A Agnès le abre la puerta el mayordomo. Un mayordomo como los de las películas en blanco y negro, cuando los estadounidenses querían imitar a la vieja Europa. Él la observa desde las alturas pero ella no se deja intimidar y exige ver a Lucille.
—¿La señora está avisada de su visita?
—Yo creo que la señora me recibirá… —contesta ella con una enorme sonrisa.
Le dice su nombre, pero antes de que él tenga tiempo de subir y avisar a Lucille, esta ya baja por la escalera de mármol blanco.
—¡Ah! —dice decepcionada. Recupera la prestancia y añade—: Es una amiga, Francis…
Él se aparta y le muestra a Agnès el camino de la escalera con un gesto teatral. Agnès sigue a Lucille hasta un saloncito de estilo inglés, donde arde una gran hoguera. Al examinar la estancia, tiene una sensación familiar, una sensación de déjà-vu. Alfombras gruesas, cuadros en las paredes, libros perfectamente colocados, grandes sofás cubiertos con chales de cachemir, una mesa baja donde están colocados catálogos de arte abiertos de cualquier manera, un revistero, un pebetero y, encima de la chimenea, el retrato de la señora Dudevant con su piel de zorro dorada sobre los hombros. Lucille le señala un canapé y se deja caer sobre otro colocado enfrente. Lleva un jersey negro de cuello vuelto y una camisa escocesa de cuadros azules y negros, ancha, que Agnès reconoce como parte de la colección de Rapha.
—Tienes una casa encantadora, el servicio no es muy acogedor, pero la decoración en cambio…
—Él está aquí para eso, ¿sabes…?
—No se lo tengo en cuenta. ¿Habría dejado pasar a Rapha?
Lucille la mira, sorprendida. Dobla una pierna y la coloca bajo su cuerpo encogido, dispuesta a lanzarse, a replicar.
—Lo oí todo anoche, estaba escondida detrás de la puerta. Lo sé todo…
—Yo también…, reconocí tu coche. El peluche violeta de la gasolinera…
Ríe con malicia y se recoge el pelo sobre el hombro mientras se inclina para encender un cigarrillo. Luego da unas cuantas caladas, tomándose todo el tiempo del mundo, sin apartar la mirada de Agnès, intentando descubrir a la rival en la amiga.
—Yo le quiero, Agnès, ¿lo entiendes? Le quiero. Desde que era muy pequeña, y ella me lo ha quitado…
—Ella no te ha quitado nada, Lucille, Rapha no es el peluche de una gasolinera…
La mirada de Agnès se fija en una bandeja de plata, donde está dispuesto un servicio de té, también de plata. Una tetera inglesa cubierta con un muletón para conservar la infusión caliente, pastas, una tarta de frutas rojas y brillantes, unas cucharillas talladas, unas servilletas bordadas y dos tazas. Lucille sabe recibir.
—Tú siempre has creído que podías tenerlo todo y durante mucho tiempo tuviste razón… Menos con él… Clara ha sido más fuerte que tú, sin quererlo… Olvidas que fue él quien la escogió…
—A los quince años no se escoge…
—Por lo visto sí.
—¿Para qué has venido, Agnès?
—Para impedir que hagas una estupidez…
—¿Ahora eres asistente social?
Suelta otra vez su risita frívola y maliciosa, pero Agnès la ignora. Sabe que su misión no será fácil. El desprecio de Lucille ya no le hiere. Al contrario: ahora están enfrentadas y así es más fácil. No perderán el tiempo. Todos los golpes están permitidos.
—Déjales vivir su historia. Por fin tienen la posibilidad de volver a estar juntos…
—Si él vuelve con Clara, yo le pierdo para siempre…
—Si se lo cuentas todo a Clara, le pierdes para siempre…
—Me guardará rencor, pero sabré hacerle olvidar…
—¡No te perdonará! Intenta entenderlo, Lucille. Intenta entenderlo… Si te callas, aún puedes esperar… O al menos, ganarte su cariño, lo cual no parece ser el caso ahora mismo…
—¡Yo no quiero su cariño! ¡Yo quiero ser su mujer!
—¡Pero si ya estás casada!
—Me divorciaré. A David no le importará otro divorcio…
—Hablas de los hombres como si fueran los peones de un tablero que tú mueves a tu gusto… Eso no es amor, eso es posesión en un caso y manipulación en el otro… Deberías conocer el amor, Lucille, es maravilloso…
Lucille se ríe con desdén.
—¿El amor, como con tu gentil marido? A mí no me gusta tu idea de la felicidad. Es pequeña, mezquina, sin ambición, algo que se te pega a los talones…
—Te sorprenderá, pero creo que quiero a mi gentil marido. Me he ido acercando poco a poco hacia él. Es verdad que cuando me casé no le quería como ahora. Seguía un plan, mi plan, como sin duda tú has seguido el tuyo casándote con David… Tú te has burlado mucho de nuestros cuadernitos, pero nos han acercado. Ahora le veo como es, le acepto sin resignarme, sin empequeñecerme, al contrario…, y yo también sé cómo soy en realidad. Acepto mis límites…
—¡Yo odio los límites!
—Yo acepto mis límites y los proclamo. Esa es la verdadera sabiduría de la vida: saber quién eres; así no imitas a nadie, no envidias a nadie, tú eres tú y evolucionas en el terreno que te corresponde. Incluso puedes ampliarlo, apoyarlo, embellecerlo sin creerte otra…
—Yo quiero a Rapha…
—¡No lo tendrás! ¡En todo caso eso supondría una debilidad terrible por su parte y entonces le despreciarías! Tú quieres a Rapha porque no te pertenece, porque está lejos de ti… ¡No oí que te dirigiera ni una sola palabra de cariño ayer noche! Parecíais dos boxeadores aturdidos que siguen buscando dónde pegar para hacerse daño. Entre vosotros no hay amor, sino cálculo… Él debió de ser más tierno una noche conmigo que durante varios meses contigo…
Por primera vez, Lucille está herida. Levanta la vista hacia Agnès sin agresividad. Un halo de sufrimiento silencioso acaricia su mirada. Se pone a hablar como si estuviera sola, abandonada a su suerte.
—Él cierra los ojos cuando hacemos el amor…
—No está allí porque ese no es su sitio…
—Me llama Lucille, nunca usa un apodo cariñoso… No me telefonea nunca. Siempre soy yo quien le persigue… Puede ser frío, muy frío… Yo lloro a veces, pero me gustan esas lágrimas. Nunca he llorado por nadie. ¡Ni siquiera cuando murió mi padre! Eso es el principio de algo, ¿no? Es un inicio… No me importa nadie. Nadie… Tú puedes morirte mañana, Clara puede morirse, Joséphine puede morirse, David puede morirse, me da igual…
—¡No te creo!
—Tú no puedes entenderlo… Tú eres una palomita inocente… ¿Tú dices «te quiero», Agnès? ¿A quién le dices «te quiero»?
—A mis hijos…, sobre todo a mis hijos… A Yves no lo suficiente.
—¡Yo nunca he dicho «te quiero»! ¡Nunca! ¡Y nunca me lo han dicho!
—Te compadezco.
—Yo nací sola… ¡Más sola que todos vosotros! Más sola de lo que podéis imaginar… Tú, como mínimo, has tenido algo parecido a una familia. ¡La peor familia es mejor que ninguna familia en absoluto! Rapha es mi familia. ¡Si le pierdo, lo pierdo todo!
—¡No puedes robárselo a otra!
—¡Pues tú lo has hecho!
—Una vez… ¡Una sola vez! Para poder contarme cuentos… Escúchame, Lucille, aprende qué es el amor, el verdadero. El amor que da, es mucho mejor dar que tomar o robar… Yo estaré allí, te ayudaré.
—¡Ayudarme tú, Agnès!
Su tono sigue siendo burlón, pero en la última sílaba se le quiebra la voz y derrapa, sorprendida.
—Sí, podrás utilizarme como cuando éramos pequeñas y yo te llevaba la cartera o te servía de recadera, pero esta vez me necesitarás de verdad… ¡Seré yo quien te dará mi amistad y tú quien pedirá ayuda! Eso no es orgullo. Es amistad, amistad auténtica…
—Hablas por hablar, Agnès. Somos demasiado distintas nosotras dos… Es una casualidad que nos hayamos conocido, una pura casualidad, nunca debimos encontrarnos… No podemos ser amigas… No tenemos nada que decirnos.
—Porque tú no quieres escuchar…
Llaman a la puerta. Es el mayordomo que trae la correspondencia en una bandeja.
—Es el correo de la mañana, señora. Hélène lo dejó olvidado en la cocina…
Lucille le echa un vistazo rápido y entre los sobres ve un paquetito marrón. Lo deja sobre el canapé, a su lado, y abre primero el correo. Y como Francis no se retira y permanece en silencio a su lado, ella se da la vuelta y le interroga con la mirada.
—Quería comentarle a la señora que cuando usted estaba en Nueva York llamaron por teléfono y colgaron varias veces…, y si me tomo la libertad de contárselo es porque esta tarde ha habido otra vez una llamada anónima pidiendo que el paquete se le entregara al señor… y luego esa persona ha colgado… Es el segundo envío de este tipo que recibimos. El primero lo abrió el señor…
Lucille se acerca a examinar la letra del sobre, entorna los ojos y sonríe.
—Una voz de mujer, supongo…
—Sí, señora.
—Ya sé quién es, Francis… ¡Una broma de mal gusto, imagino! Gracias, ha hecho usted lo que debía, se lo agradezco.
El mayordomo se inclina y se retira cerrando suavemente la puerta al salir.
—A mí no me gustaría vivir rodeada de criados —dice Agnès en voz baja.
—Yo estoy acostumbrada… Siempre he vivido con extraños…
Se estira, vuelve a doblar las piernas bajo el cuerpo, se envuelve con su gran camisa escocesa, desenvuelve el paquete marrón sobre las rodillas y descubre el contenido.
—Mi antigua institutriz, ¿te acuerdas de la señorita Marie?
Agnès asiente.
—Ella se quedó con mis diarios y se los envía a mi marido…
—¿Con qué intención, según tú?
Los labios de Lucille dibujan un leve mohín. No parece ni dolida, ni tan siquiera extrañada.
—David ni siquiera me lo ha mencionado. ¡Menuda flema! A veces le admiro incluso…
—Eso no está muy lejos del amor…
—Pobrecita… Deja de soñar… Amor, David no sabe lo que es eso. Cuando sus padres le fabricaron se olvidaron de instalarle un corazón. Algo que, por otra parte, ¡hace un siglo que desapareció del inventario de los Thyme! Yo puedo hacer lo que quiera, a él no le importa en absoluto…
Hace una pausa, juega con la cubierta gastada de uno de los cuadernos, lo abre y lo lee al azar, en voz alta, mientras juguetea con uno de sus mechones rubios:
—«Yo no soporto la felicidad de los demás, no quiero que sean felices si yo soy desgraciada…». Tenía trece años, ¿ves? Ya empezaba mal. Me ponía la carne de gallina oíros reír, ver que erais cómplices…
Se sumerge en su cuadernito y sigue leyendo en silencio, se para y vuelve a leer en voz alta.
—«Yo detesto la felicidad, el calor de la gente que me rodea. Es algo que me congela en lugar de confortarme. Todo me parece pequeño, feo. Siempre me dan ganas de ensuciar aquello que parece puro y luminoso. Planeo traiciones y pactos. ¿Por qué mi madre se casó con mi padre? Ella también debió de representar la comedia de la felicidad. ¿A cambio de qué?…».
Deja el diario un segundo sobre sus rodillas y sonríe.
—No sé qué ha leído David en el anterior envío, pero debe de haber disfrutado mucho… Siempre me pregunté qué había sido de esos cuadernos. La señorita Marie… Se venga de mi indiferencia, de mi arrogancia de mocosa. Nunca le permití que se acercara a mí. Nunca quise que sustituyera a mi madre. Sin embargo, papá le dejó un estudio y una renta mensual en su testamento, pero no tiene bastante con eso. Ella también quiere existir, jugar un papel en la vida de los demás. Debe de considerarse importante, cree que así arruina mi matrimonio… ¡Si supiera! ¡David ni siquiera me lo ha comentado!
Y repite esa prueba de la indiferencia de su marido como si no se lo creyera.
—¡Es increíble, increíble…, lamentable, incluso! Pero así es mi vida. ¿Comprendes por qué quiero cambiarlo todo? No tengo mucho que perder…
—No estás obligada a cambiar haciéndole daño a todo el mundo…
Llaman. Lucille se estremece, mira el reloj, no se mueve.
—Es la hora del té —dice, impenetrable, y baja los ojos hacia la bandeja.
—¿Rapha? —pregunta Agnès—. ¡No puede ser Rapha! Ayer noche, en cuanto te fuiste, se puso a pintar como si nada…
—¿Y si fuera Clara? La he invitado a tomar el té. A ti no te esperaba, Agnès.
Agnès se inclina hacia delante y agarra a Lucille del brazo.
—No se lo digas. No hace falta que lo sepa. ¡Por favor!
—Deja de suplicarme, Agnès. ¡Deja de darme lecciones! ¡Guárdate tus consejos para ti misma y déjame en paz! ¡No me digas nunca más, nunca más, lo que debo o no debo hacer! ¡Ya he tenido bastante paciencia contigo!
Lucille se aparta con un gesto brusco y lanza una mirada de enemiga, vehemente y decidida. Las pulseras tintinean, todo se vuelve metálico, frío, cortante. Agnès tiene la íntima intuición de que prepara la guerra, que la espera, que la desea, y que es demasiado tarde.
—¡Pero yo soy amiga tuya!
—¡Tú no eres amiga mía! ¡Yo no quiero tu amistad! ¡Ni la de Clara! ¡A quien quiero es a él!
Ha entrado Clara. Ha recorrido la sala, con un movimiento lleno de felicidad, de calidez, de afecto, dispuesta a ofrecerse a su amiga y, de pronto, se queda inmóvil, llena de estupefacción. El fuego sigue crepitando en la chimenea. Incluso es el único ruido perceptible, familiar, tranquilizador, pero poco a poco cambia de ritmo, se vuelve pesado, cargado del silencio ambiental, y se convierte en amenazador. A medida que pasan los segundos es aún más amenazante, el hada malvada ha bajado por la chimenea y agita sus brazos colorados y brillantes en dirección a ellas, les lanza una maldición y estalla en una carcajada maléfica. Clara se deja caer en el sofá, aturdida. Sus ojos se han convertido en dos puntitos fijos que no se apartan de la camisa escocesa azul y negra.
—Así que eras tú…
Lucille no dice nada y afronta su mirada. Es Clara quien acaba por bajar los ojos.
—Pero yo no te he hecho nunca nada… Nunca te he hecho daño…
Los cuadros azules y negros bailan en su cabeza. Cuadros que se mezclan y acaban siendo negros.
—¿Por qué? ¿Por qué? —murmura Clara.
Lanza un profundo suspiro y después levanta despacio la cabeza.
—Te diré, Lucille, que ya ni siquiera me pareces guapa… Eres fea como tu alma, se te ve en la cara…
—Todas somos feas… No solo yo…
Es el enfrentamiento. Ninguna de las dos quiere darse por vencida ni exponerse a la vergüenza pública. Dos mujeres que se pelean por un varón. Que destrozan su pasado, su amistad, las trizas del pasado y la amistad para disputarse el corazón de un hombre.
—Lo sé, lo sé —murmura Clara—. Ya lo he pagado bastante con Rapha… Pero eso era entre él y yo. No necesitaba convertirte en su aliada para vengarse…
—Yo no le obligué… Fue él quien vino a buscarme…
—No quiero saberlo. No quiero saber nada…
—Sí, has de saberlo… Con lo que dura… ¡Porque esto no es de ayer! Una noche, en la fundación, la víspera de su segunda exposición… Ya habían terminado de colgar sus cuadros, todo el mundo se había ido…
—¡Cállate! Te lo suplico, cállate…
No saber, no poner imágenes a lo innoble, lo incomprensible. Pero en su cabeza ya ha empezado esa pequeña película. Con las fechas exactas. Eso fue antes de que yo le recuperara… Antes de que yo volviera a ponerme en contacto con él, antes de esa caminata veloz y silenciosa a través de París, antes de que él me llevara de la mano hasta su taller, antes de que nos derrumbáramos, agotados, en el colchón, de frotarnos, de agarrarnos, de enmarañarnos, de emocionarnos, de comernos la boca a besos, suspiros, juramentos mudos y eternos. Ella ya estaba allí… En su vida…
—Él me besó. ¡Oh! Ese beso… Cómo lo esperaba, Clara, lo esperaba desde hacía mucho tiempo. Creí que iba a desmayarme. Él debió de notarlo, porque me cogió en brazos y me llevó hasta un sofá enorme, donde volvió a besarme… Fue como si me despertara de un largo sueño… No tuve fuerzas para pronunciar una sola palabra. Él me besó, me besó y me besó… Lo recordaré siempre… Yo le acariciaba la nuca, la camiseta, manoseaba la etiqueta de su camiseta, la arrugaba entre los dedos para estar segura de que no soñaba. Hicimos el amor, yo tenía el peso de todo su cuerpo encima y me decía: tienes que acordarte de todo, de todo, porque, después, cuando él se vaya, te dirás que no ha sido real… Él se fue. Yo me quedé un buen rato tumbada, inerte, no podía volver a levantarme. Después, volvimos a vernos… Trabajábamos juntos. Yo le acompañé al extranjero, multipliqué los viajes para tenerle para mí sola… Yo sabía que él se sentía orgulloso de estar conmigo… por el modo como me sujetaba el brazo, como un propietario. Él me guiaba. Yo le pertenecía y era tan feliz… Yo le convertí en una estrella, Clara. ¡Eso lo hice yo! ¡No tú! ¡Fui yo quien le lanzó, quien le ha hecho conocer la vida fácil, el dinero, las mujeres apasionadas, los poderosos que le invitan! ¡Yo le hice conocer esa vida, yo!
Le lanza una mirada a Agnès. Una mirada que la devuelve a su pequeño pisito de Clichy, que le niega su categoría de rival.
—… Ya no estamos jugando en el patio del edificio de Montrouge. ¡Hemos pasado a otra cosa, y ni tú ni Agnès podéis seguirnos a ese terreno!
Clara se sobresalta.
—¿Por qué Agnès? Ella no tiene nada que ver con Rapha…
Eso no es todo, se dice Clara. Capta de nuevo el peligro. La conspiración. El nuevo mal que le espera. Se vuelve hacia Agnès y la interroga con la mirada.
Agnès no sabe, ya no sabe nada. Mira a Clara: lo último que desea es perder a esa chica, a esa amiga a quien quiere y a quien, sin embargo, ha traicionado. Traga saliva repetidamente, intenta olvidar la mirada implacable de Lucille, que espera que diga la verdad, que se prepara para escupir la verdad en su lugar, por si ella se retira. Prisionera de todas las trampas. Arrojada al drama como un paquete al mar, con dos pesos atados a los pies. Se ahoga, busca palabras para describir su angustia de una noche, su baja autoestima que la condujo a olvidar que Clara era su amiga, intenta recuperar a esa otra Agnès que era ella, no hace tanto tiempo, y que ahora le parece tan extraña, intenta justificar a la otra Agnès…
—Venga, va, tú que hablas de moral —grita Lucille—. ¡Tú que das lecciones a los demás, dile la verdad!… ¡Un poco de valentía!
Agnès se lanza, corta las últimas cuerdas que la atan a su amiga-hermana, todo aquel amor en el sofá rojo, las risas y las esperanzas, las lágrimas y la desesperación, sin saber, solo por cogerse del brazo de la otra, calentarse con la otra, tranquilizarse, arrebujarse, asustarse, consolarse y reír a carcajadas.
—Yo también una vez, una noche, fui a ver a Rapha. Y… fui yo quien se lo pidió… Es culpa mía… Pasamos una noche juntos…
Clara recibe el shock, muy tiesa, con los codos pegados al cuerpo y todo el cuerpo soldado, para que la noticia no la penetre, para que no la abata de un hachazo en la nuca, siente el frío en la nuca, el filo de la hoja sobre la nuca. Ella resiste, aparta el cuello, aguanta. El fuego vuelve a ocupar todo el espacio de la sala. Solo se le oye a él, él, cuya canción sube y baja, como la música de una película que subrayaría la tensión de la escena. Tres mujeres encerradas en un silencio que ruge en su cabeza, que inunda su cabeza como un torrente furioso que se desborda y lo arrasa todo a su paso. Que aporrea, lo aporrea todo, y se infiltra por todas partes, un furioso torrente de barro…
—Yo nunca os he hecho daño —repite Clara—, nunca… Nos abrazábamos, reíamos, llorábamos, nos lo contábamos todo y, en el fondo, eso no era amor sino envidia, resentimiento, celos que se tejían como una tela de araña… Yo, que desconfiaba de todo, nunca he desconfiado de vosotras. Nunca…
Hoy Clara lo ha perdido todo. Su padre, su madre, Philippe y Joséphine, Lucille, Agnès y Rapha… No tiene fuerzas para preguntarse qué sigue viviendo en ella. No lo sabe, ya no sabe nada. No tiene nada a que aferrarse. Detrás de ella, ruinas amenazadoras, calcinadas, recuerdos incendiados, mordazas que se disfrazan de besos para morder mejor y atraparla. Levantarse y correr, correr hacia otro lugar que no imagina. Paga. Paga muy caro una factura ignorada. Hasta ahora lo comprendía; ahora ya no lo comprende en absoluto. Y esa falta de sentido le arrebata la fuerza. Abre sus manos vacías. Tiende sus manos vacías hacia su mirada blanca, ciega, que intenta comprender, pero no sabe qué debe comprender. Sufre eso que debió de sentir su madre cuando se lo quitaron todo. Toca el vacío como ella debió de tocarlo, y la vida se convierte en una película en blanco y negro, desenfocada, que descarrila y se rompe contra un árbol…
Si hablara, si dejara aullar a su dolor, a su pena feroz, no provocaría más que dolor, un dolor aún mayor, y no está segura de desear eso. Comprender, comprender. Comprender lo incomprensible. Encerrar todo su sufrimiento en una cajita de hojalata, allí donde antes batía un corazón lleno de apetito y de sangre roja. Envejecer es eso, se dice, y vuelve a cerrar la tapadera de la caja, dejar que el óxido cubra la tapa de hojalata de su corazón y esperar sin volverla a abrir nunca más… No decir nada más, levantarse e irse. Clara ordena a sus piernas y a sus brazos que obedezcan y es como si le diera órdenes a un robot oxidado. Uno, dos, uno, dos, avanza, pequeño robot, ve hacia la puerta. Camina hasta que te derrumbes y comprendas o te niegues a comprender, y vuelve a cerrar para siempre la pequeña tapadera oxidada sobre tu corazón, que ya no late. Clara ya no ve. Ya no oye, no detecta ni los brazos extendidos, suplicantes de Agnès, ni la cara inexpresiva de Lucille, sale de la estancia siguiendo las pequeñas baldosas negras y azules que bailan en su cabeza, ejecutando una danza siniestra, haciendo que sus ojos se llenen de agua. Camina para no ahogarse en toda esa agua que brota en su cuerpo.
Anduvo, mucho, mucho tiempo. No sabía adónde iba. Andaba. Hombre de hojalata, hombre de hojalata, hombre de hojalata. Pronunciaba palabras incoherentes, palabras que volvían a ella procedentes de mucho tiempo atrás, onomatopeyas, frases de sus libros infantiles, versos que le había enseñado la abuela Mata. París tiene frío, París tiene hambre, París ya no come castañas por las calles, París se ha puesto viejos vestidos de vieja, París duerme de pie y sin aire, en el metro. Las palabras llenaban su cuerpo, sus piernas, vertían plomo, carne plomiza en su cuerpo, en sus piernas, en sus brazos que colgaban como trapos pesados. Ella avanzaba, avanzaba, sin mirar los coches, los árboles, las personas con quienes tropezaba. Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena y nuestro amor, él debe recordarme que siempre llega la alegría después del dolor. Llega la noche, suena la hora, pasan los días, me quedo yo.
Cuando hubo agotado todas las palabras, toda la fuerza que las palabras trasladaban a sus piernas, cayó contra el muro de un puente, se frotó los ojos y dio media vuelta para volver a su casa. Apenas tuvo fuerzas para dar la vuelta a la llave en la cerradura, cerrar la puerta a sus espaldas, ir dando tumbos hasta la cama y amontonar su ropa alrededor de su cuerpo, magullado como si le hubieran dado cien bastonazos. Moverse le dolía, respirar le desgarraba el pecho, tragar saliva era como tragar sables de fuego, y los párpados le pesaban como dos piedras de sepulcro aplastadas por lápidas funerarias.
Aún tuvo tiempo de pasar revista a cada lápida funeraria y de leer todos los cumplidos y las elegías que le habían dirigido. Yo era una persona formidable, se dice, deslumbrada, yo era una persona formidable, yo no lo sabía y no he hecho nada, no he hecho nada, nada…
Se sumergió en un sueño donde brotaban raíces, flores, nenúfares, sapos, junquillos, lianas y papagayos, árboles cuyas ramas colgaban para levantarla, para rodearla en una oscuridad fluorescente que no le daba miedo, que la envolvió dulcemente, la tomó en sus brazos y depositó un beso en su frente empapada de sudor. Entonces morir solo es eso, es tan agradable desaparecer rodeada del afecto de los suyos… Ellos me querían y yo no sabía nada. Yo nunca aprendí a servirme de esta fuerza. A partir de ahí deja de pensar. Esboza una sonrisa antigua, la sonrisa de la pequeña Clara rebelde y no ingenua, y se adormece emitiendo un profundo suspiro. Si me despierto, si me despierto, si me despierto, sabría, sabría… Tendría fuerza para vivir, fuerza para comprender y para perdonar. Voy a dormir, dormir, dormir y olvidaré.
Durmió tres días y tres noches. Sin moverse. No oyó ni el teléfono, ni el timbre de la puerta de la entrada a la que llamó la señora Kirchner que traía un certificado para que ella lo firmara. No oyó los pasos de su hermano en el apartamento, su hermano que le levantó varias veces el brazo derecho y después el izquierdo, que le pegó la oreja al pecho, buscó por debajo y alrededor de la cama rastros de pastillas sospechosas. No había nada. No encontró nada. Nada especial. Solo esa sonrisa que se dibujaba en los labios de su hermana y le recordaba a la pequeña Clara, que se negaba a dejarse engañar. El único indicio que probaba que seguía viva. Hizo venir a un médico que la auscultó y, al no constatar nada anormal, aconsejó que la dejaran dormir. Antes de marcharse, le extrajo una muestra de sangre.
Ella no se movió. Sonreía. Inmóvil y tranquila. Nenúfar flotando en la noche confusa de su sueño. Ella no sabía que estaba autorizada a sobrevivir como había sobrevivido al señor Brieux, al tío Antoine y los demás. Diseñada para pelear. Para oponer el don luminoso de su vida a la brutalidad de los demás que querían aplastarla, reducirla, convertirla en una mujer vencida que inclina la cabeza y se deja separar las piernas. Ella no lo sabía pero el sueño lo sabía, el sueño que reconstruía sus fuerzas una por una, que le recosía un adorno y volvía a pegar uno a uno los pedazos de su corazón desgarrado. Hay personas así; uno se pregunta cómo soportan lo que han sufrido, uno se pregunta de dónde les viene la tozudez que les permite mantenerse de pie, protestar, no doblegarse nunca, no resignarse nunca a dejar pasar la oportunidad de reír una vez más, de seguir confiando, de seguir queriendo. Es el gran genio del sueño que, muy suavemente, con dedos de mago, dedos de espigas de trigo barbudas y doradas, permite que Clara se rehaga, se suelde de nuevo, invente una manera, su manera de ver los acontecimientos de su vida y sobrevivir.
Todo eso fue lo que sucedió en su sueño. Un vigor sorprendente que se apropió de ella e hizo que se desprendiera una vez más del siniestro abrazo de la fatalidad, que la obligó a soltar la presa para ver solo lo esencial. Él me quiere. Yo sé que me quiere, susurraba la voz en su sueño, que me ama por encima de todo, como yo le amo por encima de todo. Él me ha devuelto el dolor que yo le había infligido y ahora, ahora, nos hemos separado. Tengo que aceptar este dolor. Forma parte de nuestra historia ya que en toda historia de amor o de amistad, no solamente existe el sol de la generosidad o de la ternura, hay fuerzas oscuras que nos empujan a ensuciar, a denigrar, que nos llevan al fondo de una cloaca que es nuestra y que nos repugna contemplar. La luz y el lodo, el lodo y la luz. Ahora, nosotros lo sabemos todo del amor, de nuestro amor.
Agnès… La pequeña Agnès que no había recibido de la vida más que el amor que ella se había fabricado pacientemente, gramo a gramo, que buscaba por todas partes ese amor que, a veces, se hartaba de conquistar completamente sola. Agnès que también quería soñar, como todas nosotras, soñar con un amor inmenso que iría a posarse sobre ella como una hoja y parecería una estatua de oro. Ella ya había perdonado a Agnès. Igual que a Lucille. A menudo las personas malas son infelices que no han recibido su ración de amor y se la roban a los demás, que mantienen los puños cerrados para luchar mejor, porque nadie ha deslizado nunca una mano cariñosa y dulce entre esos puños crispados…
—Pobre Lucille —murmura Clara en sueños—. Pobre Lucille…
Clara había tenido el amor de su hermano, la muñeca Véronique, el amor de Rapha, de la abuela y del abuelo Mata. Ella había recibido todo ese amor, que la había curado de la carencia original, de esa carencia que creaba una especie de agujero en ella, la falta de la madre, del padre, de sus caricias. Ella lo había arrebatado todo, porque se lo habían arrebatado todo. Se había convertido en ogresa y había devorado para borrar el viejo dolor que corroe y vacía. No llorar más sobre el cuerpo ausente de su madre tendida al sol, sino calentarse con ese cuerpo, llenarse de su calor, no querer atrapar más el extremo de su vestido cuando ella pasa corriendo por el pasillo, sino conservar el recuerdo del extremo de su vestido para que le dé la fuerza necesaria para reconstruir todo el vestido y, más tarde, envolverse en este vestido, extraer todo el amor de una madre de ese pedazo de tela atrapado, reivindicar alto y fuerte la presencia de un hermano, después de un amante, mezclar la vida y el amor y la cólera y el miedo sin que la vida, su vida, sufra por ello. Sin saber cómo, ella lo consiguió, pero qué importa que lo sepa; la vida, las ganas de vivir, era lo que la llevaba al límite de sí misma en cada ocasión. De la infelicidad más negra, ella sabía extraer una perla blanca, pura, nacarada, que brillaba en la oscuridad y que ella seguía ciegamente. El talento de Clara residía ahí. En resistirse a un destino que la vida quería imponerle y que ella rechazaba, pequeño ser humano enganchado a una felicidad que no quería dejar pasar, ni aceptar su mediocridad. Ese era su modo de ser grande. No una gran artista ni una santa, sino una gran enamorada de la vida. Ella rechazaba la pequeñez y la mediocridad. En ella y en los demás. Ella creaba infelices, seguro. Ella creaba infelicidad, sufrimiento. En ella y en los demás. Pero ella les obligaba a salir de su vida, les forzaba a superarse, a aceptar un dolor, un destino que les hacía grandes y nobles. Sin ella, Rapha nunca habría pintado como pintaba. Agnès quizás no habría aceptado a la pequeña Agnès. Joséphine no habría sentido vergüenza por ser una pequeñoburguesa ávida y tensa. Ella conducía a los demás a llegar al límite de sí mismos. Era doloroso, claro. Para ella y para los demás. Podían juzgarla mal. Pero ella tenía ese don, ese don de la vida extrema.
Porque ella había decidido, desde pequeña, que los demás le mentían y que la verdadera vida estaba por inventar, en otra parte. Si los demás tenían razón, si las personas mayores como su tía y su tío tenían razón, ¿cómo explicar entonces que se hayan convertido en esas formas fofas, repugnantes, rechazadas por la propia vida, como si esta ya no les quisiera? Esos títeres siniestros que se descolorían a medida que pasaba el tiempo… La vida es ingrata con aquellos que la sirven mal, que la traicionan. Finge que les da la razón durante un tiempo, lo suficiente para que se enmienden, rectifiquen, y después, si no hacen nada de eso, les borra, les envilece o les ahoga en su mediocridad. Y entonces toma en sus brazos a aquellos que nunca han desesperado y les adorna con belleza, con dignidad, con gracia, con malicia y con sabiduría. Mirad las caras de los viejos: todos se parecen, todos arrugados, todos agotados, pero algunos poseen una luz que les coloca por encima de los demás, que atrae a los jóvenes y a los niños, los homenajes y los besos.
Clara ignoraba el trabajo del genio del sueño. Clara dormía.
Duerme, pequeña Clara. Descansa en paz. Jamás te vencerán… Nunca estarás sola, porque siempre habrá seres humanos que se reconocerán en ti, en esa resistencia que honra a la raza humana, para reunirse, para ir a buscarte y unirse a ti. Es la fuerza de todas esas personas la que tú has irradiado y de la que eres responsable.
Fue esa fuerza, esa seguridad secreta que ella no había podido formular sin tener, sin embargo, miedo de perderla completamente para siempre, la que volvió en la inconsciencia de su sueño y la recosió pieza por pieza.
Ella dormía, ella dormía. Y la sonrisa de la niña, la sonrisa de la única persona que ella quería reencontrar, la protegía en su sueño.
Durmió durante tres largos días y tres largas noches. Todo ese tiempo fue necesario para que absorbiera el dolor que le había sido impuesto. Que lo identificara y que lo tocara con el dedo para vencerlo como había vencido otras veces. Ya que ese sufrimiento se parecía a todos los demás, cuando esperaba, de niña, que su madre la mirara y la escogiera como a la única niñita del mundo, cuando comprendió, una noche, agazapada detrás de la puerta del salón, que su padre y su madre no volverían más, cuando ella corría detrás de su tío y él no le dirigía la palabra, cuando esa tarde en Venecia, en el mostrador de la agencia, el dolor de Rapha se había impreso en su propia carne…
Entonces, una mañana, abrió los ojos.
Pidió agua, un gran vaso de agua, y esperó que su cuerpo le enviara una señal. Movió un brazo, una pierna, levantó la mano a la altura de los ojos, estiró los dedos uno a uno, volvió a doblarlos y no notó nada anormal. No pasó nada. Se sentía extraordinariamente ligera y agradecida.
—No me he oxidado —cuchicheó.
Delira, se dijo Philippe, inclinado sobre la sonrisa maravillada de su hermana.
—Se acabó. Ya no tengo miedo… No me he oxidado…
Cogió la mano de su hermano y se la puso sobre el corazón. En la cajita de hojalata latía un corazón regado por una sangre nueva, libre de todas las fiebres del pasado, de todo el peso del pasado. Un corazón ligero que saltaba en su pecho, y brincaba tan fuerte que ella creyó que iba a escaparse y que tenía que poner las manos planas para contenerlo.
—¿Ves esa luz allá abajo? —le dijo ella enseñándole un rayo blanco que se colaba entre las cortinas corridas.
Él volvió la cabeza e intentó percibir aquello que su hermana quería que viera a toda costa, una luz temblorosa entre dos trozos de tela blanca.
—Allá abajo… —insistió ella—, entre las cortinas…
Él dijo que sí, que la veía.
—Soy yo, ¿ves?, soy yo… y esta vez lo he conseguido yo sola. Sin ti, ni nadie…
Ella le sonrió. Y ya no era la sonrisa de la durmiente arrastrada a lo lejos, que deja que su cuerpo se bata contra poderes desconocidos, sino la sonrisa encarnada de una mujer, su hermana, que había decidido vivir.
Rapha no se mueve. No puede moverse. Inmovilizado por su pecado. Por su viejo deseo de venganza, que ha ejercido durante demasiado tiempo. Sigue, encerrado, dentro de su taller. Ha corrido las cortinas. Ya no puede entrar nadie. Espera que ella llame. Como antes, no puede hacer más que eso: quedarse encogido en un rincón de su taller esperando que ella vuelva. Esta vez ella se ha ido más lejos, con otro que él no conoce. Una vez más, es una historia de silencio, una historia de ausencia entre ellos. Una historia sin palabras, donde el tiempo ocupa todo el espacio para instalar el perdón, el único remedio para todos los males.
El único con quien puede hablar, porque en su caso no es necesario hablar, es Philippe. Los dos están unidos por ese silencio de hombre impotente, de hombre que no sabe, que querría hablar, explicar, explicarse, pero no puede. Él le telefonea todos los días, una vez por la mañana, una vez por la noche. Le pregunta si hay novedades. Philippe dice sí, dice no, nunca le propone que vaya.
—Esperaré —dice Rapha—. Tengo todo el tiempo del mundo…
Siempre dice las mismas palabras, como el ritual de una misa del que cada uno sabe las respuestas de memoria pero las enlaza con el mismo ardor. Sus dos respiraciones silenciosas en la línea telefónica. Sus respiraciones que dicen más que todas las palabras. Sin reproches, sin pedir cuentas, sin lamentaciones estériles o remordimientos vanos.
—Me he hecho la prueba. Es negativa —suelta una noche Rapha.
—Yo también —dice Philippe—. Negativa.
—¿Y ella? —pregunta Rapha.
—Le sacaron sangre y nada…
—Ah —dice Rapha.
—Agnès tampoco —añade Philippe.
—¿Y Lucille?
—No sabemos nada de Lucille… ¿Y tú?
—Nada… ¿Y Joséphine?
—Tampoco sabemos nada…
Solo queda una persona a quien Rapha quiere ver antes de retomar su prolongada espera de Clara. Chérie Colère. Todo empezó por causa de ella. ¿Gracias a ella?, se sorprende pensando.
Abre los cerrojos de la puerta y sale a buscar a Chérie Colère. Tiene la cabeza clara. Ya no tiene miedo. Sabe que la encontrará. Sabe que no se ha marchado. Ella suele ir al Cadran, un bar de Bagneux donde puedes oír grupos por cincuenta francos. Se instala en un taburete de la barra, deja el bolso en el taburete de al lado, la chaqueta en otro, delimitando su territorio, prohibiendo el acceso. Nadie viene a molestarla. No se atreven. Se pasa horas enteras allí, bebiendo cerveza. «Esto es mi hachís», le dice a Bibi, el barman, que vuelve a llenarle el vaso en cuanto ella lo vacía. Eso le embota la cabeza y le impide pensar.
Rapha aparta el abrigo y sube al taburete. Chérie Colère vuelve la cabeza, asombrada, le reconoce y apoya la mejilla en él sin decir nada. Él le responde al gesto amigable y dulce. Ella le ofrece su vaso y pide otro. Rapha la mira, conmovido, dispuesto a perdonárselo todo. Ella tiene dos arrugas amargas alrededor de la boca, pero le dirige una débil sonrisa que extiende ese surco profundo a sus mejillas pálidas, casi amarillentas.
—Deberías tomar el aire —le dice Rapha acercándose a su oído.
—No tengo pasta —contesta ella, volviendo hacia él dos rasgos negros y densos, dos ojos agotados, cerrados como ostras.
—¿Y si yo te la prestara?
Ella menea la cabeza.
Él moja los labios en la espuma fresca y se dice que una chica tan orgullosa no habría escogido un modo de vengarse tan rastrero. Ella nos habría cortado la cara con un cúter o nos habría estrangulado con una media. Ella no habría tenido miedo de que la detuvieran. Cuando ya no hay esperanza, ya no hay espacio para el miedo.
—¿Es verdad lo que dicen de ti en el barrio?
—¿Que tengo sida y que se lo paso a todo el mundo para vengarme?
—Exact…
—Es el gitano quien hace correr ese rumor para vengarse porque yo le rechacé. Ya lo sé. Hace tiempo que me hacen el vacío. Incluso tú, Rapha, incluso tú…
—Me deprimí, es verdad… Pero te he buscado por todas partes…
—¿Tú te lo creíste? ¿Creíste eso de mí?
Rapha suspira.
—Si supieras las tonterías que he llegado a hacer…
—Él oyó una historia de una chica en Inglaterra o en Escocia, que se había vengado de unos tipos contagiándoles uno por uno, y le pareció que eso podía quedar bien en esta situación… Los vecinos quieren que me traslade y he perdido mi trabajo en la peluquería. Fantástico, ya ves…
Bibi sirve otra cerveza que llena el vaso vacío de Chérie Colère.
—¡Bingo! —dice esta última—. ¡Gracias, Bibi!
Se vuelve hacia Rapha.
—Me encanta Bibi. Con él no hace falta hablar… Eso es raro en estos tiempos que corren…
—¿Qué vas a hacer?
—Irme a otra parte. A un sitio donde nadie me conozca. Aún quedan, afortunadamente. Las uñas, la belleza, eso es un valor seguro. Quizás a Londres… Tengo una amiga que se marchó allí… Por lo visto eso funciona allí. No es como aquí, donde todo el mundo va mal y se muere de aburrimiento… ¡Estoy harta de este ambiente de depresión sistemática! Harta de esta gente que llora y arrastra el culo por el suelo.
—¿Quieres pasta para largarte?
—¿No tienes otra cosa que proponerme?
Una luz pasa entre esos dos trazos negros cerrados con dos líneas de carboncillo, un poco corrido en un lado. Una luz fugitiva, que choca con el silencio embarazoso de Rapha y que se apaga enseguida.
—Tú desde luego eres lo único que extrañaré de aquí… ¡Un recuerdo feliz, aunque duela, siempre es mejor que un recuerdo triste!
A los pies de Clara se enrolla el fax. Ella se agacha para recogerlo y reconoce la caligrafía de Joséphine. Duda antes de leerlo. Conoce a Joséphine y su ímpetu, no está segura de querer escuchar su estilo acompasado y vivaz. No, en este preciso momento… Ellas dos ya no cantan la misma canción. Le parece lejano, ese tiempo de los faxes descarados, de Mick Jagger y de Jerry Hall. Ella ha mudado y teme que la elocuencia de Joséphine arañe su nueva piel. Sin embargo, necesita su calidez, los brazos de Joséphine rodeándola, una Joséphine muda y apoyada en ella. Extraña a esa Joséphine.
Joséphine… No han hablado desde…
Desde…
Clara está sola en el apartamento. Ya no sale, ya no recoge el correo de detrás de la puerta, ya no contesta al teléfono. Espera que su nueva piel, su piel de bebé, suave y fina, se curta, se haga más gruesa para afrontar el mundo exterior. Se abraza a sí misma. Se sienta al lado del fax con las piernas cruzadas. Lo mira un buen rato. Lo coge con cuidado entre los dedos y baja la mirada hacia las primeras palabras.
Lee y, sin saberlo, se adapta a la gravedad de la carta de su amiga.
Clara:
Sé que estás mejor. He tenido noticias tuyas por Philippe. Ya ves, volvemos a hablarnos gracias a ti. No nos decimos gran cosa, pero nos hablamos. Yo no te he telefoneado porque yo también estoy y he estado trastornada. Menos que tú, sin duda…, pero bastante de todas formas, y eso aún no ha terminado. Antes de contarte mi vida, has de saber que te quiero, que eso no es solo una palabra bonita, y que en cuanto me hagas una señal estaré ahí. No esa atolondrada que te pone nerviosa, sino la otra…
Hui. Es verdad. Tuve miedo, un pavor intenso que me vació las entrañas y me hizo volver a toda velocidad a Nancy. Nunca los brazos de Ambroise alrededor de mis hombros en el andén de la estación me habían parecido tan tranquilizadores. ¡Por poco le firmo un contrato de noventa y nueve años, castidad incluida, con cinturón y doble llave entregada a mi amo y señor!
Así que volví al lado de Ambroise y los niños. Vinieron a buscarme a la estación y, al verles a los cuatro en fila en el andén, lloré de emoción. ¡Qué loca estaba pensando en sacrificar toda la felicidad de esa fila de caras inocentes y llenas de amor hacia mí! Les abracé, con lágrimas en los ojos, chorreando abnegación y con el corazón desbocado.
Y fui feliz, con una felicidad de vestal, inmolada en el altar conyugal. Ya no pedía nada, nada más que esa felicidad, y estaba dispuesta a todos los sacrificios para disfrutarla. Los primeros días fueron serenos y plenos. Yo saboreaba una tranquilidad despreciada durante mucho tiempo. Ya no estaba enfadada. Estaba anestesiada. Era como si hubiera escapado a un peligro terrible. Una auténtica convaleciente. Sacaba provecho de todo. Hallaba felicidad en el más pequeño detalle: un dibujo de Arthur, «para mamá a quien quiero con locura», un comentario de Julie sobre las nuevas parejas de novios en el colegio, el peso de Nicolas pegado a mí. Ya nada me pesaba y sentía una indulgencia inmensa por todo aquello que antes me irritaba. Ambroise me contemplaba, orgulloso de sí mismo, convencido de ser el origen de esa nueva sumisión. Él volvió a sacar pecho, recuperó la seguridad, bramaba como el ciervo en celo, en septiembre, la estación de los amores antes de que los bosques y las altas planicies se cubran de nieve. Me honró incluso con varios esmerados juegos de cadera. Yo hice lo mismo, con el corazón animoso, y experimenté por primera vez la ternura en el acto carnal. Ya no era una lucha para conseguir el placer sino el intercambio tierno de dos compañeros de vida. Veía el nombre de señor y señora escrito en los sobres del correo y me sentía tranquila. Me colgaba de su brazo en las cenas. Asentía ante sus peroratas. Veía crecer la planta de tomillo de la cocina.
Y entonces…
El miércoles pasado, a Julie la invitaron a una merienda en casa de Laetitia. Laetitia ha cambiado de colegio este año y Julie ya no la ve. Era su mejor amiga. Recortó su silueta de la foto de curso del año pasado y la pegó a su lamparilla para decirle buenas noches cuando la apaga. Los padres de Laetitia están divorciados y la niña alterna una semana en casa de uno y una semana en casa del otro, lo cual hace muy difícil que las dos amiguitas se vean. Prácticamente ya no se ven. Hablan por teléfono, pero cada vez menos.
Durante unos días, la fiesta en casa de Laetitia fue el único tema de conversación de mi hija. El vestido para ir a casa de Laetitia, los zapatos que se pondría, el regalo que iba a escoger, la hora a la que llegaría, la hora a la que yo debía ir a buscarla. Hizo una lista de todo lo que iba a contarle a Laetitia y clasificó los temas por orden de importancia. Cuando llegó el martes por la noche, su actitud cambió. Apenas probó la cena, dejó que Arthur se terminara sus natillas de chocolate. Crispada, ausente, con la mirada llena de una angustia muda. Yo daba vueltas a su alrededor, intentando entrever una grieta por donde meterme para hacerla hablar y que me lo contara. No había nada que hacer.
Cuando llega el momento de apagar la luz de su habitación, yo miro la fotografía de Laetitia en la pantalla y le murmuro con un beso:
—Mañana es miércoles. Verás a Laetitia…
Ella me lanza una mirada terrible desde el fondo de la almohada y, chupando su viejo peluche que parece dos bolas desgastadas que se aguantan por un hilo, farfulla:
—No tengo ganas de ir, mamá. No tengo ganas…
Yo la miro, desconcertada.
—¡Pero, bueno, cariño, si te apetecía muchísimo! ¡No lo entiendo!
—¡Mamá! ¡Por favor! —contesta ella y junta las manos—. ¡Te lo suplico! No quiero ir.
Yo le digo que Laetitia la espera, que ha preparado una fiesta, que ella se ha comprometido a ir. Todo inútil. Ella acaba sollozando y llorando, pidiéndome por favor, entre hipos, que no la obligue a asistir.
El miércoles por la mañana, me veo obligada a constatar que no ha cambiado de opinión y en cuanto apunto la posibilidad de ir a casa de Laetitia, ella se retrae, se contrae y expresa una angustia terrible.
Por lo tanto, se queda toda la tarde en casa jugando con Arthur.
Por la noche, le propongo telefonear a Laetitia para excusarse. Nueva crisis de pánico, otra vez las manos unidas en un espanto indescriptible, como si yo la amenazara con lanzarla completamente desnuda a una bañera de hormigas rojas carnívoras.
Yo renuncio, intrigada, y me prometo a mí misma volver a hablarlo con ella.
Pasan unos días y recibo una llamada del papá de Laetitia, en cuya casa se celebró la merienda. Su hijita esperó a Julie toda la tarde, no tocó ni los pasteles, ni los regalos, pendiente de la llegada de su amiga para que empezara la fiesta.
—¡Pero no lo entiendo! —le digo yo—. ¡Era un cumpleaños, Laetitia había invitado a muchos más niños!
—En absoluto —responde el padre, muy molesto—. Solo había invitado a su hija y le había hecho creer que era una gran fiesta para darle una sorpresa…
Yo me deshago en excusas y prometo que Julie lo compensará invitando a Laetitia el miércoles siguiente. Cuelgo y voy a buscar a mi hija. Le exijo que me lo explique. Ella me hace prometer que no la reñiré si me dice la verdad. Yo le respondo que jamás, que nunca jamás la castigaré aunque me confiese la peor estupidez. Tú me conoces… Ya me tienes lanzada a un elogio académico de la Verdad que estructura, que permite saber dónde está uno con relación a sí mismo, que te da valor para ser uno mismo, distinto a los demás, la Verdad que hace avanzar…
—Cuando mientes, te cuentas cuentos… Te conviertes en otra, en la de tu mentira, y al final ya no sabes quién eres. Mentimos cuando no tenemos valor para mirar las cosas cara a cara.
Me sentí bastante orgullosa de mí. Me dije que hablando de ese modo le proporcionaba una columna vertebral y miles de huesecillos para el resto de sus días. Había olvidado completamente el tema inicial de nuestra conversación: la merienda en casa de Laetitia.
Ella me escucha muy seria, se queda un rato pensando y me pregunta:
—Entonces, ¿tú por qué sigues con papá?
Yo la miré, sin respiración. Toda mi duplicidad condensada en una frase.
—¿Por qué dices eso?
Ella no contesta. Me mira fijamente, desamparada, ligeramente asustada.
—Habías dicho que no me reñirías…
—No te riño.
—Sí… No pareces muy contenta.
—Estoy sorprendida, nada más. Muy sorprendida, diría…
—Eres tú quien dice que hay que hablar…
—Y tengo razón…
—Eres tú quien se queja siempre de papá. Estos últimos días no, disimulas…, pero normalmente…
Yo me quedo muda. Ni una sola palabra sale de mi boca. Petrificada. Desenmascarada. Yo soy la hija pequeña y ella la madre. Tengo ganas de apoyar mi cabeza en su pecho y que ella me hable de mis mentiras, de mi falso ímpetu, de mi verdadera cobardía. Que ella me pase la mano por el pelo y me consuele. Que me preste su peluche con las bolas colgando, que me haga sitio en su cama y me acune hasta que me duerma.
—Yo no quería ponerte triste…
—No me pones triste…
La tranquilizo y recupero la compostura, vuelvo a la conversación sobre el tema del día. He perdido el tono académico y hablamos de igual a igual. Ella debe de notarlo, porque no disimula.
—Entonces, ¿por qué no has ido a casa de Laetitia?
—Porque tenía miedo.
—¿Miedo de qué?
—Miedo de volverla a ver otra vez y después no volver a verla… Miedo de sentir pena después… ¿Entiendes, mamá? Si ya no la veo más, al final la olvidaré y ya no estaré triste…
Soy incapaz de decirte hasta qué punto me sentí emocionada: mi hija economiza los sentimientos. ¡A los ocho años! Ella gestiona su capital afectivo como… su madre.
Yo le doy un ejemplo de mujer que tiene miedo a vivir y que prefiere seguir bien protegida por un marido al que no valora, pero se resigna. Todo eso que yo creía enseñarle con una buena educación, con la presencia, el amor, estaba tachado por una palabra: miedo. El miedo que siento yo y que le comunico sin saberlo, miedo de vivir, miedo de correr riesgos, miedo de amar.
Desde entonces, me torturo. ¿Qué debo hacer? Mi felicidad de los últimos días ya no tiene el mismo sabor. Me parece prefabricada, adulterada. Y lo es. Mi vida pasada, esa que te conté en mi último fax, también me parece falsa. Forzada, mecánica. Todo lo mío es falso, Clara. En mi caso, ¿el valor sería irme con los niños bajo el brazo? ¿Para ir adónde? ¿Para hacer qué? ¿A vivir cómo? ¿Y de qué? Podría multiplicar los interrogantes hasta el infinito…
Si me voy…
Si me quedo, estoy protegida pero… muero lentamente y contagio el virus del miedo a mis hijos. Les convierto en cobardes.
Clara, tengo canguelo. CANGUELO. Creí que había alejado la tentación, que la había ahogado bajo el hábito de la perfecta esposa, y resulta que me ha saltado a la cara.
Yo, con Philippe, había entrevisto otra cosa, otra forma de vivir, de estar con un hombre, otro camino a seguir, pero tengo canguelo. No paro de repetir esa palabra. Soy como Julie, que prefiere no ir a su fiesta…
Como tú, necesito estar sola para pensar en todo esto. Sola como todos aquellos que sienten que lo que son realmente nadie puede comprenderlo y prefieren por tanto vivir una caricatura de sí mismos. Sola también para decidir. Debo hacer callar a la idiota, la alocada y ceder la palabra a la otra, a quien no conozco aún pero que llevo esperando desde hace mucho tiempo…
Pero si tú necesitas ternura, yo estaré ahí, para ti. No para hablar. Para abrazarnos muy fuerte como en el sofá rojo de la abuela Mata…
Te abrazo tan fuerte como te quiero,
Joséphine
P. S.: Mañana voy a hacerme la prueba. Está decidido. He pedido hora. Te envío un fax con los resultados en cuanto los tenga.
Clara deja el fax y tiembla, se envuelve en sus brazos y se hace una bola sobre el suelo. ¡Cuánto camino recorrido en unos días! Vivimos días y días, semanas y meses, trimestres y años, sin tener la impresión de avanzar, sin tener la impresión de pensar, y durante todo ese tiempo tiene lugar un trabajo inexorable, lento y subterráneo, sin que uno se dé cuenta, sin que sea consciente. La verdad no es eso que afirmamos en voz alta, sino lo que se nos escapa. Un chorro de agua clara en el fondo de nosotros mismos, que arrastra lo más puro de nosotros mismos, que cava, que se infiltra con paciencia, que abre. Y de repente, en dos o tres días, nuestras vidas dan un giro, volteadas por la fuerza oscura que nos trabaja por dentro. Y entonces, hay que tener la valentía de dejar hacer a esta fuerza nueva y seguirla allí donde quiera llevarnos.
Ella dudaba todavía. Quería aprender una última cosa. Había conocido la glotonería, la avidez, la voracidad, la infelicidad opaca infligida por los demás, la infelicidad fulgurante provocada por sí misma. Ella tenía experiencia. Tenía incluso demasiada experiencia. Le quedaba una última cosa por aprender, y esa cosa, quería estar segura de que Rapha, solo en su rincón, la dominaba también. Esa virtud que ella siempre había rechazado hasta ahora, llegando incluso a despreciarla, a desecharla como una muestra de tibieza, de falta de valentía ante la vida, esa desconocida que había penetrado como una luz cuando Clara había reabierto los ojos después de su prolongado sueño, cuya letra se desplegaba como una serpiente perezosa y que se llamaba paciencia. Necesitaba tiempo, dejar que el tiempo y la paciencia hicieran su trabajo, antes de reencontrarse con Rapha. Y quería esperar que también él, escondido en su taller, siguiera el mismo camino que ella y esperara, esperara. Solo entonces podremos reencontrarnos, se decía, en un mismo vértigo de carne y de verdad. Pero, por el momento, no se sentía preparada. Quería reunir sus antiguos residuos, todos los detritus de su vida, y quemarlos en un gran fuego que solo ella podía encender. Su vida había sido durante mucho tiempo una herida abierta que ella había sepultado bajo una avalancha de placeres, de carcajadas, de posturas grotescas, de piruetas fáciles, y si quería volver a empezar, renovada y fuerte, tenía que hacer una gran hoguera con todos esos artificios pasados. Una gran hoguera de alegría que, si no quería apelar a Dios o al placebo que fuera, debía afrontar sola, tan solo para no traicionarle a Él, se llamara como Se llamase.