MUERTE EN CAPE COD

Aquella tarde de agosto, al poco tiempo de llegar a la casita que alquilaron en el pueblo de Dennis, en Cape Cod, Alvirah Meehan notó algo muy peculiar en la vecina de al lado, una joven extremadamente delgada que rondaría los treinta años.

Alvirah y Willy echaron un vistazo a la casita, hicieron un comentario favorable sobre la cama de arce con cuatro columnas, las alfombras de nudos, la cocina alegre y la brisa fresca que olía a mar y luego se dedicaron a sacar del juego de maletas «Vuitton» toda la ropa que llevaban. Willy sirvió unas cervezas frías y se fueron a tomarlas al porche que daba a la bahía de Cape Cod.

Willy acomodó su robusto cuerpo en una tumbona acolchada de mimbre, comentó que la puesta de sol sería impresionante y que, menos mal, al fin tendrían ocasión de descansar un poco. Dos años atrás habían ganado cuarenta millones de dólares en la lotería del Estado de Nueva York. Desde entonces, Willy tenía la impresión de que Alvirah había sido un pararrayos andante. En primer lugar, había ido al famoso balneario de Cypress Point donde había estado a punto de morir asesinada. Después partieron juntos a un crucero y, para variar, el hombre que se sentaba junto a ellos en la mesa del comedor acabó muerto y bien muerto. A pesar de todo, con la sabiduría acumulada en sus cincuenta y nueve años, Willy estaba seguro de que en Cape Cod disfrutarían de la calma que tanto había deseado. Si Alvirah llegaba a escribir un artículo para el New York Globe sobre esas vacaciones, sería para referirse al tiempo y a la pesca.

Mientras Willy hablaba, Alvirah estaba sentada a una mesa de picnic, a escasa distancia de su marido, que seguía cómodamente tumbado. En ese momento deseó haber llevado un sombrero. La esteticista de Sassoon le había aconsejado que procurara no exponer su cabello al sol. «Lleva usted un tono rojizo muy bonito, señora Meehan, ¿no querrá que le salgan mechas amarillas, verdad?».

Desde que se había repuesto del intento de asesinato en el balneario, Alvirah había vuelto a recuperar los kilos perdidos con un régimen que le costó tres mil dólares y a utilizar ropa amplia, entre la talla cuarenta y ocho y la cincuenta. Willy no dejaba de comentar que cuando la cogía entre sus brazos, sabía que estaba abrazando a toda una mujer, y no a una de esas muertas vivientes esqueléticas que salían en los anuncios de moda y que a Alvirah tanto le gustaban.

Tras cuarenta años recibiendo las cariñosas observaciones de Willy, Alvirah había desarrollado la habilidad de escucharlo con una sola oreja. En ese momento, mientras su mirada se perdía entre los tranquilos chalets encaramados en el terraplén de arena y hierba que servía de muro de contención al mar, y el trozo de playa sembrado de piedras situado un poco más lejos, tuvo la extraña sensación de que Willy estaba en lo cierto. Aunque Cape Cod era un lugar hermoso, y aunque hacía tiempo que deseaba visitarlo, era muy probable que no encontrara una historia que a Charley Evans, su jefe de redacción, le pareciera digna de publicarse.

Dos años atrás, Charley había enviado a un periodista a entrevistar a los Meehan para averiguar qué se sentía al ganar cuarenta millones de dólares y qué iban a hacer con el dinero. Alvirah se dedicaba a hacer limpiezas y Willy era fontanero. El periodista quería saber si continuarían con sus respectivos trabajos.

En términos categóricos, Alvirah le había contestado que no era tan tonta, que la próxima vez que cogiera una escoba sería cuando se vistiera de bruja para asistir al baile de disfraces de los Caballeros de Colón. Acto seguido, había enunciado una lista de todas las cosas que planeaba hacer. En primer lugar, ir al balneario de Cypress Point, donde pensaba codearse con toda la gente famosa sobre la que se había pasado la vida leyendo.

Aquello había impulsado a Charley Evans, jefe de redacción del Globe, a pedirle que escribiera un artículo sobre su estancia en el balneario. Le regaló un broche con forma de sol que contenía un micrófono para que pudiera grabar a la gente con la que hablara y utilizar el material en el artículo.

Al pensar en el broche, Alvirah sonrió inconscientemente.

Como decía Willy, en Cypress Point se había metido en camisa de once varas. Descubrió lo que estaba pasando y casi acaba asesinada por tomarse tantas molestias. Pero había sido emocionante y se había hecho amiga de toda la gente del balneario, pudiendo regresar cada año como invitada. Y gracias a que el año anterior había ayudado a resolver el asesinato del barco, los habían invitado a un crucero gratuito a Alaska cuando quisieran.

Cape Cod era precioso, y Alvirah tenía la leve sospecha de que aquéllas serían unas vacaciones corrientes que no le proporcionarían buen material para el Globe.

En aquel instante echó un vistazo por encima de los setos del límite de su casa y vio a una joven de expresión sombría, que apoyada en la barandilla del porche, contemplaba la bahía.

Por la forma en que agarraba la barandilla Alvirah dedujo que estaba nerviosa, cargada de tensión. Se lo notó en la forma en que volvió la cabeza, miró a Alvirah directamente a los ojos y apartó la vista de inmediato. Alvirah se percató de que ni siquiera la había visto. Aunque mediaba entre ambas una distancia de unos veinte metros, alcanzó a percibir el dolor y la desesperación de la muchacha.

Era evidente que había llegado la hora de averiguar qué ocurría.

—Creo que voy a presentarme a nuestra vecina —le dijo a Willy—. Algo le pasa.

Bajó los escalones y se dirigió al seto.

—Hola —la saludó amablemente—. La vi entrar con el coche. Llevamos aquí unas dos horas, supongo que eso nos convierte en el comité de bienvenida. Soy Alvirah Meehan.

Al volverse la joven, Alvirah se sintió invadida por la compasión. Tenía aspecto de haber estado enferma, como se desprendía de la palidez fantasmal de su rostro y los músculos de los brazos y las piernas blandos por la falta de ejercicio.

—He venido aquí para estar sola, no para tener tratos con los vecinos —repuso en voz baja.

—Le ruego que me disculpe.

Tal como reflexionó Alvirah más tarde, probablemente todo hubiera acabado en ese momento de no haber sido porque al volverse, la chica tropezó y cayó pesadamente en el porche. Alvirah corrió a su encuentro y se negó a que entrara en la casita sin ayuda, pues se sintió responsable del accidente. Entró con ella, colocó hielo alrededor de la muñeca que se le hinchó rápidamente. Cuando estuvo segura de que no se trataba más que de una torcedura y le hubo preparado una taza de té, Alvirah ya se había enterado de que se llamaba Cynthia Rogers, que era maestra y venía de Illinois. Una hora más tarde le comentaría a Willy que esa información había sido como una señal para Alvirah, porque no tardó ni diez minutos en reconocer a su vecina.

—Se hará llamar Cynthia Rogers —le confesó Alvirah a su marido—, pero su verdadero nombre es Cynthia Lathem. Hace doce años la declararon culpable de asesinar a su padrastro. El hombre era dueño de una fortuna. Recuerdo el caso como si hubiera ocurrido ayer.

—Te acuerdas de todo como si hubiera ocurrido ayer —comentó Willy.

—Es verdad. Pero ya sabes que me gusta leer los artículos sobre asesinatos. En fin, que el de este caso ocurrió aquí en Cape Cod. Cynthia juró que era inocente, siempre sostuvo que había un testigo que podía probar que no estaba en casa cuando ocurrieron los hechos, pero el jurado no creyó en su versión. ¿Por qué habrá vuelto? Tendré que llamar al Globe y pedirle a Charley Evans que me envíe los archivos del caso. Probablemente acaba de salir de la cárcel. Tiene la cara de color gris. Tal vez… —En ese momento, a Alvirah le brillaron los ojos—, haya vuelto a buscar al testigo desaparecido para probar su inocencia. Dios santo, Willy, qué días más emocionantes nos esperan.

Para desesperación de Willy, Alvirah abrió el cajón superior de la cómoda, sacó su broche en forma de sol con el micrófono oculto y luego marcó el número directo de Nueva York de su redactor jefe.

*****

Esa noche Willy y Alvirah cenaron en la «Posada del Faisán Rojo». Alvirah se puso un vestido estampado en tonos azules y beige comprado en «Alexander's» poco antes de ganar en la lotería.

—Es que estoy un poco rellenita —se lamentó mientras untaba mantequilla en un panecillo de arándanos—. Cielos, qué deliciosos están estos panecillos. Ah, Willy, me alegra que te compraras esa americana amarilla de lino. Te resalta más los ojos azules, y te sienta de maravilla con el cabello abundante que sigues conservando.

—Parezco un canario de noventa kilos —le comentó Willy—, pero con tal de que a ti te guste, lo que haga falta.

Cuando terminaron de cenar se fueron al Teatro de Cape Cod y se quedaron encantados con la actuación de Debbie Reynolds. Interpretaba una comedia que más tarde iba a estrenarse en Broadway. En el entreacto, mientras tomaban un ginger ale en el jardín, delante del teatro, Alvirah le dijo a Willy que siempre le había gustado Debbie Reynolds, desde que era una cría y hacía musicales junto a Mickey Rooney, y que era una verdadera pena que Eddie Fisher la hubiera plantado después de tener los dos críos.

—Y de qué le sirvió, ¿eh? —Filosofó Alvirah cuando les advirtieron que debían ocupar sus asientos para el segundo acto—. Después de separarse no tuvo demasiada suerte. La gente que no hace lo que debe, al final, siempre acaba perdiendo.

Ese comentario hizo que Alvirah se preguntara si su redactor jefe le había enviado por correo urgente la información que le pidiera sobre la vecina. Deseaba que llegase el momento de poder leerla.

Mientras Alvirah y Willy disfrutaban con Debbie Reynolds, Cynthia Lathem comenzó a concienciarse de que estaba realmente libre, que había dejado atrás doce años de cárcel. Doce años atrás… Por aquella época, se disponía a cursar el primer año en la Escuela de Diseño de Rhode Island, cuando encontraron a Stuart Richards, su padrastro, muerto de un tiro en el estudio de su mansión, una imponente casa del siglo XVIII, que había pertenecido a un capitán y estaba situada en Dennis.

Esa misma tarde, Cynthia había pasado por delante de la casa cuando se dirigía en su coche al chalet y se había detenido junto al camino para observarla. Se preguntó quién viviría allí y si Lillian, su hermanastra, la habría vendido o se habría quedado con ella. Hacía tres generaciones que pertenecía a la familia Richards, pero Lillian nunca había sido sentimental. Cynthia pisó el acelerador, helada por el tropel de recuerdos sobre aquella noche horrible y los días que le siguieron. La acusación. La detención. El juicio. Le vino a la memoria su confiada declaración: «Puedo probar sin lugar a dudas que no llegué a casa hasta pasada la medianoche. Tenía una cita con un chico».

Cynthia se estremeció y se ajustó la bata de lana azul claro que envolvía su cuerpo delgado. Al entrar en la cárcel pesaba cincuenta y seis kilos. En la actualidad rondaba los cuarenta y nueve, un peso francamente escaso para su metro setenta de altura. El cabello en otros tiempos rubio oscuro, se le había vuelto castaño. «Pardo monótono», pensó mientras se lo cepillaba. Sus ojos, del mismo tono avellana que los de su madre, tenían una expresión apática y perdida. Aquel último día, en el almuerzo, Stuart Richards le había dicho: «Cada día te pareces más a tu madre. Debí haber tenido el sentido común de seguir a su lado».

Su madre había estado casada con Stuart desde que Cynthia tenía ocho años hasta que cumplió los doce; había sido el matrimonio más duradero de su padrastro. Lillian, su única hija natural, diez años mayor que Cynthia, siempre había vivido en Nueva York y rara vez iba a Cape Cod.

Cynthia dejó el cepillo sobre la cómoda. ¿Acaso habría sido una locura ir hasta allí? Llevaba dos semanas en libertad, apenas tenía dinero para mantenerse durante seis meses y no sabía qué hacer con su vida. ¿Estaba bien haber gastado tanto en el alquiler del chalet y el coche? ¿Tendría algún sentido? ¿Qué esperaba conseguir?

Sería como buscar una aguja en un pajar. Dirigiéndose al pequeño recibidor, pensó que comparado con la mansión de Stuart, aquel chalet resultaba diminuto, pero después de tantos años de cárcel, a ella le parecía un palacio. Fuera la brisa marina agitaba las aguas de la bahía provocando un oleaje. Cynthia salió al porche apenas consciente de la muñeca hinchada y se abrazó al sentir el frío. Dios santo, qué maravilla poder respirar aire fresco y puro, saber que si quería levantarse al amanecer y salir a caminar por la playa como hacía de niña, nadie se lo impediría. La luna en cuarto creciente daba la impresión de que le hubieran cortado limpiamente una loncha; bajo su luz, el agua brillaba adquiriendo un tono azul oscuro y plateado. Allí donde la luna no alcanzaba a iluminar el mar, las aguas parecían negras e impenetrables.

Cynthia se quedó mirando el mar mientras pensaba en la noche en que mataron a Stuart. Aquel verano se había quedado en la escuela para hacer unos cursos extra, pues quería mantenerse ocupada después de la repentina muerte de su madre, acontecida tres meses antes. Stuart le había telefoneado para invitarla a pasar el fin de semana. «Estaba en Europa —le dijo—. Acabo de enterarme. Lo siento mucho, Cindy».

Aceptó la invitación porque a pesar de que sabía que era un hombre egoísta y difícil, a su manera, Stuart había amado a su madre y Cynthia necesitaba tener la sensación de que compartía con alguien una parte de su pena.

Por aquel entonces, Stuart tendría unos sesenta años; era un hombre apuesto, de blanca cabellera, vivaces ojos azules, perfil llamativo y porte militar. Un empresario de éxito que había logrado amasar una fortuna de veinte millones de dólares a partir de una modesta herencia, un hombre que podía ser encantador, pero cuyos arrebatos iracundos alejaban a sus esposas, amigos y empleados.

Aquel fin de semana se presentó encapotado; Stuart se mostró malhumorado y distante. Le contó que el ama de llaves se había despedido y que sólo tenía una mujer de la limpieza que cada mañana iba unas horas a arreglar la casa.

El viernes por la noche, Cynthia y Stuart cenaron en el «Wianno Country Club». Le comentó varias veces que cada vez se parecía más a su madre.

—Debí haber tenido el sentido común de seguir a su lado. —Le hizo muchas preguntas sobre su situación económica—. A tu madre le encantaba gastar. Apuesto a que se pulió toda la asignación.

La asignación no había sido tan generosa. Cynthia recordó cómo la recorría el resentimiento cuando le contestó:

—Acabas de decir que lamentabas no haber tenido el sentido común de seguir a su lado. En eso tienes razón, pero si no te hubieras dedicado a criticarla por cada céntimo que gastaba, no te habría plantado. Ella te siguió queriendo siempre.

El famoso rubor de Stuart le cubrió la cara.

—Mira, jovencita, te he invitado a venir porque me sentía responsable de ti y porque quería hablar contigo de tu futuro. No se te ocurra criticarme nunca más.

Fue entonces cuando Cynthia se dio cuenta de que alguien se dirigía al porche de la parte posterior de la casa y que probablemente los habría oído. Aquello ocurrió a media tarde del sábado. El inicio de la pesadilla.

Stuart saludó efusivamente al recién llegado y se lo presentó. Ned Creighton.

—Conozco a Ned desde que nació —le explicó—. ¿Cuánto hace de eso, Ned?

—Casi treinta años. —Ned sonrió a Cynthia y luego añadió—: Nos conocimos un verano, Cynthia. Tú tendrías unos diez años. Has crecido mucho desde entonces.

Su sonrisa le había resultado atractiva. No se acordaba de aquel verano, pero decidió de inmediato que con toda probabilidad habría sido uno de los raros fines de semana en los que Lillian estaba presente. Como Lillian la detestaba y nunca la incluía en ningún plan, le sorprendió que hubiera podido conocer a Ned. Luego, cuando Ned la invitó a cenar y a dar un paseo en su nuevo barco, Stuart le insistió en que fuera.

—Tengo que poner en orden unos papeles. Y hay unos asuntos económicos que quiero repasar mañana contigo. Entre otras cosas, mi testamento. —Se le ensombreció la cara.

Cenó con Ned en el «Captain's Table». El muchacho se mostró despreocupado y simpático.

—Creí que merecías algo más que un fin de semana ininterrumpido con Stuart. Santo cielo, ¿no te parece formidable? De niño era tal el respeto que me inspiraba que me dejaba sin palabras.

Se le entrecerraban los ojos al sonreír; con el cabello descolorido por el sol que resaltaba el azul claro de su mirada, su cuerpo delgado y musculoso acentuado por una camisa deportiva, la americana de lino verde y los pantalones blancos resultaba la personificación misma del encanto. Le contó a Cynthia que estaba buscando inversores para comprar una antigua mansión de Barnstable donde pensaba montar un restaurante.

—El sitio es precioso. Podría ser fantástico. Es posible que el año que viene por esta época te invite a tomar allí la mejor comida de Cape Cod.

Le preguntó sobre sus planes.

—Quiero terminar mis estudios en la Universidad. Stuart me lo estaba pagando todo. No tiene por qué hacerlo. Creo que se mostró generoso conmigo porque esperaba que mi madre volviera con él, pero ahora ya no podrá ser. No es de los que se prodigan sin esperar nada a cambio. ¿Oíste su comentario sobre el dinero y su testamento?

—Sí. Buena suerte —le contestó Ned.

Cynthia recordó que se había reído al comprobar que esa zona de Cape Cod era para ella territorio desconocido. Desde el restaurante «Captain's Table» viajaron en coche unos cuarenta minutos hasta llegar a un muelle privado de la zona de Cotuit. Se trataba de un sitio aislado, en la parte posterior de una casa que parecía desierta.

El barco de Ned era un «Chris Craft» de casi siete metros.

—Dentro de un par de años, te sacaré a pasear en un yate.

Se adentró tanto en la bahía que apenas se veía la costa. El cielo estaba encapotado. La brisa fresca olía a mar. No se veían más barcos a la vista. Ned echó el ancla.

—Ha llegado la hora de tomarse la última copa.

Durante las horas interminables que pasó en la cárcel, Cynthia pensó una y otra vez en aquella noche. Ned abriendo una botella de champán, sentado delante de ella, sonriente, llenándole la copa, dándole la razón cuando comentó que Cape Cod era un lugar que calaba hondo. «Lo he echado mucho de menos», le había confesado Cynthia. Aquélla fue la primera vez que se divertía desde la muerte de su madre. Le contó que quería ser dibujante publicitaria. Recordaba una y otra vez las preguntas inteligentes de Ned sobre dónde buscaría trabajo. Ella le había contestado que tal vez en Nueva York, porque ya no tenía parientes que la retuvieran en Boston.

Hablaron de su relación con Stuart. Cynthia le había contado que cuando se divorció de su madre, lo había detestado.

—Apenas tenía doce años. Sin embargo, me daba cuenta de que mi madre lo quería, pero no podía vivir con él. Si lo conoces bien, seguramente habrás visto sus cambios de humor. Llegaba a ser tan fanático… Si en la casa veía algo fuera de lugar, le gritaba a mi madre y le decía que no sabía cómo enseñar a los criados. Era muy guapa, pero cuando iban a alguna cena importante, él le decía que no le gustaba el vestido que llevaba. Mi madre era una mujer feliz, segura de sí misma. Al lado de Stuart se convirtió en una persona que se echaba a temblar en cuanto oía un portazo. Por raro que parezca, conmigo siempre fue amable. Incluso quiso adoptarme. Pero mi madre no lo permitió.

—¿Lo has visto con frecuencia en estos últimos años? —le preguntó Ned.

—No mucho. En invierno él vivía en Nueva York y viajaba mucho. Pero me llamaba dos o tres veces al año para invitarme a cenar. Siempre me pedía: «Dile a tu madre que si le apetece acompañarnos, estaré encantado de que venga». Pero ella nunca aceptó. A veces me pregunto si Stuart me invitaba para verme a mí o si lo hacía sólo por saber cosas de ella. Pero como era lo más parecido a un padre que he tenido, me alegraba de verlo y no sé, en cierto modo me daba lástima.

Entonces fue cuando le dijo a Ned:

—Se hace tarde. Será mejor que regresemos.

Cuando Ned intentó poner en marcha el motor, no pudo hacerlo.

—Y la condenada radio no está conectada —había mascullado—. Tú no te preocupes, tómatelo con calma. Hace una noche estupenda; no sé cómo pero de algún modo voy a arreglarlo.

Eran casi las once de la noche cuando el motor por fin se puso en marcha. A esas alturas, Cynthia sentía un apetito voraz, porque para cenar había pedido una ensalada. Al atracar en el muelle, le pidió si podían hacer una parada para tomar una hamburguesa.

—¿Qué tal si comes algo en tu casa? —le sugirió Ned con impaciencia.

Ella se echó a reír y le contestó:

—En la cocina de Stuart no entra nadie.

La llevó a una hamburguesería de la que salía música rock a todo volumen.

—Espérame en el coche —le dijo. Más tarde, Cynthia se dio cuenta de que era una orden.

Había bajado la ventanilla para contemplar cómo una señora corpulenta salía a duras penas del coche aparcado al lado y, sin darse cuenta de que Cynthia la estaba escuchando, dijo en voz alta:

—Vaya jaleo meten esos condenados jovencitos. Llevo cuarenta años en Cape Cod y cada día el ruido es peor.

De pronto, la mujer abrió con ímpetu la puerta de su coche y golpeó el lateral del «Buick» de Ned. Acto seguido, metió la cabeza por la ventanilla abierta y le dijo:

—Perdóname por el golpe. Esa música de rock-and-roll me despierta ansias asesinas, pero no me da por tomármela con la propiedad ajena. —Sacó la cabeza, echó un vistazo al lateral del coche de Ned y le comentó—: Ni un rasguño, lo juro.

—Seguro que no ha sido nada —le contestó Cynthia.

Se la quedó mirando mientras se dirigía a la puerta de la hamburguesería. Rondaría los cuarenta y cinco o los cincuenta, era regordeta, llevaba el cabello mal cortado teñido de anaranjado rojizo, una blusa sin ninguna forma, pantalones de poliéster con elástico en la cintura y tenía un andar decidido.

Cuando Ned regresó con un envase de cartón en la mano se veía que estaba enfadado.

—Esos niñatos no saben ni tomar nota de un pedido. No tienen dos dedos de frente.

Cynthia decidió entonces no contarle nada del encuentro con la mujer. La atmósfera entre ambos había cambiado. Ned le entregó la cajita de la hamburguesa, le dijo bruscamente que no tenía hambre y que no había comprado nada para él.

Tardaron cuarenta y cinco minutos en regresar a Dermis por caminos que para Cynthia eran desconocidos. Al llegar a casa de Stuart, Ned le abrió la puerta.

—Me lo he pasado muy bien, Cynthia —le dijo rápidamente.

Asombrada por la descortesía de no acompañarla hasta la puerta y decepcionada por las ganas de Ned de marcharse lo antes posible, Cynthia entró en la casa silenciosa, vio que había luz en el estudio de Stuart, llamó a la puerta entreabierta y luego miró dentro. Stuart estaba tendido en el suelo, junto al escritorio; tenía la frente empapada en sangre, una parte se le había secado sobre la cara y había más a su alrededor, en la alfombra. Corrió hacia él pensando que le habría dado un ataque y se había caído. Cuando le puso la mano en la cabeza y le echó el cabello hacia atrás, vio las heridas de bala en la frente y el revólver junto a su mano. Aturdida, cogió el revólver, lo puso sobre el escritorio y llamó a la Policía.

—Creo que mi padrastro, Stuart Richards, se ha suicidado.

Cuando llegó la Policía estaba sentada junto al cadáver, presa de la conmoción.

Posteriormente, cuando compararon su declaración, Ned juró que no había estado con ella después de las ocho de la noche.

—La llevé a casa directamente desde el «Captain's Table». Su padre quería tratar con ella ciertos asuntos de familia.

Cynthia sacudió la cabeza. No volvería a recordar aquella noche. Era hora de permitir que la paz de aquel lugar le llenara el alma y se fuera a la cama. Había dejado las ventanas bien abiertas para que, al aumentar la brisa nocturna, ventilara la habitación hasta obligaría a arroparse mientras dormía. Se despertaría temprano y daría un paseo por la playa, para sentir la arena húmeda bajo los pies; buscaría conchas como cuando era pequeña. Se daría de tiempo hasta el día siguiente para llenar los manantiales de su ser; luego empezaría aquella búsqueda probablemente inútil, la búsqueda de la persona que sabía que había dicho la verdad.

A la mañana siguiente, mientras Alvirah preparaba el desayuno, Willy cogió el coche y fue a buscar los periódicos. Regresó con ellos y una bolsa de panecillos de arándanos recién salidos del horno.

Encantada, Alvirah lo escuchó mientras decía:

—Pregunté dónde vendían panecillos de arándanos y todo el mundo me dijo que en Just Desserts, cerca de la oficina de Correos, tienen los mejores de Cape Cod.

Desayunaron en la mesa de picnic del porche. Mientras mordisqueaba su segundo panecillo de arándanos, Alvirah observaba a las personas que corrían por la playa.

—¡Mira, ahí está!

—¿Quién?

—Cynthia Lathem. Lleva fuera por lo menos una hora y media. Seguro que estará muerta de hambre.

Cuando Cynthia subió las escaleras que conducían al porche de su casa la recibió una Alvirah sonriente que la cogió del brazo.

—Preparo un café y un zumo de naranja recién exprimido excelente. Y ya verá cuando pruebe los panecillos de arándanos.

—La verdad es que no… —comenzó a protestar Cynthia tratando de retroceder, pero fue conducida por el jardín.

Al verla, Willy se levantó de un salto y sacó una banqueta.

—¿Qué tal tiene la muñeca? —le preguntó—. A Alvirah le supo muy mal que se la torciera cuando fue a visitarla.

Al ver la sincera calidez de sus rostros, Cynthia notó que su creciente irritación desaparecía. Willy, con sus mofletes redondos, su expresión agradable y su abundante cabellera blanca, le recordaba a Tip O'Neil. Así se lo dijo.

Willy sonrió de oreja a oreja.

—El de la panadería me dijo lo mismo. La diferencia está en que mientras Tip era portavoz de la Cámara de Representantes yo me dedicaba a arreglar retretes. Soy fontanero jubilado.

Cynthia se bebió el zumo de naranja y mientras sorbía su café y mordisqueaba el panecillo, escuchó con creciente asombro el relato de las peripecias de la pareja: cómo habían ganado en la lotería, habían estado en él balneario de Cypress Point donde contribuyeron a desenmascarar a un asesino, y cómo, durante un crucero por Alaska habían descubierto quién había matado al hombre que se sentaba a su lado en el comedor.

Aceptó una segunda taza de café.

—Me ha contado todo esto con una finalidad, ¿no es así? —Le dijo Cynthia—. Ayer me reconoció, ¿no?

Alvirah se puso seria y le contestó:

—Sí.

Cynthia echó la banqueta hacia atrás.

—Ha sido usted muy amable. Me parece que quiere ayudarme, pero la mejor manera de hacerlo es dejándome en paz.

Alvirah contempló la delgada figura atravesar el sendero que mediaba entre ambos chalets.

—Ha tomado un poco de sol esta mañana —dijo—. Le sienta muy bien. En cuanto engorde un poco, será una chica preciosa.

—Tú también podrías pensar en tomar un poco de sol —le comentó Willy—. Ya has oído lo que te acaba de decir.

—Pues se me ha olvidado. Cuando Charley me envíe los archivos de su caso, encontraré el modo de ayudarla.

—Ay Dios mío —gimió Willy—. Lo sabía. Otra vez a las andadas.

—No sé cómo se las apaña Charley —dijo horas más tarde Alvirah lanzando un suspiro.

El sobre remitido por envío urgente la noche anterior les llegó cuando terminaban de desayunar.

—Fíjate, me lo ha enviado todo menos la transcripción del juicio que llegará dentro de un par de días —comentó frunciendo los labios.

Willy estaba tendido en la tumbona que se había apropiado y casi había terminado de leer la sección de deportes del cuarto periódico que había comprado.

—Estoy dispuesto a dejar de ser seguidor de los Mets por un banderín —comentó con pena.

Alvirah no le prestó atención.

—Willy —le dijo con esa voz que solía utilizar cuando se disponía a preguntar algo importante—, ¿tú crees que esa chica está loca?

Willy sabía a quién se refería y repuso:

—A mí me parece una muchacha agradable. Me da lástima.

—En eso estamos de acuerdo. ¿Crees que es inteligente?

—Es listísima. Se le nota.

—Tienes razón. Muy bien, me he vuelto a leer todos los artículos periodísticos sobre el caso. ¿Por qué iba una muchacha inteligente, aunque apenas tuviera diecinueve años, a inventarse un cuento chino para explicar dónde estuvo cuando asesinaron a su padrastro? ¿No tendría que estar loca o ser una estúpida para esperar que un extraño mintiera para salvarla? —Alvirah sacudió la cabeza—. En este caso hay alguien que miente, de eso no hay duda, y apostaría hasta mi último dólar a que no es Cynthia. Entonces, ¿para qué habrá venido?

Adoptando un tono triunfante, añadió:

—Te diré por qué, Willy. Porque todavía quiere averiguar qué le ocurrió esa noche a Stuart Richards y quiere limpiar su nombre. —Sonrió de oreja a oreja y concluyó—: ¿No es una suerte que esté yo aquí para ayudarla?

Willy dejó la sección de deportes y volvió a murmurar:

—Ay Dios mío.

Después de dormir tranquilamente toda la noche y del temprano paseo matutino, Cynthia notó que comenzaba a recuperarse de la parálisis emocional que experimentara doce años atrás, desde el momento en que oyó al jurado pronunciar el veredicto de culpable. Mientras se duchaba y se vestía pensó en que esos años habían sido una pesadilla a la que había logrado sobrevivir congelando sus emociones. Había sido una reclusa modelo. Había ido a la suya y rechazado amistades. Se había apuntado a todos los cursos universitarios que ofrecía la cárcel. Al cabo de un tiempo, cuando terminó por fin de aceptar la horrible realidad de lo ocurrido, empezó a dibujar. La cara de la mujer del aparcamiento, la hamburguesería, el barco de Ned, todos los detalles que logró rescatar de sus recuerdos. Cuando hubo terminado, tuvo ante sí los dibujos de una hamburguesería que podía encontrarse en cualquier lugar de los Estados Unidos y un barco que se parecía a cualquiera de los «Chris Craft» del país. El dibujo de la mujer resultaba un poco más claro, pero no demasiado. La había visto en la oscuridad. Su encuentro había durado pocos segundos. Pero esa mujer era su única esperanza.

En su alegato final, el fiscal había dicho: «Señoras y señores del jurado, Cynthia Lathem regresó a la casa de Stuart Richards entre las ocho y las ocho y media de la noche del dos de agosto de 1976. Entró en el estudio de su padrastro. Esa misma tarde, Stuart Richards le había comentado a Cynthia que iba a cambiar su testamento. Ned Creighton oyó la conversación por casualidad. Oyó que Cynthia y Stuart discutían. Vera Smith, la camarera del "Captain's Table", oyó también que Cynthia le decía a Ned que tendría que abandonar sus estudios si su padrastro se negaba a seguir pagándoselos.

»Esa noche, cuando Cynthia Lathem regresó a la mansión de Richards, estaba enfadada y preocupada. Entró en el estudio y se enfrentó a Stuart Richards. Era un hombre que se divertía molestando a quienes le rodeaban. Había cambiado su testamento, y habría salvado su vida si le hubiera dicho a su hijastra que en vez de dejarle unos cuantos miles de dólares, pensaba legarle la mitad de su fortuna. Pero decidió molestarla demasiado. Y la rabia que sintió la muchacha por la forma en que su padrastro había tratado a su madre, la rabia que aumentó en ella de sólo pensar que tendría que abandonar sus estudios, que iban a lanzarla al mundo prácticamente sin un centavo, la impulsó a dirigirse al armario donde sabía que su padrastro guardaba un revólver, a sacar ese revólver y a disparar tres tiros a quemarropa en la frente al hombre que la amaba lo suficiente para convertirla en su heredera.

»Es una ironía. Es una tragedia. Y un asesinato. Cynthia le rogó a Ned Creighton que declarara que había pasado la velada con él en su barco. Nadie los vio salir en el barco. Ella alega que pararon en una hamburguesería. Pero no sabe dónde está. Reconoce incluso que nunca entró en ella. Nos habla de una extraña mujer de cabello anaranjado rojizo con la que habló en un aparcamiento. Con toda la publicidad que ha suscitado este caso, ¿por qué no se presentó la mujer? Ustedes saben por qué. Porque no existe. Porque al igual que la hamburguesería y las horas transcurridas en un barco en la bahía de Cape Cod, esa mujer es producto de la imaginación de Cynthia Lathem».

Había leído tantas veces la transcripción del juicio que se sabía de memoria el alegato del fiscal del distrito.

—Pero esa mujer sí existía —dijo Cynthia en voz alta—. Existe.

En los próximos seis meses, con el escaso dinero del seguro que le había dejado su madre, trataría de encontrarla. Mientras se cepillaba el cabello y se lo recogía en un moño, Cynthia pensó que aquella mujer podía estar muerta o haberse mudado a California.

El dormitorio del chalet daba al mar. Se dirigió a la puerta corredera y la abrió. En la playa se veían parejas paseando con sus hijos. Si alguna vez quería llevar una vida normal, tener un marido y un hijo, tendría que limpiar su nombre.

Jeff Knight. Lo conoció el año anterior cuando fue a la cárcel a entrevistar a varias reclusas para unos programas de televisión. La había invitado a participar y ella se había negado. Él había insistido. Su cara inteligente se había mostrado llena de preocupaciones. «¿Acaso no lo comprendes, Cynthia? Varios millones de televidentes de Nueva Inglaterra van a ver este programa. La mujer con la que te cruzaste aquella noche podría ser uno de ellos».

Por eso salió en el programa, contestó a sus preguntas, habló de la noche en que murió Stuart, enseñó el dibujo oscuro de la mujer con la que había hablado, el de la hamburguesería, pero no se presentó nadie. Desde Nueva York, Lillian emitió un comunicado en el que manifestaba que en el juicio se había dicho la verdad y que no tenía más comentarios que hacer. Ned Creighton, propietario del «Mooncusser», un conocido restaurante de Barnstable, no cesó de manifestar cuánta pena sentía por Cynthia.

Después del programa, Jeff continuó viéndola los días de visita. Eso fue lo que impidió que se sumiera en la desesperación total al ver que el programa no había dado resultados. Él llegaba siempre un poco desaliñado: la americana un poco arrugada, el cabello revuelto se le rizaba sobre la frente, los ojos castaños amables y penetrantes, las largas piernas incapaces de encontrar espacio suficiente en la atestada sala de visitas de la prisión. Cuando le propuso que se casaran al terminar la condena, ella le dijo que la olvidara. Le llovían las ofertas de los canales de televisión. No le hacía ninguna falta meter en su vida a una convicta de asesinato.

«¿Y si no fuera una convicta de asesinato?», se preguntó Cynthia al apartarse de la ventana. Se dirigió a la cómoda de arce, cogió el bolso y salió a buscar el coche alquilado.

Regresó a Dennis a última hora de la tarde. Era tal su frustración por haber perdido el tiempo que se le saltaron las lágrimas. Dejó que le bañaran las mejillas sin importarle. Había ido hasta Cotuit, había dado un paseo por la calle principal, le preguntó al dueño de la librería —que parecía llevar allí mucho tiempo— dónde podría encontrar una hamburguesería en la que los adolescentes solían reunirse. El hombre le contestó encogiéndose de hombros:

—Así como vienen se van. Llega una inmobiliaria, compra un terreno, construye un centro comercial o un edificio de apartamentos y la hamburguesería desaparece.

Fue al Ayuntamiento en cuyos archivos buscó las licencias para restaurantes expedidas o renovadas en 1977. Había dos hamburgueserías que seguían funcionando. El tercer establecimiento había sido transformado o derribado. Ninguno de ellos le resultó familiar. Además, no podía estar segura de que habían estado en Cotuit. Ned pudo haber mentido también en eso. ¿Y cómo preguntar a la gente si conocía a una mujer de mediana edad, cabello anaranjado rojizo, fornida, que había vivido o veraneado en Cape Cod durante cuarenta años y odiaba el rock-and-roll?

Al cruzar Dennis, siguiendo un impulso, Cynthia no giró por la calle que la llevaría a su chalet sino que volvió a pasar delante de la mansión Richards. Justo en ese momento, una mujer rubia y delgada bajaba las escaleras. A pesar de la distancia, sabía que se trataba de Lillian. Cynthia redujo la velocidad, pero cuando Lillian miró en su dirección, aceleró rápidamente y regresó al chalet. Cuando iba a girar la llave en la cerradura oyó sonar el teléfono. El timbre sonó diez veces y luego dejó de hacerlo. Tenía que ser Jeff, pero no quería hablar con él. Al cabo de unos minutos volvió a sonar. Era evidente que si Jeff tenía su número, seguiría tratando de ponerse en contacto con ella.

Cynthia cogió el auricular.

—¿Dígame?

—Se me está cansando el dedo de pulsar tantos botones —le dijo Jeff—. Muy bonito eso de desaparecer así.

—¿Cómo me has encontrado?

—No fue difícil. Sabía que volverías a Cape Cod como una paloma mensajera. Además, el funcionario que vigila tu libertad condicional me lo confirmó.

Era como si lo estuviera viendo: reclinado en la silla, dándole vueltas a un lápiz, la seriedad de sus ojos contrastaría con la ligereza de su tono de voz.

—Jeff, olvídate de mí. Haznos un favor a ambos.

—De eso nada. Cindy, te comprendo. Pero a menos que logres encontrar a la mujer con la que hablaste, no existe ninguna esperanza de que puedas probar tu inocencia. Y créeme, cariño, he tratado de encontrarla. Cuando hice el programa, utilicé a unos investigadores de los que nunca te hablé. Si ellos no pudieron encontrarla, tú tampoco. Cindy, te quiero. Tú sabes que eres inocente. Yo también lo sé. Ned Creighton mintió, pero jamás podremos probarlo.

Cindy cerró los ojos; sabia que Jeff tenía razón.

—Cindy, olvídalo todo. Haz las maletas y vuelve aquí. Te recogeré en tu casa esta noche a las ocho.

Su casa… La habitación amueblada que el funcionario que vigilaba su libertad condicional la ayudó a encontrar. «Te presentaré a mi novia. Acaba de salir de la cárcel. ¿Qué hacía tu madre antes de casarse? ¿También estuvo presa?», pensó Cynthia.

—Adiós, Jeff —dijo, cortó la comunicación, dejó el teléfono descolgado y le dio la espalda.

Alvirah había visto regresar a Cynthia pero no intentó ponerse en contacto con ella. Willy había alquilado una barca para toda la tarde y al anochecer regresó triunfante con dos pescadillas. En su ausencia, Alvirah se leyó los recortes sobre el asesinato de Stuart Richards. En el balneario de Cypress Point había aprendido lo valioso que resultaba grabar sus opiniones. Esa tarde tuvo el magnetófono encendido durante mucho rato.

La clave del asunto está en por qué mintió Ned Creighton. Apenas conocía a Cynthia. ¿Por qué le tendió una trampa para que cargara con la muerte de Stuart Richards? Stuart Richards tenía un montón de enemigos. En cierta época, el padre de Ned hizo negocios con Stuart y acabaron enfrentados, pero por entonces, Ned era un crío. Ned era amigo de Lillian Richards. Lillian juró que no sabía que su padre se disponía a cambiar el testamento, que siempre había sabido que recibiría la mitad de sus bienes y que la otra mitad sería para la Universidad de Dartmouth. Declaró estar al tanto de que su padre se había molestado cuando Dartmouth decidió aceptar chicas, pero que ignoraba que su fastidio hubiera sido de tal envergadura como para impulsarlo a cambiar el testamento y dejar a Cynthia el dinero de Dartmouth.

Alvirah apagó el magnetófono. Sin duda, a alguien tuvo que ocurrírsele que cuando Cynthia fuera declarada culpable de asesinar a su padrastro, perdería la herencia y Lillian se quedaría con todo. Lillian se había casado con alguien de Nueva York poco después del juicio. Desde entonces se había divorciado en tres ocasiones. De manera que no daba la impresión de que entre ella y Ned hubiera habido algo. Sólo quedaba lo del restaurante. ¿Quiénes habían financiado a Ned?

—¿Sigues con eso? —le preguntó.

—¡Aja! —Respondió Alvirah cogiendo uno de los recortes—. Cabello anaranjado rojizo, fornida, entre cuarenta y cinco y cincuenta años. ¿Dirías que podría ser una descripción de mi aspecto de hace doce años?

—Sabes bien que nunca diría que eres fornida —protestó Willy.

—No he dicho que lo harías. Vuelvo en seguida. Quiero hablar con Cynthia. La he visto regresar hace unos minutos.

A la tarde siguiente, después de meter a Willy en otra barca de pesca alquilada, Alvirah se colocó el broche en forma de sol en su nuevo vestido estampado de color violeta y fue con Cynthia en coche hasta el restaurante «Mooncusser» de Barnstable. Durante el viaje, Alvirah le dio instrucciones.

—Acuérdate de que si está presente, me lo debes indicar en seguida. No le quitaré los ojos de encima. Te reconocerá. Seguramente se acercará a nosotras. Ya sabes lo que tienes que decir, ¿verdad?

—Sí.

Cynthia se preguntó si resultaría, si Ned les creería.

El restaurante era un impresionante edificio blanco, de estilo colonial, con una entrada para coches larga y sinuosa. Alvirah se fijó en el edificio, en el jardín exquisitamente cuidado que llegaba hasta el agua.

—Muy, pero muy caro —le dijo a Cynthia—. Para montar esto le hicieron falta unos cuantos milloncitos.

El interior estaba decorado con los mismos tonos azules y blancos de las vajillas Wedgwood. De las paredes colgaban unos cuadros exquisitos. Hasta que Willy y Alvirah ganaron la lotería, ella había sido la asistenta de la señora Rawlings durante veinte años; cada martes había ido a limpiar su casa, que era como un enorme museo. A la señora Rawlings le encantaba contarle la historia de cada cuadro, cuánto le había costado y regodearse mencionando cuánto había aumentado. Alvirah solía repetirse que con un poco de práctica podría convertirse en guía turística de un museo de arte. «Fíjese en cómo utiliza la luz el pintor, en el espléndido detalle de los rayos de sol que iluminan el polvo de la mesa». Se sabía al dedillo las conversaciones con la señora Rawlings.

Consciente de que Cynthia estaba nerviosa, cuando el maitre las condujo a una mesa que daba a una ventana, Alvirah trató de distraerla habiéndole de la señora Rawlings.

Muy a su pesar, Cynthia notó que sonreía al oír a Alvirah comentarle que aunque tenía un montón de dinero, la señora Rawlings nunca le había regalado nada para Navidad, ni siquiera una mísera postal.

—Era la vieja más chismosa, tacaña y vulgar del mundo, pero me daba lástima. Nadie quería trabajar para ella —le dijo Alvirah—. Cuando llegue la hora, pienso demostrarle al Señor que en la columna de acciones bondadosas de mi cuenta con la señora Rawlings tengo muchos puntos a mi favor.

—Si esto funciona, conseguirás un montón de puntos con el caso Lathem —observó Cynthia.

—Ya lo creo que sí. Y ahora, que no se te borre esa sonrisa. Tienes que poner cara de gatito que acaba de zamparse un canario. ¿Está aquí?

—Aún no lo he visto.

—Bien. Cuando ese «estirado» vuelva con el menú, pregunta por él.

El maitre se dirigía hacia ellas esbozando una sonrisa profesional en su cara insulsa.

—¿A las señoras les apetece tomar algo de aperitivo?

—Tráiganos dos copas de vino blanco. Por cierto, ¿está el señor Creighton? —inquirió Cynthia.

—Me parece que está en la cocina hablando con el chef.

—Soy una vieja amiga —le comentó Cynthia—. Cuando tenga un momento, pídale por favor que venga a nuestra mesa.

—Con mucho gusto.

—Podrías ser actriz —susurró Alvirah ocultándose detrás del menú.

Extremaba siempre las precauciones porque pensaba que alguien capaz de leer los labios podía enterarse de lo que decía.

—Me alegro de que esta mañana lograra convencerte de que te compraras esa ropa. Lo que tenías en el armario era un desastre.

Cynthia llevaba una americana corta de lino de color amarillo limón y una falda negra del mismo género. También lucía un llamativo pañuelo de seda amarillo, blanco y negro colocado espectacularmente sobre un hombro. Alvirah la había acompañado al salón de belleza. Una media melena suelta le enmarcaba la cara. Disimulaba su palidez con un maquillaje de tono beige que daba más color a sus grandes ojos castaños.

—Estás preciosa —le dijo Alvirah.

Por desgracia, Alvirah había experimentado una metamorfosis bien distinta. Había cambiado la bonita tonalidad de Sassoon por el color anaranjado y rojizo de antaño. Se había hecho cortar las uñas y las llevaba sin pintar. Después de ayudar a Cynthia a escoger su traje amarillo y negro, se había dirigido al estante de oportunidades donde, por evidentes razones, había encontrado el vestido estampado de color violeta que habían rebajado a diez dólares. El vestido le venía algo pequeño y le marcaba los michelines que, según Willy, eran la manera en que tenía la Naturaleza de acolcharnos para la gran caída final.

Cuando Cynthia protestó por el desastre que se había hecho en el pelo y las uñas, Alvirah se limitó a replicar:

—Cada vez que hablaste de esa mujer, de la testigo desaparecida, dijiste que era corpulenta, llevaba el pelo teñido de rojo y vestía ropa que parecía comprada en un mercadillo. Tengo que parecer creíble.

—Dije que llevaba ropa de aspecto barato —la corrigió Cynthia.

—Es lo mismo.

Alvirah notó en seguida que a Cynthia se le borraba la sonrisa de la cara.

—¿Viene hacia aquí? —le preguntó rápidamente.

Cynthia asintió.

—Sonríeme. Vamos. Tranquilízate. No dejes que note tu nerviosismo.

Cynthia la recompensó con una cálida sonrisa y apoyó ligeramente los codos sobre la mesa.

Se les había acercado un hombre. Tenía la frente perlada de sudor. Se humedeció los labios.

—Cómo me alegro de verte, Cynthia —le dijo tendiéndole la mano.

Alvirah lo examinó con detenimiento. En cierto modo, no era mal parecido. Los ojos pequeños se perdían casi en la cara mofletuda. Tendría unos diez kilos más que en las fotos de los archivos. Era del tipo de los que de jóvenes son guapos, pero después todo se viene abajo.

—¿De veras te alegras de verme, Ned? —le preguntó Cynthia sin dejar de sonreír.

—Es él —anunció Alvirah con decisión—. Estoy absolutamente segura. Estaba delante de mí en la cola de la hamburguesería. Me llamó la atención porque estaba que trinaba, pues los chicos que tenía delante no acababan de decidir cómo querían las hamburguesas.

—¿De qué habla esta mujer? —exigió saber Ned Creighton.

—¿Por qué no te sientas, Ned? —Le pidió Cynthia—. Sé que el restaurante te pertenece, pero aun así, creo que debo invitarte. Al fin y al cabo, te debo una cena de hace años.

«Es una chica estupenda», pensó Alvirah.

—Estoy absolutamente segura de que era usted el de aquella noche, aunque ha engordado un poco —le reprochó, indignada, a Creighton—. Es una verdadera vergüenza que por culpa de sus mentiras esta chica haya tenido que pasar doce años en la cárcel.

La sonrisa se esfumó de los labios de Cynthia cuando precisó:

—Doce años, seis meses y diez días. La época de mi vida en la que debí terminar la Universidad, conseguir mi primer trabajo, salir con chicos.

El rostro de Ned Creighton se endureció cuando le dijo:

—Es mentira, esto es un montaje.

Llegó el camarero con dos copas de vino que colocó delante de Cynthia y Alvirah.

—¿Quiere tomar algo, señor Creighton?

—Nada —repuso lanzándole una mirada colérica.

—Es un lugar realmente precioso, Ned —dijo Cynthia tranquilamente—. Habrá costado un montón de dinero. ¿De dónde lo sacaste? ¿De Lillian? Mi parte de la herencia de Stuart Richards ascendía casi a los diez millones de dólares. ¿Cuánto te dio ella?

No esperó la respuesta.

—Ned, esta mujer es la testigo que nunca logré encontrar. Recuerda haber hablado conmigo aquella noche. Nadie me creyó cuando dije que esa mujer había rozado el lateral de tu coche al abrir la puerta del suyo. Pero se acuerda del incidente. Y también de haberte visto. Ha llevado un Diario durante toda su vida. Esa noche escribió lo ocurrido en el aparcamiento.

Mientras asentía con la cabeza, Alvirah no dejaba de estudiar el rostro de Ned. Notó que empezaba a ponerse nervioso pero no lo vio convencido. Había llegado el momento de intervenir.

—Me marché de Cape Cod al día siguiente. Vivo en Arizona. Mi marido se puso muy enfermo, por eso no hemos vuelto nunca. Falleció el año pasado.

Para sus adentros le pidió perdón a Willy pero se dijo que era absolutamente necesario.

—En fin, que la semana pasada estaba viendo la televisión, y ya sabe usted lo aburrida que es la tele en verano. Me quedé con un palmo de narices cuando en la repetición de un programa sobre mujeres en la cárcel vi que por pantalla enseñaban un dibujo de esta servidora.

Cynthia buscó el sobre que había dejado junto a su silla.

—Aquí tienes el dibujo que hice de la mujer con la que hablé en el aparcamiento.

Ned Creighton tendió la mano.

—Ya te lo enseño yo —le dijo Cynthia.

El dibujo mostraba el rostro de una mujer enmarcado por la ventanilla abierta de un coche. Las facciones no eran muy claras y el fondo estaba a oscuras, pero resultaba sorprendente el parecido con Alvirah.

Cynthia empujó su silla hacia atrás. Alvirah se levantó también.

—No puedes devolverme esos doce años. Ya sé lo que estás pensando. Piensas que aunque tenga esta prueba, el jurado podría no creer en mí. Como no me creyó hace doce años. Pero cabe una ínfima posibilidad Ned, y no pienso desaprovecharla. Será mejor que lo consultes con quien te sobornó para tenderme una trampa aquella noche, diles que quiero diez millones de dólares. Lo que me hubiera correspondido legítimamente de la herencia de Stuart.

—Estás loca.

El rostro de Ned Creighton ya no reflejaba temor sino ira.

—¿De veras? Creo que no. —Cynthia metió la mano en el bolsillo y añadió—: Aquí tienes mi dirección y mi número de teléfono. Alvirah se aloja en mi casa. Llámame esta tarde a eso de las siete. Si no tengo noticias tuyas, contrataré a un abogado y pediré la revisión del caso.

Dejó un billete de diez dólares sobre la mesa y añadió:

—Con eso creo que alcanza para cubrir el vino y la cena que te debía.

Salió presurosa del restaurante, seguida a poca distancia por Alvirah. Notó que los demás comensales murmuraban y pensó: «Sospechan que algo pasa. Muy bien».

No se hablaron hasta llegar al coche. Entonces Cynthia le preguntó, temblorosa:

—¿Cómo he estado?

—Soberbia.

—No resultará, Alvirah. Si comparan el dibujo con el que Jeff enseñó en el programa, se darán cuenta de todos los detalles que le agregué para que se pareciera a ti.

—No tienen tiempo para eso. ¿Estás segura de que ayer viste a tu hermanastra en la mansión Richards?

—Segurísima.

—Entonces, apuesto a que en estos momentos, Ned Creighton está hablando con ella.

Cynthia condujo como una autómata, sin percatarse de la tarde soleada.

—Había mucha gente que detestaba a Stuart. ¿Por qué estás tan segura de que Lillian tuvo que ver con esto?

Alvirah se bajó la cremallera del vestido violeta y dijo:

—Este vestido me va tan apretado que por poco me ahogo.

Angustiada, se pasó la mano por el cabello mal cortado y manifestó:

—Después de esto, hará falta un ejército de Sassoons para volver a ponerme en orden. Me parece que tendré que volver al balneario de Cypress Point. ¿Qué me preguntabas? Ah, sí, lo de Lillian. Tiene que estar metida en esto. Considéralo de este modo. Había mucha gente que odiaba a tu padrastro, pero no habrían necesitado de un Ned Creighton para tenderte la trampa. Lillian siempre supo que su padre le iba a dejar la mitad de su fortuna a la Universidad de Dartmouth, ¿no?

—Sí —repuso Cynthia al tiempo que giraba por el camino que conducía a los chalets.

—No me importa cuánta gente odiara a tu padrastro. Lillian era la única beneficiada de que te declarasen culpable del asesinato de Stuart. Conocía a Ned. Sabía que intentaba reunir dinero para montar un restaurante. Stuart debió de contarle que iba a dejarte la mitad del dinero a ti en lugar de a Dartmouth. Lillian siempre te tuvo manía. Tú misma me lo dijiste. De manera que hace un trato con Ned. Él te invita a dar un paseo en su barco y finge una avería. Alguien mata a Stuart Richards. Lillian tenía una coartada. Estaba en Nueva York. Probablemente contrató a alguien para que matara a su padre. Aquella noche, cuando insististe en tomar una hamburguesa, estuviste a punto de echarlo todo a perder. Y Ned ignoraba que hubieras hablado con alguien. Seguramente habrán estado muy preocupados de que apareciera esa testigo.

—¿Y si aquella noche lo hubiera reconocido alguien y hubiera declarado haberlo visto cuando compraba una hamburguesa?

—En ese caso, habría dicho que después de dar un paseo en su barco fue a tomar una hamburguesa y que tú estabas tan desesperada por contar con una coartada que le suplicaste que dijera que habías estado con él. Pero no apareció nadie.

—Parece tan arriesgado —protestó Cynthia.

—Arriesgado, no. Simple —la corrigió Alvirah—. Créeme, sé mucho de estas cosas. Te asombraría comprobar en cuántos casos el asesino es quien preside el entierro. Es un hecho.

Ya habían llegado a casa.

—¿Y ahora qué? —inquirió Cynthia.

—Ahora nos vamos a tu casa a esperar que telefonee tu hermanastra. —Alvirah miró a Cynthia sacudiendo la cabeza y añadió—: Sigues sin creerme. Espera y verás. Prepararé un buen té. Es una pena que Creighton apareciera antes de que pudiésemos almorzar. El menú estaba muy bien.

Estaban comiendo unos bocadillos de ensalada de atún en el porche del chalet de Cynthia cuando sonó el teléfono.

—Es para ti, Cynthia —dijo Alvirah.

Siguió a Cynthia hasta la cocina y esperó a que la muchacha contestara a la llamada.

—Dígame. —La voz de Cynthia era apenas audible. Alvirah la vio palidecer—. Hola, Lillian.

Alvirah agarró con fuerza a Cynthia del brazo y asintió vigorosamente.

—Sí, Lillian. Acabo de ver a Ned. No, no estoy bromeando. No veo nada gracioso en todo esto. Sí. Iré esta noche. No te preocupes por la cena. Tu presencia me quita el apetito. Ah, Lillian, le he dicho a Ned lo que quiero. No voy a cambiar de idea.

Cynthia colgó y se dejó caer en una silla.

—Alvirah, Lillian dijo que mi acusación era una ridiculez pero que sabe que su padre era capaz de hacer perder los estribos a cualquiera. Es lista.

—Eso no nos ayudará a limpiar tu nombre. Te daré mi broche en forma de sol. Tienes que conseguir que reconozca tu inocencia en el asunto, que tenía a Ned a su merced y lo convenció de que te tendiera una trampa. ¿A qué hora le dijiste que irías a su casa?

—A las ocho. Ned estará con ella.

—Perfecto. Willy irá contigo. Se echará en el suelo de la parte de atrás del coche. Para ser un hombre grandote es capaz de enroscarse como un gusano. Te mantendrá vigilada. No intentarán nada en esa casa. Sería demasiado arriesgado. —Alvirah se quitó el broche—. Después de Willy, éste es mi tesoro más preciado —le dijo—. Te enseñaré cómo funciona.

Alvirah se pasó toda la tarde dando instrucciones a Cynthia sobre lo que debía decirle a su hermanastra.

—Tiene que haber sido ella la que puso el dinero para el restaurante. Quizás a través de alguna falsa compañía financiera. Dile que si no te paga, te pondrás en contacto con un experto contable que trabaja para el Gobierno.

—Sabe que no tengo dinero.

—Pero ignora quién pudo interesarse en tu caso. El hombre que hizo el programa sobre mujeres en la cárcel se interesó, ¿verdad?

—Sí, Jeff se interesó en mi caso.

Alvirah entrecerró los ojos y luego le soltó:

—¿Hay algo entre tú y Jeff?

—Si me exculpan de la muerte de Stuart Richards, sí. En caso contrario, nunca habrá nada entre Jeff y yo ni ningún otro hombre.

A las seis volvió a sonar el teléfono.

—Contestaré yo —le dijo Alvirah—. Para que sepan que estoy contigo.

A su sonoro «dígame» siguió un saludo cordial.

—Jeff, justamente hablábamos de ti. Cynthia está aquí mismo. Vaya, qué muchacha más guapa. Deberías verla cómo va vestida ahora. Me lo ha contado todo sobre ti. Espera, te pondré con ella.

Alvirah escuchaba tranquilamente mientras Cynthia le explicaba a Jeff:

—Alvirah alquiló el chalet de al lado. Me está ayudando. No, no voy a volver. Sí, tengo motivos para quedarme. Quizás esta noche consiga pruebas de que no he matado a Stuart. No, no vengas. No quiero verte. Jeff, ahora no… Jeff, sí, de acuerdo, te quiero. Sí, si limpio mi nombre me casaré contigo.

Cuando colgó, Cynthia estaba al borde del Danto.

—Alvirah, no sabes cuánto deseo iniciar una nueva vida con él. ¿Sabes lo que acaba de decirme? Me citó una frase de Salteador de caminos. Me dijo: «Estaré a tu lado cuando brille la luna aunque el infierno se interponga en mi camino».

—Me cae bien —dijo Alvirah, categórica—. Sé calar a las personas con sólo oír sus voces por teléfono. ¿Vendrá esta noche? No quiero que te pongas nerviosa ni que te convenzan de abandonar ahora.

—No. Lo han nombrado presentador del telediario de las diez. Pero te apuesto lo que quieras a que mañana vendrá.

—Tendremos que encargarnos de eso. Cuanta más gente haya metida en este asunto, más probabilidades existen de que Ned y Lillian se huelan algo raro.

Después de asomarse a la ventana, Alvirah comentó:

—Mira, ahí viene Willy. Por el amor del cielo, trae más pescadillas. Me dan acidez de estómago, pero sería incapaz de decírselo. Cuando va a pescar, siempre compro algún antiácido. En fin.

Abrió la puerta para recibir al sonriente Willy que sujetaba orgulloso un sedal del que colgaban dos pescadillas fláccidas y solitarias. A Willy se le borró la sonrisa de los labios en cuanto vio la alborotada cabellera rojiza y el vestido estampado color violeta que marcaba todos y cada uno de los michelines de su mujer.

—Caray —protestó—. ¿Cómo es posible que nos hayan quitado el dinero de la lotería?

A las siete y media, después de cenar las dos últimas presas pescadas por Willy, Alvirah colocó una taza de té delante de Cynthia.

—No has probado bocado. Debes comer si quieres tener la mente despejada. ¿Te acuerdas de todo lo que has de decir?

Cynthia acarició el broche en forma de sol y repuso:

—Creo que sí. Me parece que está todo claro.

—Acuérdate de una cosa, entre esos dos hubo un intercambio de dinero. Me da igual si fueron muy listos, podemos descubrirlo. Si aceptan pagarte, ofréceles una rebaja si te dan la satisfacción de reconocer la verdad. ¿Entendido?

—Entendido.

A las siete menos diez, Cynthia recorrió en su coche el sendero sinuoso con Willy tumbado en la parte de atrás.

El día soleado dio paso a un atardecer nublado. Alvirah recorrió el chalet y fue al porche de atrás. El viento sacudía la bahía levantando un frenético oleaje que rompía en la playa. A lo lejos se oían unos truenos. La temperatura había bajado bruscamente y a pesar de que era agosto, de pronto dio la impresión de ser octubre. Alvirah se echó a temblar de frío pero no se decidía a ir al chalet de al lado a buscar un jersey. Al final, optó por quedarse donde estaba. Quería estar allí por si alguien telefoneaba.

Se preparó una segunda taza de té, se sentó a la mesa del comedor, de espaldas a la puerta que conducía al porche trasero, y se puso a escribir el borrador del artículo que seguramente no tardaría en enviar al New York Globe. «Cynthia Lathem, que tenía diecinueve años cuando la sentenciaron a doce anos de cárcel por un asesinato que no cometió, podrá probar su inocencia».

A su espalda una voz dijo:

—No creo que eso ocurra.

Alvirah se volvió repentinamente y vio el rostro sombrío e iracundo de Ned Creighton.

*****

Cynthia esperó en los escalones del porche de la mansión Richards. A través de la hermosa puerta de caoba le llegó el leve sonido del timbre. En ese momento la asaltó la incongruente idea de que seguía teniendo llave de la casa y se preguntó si Lillian habría cambiado las cerraduras.

La puerta se abrió de par en par. Lillian estaba en el amplio recibidor; la luz de la lámpara Tiffany que pendía del techo acentuaba sus altos pómulos, los grandes ojos azules, el cabello rubio platinado. En esos doce años, Lillian se había convertido en una réplica de Stuart Richards. Aunque algo más baja y joven. Sin embargo, era una versión femenina de la belleza que había sido su padre. En sus ojos, se apreciaba el mismo toque de crueldad.

—Pasa, Cynthia.

La voz de Lillian no había cambiado. Clara, educada, pero con ese tono agudo y enfadado que siempre había caracterizado las conversaciones de Stuart Richards.

Cynthia siguió en silencio a Lillian pasillo abajo. El salón estaba apenas iluminado. Lo encontraba tal como lo recordaba. Los muebles, las alfombras orientales seguían en el mismo sitio, sobre el hogar vio el mismo cuadro de siempre… nada había cambiado. El comedor señorial, situado a la izquierda, continuaba pareciendo nuevo, como siempre. Entonces acostumbraban a comer en el pequeño comedor contiguo a la biblioteca.

Se había imaginado que Lillian la llevaría a la biblioteca. Pero fue directamente al estudio donde había muerto Stuart. Cynthia apretó los labios y llevó la mano al broche con forma de sol. Se preguntó si su hermanastra pretendía intimidarla.

Lillian se sentó detrás del imponente escritorio.

Cynthia recordó la noche en que entró en aquella estancia y encontró a Stuart tendido en la alfombra, junto a aquel mismo escritorio. Se notó las manos húmedas. La frente comenzó a cubrírsele de sudor. De afuera le llegó el gemido del viento que soplaba con más fuerza.

Lillian juntó las manos y la miró a la cara.

—Ya que estás aquí, siéntate.

Cynthia se mordió el labio inferior. El resto de su vida dependía de lo que dijera en los minutos siguientes.

—Creo que soy yo la que debe sugerir quién se sienta y quién permanece de pie —le contestó—. Al fin y al cabo, tu padre me dejó a mí esta casa. Cuando telefoneaste, hablaste de un acuerdo. No me vengas ahora con juegos. Y no trates de intimidarme. En la cárcel perdí toda la timidez. Puedo asegurártelo. ¿Dónde está Ned?

—Vendrá de un momento a otro. Verás, Cynthia, esas acusaciones que le hiciste son una locura. Y lo sabes.

—Creí que había venido a tratar cómo voy a recibir mi parte de la herencia.

—Has venido porque me das pena y porque quiero darte la oportunidad de marcharte a algún lugar y comenzar una nueva vida. Estoy dispuesta a abrir un fondo en un Banco para que cuentes con una mensualidad. Otra, en mi lugar, no sería tan generosa con la asesina de su padre.

Cynthia miró fijamente a Lillian y notó el odio reflejado en sus ojos, la calma glacial de su actitud. Era preciso que quebrase esa calma. Fue a la ventana y se asomó. La lluvia caía sobre la casa. Los truenos rompieron el silencio reinante en la estancia.

—Me pregunto qué habría hecho Ned aquella noche para mantenerme alejada de la casa si hubiera llovido como ahora. El tiempo estuvo a su favor, ¿no te parece? Caluroso y nublado. Sin ningún barco a la vista. Sólo esa testigo, y ahora he dado con ella. ¿No te dijo Ned que lo identificó sin lugar a dudas?

—¿Cómo va alguien a creer que es capaz de reconocer a un extraño después de casi trece años? Cynthia, no sé a quién habrás contratado para esta fantochada, pero te advierto que ya está bien. Acepta mi oferta o llamaré a la Policía y hará que te detengan por hostigamiento. No olvides que es muy sencillo hacer que a un criminal le suspendan la libertad condicional.

—La libertad condicional de un criminal. Estoy de acuerdo. Pero no soy una criminal, y tú lo sabes.

Cynthia se dirigió al armario estilo jacobino y abrió el cajón superior.

—Sabía que Stuart guardaba aquí un revólver. Pero tú también lo sabías. Declaraste ignorar que había cambiado su testamento y que me iba a dejar a mí la mitad de los bienes que pensaba legar a Dartmouth. Pero mentiste. Si Stuart me llamó para contarme lo de su testamento, no iba a ocultártelo a ti.

—No me dijo nada. Llevaba tres meses sin verlo.

—Puede que no lo vieras, pero hablaste con él, ¿no es cierto? Hubieras soportado que la Universidad de Dartmouth recibiera la mitad de sus bienes, pero no podías aceptar la idea de repartir su dinero conmigo. Me odiabas por los años que viví en esta casa, por el hecho de que yo le caía bien. Tienes tan mal carácter como él.

Lillian se puso en pie y sentenció:

—No sabes lo que estás diciendo.

Cynthia cerró el cajón de golpe y repuso:

—Claro que sé lo que digo. Todos los hechos que contribuyeron a mi condena, servirán para condenarte a ti también. Yo tenía la llave de esta casa, al igual que tú. No hubo señales de lucha. No creo que enviaras a alguien a asesinarlo. Creo que lo hiciste tú misma. En el escritorio de Stuart había un botón de alarma. No lo pulsó. Nunca pensó que su propia hija fuera a hacerle daño. ¿Cómo es posible que Ned viniera por aquí justamente esa tarde? Tú sabías que Stuart me había invitado a pasar el fin de semana, sabías que había insistido en que saliera con Ned. A Stuart le gustaba tener compañía, pero también le gustaba estar solo. Es posible que Ned no te lo dijera claramente, pero la testigo que encontré lleva un Diario. Me lo enseñó. Desde los veinte años, cada noche apunta en él todo lo que le pasa. Es imposible que se haya inventado esa historia. Me describía a mí. Describía el coche de Ned. Escribió incluso cómo eran los chicos ruidosos de la cola y cómo lograron impacientar a cuantos esperaban detrás de ellos.

Cynthia pensó entonces que comenzaba a hacerla dudar. Lillian se puso pálida. Tragaba saliva compulsivamente. Cynthia se dirigió otra vez al escritorio para que el broche en forma de sol apuntara directamente a Lillian.

—Tu jugada fue muy inteligente, ¿verdad? —le preguntó—. Ned no empezó a invertir en ese restaurante hasta que yo estuve presa. Y estoy segura de que cara a la galería cuenta con unos inversores respetables. Pero hoy en día, el Gobierno dispone de medios muy avanzados para descubrir a los blanqueadores de dinero. Tu dinero, Lillian.

—Nunca podrás probarlo —dijo Lillian con voz estridente.

«Ay, Dios mío, si lograra que lo reconociera», pensó Cynthia. Se aferró al borde del escritorio con mano firme e inclinándose hacia delante, dijo:

—Tal vez no. Pero no corras ese riesgo. Te diré lo que se siente cuando te toman las huellas dactilares y te esposan. Lo que se siente cuando estás sentada junto a un abogado y oyes al fiscal del distrito acusarte de asesinato; cuando estás pendiente de las caras del jurado. Los miembros del jurado son siempre gente corriente. Viejos. Jóvenes. Negros. Blancos. Bien vestidos. Mal vestidos. Pero tienen en sus manos el resto de tu vida. Te aseguro, Lillian, que no te gustará. No te gustará la espera. Las pruebas condenatorias se ajustan más a ti que a mí. No tienes el temperamento ni el valor para pasar por todo eso.

Lillian se puso en pie y repuso:

—Ten en cuenta que al heredar tuve que pagar muchos impuestos. ¿Cuánto quieres?

*****

—Debió quedarse en Arizona —le dijo Ned Creighton a Alvirah apuntándole al pecho con el revólver.

Alvirah se quedó sentada ante la mesa del comedor mientras analizaba qué posibilidades tenía de huir. No tenía ninguna. Esa tarde él había creído en su historia y ahora quería eliminarla. Alvirah pensó fugazmente que siempre había tenido la certeza de que habría sido una estupenda actriz. ¿Acaso debía advertirle que su marido regresaría de un momento a otro? No. En el restaurante le había dicho que era viuda. ¿Cuánto tardarían Willy y Cynthia? Demasiado. Lillian no dejaría marchar a Cynthia hasta que estuviera segura de que no quedara vivo ningún testigo, pero tal vez, si lograba entretenerlo, se le ocurriría algo.

—¿Cuánto sacó por participar en el asesinato? —le preguntó.

Ned Creighton lanzó una sonrisa burlona.

—Tres millones. Lo suficiente para montar un restaurante de lujo.

Alvirah se arrepintió de haberle prestado a Cynthia el broche con forma de sol. Una prueba. Una prueba fehaciente y no pudo grabarla. Si algo le ocurría, nadie más se enteraría. Se dijo que si llegaba a salir de aquello, le pediría a Charley Evans un broche de recambio. De plata, quizá. Creighton agitó el revólver y ordenó:

—Levántese.

Alvirah empujó la silla hacia atrás y apoyó las manos en la mesa. Tenía delante el azucarero. ¿Se atrevería a lanzárselo? Sabía que tenía buena puntería, pero un revólver es más veloz que un azucarero.

—Vaya a la sala.

Mientras ella rodeaba la mesa, Creighton cogió las notas, el artículo que acababa de empezar y se lo metió todo en el bolsillo.

Junto a la chimenea había una mecedora de madera. Creighton la señaló y le ordenó:

—Siéntese ahí.

Alvirah se sentó pesadamente. Ned seguía apuntándola con el revólver. Si inclinaba la mecedora hacia delante y caía sobre él, ¿lograría huir? Creighton tendió la mano hacia una llave estrecha que colgaba de la repisa de la chimenea. Se inclinó, la metió en un cilindro que había en uno de los ladrillos y la giró. De la chimenea surgió el sonido siseante del gas. Se incorporó. Sobre la repisa había una caja de cerillas; sacó una cerilla larga, la restregó contra el ladrillo, apagó la llama y lanzó la cerilla al hogar.

—Empieza a hacer frío —dijo—. Decidió encender el fuego. Abrió la llave del gas. Le acercó una cerilla, pero no prendió. Cuando se inclinó para cerrar la llave y volver a intentarlo, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Se golpeó la cabeza en la repisa de piedra y perdió el conocimiento. Un terrible accidente para una mujer tan agradable. Cynthia se sentirá muy mal cuando la encuentre.

El olor a gas inundó la habitación. Alvirah intentó inclinar la mecedora hacia delante. Debía arriesgarse a darle un cabezazo a Creighton y obligarle a soltar el arma. Demasiado tarde. Una mano la cogió de los hombros con la fuerza de una prensa. Sintió que la empujaban hacia delante. Su cabeza fue a golpear contra la piedra del hogar. Antes de perder el conocimiento, notó que un nauseabundo olor a gas le llenaba la nariz.

*****

—Ya llega Ned —dijo Lillian tranquilamente al oír el timbre de la puerta—. Lo haré pasar.

Cynthia esperó. Lillian todavía no había reconocido nada. ¿Lograría que Ned Creighton admitiera su culpabilidad? Se sintió como un funámbulo que intenta cruzar un abismo haciendo equilibrio sobre una cuerda resbaladiza. Si fallaba, no merecería la pena vivir el resto de su vida.

Creighton siguió a Lillian hasta la habitación.

—Cynthia.

Su inclinación de cabeza fue impersonal, desagradable. Acercó una silla al escritorio en el que Lillian había dejado abierto un archivo con unos impresos.

—Le estoy enseñando a Cynthia cómo se redujo la herencia después de pagar impuestos —informó Lillian a Creighton—. Después calcularemos su parte.

—No descuentes lo que hayas pagado a Ned de lo que me pertenece legalmente —le advirtió Cynthia. Vio la mirada iracunda que Creighton le lanzó a Lillian—. Ah, por favor —dijo—, ahora que estamos los tres aquí, aclaremos las cosas.

Lillian le contestó fríamente:

—Te he dicho que quiero que compartas la herencia. Sé que mi padre era capaz de hacer perder los estribos a cualquiera. Hago esto porque me das lástima. Aquí tienes las cifras.

Lillian se pasó el siguiente cuarto de hora sacando balances del archivo.

—Teniendo en cuenta los impuestos y los intereses sobre el resto, tu parte ascendería a cinco millones de dólares.

—Y esta casa —añadió Cynthia.

Asombrada, notó que Lillian y Ned se iban tranquilizando más y más a medida que transcurría el tiempo. Los dos sonreían.

—Ah, no, la casa no —protestó Lillian—. Daría lugar a demasiados comentarios. La tasaremos y te pagaré lo que valga. Pero recuerda bien, Cynthia, que soy muy generosa contigo. Mi padre jugaba con las vidas de las personas. Era cruel. Si no lo hubieras matado tú, lo habría hecho cualquier otra persona. Por eso hago todo esto.

—Lo haces porque no quieres comparecer ante un tribunal y correr el riesgo de que te condenen por asesinato, por eso lo haces.

Cynthia pensó que si no lograba que Lillian reconociera haber matado a su padre, todo habría acabado. Al día siguiente Lillian y Ned tendrían ocasión de comprobar la historia de Alvirah.

—Quédate con la casa —le dijo—. No me pagues lo que vale. Sólo dame la satisfacción de oír la verdad. Reconoce que no tuve nada que ver en el asesinato de tu padre.

Lillian echó una mirada a Ned, luego al reloj.

—Creo que es hora de que te demos ese gusto —dijo, echándose a reír—. Cynthia, soy igual que mi padre. Me encanta jugar con la gente. Mi padre me telefoneó para informarme de que había cambiado el testamento. No me importaba que legara la mitad de sus bienes a Dartmouth, pero no podía permitir que te los dejara a ti. Me comentó que vendrías a visitarlo… y el resto fue fácil. Mi madre era una mujer estupenda. Para ella fue un placer corroborar que esa noche estuve con ella en Nueva York. Y a Ned le encantó recibir un montón de dinero por llevarte a dar un paseo en barco. Eres lista, Cynthia. Más lista que los de la oficina del fiscal del distrito. Más lista que ese torpe abogado que te defendió.

Cynthia rogaba por que el magnetófono funcionara.

—Y lo bastante lista como para encontrar la testigo que pudiera corroborar mi versión —añadió Cynthia.

Lillian y Ned se echaron a reír.

—¿Qué testigo? —inquirió Ned.

—Fuera —le ordenó Lillian—. Fuera de aquí inmediatamente. Y no vuelvas.

*****

Jeff Knight conducía velozmente por la Ruta 6 tratando de leer los carteles tras la lluvia torrencial que se abatía sobre el parabrisas. Salida 8. Se estaba acercando. El productor de las noticias de las diez había sido inesperadamente decente. Claro que había un motivo.

—Adelante. Si Cynthia Lathem se encuentra en Cape Cod y cree que tiene una pista sobre la muerte de su padrastro, será una noticia sensacional.

A Jeff no le interesaba nada la noticia sensacional. Su única preocupación era Cynthia. Agarró el volante con sus dedos largos y fuertes. El funcionario que vigilaba su libertad condicional le había conseguido la dirección y el número de teléfono. Había veraneado muchas veces en Cape Cod. Por eso se sintió tan frustrado cuando intentó probar la versión de Cynthia, según la cual se había detenido en una hamburguesería, y no sacó nada en claro. En realidad, él solía veranear en Eastham, a unos setenta kilómetros de Cotuit. Salida 8. Giró por la calle Unión y enfiló hacia la Ruta 6A. Faltaban unos pocos kilómetros más. ¿Por qué tenía aquella sensación de inminente desastre? Si Cynthia tenía una pista concreta a su favor, podría correr verdadero peligro.

Al llegar a Nobscusset Road tuvo que frenar a fondo. Otro coche, ignorando la señal de stop, salió a toda velocidad de Nobscusset y cruzó la Ruta 6A. «Maldito imbécil», pensó Jeff al girar a la izquierda en dirección a la bahía. Notó que toda la zona estaba sumida en la oscuridad. Un apagón. Llegó al callejón sin salida y giró a la izquierda. El chalet tenía que encontrarse sobre ese camino sinuoso. El número seis. Condujo despacio, tratando de ver los números de los buzones cuando éstos quedaban iluminados por las luces altas del coche. Doce. Ocho. Seis. Jeff entró en la avenida, abrió la portezuela y bajo la lluvia torrencial corrió hacia el chalet. Pulsó el timbre varias veces antes de percatarse de que al no haber luz no funcionaría. Llamó a la puerta varias veces. No le contestaron. Cynthia no estaba en casa.

Se disponía a bajar los escalones cuando un temor repentino lo hizo retroceder, volver a llamar a la puerta y tratar de abrirla. El pomo giró y pudo entrar.

—Cynthia —gritó y al percibir el olor a gas, le faltó el aliento. Oyó el siseo de la llave abierta en la chimenea. Corrió hacia ella para cerrarla y tropezó con el cuerpo tendido de Alvirah.

*****

Willy se revolvía en el asiento posterior del coche de Cynthia. Llevaba más de una hora en aquella casa. El tipo que había entrado más tarde llevaba allí un cuarto de hora.

Willy no sabía qué hacer. Alvirah no le había dado instrucciones precisas. Sólo quería que estuviera cerca para asegurarse de que Cynthia no saliera de la casa acompañada.

Mientras se debatía en un mar de dudas, oyó el sonido agudo de sirenas. Coches patrulla. Las sirenas se acercaron. Asombrado, Willy observó cómo enfilaban hacia la entrada de la mansión Richards, en dirección a él. De los coches bajaron un montón de policías que subieron las escaleras a la carrera y llamaron con fuerza a la puerta.

Poco después, un sedán entró por el sendero y se detuvo detrás de los coches patrulla. Mientras Willy seguía mirando, un hombre corpulento con un impermeable se bajó de un salto y subió de dos en dos los escalones del porche. Willy se incorporó con dificultad y se dirigió al lugar.

Llegó a tiempo para coger a Alvirah que bajaba vacilante de la parte trasera del sedán. Aunque estaba oscuro vio el cardenal que tenía en la frente.

—¿Qué ha ocurrido, cariño?

—Te lo contaré luego. Llévame dentro. No quiero perdérmelo.

En el estudio del difunto Stuart Richards, Alvirah disfrutó a sus anchas. Señalando a Ned con el dedo, y empleando el más vibrante de sus tonos, anunció:

—Me amenazó con un arma. Abrió la llave del gas. Me golpeó la cabeza contra la chimenea. Y me dijo que Lillian Richards le dio tres millones de dólares para tender a Cynthia una trampa que la hiciera aparecer como la asesina.

Cynthia se quedó mirando fijamente a su hermanastra.

—Y si el magnetófono de Alvirah no se ha quedado sin pilas, he grabado a estos dos admitiendo su culpabilidad.

*****

A la mañana siguiente, Willy preparó el desayuno tarde y lo sirvió en el porche. La tormenta había terminado y el cielo volvía a estar deliciosamente azul. Las gaviotas bajaban en picado para darse un banquete con los peces que asomaban a la superficie. La bahía estaba tranquila y los niños construían castillos en la arena húmeda, al borde del agua.

Alvirah, que no parecía demasiado afectada por la experiencia del día anterior, había terminado su artículo y se lo había pasado a Charley Evans por teléfono. Charley prometió regalarle el broche de plata en forma de estrella más ornamentado que pudiera encontrar, provisto de un micrófono tan sensible que pudiera grabar hasta el estornudo de un ratón en el cuarto contiguo.

Mientras mordisqueaba una rosquilla bañada en chocolate y sorbía su café, dijo:

—Mira, ahí viene Jeff. Es una lástima que anoche tuviera que regresar a Boston, pero ¿no te pareció maravilloso cuando contó la historia en las noticias de esta mañana? Ese chico llegará muy lejos en la televisión.

—Ese chico te salvó la vida, cariño —le recordó Willy—. Por lo que a mí respecta, ha hecho muchos méritos. No puedo creer que yo estuviese oculto como un imbécil en ese coche mientras tú tenías la cabeza junto a la llave abierta del gas.

Vieron a Jeff bajar del coche y a Cynthia que corría a su encuentro y se echaba en sus brazos.

Alvirah empujó hacia atrás la silla.

—Iré a saludarlos. Es todo un espectáculo ver cómo se miran. Están tan enamorados.

Willy la aferró del hombro con suavidad y firmeza al mismo tiempo.

—Alvirah, cariño —le suplicó—, por esta vez, aunque sea durante cinco minutos, no te metas donde no te llaman.