LOTERÍA DE NAVIDAD

Si Wilma Bean no hubiera ido a Filadelfia a ver a su hermana Dorothy, aquello no habría ocurrido jamás. Sabiendo que a medianoche Wilma habría visto el sorteo en la televisión, Ernie habría salido corriendo de su trabajo como guardia de seguridad en las «Galerías Compre Usted Aquí», de Paramus, Nueva Jersey, para volver a casa y celebrarlo con ella. ¡Dos millones de dólares! Fue la cantidad que les tocó en el sorteo especial de Navidad.

Pero, como Wilma había ido a Filadelfia a visitar a su hermana Dorothy con motivo de las inminentes fiestas navideñas, Ernie se detuvo en «El Trébol Amigo» a tomar un par de copas y luego remató la velada en el «Bar Armonía», situado en Elmwood Park, a seis manzanas de su casa. Una vez allí, haciendo una alegre seña con la cabeza al propietario y tabernero, Ernie pidió el tercer Seven and Seven[1] de la noche, enroscó sus piernas regordetas de sesentón a las patas del taburete y, con aire soñador, se dedicó a pensar en las formas en que él y su mujer gastarían la fortuna recién adquirida.

Fue en aquel preciso instante cuando sus ojos de un azul descolorido se posaron en Loretta Thistlebottom, que se encontraba encaramada a un taburete del rincón y reclinada contra la pared, sosteniendo una jarra de cerveza en una mano y un «Marlboro» en la otra. Ernie encontraba a Loretta muy atractiva. Esa noche llevaba el brillante cabello rubio en una melena rizada como un paje; sus labios rosados complementaban el color verde de sus enormes ojos y su pecho generoso subía y bajaba a un ritmo sensual.

Ernie contempló a Loretta con cierta admiración impersonal. Era de dominio público que Jimbo Potters, el marido de Loretta Thistlebottom, un camionero corpulento, estaba sumamente orgulloso de que en su juventud Loretta hubiera sido bailarina y, además, tenía unos celos tremendos. Incluso se comentaba que era muy capaz de zurrar a Loretta si se mostraba demasiado simpática con otros hombres.

Sin embargo, puesto que Lou el tabernero era primo de Jimbo, a éste no le importaba que Loretta fuera al bar las noches en que se encontraba de viaje. Al fin y al cabo, era un local del barrio. A él acudían muchas mujeres con sus maridos y como Loretta acostumbraba decir: «Jimbo no puede pretender que vea la tele sola en casa o vaya a las reuniones de Tupperware mientras él transporta cabezas de ajo o plátanos por la Autopista Uno. Como persona nacida en la rama de una conocida familia del espectáculo, necesito rodearme de gente».

Su carrera en el mundo del espectáculo solía ser el tema de conversación de Loretta y, con los años, tendía a aumentar en importancia. Era uno de los motivos por los que a pesar de que legalmente era la esposa de Jimbo Potters, Loretta seguía utilizando su apellido artístico, Thistlebottom.

Bajo la luz mortecina de la lámpara estilo Tiffany que pendía sobre la barra cubierta de señales, Ernie admiraba en silencio a Loretta y pensaba que aunque debía de andar por los cincuenta y tantos, conservaba la figura muy, pero que muy bien. Sin embargo, no estaba realmente concentrado en ella. El billete de lotería ganador que llevaba prendido con un alfiler a la camiseta le calentaba la zona del corazón. Era como llevar un fuego encendido. Dos millones de dólares. O sea, veinte años a cien mil dólares anuales menos impuestos. Cobrarían hasta bien entrado el siglo XXI. Para entonces, quizá pudieran hacer una visita turística a la Luna.

Ernie intentó imaginar la cara que pondría Wilma cuando se enterara. Dorothy, la hermana de Wilma, no tenía televisor y rara vez escuchaba la radio, de manera que Wilma no se habría enterado de que era rica. En cuanto lo supo por su radio portátil, Ernie sintió la tentación de correr al teléfono más próximo y llamar a Wilma, pero de inmediato decidió que no habría tenido gracia. Ernie sonreía feliz y la cara redonda se le arrugaba como un crepé al imaginar el regreso de Wilma, al día siguiente. Iría a recogerla a la estación de trenes de Newark. Ella le preguntaría si habían estado cerca del billete ganador. «¿Hemos acertado dos números? ¿Tres?». Él le diría que no habían sacado ni un solo número de la combinación ganadora. Cuando llegaran a casa, su mujer encontraría una media colgada de la repisa de la chimenea, como acostumbraban a hacer los primeros años de casados. En aquella época, Wilma llevaba medias y portaligas. En la actualidad usaba panties talla extra grande, de modo que se vería obligada a meter la mano hasta llegar a la punta del pie para encontrar el billete. Él le diría: «Sigue buscando. Ya verás cuando encuentres la sorpresa». Se la imaginaba como si la estuviera viendo; se pondría a dar chillidos de alegría y le echaría los brazos al cuello.

Cuarenta años atrás, cuando se casaron, Wilma era una jovencita muy guapa. Conservaba una cara bonita y tenía el cabello rubio claro y rizado. No tenía el mismo tipo de actriz de Loretta, pero a él le gustaba así. En ocasiones se enfadaba con él porque de vez en cuando le gustaba empinar el codo en compañía de los muchachos pero, por lo demás, Wilma era una mujer de primera. Y vaya Navidades pasarían ese año. Tal vez la llevaría a la peletería de Fred para comprarle un abrigo de mutón o algo por el estilo.

Reflexionando acerca del placer que le reportaría semejante prueba de generosidad, Ernie pidió su cuarto Seven and Seven. De pronto se percató de que Loretta Thistlebottom se encontraba enfrascada en un extraño ritual. Una vez por minuto posaba en el cenicero el cigarrillo que tenía en la mano derecha y dejaba en la barra la jarra de cerveza que sostenía en la izquierda para rascarse vigorosamente la palma, los dedos y el dorso de la mano derecha con las largas y afiladas uñas de la izquierda. Ernie notó que tenía la mano inflamada, muy roja y cubierta de ampollitas de aspecto desagradable.

Era tarde y la gente comenzaba a marcharse. La pareja que estaba sentada junto a Ernie, y en ángulo recto con respecto a Loretta, abandonó el bar. Al sentir que Ernie la observaba, Loretta se encogió de hombros y dijo:

—Hiedra venenosa. ¿Te imaginas, hiedra venenosa en diciembre? La tonta de la hermana de Jimbo decidió que tenía maña para la jardinería y obligó al infeliz de su marido a que redujera la cocina para construir un invernadero. ¿Y adivina qué se le ocurre plantar? Hierbas y hiedra venenosa. Mira que se necesita talento…

Loretta se encogió de hombros, volvió a coger la jarra de cerveza, el cigarrillo y prosiguió:

—¿Qué tal estás, Ernie? ¿Alguna novedad en tu vida?

—No demasiadas —respondió Ernie, cauteloso.

Loretta lanzó un suspiro y dijo:

—Yo tampoco. Lo mismo de siempre. Jimbo y yo ahorramos para irnos de aquí el año que viene cuando él se jubile. Todo el mundo comenta que Fort Lauderdale es un sitio realmente estupendo. Jimbo lleva tantos años conduciendo camiones que le han salido almorranas. Me canso de repetirle que podría ayudarle trabajando como camarera, que sacaría un montón de dinero, pero él no quiere que nadie me corteje.

Loretta se rascó la mano contra la barra y sacudió la cabeza.

—Imagínate, después de veinticinco años de casados, Jimbo sigue pensando que todos los hombres del mundo me desean. La verdad es que me gusta que sea así, pero llega un momento en que resulta incordiante.

Loretta lanzó un suspiro cargado de aburrimiento y añadió:

—Jimbo es el tipo más apasionado que he conocido en mi vida, lo que ya es decir mucho. Mi madre comentaba siempre que un buen revolcón es mucho mejor cuando entre el colchón y los muelles hay una cartera repleta de dinero.

—¿Tu madre comentaba eso?

La practicidad del comentario dejó perplejo a Ernie. Se puso a beber despacio su cuarto Seven and Seven.

—Era una mujer muy divertida que llamaba a las cosas por su nombre —repuso Loretta asintiendo con la cabeza—. ¡Al diablo con todo! Tal vez algún día me toque la lotería.

La tentación era demasiado grande. Ernie se deslizó por los dos taburetes vacíos tan veloz como se lo permitió su cuerpo bajo de forma.

—Lástima que no tengas la misma suerte que yo —le susurró.

De pronto, Lou el tabernero gritó: «Muchachos, va el último aviso». Ernie se dio unas palmaditas en el pecho «prodigioso», justo encima del corazón, y añadió:

—Como suelen decir, Loretta, la cruz te indica el sitio. En el sorteo especial de Navidad hubo dieciséis billetes ganadores. Y uno de ésos lo llevo prendido aquí, en la camiseta.

Ernie notó que la lengua se le resecaba. Su voz se convirtió en un susurro furtivo.

Dos millones de dólares. ¿Qué te parece?

Se llevó el dedo a los labios y guiñó un ojo.

Loretta soltó el cigarrillo y dejó que se quemara sobre la largamente castigada superficie de la barra.

—¡Estás de guasa!

—No estoy de guasa. Nada de eso. —Ernie hacía verdaderos esfuerzos por hablar—. Wilma y yo jugamos siempre al mismo número, uno, nueve, cuatro, siete, cinco, dos. Mil novecientos cuarenta y siete porque fue el año en que acabé la escuela secundaria. Y el cincuenta y dos porque fue el año en que nació la pequeña Willie.

Su sonrisa triunfal dejó bien claro que no mentía.

—Lo más increíble de todo es que Wilma todavía no lo sabe. Ha ido a visitar a su hermana Dorothy y no regresará hasta mañana.

Ernie buscó con precipitación la billetera y pidió la cuenta. Lou se acercó y se lo quedó mirando mientras Ernie hacía equilibrios sobre el suelo que, de repente, parecía haber adquirido vida propia.

—Espera un momento, Ernie —le ordenó Lou—. Vas muy cargado. Te llevaré en coche en cuanto cierre. Tendrás que dejar el tuyo aquí.

Ofendido, Ernie se dirigió hacia la puerta. Lou insinuaba que estaba borracho. Qué cara más dura. Ernie abrió la puerta del lavabo de señoras y estaba ya metido en un retrete cuando se dio cuenta de su error.

Bajándose del taburete, Loretta anunció rápidamente:

—Lou, yo le llevaré. Vive a dos manzanas de mi casa.

Lou arrugó la frente y repuso:

—A Jimbo no le hará gracia.

—Pues no se lo digas.

Se quedaron mirando a Ernie mientras este salía con paso inseguro del lavabo de señoras.

—Por el amor de Dios, ¿acaso crees que va a propasarse conmigo? —le preguntó con sorna.

Lou tomó una decisión y dijo:

—Me estás haciendo un favor, Loretta. Pero no se lo cuentes a Jimbo.

Loretta soltó uno de sus gritos exagerados y le preguntó:

—¿Estás loco? ¡No iba a jugarme mis nuevas fundas dentales! ¡Hasta el año que viene no acabaremos de pagarlas!

Ernie oyó a sus espaldas un clamor de voces y risas. De pronto se encontró fatal. El dibujo moteado de las baldosas comenzó a bailar y ante sus ojos empezó a girar un repugnante torbellino de puntos. Sintió que alguien lo cogía del brazo.

—Te llevaré a casa, Ernie.

Ernie reconoció la voz de Loretta a pesar del rugido que notaba en los oídos.

—Eres muy, amable, Loretta —masculló—. Se me ha ido la mano con la celebración.

Tuvo la vaga idea de que Lou le decía que tomara una copa de Navidad, que invitaba la casa, en el instante en que se disponía a ir a buscar el coche.

En el viejo «Bonneville Pontiac» de Loretta, apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. No cayó en la cuenta de que se encontraban en la avenida que conducía a su casa hasta que Loretta lo sacudió para que despertara.

—Dame la llave, Ernie. Te ayudaré a entrar.

Pasándole el brazo por los hombros lo ayudó a subir por el sendero. Ernie oyó el ruido de la llave en la cerradura y notó que sus pies lo conducían por la sala hasta llevarlo al final del corto pasillo.

—¿Cuál es?

—¿Cuál es? —Ernie no podía mover la lengua.

—¿Cuál es tu dormitorio? —Inquirió Loretta con irritación—. Venga, Ernie, que no eres precisamente una pluma. Ah, olvídalo. Tiene que ser el otro. Éste está lleno de esas estatuas de pájaros que hace tu hija. Vaya, no te desharías de ellas ni regalándolas como promoción en un manicomio. Hay que estar loco para que te gusten.

Ernie sintió una oleada de resentimiento instintivo al oír el comentario negativo que Loretta hizo sobre su hija Wilma, la pequeña Willie como la llamaba él. La pequeña Willie tenía verdadero talento. Algún día llegaría a ser una escultora famosa. Había vivido en Nuevo México desde que abandonó sus estudios en 1968 y se mantenía trabajando por las noches como camarera en un «McDonald's». Durante el día hacía cerámica y esculpía aves.

Ernie notó que le daban la vuelta y lo empujaban hacia abajo. Se le doblaron las rodillas y oyó el chirrido familiar del colchón de muelles. Suspiró aliviado y al mismo tiempo que se estiraba quedó dormido.

*****

Wilma Bean y su hermana Dorothy habían pasado un día agradable. Siempre que fuera en pequeñas dosis, Wilma disfrutaba en compañía de su hermana Dorothy, que tenía sesenta y tres años y le llevaba cinco. El problema radicaba en que Dorothy era muy testaruda y se mostraba sumamente crítica con Ernie y la pequeña Willie, y a Wilma no le hacía mucha gracia. Pero sentía lástima de su hermana. El marido de Dorothy la había abandonado hacía diez años para darse la gran vida con su segunda esposa, una instructora de karate. Dorothy no se llevaba bien con su nuera. Seguía trabajando medio día como cobradora de una compañía de seguros, y, como le decía a menudo a Wilma: «a mí no me cuelan una sola reclamación falsa».

A la gente le costaba creer que fueran hermanas. Tal como Ernie la describía, Dorothy era como un número once, toda espigada hacia arriba y luego hacia abajo; llevaba el pelo fino y grisáceo recogido en un moño apretado sobre la nuca. Ernie solía decir que debían haberle dado el papel de Carrie Nation, porque habría estado soberbia con un hacha en la mano. Wilma era consciente de que Dorothy seguía sintiendo celos de ella porque era la más guapa y, aunque había engordado, su cara apenas tenía arrugas y parecía la de siempre. No obstante, Wilma sostenía que los lazos de sangre pueden más que la distancia y que pasar un fin de semana en Filadelfia cada cuatro meses, sobre todo cuando faltaba poco para Navidades, resultaba agradable.

La tarde en que se celebró el sorteo de la lotería, Dorothy recogió a Wilma en la estación de tren. Almorzaron tarde en un «Burger King» y luego pasearon en coche por el barrio donde se había criado Grace Kelly. Las dos habían sido fieles admiradoras de la actriz. Después de aclarar que estaban de acuerdo en que el príncipe Alberto debía casarse, que la princesa Carolina había sentado la cabeza y estaba haciendo un buen papel, y que a la princesa Estefanía había que encerrarla en un convento para que allí la hicieran entrar en vereda, fueron a ver una película y después se dirigieron al apartamento de Dorothy. Había preparado un pollo y durante la cena aprovecharon para cotillear.

Dorothy se quejó de que su nuera no tenía idea de cómo criar a un hijo y que era demasiado cabezota para aceptar la más bienintencionada de las sugerencias.

—Al menos tú ya tienes nietos —comentó Wilma suspirando—. La pequeña Willie no da señales de querer casarse. Está entregada en cuerpo y alma a su carrera de escultora.

—¿Qué carrera de escultora? —espetó Dorothy.

—Si pudiéramos pagarle un buen profesor —suspiró Wilma pasando por alto la pregunta de su hermana.

—Ernie no debería animar a Willie —comentó Dorothy, brutal—. Dile que no arme tanto alboroto por esos trastos que os envía. Tu casa parece la pajarera de un demente. ¿Qué tal está Ernie? Espero que lo mantengas alejado de los bares. Recuerda bien lo que te digo. Tiene todos los números para convertirse en alcohólico. No hay más que ver los capilares rotos de su nariz.

Wilma recordó las inmensas cajas con regalos de Navidad que les había enviado días atrás la pequeña Willie. Llevaban unas etiquetas con la inscripción No abrir hasta Navidades y llegaron acompañadas de una nota. «Mamá, espera a ver éstas. Ahora me dedico a los pavos reales y a los loros». Wilma recordó también la fiesta navideña para el personal de las «Galerías Compre Usted Aquí» celebrada noches atrás; Ernie se había emborrachado y le había pellizcado el trasero a una de las camareras.

Wilma sabía que Dorothy tenía razón cuando le comentaba que a Ernie le gustaba empinar el codo, pero aun así, le molestaba que lo dijera.

—Aunque sea cierto que Ernie se pone tonto cuando ha bebido una copa de más, en lo de la pequeña Willie te equivocas por completo. La chica tiene verdadero talento y cuando me toque el gordo, la ayudaré a probarlo.

Dorothy se sirvió otra taza de té.

—Supongo que seguirás gastando dinero en billetes de lotería.

—Claro que sí —repuso Wilma alegremente pugnando por contener su buen humor—. Esta noche es el sorteo especial de Navidad. Si estuviera en casa, me verías pegada al televisor y rezando.

—¡La combinación de números que jugáis es ridícula! Uno, nueve, cuatro, siete, cinco, dos. Comprendo que utilices el año en que nació tu hija, ¿pero el año en que Ernie terminó la escuela secundaria? Qué ridiculez.

Wilma nunca le había contado que Ernie había tardado seis años en acabar sus estudios secundarios y que su familia lo celebró con una fiesta a la que invitaron a todo el vecindario. «La mejor fiesta de mi vida —decía él frecuentemente con el rostro iluminado al recordarlo—. Hasta vino el alcalde».

De todas maneras, a Wilma le gustaba la combinación de números. Estaba absolutamente convencida de que algún día ganarían mucho dinero. Después de dar las buenas noches a su hermana, y jadeando por el esfuerzo de hacerse la cama en el sofá donde dormía cuando la visitaba, pensó que, con los años, Dorothy se volvía cada vez más avinagrada. Además, hablaba sin parar, no le extrañaba que su nuera la tachara de «pelma insoportable».

Al día siguiente a mediodía, Wilma bajó del tren en la estación de Newark, donde Ernie debía ir a recogerla. Cuando se dirigía al punto de encuentro en la entrada principal de la estación, se asustó de encontrar allí a Ben Gump, el vecino.

Corrió hacia Ben con el cuerpo tenso de miedo.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Dónde está Ernie?

El fino rostro de Ben se iluminó con una sonrisa reconfortante.

—Tranquila, Wilma, todo está en orden. Ernie se levantó con un poco de catarro o algo así. Me pidió que viniera a recogerte. Mira, no tengo nada que hacer más que ver cómo crece la hierba.

Ben lanzó una sonora carcajada después de pronunciar la ingeniosa frase que desde su jubilación se había convertido en la más habitual.

—Un catarro —repitió Wilma, burlona—. Le voy a dar yo catarro.

Ernie era un hombre razonablemente discreto y Wilma no encontraba el momento de volver tranquilamente a casa. Consciente de que iba a perder a su audiencia cautiva, esa mañana, durante el desayuno, Dorothy se había dedicado a verter una cascada de ácidos comentarios que a Wilma le provocaron dolor de cabeza.

Ben conducía a paso de caracol y no paraba de contar historias; para alejarse de aquella monotonía, Wilma se puso a pensar en lo agradable y emocionante que sería llegar a casa y consultar el periódico para cotejar los resultados de la lotería. 1-9-4-7-5-2. 1-9-4-7-5-2, repitió en su interior. Era una tontería. El sorteo ya había pasado, pero aun así, tenía una corazonada. Claro que Ernie la habría llamado si se hubieran acercado al número, aunque hubieran acertado tres o cuatro de los seis números, le habría hecho saber que su suerte comenzaba a cambiar.

Advirtió que el coche no estaba aparcado en la entrada y de inmediato adivinó el porqué. Seguramente estaría aparcado delante del «Bar Armonía». En la puerta logró deshacerse de Ben Gump; le agradeció con entusiasmo el haberla recogido, pero no le prestó atención alguna cuando comentó que le apetecía una taza de café. Wilma entró y fue directamente al dormitorio. Tal como esperaba, encontró a Ernie metido en la cama. Estaba tapado hasta la punta de la nariz. Con sólo un vistazo supo que tenia una resaca monumental.

—Cuando el gato no está, los ratones bailan —comentó, con un suspiro—. Espero que sientas la cabeza como una piedra del tamaño de un globo.

Era tal su enfado que tiró el pelícano de metro veinte de altura, regalo de la pequeña Willie para el Día de Acción de Gracias, colocado en una mesa que había antes de entrar en el dormitorio. Cayó al suelo en medio de un gran estrépito arrastrando el florero de cerámica, una obra anterior de la pequeña Willie, y el arreglo de clavellinas y flores de pascua que Wilma había preparado laboriosamente para Navidad.

Recoger el florero roto, volver a ordenar las flores y colocar en la mesa el pelícano, al que le faltaba un trozo de ala, colocó a Wilma al borde de la histeria.

Pero con sólo pensar en el momento mágico en que sabría lo cerca que estuvieron de ganar la lotería, de descubrir quizá que en esa ocasión habrían fallado por poco, le devolvió su buen humor habitual. Se preparó una taza de café y una tostada de canela antes de sentarse a la mesa de la cocina y abrir el periódico.

Dieciséis afortunados ganadores comparten treinta y dos millones de dólares, rezaba el titular.

Dieciséis afortunados ganadores. Ay, quién pudiera ser uno de ellos. Wilma puso la mano sobre la combinación ganadora y la fue retirando poco a poco, para leer los números dígito por dígito. De ese modo era más divertido.

Uno, nueve, cuatro, siete, cinco…

Contuvo el aliento. Sintió que la cabeza le latía. ¿Era posible? Con el alma en vilo, apartó la mano y el último número quedó a la vista.

Dos.

El grito que lanzó y el ruido que hizo la silla al caer al suelo hicieron que Ernie se sentara de golpe en la cama. Había llegado el día del juicio final.

Wilma corrió al dormitorio con el rostro transfigurado.

—Ernie, ¿por qué no me lo has dicho? ¡Tenemos el billete!

Ernie agachó la cabeza y con un susurro apenas audible contestó:

—Lo he perdido.

*****

Loretta sabía que tarde o temprano aquello se produciría. Aun así, al ver a Wilma Bean avanzar por el sendero de cemento cubierto de nieve, seguida por un apático y abatido Ernie, sintió auténtico miedo. «Olvídalo —se dijo Loretta—. No tienen dónde agarrarse». Interiormente se repetía que había borrado las huellas por completo; entretanto, Wilma y Ernie subían los escalones que llevaban al porche entre dos arbustos que Loretta había adornado con decenas de luces navideñas. Había ensayado la historia. Había llevado a Ernie hasta la puerta de su casa. Quienes sabían lo celoso que era el grandullón de Jimbo entenderían el hecho de que Loretta no entrara en casa de otro hombre en ausencia de su mujer.

Cuando Wilma le preguntara por el billete, Loretta respondería: «¿Qué billete?» Ernie no le había comentado nada sobre ningún billete. Además, no estaba en condiciones de decir nada sensato. Pregúntale a Lou. Después de un par de copas, Ernie llevaba una cogorza que no se aguantaba. Seguramente antes se habría detenido en algún otro bar.

¿Había comprado Loretta un billete de lotería para el sorteo especial de Navidad? Claro que sí. ¿Quieres verlos? Todas las semanas, cuando se acordaba, compraba unos cuantos. Nunca en el mismo sitio. A veces en la tienda de licores, otras en la librería. Por probar suerte. Y siempre números que se le ocurrían de repente.

Loretta se rascó la mano derecha con furia. Maldita erupción… Había ocultado el billete ganador con el número 1-9-4-7-5-2 en el azucarero de su mejor vajilla. Se disponía de un año para cobrar los premios. Justo antes de que pasara el plazo encontraría el billete «por casualidad». No importaba que Wilma y Ernie se desgañitaran diciendo que les pertenecía…

Sonó el timbre. Loretta se dio unas palmaditas en el cabello dorado brillante, peinado con desenfado, se enderezó las hombreras del jersey de relucientes lentejuelas y a toda prisa se dirigió al pequeño vestíbulo. Al abrir la puerta esbozó una sonrisa de oreja a oreja, sin reparar en que sonreír demasiado no sentaba bien a su cutis. La cara empezaba a llenársele de arrugas, un problema genético de familia. Andaba siempre muy preocupada porque a los sesenta, su madre tenía la cara como si hubiese pasado nueve días bajo la lluvia.

—¡Wilma, Ernie, qué sorpresa tan agradable! —exclamó—. Pasad, pasad.

Loretta decidió ignorar el hecho de que ni Wilma ni Ernie devolvieron el saludo, que ninguno de los dos se molestó en quitar la nieve de sus zapatos en el felpudo del vestíbulo que invitaba específicamente a hacerlo y que sus rostros no lucían sonrisas navideñas, acordes con el recibimiento que acababa de dispensarles.

Wilma no aceptó sentarse cuando la invitó a hacerlo, ni tampoco la taza de té ni el Bloody Mary[2]. Planteó el problema con toda claridad. Ernie tenía un billete de lotería premiado con dos millones de dólares. Se lo había comentado a Loretta en el «Bar Armonía». Loretta lo había acompañado a casa desde el «Armonía» y lo había llevado a su dormitorio. Cuando Ernie se quedó dormido, el billete desapareció.

En 1945, antes de convertirse en bailarina profesional, Loretta había estudiado arte dramático en la Escuela Sonny Tufts para actores. Echando mano de aquella experiencia de años atrás, convincente y sincera, interpretó ante Wilma y Ernie el papel ensayado. Ernie jamás le había dicho nada sobre el billete ganador. Ella se limitó a llevarlo a casa para hacerle un favor a él y a Lou. Lou no podía dejar el bar, además, era tan pequeñajo que habría sido incapaz de quitarle a Ernie las llaves del coche.

—Menos mal que me dejaste conducir —dijo Loretta, indignada, dirigiéndose a Ernie—. Arriesgué la vida al dejar que roncaras todo el trayecto de regreso en mi coche.

Se volvió hacia Wilma y de mujer a mujer le recordó:

—Ya sabes lo celoso que es Jimbo. Será tonto, el hombre. Ni que tuviera dieciséis años. Ni loca entro yo en tu casa, Wilma, a menos que estés tú presente. Ernie se emborrachó muy de prisa en el «Armonía». Pregúntaselo a Lou. ¿No te detuviste antes en algún otro sitio y le hablaste a alguien del billete?

Loretta se felicitó al notar la duda y la confusión reflejada en sus rostros. Pocos minutos más tarde se marcharon.

—Espero que lo encontréis. Rezaré por vosotros —prometió piadosamente.

Se negó a estrecharles la mano y le explicó a Wilma que la tonta de su cuñada había plantado hiedra venenosa en su invernadero.

—Venid a tomar una copa con Jimbo y conmigo antes de Navidad —los invitó—. Volverá a las cuatro de la tarde del día de Nochebuena.

*****

Una vez en casa, sentada sombríamente delante de una taza de té, Wilma dijo:

—Miente. Sé que miente, ¿pero quién podría probarlo? Ya se han presentado quince ganadores. Falta uno y tiene un año para reclamar el premio.

Unas lágrimas imperceptibles de frustración le bajaron por las mejillas.

—Le contará a todo el mundo que acostumbra comprar un billete de vez en cuando en distintos lugares. Se pasará las próximas cincuenta y una semanas diciéndoselo a todo el mundo y entonces, ¡eureka!, encontrará el billete que no recordaba tener.

Sumido en un abatido silencio, Ernie contemplaba a su mujer. Ver llorar a Wilma era un espectáculo insólito. Se le enrojeció la cara y la nariz le empezó a moquear; Ernie le dio su pañuelo rojo. Con un brusco ademán tiró un colibrí de cerámica que había en el estante situado a sus espaldas. El pico del colibrí se hizo añicos sobre las baldosas del comedor, lo cual provocó en Wilma un nuevo gemido de pena.

—Mi gran esperanza era que la pequeña Willie pudiera dejar de trabajar por las noches en el «McDonald's» para dedicarse únicamente a estudiar y a esculpir sus pájaros —dijo Wilma entre sollozo y sollozo—. Y ya ves, mi gozo en un pozo.

Para estar completamente seguros, fueron al «Trébol Amigo», cerca de las galerías «Compre Usted Aquí» de Paramus. El tabernero de la tarde les confirmó que Ernie había estado allí la noche anterior alrededor de las doce, se había tomado dos o tres copas, pero no había dicho ni pío a nadie.

—Se limitó a permanecer ahí sentado sonriendo como el gato que se zampó al canario.

Después de la cena en la que ninguno de los dos probó bocado, Wilma revisó con cuidado la camiseta de Ernie, que aún conservaba el imperdible.

—Ni siquiera se molestó en abrir el imperdible —dijo Wilma con amargura—. Metió la mano y lo arrancó.

—¿Podemos demandarla? —sugirió Ernie para tantear el terreno.

A medida que transcurría el tiempo se daba cuenta de la enormidad de su estupidez. ¡Mira que emborracharse e ir a contárselo todo a Loretta!

Demasiado cansada para contestarle, Wilma abrió la maleta que todavía no había deshecho y buscó el camisón de franela.

—Nos queda el recurso de demandarla —repuso con tono sarcástico—, por tener una mente ágil cuando trata con un borracho. Apaga la luz, duérmete y deja de rascarte de una maldita vez. Me estás volviendo loca.

Ernie se rascaba el pecho en la zona cercana al corazón.

—Es que me pica —objetó.

Al cerrar los ojos, Wilma estaba tan cansada que se durmió en seguida, pero soñó con billetes de lotería que flotaban en el aire como copos de nieve. De vez en cuando la despertaban los movimientos agitados de Ernie, quien acostumbraba a dormir como un oso en estado de hibernación.

El día de Nochebuena amaneció gris y apagado. Wilma caminaba por la casa desganadamente cumpliendo con el ritual de colocar regalos debajo del árbol. Las dos cajas de la pequeña Willie… Si no hubieran perdido el billete premiado, podrían haberla invitado a pasar las Navidades. Tal vez no hubiera aceptado. La pequeña Willie consideraba el ambiente suburbano de clase media como una trampa. En ese caso, Ernie podría haber dejado su empleo y habrían ido a verla a Arizona. Además, Wilma se habría comprado el televisor de cuarenta pulgadas que tanto la impresionara la semana anterior en el «Trader Horn's». «Imagina lo que sería ver a J. R. en una pantalla de cuarenta pulgadas», pensó.

En fin. A lo hecho, pecho. La cosa no tenía remedio. Ernie le había contado que de no haber perdido el billete, lo habría metido en sus panties colgados de la repisa de la falsa chimenea. Wilma trató de no imaginar la alegría que le habría dado encontrar el billete allí dentro.

No fue amable con Ernie, que seguía con resaca y telefoneó al trabajo para avisar que faltaría por segundo día consecutivo. Le dijo exactamente dónde podía meterse la jaqueca…

A media tarde, Ernie entró en él dormitorio y cerró la puerta. Al cabo de un rato, Wilma se alarmó y entró también. Se lo encontró sentado en el borde de la cama, se había quitado la camisa y se rascaba el pecho lastimeramente.

—Estoy bien —dijo con una expresión de avergonzado, que parecía instalada para siempre en el rostro—. Pero tengo unos picores insoportables.

Algo aliviada de que Ernie no hubiera encontrado el modo de suicidarse, Wilma le preguntó irritada:

—¿Por qué diablos tienes tantos picores? Todavía no ha llegado la época de tus alergias. Bastante tengo con oírte hablar de ellas todo el verano.

Examinó de cerca la piel inflamada.

—Por el amor de Dios, pero si es una erupción provocada por hiedra venenosa. ¿Dónde diablos has cogido eso?

Hiedra venenosa.

Se miraron fijamente.

Wilma cogió la camiseta de Ernie de lo alto del tocador. La había dejado allí, con el imperdible todavía puesto; de él colgaba un trocito de billete, testigo silencioso y hostil de la estupidez de su marido.

—Póntela —le ordenó.

—Pero…

—¡Qué te la pongas!

De inmediato se dieron cuenta de que la erupción provocada por la hiedra estaba centrada en el sitio exacto en el que había ocultado el billete.

—Será mentirosa la bailarina esa. —Wilma hizo una mueca y enderezó los hombros—. Dijo que Jimbo regresaría a eso de las cuatro, ¿no?

—Creo que sí.

—Bien. No hay nada como un comité de bienvenida.

A las tres y media aparcaron delante de la casa de Loretta. Tal como esperaban, el camión articulado de dieciséis ruedas de Jimbo todavía no había llegado.

—Nos quedaremos aquí sentados un rato, así pondremos nerviosa a esa desgraciada —sentenció Wilma.

Notaron que las persianas de la casa de Loretta se agitaban erráticamente. A las cuatro menos tres minutos, Ernie señaló nerviosamente con la mano y dijo:

—Mira, en el semáforo. El camión de Jimbo.

—Vamos —le ordenó Wilma.

Loretta abrió la puerta con otra de sus sonrisas de oreja a oreja. Con sombría satisfacción, Wilma comprobó que era una sonrisa extremadamente tensa.

—Ernie. Wilma. Qué bien. ¿Habéis venido a tomar una copa para celebrar las fiestas?

—Ya la tomaré más tarde —le contestó Wilma—. Y será para celebrar la recuperación de nuestro billete. ¿Qué tal tienes la erupción de hiedra venenosa, Loretta?

—Se me está pasando. No me gusta tu tono de voz, Wilma.

—Es una verdadera pena.

Wilma pasó junto al sofá tapizado en cuadros rojos y negros, se dirigió a la ventana y abrió la persiana.

—Vaya, ¿qué te parece? Aquí viene Jimbo. Imagino que los dos tórtolos estarán deseando estrecharse entre sus brazos. Se pondrá furioso cuando le diga que voy a demandarte por andar tonteando con mi marido.

—¿Que yo qué?

El tono morado con el que Loretta se había pintado cuidadosamente los labios se tornó más oscuro cuando la cara le palideció de golpe.

—Ya me has oído. Y tengo pruebas. Ernie, quítate la camisa. Enséñale la erupción a esta ladrona de maridos.

—Erupción —gimió Loretta.

—Por hiedra venenosa, igual que tú. Le empezó en el pecho cuando le metiste la mano debajo de la camiseta para quitarle el billete. Vamos, niégalo. Dile a Jimbo que no sabes nada del billete, que Ernie y tú sólo pretendíais engañarnos un poco.

—Es mentira. ¡Fuera de aquí! Ernie, no te desabroches la camisa.

Desesperada, Loretta le agarró las manos a Ernie.

—Cielos, qué corpulento es Jimbo —dijo Wilma con tono de admiración cuando lo vio bajar del camión. Le hizo señas—. Un hombre realmente fuerte.

Se dio media vuelta y ordenó a su marido:

—Ernie, quítate también los pantalones.

Wilma dejó caer la persiana y se dirigió de prisa hacia Loretta.

—La erupción le llega hasta ahí —le susurró.

—Dios mío. Es mi fin. Es mi fin. ¡No te quites los pantalones!

Loretta salió corriendo hacia el diminuto comedor, abrió el estante donde guardaba los restos de la vajilla de su madre. Con manos temblorosas buscó el azucarero. Se le cayó al suelo y se hizo añicos. Luego cogió el billete de lotería. Jimbo giraba la llave en la cerradura mientras ella le entregaba apresuradamente el billete a Wilma.

—Marchaos. Y no digáis nada.

Wilma se sentó en el sofá de cuadros rojos y negros.

—Se extrañaría mucho si nos viera salir corriendo. Ernie y yo aceptaremos la copa que nos ofreciste para celebrar las fiestas.

*****

En las casas de su manzana habían colocado muñecos de Papá Noel en los tejados, ángeles en los jardines y guirnaldas de luces en las ventanas. Llegaron a casa con una sonrisa pacífica. Wilma se dio cuenta entonces de lo bonito que estaba el barrio. Cuando entraron entregó el billete a Ernie y le dijo:

—Mételo en mi media como pensabas hacer.

Entró mansamente en el dormitorio, eligió los panties preferidos de su mujer: los blancos con brillantitos. Wilma buscó en el cajón de su marido y sacó uno de sus calcetines de rombos, algo gastados, porque no era muy buena tejedora, pero aun así eran los mejores. Cuando estaban clavando con chinchetas las medias y el calcetín en la repisa de la falsa chimenea, Ernie le dijo con un débil murmullo:

—Wilma, no tengo una erupción ahí abajo.

—Ya sé que no, pero el truco surtió efecto. Anda, pon el billete en mis medias que yo pondré tu regalo en el calcetín.

—¿Me has comprado un regalo? ¿Después de todo el lío que he montado? Oh, Wilma.

—No, no te lo he comprado. Lo he sacado del botiquín y le he puesto un lazo.

Con una sonrisa feliz, Wilma dejó caer el frasco de Talquistina en el calcetín de rombos de Ernie.