueltas y cosas que recuerdo de conversaciones que hemos tenido. Se hace la pobrecita por lo que le pasó con la dichosa Olga pero ella se ha comportado del mismo modo. En el fondo es igual que ella y ha acabado haciendo lo que le hizo la otra. En lugar de superarlo se ha quedado anclada en su papel de víctima… —Sara hace una pausa para tomar aire y encender un cigarrillo—. ¿Qué pretende que haga yo después de un año de relación? ¿Después de haber dejado mi casa, mi trabajo, mi vida en Barcelona por venirme aquí? Porque claro, nunca barajé la posibilidad de que ella se fuera allí. No lo habría hecho ni a punta de pistola. Así que era venirme aquí o seguir con viajecitos para arriba y para abajo hasta agotarnos y dejarlo por imposible. ¿Cómo espera que me sienta cuando al mes de llegar aquí me planta y me da la patada? ¿Acaso piensa que voy a aceptarlo sin más, pelillos a la mar, poner buena cara y saludarla como si nada pasara cuando me la encuentre? ¡Eso es impensable, por el amor de Dios! Me ha jodido la vida. Y si para ella no he significado nada al menos debería saber o intuir o suponer que ella para mí sí lo ha hecho… —Sara se detiene. Se altera demasiado cuando habla de Ruth y su interlocutor no la interrumpe. Se embala y acaba dejándose llevar por la rabia. Nota los ojos vidriosos y se sabe a punto de llorar. Respira hondo y fija la mirada en su vacía taza de café.

Juan le coge la mano con delicadeza pero aún así Sara da un respingo al notar el contacto de su amigo. Le mira indefensa un instante y vuelve a bajar sus ojos hasta la taza.

—Tienes que empezar a calmarte, Sara. Si sigues alterándote así te va a dar un ataque de nervios… —le advierte con un tono tierno y casi paternal.

—Ya lo sé… Pero no puedo evitarlo. Cada vez que pienso en ella se me retuerce todo por dentro…

—¿Has ido al médico? —le pregunta Juan como si fuera algo obvio que tuviera que haber hecho sin falta. Sara le mira confundida.

—No. ¿Para qué voy a ir al médico?

—¿Cómo que para qué? Para que te recete algo para la ansiedad y los nervios. Te vendría bien. En ese estado no puedes pensar con claridad y el dolor se intensifica. No es que unas pastillas vayan a ser el remedio de todo pero te pueden ayudar…

—No quiero tomar pastillas. Ni quiero contarle mis miserias a ningún médico. No me hace falta. No es la primera ruptura por la que paso. Sobreviviré —sentencia con aplomo fingido.

—Que no sea la primera no tiene nada que ver con la forma en que te está afectando. Si quieres puedo acompañarte…

Sara menea la cabeza negativamente con decisión.

—No, no creo que sea una buena idea. Ya pasará… Espero —hace una pausa y se remueve incómoda en su asiento—. Voy un momento al baño, ¿vale?

Juan asiente y se recuesta en su silla al tiempo que Sara se pone en pie y se dirige a los servicios. Cierra la puerta al entrar y se planta frente al espejo. Observa su rostro demacrado con lástima y resentimiento al comprobar de lo que Ruth ha sido capaz. Luego abre el grifo del lavabo y se inclina para lavarse la cara. Vuelve a observar su rostro, ahora mojado. Podría estar llorando pero el agua le impediría ver sus propias lágrimas. Y qué podría importar eso, al fin y al cabo, cuando las lágrimas son una constante en su vida. Vuelve a echarse agua en la cara una y otra vez, encontrando una somera satisfacción al sentir el frío líquido sobre su piel. Cuando se da cuenta de que por mucho que se lave la cara no borrará la tristeza que la adorna, cierra el grifo y coge papel higiénico del cubículo para secarse. Aún frente al espejo se arregla un poco el pelo con los dedos para recomponer su aspecto antes de salir.

Está dando el primer paso hacia la puerta cuando alguien al otro lado la empuja para entrar, dándose casi de bruces con Sara. Por un instante los dos cuerpos quedan muy cerca el uno del otro y es el instante que Sara emplea en darse cuenta de que es la chica que la estaba observando un rato antes desde la mesa de al lado. El mismo instante también en que la reconoce. Pero no es su rostro lo que hace refrescar su memoria sino su olor. Ese olor suave pero penetrante que se le quedó grabado como una promesa prendida en los labios que nadie se atreve a pronunciar. La desconocida dueña de aquel perro con la que se encontró días atrás en la plaza de Chueca no oculta que hace rato que la ha reconocido. La mira fijamente y suelta un escueto «Hola» que parece esperar algo más que el murmullo de Sara devolviéndole un saludo similar, fingiendo sorpresa e incomodidad, desviando rápidamente la mirada de sus ojos y saliendo de los servicios con paso firme sin detenerse en ningún momento ni, mucho menos, mirar atrás.

Regresa a la mesa en la que Juan la espera absorto en su móvil y tecleando rápidamente lo que Sara supone que será un mensaje de texto. Al verla aparecer, teclea aún más apresuradamente y envía el sms. Deja el teléfono sobre la mesa y la mira expectante. Pero Sara ya no tiene fuerzas para continuar hablando de Ruth. Al menos no esa tarde. Echa un vistazo a su reloj de pulsera con despreocupación y a continuación anuncia que se va a casa.

—Como quieras —es lo que único que dice Juan ante su decisión.

Al despedirse de Sara en la puerta de la cafetería, Juan siente un leve acceso de culpabilidad en la boca del estómago mientras sube hasta Fuencarral y enfila la calle en dirección a la Glorieta de Quevedo. Es algo involuntario y visceral porque sabe que no tiene nada de lo que sentirse culpable. Sin embargo que la casualidad haya querido que, en la misma tarde en la que ha quedado con Sara, Ruth haya accedido a que se pase a verla a su casa no es algo que él pueda controlar. Sara necesitaba hablar y no podía decirle que no. Y Ruth… En los últimos dos meses ha sido tan complicado ver a Ruth que siente que no puede desperdiciar ninguna oportunidad que le ofrezca. Porque por mucho que le duela ver a Sara destrozada por la ruptura, le duele tanto o más ver a Ruth en ese limbo de sinsentido en el que se ha instalado. O puede que no le duela más pero se trata de un dolor distinto.

Conoce a Ruth desde que ella tenía veinte años y él veintiocho. Para Ruth él ha sido un báculo en su proceso de madurez, la persona en la que más ha confiado siempre, a quien ha acudido cuando ha tenido algún problema. Su relación se ha cimentado sólidamente con el paso de los años y de las vivencias en común. Ha visto a Ruth ser una niña feliz y enamorada cuando convivía con Olga. Luego la vio hundirse en un oscuro pozo cuando Olga la echó de la casa de ambas sin motivo (o a causa de ocultos motivos de los que se enteraron años después). Estuvo a su lado cuando, para contrarrestar el dolor, su amiga se lanzó en picado al caos, sobrevolando durante las noches de juerga sobre el sexo anónimo y el más que ocasional consumo de drogas que la ayudaban a conjugar el ritmo de un trabajo que le pedía una excesiva responsabilidad con el del desenfreno nocturno. Y fue testigo escéptico, durante los últimos años, de su interpretación de mujer fría y cínica, indiferente con los asuntos del corazón, que salía con unas y con otras como quien picotea en un buffet sin acabar de decidirse nunca por un plato en particular.

Juan conoce a Ruth. La conoce bien. Todo lo bien que se pueden llegar a conocer dos personas teniendo en cuenta que siempre habrá cosas que sorprendan por mucho tiempo que haya pasado. La ha visto sufrir y ser feliz, cometer equivocaciones y aprender de sus errores. Ruth puede llegar a ser muchas cosas pero nunca se le hubiera pasado por la cabeza calificarla de inmadura. Ni que llegaría el día en el que en lugar de afrontar las consecuencias de sus actos, huiría y escondería la cabeza como una avestruz asustada. Ruth no es así. O, al menos, no lo era. Y Juan no acaba de entender cómo su amiga ha llegado a sufrir esta regresión a la inmadurez adolescente que está demostrando ahora. No entiende cómo, después de haber elucubrado y descrito en innumerables ocasiones a la mujer que la haría feliz durante esas conversaciones a solas que tenían ambos en las que Ruth, poco a poco y con esfuerzo, se abría a él y le confesaba sus anhelos y temores más ocultos, cuando esa mujer parece materializarse en alguien de carne y hueso la única reacción que es capaz de tener es la de huir despavorida y sacudirse la responsabilidad contraída con esa persona como quien se quita una pelusilla del hombro.

Sobre todo le choca que eso haya ocurrido cuando la relación cumplía un año y no al principio, cuando hubiera resultado más fácil e, incluso, más lógico hacer lo que ha hecho ahora. Pero no. Ruth aguantó meses de idas y venidas, de puente aéreo y de trenes de alta velocidad, meses de dudas, de incertidumbres, de ausencia de cotidianeidad, de apurar y estirar al máximo los momentos compartidos… No es comprensible que cuando la situación daba un giro hacia la opción más cómoda (y aunque Ruth no quisiera convivir con Sara, ya la tenía viviendo en su misma ciudad lo cual daba al asunto un giro sustancial), Ruth se empequeñeció, se asustó y cerró las puertas de su vida dando un fuerte y sonoro portazo. Juan no puede entenderlo. Y no es el único. Nadie consigue entender a Ruth.

Al llegar frente a su portal siente por un momento algo de irreal en la estampa que ofrece. Se ve a sí mismo plantado frente al edificio de su amiga, llamando al timbre sin obtener respuesta. Aunque la ha visitado en dos o tres ocasiones durante las últimas semanas, cada vez que acude a verla piensa que en el último momento Ruth habrá cambiado de idea y no querrá verle. Conteniendo la respiración alza la mano hacia el tablero del portero automático y pulsa el botón que corresponde a su piso. Por toda respuesta sólo obtiene, al cabo de unos segundos que se le hacen eternos, el sordo ruido que indica que bastará empujar la puerta para entrar en el edificio. Exhala un leve suspiro de alivio y penetra en el portal. Medio minuto después sale del ascensor en la planta del piso de su amiga encontrándose con la puerta entreabierta, invitándole a entrar sin decir nada.

Juan cierra con cuidado y camina con sigilo hasta el salón. En la estancia domina la penumbra y cierto caos sonoro. El televisor permanece encendido pero Ruth está sentada al ordenador mirando la pantalla fijamente mientras fuma un cigarrillo. Los altavoces del equipo despiden música electrónica a un volumen demasiado alto para su gusto. La única iluminación procede de las dos pantallas lo que confiere a la escena un aire espectral. Juan apaga el televisor y enciende una lamparita de pie que hay junto al sofá, devolviendo un poco de realidad al ambiente. Ruth no se inmuta hasta que su amigo se acerca a ella, alarga la mano hacia la base de uno de los altavoces y baja la música hasta que sólo queda un tenue murmullo. Sólo entonces Ruth levanta la vista para mirar a Juan con cierta indiferencia, como si encontrarle a su lado fuera algo tan habitual que no merece la pena darle mucha importancia.

—Hola —le dice volviendo a mirar la pantalla del ordenador.

—Hola —responde Juan en tono guasón por si así consigue despertar a Ruth.

Pero no obtiene ninguna reacción por su parte. Juan se dirige entonces hacia el ventanal para abrirlo y ventilar un poco la habitación cargada de humo. Luego coge una silla, la coloca junto a Ruth y se sienta.

—Bueno, ¿qué? —le pregunta casi un minuto después.

—¿Qué de qué? —masculla Ruth con gesto hosco.

—Que si me vas a decir algo o vamos a jugar a los mimos.

Ruth se encoge de hombros.

—No tengo gran cosa que contar. De casa al curro, del curro a casa, algunas noches de juerga… Lo de siempre. No hay mucho más.

Juan suspira visiblemente crispado.

—¿Cuándo coño piensas dejar de fingir que no te importa lo que ha pasado?

Ruth le mira con una angelical cara de sorpresa.

—No ha pasado nada, Juan. Sólo es una ruptura. Sara lo superará. Y yo también. Nadie se muere por amor —sentencia con sorna.

—O sea que no piensas hablar, es eso, ¿no?

—Si quieres hablar, Pilar debe estar a punto de llegar —anuncia señalando a un punto inconcluso, como si Pilar fuera a aparecer por arte de magia—. Pregúntale cómo va su vida de casada. Seguro que estará encantadísima de enumerarte las virtudes de su flamante esposa.

Juan nota la impotencia y la ira pugnando dentro de él por manifestarse. Ruth puede ser tan exasperante que le entran ganas de darle de bofetadas si así consiguiera hacer que entrara en razón. O que reaccionara al menos. Se siente perdido. No sabe cómo acercarse a ella. Ruth se ha convertido en un muro infranqueable y le ha despojado de escaleras y cuerdas con las que saltar por encima. Al principio pensó que sólo era cuestión de tiempo, que en cuanto pasara el shock inicial Ruth claudicaría consigo misma y, al menos, se abriría con él. Pero no, no se abre sino que se cierra por momentos. No habla de lo que piensa ni de lo que siente. Su rostro, en contraposición al de Sara, demacrado y ojeroso, permanece impasible pese a mostrarse sombrío. No transmite ninguna emoción. Juan mira a Ruth con lástima y piensa que su amiga ha muerto por dentro.

El timbre del portero automático suena por segunda vez esa tarde. Ruth se levanta de la silla ergonómica desde la que preside su escritorio y se acerca al telefonillo para abrir el portal. Luego lleva a cabo la misma operación que un rato antes y entreabre la puerta del piso para que Pilar entre. Sin mediar palabra regresa a su silla y a su pantalla. Poco después su amiga irrumpe en el salón. Por el rabillo del ojo la ve llegar y poner cara de grata sorpresa al ver a Juan junto a ella.

—Llegas justo a tiempo —exclama Ruth—. Ahora que estamos los tres seguro que Juan querrá que haga terapia de grupo con vosotros… —se burla agarrando su paquete de tabaco.

Por el rabillo del otro ojo ve cómo Juan pone los ojos en blanco. Se lleva un cigarrillo a los labios y hace girar la silla ciento ochenta grados de modo que Pilar queda a su derecha y Juan a su izquierda. Enciende el pitillo y mira a ambos alternativamente.

—Chicos, os veo preocupados —se mofa levantándose de la silla y yendo hacia la cocina—. ¿Queréis una cervecita o algo?

Sin esperar respuesta trae tres botellines de Coronitas ya abiertos y las deja sobre la mesita baja que hay frente al sofá. Luego coge la suya y regresa a sentarse en su silla ergonómica.

—Lo siento, me he quedado sin limones —se disculpa tras dar el primer trago.

Juan y Pilar cogen sus cervezas. Pilar se sienta en el sofá. Juan permanece en la misma silla. Durante un par de minutos los tres beben en silencio sin decir nada. Pilar imita a Ruth encendiéndose también un cigarrillo de un paquete que saca de su bolso.

—Bueno, ¿qué te cuentas? —dice esta última rompiendo el silencio.

Ruth se encoge de hombros.

—Lo mismo que le contaba a Juan. De casa al curro y del curro a casa. Con alguna juerguecita de por medio, ¿para qué te voy a engañar? —explica guiñándole un ojo a su amiga.

Ruth se siente acorralada pero ya comienza a acostumbrarse al acoso de sus amigos. Entiende que estén preocupados pero no logra compartir esa preocupación. Todo es mucho más fácil de lo que ellos pretenden aparentar. Sólo es cuestión de tiempo. El tiempo lo cura todo. El tiempo hará que Sara la olvide y ese mismo tiempo seguirá anestesiándola a ella. No deberían darle tanta importancia a lo que ha pasado. No ha ocurrido nada extraordinario. Todos los días hay rupturas, parejas que se rompen, personas que se hunden a causa de ello. Y el mundo no deja de girar. Ruth se limita a afrontar con estoicismo su decisión. No quiere pensar en ello. No quiere pensar en Sara. No quiere pensar en sí misma. Sólo quiere que todo pase y que nadie se empeñe en hurgar en su subconsciente para hacerle psicoanálisis barato.

Aunque por otro lado intuye que todo esto supondrá un punto de inflexión en su vida. Ahora sabrá quiénes son de verdad sus amigos. No le molesta que apoyen a Sara (porque sabe que lo están haciendo aunque se cuiden de no hacérselo saber). Lo que le escuece es que parece que a Sara la comprenden mucho mejor que a ella. Incluso a Juan y Pilar, que son los que más tiempo llevan a su lado, les cuesta entender su decisión. Y para Ruth todo está muy claro. Meridianamente claro. Ella dejó a Sara para no destrozarla del todo. Ahora puede estarlo, sí, por supuesto, pero de haber seguido juntas Ruth sabe que su actitud la hubiera acabado haciendo más daño. Y más vale un dolor agudo y puntual que ir mermando día a día el corazón de Sara hasta despedazarlo por completo. Ella ha hecho lo que debía. Por mucho que le pueda doler a su exnovia. O a ella misma.

—¿Salís esta noche? —pregunta Ruth a sus amigos. Ambos menean negativamente la cabeza.

—¿Y tú? —le pregunta Pilar a su vez.

—Puede que sí, puede que no. Según me dé —responde ella con lasitud e indiferencia dando un nuevo trago a su cerveza.

Ruth está segura de que todos sus amigos piensan que para ella dejar a Sara ha sido muy fácil. Que no le ha dolido, que no le ha importado. Y claro que lo ha hecho. Pero no podía continuar. No podía. Era algo superior a sus fuerzas. Sabe que por mucho que se hubiera esforzado no hubiera conseguido salvar nada. Su relación estaba sentenciada aunque no sabría decir por qué. O quizá sí. Porque ella no puede cambiar aunque lo intente. Ya es demasiado tarde para hacerlo.

Muchas noches recuerda aquel momento en que Sara verbalizó lo que Ruth aún no había sabido cómo decir. La mañana en que Pilar se casaba y ellas estaban esperando a Juan y Diego para dirigirse al lugar del evento. La mirada de Sara se le quedó grabada en la memoria. Esa mirada que la asustó aún más de lo que estaba justamente por lo que representaba. Una mirada dolida y resentida, indefensa y desamparada que la acusaba de estar hiriéndola con saña, alevosía y premeditación. Que sin palabras le estaba diciendo que era una mala persona. Ella no quería que hubiera sucedido así. Pensaba dejarlo para otra ocasión. Aunque ya llevase mucho dejándolo para otra ocasión. Sólo estaba buscando el momento más oportuno. Y, sin duda, el día de la boda de Pilar y Pitu no lo era. Pero Sara quiso que fuera entonces. Fue ella la que puso las cartas sobre la mesa y Ruth sintió que no podía seguir fingiendo que no pasaba nada. Porque sí pasaba y no creía que mentirle en aquel instante fuera lo mejor. Sólo habría servido para enredarlo todo más. Para darle a Sara una esperanza momentánea que haría que cuando la verdad saltase a la luz fuese aún más dolorosa. Y se lo dijo. Bueno, en realidad se limitó a actuar por omisión. La actitud taxativa de Sara, su firmeza al dar por sentada la decisión de Ruth, no admitía discusión posible.

Algunos podrían decir —y quizá lo hayan hecho— que Sara se lo puso fácil. Y no lo fue en absoluto. Sara no quiso hablar después. Y Ruth temía lo que pudieran decirse si comenzaban a discutir. Así que cargó con la culpa, con el peso de ser la mala de la película y dejó que Sara se irguiera en el papel de víctima. Así era mucho más fácil para todos. Sus amigos comunes podrían consolar a Sara y machacarla a ella. Compadecerían a una en su tragedia y tratarían con acritud a la otra en un completo acto teatral en el que cada miembro del elenco de personajes estaba definido por su bondad o por su perversidad. Una obra en la que ella era la zorra malvada de la que se esperaba una pronta redención o de lo contrario se la desterraría para siempre de El País de Nunca Jamás. Curioso que ella siempre se hubiera identificado más con Peter Pan…

De repente se da cuenta de que Juan y Pilar están hablando entre ellos y se descubre asintiendo por inercia a lo que dicen, como si realmente lo hubiera estado escuchando. No hablan de Sara y de ella sino de cosas triviales. Hace girar la silla para mirar qué hora es en el ordenador. Todavía es pronto. Esperará a que sus amigos se vayan, se dará una ducha y saldrá a dar una vuelta por los bares. Eso es fácil. Eso no requiere mucho esfuerzo. Y la exime de pensar demasiado.

En esta ocasión no es como cuando Olga la dejó. No se ha lanzado como una suicida al desenfreno. No se emborracha hasta caer redonda. Ni se deja medio sueldo en polvos mágicos. Bebe lo mismo que antes de la ruptura —mucho en cualquier caso, lo sabe, pero al menos no es más que antes— y no siente la tentación de introducir en su organismo otras sustancias aparte del alcohol y el tabaco. Todo está como siempre. Pero cuando sale no se relaciona con la gente de siempre sino con simples conocidos, esas personas que sólo la han tratado en nocturnas circunstancias, que no saben nada acerca de la ruptura o que, incluso, ni siquiera están al corriente de la existencia de Sara. Pasar tiempo con esas personas consigue que durante un rato pueda evitar pensar en toda la historia. Ellos no le hacen preguntas, ni le hablan como si quisieran obligarla a darse cuenta de una verdad incontestable o admitir algo de lo que no se hubiera percatado. Son relaciones tan superficiales que hasta le procuran un retorcido placer al convertirla en una persona casi sin pasado. Y que mientras vaya pasando el tiempo. Eso es lo único que espera.

Pilar y Juan bajan juntos en el ascensor con el ánimo impotente y cara de circunstancias. Salen del portal hablando de Ruth y Sara y ella tiene la sensación de que en los últimos dos meses no ha habido otro tema de conversación que no hayan sido ellas dos. Y es algo que empieza a agotar su paciencia. Sobre todo porque, mientras todo el mundo da por sentado que la ruptura es total y completamente definitiva, ella no tiene tan claro que sea así. Es como si los demás, de estar tan ocupados consolando a una y otra parte, hubieran obviado cualquier otra posibilidad. Pero Pilar, desde que Ruth mencionara por primera vez a Sara al volver de aquellas vacaciones en Baleares, conociendo a su amiga como la conocía, supo que era el comienzo de una de esas clásicas historias de ni contigo ni sin ti que tanto gustan en las películas y tantos quebraderos de cabeza traen en la vida real. Y esa repentina ruptura cuando la relación parecía encauzarse hacia los típicos derroteros de normalidad y cotidianeidad no hacía sino confirmar sus suposiciones. Tal vez se equivoque pero a Ruth y Sara aún les quedan actos por interpretar.

Y es que Pilar, gracias a su condición de amiga, confidente, comparsa, secundaria y figurante en la vida de los demás ha visto muchas historias como esa. Y a la experiencia vicaria se le une la suya propia que, aunque escasa y habitualmente negativa, le ha enseñado también mucho acerca del comportamiento humano. Las cosas nunca son lo que parecen. Las parejas perfectas ocultan rencores y odios. Las parejas por las que nadie apuesta sobreviven justamente a causa de un enfrentamiento constante que se traduce en una dependencia mutua que les obliga a continuar. Los más honestos y valientes mienten y actúan cobardemente. Los que parecen malas personas sorprenden comportándose de un modo mucho más coherente que los que esgrimen esa virtud para sí mismos. Nunca nadie es de un modo u otro sino de muchos que a menudo se contradicen. Y las mismas personas que no pueden evitar hacerse daño tampoco pueden evitar quererse.

Juan la acompaña hasta la boca de metro de Bilbao. Aunque al principio él también iba a cogerlo con ella según se van acercando le dice que le duele mucho la cabeza y que prefiere tomar un taxi. Se despiden al borde de las escaleras. Juan le da dos besos y saludos para Pitu. Ella le corresponde del mismo modo mandándole saludos a Diego. Baja las escaleras sintiéndose extraña por esa situación tan poco habitual. La de pertenecer a una pareja estable. Tan, tan estable que hasta está vinculada mediante un contrato civil. Aunque lleva con Pitu más de un año todavía no se acostumbra a no ser ya la eterna soltera con mala suerte en las relaciones.

En más de una ocasión llegó a creer que nunca tendría a su lado a una persona a la que poder considerar su pareja. Y eso que ella siempre había pensado que era la típica chica que una vez se empareja lo hace para siempre. De hecho incluso cree firmemente que si hubiera tenido algún novio en el pueblo antes de tomar la decisión de venirse a Madrid para descubrir si realmente la atracción que sentía por las mujeres era de verdad y no producto de una pasajera confusión adolescente, aún seguiría con ese hipotético novio que, posiblemente, se hubiera convertido en hipotético marido ya. Porque en el fondo lo único que había querido Pilar siempre era que alguien la quisiera. Dejar de ser esa amiga, confidente, comparsa, secundaria y figurante en la vida de los demás y convertirse en alguien importante e imprescindible para otra persona. Ser protagonista en otra vida aparte de en la suya. Formar parte de algo, ser tenida en cuenta, sentirse querida y no constantemente despreciada y abandonada por aquellas personas que llegaban a importarle.

El metro llega a Plaza de Castilla y sale del vagón junto a una riada de gente que, probablemente como ella, van a tomar alguna de las múltiples líneas de autobuses interurbanos del intercambiador que se ubica en la superficie. Pilar se deja llevar dentro de esa marea humana que la envuelve mientras escucha la música a todo volumen en ese mp3 que la aisla de los ruidos de la urbe. Al llegar a la dársena correspondiente comprueba que su autobús aún no ha llegado pero que ya se ha formado una nutrida cola. Se coloca tras la última persona, convirtiéndose así ella misma en la última durante unos momentos antes de que más gente se coloque detrás suyo. La música sigue sonando mientras su mente continúa divagando. El autobús llega y, pasados unos minutos, abre sus puertas para que los pasajeros comiencen a entrar. Cuando lo hace ella aún quedan bastantes asientos libres por lo que se sienta al fondo, junto a la ventanilla. Le gusta ver el paisaje, aunque sea nocturno e industrial como el que le espera hasta llegar a casa. La relaja y le evita posibles mareos. Y le ayuda a pensar.

Y no es que tenga mucho en lo que pensar pero lleva unas semanas haciendo una personal recapitulación de lo que han sido los últimos doce años en Madrid y de lo que ha vivido desde que puso el pie en la ciudad. Quiere reflexionar sobre ello y valorar su evolución aunque a priori esta parezca positiva. Una persona nunca debería olvidar lo que ha vivido si quiere valorar lo que tiene en el momento presente.

Pilar siempre se ha considerado una persona bastante mediocre. Incluso más mediocre que la mayoría. Tampoco se considera una persona culta ni inteligente ya que nunca llegó a cursar una carrera universitaria y a duras penas logró acabar el instituto. Nunca tendrá un trabajo importante. Ni siquiera un trabajo que le guste. Desde que entró en el mundo laboral siempre se ha limitado a realizar aburridas tareas administrativas de bajo nivel que lo único que le reportan es un mísero sueldo a final de mes. Tampoco su vida social y sentimental fue, durante una época, para tirar cohetes. De adolescente era enfermizamente tímida y nunca llegó a tener grandes amistades, mucho menos una pandilla con la que salir. Su condición de hija única tampoco ayudaba mucho a su sociabilidad. Descubrir a esa edad una incipiente atracción por las chicas pudo haberle supuesto un duro golpe acrecentando su introspección y su sensación de desamparo. Por suerte supo hacerle frente tomando la primera decisión importante de su vida: salir del pueblo e irse vivir a la gran ciudad más cercana, en su caso, Madrid. Y nunca ha estado tan satisfecha de algo como de lo que hizo en aquel momento. Porque empezar de cero en un entorno distinto al que la había acogido siempre hizo que sintiera que nacía de nuevo. Que podía aprender a ser una persona diferente. Que aún tenía mucho por descubrir y aún mucho más que vivir.

Y no es que sus comienzos fueran fáciles. Con dieciocho años y sin formación de ningún tipo tuvo que aceptar toda clase de trabajos, legales y bajo cuerda, si quería pagar el alquiler y comer todos los días. Lo que sí resultó fácil fue comenzar a conocer gente y establecer relaciones de amistad con las personas que iban entrando en su vida. Haciéndolo se dio cuenta de lo limitada que había estado su vida en un pueblo dónde toda la gente estaba cortada por el mismo patrón y se veía con malos ojos a aquel o aquella que sacaba un poco los pies del tiesto, ya no digamos que manifestara poseer una sexualidad distinta a la norma. Llegar a Madrid le hizo ver la cantidad de gente distinta e interesante que había en el mundo.

Ruth fue una de las primeras personas que conoció gracias a que, al poco de llegar, Pilar se dejó caer por un colectivo gay. Siendo sincera, Pilar tenía poco de activista pero acudir allí se le antojaba una opción más fácil y viable que ir sola a probar suerte a un barrio de Chueca que por aquel entonces no era lo que la gente conoce hoy sino algo mucho más sórdido y clandestino. En el colectivo conoció a Ruth, una muchacha de poco más de veinte años, alegre y divertida, felizmente emparejada con Olga, una superactivista algo más mayor que ella, que coordinaba varios equipos de trabajo dentro de la asociación. Entre ellas surgió una espontánea amistad afianzada por, además de ser de las pocas mujeres que allí había, tener una edad similar y unas circunstancias vitales parecidas. No hacía mucho que Ruth se había independizado de su familia para irse a vivir con Olga y mientras cursaba a trancas y barrancas su carrera de Publicidad, bregaba en trabajos basura tan inestables como los que Pilar empezaba a conseguir.

Ese fue el comienzo de una estrecha amistad que ha venido durando hasta ahora. Pero si bien el carácter de Pilar se ha mantenido más o menos intacto con el paso del tiempo, modificándose lo lógico y esperable en alguien que está madurando, los cambios de Ruth han sido mucho más radicales y siempre provocados por factores externos. No es que Ruth cambie, es que sufre auténticas metamorfosis cuando las circunstancias le son adversas. A menudo Pilar la compara en su cabeza con un erizo que, cuando se asusta, hace una bola con su propio cuerpo y sólo deja que se vean las espinas. Y lo peor es que no le importa a quién pueda herir con ellas.

No puede dejar de darse cuenta que el cambio más brutal se produjo tras la ruptura con Olga. Algo en el interior de Ruth murió entonces. Perdió la inocencia y la ilusión cambiándolas por un desmedido cinismo. Perdió también la capacidad de confiar en la gente. Al menos en la gente que iba conociendo. Los únicos que se salvaban de la criba eran ella, Juan, Diego y pocos más. De cualquier otra persona que pudiera acercarse a su vida de nuevas siempre acababa poniendo en entredicho la bondad de sus intenciones. Continuó siendo una chica medianamente alegre y divertida pero se recubrió de una más que sutil pátina de recelo y suspicacia.

Después de Olga no volvió a tener relaciones estables. Se limitó a picotear aquí y allá. De vez en cuando aparecía alguna que daba la sensación de que se quedaría en la vida de Ruth más tiempo del inicialmente previsto pero pronto ella se encargaba de sacarla. Y mientras tanto adoptaba a Pilar como fiel escudera y acompañante en sus noches de juerga. A Pilar le gustaba ir con Ruth a bares y discotecas pese a que era consciente de que así sus posibilidades de que alguna chica se fijara en ella eran sumamente escasas. Su amiga era quien atraía al noventa por ciento de las miradas y al diez por ciento restante no solía interesarle ni Ruth ni ella misma. Aún así era divertido. Hablaban entre ellas y conocían a mucha gente, lo cual ayudaba a la patológica timidez de Pilar hasta el punto de convertirla en una persona mucho más sociable de lo que ella llegó a pensar que pudiera ser algún día.

Embebida en sus pensamientos Pilar no se da cuenta de que el autobús ha llegado a su parada. Da un brinco y se levanta del asiento justo cuando la última persona está saliendo por las portezuelas. Portezuelas que se cierran en sus narices y que la obligan a llamar la atención del conductor para que vuelva a abrirlas. El aludido masculla un juramento pero las abre igualmente y Pilar puede salir al exterior del vehículo. Luego echa a andar. Desde la parada de autobús hasta su casa hay una caminata de diez minutos. Se sube la cremallera del abrigo hasta más arriba del cuello notando que la temperatura allí es mucho más baja que en la capital. La piel de las mejillas se le pone tirante y los oídos le duelen pese a llevarlos protegidos por los auriculares del mp3. Aprieta el paso para llegar cuanto antes y cuando por fin entra en el portal siente un gran alivio al saberse ya en casa.

Al abrir la puerta del piso, antes de traspasar el umbral, se da cuenta de la quietud que lo invade. Instintivamente mira su reloj de pulsera y se encuentra con que es casi medianoche. Sabe que Pitu ya se habrá acostado porque a las cinco de la mañana tiene que levantarse. Esa semana tiene turno de día. Había declinado acompañarla hasta Madrid porque quería pasarse a ver a su hermana, su cuñado y sus sobrinos pero en el fondo Pilar sabe que también lo ha hecho porque Pitu no acaba de tragar a Ruth. No por nada en particular pero ya desde el día de la boda notó que ellas dos nunca pasarían de un trato cordial propiciado por el hecho de tenerla a ella en medio.

Camina con sigilo a través del piso. Enciende una pequeña lamparita del salón y ya con mejor visibilidad se dirige al dormitorio. Pitu duerme profundamente con una respiración acompasada y sonora. Pilar se sienta junto a su cuerpo tendido y la mira. Con la tenue luz que llega del salón observa sus rasgos, su expresión relajada y casi diría que una leve sonrisa que le tensa la comisura de los labios. Una súbita ternura la domina y Pilar también sonríe. La besa en la sien y a continuación se levanta del borde de la cama. Piensa en hacerse algo ligero de cena y comérsela mientras mira un rato la televisión. Más tarde se acostará. Aún quiere estar un rato más a solas consigo misma.