Envuelta en el abrigo azul del uniforme, Carol se estremeció y procuró hacer caso omiso de su creciente inquietud. Al echar un vistazo a la sala del aeropuerto, pensó que las muñecas campesinas de alegres trajes expuestas en las vitrinas suponían un incongruente fondo a los policías de cara seria que paseaban delante de ellas. Los escasos pasajeros esperaban apiñados el momento de embarcar y aprovechaban para mirar a los policías con ojos llenos de odio.
Al dirigirse hacia ellos, oyó a uno de los pasajeros que decía:
—La cacería se está haciendo esperar. Los cazadores no están contentos. —Se volvió hacia Carol y añadió—: ¿Cuánto hace que vuela, señorita?
—Tres años —respondió Carol.
—Parece usted muy joven incluso para tan corta experiencia. Ah, si hubiera usted visto mi país antes de que lo ocuparan. Esta sala era siempre muy alegre. En mi última visita, cuando volvía hacia los Estados Unidos, vinieron a despedirme veinte parientes. Hoy ninguno se ha atrevido. No es conveniente exhibir en público que uno tiene contactos con los Estados Unidos.
Bajando la voz, Carol le preguntó:
—Hay más policías de lo normal. ¿Sabe usted por qué?
—Ha escapado un fugitivo —le susurró—. Lo han visto por aquí hace una hora. Seguro que lo atraparán, pero espero no estar aquí para presenciarlo.
—Embarcaremos dentro de un cuarto de hora —le comentó Carol para infundirle ánimos—. Discúlpeme. He de ver al comandante.
Tom acababa de llegar de la Oficina de Operaciones. Hizo un ligero movimiento de cabeza cuando sus ojos se encontraron. Carol se preguntó cuánto tiempo debía transcurrir para que su corazón dejara de latir con fuerza cada vez que lo veía, cuándo dejaría de quedarse boquiabierta ante su espléndida altura y su uniforme oscuro. Se recordó a sí misma que ya era hora de que dejara de considerarlo como el hombre que había amado tiernamente y lo viera como un piloto más.
Al hablarle, entrecerró sus ojos grises, y utilizó un tono de voz natural.
—¿Me buscaba usted, comandante?
El tono de Tom fue tan natural como el de ella.
—¿Has comprobado cómo está Paul?
Carol sintió vergüenza al contestar que no había pensado en el sobrecargo desde que aterrizaran en Danubia hacía una hora. Paul se había encontrado mal por el efecto de unas vacunas, por lo que se había quedado en la litera de la tripulación mientras el avión repostaba para el vuelo de regreso a Frankfurt.
—No, comandante. Estaba demasiado concentrada en ver a nuestros amigos jugando al escondite —repuso inclinando la cabeza en dirección a los policías.
Tom asintió.
—No me gustaría estar en el lugar de ese pobre tipo cuando lo atrapen. Están seguros de que se encuentra en la pista.
Por un momento, la voz de Tom se tornó familiar, confidente, y Carol lo miró ansiosamente. Pero en seguida volvió a adoptar el tono formal del comandante que habla a la azafata.
—Por favor, sube a bordo y comprueba si Paul necesita algo. Le pediré al personal de tierra que acompañe a los pasajeros.
—Muy bien, señor —repuso y se dirigió a la entrada de la pista.
El aeropuerto estaba frío y desolado en la semipenumbra de aquella tarde de octubre. Tres policías abordaron el avión situado junto al de ella. Al verlos se echó a temblar; subió y se dirigió a la parte delantera, en busca de Paul.
Lo encontró dormido; le puso otra manta y regresó a la cabina. «Diez minutos más y todos habrán embarcado», pensó echando un vistazo al reloj. Sacó un espejo de mano y se pasó el peine por la corta cabellera rubia cuyos rizos asomaban por debajo de la gorra.
De pronto, horrorizada, vio reflejada en el espejo una mano delgada que aferraba la barra del armario abierto justo detrás de su asiento. ¡Alguien trataba de ocultarse en ese hueco! Presa del nerviosismo, miró por la ventanilla para pedir ayuda. El destacamento policial había abandonado el avión contiguo y se dirigía al de ella.
—Guarde el espejo, señorita —pidió el desconocido en voz baja y en un inglés claro pero con marcado acento.
Oyó que apartaba las perchas. Se giró y quedó cara a cara con un muchacho de unos diecisiete años, abundante cabello rubio e inteligentes ojos azules.
—Por favor, no tenga miedo. No le haré daño. —El muchacho echó un vistazo por la ventana y vio que los policías se acercaban rápidamente—. ¿Existe otra salida en este avión?
Carol ya no temía por ella sino por el muchacho; la invadió una sensación de desastre. El muchacho miraba hacia todos lados con ojos asustados; luego se apartó de la ventana como un animal atrapado. Tendió la mano hacia Carol y desesperado, le imploró:
—Si me encuentran, me matarán. ¿Dónde puedo esconderme?
—No puedo esconderte —protestó Carol—. Te encontrarán cuando registren el avión y no puedo comprometer a la empresa.
Intuyó con claridad la cara que pondría Tom si la Policía llegaba a descubrir a un polizón a bordo, sobre todo si ella lo había ocultado.
Se oyó un rumor de pasos subiendo por la rampa, unos pies pesados hicieron resonar el metal. Llamaron a la puerta con fuertes golpes.
Carol se quedó mirando, fascinada, los ojos del muchacho, la negra desesperanza reflejada en ellos. Miró nerviosamente a su alrededor. La chaqueta del uniforme de Paul colgaba de una percha en el armario. La sacó y cogió la gorra que había en el estante.
—Ponte esto, de prisa.
La esperanza iluminó el rostro del muchacho. Se abrochó a toda prisa y se metió el cabello debajo de la gorra. Volvieron a llamar a la puerta.
Carol tenía las manos húmedas y los dedos entumecidos. Empujó al muchacho para que se sentara en el asiento trasero; torpemente abrió el portafolios de la nave y desparramó unas cuantas declaraciones de equipaje sobre su regazo.
—No abras la boca. Si me preguntan cómo te llamas, diré que Joe Reynolds. Y reza para que no nos pidan los pasaportes.
Sintió tal debilidad en las piernas que creyó imposible llegar a la puerta de la cabina. Cuando tiró de la palanca, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y pensó en que el disfraz del muchacho resultaría lastimosamente transparente. Se preguntó si lograría impedir que la Policía registrara el avión. La palanca giró y la puerta se abrió. Bloqueó la entrada y al encontrarse frente a los policías se propuso emplear un tono de fastidio.
—Mi compañero y yo estamos revisando unos papeles. ¿A qué viene todo esto?
—Seguramente ya le habrán informado de que estamos buscando a un traidor fugitivo. No tiene derecho a obstaculizar a la Policía en el cumplimiento de su trabajo.
—Por lo que a mí respecta, son ustedes quienes están obstaculizando el cumplimiento de mi trabajo. Informaré de esto al comandante. No tienen derecho alguno a entrar en un avión norteamericano.
—Estamos registrando todos los aviones que hay en la pista —dijo el jefe del grupo—. ¿Quiere dejarnos pasar? Sería muy desagradable tener que entrar por la fuerza.
Consciente de que era inútil resistirse, Carol se sentó rápidamente junto al muchacho, se inclinó hacia él y con la espalda procuró ocultarlo de la vista de la Policía. El chico inclinó la cabeza sobre los papeles. Bajo la escasa luz su uniforme pasaba inadvertido y como estaba medio acurrucado no se notaba que no llevaba corbata.
Carol cogió unas declaraciones de las que tenía sobre el regazo y le dijo:
—Está bien, Joe, acabemos con esto. «Kralik, Walter, seis botellas de coñac valoradas en treinta dólares. Un reloj, valorado en…».
—¿Quién más hay a bordo? —preguntó el jefe del grupo.
—El sobrecargo. Está durmiendo en la litera de tripulación —repuso Carol muy nerviosa—. Ha estado enfermo.
La mirada del inquisidor se posó brevemente en «Joe» sin asomo de interés.
—¿Nadie más? Es el único avión norteamericano. Lo lógico es que el traidor viniera hacia aquí.
Otro policía había registrado los lavabos, el armario y debajo de los asientos. El tercer componente del grupo regresó de la cabina de pilotos.
—Ahí dentro hay un hombre durmiendo. Es demasiado mayor para tratarse de nuestro prisionero.
—Lo han visto por aquí hará un cuarto de hora —le informó el jefe del grupo—. Tiene que estar en alguna parte.
Carol echó un vistazo al reloj. Las siete cincuenta y nueve minutos. Los pasajeros estarían cruzando la pista. Disponía de un minuto para deshacerse de los policías y esconder al muchacho.
Se puso en pie procurando ocultar a Joe con su cuerpo. Miró de reojo la ventana del lado opuesto y vio que se abría la puerta de la sala de espera. Dirigiéndose al jefe le dijo:
—Ya han registrado el avión. Mis pasajeros están a punto de embarcar. ¿Quieren hacer el favor de marcharse?
—Parece usted muy ansiosa por deshacerse de nosotros, señorita.
—No he terminado de rellenar papeles y una vez que los pasajeros estén a bordo me resultará difícil hacerlo.
Se oyeron unos pasos apresurados subiendo por la rampa. Entró un mensajero y le dijo al jefe:
—Señor, el comisario quiere un informe inmediato de la búsqueda.
Aliviada, Carol vio salir a los policías a toda prisa.
La azafata de tierra y los pasajeros se encontraban al pie de la rampa cuando bajaron los policías. Los miembros de la tripulación subieron a bordo por la entrada delantera.
—Joe —dijo Carol. El muchacho se levantó del asiento y se agazapó en el pasillo. Carol lo llevó hacia el fondo del avión y le indicó el lavabo de caballeros—. Métete ahí dentro. Quítate el uniforme y no le abras a nadie más que a mí.
Se colocó en la puerta de la cabina y sonrió a la azafata de tierra y a los pasajeros. La azafata de tierra le entregó la lista y esperó a que ella recibiera a los pasajeros y les indicara sus asientos.
La lista contenía seis nombres. Cinco estaban mecanografiados y el de «Vladimir Karlov» había sido añadido en el último momento. Junto al nombre figuraban cuatro letras, «exco».
—Extrema cortesía… ¿Quién es el VIP? —le preguntó Carol a la azafata de tierra.
—Un pez gordo. El comisario de Policía de Danubia. Uno de los peores carniceros, así que tratadlo con guante blanco. Se ha detenido a hablar con el grupo que busca al prisionero fugado.
¡El comisario de Policía en ese vuelo! Carol sintió náuseas, pero al verlo subir por la rampa, le tendió la mano con una sonrisa. Era un hombre alto, de unos cincuenta años, nariz estrecha y labios finos.
—Me han dado el asiento cuarenta y dos.
Carol sabía que no podía colocarlo en la parte posterior del avión, porque vería a «Joe» cuando lo sacara del lavabo.
—El vuelo a Frankfurt es una maravilla —le comentó con una sonrisa afable—. Sería una pena que no se sentara delante del ala…
—Prefiero un asiento en la parte de atrás —repuso él—. Se viaja mucho mejor.
—Se trata de uno de nuestros vuelos más tranquilos. En los asientos de delante no notará usted ni un solo movimiento y podrá contemplar mejor el panorama.
El comisario se encogió de hombros y la siguió por el pasillo. Echó un vistazo a la lista y dudó de si debía ubicarlo al lado de otro pasajero. Si lo hacía, tal vez se pondrían a conversar y el hombre estaría más distraído cuando ella sacara a Joe del lavabo. Pero al recordar los amargos comentarios de algunos pasajeros sobre la búsqueda, decidió no hacerlo y lo condujo al asiento número tres, donde colocó el bolso en el portaequipajes y le pidió que se abrochara el cinturón.
El pasajero del asiento número siete se levantó y se dirigió a la parte posterior. Carol lo alcanzó justo en la puerta del lavabo de caballeros.
—Señor, siéntese por favor. El avión ha empezado a maniobrar.
El hombre estaba pálido.
—Por favor, señorita. Me encuentro mal. Siempre me asusto al despegar.
Carol lo cogió de la mano y lo obligó a soltar el pomo de la puerta antes de que se diera cuenta de que estaba cerrada.
—Tengo unas pastillas que le sentarán muy bien. Todos tienen que estar sentados para el despegue.
Cuando por fin lo vio sentado, conectó el micrófono.
—Buenas noches, soy la asistente de vuelo Carol Dowling. Abróchense los cinturones de seguridad y no fumen hasta que se hayan apagado las señales luminosas. Nos dirigimos al aeropuerto de Frankfurt. El tiempo estimado de vuelo es de dos horas, cinco minutos. Dentro de unos instantes les serviremos una ligera cena. Si necesitaran algo, no duden en ponerse en contacto con el personal de cabina. Que tengan ustedes un buen vuelo.
Cuando se dirigió a la cabina de pilotos, el avión había terminado de maniobrar y los motores estaban al máximo. Se inclinó sobre Tom y le dijo:
—Comandante, todo en orden en cabina.
Tom se giró tan de repente que con la mano le rozó el cabello. Sintió una ola de calor e inconscientemente se llevó la mano a la cabeza.
—Muy bien, Carol.
Los motores rugían y le costó oír sus palabras. Un año atrás, la habría mirado y sus labios habrían pronunciado las palabras. «Te quiero, Carol», pero aquello había acabado. Por un instante se sintió arrepentida de que no hubieran podido solucionar sus diferencias. En las noches de insomnio reconocía interiormente que Tom lo había intentado, que le había hecho insinuaciones, pero ella no había cedido ni un ápice. De manera que sus intentos de reconciliación sólo habían conducido a enfrentamientos peores; después, a él lo destinaron durante seis meses a Londres y no habían vuelto a verse. En la actualidad, volaban juntos y se comportaban como dos compañeros, sin dejar entrever que las cosas habían sido de otra manera.
Se disponía a regresar a la cabina, pero Tom le indicó que esperara. Hizo una señal al segundo piloto y el ruido de los motores se amortiguó. Sintió una inmensa soledad cuando se alejó de ella. En ese vuelo hubo momentos en los que parecía más amable, más cálido, momentos en los que parecía posible que volvieran a hablar. «Pero con lo que he hecho, se acabará todo —pensó—. Aunque logre llevar a Joe a Frankfurt, Tom nunca me lo perdonará».
—Carol, ¿has hablado ya con el comisario?
—Sí, cuando le indiqué su asiento. No es muy conversador.
—Atiéndelo bien. Es importante. Se rumorea que no dejarán aterrizar a los aviones norteamericanos en Danubia. Si queda contento con el servicio, quizá contribuya a impedirlo. Cuando estemos en vuelo, te mandaré a Dick para que te eche una mano con la cena.
—¡No hace falta! Al fin y al cabo se trata de una cena fría. Sólo tenemos seis pasajeros, puedo arreglármelas sola.
Regresó a la cabina y al pasar delante del hombre que temía a los despegues, le sonrió para infundirle ánimos. El avión había alcanzado la pista de despegue y el ruido de los motores era ensordecedor. Todos los pasajeros, incluido el comisario, miraban por las ventanillas. Se dirigió a la parte trasera y dio unos golpecitos en la puerta del lavado de caballeros y en voz baja llamó a Joe.
El muchacho salió sin hacer ruido. Bajo la luz tenue su cuerpo delgado parecía más bien una sombra. Le susurró al oído:
—El último asiento de la derecha. Échate en el suelo. Te cubriré con una manta.
Avanzó con paso cansino y desapareció en el hueco entre los dos asientos. «Camina como un gato, más bien como un gatito», pensó Carol al recordar el suave vello que le había rozado la cara.
El avión ascendía y resultaba difícil mantener el equilibrio. Sujetándose con una mano del mamparo del baño, ocupó el asiento del pasillo, junto al que se ocultaba Joe. Sacó una manta del portaequipajes, la desplegó y se la echó encima. Para cualquier eventual curioso, la manta no despertaría sospechas; pero para un ojo observador, resultaría extraño que una simple manta en el suelo abultara de aquella manera.
Fijó la mirada en la señal luminosa que había encima de la puerta de la cabina, ABRÓCHENSE LOS CINTURONES DE SEGURIDAD - PROHIBIDO FUMAR. ATTACHEZ VOS CEINTURES - NE FUMEZ PAS.
Mientras la señal continuase encendida, estaría a salvo. Pero cuando se apagara, tendría que encender las brillantes luces de cabina y el escondite de Joe se convertiría en una farsa, pues los pasajeros se levantarían de sus asientos.
Por primera vez consideró seriamente lo que podría ocurrirle por ocultar a Joe. Pensó en lo que Tom diría y recordó con pena su reacción del año anterior cuando había causado problemas en el avión.
«Pero Tom —había protestado—, ¿qué importa si dejé que esa pobre niña sacara su perro de la cesta? Viajaba sola, iba a ser adoptada por unos extraños. Era de noche y la cabina estaba a oscuras. Nadie se habría enterado si a esa mujer no se le hubiera ocurrido acercarse y buscarse problemas».
Tom le había contestado: «Quizás algún día aprendas a cumplir con las normas básicas, Carol. Esa mujer era una accionista y armó la de Dios en la central. Acepté la responsabilidad de que el perro estuviera suelto porque sabía que no me despedirían. Pero después de siete años con un expediente impecable, no me hace ninguna gracia que figure en él este incidente».
Recordó con incomodidad la mirada colérica que le había lanzado. Recordó también que le dijo que se alegraba de que no tuviera un expediente impecable al que atenerse, que tal vez así se mostraría más humano y dejara de adoptar el manual de la empresa como si fuera la Biblia. No le resultaba difícil recordar lo que se dijeron, porque había revivido la pelea muchas veces.
Intentó imaginar lo que haría Charlie Wright, director de la estación norte del aeropuerto de Frankfurt. Charlie también era un «hombre de la compañía». Le gustaba que los aviones llegaran y partieran a la hora exacta, que los pasajeros estuvieran contentos. Sin duda, Charlie se mostraría molesto al tener que informar a la oficina principal de la presencia de un polizón en uno de sus vuelos, y seguramente la suspendería de inmediato, quizá la despidiera directamente.
La manta de Joe se movió ligeramente y volvió a concentrarse en el problema de encontrar un escondite seguro. El avión adoptó una trayectoria horizontal. Al apagarse la señal de abrocharse los cinturones, se levantó despacio. Atemorizada, tendió la mano hacia el interruptor del panel y aumentó la luminosidad de las luces de cabina.
Empezó a repartir revistas y periódicos. El hombre que se había puesto nervioso durante el despegue parecía más calmado.
—Esa pastilla que me dio me ha ayudado muchísimo, señorita. —Aceptó un periódico y buscó las gafas—. Debo de tenerlas en mi abrigo.
Se levantó y se dirigió a la parte posterior del avión.
—Ya se las traeré yo —le dijo Carol mecánicamente.
—No se moleste —le contestó él cuando pasaba delante del lugar donde estaba oculto Joe. Carol iba detrás sin atreverse a respirar siquiera.
La cabina estaba tan ordenada que aquella manta en el suelo llamaba mucho la atención. El pasajero encontró sus gafas, enfiló pasillo abajo y se detuvo. Carol pensó rápidamente que aquel hombre era muy ordenado. ¿Acaso no había colgado bien el abrigo en la percha y alisado las hojas del periódico? Un segundo más y recogería la manta. En ese momento el hombre se estaba inclinando y decía:
—Caramba, debe de haberse caído…
—¡Por favor! —Carol lo cogió con firmeza del brazo—. No se moleste. Yo lo arreglaré ahora mismo. —Lo acompañó hasta su asiento reprendiéndolo levemente—: Es usted nuestro pasajero. Si el comandante llega a ver que le dejo recoger las cosas, me lanzaría por la ventana.
El hombre sonrió y volvió mansamente a su asiento.
Carol registró la cabina desesperadamente. La manta destacaba demasiado. Cualquiera que se dirigiera a la parte posterior del avión podía descubrir a Joe.
—Una revista, señorita.
—Ahora mismo.
Carol le llevó varias al pasajero sentado detrás del comisario y acercándose al asiento de éste, le preguntó:
—¿Quiere usted una revista, comisario Karlov?
Con los labios apretados, sumido en sus pensamientos, el comisario tabaleaba con sus finos dedos en el apoyabrazos.
—Hay algo que no encaja y no sé qué es, señorita. Algo que me han dicho y que no encaja. Pero ya me acordaré —le dijo esbozando una fría sonrisa—. Ya me acordaré. Siempre me acuerdo. —Con un gesto desechó la revista y preguntó—: ¿Dónde está el surtidor de agua?
—Le traeré un vaso —le dijo Carol.
El hombre se puso en pie y repuso:
—No se moleste, por favor. Detesto pasar tanto rato sentado. Iré a buscarlo yo mismo.
El surtidor de agua se encontraba delante del asiento donde se ocultaba Joe. El comisario no era un observador corriente. Lo más seguro era que preguntara por la manta.
—Lo siento —le dijo impidiéndole que saliera al pasillo—. Estamos pasando por unos bancos de aire. El comandante no quiere que los pasajeros se levanten.
El comisario lanzó una mirada a la señal apagada de los cinturones de seguridad y le pidió:
—Déjeme pasar, por favor…
El avión se inclinó ligeramente. Carol chocó contra el comisario y dejo caer adrede las revistas. El vuelo se ponía movidito.
Si lograba retenerlo un poco, Tom no tardaría en encender la señal. Exasperado, el comisario recogió unas cuantas revistas.
Sin dejarle paso, ella se agachó y muy despacio recogió las demás revistas y las ordenó lentamente por tamaños. Cuando vio que ya no podía entretenerse más, se incorporó. ¡La señal luminosa estaba encendida!
El comisario se reclinó en su asiento y observó con atención a Carol mientras se dirigía al surtidor para servirle un vaso de agua y llevárselo. No le dio las gracias sino que le comentó:
—Esa señal parecía responder a sus deseos, señorita. Debe de haber sido importante para usted que yo no abandonara mi asiento.
Carol sintió miedo y luego rabia. Ese hombre sabía que allí pasaba algo y se divertía jugando con su nerviosismo. Recogió el vaso de agua que el comisario apenas había tocado.
—Verá usted, señor, le voy a revelar un secreto del oficio. Cuando tenemos un pasajero muy importante a bordo, en la lista, junto a su nombre, colocamos unas siglas que significan que debemos extremar con él la cortesía. En este vuelo, usted es uno de esos pasajeros y yo sólo intento hacer que su viaje sea lo más agradable posible. Pero me temo que no lo estoy consiguiendo.
*****
Se abrió la puerta de la cabina de pilotos y apareció Tom. Todos los pasajeros estaban sentados en la mitad delantera del avión. Carol se encontraba junto al último de ellos. Lo más probable era que Tom sólo quisiera saludarlos. No se molestaría en ir hasta el fondo si no había nadie sentado allí.
Tom dio la bienvenida al comisario, estrechó la mano al hombre que estaba sentado detrás y señaló un banco de nubes a los dos amigos que jugaban a las damas. Carol estudió sus movimientos con un dolor creciente. Cada vez que lo veía, acudía a su memoria algún recuerdo. Recordó el Día de los Soldados muertos en combate en el aeropuerto de Gander, cuando les cancelaron el vuelo debido a una fuerte tormenta de nieve. Esa noche, Tom y ella se habían enfrentado en una guerra con bolas de nieve. Tom había echado un vistazo a su reloj y le había dicho: «¿Te das cuenta de que dentro de dos minutos será primero de junio? Nunca había besado a una chica en plena tormenta de nieve, un primero de junio». Sus labios le rozaron la mejilla y los notó fríos, pero al encontrarse con su boca, los notó calientes. «Te quiero, Carol». Aquélla fue la primera vez que se lo decía.
Carol tragó saliva, intentó borrar el recuerdo y volver a la realidad. Se encontraba de pie en el pasillo, tenía delante a Tom, Joe estaba en peligro y no había escapatoria.
—¿Seguro que no necesitas ayuda con la cena? —le preguntó en un tono impersonal, pero sus ojos buscaron su mirada. Carol se preguntó si Tom se estaría acordando de lo mismo que ella.
—No, de veras —respondió—. Empezaré en seguida.
Tendría que dirigirse a la cocina y dejar a Joe expuesto a ser descubierto, pero…
Tom carraspeó dando la impresión de buscar las palabras adecuadas.
—¿Qué se siente al ser la única mujer a bordo, Carol?
Carol sopesó las palabras unos segundos antes de captar su significado. Miró de pasajero en pasajero: el comisario, el hombre que temía a los despegues, el cuarentón amable, el señor mayor dormido, los dos amigos que jugaban a las damas. Hombres, todos hombres. ¡Había rogado por encontrar un sitio donde ocultar a Joe, y Tom, justamente Tom, se lo había indicado! ¡El lavabo de señoras! Perfecto y simple.
Mientras Tom la observaba, le contestó como quien no quiere la cosa:
—Me encanta ser la única mujer, comandante. Así no tengo competencia.
Tom dio media vuelta y fue hacia la parte delantera del avión, pero luego se detuvo y se volvió.
—Carol, cuando lleguemos a Frankfurt, ven a tomar un café conmigo. Tenemos que hablar.
Al parecer él también la echaba de menos. Si le confesaba en aquel momento que había descubierto un polizón a bordo, todo sería muy sencillo. Tom se llevaría todo el mérito y en Danubia estarían agradecidísimos. Tal vez extenderían los charters de la región norte y así, lo recompensaría por los problemas que le había causado el año anterior.
Pero no podía dejar que mataran a Joe, ni siquiera por el amor de Tom.
—En Frankfurt me vuelves a invitar si no has cambiado de parecer —le dijo.
Cuando Tom regresó a la cabina de vuelo, Carol volvió al asiento de Joe y examinó rápidamente a los pasajeros. La partida de damas tenía muy entretenidos a los dos jugadores. El señor mayor dormitaba. El cuarentón miraba las nubes. El pulcro leía el periódico. El comisario tenía la cabeza apoyada en el respaldo de su asiento. Era demasiado esperar que estuviera sesteando. Con suerte, estaría sumido en sus pensamientos y no volvería la cabeza.
Se inclinó sobre la silueta cubierta por la manta.
—Joe, tienes que ir a la parte de atrás. El lavabo de señoras está a la izquierda. Métete ahí y cierra con llave.
En ese momento, sus ojos se cruzaron con los del comisario, que se había girado en su asiento.
—Joe, tengo que apagar las luces. Cuando lo haga, sal a toda prisa. ¿Entendido?
Joe se destapó la cabeza. Tenía el cabello revuelto y parpadeó al ver la luz. Parecía un niño de doce años que acabara de despertar de un sueño profundo. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, eran los ojos de un hombre preocupado, acosado.
Asintió levemente; Carol no necesitó nada más para saber que la había entendido. Se levantó. El comisario había abandonado su asiento y se dirigía hacia ella.
En un segundo llegó al interruptor de la luz y la cabina quedó sumida en la oscuridad. Los pasajeros gritaron alarmados. Carol procuró que sus gritos se superpusieran a los de los pasajeros.
—¡Vaya por Dios, cuánto lo siento! ¡Qué torpe soy! Me he equivocado de interruptor…
Una puerta hizo clic al cerrarse. ¿Lo había oído o deseaba haberlo oído?
—Encienda las luces, señorita —le ordenó una voz glacial al tiempo que una mano la aferraba del brazo con rudeza.
Carol le dio al interruptor de las luces y miró fijamente el rostro del comisario, un rostro crispado por la ira.
—¿Por qué? —inquirió, furioso.
—¿Por qué qué, señor? Sólo quería conectar el micrófono para anunciar la cena. Fíjese, el interruptor del micrófono está al lado del de las luces.
El comisario estudió el panel y la incertidumbre se pintó en su rostro. Carol conectó el micrófono y dijo:
—Espero que tengan ustedes apetito. Dentro de unos minutos les serviré la cena. Mientras esperan, les ofreceremos un cóctel. Manhattans, martinis o daiquiris. Pasaré a tomar nota de sus pedidos.
Dirigiéndose al comisario, le preguntó respetuosamente:
—¿Le apetece un cóctel, señor?
—¿Me acompañará usted con uno, señorita?
—No puedo beber mientras estoy de servicio.
—Yo tampoco.
Mientras pasaba la bandeja con los cócteles, Carol se preguntó qué habría querido decirle con aquello. Decidió que seguía jugando al gato y al ratón. Sacó con energía la comida del refrigerador y preparó las bandejas. Se esmeró especialmente con la cena del comisario; plegó la servilleta de lino y sirvió el café en el último momento para que estuviera bien caliente.
—¿Normalmente no hay dos auxiliares? —le preguntó el comisario cuando colocó la bandeja sobre la mesita plegable.
—Sí, pero el sobrecargo está enfermo. En estos momentos está descansando.
Atendió a los demás pasajeros, sirvió una segunda ronda de cafés y le llevó unas bandejas a la tripulación. Tom entregó el mando al segundo piloto y se sentó delante de la mesa de navegación.
—Será una alegría llegar a Frankfurt —dijo con tono nervioso—. Con este viento de cola, llegaremos dentro de medio hora. En este vuelo he estado muy inquieto. Hay algo que no marcha bien, pero no puedo precisar qué. —Sonrió y agregó—: Tal vez sea el cansancio, tal vez necesite una taza de ese café tan bueno que preparas tú, Carol.
Carol levantó ligeramente la cortina que ocultaba la litera de la tripulación y comentó:
—Mira cómo duerme Paul.
—Acaba de despertarse y me pidió que le trajera la chaqueta. Quería echarte una mano. Pero lo obligué a quedarse acostado. Se encuentra fatal.
El destino de Joe pendía de un hilo. Si Paul hubiera ido a la parte trasera del avión, lo habría descubierto. Si la chaqueta de Paul no hubiera estado colgada en la cabina, la Policía habría encontrado a Joe. Si Tom no le hubiera advertido que ella era la única mujer a bordo…
—Como sólo nos queda media hora de vuelo, recogeré las bandejas —dijo.
Empezó a recoger las bandejas de los pasajeros comenzando de atrás hacia delante. El comisario no había tocado la suya. La miraba fijamente. Carol tuvo una premonición y decidió no molestarlo. Recogió y guardó las demás bandejas. Echó un vistazo a su reloj y advirtió que faltaban diez minutos para el aterrizaje. Se encendió el cartel con la indicación de abrocharse los cinturones. Se dirigió al asiento del comisario para retirarle la bandeja.
—¿Me la llevo, señor? Al parecer no come usted mucho.
El comisario se puso en pie y le dijo:
—Ha estado usted a punto de salirse con la suya, señorita, pero por fin he logrado recordar el detalle que no encajaba. En Danubia, el grupo que registró el aeropuerto me informó de que el sobrecargo estaba enfermo y que la azafata revisaba las declaraciones de equipaje con otro auxiliar de vuelo. —Su rostro asumió una expresión cruel—. ¿Por qué ese auxiliar no la ayudó con la cena? Porque ese auxiliar de vuelo no existe.
Clavó sus dedos en el hombro de Carol y añadió:
—Nuestro prisionero logró subir a este avión y usted lo ha ocultado.
Carol pugnó por disimular su temor creciente.
—Suélteme.
—Está a bordo, ¿no es así? Pues bien, no es demasiado tarde. El comandante debe llevarnos de regreso a Danubia donde revisaremos el avión a fondo.
La apartó de un empujón y se dirigió a la puerta de la cabina de vuelo. Carol intentó agarrarlo por el brazo pero él le apartó la mano. Los demás pasajeros se habían puesto en pie y los miraban.
Aquellos hombres que, llenos de amargura, habían presenciado la búsqueda eran su última esperanza. ¿La ayudarían?
—¡Sí, hay un fugitivo a bordo! —gritó—. ¡Es un crío al que usted le encantaría eliminar de un tiro, pero no lo permitiré!
Los pasajeros por un momento quedaron perplejos, aferrados a los respaldos de los asientos para no perder el equilibrio, pues el avión iniciaba las maniobras de descenso. Desesperada, Carol creyó que no la ayudarían. Pero entonces, como si por fin se hubieran dado cuenta de lo que ocurría, avanzaron todos a la vez. El de aspecto amable se abalanzó sobre el comisario y le apartó la mano del pomo de la puerta. Uno de los jugadores de damas le sujetó los brazos por detrás de la espalda. El avión sobrevoló en círculos la pista de aterrizaje; las luces del aeropuerto se encontraban ya a la altura de las ventanillas. Se produjo un golpe sordo y leve… ¡Frankfurt!
Los pasajeros soltaron al comisario en el momento en que se abría la puerta de la cabina de vuelo. Tom apareció y contempló la escena irritado.
—Carol, ¿qué diablos pasa aquí?
Ella se le acercó cerrando los ojos para no ver el odio reflejado en la mirada del comisario y el efecto que sus palabras producirían en Tom. Se sentía enferma, vacía.
—Comandante… —tenía la lengua espesa, apenas podía articular palabra—. Comandante… tengo que informar de que llevamos un polizón a bordo.
En la oficina del director del aeropuerto, bebió complacida un café humeante. La última hora había sido un torbellino de funcionarios, policías, fotógrafos. Lo único que recordaba con claridad era la exigencia del comisario:
—Este hombre es un ciudadano de mi país. Debe ser devuelto inmediatamente.
A lo que el director del aeropuerto había respondido:
—Es un episodio lamentable, pero debemos entregar al polizón al Gobierno de Bonn. Si después de comprobar su versión, resulta que ha dicho la verdad, se le concederá asilo político.
Se quedó mirando la mano que Joe le había besado antes de ser puesto bajo custodia.
Le había dicho:
—Le debo a usted la vida y mi futuro.
En ese momento se abrió la puerta y apareció Charley Wright, el director del aeropuerto, seguido de Tom.
—Bueno, ya está.
Miró a Carol a los ojos y le preguntó:
—¿Estás orgullosa? Te sientes toda una heroína y sólo deseas que llegue el momento de leer los titulares de la mañana, ¿eh? «Auxiliar de vuelo oculta polizón en emocionante vuelo desde Danubia». Los periódicos no mencionarán que por tu culpa seremos personas no gratas en Danubia y que perderemos unos cuantos millones de facturación. Carol, te puedes ir derechita a tu casa. En Nueva York habrá una audiencia, pero estás despedida.
—Era lo que esperaba. Pero quiero que seas consciente de que Tom no sabía que el polizón estaba a bordo.
—Es deber del comandante saber en todo momento lo que ocurre en su avión —le espetó Charley—. Es probable que Tom sólo reciba una fuerte reprimenda, a menos que quiera hacerse el héroe y asumir la culpa de todo para salvarte. Según tengo entendido ya lo hizo una vez.
—Es cierto —admitió Carol—. El año pasado dio la cara por mí y no tuve la decencia de darle las gracias.
Miró el rostro extrañamente inescrutable de Tom y añadió:
—Tom, el año pasado te pusiste furioso conmigo y tenías toda la razón. El error fue mío. En esta ocasión, siento de veras los problemas que te causará mi actitud, pero no podía hacer otra cosa.
Pugnando por contener las lágrimas, se dirigió a Charley y le dijo:
—Si ya has terminado, me voy al hotel. Estoy exhausta.
La miró con compasión y le comentó:
—Extraoficialmente, entiendo lo que has hecho. Pero oficialmente…
La muchacha intentó sonreír.
—Buenas noches —dijo. Salió y empezó a bajar las escaleras.
Tom la alcanzó en el descansillo.
—Escúchame, Carol, aclaremos todo de una vez… Me alegro de que el chico lograra huir. No serías la mujer que quiero si lo hubieras entregado a esos carniceros.
«La mujer que quiero».
—Pero menos mal que no volverás a volar en uno de mis aviones. Sería un suplicio estar sentado ante los mandos preguntándome qué pasa en la cabina de pasajeros.
La abrazó.
—Pero si no estás en mi avión, me gustaría que fueras a recogerme al aeropuerto. Podrás esconder espías y perros y lo que te dé la gana en el asiento de atrás. Verás, Carol, intento pedirte que te cases conmigo.
Carol lo miró: era altísimo y sus ojos reflejaban ternura. Sus labios cálidos rozaron los de ella y repitió las palabras que tanto había deseado oír:
—Te quiero, Carol.
La sala de espera de la terminal estaba en penumbras y sumida en el silencio. Al cabo de un momento, bajaron las escaleras y fueron hacia allí precedidos por el eco de sus pasos.