VOCES EN LA CARBONERA

Llegaron cuando ya había oscurecido. Mike abandonó el camino de tierra, enfiló por la larga avenida y se detuvo delante de la cabaña. La agente inmobiliaria había prometido encenderles la calefacción y las luces. Estaba claro que no era partidaria de malgastar electricidad.

Una bombilla repelente de insectos colgada encima de la puerta despedía un débil haz amarillento que temblaba en la persistente llovizna. Un leve destello de luz que se colaba por la persiana entreabierta apenas iluminaba las ventanas de cristales pequeños.

Mike se desesperó. Después de pasar los últimos tres días conduciendo catorce horas diarias sentía agarrotado todo su largo y musculoso cuerpo. Se apartó el cabello castaño oscuro de la frente y deseó haber tenido tiempo de cortárselo antes de salir de Nueva York. Laurie se metía con él cuando llevaba el cabello largo. «Eh, ricitos, pareces un emperador romano treintañero —era su comentario habitual—. Lo único que te falta es la toga y una corona de laureles para completar el efecto».

Laurie llevaba una hora dormida. Tenía la cabeza apoyada en su regazo. Le echó un vistazo; detestaba despertarla. A pesar de que apenas lograba entrever su perfil, sabía que dormida, desaparecían las arrugas de tensión en su rostro y la expresión de pánico.

La repetida pesadilla había comenzado hacía cuatro meses, la pesadilla que la hacía gritar: «No, no iré con vosotros. No cantaré con vosotros».

Él acostumbraba sacudirla para que despertara y le decía: «Tranquila, cariño. Ya está bien, tranquila».

Sus gritos se convertían en sollozos aterrados. «No sé quiénes son, pero me buscan, Mike. No les veo las caras, pero están reunidos, todos juntos, y me hacen señas para que vaya con ellos».

La había llevado a un psiquiatra que le recetó una serie de medicamentos y la sometió a un tratamiento intensivo. Pero las pesadillas no cesaron. Habían convertido a una talentosa cantante de veinticuatro años, con una excelente temporada como solista en su primer musical de Broadway, en un espectro incapaz de quedarse sola después del crepúsculo.

El psiquiatra les había sugerido que tomaran unas vacaciones. Mike le había hablado de los veranos que pasó en la casa que tenía su abuela en el lago de Oshbee, a sesenta kilómetros de Milwaukee.

—Mi abuela murió el pasado setiembre —le había explicado—. La casa está en venta. Laurie nunca ha estado allí y le encanta el agua.

El médico había aprobado la idea.

—Pero cuídela mucho —le advirtió—. Padece una profunda depresión. Estoy convencido de que esas pesadillas son una reacción a las experiencias de su niñez, pero la están abrumando.

Laurie se había aferrado con entusiasmo a la posibilidad de marcharse. Mike era uno de los socios más jóvenes del bufete de abogados de su padre.

—Haremos lo que sea para ayudar a Laurie —dijo su padre—. Tómate el tiempo que haga falta.

«Recuerdo que este lugar estaba lleno de luz», pensó Mike mientras estudiaba la sombría cabaña con una consternación creciente. «Recuerdo el tacto del agua cuando me zambullía, el calorcillo del sol cuando me daba en la cara, la forma en que la brisa henchía las velas haciendo que la barca atravesara el lago rozando apenas su superficie».

*****

Estaban a finales de junio pero hacía un tiempo más propio de principios de marzo. Según las noticias de la radio, la ola de frío llevaba tres días instalada en Wisconsin. «Ojalá haya carbón suficiente para encender la estufa, de lo contrario, esa agente inmobiliaria se quedará sin casa que vender», pensó Mike.

Tenía que despertar a Laurie. No convenía que la dejara sola en el coche, aunque fuera poco tiempo.

—Ya hemos llegado, cariño —le dijo con un tono falsamente alegre.

Laurie se movió. Notó que se ponía nerviosa, pero al abrazarla se relajó.

—Qué oscuro está —susurró ella.

—Entraremos y encenderemos las luces.

Recordaba que la cerradura siempre había funcionado mal. Había que empujar la puerta hacia fuera para que la llave encajara. En él pequeño vestíbulo habían enchufado una lamparilla. La casa no estaba caliente pero tampoco encontró un frío que calara los huesos, como había temido.

Mike se apresuró a encender la luz de la entrada. El papel pintado con su dibujo de hiedras trepadoras parecía desteñido y gastado. La casa había sido alquilada los cinco veranos que su abuela permaneció en la residencia de ancianos. Mike recordó lo limpia, cálida y acogedora que era cuando su abuela vivía allí.

El silencio de Laurie resultaba ominoso. Sin dejar de abrazarla, la condujo al salón. Los sillones y sofás tapizados de terciopelo que le acogían cuando se sentaba a leer un libro seguían en su sitio pero, al igual que el papel pintado, parecían viejos y raídos.

Mike frunció la frente en un gesto de preocupación.

—Lo siento, cariño. Pero venir aquí ha sido una pésima idea. ¿Quieres que vayamos a un motel? Hemos pasado delante de un par que parecían decentes.

Laurie le sonrió y respondió:

—Quiero quedarme aquí, Mike. Quiero que compartas conmigo los maravillosos veranos que pasaste aquí. Quiero imaginar que tu abuela era la mía. Tal vez así me recupere.

Laurie había sido educada por su abuela, una mujer temerosa de todo que inculcó a su nieta el miedo a la oscuridad, a los desconocidos, a los aviones, a los coches, a los animales. Cuando Laurie y Mike se conocieron dos años atrás, ella lo había sorprendido y divertido recitándole una letanía de historias espeluznantes con las que su abuela la había alimentado día tras día.

—¿Cómo es posible que salieras tan normal y simpática? —solía preguntar Mike.

—De haberme convertido en una loca de atar habría sido mi fin —le contestaba ella.

Pero los últimos cuatro meses constituían una prueba de que Laurie había sido incapaz de librarse de la mala influencia de su abuela, quien le había provocado un daño psicológico que debía ser tratado.

Mike le sonrió y contempló con cariño sus ojos verdes como el mar, las espesas pestañas oscuras que proyectaban sombras sobre su piel de porcelana, la forma en que el cabello castaño enmarcaba el óvalo de su rostro.

—Eres preciosa —le dijo—, ya te contaré todo sobre mi abuela. Tú la conociste cuando ya estaba inválida. Te contaré cómo pescábamos juntos cuando había tormenta, cómo íbamos a correr alrededor del lago y ella me gritaba para que mantuviera el ritmo. Imagínate, hasta que cumplió los sesenta, no logré nadar más de prisa que ella.

Laurie tomó su rostro entre sus manos y le pidió:

—Ayúdame a ser como ella.

Metieron las maletas y la comida que habían comprado por el camino. Mike bajó al sótano. Hizo una mueca cuando vio la carbonera. Era bastante grande; un cajón de metro veinte de ancho por metro ochenta de largo, situado junto a la caldera y justamente debajo de la ventana en donde el camión descargaba el carbón. Mike recordó que a los ocho años había ayudado a su abuela a cambiar algunas planchas de madera de la carbonera. Ahora parecían casi todas podridas.

«De noche hace bastante frío, incluso en verano, pero con esto vamos a estar muy calentitos, Mike», decía su abuela alegremente mientras echaban paladas de carbón en la vieja caldera ennegrecida.

Mike siempre recordaba la carbonera llena de brillantes piedras negras. Ahora estaba prácticamente vacía, apenas había carbón para dos o tres días. Buscó la pala.

La caldera todavía se podía usar. No tardó en oírse su ruido sordo por toda la casa. Las tuberías se estremecieron cuando el aire caliente pasó a través de ellas.

En la cocina, Laurie sacó la comida de las bolsas y sé puso a preparar una ensalada. Mike hizo la carne a la plancha. Abrieron una botella de burdeos y comieron uno al lado de la otra, sentados a la vieja mesa esmaltada de la cocina, con los hombros casi tocándose.

Se disponía a subir las escaleras para ir a dormir cuando Mike vio la nota que la agente inmobiliaria le dejó sobre la mesa del vestíbulo.

«Espero que lo encuentre todo en orden. Lamento que no les acompañe el tiempo. El viernes les servirán el carbón».

*****

Decidieron utilizar el dormitorio de su abuela.

—Le encantaba la cama metálica —le comentó Mike—. Decía siempre que no hubo una noche en que no hubiera dormido en ella a pierna suelta.

—Esperemos que surta el mismo efecto en mí —dijo Laurie suspirando.

En el ropero encontraron sábanas limpias, aunque estaban húmedas y pegajosas. El colchón de muelles olía a humedad.

—¡Ay, qué frío tengo, abrígame, anda! —susurró Laurie con un estremecimiento cuando se taparon con las mantas.

—A tus órdenes.

Se durmieron abrazados. A las tres de la madrugada, Laurie lanzó un grito penetrante y quejumbroso que llenó toda la casa.

—¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡No quiero! ¡No quiero!

Dejó de sollozar al amanecer.

—Están cada vez más cerca —le dijo a Mike—. Cada vez más cerca.

*****

Llovió durante todo el día. El termómetro exterior marcaba tres grados. Pasaron la mañana leyendo acurrucados en los sofás de terciopelo. Mike vigiló a Laurie y comprobó que se iba relajando. Cuando se quedó dormida después de comer, fue a la cocina y telefoneó al psiquiatra.

—Es posible que la sensación de que están más cerca sea buena señal —le comentó el médico—. Es probable que esté a punto de hacer progresos. Estoy convencido de que esas pesadillas nacen de los cuentos que le contaba su abuela. Si logramos precisar exactamente cuál es el que le causa tanto miedo, podremos eliminarlo, y después a todos los demás. No le pierda de vista, sin olvidar que es una muchacha fuerte con voluntad de curarse. Tiene media batalla ganada.

Cuando Laurie despertó, decidieron hacer un inventario de lo que había en la casa.

—Papá dice que podemos quedarnos con lo que nos apetezca —le recordó Mike—. Hay un par de mesas que son piezas de anticuario y ese reloj que ves sobre la repisa de la chimenea es una joya.

En el vestíbulo había un trastero. Sacaron cuanto contenía a la sala. Vestida con tejanos y un jersey, y el cabello recogido en un moño, Laurie parecía una chica de dieciocho años. Repasando todos los objetos comenzó a animarse.

—Los pintores locales eran bastante malos —dijo entre risas—, pero los marcos son estupendos. ¿No te los imaginas en las paredes de nuestra casa?

El año pasado, como regalo de boda, la familia de Mike les había regalado una buhardilla en el Greenwich Village. Hasta hacía cuatro meses, habían dedicado su tiempo libre a asistir a subastas y ventas organizadas en busca de oportunidades. Al comenzar las pesadillas, Laurie había perdido interés en decorar el apartamento. Mike cruzó los dedos. Quizá era cierto que empezaba a mejorar.

En el estante superior, sepultado debajo de unas cuantas mantas de diversos colores, descubrieron una Victrola.[4]

—Dios mío, me había olvidado de ella —dijo Mike—. Qué hallazgo. Mira. Aquí hay unos discos viejos.

No se percató de que Laurie se sumía en un repentino silencio mientras él quitaba las capas de polvo acumulado en la Victrola y levantaba la tapa. En el interior figuraban la marca Edison, y el logotipo de un perro escuchando el altavoz y el titular La voz de su amo.

—Hasta tiene aguja —dijo Mike.

Colocó un disco en el giradiscos, le dio a la manivela, pulsó el botón de encendido y se quedó mirando cómo empezaba a girar el disco. Con cuidado, puso el brazo con la fina aguja en el primer surco.

El disco estaba rayado. Las voces eran masculinas pero chillonas, casi de falsete. La música sonaba mal sincronizada, como si fuera demasiado de prisa.

—No entiendo la letra —dijo Mike—. ¿La reconoces?

—Es Chinatown —repuso Laurie—. Escucha.

Se puso a tararear la canción. Su hermosa voz de soprano destacaba en el coro: Corazones que no conocen otro mundo, vagan de un lado a otro. Se le quebró la voz. Casi sin aliento, gritó:

—¡Apágalo, Mike! ¡Apágalo ahora mismo!

Se tapó las orejas con las manos y cayó de rodillas; tenía una palidez mortecina en el rostro. Mike apartó la aguja del disco.

—¿Qué te pasa, cariño?

—No lo sé. No lo sé.

*****

Esa noche la pesadilla adquirió una forma distinta. Esta vez, las siluetas que se le acercaban entonaban Chinatown con voz de falsete y exigían a Laurie que cantara con ellas.

*****

El amanecer los sorprendió en la cocina, bebiendo café.

—Mike, empiezo a recordarlo. Algo que pasó cuando era pequeña. Mi abuela tenía una de esas Victrolas. Y el mismo disco. Le pregunté dónde estaba la gente que cantaba. Creía que se escondían en alguna parte de la casa. Me llevó al sótano y me indicó la carbonera. Me dijo que las voces salían de allí. Me juró que los que cantaban estaban en la carbonera.

Mike dejó la taza de café y exclamó:

—¡Santo Dios!

—Después de eso no volví a bajar al sótano. Me daba miedo. Al cabo de un tiempo nos mudamos a un apartamento y mi abuela regaló la Victrola. Supongo que por eso lo había olvidado.

En los ojos de Laurie brilló un destello de esperanza.

—Mike, es posible que aquel antiguo miedo regresara a mí por alguna razón. Cuando terminé la obra estaba exhausta. Empecé a tener pesadillas justo después. Mike, ese disco lo grabaron hace muchos años, probablemente todos los cantantes hayan muerto, pero está claro que me acuerdo muy bien del sonido. Quizás ahora se me pase.

—Claro que se te va a pasar.

Mike se puso en pie, le tendió la mano y preguntó:

—¿Qué tal si hacemos una prueba? Abajo hay una carbonera. Quiero que bajes conmigo y la veas.

El miedo se reflejó en los ojos de Laurie; se mordió el labio.

—Vamos —dijo.

Mike observó el rostro de Laurie mientras sus ojos verdes exploraban nerviosamente el sótano. A través de la mirada de su mujer se dio cuenta de la sordidez reinante. La bombilla que pendía del techo. Las paredes de ladrillos llenos de ceniza, brillantes de humedad. El polvo de cemento del suelo que se pegaba a las suelas de las zapatillas. Las escaleras que conducían a las puertas metálicas que daban al patio trasero. El pasador oxidado que las cerraba tenía aspecto de no haber sido descorrido en años.

La carbonera estaba junto a la caldera, en la parte delantera de la casa. Mike notó que Laurie le clavaba las uñas en la palma de la mano cuando se acercaron a ella.

—Nos hemos quedado prácticamente sin carbón —le dijo—. Es una suerte que hoy vengan a traernos más. Dime, cariño, ¿qué es lo que ves?

—Una carbonera. Con unas diez paladas de carbón como mucho. Una ventana. Recuerdo que cuando venía el camión a descargar metían la tolva por la ventana y el carbón bajaba rugiendo. Me preguntaba si a los cantantes no les haría daño cuando les caía encima. —Laurie intentó reírse—. No hay señales de que aquí viva nadie. Ay, Dios mío, que se acaben las pesadillas.

Cogidos de la mano subieron las escaleras. Laurie bostezó.

—Estoy tan cansada, Mike. Y tú, pobre, hace meses que no duermes bien por mi culpa. ¿Por qué no nos metemos en la cama y pasamos el resto del día durmiendo? Te apuesto lo que sea a que no me despertaré con pesadillas.

Se quedaron dormidos. Ella con la cabeza apoyada en el pecho de él y él rodeándola con sus brazos.

—Dulces sueños, cariño —susurró Mike.

—Te juro que lo serán. Te quiero, Mike. Gracias por todo.

*****

El ruido del carbón al bajar por la tolva despertó a Mike. Parpadeó. La luz se colaba por las persianas. Instintivamente echó un vistazo al reloj. Eran casi las tres. Vaya, debía de estar realmente exhausto. Laurie ya se había levantado. Se puso unos pantalones color caqui, se calzó las zapatillas y aguzó el oído para comprobar si se oían movimientos en el cuarto de baño. No oyó nada. El albornoz y las zapatillas de Laurie estaban sobre la silla. Seguramente ya se habría vestido. Invadido por un temor irracional, Mike se puso rápidamente un chándal.

La sala. El comedor. La cocina. Las tazas de café seguían sobre la mesa y exactamente como las habían dejado. A Mike se le hizo un nudo en la garganta. El ruido del carbón al caer por la tolva comenzaba a disminuir. El carbón… Tal vez. Bajó las escaleras del sótano de dos en dos escalones. Por la carbonera asomaba una pila de brillantes piedras negras. Oyó el chasquido de la ventana al cerrarse. Miró las pisadas del suelo. Las huellas de sus zapatillas. Eran las marcas que habían dejado él y Laurie por la mañana al bajar en zapatillas.

Después vio las huellas de los pies descalzos de Laurie, las bonitas marcas con el arco pronunciado dejadas por sus pies delgados. Se detenían en la carbonera. No había señales de que volvieran hacia las escaleras.

Sonó el timbre. Un sonido agudo e insistente como el de un gong que siempre le había disgustado y que divertía a su abuela. Mike subió las escaleras corriendo. Laurie. Que fuera Laurie.

El camionero tenía un papel en la mano.

—Firme el albarán, por favor.

El carbón. Mike aferró al hombre por el brazo.

—¿Cuando empezó a descargar el carbón, miró dentro de la carbonera?

Unos asombrados ojos azules en un rostro agradable, curtido por el aire y el sol, lo miraron fijamente.

—Claro que sí, miré para ver cuánto necesitaba. Estaba prácticamente a cero. No le habría alcanzado para hoy. Ha dejado de llover, pero seguirá haciendo frío.

Mike procuró no ponerse nervioso.

—¿Se habría dado cuenta si hubiera visto a alguien dentro de la carbonera? Al fin y al cabo, el sótano está oscuro. ¿Habría visto a una mujer joven y delgada si hubiera estado allí dentro inconsciente?

Le leyó el pensamiento al carbonero. «Pensará que estoy borracho o drogado».

—¡Maldita sea! —Gritó Mike—. ¡Mi mujer ha desaparecido! ¡Mi mujer ha desaparecido!

*****

Se pasaron días buscando a Laurie. Mike buscó con ellos desesperadamente. Recorrió palmo a palmo la zona densamente boscosa que rodeaba la cabaña. Esperó acurrucado y tembloroso en el atracadero mientras dragaban el lago. Esperó con incredulidad mientras vaciaban la carbonera que acababan de llenar y amontonaban el carbón en el suelo del sótano.

Rodeado de policías cuyos nombres y caras no le decían nada, habló por teléfono con el médico de Laurie. Con un tono de voz apagado, le refirió el miedo que Laurie tenía a las voces de la carbonera. Al concluir Mike con su relato, el jefe de Policía habló con el médico. Cuando colgó, el policía cogió a Mike del hombro y le dijo:

—Seguiremos buscando.

Cuatro días más tarde, un buceador encontró el cuerpo de Laurie enredado en las algas del fondo del lago. Había muerto ahogada. Llevaba puesto el camisón. Conservaba trocitos de carbón prendidos en el pelo y la piel. El jefe de Policía intentó sin éxito suavizar la horrible tragedia de su muerte.

—Por eso sus pisadas se detenían en la carbonera. Debió de meterse en ella para salir por la ventana. Es bastante ancha y era una muchacha delgada. He vuelto a hablar con su médico. Es probable que se hubiera suicidado antes de no haber estado usted a su lado. Es tremenda la forma en que las personas destrozan a sus hijos. El médico de su mujer dice que la abuela la había aterrorizado con estúpidas supersticiones desde antes que aprendiera a andar.

—Me lo contó ella misma. Ya empezaba a darse cuenta.

Mike escuchó sus propias objeciones y también los preparativos para incinerar a Laurie.

A la mañana siguiente, mientras hacía las maletas, llegó la agente inmobiliaria, una mujer de cabello canoso y cara delgada que vestía con sencillez y cuyos modales enérgicos no ocultaban la pena que reflejaban sus ojos.

—Tenemos un comprador para la casa —le dijo—. Si quiere conservar alguna cosa, dígamelo y haré que se la envíen.

El reloj. Las mesas antiguas. Los cuadros de preciosos marcos de los que Laurie se había reído. Mike intentó imaginarse regresando solo a la buhardilla del Greenwich Village y no pudo.

—¿Qué me dice de la Victrola? —le preguntó la agente inmobiliaria—. Es un verdadero tesoro.

Mike había vuelto a dejarla en el trastero. La sacó de nuevo y revivió el terror de Laurie, la oyó cantar otra vez Chinatown uniendo su voz a las del viejo disco.

—No sé si la quiero —le contestó.

La agente inmobiliaria le lanzó una mirada de reprobación.

—Se trata de una pieza de coleccionista. Tengo que marcharme. Ya me dirá qué decide hacer con ella.

Mike se quedó mirando hasta que su coche desapareció al girar la curva. Laurie, te quiero. Levantó la tapa de la Victrola como había hecho hacía cinco días, cinco días que parecían un siglo. Le dio a la manivela, buscó el disco de Chinatown, lo puso en el giradiscos, pulsó el botón de encendido. Se quedó mirando mientras el disco iba cogiendo velocidad, luego soltó el brazo y colocó la aguja en el surco inicial.

«Chinatown, mi Chinatown…».

Mike notó un escalofrío. ¡No, no! Incapaz de moverse, incapaz de respirar, se quedó mirando cómo daba vueltas el disco.

«… corazones que no conocen otro mundo vagan de un lado a otro…».

Por encima de las chirriantes voces en falsete de los antiguos cantantes, la exquisita voz de soprano de Laurie llenó la estancia con su plañidera y sobrecogedora belleza.