Si aquella tarde de agosto Alvirah Meehan hubiera sabido lo que le esperaba en su nuevo y elegante apartamento de Central Park South, no se habría bajado del avión. Pero tal y como se presentaron las cosas, en su mente normalmente aguzada no se formó indicio alguno de malos presagios cuando el avión dio una vuelta en el aire antes de aterrizar.
Después de ganar en la lotería, Willy y ella se habían aficionado a viajar, pero Alvirah siempre se alegraba cada vez que volvían a Nueva York. Contemplar los rascacielos recortados contra las nubes y las luces del puente que atravesaba el East River tenía un no sé qué de grato.
Willy le dio unas palmaditas en la mano y Alvirah se volvió a mirarlo con una sonrisa cariñosa. Pensó entonces que tenía un aspecto magnífico con su nueva americana de lino azul, a juego con el color de sus ojos. Aquellos ojos y la abundante cabellera canosa convertían a Willy en un doble perfecto e inconfundible de Tip O'Neil.
Alvirah se alisó el cabello castañorrojizo que acababa de teñirse y peinarse en Dale de Londres. Dale se había asombrado al enterarse de que Alvirah tuviese sesenta años. «Bromeas», le había dicho soltando un gritito de asombro.
En la solapa llevaba su broche en forma de sol en el que ocultaba un micrófono. Alvirah grababa las conversaciones y luego las utilizaba en los artículos que publicaba en una sección del New York Globe.
—El viaje ha sido maravilloso —le comentó a Willy—, pero no fue una aventura sobre la que pueda escribir. Lo más emocionante ocurrió cuando la reina se detuvo a tomar el té en el hotel «Stafford Court» y el gato del director atacó a su perro welsh gorgi.
—Me alegro de haber tenido unas bonitas y tranquilas vacaciones —dijo Willy—. Ya no soporto que arriesgues la vida para resolver crímenes.
La azafata de «British Airways» bajó por el pasillo de la zona de primera clase para comprobar si los pasajeros se habían abrochado los cinturones.
—Ha sido un placer hablar con ustedes —les dijo.
Willy le había contado que antes de ganar cuarenta millones de dólares en la lotería, él era fontanero y Alvirah se dedicaba a hacer limpiezas.
—Vaya —comentó la azafata a Alvirah—, me cuesta creer que fuera usted una señora de hacer faenas.
Después de aterrizar, lograron colocar su juego de maletas «Vuitton» en el maletero y acomodarse en el taxi en un período de tiempo asombrosamente corto. Como era normal en agosto, en Nueva York hacía un calor pegajoso y húmedo. El taxi parecía un baño turco y Alvirah pensó con añoranza en su apartamento de Central Park South, que estaría divinamente fresco. Conservaban su antiguo pisito de tres habitaciones en Flushing, donde vivieron treinta años, antes de que la lotería les cambiara la vida. Como Willy señalaba, un buen día Nueva York podía quebrar y mandarlos a paseo en vez de pagarles los cheques. Por precaución, conservaron el piso y unos ahorrillos depositados en el «Citizens of Flushing Bank».
Cuando el taxi se detuvo delante del edificio de apartamentos, el conserje, de traje rojo y dorado e imponente sombrero de piel negra, abrió la portezuela.
—Se estará usted derritiendo —le comentó Alvirah—. Cualquiera hubiera dicho que no se molestarían en ponerle uniforme hasta que acabaran las obras.
El edificio estaba en plena reparación. En primavera, cuando compraron el apartamento, el agente inmobiliario les había asegurado que la remodelación estaría terminada en cuestión de semanas. A juzgar por los andamios del vestíbulo, estaba claro que el hombre había sido excesivamente optimista.
Delante de los ascensores se les unió otra pareja, un hombre alto, cincuentón, y una mujer vestida con un traje de cóctel de seda blanca, con una expresión que a Alvirah le recordó la de alguien que acaba de abrir la nevera y recibir una vaharada de huevos podridos. «Los conozco», pensó Alvirah y comenzó a barajar los recuerdos que guardaba su memoria prodigiosa. Era Carleton Rumson, el legendario productor de Broadway, y ella era Victoria, su mujer, una ex actriz que treinta años atrás había quedado segunda en el concurso de Miss América.
—¡Señor Rumson! —Exclamó Alvirah esbozando una sonrisa que suavizaba un poco los rasgos de su prominente mandíbula, y le tendió la mano—. Soy Alvirah Meehan. Nos conocimos en el balneario Cypress Point de Pebble Beach. ¡Qué agradable sorpresa! Éste es Willy, mi marido. ¿Viven ustedes aquí?
—Tenemos un apartamento porque nos resulta cómodo —repuso Rumson con una sonrisa fugaz.
A regañadientes les presentó a su esposa. La puerta del ascensor se abrió en el instante en que Victoria Rumson se daba por presentada con un leve parpadeo. «Vaya pesada», pensó Alvirah al tiempo que analizaba el perfil perfecto pero arrogante, el cabello rubio claro peinado en un moño. Los años que llevaba leyendo People, US, el National Enquirer y los ecos de sociedad habían contribuido a que el cerebro de Alvirah se convirtiera en el depósito de una cantidad de información pavorosa sobre los ricos y famosos.
Cuando llegaron al piso treinta y cuatro, Alvirah había hecho un repaso de los jugosos detalles sobre Rumson. El productor era famoso por la avidez con que se le iban los ojos tras las chicas. La capacidad de su esposa de pasar por alto sus indiscreciones la habían hecho acreedora del apodo Vicky no ve maldades.
—Señor Rumson, el sobrino de Willy, Brian McCormack —dijo Alvirah—, es un estupendo autor de teatro. Acaba de terminar su segunda obra. Me encantaría que la leyera.
Rumson puso cara de fastidio y le contestó:
—El número de mi despacho está en la guía telefónica.
—En estos momentos están representando su primera obra en un teatro experimental de Nueva York —insistió Alvirah—. En una reseña han dicho que es un Neil Simon en potencia.
—Vamos, cariño —le sugirió Willy—. Estás entreteniendo a estos señores.
Inesperadamente a Victoria Rumson se le derritió la mirada glacial del rostro y dijo:
—Cariño, he oído hablar de Brian McCormack. ¿Por qué no lees la obra aquí? Si te la envían al despacho, quedará sepultada en algún cajón.
—Es usted muy amable, Victoria —dijo Alvirah, entusiasmada—. Mañana se la haré llegar.
Al salir del ascensor y dirigirse al apartamento, Willy le preguntó:
—Cariño, ¿no te parece que has estado demasiado insistente?
—En absoluto —respondió Alvirah—. Quien no se arriesga no pasa la mar. Para mí, cuanto pueda hacer por ayudar a Brian en su carrera está bien.
*****
Desde su apartamento tenían una amplia vista de Central Park. Cada vez que Alvirah iba al parque pensaba que hasta hacía poco tiempo consideraba una bendición las horas que hacía los jueves como mujer de la limpieza y que la casa de la señora de Chester Lollop de Little Neck le parecía un palacio en miniatura. ¡Pero cómo había abierto los ojos en los últimos años!
Habían adquirido el apartamento completamente amueblado a un agente de Bolsa al que procesaron por utilizar información confidencial. Acababa de arreglarlo un interiorista que, según les había asegurado, era el furor de Manhattan. En realidad, Alvirah tenía serias dudas al respecto. El salón, el comedor y la cocina eran completamente blancos. Los sillones eran blancos y tan bajos que, para levantarse de ellos, se necesitaba una grúa; las mullidas alfombras blancas delataban la más mínima manchita; los estantes, armarios, mármoles y electrodomésticos también eran blancos y le recordaban todas las bañeras, los fregaderos y retretes que había tenido que fregar para quitarles la herrumbre.
En la puerta que daba a la terraza había una gran nota impresa.
«Después de efectuar una inspección del edificio se ha constatado que éste es uno de los pocos apartamentos en los que la barandilla y los paneles de la terraza padecen una seria debilidad en la estructura. Su terraza es segura siempre y cuando se haga de ella un uso normal, pero no se apoye en la barandilla ni permita que otros lo hagan. Las reparaciones se llevarán a cabo lo antes posible».
—Tengo bastante sentido común para no apoyarme en la barandilla, sea segura o no —comentó Alvirah encogiéndose de hombros.
Willy sonrió tímidamente. Como padecía de vértigo y las alturas le daban un miedo horrible, nunca había salido a la terraza. Como había dicho al comprar el apartamento, «a ti te encanta la terraza, a mí la tierra firme».
Willy fue a la cocina y puso la tetera a calentar. Alvirah abrió la puerta y salió a la terraza. La recibió una ola de aire sofocante pero no le importó. Le resultaba encantador estar allí de pie viendo el parque y el brillo alegre de los árboles decorados que rodeaban el restaurante Tavern on the Green y vislumbrar en la distancia los carruajes tirados por caballos.
«Qué estupendo estar de vuelta», pensó al entrar en el cuarto mientras sus ojos expertos recorrían la sala pasando revista al resultado del servicio de limpieza semanal. Le sorprendió descubrir unas huellas digitales en la mesa bar de cristal. Maquinalmente, sacó un pañuelo y frotando con fuerza las quitó. Después se dio cuenta de que faltaba el lazo que recogía las cortinas que había junto a la puerta de la terraza. «Espero que no se lo hayan tragado con la aspiradora —pensó—; al menos yo sí era una buena mujer de la limpieza». Recordó entonces la expresión utilizada por la azafata de «British Airways». «Una señora de hacer faenas…».
—Eh, Alvirah —la llamó Willy—. ¿Ha dejado Brian alguna nota? Parece como si hubiera esperado a alguien.
Brian, el sobrino de Willy, era hijo único de Madelaine, su hermana mayor. Seis de las siete hermanas de Willy se habían hecho monjas. Madelaine se había casado a los cuarenta y tantos y justo antes de la menopausia había dado a luz a Brian, que tenía ya veintiséis años. El chico se había criado en Nebraska, escribía obras de teatro para una compañía de repertorio de la zona y hacía dos años, al morir Madelaine, se había trasladado a Nueva York. Con su rostro delgado y ansioso, su cabello rubio y rebelde y la sonrisa tímida, Brian despertó los instintos maternales inexplotados de Alvirah, quien solía comentar: «Si lo hubiera llevado nueve meses en mi vientre no podría quererlo más».
*****
En junio, cuando se marcharon a Inglaterra, Brian estaba terminando el primer borrador de su nueva obra de teatro y había aceptado de buen grado las llaves del apartamento de Central Park. «Es mucho más fácil escribir allí que en casa», fue su agradecido comentario. Vivía en un edificio sin ascensor del East Village, rodeado de familias bulliciosas.
Alvirah entró en la cocina y levantó la vista. Sobre una bandeja de plata había una botella de champán y dos copas. El champán, regalo del agente de Bolsa encargado de la venta del apartamento, reposaba en un recipiente para enfriar el vino, lleno de agua hasta la mitad. El agente les había indicado en varias ocasiones que costaba quinientos dólares la botella y que era la marca preferida de la reina de Inglaterra.
Willy puso cara de preocupación.
—Son esas botellas tan caras, ¿no? A Brian no se le ocurriría tocarlas. Aquí pasa algo raro.
Alvirah abrió la boca para darle la razón pero volvió a cerrarla. Algo raro ocurría y su intuición le indicaba que se avecinaba algún problema.
Sonó el timbre. Era el conserje que les subía el equipaje y se deshacía en disculpas:
—Perdón que haya tardado tanto, señor Meehan, pero desde que empezaron las obras de remodelación, son tantos los vecinos que usan el ascensor de servicio que los del personal tenemos que hacer cola cuando lo necesitamos.
Willy le indicó que dejara las maletas en el dormitorio, el hombre lo hizo y luego se marchó sonriendo y con un billete de cinco dólares en la palma de la mano.
Willy y Alvirah tomaron el té en la cocina. Willy no apartaba la vista del champán.
—Voy a llamar a Brian —decidió por fin.
—Todavía estará en el teatro —dijo Alvirah, cerró los ojos, se concentró y le dio el número de teléfono de la taquilla.
Willy marcó, esperó un instante y luego colgó.
—Han puesto el contestador automático —le informó—. Han suspendido la obra de Brian. Explican cómo recuperar el dinero de las entradas.
—Pobre muchacho —dijo Alvirah con un hilo de voz—. Intenta llamar a su casa.
—También está puesto el contestador —dijo poco después—. Le dejaré un mensaje.
Alvirah sintió de repente un gran cansancio. Mientras recogía las tazas de té recordó que en hora de Inglaterra eran las cinco de la madrugada, de manera que tenía derecho a sentir que le dolían todos los huesos. Colocó las tazas de té en el lavavajillas, vaciló un instante y luego enjuagó las copas de champán y también las metió en el lavavajillas. Su amiga, la baronesa Min von Schreiber, propietaria del balneario Cypress Point donde Alvirah había ido a rejuvenecerse cuando ganó en la lotería, le había dicho que las botellas de vino bueno no debían guardarse en posición vertical. Con una esponja húmeda frotó vigorosamente la botella, la bandeja de plata y el cubo y lo guardó todo. Apagó las luces y se dirigió al dormitorio.
Willy estaba abriendo las maletas. A Alvirah le gustaba el dormitorio. Lo habían decorado para el agente de Bolsa soltero y tenía una enorme cama de matrimonio, un triple vestidor, mesitas de noche lo bastante grandes para que cupieran libros, gafas y las bolsas de hielo que Alvirah se ponía para el reúma de las rodillas; junto a la ventana se veían unos cómodos butacones. Aunque le gustara, la decoración la convenció de que el famoso decorador de interiores era adicto a la lejía. Cubrecamas blanco; cortinas blancas; alfombra blanca…
El portero había dejado el bolso para trajes de Alvirah sobre la cama. Lo abrió y comenzó a sacar trajes y vestidos. La baronesa Von Schreiber le rogaba siempre que no fuera sola a comprarse cosas.
«Alvirah —le decía Min—, eres presa natural de las dependientas a las que ordenan colocar la ropa que no se vende. Presienten tu llegada cuando todavía no has abandonado el ascensor. Llevo bastante tiempo en Nueva York. Vienes al balneario varias veces al año. Ya te acompañaré a comprar ropa».
Alvirah se preguntó si Min daría su visto bueno al traje a cuadros anaranjados y rosas que la dependienta de «Harrod's» le había vendido por un precio astronómico. Estaba segura de que no.
Cargada con un montón de ropa, abrió la puerta del armario, echó un vistazo y lanzó un grito. Tirado sobre el suelo alfombrado, entre las filas de zapatos de diseño del número cuarenta, con los ojos verdes fijos en el techo, el cabello rubio rizado revuelto sobre la cara, la lengua ligeramente salida y el lazo de las cortinas alrededor del cuello, yacía el cadáver de una mujer joven y delgada.
—Por Dios —gimió Alvirah dejando caer la ropa que llevaba.
—¿Qué ocurre, querida? —Preguntó Willy acudiendo a su lado—. Dios santo —dijo con un hilo de voz—. ¿Quién diablos es?
—Es… la… ya sabes. La actriz. La que interpretaba el papel principal en la obra de Brian. Ésa por la que estaba tan loco.
Alvirah cerró con fuerza los ojos, agradecida de perder de vista la mirada vidriosa del cadáver que yacía a sus pies.
—Se llamaba Fiona. Fiona Winters.
*****
Willy la sujetó con firmeza y Alvirah se dirigió al sofá de la sala, el que daba la impresión de que las rodillas se le iban a clavar en la barbilla. Mientras su marido llamaba a la Policía, se propuso pensar con claridad. No hacía falta ser muy espabilado para percatarse de que aquello podía traer serios problemas a Brian. «Debo pensar con calma —se dijo—, y recordar cuanto pueda sobre esa chica. Trataba muy mal a Brian. ¿Se habrían peleado?».
Willy atravesó la sala, se sentó a su lado y le cogió la mano.
—Todo se arreglará, cariño —dijo para tranquilizarla—. La Policía llegará en unos minutos.
—Vuelve a llamar a Brian —sugirió Alvirah.
—Buena idea.
Willy marcó el número y luego le informó:
—Otra vez el maldito contestador. Dejaré otro mensaje. Intenta relajarte.
Alvirah asintió, cerró los ojos y de inmediato su mente pasó revista a los hechos ocurridos aquella noche de abril en que se estrenó la obra de Brian.
El teatro estaba atestado. Brian lo había dispuesto todo para acomodarlos en el centro de la primera fila; Alvirah se había puesto su nuevo vestido negro con lentejuelas plateadas. La obra, Puentes caídos, se desarrollaba en Nebraska y trataba de una reunión familiar. Fiona Winters hacía el papel de mujer mundana a la que aburría la compañía de su nada sofisticada familia política y Alvirah hubo de reconocer que su interpretación resultaba creíble. A Alvirah le caía mucho mejor la chica que tenía el segundo papel. Emmy Lakers era pelirroja, tenía ojos azules e interpretaba a la perfección un personaje gracioso aunque soñador.
Las actuaciones merecieron la ovación del público puesto en pie; Alvirah sintió el corazón rebosante de orgullo cuando a los gritos de «¡Autor! ¡Autor!», Brian salió al escenario. Cuando le entregaron un ramo de flores, se inclinó sobre las candilejas y se lo dio a ella. Alvirah se echó a llorar.
La fiesta del estreno se celebró en el salón del piso superior de «Gallagher's Steak House». Brian reservó los asientos contiguos al suyo para Alvirah y Fiona Winters. Willy y Emmy Lakers se sentaron enfrente. Alvirah no tardó en comprender por dónde iban los tiros. Brian revoloteaba alrededor de Fiona Winters como un tonto enamorado. La Winters tenía un modo increíble de desairarlo y consiguió que todos se enteraran de que provenía de una familia bien al decir: «En mi casa se quedaron de piedra cuando al regresar de Foxcroft decidí dedicarme al teatro». Después les hizo notar a Willy y a Brian, que disfrutaban de unos bocadillos con lonchas de carne y las patatas fritas especiales de «Gallagher's», que serían probables candidatos a un infarto de miocardio. Ella jamás comía carne.
«Se dedicó a criticarnos a todos —recordó Alvirah—. A mí me preguntó si no echaba de menos limpiar casas. Me comentó que Brian tenía que aprender a vestirse y que, con nuestros ingresos, le sorprendía que no le echáramos una mano. Cuando la dulce Emmy Lakers le contestó que Brian tenía cosas más importantes en las que pensar, por poco se la come».
Una vez en casa, había comentado la velada con Willy y los dos estuvieron de acuerdo en que a Brian le quedaba mucho por aprender si era incapaz de percibir la maldad de Fiona. «Me gustaría que hiciera pareja con Emmy Lakers —había dicho Willy—. Si conservara la inteligencia que le tocó al nacer, se daría cuenta de que la chica está chiflada por él. Además, esa Fiona ha vivido demasiado. Debe de llevarle a Brian al menos ocho años».
El timbre sonó estrepitosamente. «Madre de Dios», pensó Alvirah. Ojalá hubiera podido hablar con Brian.
Guardaba un recuerdo borroso de las horas que siguieron. Mientras se le despejaba un poco la cabeza, Alvirah cayó en la cuenta de que era capaz de clasificar los diferentes tipos de representantes de la ley que invadieron el apartamento. Los primeros fueron los policías de uniforme. Después siguieron los detectives, los fotógrafos y los forenses. Willy y ella se quedaron sentados observándolos en silencio.
También acudieron unos agentes de la comisaría de Central Park South Towers.
—Esperamos que no haya ningún tipo de publicidad —dijo el presidente de la comunidad de vecinos—. Esto no es la Organización Trump.
Dos policías les tomaron declaración. A las tres de la mañana se abrió la puerta del dormitorio.
—No mires, cariño —le pidió Willy.
Pero Alvirah no pudo apartar la vista de la camilla que sacaron dos ayudantes de expresión sombría. Al menos el cuerpo de Fiona Winters iba tapado. «Que Dios la tenga en su gloria —rogó Alvirah, al volver a ver el cabello rubio alborotado y los labios apretados—. No era una persona agradable, pero sin duda no merecía morir».
Alguien se sentó delante de ellos; un hombre de largas piernas, cuarentón, que se presentó como el detective Rooney.
—He leído sus artículos del Globe, señora Meehan —le comentó a Alvirah—, y no sabe usted cómo he disfrutado.
Willy sonrió entusiasmado, pero Alvirah no se dejó engañar. Sabía que el detective Rooney le estaba dorando la píldora para que confiara en él. Su mente trabajaba febrilmente buscando la forma de proteger a Brian. Instintivamente, se llevó la mano al broche en forma de sol y conectó el micrófono. Más tarde quería tener ocasión de repasar cuanto se dijera.
El detective Rooney consultó sus notas.
—Según su primera declaración, acaban de regresar de unas vacaciones en el extranjero y llegaron aquí alrededor de las diez de la noche. Poco después, encontraron a Fiona Winters, la víctima. Usted reconoció a la señorita Winters porque había interpretado el papel principal en la obra de Brian McCormack, su sobrino.
Alvirah asintió. Advirtió que Willy se disponía a decir algo, pero le puso la mano en el hombro para impedírselo y contestó:
—Efectivamente.
—Al parecer vieron a la señorita Winters en una sola ocasión —dijo el detective Rooney—. ¿Cómo cree usted que llegó a su armario?
—No tengo ni idea —respondió Alvirah.
—¿Quién tenía llave del apartamento?
Willy volvió a apretar los labios. En esa ocasión, Alvirah le pellizcó el brazo.
—Veamos, las llaves del apartamento… —dijo, pensativa—. Vamos a ver. El «Servicio de Limpieza Un Dos Tres» tiene una llave. Bueno, en realidad no la tienen; la recogen en conserjería y la dejan allí cuando terminan. Mi amiga Maude tiene otra. Vino el fin de semana del Día de la Madre para ir con su hijo y su nuera al restaurante «Windows on the World». Como ellos tienen un gato y mi amiga es alérgica a los gatos, durmió en nuestro sofá. Patricia, la hermana monja de Willy, también tiene una llave. Y…
—¿Tiene su sobrino una llave, señora Meehan? —la interrumpió el detective Rooney.
Alvirah se mordió el labio.
—Sí, Brian McCormack, su sobrino, tiene una llave. —El detective Rooney alzó ligeramente la voz—. Según el conserje, ha utilizado bastante el apartamento mientras ustedes estuvieron fuera. Por cierto, si bien resulta imposible tener certeza plena antes de la autopsia, el forense estima que la muerte se produjo entre las once de la mañana y las tres de la tarde de ayer.
El detective Rooney adoptó un tono especulativo y añadió:
—Será interesante saber dónde estuvo Brian McCormack en ese período de tiempo.
Les informaron entonces que antes de que pudieran usar el apartamento, el equipo de investigación debía revisarlo a fondo en busca de huellas y pasar el aspirador para ver si encontraban más pistas.
—¿La casa está tal como la encontraron? —inquirió el detective Rooney.
—Salvo por… —empezó a decir Willy.
—Salvo por el té que nos preparamos —le interrumpió Alvirah.
«Más tarde, si se tercia, comentaré lo de las copas y el champán, pero si lo hago ahora, después no podré retractarme —pensó—. Este detective se enterará de que Brian estaba loco por Fiona Winters y llegará a la conclusión de que fue un crimen pasional. Y después, hará que todo encaje en esa hipótesis».
El detective Rooney cerró la libreta.
—Tengo entendido que la dirección dispone de un apartamento amueblado para que puedan ustedes pasar la noche —les dijo.
Un cuarto de hora más tarde, Alvirah estaba en la cama, acurrucada contra Willy, que ya se había dormido. Se sentía muy cansada, pero le costaba relajarse en aquella cama extraña. La cosa pintaba mal para Brian. Tenía que haber una explicación. Brian era incapaz de sacar aquella botella de champán de quinientos dólares y seguro que no había matado a Fiona Winters. ¿Pero cómo habrá ido a parar a mi armario?
A pesar de acostarse tarde, a las siete de la mañana Alvirah y Willy ya estaban en pie. A medida que fueron superando la sorpresa de haber descubierto un cadáver en el armario, comenzaron a preocuparse por Brian.
—No tiene sentido que nos aflijamos por Brian —dijo Alvirah con un entusiasmo que distaba mucho de sentir—. Cuando hablemos con él, seguro que se aclarará todo. Veamos si podemos volver a nuestra casa.
Se vistieron rápidamente y salieron. Carleton Rumson esperaba delante de los ascensores. Estaba pálido. Las ojeras lo hacían parecer diez años mayor. Instintivamente Alvirah se llevó la mano al broche y encendió el micrófono.
—Señor Rumson, ¿se ha enterado del asesinato que hubo en nuestro apartamento? —le preguntó.
Rumson pulsó con fuerza el botón del ascensor.
—Sí, por cierto. Unos amigos del edificio nos telefonearon para contárnoslo. Algo terrible para la joven y para ustedes.
Llegó el ascensor. Cuando entraron, Rumson dijo:
—Señora Meehan, mi esposa me ha recordado lo de la obra de su sobrino. Mañana por la mañana nos marchamos a México. Me gustaría leerla hoy.
Alvirah se quedó boquiabierta.
—Ha sido muy amable por parte de su esposa haber insistido en el tema. Descuide, se la enviaremos.
Cuando Willy y Alvirah bajaron en su planta, ella dijo:
—Ésta podría ser la gran oportunidad de Brian siempre y cuando… —se interrumpió.
Delante de la puerta del apartamento encontraron a un policía de guardia. Dentro, todo tenía manchas del polvo para detectar huellas usado por los investigadores. Sentado delante del detective Rooney, con cara de asombro y aire solitario, estaba Brian. Se puso en pie de un salto.
—Tía Alvirah, lo siento. Para vosotros habrá sido horrible.
Alvirah lo encontró más envejecido. Llevaba la camiseta y los pantalones color caqui muy arrugados; de haberse vestido de prisa para huir de un edificio en llamas no habría podido aparecer más desaliñado.
Alvirah le apartó el cabello rubio que caía sobre su frente y Willy cogió la mano de su sobrino.
—¿Estás bien? —preguntó Willy.
Brian logró esbozar una sonrisa forzada y contestó:
—Creo que sí.
—El señor McCormack acaba de llegar —los interrumpió el detective Rooney—, y me disponía a informarle de que es sospechoso de la muerte de Fiona Winters y que tiene derecho a llamar un abogado.
—¿Está usted de guasa? —preguntó Brian, incrédulo.
—Le aseguro que no bromeo —repuso el detective Rooney y sacó un papel del bolsillo de su americana.
Le leyó a Brian sus derechos y luego le entregó la hoja.
—Dígame si ha comprendido el significado de lo que acabo de leerle.
Rooney miró a Alvirah y a Willy y dijo:
—Nuestros muchachos han terminado. Pueden quedarse en el apartamento. Tomaré declaración al señor McCormack en la comisaría.
—Brian, no digas nada hasta que hayamos conseguido un abogado —le ordenó Willy.
Brian meneó la cabeza y repuso:
—No tengo nada que ocultar, tío Willy. No necesito un abogado.
Alvirah besó a Brian y le dijo:
—Cuando hayas terminado, vuelve directamente.
El apartamento quedó en tal estado que Alvirah tuvo que poner manos a la obra. Le dio a Willy una larga lista y lo mandó a hacer la compra advirtiéndole que cogiera el ascensor de servicio para no toparse con los periodistas.
Mientras pasaba el aspirador, fregaba y quitaba el polvo, Alvirah tuvo que admitir que la Policía no te leía tus derechos a menos que fueses un sospechoso en toda regla. Sintió un fugaz escalofrío.
Lo que más le costó fue pasar la aspiradora en el armario. Volvía a ver los ojos desorbitados de Fiona Winters mirándola fijamente. Ese pensamiento la condujo a otro. Si Fiona había sido estrangulada por alguien que le sorprendió por detrás, no habría sido hallada boca arriba.
Alvirah soltó el tubo de la aspiradora. Pensó en las huellas que había en la mesa bar. Si Fiona Winters hubiera estado sentada en el sofá, ligeramente inclinada hacia delante, y el asesino se hubiera acercado por detrás para pasar el lazo alrededor de su cuello, ¿acaso no habría retirado la mano de ese modo?
—Dios mío —murmuró Alvirah—, apuesto a que he destruido pruebas importantes.
El teléfono sonó cuando se estaba colocando el broche en la solapa. Era la baronesa Min von Schreiber que la llamaba desde el balneario de Cypress Point, en Pebble Beach, California. Min acababa de enterarse de lo ocurrido.
—¿En qué estaría pensando esa horrible muchacha cuando se dejó matar en tu armario? —inquirió Min.
—Créeme Min, la vi una sola vez —repuso Alvirah—, cuando asistimos a la representación de la obra de Brian. La Policía está interrogando a mi sobrino. Estoy preocupadísima. Creen que él la ha matado.
—Te equivocas, Alvirah —le corrigió Min—. A Fiona Winters la conociste aquí, en el balneario.
—¡En absoluto! —Exclamó Alvirah—. Era de las que caen tan gordas que no se te olvidan en la vida.
Se produjo una pausa.
—Déjame pensar —pidió Min—. Tienes razón. Vino en otra ocasión con alguien y pasaron el fin de semana en el chalet. Hasta se hicieron llevar las comidas. Su acompañante era un famoso productor al que trataba de echar el lazo. Carleton Rumson, ¿te acuerdas de él, Alvirah? Lo conociste en otro momento, cuando estuvo en el balneario solo.
*****
A mediodía, cuando regresó Carleton Rumson, los periodistas se le echaron encima y lo asediaron a preguntas.
—Sí, la señorita Winters trabajó en varias de mis producciones. No, no tenía idea de que visitara este edificio. Y ahora, si me disculpan, tengo que…
A empujones logró abrirse paso entre la multitud. Se preguntó si el día anterior habría tocado algo en el apartamento. ¿Habría dejado huellas? De sólo pensarlo, se le heló la sangre.
*****
Alvirah entró en la sala y fue a la terraza. «Willy se pone nervioso si me ve salir aquí —pensó—. Me parece una tontería. La única precaución que se ha de tener es la de no apoyarse en la barandilla».
La humedad alcanzaba el punto de saturación. En el parque no se movía una sola hoja. Sin embargo, Alvirah suspiró de placer. Se preguntó cómo alguien nacido en Nueva York podía vivir alejado mucho tiempo de la ciudad.
Junto con la compra, Willy le llevó los periódicos. Uno de los titulares anunciaba Asesinato en Central Park South; otro rezaba Ganadora de la lotería descubre cadáver. Alvirah leyó con cuidado las descripciones sensacionalistas.
—Yo no chillé ni me desmayé —dijo, burlona—. ¿De dónde habrán sacado eso?
—Según el Post, estabas colgando el fabuloso vestuario que compraste en Londres —le informó Willy.
—¡Fabuloso vestuario! La única prenda cara que compré fue el traje a cuadros anaranjados y rosas… que Min me obligará a regalar.
Habían publicado también notas sobre los antecedentes de Fiona Winters, la ruptura con su acomodada familia cuando decidió dedicarse al teatro, y los altibajos de su carrera. Había ganado un Tony pero se decía que resultaba difícil trabajar con ella, lo cual le había hecho perder un buen número de apetecibles papeles. Los periódicos mencionaban también su ruptura con el dramaturgo Brian McCormack cuando abandonó repentinamente la obra Puentes caídos, obligando al teatro a suspenderla.
—¿Y el móvil? —Preguntó Alvirah—. A este paso, los periódicos de mañana ya habrán juzgado el caso y declarado culpable a Brian.
Brian regresó a las doce y media. Alvirah reparó en su pálido semblante y lo mandó sentar.
—Te prepararé un té y una hamburguesa —le dijo—. Da la impresión de que vas a desplomarte.
—Creo que una copa de whisky le sentará mucho mejor que un té —comentó Willy.
Brian esbozó una débil sonrisa.
—Tienes razón, tío Willy.
Mientras comían hamburguesas con patatas fritas, les contó cuanto había ocurrido.
—Os juro que pensé que no iban a soltarme. Están convencidos de que yo la maté.
—¿Te importa si enciendo el micrófono? —preguntó Alvirah. Manipuló el broche en forma de sol y pulsó el interruptor del diminuto magnetófono—. Ahora cuéntanos exactamente lo que les dijiste.
—Muchas cosas sobre mi relación personal con Fiona —respondió frunciendo el Ceño—. Que estaba harto de su mal carácter y que me estaba enamorando de Emmy. Les dije que su abandono de la obra fue la gota que colmó el vaso.
—¿Pero cómo llegó a mi armario? —Inquirió Alvirah—. ¿Has sido tú quien la dejó entrar aquí?
—Sí. Estuve trabajando bastante en vuestra casa. Ante vuestro regreso, anteayer me llevé todas mis cosas. Fiona me telefoneó ayer, me dijo que había vuelto a Nueva York y que vendría a verme. Por error olvidé aquí las notas de mi versión definitiva junto con la copia. Le pedí que se apresurara, que vendría a recoger mis papeles y que iba a pasarme el día delante de la máquina de escribir y no abriría a nadie. La encontré en el vestíbulo, y para no montar un numerito, la dejé subir.
—¿Qué quería? —preguntaron Willy y Alvirah al unísono.
—Poca cosa. El papel protagonista de Noches de Nebraska.
—¿Después de haberte plantado en la otra obra?
—Mira, interpretó la escena de su vida. Me suplicó que la perdonara. Me dijo que había sido una imbécil al abandonar Puentes caídos. Que el papel que había hecho en la película no saldría de la sala de montaje y que la había perjudicado la mala publicidad que le hicieron al abandonar la obra. Quería saber si había terminado de escribir Noches de Nebraska. Y bueno, uno es humano y me fue imposible no alardear. Le dije que tal vez tardara en encontrar al productor adecuado pero que cuando lo hiciera, la obra sería un exitazo.
—¿La había leído? —preguntó Alvirah.
Brian examinó las hojas de té de su taza.
—Vaya, no se presenta un futuro demasiado halagüeño —comentó—. Conocía el argumento y sabía que hay un estupendo papel principal para una actriz.
—No le prometiste dárselo, ¿verdad? —preguntó Alvirah.
Brian negó con la cabeza.
—Tía Alvirah, sé que me consideraba un tonto, pero no hasta el punto de creer que le daría el papel. Me pidió que hiciéramos un trato. Conocía a uno de los productores más importantes de Broadway; si lograba que leyera la obra y la produjera, quería el papel de Diane… quiero decir, de Beth.
—¿Beth? —inquirió Willy.
—Así se llama el personaje principal. Lo cambié anoche en la versión definitiva. Le dije a Fiona que me estaba tomando el pelo, pero que si me conseguía un productor, lo pensaría. Recogí mis notas y traté de marcharme. Fiona me comentó que le iban a hacer una prueba en el Lincoln Center y me pidió que la dejara quedarse más o menos una hora, que no molestaría en absoluto. Al final me pareció que no tenía nada de malo que la dejara quedarse, así podría ponerme a trabajar. La vi por última vez alrededor de mediodía sentada en ese sofá.
—¿Sabía que aquí tenías una copia de la nueva obra? —preguntó Alvirah.
—Sí. La saqué del cajón de la mesa cuando recogía las notas —repuso señalando hacia el vestíbulo—. Sigue en ese cajón.
Alvirah se puso en pie, fue rápidamente al vestíbulo y abrió el cajón. Como suponía, estaba vacío.
*****
Emmy Lakers estaba inmóvil en la enorme butaca de su estudio del West Side. Desde que se enteró de la muerte de Fiona por el noticiero de las siete había intentado ponerse en contacto con Brian. ¿Lo habrían detenido? «Dios santo, ¿cómo podía pasarle eso a Brian? —pensó—. ¿Y yo qué hago?». Desesperada, contempló el equipaje amontonado en un rincón de la estancia. Eran las maletas de Fiona.
En la mañana del día anterior el timbre había sonado a las ocho y media. Al abrir la puerta, Fiona entró como una exhalación.
—¿Cómo puedes vivir en un edificio sin ascensor? —le preguntó—. Menos mal que me encontré con un recadero que venía a hacer una entrega y me ayudó a subir las maletas.
Dejó todo en el suelo y buscó un cigarrillo.
—He viajado en el último vuelo de la noche. ¡Qué error cometí al aceptar ese trabajo! Le eché una bronca al director y me despidió. He intentado ponerme en contacto con Brian. ¿Tienes idea de dónde está?
Al recordarlo, Emmy sintió mucha rabia.
—La odiaba —dijo en voz alta.
Como si estuviera de pie en el otro extremo de la habitación y viera a Fiona, con el cabello rubio alborotado, el mono ceñido al cuerpo que le marcaba cada centímetro de la perfecta figura, sus ojos de gata insolentes y confiados.
Al recordar lo mal que lo había pasado todos aquellos meses viendo a Brian con Fiona, Emmy pensó que aquella mujer tenía tanta confianza en sí misma, que a pesar de la manera en que había tratado a Brian, creía que podría volver a entrar en su vida así como así. ¿Volvería a repetirse? El día anterior le había parecido que sí.
Fiona se pasó la mañana telefoneando a Brian hasta que logró dar con él. Cuando colgó, le preguntó:
—¿Te importa si dejo aquí las maletas? Brian sale ahora mismo hacia el pequeño piso de la mujer de la limpieza. Me adelantaré. —Se encogió de hombros y añadió—: ¡Qué provinciano es! Pero resulta increíble la cantidad de gente de la Costa Oeste que lo conoce. Por lo que oí comentar sobre Noches de Nebraska reúne todas las características para convertirse en un éxito y… quiero el papel principal.
Emmy se puso en pie. Tenía el cuerpo tenso y dolorido. A pesar de que el viejo acondicionador de aire instalado en la ventana no paraba de traquetear y zumbar, en la habitación seguía haciendo un calor sofocante y húmedo. «Tomaré una ducha fría y una taza de café. Quizás así me despeje», pensó. Quería ver a Brian. Quería abrazarlo. «No lamento la muerte de Fiona —reconoció—, pero, ay, Brian, ¿cómo esperabas salirte con la tuya?».
Acababa de ponerse una camiseta y una falda de algodón, y de recogerse la larga melena pelirroja en un moño, cuando sonó el interfono. Al contestar, el detective Rooney le anunció que subía a verla.
*****
—Esto empieza a tener sentido —comentó Alvirah—. Brian, ¿no hay nada que se te haya olvidado? ¿Por casualidad no dejaste en un cubo de plata una botella de champán digna de reinas?
Brian la miró con cara de asombro y contestó:
—¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Imaginaba que no habías sido tú. ¡Ay, chico, qué historia! Fiona no se quedó aquí por lo de la prueba. Apuesto a que telefoneó a Carleton Rumson y le invitó a venir. Por eso encontramos las copas y el champán. Le entregó el guión y después, quién sabe por qué, discutieron. Estoy pensando que… Quiero que vayas a tu casa y traigas la versión definitiva de la obra. Le hablé de ella a Carleton Rumson, el productor, y quiere verla hoy.
—¡Carleton Rumson! —Exclamó Brian—. Es el más importante de Broadway, el más inalcanzable. ¡Debes de ser bruja!
—Te lo contaré después. Él y su mujer se marchan de viaje, así que a moverse, que al hierro candente batir de repente.
Brian lanzó una mirada al teléfono y dijo:
—Tendría que llamar a Emmy. A estas alturas ya se habrá enterado de lo de Fiona.
Marcó el número de la chica y esperó un momento. Luego, con un tono de voz decepcionado, anunció:
—No está, habrá salido.
*****
Emmy estaba segura de que era Brian quien la llamaba, pero no hizo ademán de contestar el teléfono. El hombre delgado, de rostro sombrío que estaba sentado delante de ella, acababa de pedirle que describiera con detalle lo que había hecho el día anterior. Emmy eligió cuidadosamente cada palabra.
—Salí de casa alrededor de las once de la mañana y fui a correr. Regresé a eso de la una y media de la tarde y ya no volví a salir en todo el día.
—¿Fue sola?
—Sí.
—¿Vio a Fiona Winters ayer?
Los ojos de Emmy se dirigieron al rincón donde estaban amontonadas las maletas.
—Pues… —se detuvo.
—Señorita Lakers, debo advertirle que le conviene decir la verdad. —El detective Rooney consultó sus notas y prosiguió—: Fiona Winters llegó en un vuelo desde Los Ángeles aproximadamente a las siete y media de la mañana. Cogió un taxi que la trajo a este edificio. Un recadero que la ha reconocido, la ayudó a subir el equipaje. Le comentó al chico que a usted no le haría gracia verla porque le tenía echado el ojo a su novio. Al marcharse la señorita Winters, usted la siguió. Un portero de Central Park South la reconoció. Estuvo usted sentada en un banco del parque, al otro lado de la calle, vigilando el edificio cerca de dos horas y luego entró en él por la puerta de servicio, que los pintores habían dejado abierta.
El detective Rooney se inclinó hacia delante. En tono confidencial, continuó diciendo:
—Subió usted al apartamento de los Meehan, ¿no es cierto? ¿Ya estaba muerta la señorita Winters?
Emmy se miró las manos. Brian siempre se burlaba de lo pequeñas que eran. «Pero fuertes», le comentaba entre risas cuando echaban un pulso. Brian… Dijera lo que dijese, lo pondría en un compromiso. Miró al detective Rooney.
—Quiero hablar con un abogado.
Rooney se puso de pie.
—Por supuesto, goza usted de ese privilegio. Pero permítame recordarle que si Brian McCormack asesinó a su ex novia, podría convertirse en su cómplice por ocultar pruebas. Puedo asegurarle que no servirá de nada. Esperamos un auto de acusación del gran jurado.
*****
Cuando Brian llegó a su piso, en el contestador encontró un mensaje de Emmy. «Brian, llámame, por favor. Soy Emmy». A Brian le faltaban dedos para marcar el número de la chica.
—Dígame —respondió ella con un hilo de voz.
—¿Qué te pasa, Emmy? Te he llamado hace un rato pero no contestabas.
—Estaba aquí. Vino a verme un detective. Brian, tengo que verte.
—Coge un taxi y nos reuniremos en casa de mi tía. Voy hacia allá.
—Quiero hablar contigo a solas. Es algo sobre Fiona. Estuvo aquí ayer. La seguí hasta el apartamento.
Brian notó la boca reseca.
—No digas nada más por teléfono.
A las cuatro de la tarde, el timbre sonó con insistencia. Alvirah se puso en pie de un salto.
—Brian se ha olvidado la llave —le comentó a Willy—. La he visto en la mesa del vestíbulo.
Pero en la puerta se encontró con Carleton Rumson.
—Disculpe usted la molestia, señora Meehan —dijo al entrar—. Le comenté a uno de mis ayudantes que iba a estudiar la obra de su sobrino. Él había visto ya la primera y le pareció muy buena. En realidad, me ha pedido con insistencia que la viera.
Rumson entró en el salón y se sentó. Tamborileó nerviosamente con los dedos sobre la mesa bar.
—¿Le traigo una copa? —Le preguntó Willy—. ¿O prefiere una cerveza?
—¡Oh, vamos, Willy! —Le dijo Alvirah—, estoy segura de que el señor Rumson sólo bebe champán del bueno. Me parece que lo he leído en People.
—Es verdad, pero en estos momentos no me apetece, gracias.
Su expresión se mantuvo afable, pero Alvirah notó que en el cuello le latía el pulso.
—¿Dónde puedo encontrar a su sobrino?
—Vendrá dentro de un momento. Lo llamaré en cuanto llegue.
—Leo muy de prisa. Si me sube usted el guión, podría reunirme con él al cabo de una hora o así.
Al marcharse Rumson, Alvirah le preguntó a Willy:
—¿En qué estás pensando?
—En que para tratarse de un productor tan famoso, está hecho un manojo de nervios. Me fastidia la gente que tamborilea en la mesa. Me pone los pelos de punta.
—El que tenía los pelos de punta era él —comentó Alvirah con una misteriosa sonrisa.
Al poco rato, volvió a sonar el timbre. Alvirah se apresuró a abrir la puerta. Era Emmy Lakers; del moño le caían mechones de cabello rojizo, las gafas oscuras le tapaban media cara, la camiseta se le pegaba al cuerpo delgado y la falda de algodón era un revuelo de colores. No aparentaba más de dieciséis años.
—Ese hombre que acaba de marcharse —balbuceó—, ¿quién era?
—Carleton Rumson, el productor —repuso rápidamente Alvirah—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque…
Emmy se quitó las gafas y dejó al descubierto los ojos hinchados.
Alvirah cogió a Emmy con fuerza de los hombros y le preguntó:
—¿Qué te pasa, Emmy?
—No sé qué hacer —gimió Emmy—. No sé qué hacer.
*****
Carleton Rumson volvió a su apartamento. Tenía la frente perlada de sudor. Esa Alvirah Meehan no era una estúpida. La sutileza sobre el champán no había sido un mero comentario social. ¿Hasta dónde sospechaba?
Victoria estaba en la terraza, con las manos ligeramente apoyadas en la barandilla. A regañadientes fue a reunirse con ella.
—Por Dios, mujer, ¿no has leído las notas que han puesto por todas partes? Un buen tirón y la barandilla se iría al diablo.
Victoria vestía pantalones blancos y un jersey de punto del mismo color. Rumson pensó con amargura que en cierta ocasión un comentarista de moda había escrito que siendo una belleza rubia, Victoria Rumson debía vestir exclusivamente de blanco. Victoria se había tomado el consejo al pie de la letra.
Se volvió hacia su marido tranquilamente y dijo:
—He notado que cuando estás molesto la tomas conmigo. ¿Sabías que Fiona Winters estaba en este edificio? Quizá vino porque se lo pediste tú.
—Vic, hace dos años que no veo a Fiona. Si no me crees, peor para ti.
—Con tal de que no la vieras ayer, cariño, no hay problema. Tengo entendido que la Policía está interrogando a mucha gente. No tardarán en descubrir que fuisteis noticia, como dirían los columnistas. En cuanto a la obra de Brian McCormack, ¿le estás siguiendo el rastro? Tengo una de mis famosas corazonadas sobre esa obra.
Rumson carraspeó y repuso:
—Alvirah Meehan le pedirá a McCormack que me envíe la obra. Cuando la haya leído, bajaré a reunirme con él.
—Deja que la lea yo también. Así podría acompañarte. Me encantaría ver cómo decora su casa una mujer de la limpieza. —Victoria Rumson se cogió del brazo de su marido y agregó—: ¡Ay, cariño! ¿Por qué estás tan nervioso?
*****
Cuando Brian entró como una tromba en el apartamento con la obra debajo del brazo, encontró a Emmy tumbada en el sofá, tapada con una manta ligera. Alvirah cerró la puerta tras él y vio cómo el muchacho se arrodillaba al lado de Emmy y la abrazaba.
—Os dejo solos para que podáis hablar —murmuró.
Willy estaba en el dormitorio colocando ropa sobre la cama para elegir la que se pondría.
—¿Qué americana me pongo, querida? —le preguntó enseñándole dos chaquetas deportivas.
Alvirah frunció el ceño.
—En la fiesta que harán por la jubilación de Pete tienes que estar elegante, pero no ostentoso. Ponte azul con la camisa deportiva blanca.
—Sigue sin gustarme la idea de dejarte sola esta noche —protestó Willy.
—No puedes perderte la cena de Pete —repuso Alvirah con firmeza—. Ah, Willy, y si te lo pasas de miedo, ya mismo me prometes que no volverás en coche. Quédate en el piso viejo. Ya sabes cómo te pones cuando te reúnes con los muchachos.
Willy sonrió tímidamente.
—Te refieres a que si canto Danny Boy más de dos veces seguidas, ésa es la señal.
—Exactamente.
—Cariño, estoy tan cansado después del viaje y de lo de anoche, que preferiría tomarme unas cervezas con Pete y volver.
—No estaría bien. Cuando ganamos en la lotería y dimos aquella fiesta, Pete se quedó hasta bien entrada la mañana, cuando la autopista iba ya cargada de coches. Anda, que tenemos que hablar con los chicos.
En la sala, Brian y Emmy estaban sentados uno junto al otro, agarrados de la mano.
—¿Habéis aclarado las cosas? —inquirió Alvirah.
—No exactamente —respondió Brian—. Al parecer el detective Rooney le hizo pasar a Emmy un mal rato cuando se negó a contestar sus preguntas.
Alvirah conectó el micrófono.
—Quiero saber todo lo que te ha preguntado.
Vacilante, Emmy se lo contó. Tenía la voz más calmada y había recuperado el aplomo cuando dijo:
—Brian, van a presentar un auto de acusación contra ti. Ese detective intenta sonsacarme cosas que te perjudiquen.
—¿Acaso tratas de protegerme? —Inquirió Brian, incrédulo—. No es necesario. No he hecho nada. Creí que…
—Creías que era Emmy la que estaba en aprietos —dijo Alvirah.
Ella y Willy ocuparon el sofá de enfrente. Notó que Brian y Emmy estaban sentados justo delante del lugar de la mesa bar donde habían quedado marcadas las huellas. Las cortinas se encontraban ligeramente a la derecha. Quien ocupara ese sofá, habría podido ver el lazo.
—Voy a deciros una cosa —anunció—. Los dos creéis que el otro ha tenido algo que ver en esto, pero os equivocáis. Contadme lo que sabéis o creéis saber. Brian, ¿no se te habrá olvidado comentar algo de lo ocurrido cuando viste a Fiona?
—No, nada —repuso Brian.
—Muy bien. Emmy, ahora te toca a ti.
Emmy fue hasta la ventana.
—Me encanta esta visita —comentó volviéndose hacia Alvirah y Willy—. He estado aquí unas cuantas veces. Ayer, cuando Fiona se fue de mi casa para encontrarse con Brian, creí enloquecer. Estuvo colado por ella y Fiona es… era el tipo de mujer que con hacer una señal tenía a los hombres rendidos a sus pies. Tenía miedo de que Brian volviese a caer en sus redes.
—Nunca me… —comenzó a protestar Brian.
—Cállate —le pidió Alvirah.
—Estuve sentada en un banco del parque durante mucho rato —continuó Emmy—. Vi salir a Brian. Cuando comprobé que Fiona no bajaba, empecé a pensar que a lo mejor le había pedido que esperara arriba. Al final me decidí a aclarar las cosas con ella. Subí por el ascensor de servicio porque no quería que nadie se enterara de que había venido. Toqué el timbre y esperé; volví a tocar y después me fui.
—¿Eso es todo? —Preguntó Brian—. ¿Por qué temías contárselo al detective Rooney?
—Porque cuando se enteró de que Fiona había sido asesinada, debió de pensar que tú la habías matado —sugirió Alvirah inclinándose hacia delante—. Emmy, ¿por qué me has preguntado si el hombre que salía de aquí era Carleton Rumson? Ayer le viste, ¿no es cierto?
—Cuando bajaba por el pasillo, él iba delante de mí hacia el ascensor principal. Me pareció haberlo visto en alguna parte pero no lo reconocí hasta hace un momento.
Alvirah se puso en pie y anunció:
—Me parece que deberíamos pedir al señor Rumson que bajara y llamar al detective Rooney para que también venga. Pero antes, Brian, dale tu obra a Willy para que se la suba a Rumson. Veamos. Son casi las cinco de la tarde. Willy, pídele al señor Rumson que nos telefonee cuando se disponga a devolvernos el guión.
Sonó el interfono. Willy contestó.
—Es el detective Rooney. Quiere hablar contigo, Brian.
En la manera de hablar de Rooney no hubo ni asomo de cordialidad.
—Señor McCormack, debo pedirle que me acompañe a la comisaría. Tenemos que hacerle más preguntas. Ya le he leído sus derechos. Le recuerdo que todo cuanto diga puede ser utilizado en su contra.
—No se moverá de aquí —dijo Alvirah, decidida—. Detective Rooney, tengo un montón de cosas que contarle.
Dos horas más tarde, alrededor de las siete, telefoneó Carleton Rumson. Alvirah y Willy le habían contado al detective Rooney lo del champán, las copas, las huellas en la mesa bar y que Emmy había visto a Carleton Rumson, pero Alvirah se dio cuenta de que no había surtido ningún efecto en Rooney. Pensó que se oponía a cualquier posibilidad que no se ajustara a su teoría sobre Brian.
Minutos después, Alvirah se sorprendió al ver entrar en su casa al matrimonio Rumson. Victoria Rumson sonreía amablemente. Cuando le presentó a Brian, le cogió las dos manos y dijo:
—He leído su obra. Es usted un Neil Simon en potencia. Enhorabuena.
Cuando le presentaron al detective Rooney, Carleton Rumson palideció. Se dirigió a Brian y balbuceante, dijo:
—No sabe cómo lamento interrumpirlo. Seré breve. Su obra es una maravilla. Espero poder producirla. Por favor, pídale a su agente que se ponga en contacto con mi oficina mañana mismo.
Victoria Rumson se encontraba junto a la puerta de la terraza.
—Ha sido muy acertado por su parte no ocultar esta vista —le comentó a Alvirah—. Mi decorador ha puesto cortinas y persianas, con lo cual mi piso podría dar a un callejón sin enterarme.
«Está visto que hoy le ha dado por ser graciosa», pensó Alvirah.
—Será mejor que nos sentemos —sugirió el detective Rooney—. Señor Rumson, usted conocía a Fiona Winters, ¿verdad?
Alvirah empezó a considerar que había subestimado a Rooney. Al inclinarse hacia delante, la cara del detective asumió una expresión tensa, de concentración.
—La señorita Winters trabajó hace años en algunas de mis producciones —respondió Rumson.
Estaba sentado en uno de los sofás, junto a su esposa. Alvirah notó que le echaba una mirada nerviosa a su mujer.
—No me interesa lo que ocurrió hace años —dijo Rooney—. Me interesa lo que pasó ayer. ¿La vio usted ayer?
—No, no la vi.
A Alvirah le pareció una respuesta forzada, de compromiso.
—¿Le telefoneó desde este apartamento? —inquirió Alvirah.
—Si no le importa, señora Meehan, las preguntas las hago yo —le advirtió el detective.
—Sea usted más respetuoso cuando se dirija a mi mujer —saltó Willy.
—Yo sólo lo decía porque si ella le telefoneó desde aquí, seguramente la llamada habrá quedado registrada. Además, me sabría muy mal que el señor Rumson se metiera en líos por mentir —agregó Alvirah.
Victoria Rumson dio a su marido unas palmaditas en el brazo y dijo:
—Posiblemente lo hagas para no ofenderme. Si esa mujer insoportable volvió a molestarte, no temas contar exactamente lo que quería de ti.
Rumson pareció envejecer a ojos vistas. Cuando habló, su voz sonó cansada.
—Como he dicho, Fiona Winters trabajó en varias de mis producciones. Además…
—Estuvo íntimamente relacionada con usted —intervino Alvirah—. La llevaba al balneario de Cypress Point.
—Hacía años que no veía a Fiona Winters —dijo Rumson—. Me telefoneó ayer a eso de mediodía. Me dijo que tenía una obra que quería que leyese. Me aseguró que reunía todas las características para ser un éxito y que quería el papel principal. Yo esperaba una llamada de Europa y quedé en que vendría a verla una hora más tarde.
—Eso significa que le telefoneó cuando Brian ya se había marchado —concluyó Alvirah con tono triunfal—. Por eso encontré las copas y el champán. Eran para usted.
—¿Vino usted aquí, señor Rumson? —inquirió Rooney.
Rumson volvió a mostrarse indeciso.
—Vamos, cariño, no pasa nada —le susurró Victoria Rumson.
Sin atreverse a mirar al detective Rooney, Alvirah anunció:
—Emmy lo vio en el pasillo poco después de la una.
Rumson se puso en pie de un salto y exclamó:
—¡Señora Meehan, no toleraré más insinuaciones! Temía que Fiona siguiera importunándome si no la veía de inmediato. Bajé y toqué el timbre. No me abrieron. La puerta estaba entornada, así que la abrí y la llamé. Puesto que había venido hasta aquí, quise llegar al fondo del asunto.
—¿Entró en el apartamento? —le preguntó Rooney.
—Sí. Recorrí esta sala, me asomé a la cocina y al dormitorio. No la encontré por ninguna parte. Abrigué entonces la esperanza de que hubiera cambiado de parecer y ya no quisiera verme; puedo asegurarle que sentí un gran alivio. Esta mañana, cuando me enteré de las noticias, lo único que pensé fue que quizá su cuerpo estuviera en ese armario y que me vería envuelto en el asunto.
Se dirigió a su esposa y añadió:
—Supongo que estoy metido hasta el cuello, pero juro que digo la verdad.
Victoria le tocó la mano y dijo:
—Es imposible que te impliquen en este asunto. No entiendo cómo pudo esa mujer tener el descaro de pensar que debían darle el papel principal de Noches de Nebraska.
Volviéndose hacia Emmy, comentó:
—El papel de Diane debería interpretarlo alguien de su edad.
—Se lo daré a ella —dijo Brian—, aunque todavía no he tenido ocasión de decírselo.
Rooney cerró la libreta y anunció:
—Señor Rumson, tendrá que acompañarme a la central. Señorita Lakers, me gustaría que prestara declaración. Señor McCormack, tenemos que volver a hablar con usted y le recomiendo que pida un abogado.
—Un momento —dijo Alvirah, indignada—. Está claro que cree más en la palabra del señor Rumson que en la de Brian.
«Adiós a la producción de la obra, pero esto es más importante», pensó Alvirah.
—Ahora dirá que posiblemente Brian se marchó, después cambió de parecer y decidió volver para pedirle a Fiona que se fuera y acabó matándola. Le diré cómo creo que ocurrió todo. Rumson bajó y empezó a discutir con Fiona. La estranguló, pero fue lo bastante listo para llevarse el guión que ella le había enseñado.
—Es mentira —exclamó Rumson.
—No quiero oír una palabra más —ordenó Rooney—. Señorita Lakers, señor Rumson, señor McCormack, tengo un coche esperando abajo.
Cuando la puerta se cerró, Willy abrazó a Alvirah.
—Cariño, no voy a ir a la fiesta de Pete. No puedo dejarte. Parece que vayas a desplomarte de un momento a otro.
Alvirah correspondió al abrazo y repuso:
—De eso nada. Lo he grabado todo. Tengo que repasar las cintas y lo haré mejor en soledad. Vete ya y que te diviertas.
—Sí, ya sé, no me lo digas. Si canto Danny Boy más de dos veces seguidas, me quedo a dormir en el otro piso.
Cuando Willy se hubo marchado, en el apartamento reinó un silencio absoluto. Alvirah decidió que un baño caliente en la bañera Jacuzzi le relajaría el cuerpo y le despejaría la mente.
Cuando terminó, para estar más cómoda se puso su camisón preferido y el albornoz a rayas de Willy. Colocó sobre la mesa del comedor la carísima grabadora que el jefe de redacción del New York Globe le había comprado, sacó el diminuto casete del broche con forma de sol, lo metió en la grabadora y pulsó el botón de reproducción. Puso un casete virgen en la parte posterior del broche y volvió a colocárselo en el albornoz por si se le ocurría pensar en voz alta. Luego se sentó a escuchar las conversaciones mantenidas con Brian, el detective Rooney, Emmy y los Rumson.
¿Qué tenía Carleton Rumson que la importunaba de aquella manera? Una y otra vez Alvirah repasó el primer encuentro con los Rumson. Aquella noche, el hombre se había mostrado bastante tranquilo, pero a la mañana siguiente, cuando volvieron a encontrarse, había cambiado de actitud hasta el punto de recordarle que quería leer en seguida la nueva obra. Recordó entonces que Brian le había comentado que Carleton Rumson era bastante inaccesible.
«Eso es. Porque ya sabía lo buena que era la obra. No podía reconocer que ya la había leído. Tengo que convencer de esto al detective Rooney», pensó.
Sonó el teléfono. Alvirah dio un respingo y se apresuró a contestar. Era Emmy.
—Señora Meehan —le dijo con un hilo de voz—, todavía no han terminado de interrogar a Brian y al señor Rumson, pero sé que piensan que Brian es culpable.
—Acabo de descubrirlo todo —le anunció Alvirah, con aire triunfal—. Cuando te encontraste a Carleton Rumson en el pasillo, ¿pudiste verlo bien?
—Bastante bien.
—Entonces pudiste ver que llevaba el guión, ¿no? Quiero decir, si no mintió cuando dijo que sólo bajó para mandar a paseo a Fiona, no se habría llevado el guión. Pero si hablaron del tema y lo leyó por encima antes de matarla, se lo habría llevado. Emmy, creo que he resuelto el caso.
La voz de Emmy fue apenas audible.
—Señora Meehan, juraría que Carleton Rumson no llevaba nada cuando lo vi. ¿Cree usted que el detective Rooney me lo preguntará? Si digo la verdad perjudicaré a Brian.
—Es preciso que digas la verdad —dijo Alvirah con tristeza—. No te preocupes. Sigo dándole vueltas a esta historia.
Cuando colgó, volvió a encender la grabadora y reprodujo varias veces las conversaciones mantenidas con Brian. Él había comentado algo que no lograba recordar.
Finalmente, se puso en pie y decidió que no le vendría mal tomar el aire. «No es que pueda decirse que el aire de Nueva York sea fresco», pensó al abrir la puerta de la terraza. Una vez fuera, posó la mano sobre la barandilla. «Si Willy me viera, le daría un ataque, pero no me asomaré. No sé, esto de contemplar el parque me tranquiliza. Creo que uno de los recuerdos más felices que tuvo mi madre fue el del día en que se paseó en trineo por el parque cuando tenía dieciséis años. Siempre hablaba de eso. Fue porque su amiga Beth lo había pedido como regalo de cumpleaños», reflexionó.
¡Beth! ¡Beth!
Ésa era la clave. Recordó que Brian le comentó que Fiona Winters quería el papel de Diane. Pero había rectificado de inmediato diciendo Beth. Willy le preguntó entonces quién era, y Brian contestó que era el nombre del personaje principal de su nueva obra, que lo había cambiado en la versión definitiva. Alvirah conectó el micrófono y carraspeó. Será mejor que lo grabe. Cuando escribiera la historia para el Globe le vendría bien contar con sus impresiones inmediatas.
—No fue Rumson quien mató a Fiona Winters —dijo convencida—. Fue su esposa, Vicky no ve maldades. Fue ella la que insistió a Rumson en que leyera la obra. Fue ella la que sugirió que Emmy debía interpretar a Diane. Y también ella ignoraba que Brian había cambiado el nombre a su personaje. Debió de escuchar la conversación telefónica que mantuvieron Fiona y su marido. Bajó cuando su marido esperaba la llamada de Europa. No quería que Fiona volviera a estar en contacto con Rumson, por eso la mató y se llevó el guión. Pero se trataba de un borrador, no de la versión definitiva.
—Es usted muy lista, señora Meehan —dijo una voz a sus espaldas.
Alvirah notó que unas manos fuertes la cogían por la cintura. Trató de volverse y advirtió que su cuerpo se apretaba contra el balcón y la barandilla. Se preguntó cómo habría entrado Victoria Rumson en su casa y al instante recordó que la llave de Brian no estaba sobre la mesa. Intentó abalanzarse con todas sus fuerzas sobre su atacante, pero recibió un golpe en el cuello que la dejó medio atontada, la hizo girar y caer con todo el peso sobre la barandilla. Oyó vagamente un crujido y la voz asustada de Willy que gritaba su nombre.
Willy no había permanecido en la fiesta ni siquiera para cantar Danny Boy una sola vez. Después de cenar, se tomó unas cervezas, dio la enhorabuena a Pete y se marchó, pues en el fondo, algo le decía que tenía que volver a casa. Al entrar en el apartamento y ver a las dos mujeres luchando junto a la barandilla de la terraza, se quedó de piedra. Gritó el nombre de Alvirah y atravesó la sala a toda prisa.
—Entra, cariño —le suplicó—, ven aquí.
Al instante se percató de lo que pretendía la otra mujer. Salió a la terraza y vio caer un trozo de pared que dejó un hueco junto a Alvirah. Willy avanzó hacia ella y se desmayó.
*****
¡Beth! ¡Diane! Durante el trayecto en taxi desde la comisaría a Central Park South, Emmy estuvo sentada en el borde del asiento. Tuvo que esperar a que mecanografiaran su declaración; los nervios la consumían al pensar en lo que le podía pasar a Brian y recordó la cara que puso cuando le dijo a Victoria Rumson que iba a interpretar el papel principal de la obra. «Con tal de que a Brian no le pase nada, lo de ese papel no tiene importancia», pensó. Pero el personaje no se llamaba Diane. Brian le había cambiado el nombre. Ahora era Beth. Recordó entonces el comentario de Victoria Rumson: «Usted debería interpretar el papel de Diane». Eso hacía que todo encajara. Victoria Rumson, celosa de su marido… Victoria, a la que hacía unos años Fiona estuvo a punto de quitarle el marido.
Al llegar a esa conclusión, Emmy se puso en pie de un salto y salió corriendo de la comisaría. Tenía que hablar con Alvirah antes que con la Policía. Oyó que un agente la llamaba, pero no hizo caso y paró un taxi.
Al llegar al edificio, corrió hacia el ascensor. Oyó a Willy gritar cuando avanzaba por el pasillo. Encontró la puerta abierta. Vio a Willy salir a la terraza y caer al suelo. Vio las siluetas de las dos mujeres y de inmediato supo lo que estaba pasando.
Emmy salió a la terraza a toda prisa. Alvirah se encontraba frente a ella balanceándose en el vacío. Con la mano derecha se aferraba a la barandilla que seguía en su sitio. Victoria Rumson descargaba un sinfín de puñetazos sobre esa mano.
Emmy agarró a Victoria de los brazos y se los puso detrás de la espalda. El grito de rabia y dolor que lanzó Victoria se elevó por encima del estrépito provocado por un trozo de pared al caer a la calle. Emmy la apartó de un empujón y logró sujetar a Alvirah por el lazo del albornoz. Alvirah se columpiaba en el borde de la terraza; las pantuflas se columpiaban hacia afuera. Su cuerpo se balanceó a treinta y cuatro pisos de altura. En un último esfuerzo, Emmy tiró de Alvirah hacia ella y las dos fueron a caer sobre Willy, que seguía desmayado en el suelo.
*****
Alvirah y Willy durmieron hasta mediodía. Cuando por fin despertaron, Willy insistió en que Alvirah se quedara en cama. Fue a la cocina y regresó al dormitorio un cuarto de hora más tarde con una jarra de zumo de naranja, una tetera y un plato de tostadas. Después de la segunda taza de té, Alvirah recuperó su acostumbrado optimismo.
—Oye, fue fantástico que el detective Rooney entrara como una tromba siguiendo a Emmy y pescara a Victoria Rumson cuando se disponía a huir. ¿Sabes qué pienso, Willy?
—Nunca sé lo que piensas, cariño —repuso Willy con un suspiro.
—Uno de los motivos por los que Carleton Rumson nunca pidió el divorcio es porque no quería dividir su fortuna. Con Vicky no ve maldades en la cárcel, no tendrá que preocuparse por eso. Y apuesto lo que quieras a que producirá la obra de Brian.
»Ah, Willy —concluyó—, quiero hablar con Brian para decirle que será mejor que se case con Emmy antes de que otro se la quite. Tengo el regalo de boda perfecto para ellos, un montón de muebles blancos.
Sonó el timbre. Willy se puso la bata con dificultad y salió del dormitorio. Al abrir la puerta, entraron Brian y Emmy. Willy echó una mirada a las caras radiantes y las manos entrelazadas y dijo:
—Espero que el blanco sea vuestro color preferido.