CONCURSO DE BELLEZA EN EL PALACIO DE BUCKINGHAM

Sentado en el solario de su mansión de la Riviera, Sir Winston esperaba pacientemente a que el respetuoso periodista, situado al otro lado de la mesa, comenzara a formular preguntas sobre el sexto volumen de sus memorias, que abarcaban los últimos cuarenta años del siglo XX, y que acababa de ser publicado.

Tenía un poco de frío; giró el pomo que había en su silla y los rayos de sol enfocaron con más fuerza en su dirección.

—Esta idea la han sacado de algo que se llama manta eléctrica —le comentó al periodista—. Pero claro, es muy probable que usted no se acuerde de eso.

Mordió el cigarro y pensó que cuando se llega a los ciento cuarenta y seis años, uno debería recordar que no debe referirse a acontecimientos ni objetos pertenecientes a más de dos generaciones anteriores. De lo contrario, la gente empieza a creer que te estás volviendo loco.

—Sir Winston, he leído todos sus libros, menos este último —le informó el periodista levantando el lápiz—. Echando una mirada retrospectiva a su larga vida, ¿cuál cree usted que fue el momento más crucial? ¿Cuándo cree usted que sus dotes de mando e ingenio llegaron a destacar más? ¿Fue durante las mejores horas de Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial? ¿O tal vez cuando fue solicitado como árbitro en la disputa entre Rusia y los Estados Unidos sobre quién se quedaba con el lado oscuro de la Luna? ¿O quizá…?

Sir Winston levantó la mano despacio y repuso:

—Hijo mío, ninguno de esos terribles momentos que menciona hicieron que se me helara la sangre en las venas como en aquella noche de 1961, cuando tuvo lugar el concurso de belleza más sonado del siglo XX.

Bebió un sorbo de brandy y se estremeció al recordarlo.

—Fue durante los primeros años del reinado de Isabel II —dijo—. Jacqueline Kennedy de Estados Unidos estaba en la Casa Blanca, como primera dama, claro está, no como presidente. La primera mujer presidente no fue elegida hasta un cuarto de siglo más tarde. Fabiola de Bélgica acababa de casarse. La princesa Gracia de Mónaco era famosa por su hermosura. Sirikit de Thailandia y Farah de Irán… En fin, que alguien sugirió que las naciones se reunieran teniendo en cuenta la belleza de sus principales mujeres y acabaron por organizar un concurso entre las damas que acabo de mencionar. Los jueces fueron Jruschov de Rusia, Nehru de la India y De Gaulle de Francia. Yo estaba convencido de que aquello sería un auténtico berenjenal, pero nadie me hizo caso. Y como esas señoras irían acompañadas de sus maridos, la ocasión parecía apropiada para organizar una cumbre informal.

Volvió a coger su copa de brandy y prosiguió:

—Se ideó una medalla para el primer premio. Un mapa del mundo en miniatura con las fronteras delineadas en piedras preciosas, valorado en un millón de libras. Yo ejercía de maestro de ceremonias y el Times de Londres me puso el apodo de sir Bert Parks, pero nunca logré saber por qué. Alguien había adaptado una canción bastante espantosa, Ahí está, Miss jefa de Estado, que la ganadora debía cantar. Tras meses de preparativos, todo quedó dispuesto. El salón de baile del palacio de Buckingham estaba preparado. Se enviaron las invitaciones a la créme de la créme, y las participantes llegaron en sus jets privados. Es probable que tampoco se acuerde usted de los jets.

Sir Winston se reclinó en su asiento y cerró los ojos.

—¡Ah!, es como si hubiera sido ayer —dijo.

El periodista esperó respetuosamente. Lo sabía todo sobre el concurso de belleza. Había leído libros y más libros sobre el tema. ¿Quién no? Era conocido como la obra maestra de Sir Winston.

*****

Las participantes esperaban a ambos lados del escenario, dispuestas a pasear por el atestado salón de baile. Las damas allí reunidas lucían trajes de noche y tiaras de alta moda. Para los hombres el frac era de rigueur. El gran vestíbulo estaba lleno de flores. Cuando Sir Winston anunció a la primera concursante, la orquesta tocó las notas iniciales de Pompa y circunstancia. El público no aplaudió. Hizo una reverencia.

Con paso majestuoso, ataviada con un traje de brillante satén color albaricoque, luciendo en su blanco cuello refulgentes joyas valoradas en un millón de dólares, las manos delgadas y el cabello castaño, apareció su majestad Isabel II, por la gracia de Dios, soberana del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y demás reinados y territorios, cabeza de la Commonwealth, defensora de la fe. Obsequió a la concurrencia con su fulgurante sonrisa, levantó la mano en su conocido gesto de saludo y ocupó su lugar en el estrado.

Era la primera vez que participaba en un concurso de belleza y, aunque ocultaba el nerviosismo tras su regio aplomo, se preguntaba si lograría añadir un título más a su impresionante lista: «la más hermosa primera dama del mundo». Claro que debía competir con bellezas como Gracia de Mónaco, Jackie de las Colonias, Sirikit de Thailandia, Farah de Irán y Fabiola de Bélgica, pero aun así, había recorrido mucho camino desde aquella novia trémula que lograra meter su voluminoso corpachón en el traje azul que Norman Hartnell había creado para que lo luciera después de la boda. Querido Norman. Debió de estar un poco loco para sugerir aquel color. La verdad, así vestida no había dado la imagen de heredera del imperio, sino más bien de imperio, sin más.

Echó una mirada fugaz a la primera fila ocupada por los dignatarios más importantes. Felipe sonreía. Tenía cara de satisfecho, de modo que su aspecto debía de ser inmejorable. Casi le había perdonado lo de aquel día, poco después de nacer Carlos cuando, después de lanzarle una mirada irónica, le había dicho: «Querida, dentro de poco, tu madre y tú podréis intercambiaros los trajes». Claro que le había pasado factura. Meses más tarde, cuando le comentó que casi no tenía cintura, ella le contestó: «Pues mucho mejor, así hará juego con tus cabellos, querido». Aunque el comentario no pareció afectarlo demasiado. Con todo, era bonito sentir que estaba orgulloso de ella.

«Eres una reina soberbia, tesoro, quizá sea porque disfrutas mucho con ello». Claro que disfrutaba con ello, de eso no cabía duda.

El murmullo de admiración se fue apagando; conteniendo el aliento, el público esperó a la siguiente participante. Los ingleses presentes en la sala consideraban que el concurso había terminado, por supuesto. Isabel se había superado incluso a sí misma. No era sólo por aquellos increíbles ojos azules, el cutis perfecto, el cabello brillante. La muchacha tenía presencia, luz propia, en fin, algo lógico cuando se nace reina.

Sir Winston consultó el programa que tenía en la mano antes de anunciar a la siguiente participante. Aunque no hiciera falta. ¡Caramba! Menudo trabajo había costado decidir en qué orden entrarían. Afortunadamente, a Attlee se le había ocurrido sugerir que Isabel, como anfitriona, debía entrar primero, seguida de las demás según el orden de importancia de sus reinados. Solución que eliminaba el delicado problema de la edad y que permitió que la reina saliera en primer lugar, como debía ser. Se podía confiar en los «corderitos» como Attlee, pues acababan convirtiéndose en palomas de la paz.

—Su majestad, la reina Sirikit de Thailandia —anunció logrando reproducir en parte el brillo dorado y sonoro que había tenido su voz en tiempos de guerra.

Al entrar la esbelta Sirikit, el público lanzó un grito de admiración. Vestía un traje de brocado multicolor que recordaba la cultura oriental de su país. Era de líneas rectas, con un corte en la parte delantera que dejaba al descubierto una pantorrilla que no habría desentonado ni en una bailarina de sala de fiestas ni en una reina. Llevaba el cabello negro azabache recogido en lo alto de la cabeza. Al sonreír cortésmente a la audiencia, sus dientes blancos y uniformes lanzaron un destello. Recorrió despacio el salón y subió al estrado tratando de no colocarse demasiado cerca de Isabel.

«Ojalá pudiera ganar —pensaba—. Esos occidentales con sus asombrosas ideas sobre Tailandia…». La culpa la tenía ese libro, Anna y el rey de Siam. En el aeropuerto había llegado a oír incluso el siguiente comentario: «Con una reina así, ¿crees que al rey le hará falta tener un harén?». ¡Un harén nada menos! Su querido Phumiphon. Todo el mundo sabía que cualquier posibilidad de que alguna vez llegara a fijarse en otra chica, pasaba porque ésta supiera tocar el saxofón y la trompa de llaves.

En general, había sido su año: ocupaba la lista de mujeres más elegantes del mundo y, si ganaba el concurso, seguramente la gente empezaría a tomarse en serio a su país. Y no sólo por las condenadas joyas de plata que Phumpy insistía en pedirle que luciera para fomentar el comercio.

Entre quienes se atrevían a susurrar se oyeron comentarios entusiastas. Qué comparación imposible, decían. Cómo elegir entre Blancanieves y la Bella Durmiente. No se trataba de grados de belleza, sino de tipo. Que Dios se apiadara de los jueces si las demás eran la mitad de guapas que las dos primeras. Hasta el mismísimo Salomón se habría quedado perplejo. En un concurso como aquél, no se podía abrir las ventanas y dejar que las abejas revolotearan entre las flores.

—Su graciosa majestad, la princesa Gracia de Mónaco —dijo Sir Winston ajustándose las gafas.

Era a la que más temía Sir Winston. Tenía la certeza de que su propia reina podía ganar de sobra a las otras participantes, pero con las actrices nunca se sabía, había que tener cuidado. Se rió por lo bajo. Hacía medio siglo, en su vida había habido una actriz. La adorada Ethel. En El capitán Jinks de los infantes de marina estaba arrebatadora. Tenían una manera de mostrarse que superaba incluso a la exhibida por aquellas que habían nacido en el papel de reinas. Inclinó la cabeza hacia delante y vio pasar a la princesa Gracia con paso majestuoso. Peor de lo que esperaba…, ¡la muchacha era de una belleza imponente!

Tuvo el detalle de no levantar la cabeza más de lo que lo había hecho Isabel. La gente siempre se fijaba en ese tipo de cosas. La joven se alegró de haberse decidido por el traje blanco. Ella y Rainiero se habían pasado media noche vacilando hasta que por fin decidieron en contra del azul.

—Serás la reina de la nieve —había decretado Rainiero—. Además, el traje blanco destacará más en la nueva serie de sellos.

—Otra serie de sellos no, cariño —protestó ella—. ¿No te parece que empezamos a tener más sellos que cartas en que colocarlos? Nos sobraron tantos de la primera emisión que hubo que guardarlos en el salón de banquetes. El cocinero se ha negado a que utilicemos más botes de los suyos y el sótano ya está atestado.

Rainiero se había mostrado abatido, pero luego, más esperanzado, había dicho:

—Volveremos a organizar otra Semana Nacional de la Correspondencia. En la última utilizamos todos los sellos del desván.

Gracia comenzó a ascender al estrado pensando en lo bonito que sería ganar por el bien de su esposo, que deseaba fervientemente que su país fuera considerado importante. Esos comentarios que comparaban a Mónaco con Central Park lo tenían muy mosqueado. Además, hacía cuanto podía por ella. Como cuando llegó para la boda, le dijo que en su honor había mandado arreglar todos los escapes de agua del palacio. «Ahora es el sueño de un fontanero», le había comentado, orgulloso.

Después le había mostrado su magnífico jardín de cactáceas. «Cuando tengas ganas de actuar, podemos venir aquí a interpretar una escena de Solo ante el peligro», le había sugerido.

Los últimos acordes de Pompa y circunstancia se fueron apagando mientras ella ocupaba su sitio en el estrado. «Me encanta esa música. Si no fuera por los cheques de regalías que me mandan por Verdadero amor, sin duda, sería mi preferida», pensó. Tuvo que contenerse para no tararear los últimos compases de Verdadero amor mientras echaba un rápido vistazo a su alrededor. Las otras chicas se veían estupendas. Miró fijamente la primera fila de dignatarios y vio que Rainiero le sonreía de oreja a oreja, henchido de orgullo, tanto que parecía a punto de estallar. Se relajó. «Espero que mamá se acuerde de enviarme los periódicos que salgan mañana en Filadelfia», pensó.

Farah Diba esperaba impacientemente en un extremo del escenario. Sabía que le brillaban los ojos, los entornó deliberadamente y se esforzó porque en su rostro se dibujara la suave sonrisa de Mona Lisa que la gente esperaba de ella. Lucía un traje de color verde pálido bordado con cientos de pequeños diamantes. Su querido señor le había colocado personalmente la nueva tiara que valía un imperio. Había retrocedido para contemplarla y asentir con un movimiento de cabeza. «Pequeña, a menos que esos jueces sean tontos, esta noche tendrás un título más», le había dicho.

Ella le había respondido con una sonrisa y le había sugerido: «Si no votan por mí, manda que los decapiten».

Él se había mostrado sorprendido. «Mis antepasados podían haberlo hecho, claro —había reconocido—. Pero hoy en día me temo que sería considerado poco deportivo». Y enlazando su brazo en el de su esposa, habían partido hacia el salón de baile.

«Lo gracioso —pensaba Farah—, es que aún no sabes que me adoras. En el fondo, crees que el ayer sigue estando aquí presente».

Recordó que estaba en la Sorbona con una amiga cuando leyeron el desconsolado mensaje del sha en el que anunciaba su decisión de divorciarse de su amada Soraya. Su amiga, que era de las sentimentales, le había dicho con un suspiro: «No importa con quién se case, siempre llorará por Soraya».

Farah recordaba su contestación: «Los sauces llorones se trasplantan con facilidad». Seguía creyéndolo así. Claro que al principio no había sido fácil. Pero Reza hijo había inclinado la balanza a su favor. Y ella tenía seis años menos que Soraya. Eso también ayuda.

—Su alteza imperial, Farah Diba, reina de Irán.

Oyó los primeros acordes musicales y salió al gran salón de baile sintiéndose inefablemente segura de sí misma. Una cosa más, una vez ganado el concurso, se encargaría rápidamente de que la avenida de Soraya cambiara de nombre. Hasta entonces no había permitido que lo tocaran. Era mejor mostrarse magnánima, pero todo tenía un límite.

Sabía que el público la comparaba con sus predecesoras. Soraya también había tenido una bella predecesora, ¿pero quién hablaba de ella? Subió al estrado con paso confiado. Reza se inclinaba hacia delante en su asiento, con una sonrisa triunfal en los labios. Farah sintió ganas de lanzarle un beso. Era el tipo de extravagancias que parecían fascinar al sha, pero se contentó con hacerle un guiño apenas perceptible.

«Y lo más gracioso de todo —reflexionó— es que si no fuera por la historia del heredero al trono del faisán, habría preferido una niña».

Sir Winston carraspeó. Esperaba que la dulce muchachita que acababa de salir no hubiera oído los murmullos que la comparaban con sus predecesoras. «Estos países del Cercano Oriente», pensó con impaciencia. ¿Qué diablos había de malo en que una mujer fuera la sucesora al trono? A juzgar por algunos reyes que había conocido, las reinas lo hacían bastante mejor. Y hablando de reinas…, cayó en la cuenta de que el público lo miraba con expectación. ¡Ah!, sí, la nueva jovencita, Fabiola de Bélgica. Una muchachita muy dulce, en verdad, aunque no estaba a la altura de Isabel, pero ¿quién lo estaba?

—Su majestad, la reina Fabiola de Bélgica.

Fabiola inspiró profundamente, de puro entusiasmo, no de nerviosismo. Avanzó envuelta en satén rosa pálido y reluciente; el exquisito traje de baile llevaba metros y metros de satén, pero, no tenía cola. ¡Santo cielo, cada vez que pensaba en los seis metros de cola del vestido de bodas! Le supuso tal esfuerzo el arrastrarla que se había pasado media luna de miel con tortícolis.

Cruzó lentamente la estancia, inclinándose ligeramente para responder a las reverencias y los vítores. Para dar más alegría a su atuendo con un toque de elegancia española, había sugerido lucir un par de peinetas en el pelo y llevar abanico. Pero Balduino se había mostrado dolido y le había sugerido: «La mantilla y las peinetas puedes llevarlas en algún baile de disfraces».

No pretendía tener el maravilloso atractivo de Gracia o Jackie. «Pero poseo el toque de Cenicienta —pensó—. Capto la imaginación: tía solterona de treinta y un años, con sobrinos a montones, atrapa al mejor partido de Europa». Sonrió a Balduino, sentado bien erguido y con aire orgulloso en la primera fila de dignatarios, y recordó el día en que se conocieron. Había sido en un cóctel, donde se lo presentaron como el conde no sé cuántos. Se había quedado pasmada. ¿Acaso había alguien en el mundo que creyera de verdad que el soltero más codiciado no iba a ser reconocido? Se disponía a hacer una reverencia cuando pensó en el norteamericano que participó en un concurso y que recordó los nombres de un grupo de islitas olvidadas, pero no el nombre del rey de Bélgica. Ese hombre sí que tenía motivos para olvidarse del episodio. Por alguna perversa sutileza, Fabiola decidió imitarle.

Fingió ignorar por completo la verdadera identidad del conde y agradeció siempre a su buena estrella el haberlo hecho. El supuesto conde se había mostrado muy relajado. La verdad era que cuando dirigía el país, «Baldui» parecía presa de un ataque de timidez. De vez en cuando le comentaba: «No me reconociste, ¿verdad, querida?». Había tenido que invitar a cenar al norteamericano del concurso. Sin duda le debía montones de coles de Bruselas. Llegó al estrado y echó un vistazo al magnífico salón de baile. Notaba el peso de la tiara de diamantes e inspiró alegremente. «Esto es mejor que escribir cuentos de hadas», pensó.

Sir Winston carraspeó ruidosamente. Por último, pero por Júpiter, no menos importante, llegó la última componente del círculo encantado: la guapísima chica de los Kennedy. ¡Ah!, estos norteamericanos, siempre tan peculiares. ¡Francamente arrebatadora! Cuando se hubo aclarado convenientemente la garganta, esperó a que se acallara el murmullo de expectación y entonces, con tono grandilocuente anunció:

—La primera dama de los Estados Unidos, Jacqueline Bouvier Kennedy.

«Oleg se ha superado a sí mismo», pensó Jackie y con gráciles andares cruzó el salón de baile: lucía un traje de satén dorado pálido, de finas líneas, rematado en una incipiente cola. Por supuesto que nadie le hizo reverencias, pero las deferentes inclinaciones de cabeza resultaban muy halagadoras. Esa misma mañana le había comentado a Isabel que un periódico de Washington la había enviado para que redactara unas notas sobre la coronación.

—Ese día, me apiadé de usted —le confesó a la reina—. Cuánta ceremonia. Quién me hubiera dicho a mí que mi futuro iba a depararme una inauguración de este estilo.

—Al menos a usted, querida, le han traído en coche —le espetó Isabel—. El carruaje en que suelen llevarme a mí es excesivo. Se mece como un junco proverbial y el interior parece una nevera.

—Ya —asintió Jackie—, pero cuando usted aparece todos cantan Dios salve a la reina. ¿Por casualidad habrá oído interpretar usted Jacqueline?

Elizabeth asintió con gesto comprensivo y repuso:

—Nunca figurará en la lista de éxitos.

Jackie sonrió para sus adentros. La reina tenía verdadero espíritu deportivo. Por la mañana saldrían a cabalgar. Antes de subir al estrado, pasó delante de la fila de dignatarios.

El Presidente la observaba fijamente al tiempo que con la mano derecha se daba firmes palmadas en la rodilla, de manera que todo debía de estar en orden. Si Jack dejaba de mover la mano, sería señal de que algo no funcionaba. Como ocurrió en aquel desfile en automóvil; después de recorrer siete kilómetros a paso de tortuga, a ella se le había ocurrido abrir el libro. En cuanto la mano se detuvo, supo que había metido la pata. Pero Chaucer era tan delicioso…

Majestuosa, atravesó el estrado y se fijó en Fabiola, estaba realmente preciosa. «Es tan novata en todo esto como yo, pero también está disfrutando mucho —pensó Jackie—. Y lo cierto es que no parece molesta por las gafas que lleva el rey Balduino».

*****

Había sido el único momento delicado del viaje. Jack había convencido a Felipe, Reza, Balduino, Rainiero y los demás muchachos para que jugaran un partido de fútbol americano en el jardín de palacio. Jack, siendo como era, jugó a ganar.

Felipe había quedado ligeramente lesionado, Balduino miraba con ojos miopes a través de sus gafas y Rainiero se había hecho un esguince en el pulgar. ¿Pero qué más daba? Ahí estaba ella, era lo único que importaba. Y papá Kennedy también se había mostrado entusiasmado con el concurso. Le había prometido un cheque de un millón de dólares si ganaba. Se colocó en el sitio que le habían asignado y le sonrió a Jack mirándolo fijamente a los ojos. «Lo tenemos todo —pensó—. Juventud, belleza, los niños, estamos juntos. Tenemos dinero y la Casa Blanca. ¡Santo cielo, no sé qué haríamos si tuviéramos que repetir la jugada!».

Sir Winston adoptó la expresión de bulldog que tan famoso lo había hecho en los años cuarenta. El concurso había cumplido con su propósito. Los maridos de las concursantes y los jueces participarían en una reunión cumbre sin precedentes. Y él se disponía a inaugurarla con un buen brandy español.

Se dirigió al estrado y con voz rimbombante anunció:

—Hemos intentado lo imposible. Elegir entre la rosa y el lirio, la orquídea y el jazmín. —Miró a los jueces que asentían vigorosa y agradecidamente—. Reunimos a estas señoras en un ramillete sin parangón. Intentar elegir a una de ellas supera la capacidad de la mente humana.

*****

Sir Winston abrió los ojos. Había pasado su momento de inspiración. El periodista seguía sentado delante de él, escuchando en silencio.

—Creo que la manera de solventar lo del primer premio fue un toque genial, señor —le dijo, respetuoso.

Sir Winston rió por lo bajo.

—Efectivamente, jovencito —reconoció—. Efectivamente. Me acordé del premio al terminar mi discurso y, desesperado, paseé la mirada por el público. Gracias al cielo divisé a la señora Jruschov que estaba muy elegante con su vestido de terciopelo negro y su collarcito de perlas. Como usted sabrá, siempre había sido famosa por su monumental desaliño. Después de una rápida consulta con los jueces, y de la cortés autodescalificación de Nikita, anunciamos el premio como «la medalla a la mejora más asombrosa» y se la concedimos a ella.