¿Dónde diablos estaría Dick? Jen se quitó la gorra del uniforme y se apartó los morenos rizos que se le pegaban a la frente. El sol de abril brillaba con fuerza, el agua verde lamía la tierra… ¡pero qué calor hacía!
Pensó entonces que las Bermudas podían ser un paraíso para quienes iban de luna de miel, pero para las azafatas que cubrían los vuelos de Nueva York y tenían que servir un almuerzo de tres platos a sesenta pasajeros, hacer una parada de cincuenta minutos en Kindley Field y preparar una cena caliente para el vuelo de regreso, las Bermudas era un duro vuelo con escalas.
¿Por qué habría telefoneado Dick a Operaciones para asegurarse de que ella cubriría ese vuelo? La invadió una sensación de preocupación, que le resultó extraña en aquella tarde soleada. No podía deshacerse de ella ni siquiera pensando en el mes transcurrido desde que conociera a Dick, aquel pasajero solitario en su primer vuelo a las Bermudas. Se había quejado de que su periódico lo enviara a cubrir una serie de artículos sobre el «paraíso de la luna de miel», y ella se había quejado de que la hubiesen asignado durante un mes seguido al vuelo que llevaba al paraíso en cuestión. Al día siguiente, a la llegada del vuelo, la esperó en el aeropuerto, y así lo había hecho cada día desde entonces.
Pero aquél era su último viaje a las Bermudas y, a la semana siguiente, Dick terminaría su trabajo y regresaría a Nueva York, donde disfrutarían de algunas deliciosas veladas para compensar las horas ajetreadas en el aeropuerto de Kindley Field.
¿Qué habría querido decir Dick el día anterior al confiarle que había dado con una historia realmente grande?
Notó que una mano se posaba en su hombro; se dio la vuelta y se encontró entre los brazos de Dick. Le dio un fuerte beso, aunque pareció de compromiso.
—Jen, cariño.
Era la primera vez que la llamaba cariño, pero le pareció correcto y natural.
—Presta atención porque tienes que entenderlo a la primera. Ten —le entregó una revista enrollada—, mete esto en tu bolso y entrégalo esta noche al periódico. Ve a las oficinas de la quinta planta y pregunta por Bill Ryan, el jefe de redacción de la noche.
—Bill Ryan, quinta planta —repitió Jen—. Pero…
Dick la interrumpió:
—Lo confirmaré con Operaciones. Un cuarto de hora después de tu llegada, telefonearé a Ryan y le diré a qué se expone. Jen, te estoy poniendo en peligro, pero no puedo evitarlo.
—¿Qué peligro, Dick?
Vaciló antes de responderle:
—Tienes todo el derecho del mundo a saberlo. ¿Te acuerdas del portaaviones que desapareció al final de la guerra de Corea? Salió en todos los diarios.
Jen asintió con gravedad y contestó:
—En él iba un chico que conocía.
—Fue saboteado. Más de setecientos hombres lograron escapar y luego fueron hechos prisioneros. En esa revista figuran sus nombres, sus números de serie y los campos de prisioneros a los que fueron a parar. Los rojos son capaces de matar a quien sea con tal de que no se publique la lista.
En ese momento, transmitían un mensaje por los altavoces. La voz clara y precisa, de acento británico, que nunca parecía tener prisa, solicitó a todos los pasajeros que se dirigieran a la Puerta 2 para embarcar en el vuelo 401 sin escalas de la Federal Airlines con destino a Idlewild.
El anuncio dio a Jen un momento para reflexionar. Ignoraba cómo había conseguido Dick la revista, pero era evidente que alguien sabía que la tenía, de lo contrario, él mismo la habría llevado a Nueva York.
—¿Te habrán seguido? —le preguntó con un susurro.
Dick echó a andar hacia la puerta.
—Es posible que haya logrado despistar al coche que me seguía, pero no sé cuántos de ellos saben que tengo la revista. Para confundirlos he pedido plaza en el último vuelo hacia Nueva York.
Se detuvieron delante de la puerta de embarque. Dick le dio un apresurado beso, buscó en su billetera y sacó un anillo.
—Jen, es posible que me registren. Te lo había comprado para dártelo en Nueva York, pero llévatelo ahora. Contigo estará más seguro.
Jen miró fijamente el diamante engarzado en una estrecha banda de platino: un anillo de compromiso. Llevaba cinco minutos de retraso. Al confiarle la revista, Dick le decía que la quería y la necesitaba.
—Dentro de unos días te soltaré el discurso convencional —le prometió.
Metió el anillo en un bolsillo interior de la chaqueta del uniforme, le puso la mano sobre el hombro, lo besó y luego salió corriendo por la pista, subió la rampa y se metió en el avión.
Allan Bates, el sobrecargo, se hallaba junto a la puerta, listo para cerrarla.
—Por el amor de Dios, Jen —le soltó—. El capitán Evans está que trina. Ya llevamos dos minutos de retraso. Haz los anuncios mientras yo doy el visto bueno. Será mejor que no te acerques a la cabina de pilotos hasta que el comandante se calme.
Jen contuvo el aliento, se enderezó la gorra y encendió el micrófono.
—Señores pasajeros, buenas noches y bienvenidos a bordo. Realizaremos un vuelo sin escalas hasta el aeropuerto de Idlewild. Nuestro tiempo estimado de vuelo es de tres horas, veinticinco minutos. Rogamos abrochen sus cinturones y no fumen hasta que se hayan apagado las señales indicadoras. En caso de necesitarnos, pueden ustedes pulsar el botón que hay en sus asientos. Tengan ustedes muy buen vuelo.
Apagó el micrófono, quitó el cartel de reservado del asiento para el personal de cabina y se sentó. Justo antes del despegue Allan ocupó el asiento de al lado. Miró por la ventanilla mientras Jen apoyaba la cabeza en el respaldo y cerraba los ojos.
Llevaba el bolso pegado al costado y lo acarició pensando que tendría que esconderlo de inmediato. Todavía resonaba en sus oídos la advertencia de Dick de que podrían seguirla cuando dio unos golpecitos a Allan en el brazo. Apartó la vista de la ventanilla e inclinó la cabeza para oír su pregunta.
—¿Ha subido alguien justo antes de despegar?
Allan asintió con la cabeza.
—El asistente de tierra me dio una lista con ocho nombres. Treinta segundos más tarde, vino a toda prisa con otra lista en la que habían agregado otros tres pasajeros. —Buscó en el bolsillo y añadió—: Aquí tienes una copia.
Jen ojeó rápidamente la nota. Dos matrimonios. Debían de ser las parejas en luna de miel que estaban sentadas delante. Cuatro nombres de mujeres, seguramente las cuatro señoras que viajaban juntas. Se las había encontrado en el aeropuerto y le habían comentado lo bien que se lo habían pasado en las Bermudas. Y… allí estaban… los últimos tres nombres: Hastings, Walter, asiento número seis; Clinton, Andrew, asiento número nueve; Carlson, August, asiento número dieciocho. Jen cerró los ojos. Si a Dick lo había seguido alguna persona, esa persona podía haberlo visto cuando le pasaba la revista y tomar el vuelo a último momento para recuperarla. ¿Cuál de ellos sería?
Allan le dio un toquecito en el brazo.
—La señal se ha apagado, Jen. ¿Qué tal si le llevas una taza de café al comandante? Yo repartiré los periódicos.
Jen fue a la cocina de delante y cerró cuidadosamente la puerta que daba a la cabina. En la pequeña cocina, situada entre la cabina y el compartimiento de los pilotos, tuvo ocasión de pensar. Si ocultaba allí el bolso, ningún pasajero podría llegar a él sin ser visto de inmediato. Si ella se dedicaba a preparar la cena y Allan a servirla, podría vigilar el bolso durante casi todo el vuelo. De todas formas, era mejor que lo ocultara por si alguien intentaba meterse allí a buscarlo. Descartó los armarios de la comida por ser demasiado cómodos, se inclinó y abrió la puertecilla del refrigerador estrecho y oscuro.
En el estante inferior del refrigerador, casi al nivel del suelo, había diversas ensaladas dispuestas en fila. Metió el bolso en el interior y lo colocó detrás de las ensaladas.
Contenta de que no estuviera a la vista, se incorporó y cerró la puertecilla. La satisfacción desapareció cuando notó que se había manchado la manga con el aceite de una de las ensaladas. Se limpió con una servilleta de papel y al ver que lo empeoraba, decidió dejarla. Recordó entonces que el comandante esperaba su café; sacó una taza, sirvió café del termo, le puso dos terrones de azúcar, lo revolvió y se dirigió a la cabina de los pilotos.
—Caliente, dulce y sin leche, comandante —le dijo tratando de parecer despreocupada.
Evans no le contestó. La miró; su cara normalmente agradable tenía una expresión firme y sus ojos eran fríos.
—Jen, en mis veinte años de vuelo nunca he tolerado que un miembro de mi tripulación retrasara una salida. Lo siento, pero pienso hacer un informe sobre esto. Si el del aeropuerto era tu novio, parece buen chico, pero no importa lo que tuviese que decirte, no era lo suficientemente importante como para retrasar el vuelo.
Jen pensó que sí era lo suficientemente importante, pero le contestó:
—Lo siento, comandante. No me di cuenta de que fuera tan tarde.
Allan se encontraba en la cocina, preparando cócteles cuando ella regresó. Le puso en la mano la libretita en la que había apuntado los pedidos y dijo:
—Acaba con esto, ¿quieres? Trataré de terminar con el papeleo.
Jen asintió. Preparar los cócteles le permitiría vigilar la cocina y al servirlos podría estudiar a los pasajeros. Sobre todo a los que habían embarcado en el último momento.
*****
Terminó de preparar las copas, se dirigió a la cabina y echó un vistazo a las notas que Allan había tomado. Inclinándose sobre los recién casados de los primeros asientos, les ofreció la bandeja diciéndoles:
—Ustedes habían pedido unos daiquiris, ¿verdad?
Estaban enfrascados en una conversación en voz baja y levantaron la vista, sorprendidos.
—Ah, gracias.
La muchacha se iba a servir cuando, sonrojada, apartó la mano y dejó que su marido cogiera las dos copas de la bandeja y le ofreciera una ceremoniosamente.
Jen sonrió. Las Bermudas tal vez no fueran un mal lugar para visitar si en el avión te tomabas los cócteles en lugar de servirlos y si ibas cogida de la mano de tu flamante esposo. Pensó que aquel muchacho era bien parecido, pero Dick, con su cabello castaño rizado, su sonrisa fácil y su aire despreocupado le resultaba mucho más atractivo.
El toquecito que recibió en el hombro interrumpió el flujo de sus dulces pensamientos. El jefe de cabina estaba a su lado y le decía:
—Jen, dice el comandante que envíes a los pasajeros a ver la cabina de los pilotos.
Jen se lo quedó mirando con cara de asombro. Se había olvidado de que el comandante Evans siempre invitaba a los pasajeros a ver la cabina de pilotos. Todos y cada uno de los pasajeros del avión pasarían por la cocina, pero si terminaba de servir los cócteles en seguida y comenzaba a preparar la cena, podría vigilar el bolso mientras los pasajeros pasaran por allí.
La pareja de recién casados se puso en pie entusiasmada.
—¿Podríamos ser los primeros? —inquirió el muchacho.
El jefe de cabina contestó por Jen.
—Claro que sí, pasen.
Después se dirigió hacia la cocina; la pareja fue tras él.
Jen se apresuró a servir los demás cócteles. Tenía los nervios de punta, le latía la cabeza. Debía regresar a la cocina.
Las cuatro mujeres que viajaban juntas aceptaron los cócteles y le dieron las gracias efusivamente. Por fin la bandeja quedó vacía. Jen la puso de lado y se disponía a avanzar cuando Allan la llamó. Se dirigió a la parte posterior del avión, donde estaba trabajando en un pequeño soporte que hacía las veces de escritorio.
—Jen, no encuentro las declaraciones del equipaje extra. No están en el maletín.
Jen dejó la bandeja en el suelo y se inclinó sobre el maletín.
—Estaban en este compartimiento cuando veníamos hacia aquí esta mañana.
Echó una mirada nerviosa a la parte delantera del avión, consciente de que no podría dejar a Allan hasta que aparecieran las declaraciones. Los recién casados volvían ya de la cabina de pilotos y el jefe de cabina iba acompañado de la otra pareja de jóvenes. En el turno siguiente, llevaría a los tres hombres que viajaban solos. Con impaciencia, Jen sacó todos los papeles del maletín y estuvo unos cuantos minutos repasándolos. Las declaraciones no estaban. Empezó a guardar otra vez los papeles sin ton ni son, cuando Allan le ordenó bruscamente:
—Para ya, Jen. Colócalos bien, haz el favor. Ya tengo bastantes problemas, sólo falta que vengas tú a liar más la situación.
Cuando por fin terminó de llenar el maletín, el jefe de cabina acompañaba a la segunda pareja a sus asientos. Conteniendo el aliento observó cómo invitaba a los tres pasajeros rezagados a ver la cabina de pilotos.
Miró de reojo la cara de enfado de Allan y no se atrevió a alejarse de su lado. Sus miradas se encontraron.
—Fíjate en mi abrigo, ¿quieres? A lo mejor los he metido en el bolsillo.
Jen se dirigió rápidamente al armario, buscó el abrigo de Allan, lo encontró y a toda velocidad revisó los bolsillos. En uno de ellos encontró las declaraciones. Se las llevó y las dejó caer sobre su regazo.
—Aquí las tienes.
—Qué alivio. Léeme la lista de pasajeros para comprobar si están todas las declaraciones. Después serviremos la cena.
Con ganas de estrangularlo, Jen le leyó la lista. Cuando por fin terminó, el grupo de las cuatro mujeres regresaba de la cabina de pilotos. Todos los pasajeros habían pasado por la cocina.
Mientras Jen se dirigía a toda prisa hacia la parte delantera del avión, una mujer la detuvo para protestar:
—Señorita, ¿no es un descuido por su parte dejar abiertas todas las puertas de la cocina? Me he roto las medias con la manija del refrigerador.
Jen la miró fijamente, se apresuró a ir a la cocina y cerró con fuerza la puerta que la separaba de la cabina. La cocina estaba hecha un desastre. Las puertas de los compartimientos estaban abiertas, algunos comestibles habían caído al fregadero… ¡y el bolso que había dejado en el refrigerador, yacía abierto en la encimera! No necesitó mirar en su interior para saber que la revista con las listas había desaparecido.
Con paso inseguro se acercó al mostrador; se sintió enferma; acarició inconscientemente el bolso, tratando de pensar. Alguien había registrado la cocina hasta dar con el bolso escondido en el refrigerador. Quienquiera que hubiera sido sabía que ella se daría cuenta de la desaparición y procuraría no llamar la atención.
Se puso a ordenar la cocina mecánicamente y luego sacó la lista que tenía en el bolsillo. Tenía que ser uno de los tres que habían llegado tarde, Walter Hastings, Andrew Clinton o August Carlson. Tal vez Bill, el jefe de cabina, se habría dado cuenta de si uno de ellos se había quedado rezagado en la cocina.
*****
El vuelo se estaba complicando. Jen tuvo que apoyarse en la mesa del navegante cuando se dirigía a la parte de delante. Bill se disponía a abandonar su asiento en la cabina de pilotos. Le sonrió y dijo:
—Para el minuto escaso que han estado, no ha merecido la pena traer a los pasajeros hasta aquí. Han avisado al comandante que se aproxima mal tiempo, así que me pidió que los hiciera pasar de prisa. Creo que me he pasado. En el último grupo, dejé aquí a los hombres y me fui a buscar a las cuatro mujeres. Coincidimos todos en la cocina y, la verdad, no cabíamos.
Jen se alejó sin decir palabra. Si Bill había dejado solos a los hombres, no tenía sentido preguntarle si alguno de ellos se había rezagado. Tendría que arreglárselas sola para dar con el ladrón, pero le quedaba poco tiempo para hacerlo. El avión hizo un viraje y Jen tuvo que apoyarse en una puerta para recuperar el equilibrio. Cerró los ojos y vio la cara de Dick; al concentrarse en su imagen, recordó su expresión cuando le entregó la revista y le dijo: «¿Te acuerdas del portaaviones que desapareció al final de la guerra de Corea?».
Jen ahogó un sollozo. «Ay, Dick, arriesgaste la vida por esos papeles. Me los confiaste, y en menos de una hora voy yo y los pierdo»; pensó. A la mañana siguiente, las familias de esos muchachos no leerían los titulares que podrían acabar para siempre con sus dudas y su desesperación. Ella se había encargado de que así fuese. Pero no podía defraudarlos. No podía defraudar a Dick y a toda esa gente, ni a todos aquellos muchachos cuya difícil situación, de confirmarse, tal vez podría resolverse. Debía recuperar esas listas y disponía de dos horas para hacerlo.
Se secó las lágrimas con impaciencia. Hastings, Clinton, Carlson. Intentó reconstruir sus impresiones sobre cada uno de ellos cuando les sirvió el cóctel.
Hastings, que ocupaba el asiento número seis, era alto, delgado, de cabello canoso, llevaba bigote, gafas y tendría unos cincuenta y tres años. Estaba enfrascado en la sección financiera de The Times y ni siquiera se había enterado de que le estaba ofreciendo una copa. Soltó una risita, le pidió disculpas y comentó:
—Cuando logro tomar unas vacaciones, nunca leo los periódicos, pero en cuanto regreso a casa, empiezo a ponerme al día.
A Jen le dio la impresión de que se trataba de un ejecutivo que en el avión se sentía como en casa.
Clinton había tomado un Manhattan. Le dio las gracias y después de beber apresuradamente un sorbo, le confesó:
—Me vendrá bien. Acabo de enterarme de que anoche mi padre tuvo un infarto.
«El retoño de la familia», decidió Jen. Era un hombre apuesto, bronceado y rubio, que vestía un elegante traje azul y una corbata cara. Era joven, aparentaba unos veinticinco años. Tenía todo el aspecto de ser un agregado de la Ivy League,[5] con una camioneta y un «Jaguar» estacionados en el aparcamiento de su casa.
Carlson era corpulento y moreno, de unos cuarenta y dos años; no parecía sentirse cómodo en el avión; le había explicado tímidamente que acababa de visitar a su hijo, que trabajaba en uno de los hoteles de las Bermudas.
Jen se clavó las uñas en las palmas de las manos al pensar que los tres no tenían nada de raro, que parecían ser lo que decían, el hombre de negocios, el niño bien y el empleado de una tienda de comestibles. Pero uno de ellos mentía. ¿Cuál?
Se abrió la puerta de la cabina y se hizo a un lado para dejar pasar a Allan. Había terminado con el papeleo y parecía más contento.
—Jen, será mejor que esta vez te encargues tú de la cocina mientras yo sirvo las cenas. Si lo tuyo con ese periodista va en serio, tendrás que acostumbrarte a preparar comidas. Lo de llevar bandejas no es ninguna ciencia.
Jen pensó a toda prisa. Tenía que servir las cenas. Si se pasaba una hora o más en la cocina, nunca tendría ocasión de averiguar quién tenía la revista. Intentó buscar una excusa creíble que dar a Allan, no se le ocurrió nada mejor que aducir una jaqueca. Se frotó la frente y le dijo:
—Allan, ¿sería mucho pedir que te encargaras tú de la cocina? Tengo una jaqueca horrible. La próxima vez que volemos juntos, te devolveré el favor.
Allan pareció preocuparse.
—Por supuesto, mujer. A mí no me importa. La verdad es que no tienes buena cara. Si quieres echarte un momento en la litera, yo me ocuparé de la cena.
—No, no. No me veo con ánimo de trabajar en la cocina, eso es todo. Pero te agradezco la sugerencia.
Allan le dio unos golpecitos en el hombro.
—Soy un tipo fácil de conformar. Pero la verdad es que siempre he sentido debilidad por las morenas. ¿Sabes una cosa, Jen? Los periodistas son de poco fiar. Comparados con los sobrecargos, no tienen casi nada que ofrecer. ¿O acaso este discurso llega tarde?
Jen sonrió y repuso:
—Para empezar, llega demasiado tarde, y para terminar, no lo dices en serio.
Allan puso cara de arrepentido y Jen supo lo que le esperaba. Allan se consideraba un conocedor de las mujeres y un tipo solicitado. Tenía que alejarse de él como fuera.
En aquel momento se abrió la puerta que comunicaba la cabina de pilotos con la cocina y fue su salvación. Bill les entregó la hoja de vuelo.
—Aquí tenéis, chicos. Indicad a los pasajeros dónde estamos.
Jen se la arrebató.
—Iré yo.
Salió a la cabina como una flecha antes de que Allan pudiera detenerla. Empezó por las parejas de recién casados, a los que soltó el discurso convencional.
—Quizá les interese ver la hoja de vuelo. Aquí se indica la ruta, la altitud, la velocidad a la que volamos y a la que soplan los vientos de cola. La cruz que ven aquí marcada indica nuestra posición en este momento.
Podía haberles pedido que fueran pasando la hoja cuando la hubieran visto, pero esperó, con los nervios tensos, ansiosa de que llegara el momento de llevársela a los tres hombres.
*****
Al entregarle la hoja a Walter Hastings, el ejecutivo maduro, trató de estudiarlo mientras él la miraba. El único equipaje de mano que llevaba era un maletín que yacía abierto a sus pies. Sobre el regazo tenía unos cuantos papeles. La revista con las listas podía encontrarse en el maletín, pero de ser así, ¿sería tan osado como para dejarlo abierto? Y si era culpable, ¿acaso no estaría haciéndose pasar por un banquero ocupado que procuraba retomar el ritmo de trabajo? Le devolvió la hoja de vuelo murmurando un gracias.
Se dirigió a Andrew Clinton. Sacudió la cabeza cuando intentó entregarle la hoja.
—No, gracias. Me creo todo lo que usted me cuente.
Encendió un cigarrillo y le ofreció uno. Ella lo rechazó y él asintió.
—¡Ah!, es verdad. No les está permitido fumar mientras trabajan, ¿verdad?
Tenía los ojos azules con manchitas oscuras cerca de la pupila. Era atractivo; le gustaba el corte elegante de su traje, los pantalones bien planchados que habían sobrevivido a la calurosa tarde de las Bermudas y sus inmaculados zapatos blancos. En cierta ocasión, había regañado a Dick por llevar el traje arrugado, y él le había dicho que eso le daba un aire juvenil.
Jen volvió a la realidad. Debía averiguar más cosas sobre aquel joven, tratar de conocerlo mejor. Recordó que le había comentado que su padre había tenido un infarto.
—Debe de estar usted muy preocupado por su padre.
El muchacho asintió.
—No dejo de pensar en que si me hubiera dedicado más a la empresa, podría haber sido él quien tomara las vacaciones y esto no habría pasado. Pero no quiero aburrirla con mis problemas.
—No me aburre usted en absoluto —repuso Jen—. Trate de no preocuparse tanto. Probablemente no sea tan grave como pudo parecerle por el telegrama.
Siguió avanzando hacia la cola del avión. Se encontraba ante otro interrogante, el del hijo solícito que se culpa de haberse ido de vacaciones dejando a su padre al frente del negocio y trabajando tanto que le da un ataque. Se volvió y notó que encima del asiento de Andrew Clinton, en el portaequipajes, había una pequeña bolsa de cremallera de las que las empresas aéreas regalan a los pasajeros. De haber tenido la revista, ¿se habría atrevido a dejar la bolsa en el portaequipajes? Sacudió la cabeza, desesperada. Tanto él como Hastings parecían personas de lo más normales. Tal vez Carlson…
Llegó a su asiento y le ofreció la hoja de vuelo. Era un hombre moreno que llevaba un traje grueso y los zapatos muy lustrados. Contempló la hoja con cara de asombro, pero cuando ella le explicó de qué se trataba, la cogió ansiosamente.
—Mi hijo sabe de estas cosas. Trabaja en el hotel «Princess». Pronto lo harán jefe de camareros.
Colocó la hoja de vuelo sobre sus rodillas, metió la mano en el bolsillo y sacó con dificultad una vieja billetera de la que extrajo una foto en la que aparecía una versión más joven de sí mismo.
—Es éste vestido de uniforme.
Jen echó un vistazo a la foto.
—Es igualito a usted.
El hombre se sintió tan orgulloso que se irguió en el asiento.
—Todo el mundo lo dice. ¿Sabe? Él me mandó el dinero para este viaje. Me escribió una carta. —Sacó la carta—: «Papá, cierra la tienda y ven a pasar dos semanas conmigo. Esto es el paraíso».
Guardó la carta y la foto, y devolvió a Jen la hoja de vuelo.
Otro interrogante. Ese pasajero llevaba un bolso negro de aspecto gastado que asomaba por debajo del asiento. «Tal vez haya ocultado allí las listas y su aire incómodamente orgulloso sea fingido, pero lo más probable —pensó Jen—, es que en el bolso lleve recuerdos baratos para sus amigos».
Terminó de enseñar la hoja de vuelo a los demás pasajeros, se dirigió al depósito de agua y se sirvió un vaso. El tiempo pasaba. Con cada vuelta de las hélices, el avión se acercaba más y más a Nueva York y ella seguía sin tener idea de cuál de los tres hombres había robado la revista. El rostro de Dick la perseguía. Y toda aquella gente sin nombre cuyos hijos estaban a bordo del portaaviones parecía rodearla y mirarla con gesto acusador.
Le entraron ganas de gritar: «¡Dios mío, ayúdame!». Se bebió el agua y miró hacia la parte delantera del avión. Allan había abierto la mitad superior de la puerta de la cocina y con la parte inferior había hecho una mesa en la que colocar las bandejas con la cena.
Jen fue al lavabo, se peinó, se repasó los labios y se lavó las manos. Contempló con rabia la mancha de la manga que se había hecho con la ensalada del refrigerador. Acto seguido, su expresión pasó del fastidio a la fascinación y el entusiasmo. Recordó que al esconder el bolso había puesto mucho cuidado en no tocar la ensalada, pero aun así se había manchado. Quien hubiera buscado su bolso sólo había dispuesto de un instante para sacarlo y coger los papeles. Quienquiera que hubiera sido, no había tenido tiempo para hacerlo con cuidado y, con toda probabilidad, también se habría manchado la manga. Era una posibilidad remota, una mínima esperanza, pero era la primera pista aparente con que contaba.
Hastings, el banquero, se había quitado la americana y la tenía doblada, debajo de los papeles desparramados a su alrededor. ¿Se la habría quitado por algún motivo en particular?
Andrew Clinton le había ofrecido un cigarrillo con la mano izquierda posada en el apoyabrazos. ¿Acaso sería porque se había percatado de que una mancha en la manga llamaría la atención en un hombre tan elegante y pulcro como él?
Carlson había dejado la hoja de vuelo sobre su regazo al buscar su billetera. ¿No habría sido más lógico sostenerla en una mano y buscar la billetera con la otra?
Jen salió del lavabo y cerró la puerta con decisión. De un modo u otro tenía que ver las mangas de sus chaquetas.
*****
En la parte inferior de la puerta de la cocina había una bandeja humeante. Allan había terminado de preparar la cena. Jen avanzó velozmente por el pasillo y cogió la bandeja. Allan ya no estaba de humor para bromas. Levantó la vista del horno, del que extraía las cenas hirvientes y en voz baja le espetó:
—Por el amor del cielo, ¿qué diablos te pasa en este viaje? Si esto se enfría se convierte en un mazacote y tú vas a desaparecer justo cuando lo tengo todo a punto.
Jen se puso a distribuir las bandejas. Al llegar a Hastings, los papeles ya no estaban a la vista, su maletín estaba cerrado sobre el asiento y se había puesto la chaqueta. Cogió la bandeja con ambas manos y en las mangas no tenía ni rastro de manchas. Era el típico ejecutivo bien educado que lo recoge todo antes de cenar.
Jen estaba nerviosa. Si no le fallaba la corazonada, podría eliminar a Hastings de la lista de sospechosos.
Andrew Clinton era el siguiente. Pero cuando le ofreció la bandeja, sacudió la cabeza.
—No, gracias. Sería incapaz de comer nada.
Desanimada, Jen le pasó la bandeja a una de las cuatro mujeres que la recibió exclamando:
—¡Esto tiene una pinta exquisita!
Le tocaba a Carlson. Tendió la mano derecha para recibir la bandeja. Jen le vio la parte inferior de esa manga y estaba impecable. Se disponía a continuar cuando de pronto le dijo:
—Cielos, me parece que se ha salpicado usted con el café. Espero que no se le haya manchado la manga.
Le levantó la mano izquierda y le examinó con atención la manga. Nada.
Jen volvió a la cocina y sirvió la cena a la tripulación. Si su corazonada estaba en lo cierto, tenía que haber sido Andrew Clinton, el hijo presuntamente solícito, quien había robado los papeles. Terminó de atender a la tripulación y preparó una bandeja pequeña con dos tazas de café humeante, un azucarero y una jarrita con crema.
Clinton miraba por la ventanilla y se volvió sobresaltado cuando ella se sentó a su lado. Poniendo cara de inocente, le dijo:
—Un café le animará. —Sonrió y luego añadió—: Y hablar con alguien puede que le ayude a no pensar tanto. Si no le importa, me tomaré el café con usted.
El muchacho no tuvo más remedio que aceptar su invitación. Jen notó que cogía la taza cuidadosamente con la mano izquierda y que deslizaba la derecha sobre el regazo al tiempo que rechazaba el café y la crema. «Una de dos —pensó—, o le gusta solo, o no quiere levantar la otra mano para servirse la crema».
Se puso a hablar de cualquier cosa. Le contó que le encantaba Londres, le preguntó si había estado allí. Le dijo que volar de noche siempre tenía su lado interesante y de pronto le soltó:
—Fíjese, ¿no le parece un banco de nubes absolutamente maravilloso?
El muchacho levantó la vista hacia donde ella señalaba con la mano en la que sostenía la taza. Jen inclinó la taza adrede y dejó caer unas gotas de café sobre la mano derecha de Andrew Clinton. Apartó la mano lanzando una maldición para dejarla caer otra vez sobre su rodilla, pero Jen ya había visto la mancha en la parte inferior de la manga derecha.
En ese instante, Jen pensó que no debía permitir que él se diera cuenta de que lo había descubierto. Si llegaba a tener la certeza de que sabía dónde estaban los papeles podía ser capaz de destruirlos antes de correr riesgos. Como si nada, sacó el pañuelo y le secó la mano.
—No sabe usted cuánto lo siento.
No le costó demasiado balbucear esta disculpa con un hilo de voz. Le miró a la cara. El enfado se reflejaba en sus ojos calculadores, pero al comprobar que ella seguía disculpándose, se relajó y la miró con más naturalidad.
—No ha sido nada. Por favor, no se preocupe.
—Es usted muy amable. Ha sido una torpeza de mi parte. Le ruego que no la tome usted con la compañía.
*****
Al ir hacia la parte delantera del avión fue recogiendo bandejas. Al localizar a la persona que llevaba los papeles sintió un alivio que desapareció cuando se dio cuenta de que todavía le quedaba lo peor: recuperarlos. La revista debía de estar dentro de la bolsa de la empresa aérea, en el portaequipajes, justo encima del asiento de Clinton.
Mecánicamente dejó las bandejas en la cocina y fue a por más. Si Clinton estaba tan seguro de sí mismo, tal vez pudiera cogerlo desprevenido. ¿Pero cómo? Si Dick hubiera estado allí, habría sabido qué hacer.
Dick… de sólo pensar en su nombre se sintió más animada y alegre. «Dentro de unos días te soltaré el discurso convencional», le había dicho. ¿Seguiría la promesa en pie si le fallaba cuando más la necesitaba?
Llevó las últimas bandejas a la cocina. Allan había terminado de recoger y estaba metiendo la basura en las bolsas.
—Eh, Jen, ¿has comprado algo en el Field? —le preguntó dándole un último repaso a las encimeras relucientes—. He de tener la declaración lista para los de aduana.
«¡La aduana!». Jen se aferró a esa palabra. ¿Acaso existía la posibilidad de recuperar la revista en la aduana? Era el único lugar en el que Clinton tendría que abrir la bolsa. ¿Cómo podría conseguir que lo entretuvieran allí? Se acordó del anillo que le había dado Dick. Recordó que tendría que declararlo. No quería que Allan se enterara de que llevaba un anillo de compromiso, seguramente se lo contaría al resto de la tripulación y no quería que la molestasen con eso.
—He comprado algunas cosas —le contestó—. Déjame una declaración, ¿quieres?
—Claro. —Allan sacó un impreso del bolsillo y le comentó—: Pero jamás entenderé cómo puedes ir de compras a finales de mes.
Jen regresó a la cabina, se sentó en el asiento de la tripulación y empezó a rellenar la declaración.
«Un anillo de diamantes, valorado en…». Hizo una pausa y sostuvo el bolígrafo en el aire. No sabía cuánto valía el anillo. No tenía la factura. Y si trataba de explicarlo probablemente se metería en un lío.
Una idea empezó a tomar forma en su mente; guardó lentamente el bolígrafo y rompió la declaración. Era una posibilidad remota, desesperada, pero era la única que le quedaba. Volvió al armario de los abrigos donde encontró una gabardina con el número 9. Era la de Andrew Clinton. Muy despacio la descolgó de la percha.
*****
Justo cuando terminaba sonó el timbre. Un vaso de agua para una de las señoras, luego otro más. Allan regresaba de la cocina.
—Quedan cinco minutos, Jen. Será mejor que empieces a repartir los abrigos.
Presa del aturdimiento, los repartió tratando de que su mente se concentrara en lo que faltaba. Tenía que calcular bien el tiempo. Si Clinton llegaba a sospechar algo, estaba perdida. Una vez más deseó con todas sus fuerzas que Dick estuviera allí. Él habría sido capaz de llevar aquel asunto muchísimo mejor. «Jen, cariño». Si llegaba a fallarle, ¿volvería a llamarla cariño?
Entregó los abrigos cortos, de líneas cuadradas, a las señoras, una prenda ligera pero abrigada a Hastings, la gabardina beige a Andrew Clinton. Se dirigió hasta su sitio y la dejó caer doblada sobre el asiento vacío de al lado. Notó entonces que llevaba la bolsa firmemente apretada debajo del brazo.
—¿Cómo tiene la mano, señor Clinton? —le preguntó—. ¿Le duele?
—En absoluto. Ha sido usted muy amable. Tengo la sensación de que mi padre se pondrá bien.
—Me alegro. La incertidumbre es algo horrible, ¿no? —Se mordió el labio; sabía que sus palabras tenían doble sentido.
Se encendieron los indicadores para que los pasajeros se abrochasen los cinturones. Allá abajo, dispuestas en su perfil familiar y acogedor, brillaban las luces de Nueva York. Jen conectó el micrófono.
—Señores pasajeros, rogamos abrochen sus cinturones para el aterrizaje y apaguen sus cigarrillos. El comandante y la tripulación deseamos que hayan tenido un buen vuelo y esperamos volver a tenerlos muy pronto a bordo.
Se sentó en el último asiento. Allan estaba a su lado. Diez minutos más y sabría si por la mañana las familias de todos esos muchachos tendrían noticias de sus hijos.
Allan le dio un ligero codazo y dijo:
—Venga ya, niña. Éste ha sido el peor vuelo que he hecho contigo. Te has pasado la tarde en las nubes.
Abrió la puerta exterior dejando entrar una ráfaga del viento de abril que condenó al recuerdo el cálido sol de las Bermudas. Jen condujo a los pasajeros por la rampa y cruzó con ellos la pista.
*****
La sala de la aduana estaba muy iluminada, desnuda y vacía, salvo por los hombres con cara de aburridos, parapetados detrás del mostrador. Apenas se fijaron en el equipaje de los tripulantes y les indicaron que siguieran con una seña. Jen retrocedió después de entregar su declaración en blanco y se demoró un rato para ponerse el abrigo y el gorro.
Hastings fue el primer pasajero en pasar por la aduana. El empleado le abrió el bolso, palpó la ropa que había en el interior y lo cerró de un golpe.
Andrew Clinton fue el siguiente. Miró de reojo a Jen y sonrió al empleado de la aduana.
—Sólo llevo una muda y mi neceser. He tenido que volver urgentemente por enfermedad de un familiar. El equipaje me llegará después.
El inspector abrió la cremallera de su bolsa y sacó lo que había dentro. Un neceser cayó sobre el mostrador seguido de la revista. Jen se la quedó mirando. Clinton tendió la mano con disimulo para taparla. Debía actuar sin más dilación.
—Señor Clinton, ¿por qué no les dice que lleva un anillo de diamantes en el forro de la gabardina? —le preguntó.
Se volvió hacia ella con la cara colorada como la remolacha.
—¿Qué anillo de diamantes?
Al inspector de aduanas se le borró el aburrimiento de la cara. Lanzó una mirada penetrante a Clinton y luego se fijó en Jen. Ella sostuvo su mirada y le explicó:
—Yo le presté esa revista al señor Clinton. Cuando fui a pedírsela vi que examinaba un anillo de diamantes. Sabía que no lo había declarado y le vi cortar el bolsillo de su gabardina con la navaja y meter el anillo en el forro.
Clinton había apartado la mano de la revista. Jen la cogió cuando los empleados de la aduana lo sujetaban. Jen se dio media vuelta y salió corriendo. Oyó que uno de los empleados le decía a Clinton:
—Vamos, hombre, no la tome usted con la chica. Debería saber usted que esto no se hace. Si hubiera hecho usted la declaración…
En el edificio Globe el ascensor se detuvo en la quinta planta. Jen salió y un hombre de cabellos grises y cara de preocupación la aferró por los hombros y le preguntó:
—¿Traes la lista?
Asintió débilmente. El hombre la soltó y cogió la revista que ella le ofrecía.
—Gracias a Dios. Tengo a Dick al teléfono desde hace más de media hora. Está preocupadísimo. Dice que te han seguido. ¿Has tenido algún problema?
—¿Sigue Dick al aparato? —le preguntó Jen.
El hombre le indicó un teléfono con el auricular descolgado.
—Ahí lo tienes. —Salió corriendo hacia un recadero y le gritó—: ¡Dile a Charlie que hay que volver a enmaquetar las dos primeras páginas!
Jen cogió el auricular con la mano temblorosa y susurró el nombre de Dick. Desde lejos le llegó su respuesta:
—Jen, cariño, en mi vida había pasado tanto miedo. ¿Estás bien?
—Ha sido horrible, pero ahora todo está en orden, Dick. Le he entregado la lista al jefe de redacción.
El suspiro de alivio le llegó desde miles de kilómetros de distancia.
—Cariño, ponte ahora mismo el anillo. No habrá discurso convencional ni nada. No pienso darte ocasión de que me lo devuelvas.
El anillo… prismas de luz azules y blancos. Jen notó el calor de las lágrimas en las mejillas.
—Dick, lo he perdido. Era la única manera. O el anillo o las listas.
En ese momento le quitaron el auricular de la mano. Era el jefe de redacción que decía:
—Dick, coge el primer avión que encuentres. Iremos los tres a comprar otro.