FONTANERÍA PARA WILLY

Si Alvirah Meehan hubiera podido echar un vistazo en una bola de cristal y contemplar los acontecimientos de los diez días siguientes, habría cogido a Willy de la mano y habría salido corriendo de la sala verde. Pero se quedó sentada charlando con los demás invitados del programa de Phil Donahue. El tema del día no eran las orgías sexuales ni los esposos maltratados, sino la gente que había arruinado su vida después de ganar mucho dinero en la lotería.

El programa de Donahue se había puesto en contacto con el grupo de apoyo a los ganadores de lotería y habían elegido a los invitados que representaban los casos más graves. La entrevistadora les comentó a Alvirah y Willy que ellos harían de contrapunto a los demás. «Cualquiera sabe a qué se referirá», le dijo Alvirah a Willy al finalizar la entrevista inicial.

Especialmente para el programa, Alvirah se había teñido el cabello en un tono fresa que le suavizaba los rasgos. Por la mañana, Willy le había dicho que tenía el mismo aspecto que cuando se conocieron en el baile de los Caballeros de Colón, hacía más de cuarenta años. La baronesa Min von Schreiber había viajado expresamente a Nueva York desde el balneario de Cypress Point en Pebble Beach, para elegir el traje que Alvirah luciría en el programa.

—Acuérdate de comentar que lo primero que hiciste cuando ganaste la lotería fue venir al balneario —le advirtió a Alvirah—. Con esta maldita crisis, el negocio está medio parado.

Alvirah vestía un traje de seda azul claro, una blusa blanca y su inconfundible broche en forma de sol. Deseó haber adelgazado los diez kilos acumulados en el viaje que habían hecho a España en el mes de agosto, pero a pesar de eso, Alvirah sabía que tenía buen aspecto. Según ella, muy bueno. Con su mandíbula ligeramente prominente y su corpachón, no se hacía ilusiones de que la llamaran para participar en el concurso de belleza para señoras maduras.

Participaban también otros dos grupos de invitados; tres trabajadores de una fábrica de panties que seis años antes habían compartido un premio de diez millones de dólares. Se habían sentido tan afortunados que decidieron comprar caballos de carreras y lo perdieron todo. Los cheques que les quedaban por cobrar les servirían para pagar a los Bancos y al Tío Sam. Los otros ganadores, una pareja que había conseguido dieciséis millones de dólares, compraron un hotel en Vermont y tenían que trabajar como bestias siete días a la semana para tratar de cubrir gastos. Las pocas ganancias que sacaban las invertían en poner anuncios clasificados para tratar de deshacerse del hotel.

Una ayudante entró para conducirles al estudio.

Alvirah se había acostumbrado a salir en televisión. Había aprendido a sentarse de lado para parecer más delgada. No llevaba joyas voluminosas que pudieran rozar el micrófono. Hablaba con frases cortas.

Willy, por su parte, jamás se acostumbraría a la presencia del público. A pesar de que Alvirah le aseguraba siempre que era un hombre muy apuesto y que la gente lo confundía con Tip O'Neil, se sentía más feliz con una llave inglesa en la mano arreglando una tubería perforada. Willy era fontanero nato.

Donahue comenzó el programa con su voz jovial e incrédula.

—¿Les parece a ustedes posible que después de ganar millones de dólares en la lotería sea necesario recurrir a un grupo de apoyo? ¿Les parece posible que una persona esté en bancarrota a pesar de recibir cada mes unos sustanciosos cheques?

—¡No! —gritó obediente el público del estudio.

Alvirah se acordó de esconder la barriga, luego cogió a Willy de la mano y los dos entrelazaron los dedos. No quería que pareciera nervioso cuando saliera en pantalla. Los estarían viendo muchos familiares y amigos. Cordelia, la monja, hermana mayor de Willy, había invitado al convento a un montón de religiosas jubiladas para que vieran el programa.

Tres hombres que veían el programa con ávido interés no se encontraban entre los televidentes habituales de Donahue. Sammy, Clarence y Tony acababan de salir de una prisión de máxima seguridad cerca de Albany, donde habían estado alojados durante doce años como invitados del Estado por su participación en el atraco a mano armada a un camión de la empresa «Brink's». Por desgracia para ellos nunca llegaron a gastar los seiscientos mil dólares del botín. Al coche en el que huyeron le había explotado un neumático a una manzana de la escena del delito.

Después de pagar su deuda con la sociedad, buscaban una nueva forma de enriquecerse. A Clarence se le había ocurrido la idea de secuestrar al pariente de un agraciado ganador de lotería. Por eso estaban viendo el programa de Donahue en su miserable cuartucho del destartalado hotel «Lincoln Arms», situado en la esquina de la Novena Avenida con la Calle 40. Tony tenía treinta y cinco años, diez menos que sus compañeros. Al igual que su hermano Sammy, tenía el pecho portentoso y brazos fuertes. Sus ojos se escondían bajo los pliegues carnosos de sus párpados caídos. Llevaba desaliñada la abundante cabellera negra. Obedecía ciegamente a su hermano y éste obedecía a Clarence.

Clarence era completamente diferente de los otros dos. Bajito, delgado, con la voz suave, despedía un aura de frialdad. Inspiraba un miedo instintivo en la gente, y con razón. Clarence había nacido sin conciencia, y del registro de homicidios sin resolver habrían desaparecido unos cuantos si en la época que pasó en la cárcel se hubiera dedicado a hablar en sueños.

Sammy nunca había querido reconocer ante Clarence que el día antes del atraco a la empresa «Brink's», Tony había estado conduciendo como un loco el coche que utilizarían en la huida y que había pasado por una calle llena de cristales. Tony no habría vivido lo suficiente como para expresar su arrepentimiento de no haber revisado los neumáticos.

Uno de los ganadores de la lotería que había invertido en caballos de carreras se quejaba:

—En el mundo no había dinero suficiente para alimentar a esos jamelgos.

Sus compañeros asintieron vigorosamente.

—Esos infelices no saben sumar dos más tres —comentó Sammy con sorna y apagó el televisor.

—¡Eh!, espera un momento —espetó Clarence.

En ese instante hablaba Alvirah.

—No estábamos acostumbrados al dinero. Llevábamos una vida normal. Teníamos un piso de tres habitaciones en Flushing que seguimos manteniendo por si el Estado quiebra y nos dice que dejan de pagarnos los cheques. Yo antes me dedicaba a hacer limpiezas y Willy era fontanero, así que teníamos que ir con cuidado.

—Los fontaneros ganan una fortuna —protestó Donahue.

—Pero Willy no —repuso Alvirah esbozando una sonrisa—. Se pasaba la mitad del tiempo haciendo arreglos gratuitos en rectorías y conventos y para gente pobre. Ya sabe cómo son estas cosas. Sale muy caro mantener en buen funcionamiento fregaderos, retretes y bañeras, y Willy creía que de ese modo le facilitaba la vida a la gente. Y todavía continúa.

—Pero seguramente se habrán divertido con el dinero —sugirió Donahue—. Se la ve a usted muy bien arreglada.

Alvirah recordó que tenía que mencionar el balneario de Cypress Point y respondió que sí, que se divertían, que se habían comprado un apartamento en Central Park South. Que viajaban mucho. Que hacían donaciones. Que escribía artículos para el New York Globe y que, además, había tenido la suerte de resolver algunos crímenes. Siempre había deseado ser detective.

—No obstante —concluyó, tajante—, en los cinco años que han pasado desde que ganamos la lotería hemos ahorrado la mitad de cada cheque que cobramos. Tenemos todo el dinero en el Banco.

Clarence, seguido de Sammy y Tony, se unieron al sonoro aplauso en que irrumpió el público del estudio. Clarence esbozó entonces una leve sonrisa desprovista de alegría.

—Dos millones de dólares al año. Calculando que casi la mitad se va en impuestos, les queda algo más de un millón al año, y ahorran la mitad de esa cifra. Han de tener más de dos millones en el Banco. Con eso podremos arreglarnos una temporada.

—¿La raptamos? —inquirió Tony señalando la pantalla.

Clarence lo dejó tieso con una sola mirada.

—No, imbécil. Míralos bien. ¿No ves que él se agarra a la mujer como si fuera un salvavidas? Se hundiría e iría corriendo a la Policía. Secuestraremos al tipo. Ella es de las que seguirá nuestras órdenes y pagará el rescate con tal de recuperar a su marido. —Echó un vistazo a su alrededor y concluyó—: Espero que a Willy le guste estar con nosotros.

Tony frunció el ceño.

—Tendremos que vendarle los ojos. No quiero que me señale en una sesión de reconocimiento.

Sammy lanzó un suspiro y dijo:

—No te preocupes por eso, Tony. En cuanto consigamos la pasta, Willy Meehan arreglará escapes de agua en el fondo del río Hudson.

*****

Dos semanas más tarde, Alvirah estaba en Louis Vincent, el salón de belleza que había en la misma manzana de su apartamento de Central Park South.

—Desde que salí en el programa, recibo un montón de cartas —le contaba a Vincent—. ¿Sabías que hasta me ha llegado una del Presidente? Nos felicitó por la forma tan acertada en que manejamos nuestras finanzas. Según él somos un perfecto ejemplo de prosperidad planificada. Ojalá nos invitara a una cena en la Casa Blanca. Siempre he querido asistir a una. Bueno, tal vez algún día.

—Tú asegúrate de que sea yo quien te peine —le advirtió Vincent dando los últimos toques al peinado de Alvirah—. ¿Te vas a hacer las manos?

Más tarde, Alvirah supo que debía haber seguido la extraña corazonada que le dictaba volver a su apartamento. Debía haber llegado antes de que Willy se precipitara a subir en el coche con aquellos hombres.

Media hora más tarde, al verla el conserje, sonrió aliviado.

—Señora Meehan, debe de haber sido un error. Qué preocupado estaba su marido.

Alvirah escuchaba incrédula mientras José le contaba que Willy había salido corriendo del ascensor, con los ojos anegados en lágrimas. Exaltado le había explicado que Alvirah había tenido un ataque al corazón en la peluquería, tras lo cual salió como una exhalación hacia el hospital Roosevelt.

—Fuera lo esperaba un tipo en un «Cadillac» negro —le contó José—. Entró por la avenida cuando le abrí la puerta. El médico envió su propio vehículo a buscar al señor Meehan.

—Eso sí que me parece raro —dijo Alvirah en voz baja—. Iré inmediatamente al hospital.

—Avisaré a un taxi —dijo el conserje.

En aquel instante sonó el teléfono. Disculpándose con una sonrisa, contestó.

—Central Park South dos once —repuso, y luego escuchó con cara de asombro y añadió—: Es para usted, señora Meehan.

—¿Para mí?

Alvirah cogió el teléfono y con el corazón compungido oyó que una voz susurrante le decía:

—Alvirah, escúcheme bien. Dígale al conserje que su marido se encuentra bien. Que todo ha sido un malentendido. Que se reunirá con usted más tarde. Luego suba a su apartamento y espere nuestras instrucciones.

Willy había sido secuestrado. Alvirah lo sabía. «Dios santo», pensó.

—Ah, de acuerdo —logró decir—. Dígale a Willy que me reuniré con él dentro de una hora.

—Es usted una mujer muy lista, señora Meehan —susurró la voz.

Oyó entonces un clic. Alvirah se volvió hacia José.

—Ha sido un error. Pobre Willy.

Trató de reír.

José le sonrió.

—En Puerto Rico nunca había visto que un médico enviara su coche.

El apartamento estaba en el piso veintidós y tenía una terraza que daba a Central Park. Normalmente, Alvirah esbozaba una sonrisa en cuanto abría la puerta. Era muy bonito, e interiormente Alvirah se repetía que tenía buen gusto para los muebles. Los años que había pasado limpiando en las casas de los demás la habían convertido en una especie de decoradora de interiores.

Pero no la reconfortaron el sofá color marfil a tono con el diván, ni el cómodo sillón de Willy, ni la alfombra oriental en tonos rojos y azules, ni la mesa lacada en negro, ni las sillas del comedor, y ni siquiera los últimos rayos de sol planeando sobre las hojas otoñales del parque.

¿De qué serviría todo aquello si a Willy llegaba a pasarle algo? Deseó de todo corazón no haber ganado la lotería y encontrarse de nuevo en el apartamento de Flushing, situado sobre la sastrería de Orazio Romano. A esa hora habría vuelto de limpiar en casa de la señora O'Keefe, y bromeando le habría contado a Willy que a su jefa la habían vacunado: «No sabe estar callada, Willy. Si hasta me grita para que la oiga cuando paso la aspiradora. Menos mal que es una mujer ordenada, de lo contrario nunca terminaría con la faena».

Sonó el teléfono. Alvirah se precipitó sobre el supletorio de la sala, luego cambió de parecer y a toda prisa corrió al dormitorio donde tenía el magnetófono. Pulsó el botón de grabación y cogió el teléfono.

Era la misma voz susurrante de antes.

—¿Alvirah?

—Sí. ¿Dónde está Willy? Haga lo que haga, no lo lastimen.

Oyó unos ruidos de fondo, como de aviones despegando. ¿Tendrían a Willy en un aeropuerto?

—No le haremos nada siempre y cuando consigamos el dinero, y siempre y cuando no avise a la pasma. No la habrá llamado, ¿verdad?

—No. Quiero hablar con Willy.

—En seguida. ¿Cuánto dinero tiene en el Banco?

—Algo más de dos millones de dólares.

—Es usted una mujer honrada, Alvirah. Es justo lo que habíamos calculado. Si quiere volver a ver a Willy será mejor que empiece a retirar el dinero.

—Pueden quedárselo todo.

Se oyó una risita ahogada.

—Me gusta usted, Alvirah. Con dos millones nos conformamos. Sáquelo en efectivo sin que nadie se dé cuenta de que pasa algo raro. Ah, y nada de billetes marcados, nena. Y no vaya a la Policía. La estaremos vigilando.

Los sonidos del aeropuerto resultaron casi ensordecedores.

—No le oigo —gritó Alvirah, desesperada—. No les daré un solo céntimo antes de asegurarme de que Willy sigue vivo.

—Hable con él.

Un momento después, una voz mansa la saludó:

—Hola, cariño.

Alvirah se sintió invadida por un alivio abrumador. Su inagotable cerebro inactivo desde que José le dijo que Willy había subido «al coche del médico», volvió a funcionar con la precisión de un mecanismo de relojería.

—Cariño —le gritó para que sus secuestradores la oyeran—, di a esos tipos que te cuiden bien o no conseguirán un solo céntimo.

*****

Willy estaba atado de pies y manos. Se quedó mirando a Clarence, el jefe, cuando éste puso el pulgar sobre el interruptor de llamadas y cortó la comunicación.

—Tienes una mujer de armas tomar, Willy —le dijo Clarence. Después apagó el aparato que simulaba los sonidos de fondo de un aeropuerto.

Willy se sintió como un idiota. Si a Alvirah le hubiera dado un ataque al corazón, Louis o Vincent lo habrían llamado desde el salón de belleza. Debería haberlo sabido. Qué imbécil era. Echó un vistazo a la habitación: era una pocilga. Cuando subió al coche, el tipo que se ocultaba en el asiento de atrás le puso una pistola al cuello y le advirtió:

—Si causas problemas, te reviento.

Siguieron apuntándole mientras recorrieron el vestíbulo y subieron en el desvencijado ascensor. Se encontraban a una manzana del túnel de Lincoln. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, pero a pesar de eso, los humos de los tubos de escape de los autobuses, los camiones y los coches resultaban abrumadores. Prácticamente se podían ver.

Willy había calado a Tony y a Sammy de entrada. No eran muy listos. Incluso podría ingeniárselas para darles esquinazo. Pero cuando entró Clarence para anunciar que había advertido a Alvirah que hiciera creer al conserje que todo estaba en perfecto orden, Willy se asustó de verdad. Clarence le recordaba a Nutsy, un chico que había conocido en su niñez. Nutsy tenía la costumbre de disparar a los nidos de pájaros con su pistola de aire comprimido.

Estaba claro que Clarence era el jefe. Había llamado a Alvirah para tratar el asunto del rescate. Él mismo decidió que Willy se pusiera al teléfono.

—Volved a encerrarlo en el armario —ordenó.

—¡Eh!, un momento —protestó Willy—. Estoy muerto de hambre.

—Pediremos hamburguesas con patatas fritas —dijo Sammy mientras amordazaba a Willy—. Ya te dejaremos comer.

Sammy ató a Willy de pies y manos con una serie de nudos y lo metió en el estrecho armario. La puerta no cerraba bien y Willy alcanzaba a oír cómo conversaban en voz baja.

—Dos millones de dólares, o sea que tendrá que ir a veinte Bancos. Esa tía es demasiado lista para tener más de cien mil dólares en un solo Banco, porque ésa es la máxima cantidad que te aseguran. Calculando los impresos que deberá rellenar y el tiempo que tardarán en contar el dinero, vamos a darle tres o cuatro días de margen.

—Necesitará cuatro —sentenció Clarence—. El viernes por la noche tendremos la pasta. Le diremos que vamos a contarla y que después podrá recoger a Willy. —Lanzó una carcajada y agregó—: En ese momento le enviaremos un mapa en el que le indicaremos con una cruz por dónde tiene que empezar a dragar.

*****

Alvirah se pasó horas sentada en el sillón de Willy con la mirada perdida mientras el sol proyectaba sus últimos rayos sesgados sobre Central Park hasta ponerse del todo. Encendió la lámpara y se levantó despacio. No tenía sentido pensar en los buenos momentos que había pasado al lado de Willy en esos cuarenta años, ni que esa misma mañana habían repasado una serie de folletos para decidir si debían hacer un viaje en camello por la India o un safari en globo por África Occidental.

«Voy a recuperar a mi marido», se dijo a sí misma al tiempo que movía la mandíbula con cierta agresividad. Lo primero que debía hacer era prepararse una taza de té. Después sacaría todas las libretas y prepararía el recorrido de Bancos que haría al día siguiente para retirar el dinero.

Los Bancos estaban desperdigados por todo Manhattan y Queens. En cada uno tenían depositados cien mil dólares y los intereses acumulados que sacaban a final de año y utilizaban para abrir una nueva cuenta. Habían decidido no correr riesgos y vivir de rentas, así que lo más seguro era tener el dinero en el Banco. Cuando alguien intentaba convencerlos de que comprasen bonos que se liquidaban a los diez o quince años, Alvirah contestaba: «A nuestra edad no se compra nada que haya que cobrar al cabo de diez años».

Sonrió al recordar el comentario que solía añadir Willy: «Y tampoco compramos plátanos verdes».

Con un sorbo de té Alvirah trató de disolver el nudo que tenía en la garganta y decidió que a la mañana siguiente empezaría por la Calle 57, en el «Chase Manhattan», luego cruzaría al «Chemical», e iría recorriendo Park Avenue empezando por el «Citibank» para pasar después a Wall Street.

No pegó ojo y la noche se le hizo eterna pensando en si Willy estaría bien. Se propuso pedir a los secuestradores que la dejasen hablar con él todas las noches hasta que les entregara el dinero. «Así no le harán nada hasta que se me haya ocurrido una solución», pensó.

Al amanecer se sintió tentada de llamar a la Policía. Pero cuando se levantó, a eso de las siete, había cambiado de parecer. Esos tipos eran capaces de poner un espía en el edificio para que les informaran de si en su casa había mucho movimiento. No podía arriesgarse.

*****

Willy pasó la noche en el armario. Le aflojaron las cuerdas para que pudiera estirarse un poco. No le dieron manta ni almohada, y había tenido que apoyar la cabeza en un zapato, pues no había manera de apartarlo. El armario estaba lleno de porquerías. De vez en cuando se quedaba dormido; soñó que su cuello quedaba incrustado en la ladera del monte Rushmore, directamente debajo del rostro esculpido de Teddy Roosevelt.

*****

Los Bancos no abrían hasta las nueve. A las ocho y media, en un arrebato de energía más propio de una olla a presión, había limpiado todo el apartamento. Había metido las libretas en su voluminoso bolso. Había rescatado del armario un cesto de plástico, en forma de salchicha, el único vestigio que quedaba de la época en que ella y Willy se pasaban las vacaciones haciendo excursiones a las montañas Catskills en los autocares de la línea «Greyhound».

Hacía una fresca mañana de octubre y Alvirah lucía un traje color verde claro que se había comprado cuando hizo una de sus dietas. El cinturón no le cerraba, pero solucionó el problema con un voluminoso broche. Se colocó instintivamente en la solapa el broche con forma de sol en el que ocultaba la grabadora.

Era demasiado temprano para salir. Tratando de no perder el optimismo, y repitiéndose que en cuanto hubiera pagado el rescate todo se solucionaría, Alvirah puso la tetera a calentar y vio las noticias de la «CBS».

Para variar, los titulares eran bastante mundanos. No juzgaban a ningún jefazo de la Mafia. No se había producido ningún homicidio espectacular como consecuencia de una atracción fatal. No habían detenido a nadie por vender bonos falsos.

Alvirah bebía lentamente el té y se disponía a apagar el televisor cuando el locutor anunció que a partir de ese día, los neoyorquinos disponían de un aparato que grababa el número telefónico de quienes llamaran desde la zona con el código 212.

Tardó un minuto en comprender el alcance de la noticia. Cuando lo hizo, se puso en pie de un salto y corrió al armario de los trastos. Entre los aparatos electrónicos que a ella y a Willy les encantaba traer a casa desde Hammacher Schlemmer, se encontraba el registrador de números telefónicos de las llamadas recibidas. Lo habían comprado sabiendo que en Nueva York no les iba a servir para nada.

«Madre de Dios Santísima», rogaba mientras abría la caja y con manos temblorosas sacaba el magnetófono y lo colocaba en lugar del contestador automático que tenían en el dormitorio. Ojalá tuvieran a Willy en Nueva York. Ojalá la llamaran desde el lugar donde lo tenían secuestrado.

Recordó grabar un mensaje. «Ha llamado usted a la casa de Alvirah y Willy Meehan. Al oír la señal deje su mensaje. Nos comunicaremos con usted lo antes posible». Volvió a escuchar la grabación. Su voz sonaba distinta, preocupada, tensa.

Se esforzó en recordar que en el sexto curso de la escuela de St. Francis Xavier del Bronx había ganado la medalla de arte dramático. Repitiéndose a sí misma que era toda una actriz, inspiró hondo y grabó otro mensaje: «Hola. Ha llamado usted a la casa de…».

Oyó la nueva versión y le pareció mucho mejor. Luego cogió el bolso y se dirigió al «Banco Chase Manhattan» para empezar a reunir el dinero del rescate.

*****

Willy pensó que se volvería loco mientras flexionaba los brazos que, sin saber cómo, sentía doloridos y dormidos a la vez. Seguía con las piernas firmemente atadas. Se había rendido. A las ocho y media oyó que llamaban suavemente a la puerta. Seguramente se trataría del servicio de habitaciones de aquel hotel cochambroso. Les subieron una comida horrible en platos de papel, al menos así habían servido las hamburguesas de la noche anterior. A pesar de todo, de sólo pensar en una taza de café y una tostada a Willy se le hizo la boca agua.

Poco después se abrió la puerta del armario. Sammy y Tony lo miraban desde arriba. Sammy lo apuntó con el revólver mientras Tony le quitaba la mordaza.

—¿Has dormido bien?

La fea sonrisa de Tony dejó al descubierto un colmillo partido. Willy deseó tener las manos desatadas aunque sólo fuera por un par de minutos. Se moría de ganas de «igualar» la dentadura de Tony.

—Como un angelito —mintió. E indicando el lavabo con un movimiento de cabeza preguntó—: ¿Qué tal si me lleváis?

—¿Adónde? —Tony parpadeó y en su cara apareció una mueca de asombro.

—Necesita ir al lavabo —dijo Clarence. Cruzó la estrecha habitación e inclinándose sobre Willy le preguntó—: ¿Ves ese revólver? Tiene silenciador. Si intentas algo raro, se acabó todo. Sammy es un tipo muy nervioso. Nos pondremos furiosos contigo por habernos dificultado las cosas y tendremos que ir a por tu mujer. ¿Entendido?

Willy estaba completamente convencido de que Clarence hablaba en serio. Tony podía ser un tonto. Sammy podía ser un tipo muy nervioso, pero no haría nada sin la aprobación de Clarence. Y Clarence era un asesino.

—Entendido —repuso tratando de parecer tranquilo.

Saltando a la pata coja logró llegar al cuarto de baño. Tony le soltó las manos lo suficiente para que pudiera remojarse un poco la cara. Willy miró a su alrededor con asco. Las baldosas estaban rotas y daba la impresión de que hacía años que no las limpiaban. Tanto la bañera como el lavabo estaban cubiertos de incrustaciones de óxido. Lo peor de todo era el constante goteo del depósito, los grifos y la alcachofa de la ducha.

—Suena como las cataratas del Niágara —le comentó Willy a Tony que esperaba de pie en la puerta.

Tony lo empujó hacia donde estaban Sammy y Clarence, sentados a una mesa de juego, repleta de latas de café y objetos que parecían McMuffins de huevo[3] abandonados.

Clarence indicó con un movimiento de cabeza la silla plegable que había junto a Sammy.

—Siéntate ahí —le ordenó a Willy, y volviéndose a Tony gritó—: ¡Cierra esa condenada puerta! Ese jodido goteo me está volviendo loco. No me ha dejado dormir en toda la noche.

A Willy se le ocurrió una idea. Intentó expresarla como quien no quiere la cosa.

—Supongo que estaremos aquí un par de días. Si me conseguís unas cuantas herramientas, os arreglo los grifos. —Tendió la mano, cogió un bote y añadió—: Soy el mejor fontanero que hayáis secuestrado jamás.

*****

Alvirah se enteró de que era más fácil meter dinero en un Banco que sacarlo. Cuando presentó el formulario para retirar lo que había depositado en el «Chase Manhattan», al cajero se le pusieron los ojos como platos y le pidió que pasara a hablar con el ayudante del director.

Un cuarto de hora después, Alvirah seguía insistiendo en que no estaba disconforme con el servicio. Que sí, que estaba segura de que quería el dinero en efectivo. Que por supuesto entendía lo que era un cheque certificado. Hasta que se cansó y preguntó con enfado:

—¿Es o no es mi dinero?

—Claro, claro.

Le pidieron que rellenara unos impresos que exigía la normativa del Gobierno para los casos en que se retiraran sumas superiores a los diez mil dólares.

Después tuvieron que contar el dinero. Volvieron a sorprenderse cuando Alvirah les informó que quería la mitad en billetes de cien y la mitad en billetes de cincuenta. Se pasaron un buen rato contando.

Era casi mediodía cuando Alvirah paró un taxi para que la llevara a su apartamento, a tres manzanas de allí, donde dejó el dinero en un cajón de la cómoda y después salió otra vez en dirección al «Chemical Bank» de la Octava Avenida.

Al final del día apenas había logrado reunir trescientos mil dólares de los dos millones que necesitaba. Volvió a casa y se sentó a mirar el teléfono. Había un modo de ir más de prisa. Por la mañana telefonearía a los demás Bancos y les avisaría que le prepararan el dinero. Empezad a contar, muchachos.

A las seis y media sonó el teléfono. Alvirah lo cogió justo cuando aparecía un número conocido en la pequeña pantalla del magnetófono. Alvirah supo que quien llamaba era la formidable hermana Cordelia.

Willy tenía siete hermanas. Seis de ellas estaban en el convento. La séptima, ya fallecida, era la madre de Brian, el dramaturgo al que Alvirah y Willy querían como si fuera su propio hijo. Brian se encontraba en Londres. Alvirah habría solicitado su ayuda de haber estado en Nueva York.

Pero no podía contarle a Cordelia que habían secuestrado a Willy. Su cuñada era capaz de llamar a la Casa Blanca para exigir al Presidente que mandara al Ejército a rescatar a su hermano.

Cordelia parecía malhumorada.

—Oye, Alvirah, se suponía que Willy tenía que venir esta tarde. Una de las ancianas que visitamos necesita que le arreglen el water. Me extraña que se haya olvidado. Ponme con él.

Alvirah lanzó una carcajada que incluso a ella le pareció de esas enlatadas que ponen en los programas de televisión.

—Vaya, Cordelia, debe de habérsele olvidado. Willy está… está… —En un arranque de inspiración, terminó por decir—: Se ha ido a Washington para informar de cuál es el modo más barato de arreglar las tuberías de los edificios que el Gobierno está restaurando. Ya sabes que es capaz de hacer milagros para que las cosas funcionen. El Presidente leyó que Willy es un genio en esto y lo mandó llamar.

—¡El Presidente!

El tono incrédulo de Cordelia hizo que Alvirah deseara haber nombrado al senador Moynihan o tal vez a algún diputado. «Esto me pasa porque nunca miento», pensó.

—Willy no se iría a Washington sin ti —objetó Cordelia.

—Enviaron un coche a buscarlo.

«Al menos eso sí que es cierto», pensó Alvirah.

Oyó el soplido de Cordelia. No era ninguna tonta.

—Bueno, cuando regrese, le dices que venga en seguida.

Dos minutos después volvió a sonar el teléfono. En esa ocasión, el número que apareció en la pantalla del magnetófono no le resultó familiar. «Son ellos», pensó Alvirah. Notó que le temblaba la mano. Pensando una vez más en la medalla de arte dramático del sexto curso, levantó el auricular.

Pronunció un «dígame» fuerte y seguro.

—Esperamos que haya recorrido unos cuantos Bancos, señora Meehan.

—Efectivamente. Páseme con Willy.

—Podrá hablar con él dentro de un momento. Queremos el dinero el viernes por la noche.

—¡El viernes por la noche! Hoy es martes. Sólo quedan tres días. Lleva mucho tiempo conseguir esa cantidad.

—Haga lo que le digo. Y ahora salude a Willy.

—Hola, cariño. —La voz de Willy sonó apagada—. ¡Eh, déjame hablar!

Alvirah oyó que el auricular caía al suelo.

—Está bien, Alvirah —le dijo la voz susurrante—. No volveremos a llamar hasta el viernes a las siete de la tarde. Entonces volverá a hablar con Willy y le diremos dónde encontrarse con nosotros. No lo olvide, nada de tonterías, o de aquí en adelante, tendrá que pagar para que le hagan los arreglos de fontanería, porque Willy no estará presente para hacerse cargo de ellos.

Oyó un clic. Willy. Willy. Con la mano en el auricular, Alvirah se quedó mirando el número que aparecía en el aparato: 555-7000. ¿Debía llamar? ¿Y si contestaba uno de ellos? Se enterarían de que intentaba localizarlos. Decidió entonces telefonear al Globe. Tal como esperaba, Jim, el jefe de redacción, seguía en su despacho. Le explicó lo que necesitaba.

—Claro que sí, Alvirah. Pareces un tanto misteriosa. ¿Estás trabajando en algún caso del que puedas enviarnos una nota?

—Todavía no estoy segura.

Diez minutos más tarde Jim la telefoneó.

—Oye, Alvirah, el número que me has dado es de un hotelito cochambroso, el «Lincoln Arms». Está en la Novena Avenida, cerca del túnel. Ha de ser una verdadera pocilga.

El hotel «Lincoln Arms». Alvirah le dio las gracias a Jim antes de colgar y dirigirse a la puerta.

Por si acaso estuvieran vigilándola, abandonó el edificio por el aparcamiento y llamó un taxi. Le pediría al taxista que la llevara al hotel, pero lo pensó mejor y cambió de idea. ¿Y si uno de los secuestradores la veía al llegar? Le pidió entonces que la llevara a la terminal de autobuses, que se encontraba a una manzana del túnel de Lincoln.

Con la cabeza cubierta por un pañuelo y el cuello del abrigo levantado, Alvirah pasó por delante del hotel «Lincoln Arms». Comprobó alarmada que se trataba de un lugar bastante grande. Levantó la vista y vio las ventanas. ¿Estaría Willy detrás de una de ellas? El edificio tenía el aspecto de haber sido construido antes de la guerra civil, pero tenía por lo menos diez o doce plantas. ¿Cómo le encontraría? Volvió a plantearse la posibilidad de llamar a la Policía, pero recordó los casos en que alguna esposa lo había hecho: los policías eran vistos en el lugar de entrega del rescate, los secuestradores salían corriendo y el cadáver aparecía tres semanas más tarde.

Alvirah se ocultó entre sombras, junto al hotel, y le rezó a san Judas, santo de los imposibles. Entonces vio el cartel en una de las ventanas: SE NECESITA SEÑORA. Turno de cuatro a doce de la noche. ¿Para el servicio de habitaciones, quizá? Tenía que conseguir el puesto, pero no con el aspecto que llevaba.

Haciendo caso omiso de los camiones, coches y autobuses que avanzaban a toda velocidad hacia la entrada del túnel, Alvirah salió a la calzada, paró un taxi, subió y le dio al taxista su dirección de Flushing. La cabeza le funcionaba a marchas forzadas.

El viejo apartamento había sido su hogar durante cuarenta años y estaba exactamente igual que el día en que ganaron la lotería. El mullido sofá de terciopelo gris oscuro y el sillón a juego, la alfombra anaranjada y verde que iba a tirar la señora para la que limpiaba los martes, el juego de dormitorio chapado en caoba que les había regalado la madre de Willy…

En el armario guardaba la ropa de aquella época, vestidos de llamativo estampado comprados en «Alexander's». Pantalones y chándals de poliéster, zapatillas y zapatos de tacón adquiridos de mayoristas. En el botiquín del lavabo encontró el champú de hierbas que le dejaba el pelo de un color parecido al del sol naciente de la bandera japonesa.

Una hora más tarde no quedaban rastros de la ganadora de lotería. Una melena rojo brillante enmarcaba una cara extremadamente maquillada, al estilo que tanto le gustaba antes de que la baronesa Min le enseñara que cuanto menos, mejor. La antigua barra de labios hacía juego con el tono de sus cabellos fulgurantes. Llevaba los ojos embadurnados de sombra violeta. Un mono que le quedaba corto, unos gruesos calcetines que le cubrían las pantorrillas, unas zapatillas bien gastadas y un chándal afelpado con el horizonte de edificios de Manhattan estampado en la espalda completaban la transformación.

Alvirah examinó el resultado con satisfacción. «Tengo aspecto de ir a pedir trabajo a ese hotel cochambroso», se dijo. De mala gana dejó el broche en forma de sol en un cajón. No estaba muy a tono con el chándal.

Cuando se puso el viejo abrigo, se acordó de poner el dinero y las llaves en el voluminoso bolso verdinegro que había utilizado cuando hacía limpiezas.

Cuarenta minutos más tarde se presentó en el hotel «Lincoln Arms». El mugriento vestíbulo se componía de un mostrador desvencijado colocado delante de un muro de buzones y cuatro sillones de polipiel negra en avanzado estado de deterioro. La alfombra marrón estaba cubierta de manchas y agujeros que dejaban ver el anterior suelo de linóleo.

«¿Servicio de habitaciones? Lo que necesitaban era una mujer de la limpieza», pensó Alvirah al acercarse al mostrador.

El empleado, un hombre de piel color sebo y ojos llorosos, se la quedó mirando.

—¿Qué busca?

—Un trabajo. Soy muy buena camarera.

Los labios del empleado esbozaron algo más parecido a una mueca que a una sonrisa.

—No hace falta que sea buena sino rápida. ¿Cuántos años tiene?

—Cincuenta —mintió Alvirah.

—Si usted tiene cincuenta, yo tengo doce. Váyase.

—Necesito trabajar —insistió Alvirah, con el corazón en vilo. Notaba la presencia de Willy. Hubiera jurado que estaba oculto en algún rincón del hotelucho—. Déme una oportunidad. Trabajaré gratis tres o cuatro días. Si no soy la mejor que ha pasado por aquí, el sábado puede echarme.

El empleado se encogió de hombros y le contestó:

—No pierdo nada. La espero mañana a las cuatro en punto. ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Tessie —respondió Alvirah con firmeza—. Tessie Magink.

*****

El miércoles por la mañana Willy notó que la tensión aumentaba entre sus captores, Clarence se negó rotundamente a que Sammy saliera de la habitación. Cuando éste se quejó, Clarence dijo:

—Después de haber pasado doce años en una celda no debería costarte demasiado trabajo permanecer quieto.

En el pasillo no había señales de ninguna sirvienta limpiando habitaciones. «De todas maneras, seguro que esto lleva más de un año sin ver el agua y el jabón», pensó Willy.

Los tres camastros estaban alineados con la cabecera contra la pared del cuarto de baño. Una cómoda estrecha, forrada con hojas de Contact que empezaban a despegarse, un televisor en blanco y negro y una mesa redonda con cuatro sillas completaban la decoración.

El martes por la noche Willy logró convencer a sus secuestradores de que lo dejaran dormir en el suelo del lavabo. Era más grande que el armario y, según él mismo señaló, al poder estirarse un poco más, cuando lo entregaran a cambio del botín caminaría mucho mejor. Se percató de las miradas que intercambiaron al escuchar la sugerencia. No tenían intención de liberarlo para que fuera por ahí hablando de ellos. Lo cuál significaba que disponía de unas cuarenta y ocho horas para encontrar la forma de salir de aquel antro.

A las tres de la mañana, cuando oyó los ronquidos acompasados de Tony y Sammy y los jadeos irritados pero regulares de Clarence, Willy logró sentarse, luego ponerse en pie y, dando saltos, acercarse a la taza del retrete. La cuerda con que estaba atado al grifo de la bañera le permitía llegar a la tapa del depósito de agua. La levantó, la puso sobre el lavabo y metió las manos atadas en el interior del mugriento depósito recubierto de óxido. Con aquella maniobra logró que, minutos más tarde, el goteo fuera más sonoro y frecuente.

Clarence se despertó al oír el molesto y constante ruido del depósito. Willy sonrió para sus adentros cuando lo oyó aullar:

—¡Me voy a volver majara! ¡Parece un camello meando!

Cuando les sirvieron el desayuno, Willy estaba otra vez bien atado y amordazado en el interior del armario, pero la pistola de Sammy le apuntaba a la sien. Del pasillo le llegó a Willy la voz débil y ronca de un hombre anciano que, al parecer, era el único empleado del servicio de habitaciones. No tenía sentido pensar en llamar su atención.

Por la tarde Clarence colocó toallas alrededor de la puerta del cuarto de baño, pero no había manera de amortiguar el ruido del agua.

—¡Me está entrando una de mis jaquecas! —rugió sentándose en la cama sin hacer.

Al cabo de unos minutos, Tony se puso a silbar. Sammy lo mandó callar de inmediato. Willy lo oyó susurrar:

—Vete con cuidado cuando Clarence tiene jaqueca.

Era evidente que Tony se aburría. Sus ojos de hurón se le pusieron vidriosos de tanto ver la televisión con el sonido apenas audible. Willy estaba sentado a su lado, atado a la silla, con la mordaza lo bastante floja para hablar a través de los labios casi cerrados.

Sentado a la mesa, Sammy jugaba interminables partidas de solitario. A últimas horas de la tarde, Tony se aburrió de la televisión y la apagó.

—¿Tiene hijos? —le preguntó a Willy.

Willy sabía que la única esperanza de salir con vida de aquel agujero podía ser Tony. Tratando de ignorar la mezcla de calambres y entumecimiento de brazos y piernas, le contó a Tony que Alvirah y él habían sido desafortunados y no habían podido tenerlos, pero que consideraban a su sobrino Brian como a un hijo, sobre todo desde que la madre de Brian, hermana de Willy, había pasado a mejor vida.

—Tengo otras seis hermanas —le explicó a Tony—. Son todas monjas. Cordelia es la mayor. Tiene sesenta y ocho años muy bien llevados.

Tony se quedó boquiabierto.

—No me diga. Cuando de pequeño andaba por las calles tratando de reunir unos cuantos pavos robando el bolso a las mujeres, no sé si me explico, nunca me metí con las monjas, ni siquiera cuando iban al supermercado, o sea cuando llevaban pasta encima. Y las veces que sacaba una buena tajada, dejaba unos cuantos pavos en el buzón del convento, en señal de gratitud.

Willy intentó mostrarse impresionado ante la generosidad de Tony.

—¿Queréis callaros? —Les chilló Clarence desde la cama—. Se me parte la cabeza.

Willy rezaba para sus adentros al tiempo que decía:

—Podría arreglar esos grifos si tuviera una llave inglesa y un destornillador.

«Ojalá pudiera meterle mano a ese depósito», pensó. Inundaría la habitación. No podrían dispararle si la gente acudía en tropel para detener la cascada de agua que provocaría.

*****

La hermana Cordelia sabía que estaba pasando algo. Quería mucho a Willy, pero no se lo imaginaba subiendo a un coche enviado por el Presidente. Por otra parte, Alvirah era siempre tan abierta que se le entendía todo. El miércoles, cuando Cordelia intentó telefonear a Alvirah nadie cogió el teléfono. A eso de las tres y media, cuando por fin logró dar con ella, Alvirah parecía nerviosa. Le explicó que tenía que salir corriendo, pero no le dijo adonde iba. Willy se encontraba bien, por supuesto. ¿Por qué no iba a ser así? Le comentó que volvería ese fin de semana.

El convento se encontraba en un apartamento de un viejo edificio situado en la confluencia de la avenida Amsterdam y la Calle 110. La hermana Cordelia vivía allí junto con otras cuatro hermanas ancianas y una novicia, la hermana Maeve Mane de veintisiete años, que antes de descubrir su vocación había trabajado tres años como policía.

Cuando Cordelia colgó después de hablar con Alvirah, se sentó pesadamente en una de las robustas sillas de la cocina.

—Maeve, a Willy le ha pasado algo —le dijo—. Es una corazonada.

El teléfono volvió a sonar. Era Arturo Morales, el director del Banco de Flushing, situado en la esquina del antiguo apartamento de Willy y Alvirah.

—Hermana, lamento molestarla —le dijo con tono afligido—. Pero estoy preocupado.

Cordelia notó un vuelco en el corazón cuando Arturo le contó que Alvirah había intentado retirar cien mil dólares del Banco. Sólo pudieron darle veinte mil pero le prometieron que tendría el resto el viernes por la mañana, porque Alvirah había insistido en que lo necesitaba con urgencia.

Cordelia le agradeció la información, prometió no revelar que había violado la confidencialidad de los datos bancarios, colgó y le ordenó a Maeve Mane:

—Andando. Iremos a ver a Alvirah.

*****

Alvirah se presentó puntualmente a las cuatro en el hotel «Lincoln Arms». Se había cambiado de ropa en la terminal de autobuses. Allí de pie, delante del recepcionista, se sintió segura con su disfraz. El empleado le indicó con la cabeza que debía bajar por el pasillo hasta la puerta con el letrero de PROHIBIDO PASAR. Conducía a la cocina. El chef, un hombre huesudo de unos setenta años con un asombroso parecido a Gabby Hayes, actor de los años cuarenta que interpretaba papeles de vaquero, preparaba hamburguesas. De la grasa que caía sobre la plancha se elevaban nubes de humo. El hombre levantó la cabeza.

—¿Es usted Tessie?

Alvirah asintió.

—Bien. Me llamo Hank. Empiece a servir.

El servicio de habitaciones carecía de detalles sutiles: bandeja de plástico color marrón de las que se encuentran en las cafeterías de los hospitales, servilletas baratas, vajilla de plástico, mostaza, ketchup y aderezo en sobrecitos.

Hank colocó unas hamburguesas fofas sobre los panecillos.

—Sirva el café. No llene demasiado las tazas. Saque las patatas fritas del fuego.

Alvirah obedeció.

—¿Cuántas habitaciones hay? —preguntó mientras preparaba las bandejas.

—Cien.

—¿Tantas?

Hank sonrió dejando al descubierto unos dientes postizos manchados de nicotina.

—Pero sólo cuarenta se alquilan de noche. Los clientes que vienen por horas no necesitan servicio de habitaciones.

Alvirah hizo sus cálculos. Cuarenta, no estaba tan mal. Imaginó que en el secuestro estarían implicados por lo menos dos hombres. Uno para conducir el coche y otro para sujetar a Willy e impedir su huida. Tal vez hubiera otro, el de las llamadas telefónicas. Para empezar debía controlar los pedidos grandes.

Comenzó a repartir los servicios con la firme advertencia de Hank de cobrar en el acto. Las hamburguesas iban al bar, poblado por una docena de tipos rudos a los que no resultaba muy aconsejable encontrar de noche. El segundo pedido era para el recepcionista, el gerente del hotel, que vigilaba las instalaciones desde una habitación sin ventilación que había detrás del mostrador. Sus bocadillos eran cortesía de la casa. La siguiente bandeja con cornflakes y un whisky doble era para un señor mayor, desgreñado y con los ojos hinchados. Alvirah tuvo la certeza de que los cornflakes fueron una ocurrencia de último momento.

Luego sirvió una pesada bandeja a cuatro hombres que jugaban a cartas en la novena planta. Otro grupo de jugadores en la séptima pidió pizzas. En la octava planta la recibió en la puerta un hombre fornido que le dijo:

—Ah, eres nueva. Ya lo cojo yo. Cuando llames a la puerta no golpees fuerte. Mi hermano tiene jaqueca.

Detrás del hombre, Alvirah alcanzó a ver a otro que estaba tendido en la cama con un trapo sobre los ojos. El goteo persistente que provenía del cuarto de baño le trajo un recuerdo abrumador de Willy. Él habría arreglado ese grifo en un periquete.

Era evidente que en la habitación no había nadie más, y el tipo que había salido a atenderla, tenía todo el aspecto de poder zamparse él sólito el contenido de la bandeja. En el interior del armario, Willy pudo oír la cadencia de una voz que le hizo desear ardientemente estar junto a Alvirah.

Los pedidos al servicio de habitaciones la mantuvieron ocupada desde las seis hasta las diez. Por sus propias observaciones y por las explicaciones de Hank, que ante la eficiencia de la nueva camarera fue mostrándose más locuaz, Alvirah comprendió cómo estaba organizado el hotel. Había diez plantas con diez habitaciones por planta. Los primeros seis pisos estaban reservados a los clientes por horas. Las habitaciones de los pisos superiores eran más espaciosas, tenían cuarto de baño y se alquilaban por lo menos varios días seguidos.

Mientras tomaba una voluminosa hamburguesa que se preparó a las diez de la noche, Hank le contó que todo el mundo se registraba bajo un nombre falso. Todos pagaban al contado.

—Hay un tipo que viene a repasar la correspondencia que recibe en sus apartados de correo. Publica revistas porno. Otro organiza partidas de cartas. Muchos tipos vienen aquí a echar una cana al aire cuando todo el mundo cree que están en viaje de negocios. Ya sabes, ese tipo de clientes. Nada malo. Esto es una especie de club privado.

Poco después de beber la tercera cerveza, Hank empezó a cabecear. Al cabo de unos minutos, se quedó dormido. Sin hacer ruido, Alvirah se acercó a la mesa que servía de tajadera y escritorio. Cuando traía el dinero después de servir cada pedido, le indicaban que lo guardara en una caja de cigarros que hacía de registradora. El recibo se ponía en la caja de al lado. Hank le había explicado que a medianoche se terminaba el servicio de habitaciones y el recepcionista recogía el dinero, lo contaba para comprobar si cuadraba con los recibos y luego lo metía en la caja fuerte, oculta en el fondo del refrigerador. Los comprobantes iban a parar entonces a una caja de cartón que había debajo de la mesa con un montón de papelitos revueltos.

Nadie se daría cuenta si llegaba a faltar alguno. Deduciendo que los de arriba eran los más recientes, Alvirah sacó un manojo y se los metió en el bolso. Entre las once y las doce sirvió tres pedidos más en el bar. Entre servicio y servicio, incapaz de estar quieta en aquella cocina mugrienta, se puso a limpiarla ante la mirada divertida de Hank.

Después de detenerse unos momentos en la terminal de autobuses para cambiarse de ropa, quitarse el maquillaje y envolverse la fulgurante cabellera en un turbante, Alvirah bajó del taxi a la una menos cuarto. Ramón, el portero de noche le anunció:

—Ha venido la hermana Cordelia. Me hizo un montón de preguntas para averiguar dónde estaba usted.

«Cordelia no es precisamente tonta», reconoció Alvirah muy a su pesar. Pero empezaba a idear un plan en el que Cordelia debía participar.

Antes de meter su cuerpo agotado en la Jacuzzi que burbujeaba con los aceites del balneario de Cypress Point, Alvirah había clasificado los grasientos recibos del hotel. En una hora logró reducir las posibilidades. Había siete habitaciones que hacían pedidos grandes. No hizo caso alguno del temor de que estuviesen todas ocupadas por tahúres o algún otro tipo de apostadores y que Willy no estuviera allí, sino en Alaska. En cuanto entró en el hotel su instinto le había dicho que Willy se encontraba por allí cerca.

Eran casi las tres de la madrugada cuando se metió en la cama. Aunque estaba exhausta, no logró dormir. Se lo imaginó acurrucándose a su lado.

—Buenas noches, cariño mío —dijo en voz alta.

Mentalmente oyó que le contestaba: «Que duermas bien, cielo».

*****

El jueves por la mañana, Clarence tenía los ojos bizcos de la terrible jaqueca que le partía la cabeza. Hasta Tony procuró no fastidiarlo. Ni siquiera hizo ademán de encender el televisor; se conformó con sentarse al lado de Willy, y con un ronco susurro le fue contando la historia de su vida. Había llegado ya a la época en que tenía siete años, cuando descubrió lo fácil que resultaba robar en las tiendas de golosinas. Clarence rugió desde la cama:

—¿Dices que puedes arreglar ese jodido grifo?

Willy no quiso demostrar excesivo entusiasmo, pero los músculos de la garganta se le contrajeron al tiempo que asentía vigorosamente con la cabeza.

—¿Qué necesitas?

—Una llave inglesa —gruñó Willy a través de la mordaza—. Un destornillador. Y alambre.

—Está bien. Sammy, ya lo has oído. Sal a comprar lo que pide.

Sammy jugaba otra vez al solitario.

—Mandaré a Tony.

Clarence se levantó como un rayo.

—Te he mandado a ti. El imbécil de tu hermano empezará a contar al primero que se le cruce qué va a comprar, para quién va a comprarlo y para qué lo necesita. Márchate ya.

Sammy se estremeció al oír aquel tono de voz y recordó que Tony había estado haciendo carreras en el coche de la fuga.

—Sí, Clarence, lo que tú digas —respondió, conciliador—. Oye, ya que voy a salir, ¿qué te parece si traigo comida china? No estaría mal para variar.

Clarence dejó de fruncir el ceño momentáneamente al contestar:

—De acuerdo. Trae mucha salsa de soja.

*****

La hermana Cordelia llegó a las siete de la mañana del jueves. Alvirah estaba preparada para recibirla. Llevaba levantada desde hacía media hora y se había puesto el albornoz a cuadros de Willy, que olía ligeramente a su loción para después del afeitado. Había puesto el café al fuego.

—¿Qué pasa? —preguntó Cordelia abruptamente.

Mientras tomaban café y tarta de Sara Lee, Alvirah se lo explicó.

—Cordelia, no voy a decirte que no tengo miedo, porque te mentiría —concluyó Alvirah—. Me aterra pensar que a Willy pueda pasarle algo. Pero si hay alguien vigilando el edificio y esos tipos llegan a enterarse de que aquí hay un movimiento raro de personas, matarán a Willy. Cordelia, te juro que está en ese hotel y tengo un plan. Maeve conserva el permiso de armas, ¿no?

—Sí —respondió la hermana Cordelia. Sus penetrantes ojos grises escrutaron el rostro de Alvirah.

—Y sigue siendo amiga de los tipos que mandó a la cárcel, ¿verdad?

—Claro que sí. Todos la adoran. Sabes que siempre le echan una mano a Willy cuando necesita ayuda para arreglar las tuberías y además se turnan para llevar comidas a nuestros enfermos imposibilitados.

—A eso me refería. Tienen la misma pinta que la gente que merodea el hotel. Quiero que tres o cuatro de esos hombres se alojen esta noche en el «Lincoln Arms». Que organicen una partida de cartas. Es algo frecuente. Mañana a las siete de la tarde llamarán para decirme dónde debo entregar el dinero. Saben que no voy a entregárselo hasta que hable con Willy. No podrán sacarlo de allí, así que quiero que los muchachos de Maeve vigilen las salidas. Es nuestra única oportunidad.

Cordelia se quedó mirando sombríamente el vacío y luego dijo:

—Alvirah, Willy siempre me pide que confíe en mi sexto sentido. Será mejor que lo haga.

*****

El chow mien fue un alivio después de tanta hamburguesa. Cuando terminaron de cenar, Clarence le ordenó a Willy que se metiera en el lavabo y arreglara los grifos que goteaban. Sammy lo acompañó. A Willy se le cayó el alma a los pies cuando Sammy le dijo:

—Yo no sé arreglar nada, pero sí sé cómo no se arregla, así que no te pases de listo.

«Mi gran plan se ha ido al diablo. Aunque tal vez logre ganar tiempo hasta que se me ocurra otra cosa», pensó Willy y se puso a rascar el óxido acumulado de años en el fondo del depósito.

*****

A las cuatro menos veinte, Alvirah dejó en el suelo la maleta en la que llevaba los últimos cien mil dólares retirados del Banco y apenas tuvo tiempo suficiente para salir corriendo a la terminal de autobuses, cambiarse y presentarse en el trabajo. Cuando pasó al trote por el vestíbulo del «Lincoln Arms» vio a una monja de dulce rostro, vestida con el hábito tradicional, que pasaba una canastilla de una mesa a otra del bar. Todos colaboraban con algo. En la cocina, Alvirah le preguntó a Hank por la monja.

—¡Ah!, ésa. Invierte el dinero en los niños que viven en la zona. Todos se sienten bien echándole algo en la cesta. Tiene un no sé qué de espiritual, no sé si me explico.

Esa noche, no hubo tantos pedidos como el día anterior. Alvirah le sugirió a Hank que podía aprovechar para clasificar los comprobantes de la caja.

—¿Por qué? —le preguntó Hank, asombrado.

Alvirah tiró de la camiseta que llevaba puesta. En la parte de delante había una inscripción que decía: HE PASADO LA NOCHE CON BURT REYNOLDS. Willy se la compró para gastarle una broma cuando estuvieron en el teatro de Reynolds, en Florida. Tratando de hacerse la misteriosa, le contestó:

—¿Por qué iba a querer alguien clasificar unos comprobantes viejos? Por si las moscas —susurró.

La respuesta pareció satisfacer a Hank.

Alvirah ocultó los comprobantes ya clasificados debajo de la pila que volcó sobre la mesa. Sabía lo que buscaba: los pedidos importantes hechos desde el lunes.

Se dedicó exclusivamente a buscar los correspondientes a las cuatro habitaciones seleccionadas de antemano en su casa.

A las seis de la tarde empezaron a llegar pedidos. Eran las ocho y media y ya había servido en tres de las cuatro habitaciones sospechosas. En dos de ellas jugaban a cartas. En otra, a dados. Tuvo que reconocer que ninguno de los jugadores tenía cara de secuestrador.

Los de la habitación 802 no hicieron ningún pedido. Tal vez el tipo que padecía de jaqueca y su hermano se habían marchado. A medianoche, muy abatida, Alvirah se disponía a marcharse cuando Hank masculló:

—Trabajar con usted es fácil. El nuevo chico que estaba en el turno de día se ha largado y mañana me van a mandar uno nuevo. Seguro que me liará todos los pedidos.

Rezando sigilosamente una plegaria de agradecimiento, Alvirah se ofreció al momento a cubrir el turno de las siete de la mañana a la una y el de las cuatro a las doce de la noche. Calculó que tendría suficiente tiempo para ir a los Bancos que le habían prometido el dinero entre las doce y cuarto y las tres.

—Vendré a las siete —le prometió a Hank.

—Yo también —respondió él, quejumbroso—. El cocinero de día también se ha largado.

Al salir, Alvirah vio caras conocidas en el bar. Louie, que había estado preso siete años por atracar un Banco y era cinturón negro de karate; Al, que había trabajado como matón a sueldo para un prestamista y había cumplido cuatro años de condena por agresiones; Zurdo, cuya especialidad eran los coches robados.

Cumpliendo fielmente sus instrucciones, aunque Alvirah sabía que la habían visto, ni Louie, ni Al, ni Zurdo dieron señales de haberla reconocido.

*****

Willy redujo el goteo al nivel inicial de incordio; irritado, Clarence asomó la cabeza y le pidió a gritos que dejara de martillear.

—Soportaré ese ruido otras veinticuatro horas.

«¿Y ahora qué?», se preguntó Willy. Le quedaba una sola esperanza. Sammy estaba cansado de verlo trabajar en el depósito del agua. Al día siguiente no lo vigilaría tan de cerca. Willy se aseguró de que por la noche volvieran a requerir sus servicios: entró en el lavabo sin hacer ruido y volvió a manipular el depósito del agua para que continuara goteando como antes.

Por la mañana, Sammy tenía los ojos hinchados. Tony empezó a hablar de una antigua novia que pensaba visitar en cuanto llegaran al escondite que tenían en Queens y nadie le mandó cerrar la boca. «Lo cual significa que no les importa que los oiga», pensó Willy.

Mientras les servían el desayuno, Willy dio un brinco tan repentino en el armario que Sammy casi le dispara. Willy no oyó tan sólo la cadencia de una voz que le recordaba a Alvirah. Era ella en persona la que le preguntaba a Tony si a su hermano se le había pasado la jaqueca.

Asustado, Sammy le siseó al oído:

—¿Te has vuelto loco o qué?

Alvirah lo estaba buscando y tenía que ayudarla. Debía volver al cuarto de baño, manipular el depósito del agua y con la llave inglesa golpear al ritmo de Casey bailaría con la pelirroja, la canción que tocaron cuando invitó a Alvirah a bailar por primera vez en la sala de fiestas «Clave de Do» hacía cuarenta años.

Tuvo la oportunidad cuatro horas más tarde cuando, con la llave inglesa y el destornillador en la mano, seguido de un tembloroso Sammy, y bajo las órdenes enfurecidas de Clarence, continuó con la doble tarea de arreglar y sabotear el depósito de agua.

Procuró no pasarse. Con un tono conciliador, acalló las protestas de Sammy aduciendo que al fin y al cabo no estaba haciendo tanto ruido y que, de todos modos, a los directivos del hotel les encantaría tener por lo menos un cuarto de baño decente. Rascándose la barba de cuatro días y retorciéndose incómodo con la ropa arrugada, Willy empezó a enviar las señales a intervalos de tres minutos, tap/ tap/taaap/tap «y la orquesta seguía tocando», Alvirah repartía unas pizzas en la 702 cuando oyó la señal. «Dios mío, ay Dios mío», se dijo a sí misma. Dejó la bandeja sobre una mesa inclinada. El ocupante de la habitación, un guapo treintañero, se recuperaba de una borrachera.

—¿No se volvería usted loca con ese ruido? —le preguntó—. Parece ser que están de obras. Hasta se puede elegir a qué suena: las cataratas del Niágara o una fiesta de fin de año. «Tiene que ser en la 802 —pensó Alvirah recordando al tipo que estaba en la cama, al de la puerta y el cuarto de baño abierto—. Cuando llaman al servicio de habitaciones, deben de meter a Willy en el armario». A pesar de que estaba tan nerviosa que los latidos del corazón parecían notársele a través de la camiseta con la inscripción NO TIRES PAPELES EN LA VÍA PÚBLICA, se entretuvo un momento en advertir al bebedor que el alcohol lo llevaría a la ruina.

*****

En el pasillo, al lado del bar, había un teléfono. Con la esperanza de no ser vista por el recepcionista, Alvirah llamó rápidamente a Cordelia. Terminó la conversación diciéndole:

—Me llamarán a las siete de la tarde.

Esa tarde, a las siete menos cuarto, los ocupantes del bar del hotel «Lincoln Arms» se quedaron perplejos al ver entrar en el vestíbulo a ocho monjas ancianas, vestidas con el hábito largo hasta los pies, velos y tocas tarareando suavemente un himno sobre el río Jordán. El recepcionista se levantó de un salto e hizo un movimiento indicándoles la puerta giratoria que tenían a sus espaldas. Alvirah se las quedó mirando con la bandeja en la mano, mientras Maeve, la portavoz elegida por las damas, observaba al empleado del hotel.

—Tenemos permiso del propietario para cantar en cada planta y pedir donativos —le informó Maeve.

—Ni hablar.

Bajando el tono de voz, Maeve susurró:

—Tenemos permiso del señor…

El empleado palideció.

—Muchachos, sacad la pasta —les gritó a los ocupantes del bar—. Las hermanas van a cantaros unos himnos.

—No, no, empezaremos por arriba —le indicó Maeve—. Terminaremos la ronda aquí mismo.

Alvirah se refugió en la retaguardia del grupo de monjas conducidas por Cordelia cuando éstas subieron al ascensor cantando Michael lleva tu barca a la orilla, aleluya.

Fueron directamente a la octava planta y se arremolinaron en el pasillo donde las esperaban Zurdo, Petey y Louie. Exactamente a las siete, Alvirah llamó a la puerta.

—Servicio de habitaciones —anunció.

—No hemos pedido nada —gruñó una voz.

—Alguien ha hecho este pedido y tengo que cobrarlo —gritó con firmeza.

Oyó un arrastrar de pies y un portazo. El armario. Estaban escondiendo a Willy. La puerta se entreabrió.

—Deje la bandeja ahí fuera. ¿Cuánto es?

Decidida, Alvirah puso el pie entre la puerta y el marco mientras las notas de Michael lleva tu barca a la orilla, aleluya llenaban el pasillo. Las monjas más ancianas aparecieron detrás de Alvirah. Clarence tenía el teléfono en la mano.

—¿Queréis callaros? —gritó.

—Ésa no es manera de hablar a las hermanas —protestó Tony. Se apartó con aire reverente para permitir que las monjas entraran en la habitación.

La hermana Maeve cerraba el grupo con las manos alzadas en el interior de las mangas de su hábito. En un abrir y cerrar de ojos, se colocó detrás de Clarence, sacó el revólver con la derecha y lo apuntó en la sien. Con el tono seco y cortante que había hecho de ella una excelente policía, susurró:

—Si se mueve es hombre muerto.

Tony abrió la boca para lanzar una advertencia que quedó ahogada por varios aleluyas mientras Zurdo lo dejaba inconsciente con un golpe de karate. Acto seguido, Zurdo se aseguró de que Clarence no soltara prenda con un certero golpe en la nuca que lo dejó tendido en el suelo, junto a Tony.

Louie y Petey condujeron a la hermana Cordelia y su rebaño de ancianitas hasta la seguridad del pasillo. Había llegado el momento de rescatar a Willy. Zurdo estaba preparado para atacar. La hermana Maeve apuntaba con su revólver. Alvirah abrió de par en par la puerta del armario al tiempo que gritaba:

—Servicio de habitaciones.

Sammy se encontraba de pie junto a Willy con el revólver apuntándole al cuello.

—Salid todos —gruñó—. Tire el revólver, señora.

Maeve vaciló pero acabó obedeciendo.

Sammy quitó el seguro del revólver.

«No tiene escapatoria y está desesperado —pensó Alvirah angustiada—. Va a matar a mi Willy». Haciendo un esfuerzo por parecer tranquila, le dijo:

—Tengo mi coche delante del hotel. En el interior están los dos millones de dólares. Willy y yo iremos con usted. Puede comprobar si está el dinero, alejarse de aquí y luego dejarnos en alguna parte.

Dirigiéndose a Zurdo y a Maeve, añadió:

—No intentéis detenernos o lastimará a Willy. Esfumaos todos.

Contuvo el aliento y miró fijamente al secuestrador intentando aparentar tranquilidad.

Sammy vaciló un instante. Alvirah lo vigilaba cuando el hombre apuntó el revólver en dirección a la puerta.

—Señora, más vale que el dinero esté donde dice —le advirtió—. Desátele los pies.

Se arrodilló obediente y desató los nudos de la cuerda. Cuando estaba desatando el último nudo, miró de reojo hacia arriba. El revólver seguía apuntando hacia la puerta. Alvirah recordó que acostumbraba poner el hombro debajo del piano de la señora O'Keefe y levantarlo un poco para enderezar la alfombra. Uno, dos, tres. Se levantó como una flecha y con el hombro golpeó la mano en la que Sammy empuñaba el arma. El hombre pulsó el gatillo justo cuando se le caía el revólver. La bala salió hacia el cielo raso del que se desprendió un poco de pintura.

Willy, que seguía con las manos atadas, atrapó entre sus brazos a Sammy y apretó con fuerza hasta que los otros entraron corriendo en la habitación.

Como en sueños, Alvirah se quedó mirando cómo Zurdo, Petey y Louise liberaban a Willy de sus ataduras y las utilizaban para inmovilizar a los secuestradores. Oyó que Maeve marcaba el 911 y decía:

—Habla la agente Maeve O'Reilly, quiero decir, la hermana Maeve Mane. Es para informarles de un secuestro, un intento de asesinato y la exitosa detención de los secuestradores.

Alvirah notó que Willy la abrazaba.

—Hola, cariño —le susurró.

Estaba tan feliz que había perdido el habla. Se miraron fijamente. Ella vio sus ojos enrojecidos, la barba crecida y el pelo revuelto. Él estudió su llamativo maquillaje y la camiseta con la inscripción NO TIRE PAPELES EN LA VÍA PÚBLICA y le dijo con fervor:

—Cariño, estás preciosa. Perdona si tengo la misma pinta que uno de los hermanos Smith.

Alvirah restregó su cara contra la de él. Las lágrimas de alivio que se agolpaban en su garganta desaparecieron al surgir la carcajada.

—Ay, cariño —gritó—. A mí siempre me parecerás igualito a Tip O'Neil.