Sin embargo, tumbadas las dos en la enorme cama de Clara, retoman el diálogo:
—¿Duermes? —pregunta Joséphine, que se ha acercado a Clara y la oye respirar.
—No… Se me ha escapado el tren del sueño. ¡Espero que pase otro antes de las seis de la madrugada!
Joséphine esconde la nariz en el cuello de Clara.
—Es la primera vez que estoy en la cama con una mujer…
—¿No has dormido nunca con una mujer?… Me extraña de ti —dice Clara.
—Nunca. Se me ha pasado la idea por la cabeza, pero nada más. ¿Y tú?
—Dos veces… Por probar. Por no morir en la ignorancia.
—¿No tuviste bastante con una vez?
—Quería estar segura…
—¿Y?
—Prefiero los hombres…
—Supongo que falta algo, ¿no?
Y esconde una risita bajo la colcha.
—Está claro que no es tan sencillo —prosigue ella, pensativa—. A veces no sé qué decir, y otra persona ocupa mi lugar y habla. Alguien que no me gusta. Una idiota y corta de mente. Como hace un rato… Hace un rato en la cocina he sido un desastre, antes de cenar…, cuando te he hablado del técnico de Darty…
Clara se vuelve hacia ella y Joséphine apunta:
—¿En ese momento me has detestado?
Clara asiente, y al mismo tiempo siente un intenso arrebato de amor por Joséphine.
—Sí. Hay personas que te arrastran hacia las alturas y otras que te arrastran hacia el fondo… En ese momento tú me has arrastrado hacia todo lo que detesto de mí misma…
—Es más fuerte que yo… Puede que sea para esconder la vergüenza, la timidez. Para aparentar… Yo solo me gusto a mí misma en la intimidad… Pero ya no tengo tiempo de cultivar mi yo secreto, y entonces esa idiota se aprovecha…
Hace una pausa. Deja espacio para que vuelva la otra, la Joséphine que le gusta.
—… Clara, no me gusta en lo que me estoy convirtiendo…
Joséphine mordisquea la orilla de la sábana, se pasa el ribete blanco entre los dientes. Clara oye el ruido de la tela que rechina en la noche.
—Y sé que a ti tampoco te gusta… —añade.
—Es verdad… Te considero fácil, barata, como yo, a veces…
—Hace un rato, cuando me has preguntado por Rapha… Creía que me odiabas…
Clara no contesta.
—… que odiabas al mundo entero, que querías partirle la cara como si te hubiera atropellado, traicionado.
—No es odio, creo —acaba diciendo Clara—. Es un desprecio enorme, asco. Tengo tendencia a ver lo peor de las personas, la mezquindad, los pactos…
—¿No te parece que exageras?
—Veo el mal en todas partes…, en mí y en los demás… Empezó cuando era muy pequeña… con mi tío y mi tía…
—¿Por culpa del sacerdote?
—Sí… pero hubo otras cosas…
—¿Quieres decir más picantes aún?
Clara lanza un suspiro profundo y triste.
—Yo no emplearía esa palabra…
Joséphine ha captado la angustia en la voz de Clara.
—Lo siento muchísimo… Otra vez ha sido la otra quien ha hablado. ¿Quieres contármelo, Clarinette?
—Bueno…, es difícil… Nunca se lo he contado a nadie.
—¿Ni siquiera a Rapha?
—No. Lo había olvidado… Durante años… enterrado en el fondo de la memoria…
—Espera, voy a buscar un cigarrillo…
Joséphine se levanta y vuelve con su paquete, un resto de vino tinto y dos vasos.
—¡Toma, Clarinette, esto te dará valor!
Reparte la bebida que queda entre los dos vasos y enciende un cigarrillo que le entrega a Clara. Esta coge el cigarrillo con una mano y el vaso con la otra.
—¿Has pensado en el cenicero, Joséphine?
—¡No! ¡Mierda!
Se levanta otra vez y va de puntillas hasta la mesa. Vuelve a toda prisa y se acurruca bajo la colcha, después de haber colocado el cenicero sobre las rodillas de Clara.
—¡Ay! ¡Hace frío en tu casa! ¿No hay calefacción?
—Sí. Pero es calefacción central… Por las noches bajan la presión para ahorrar…
—¿Estás segura de que quieres hablar de esto? No estás obligada…
—Para recordar ciertas cosas hay que decirlas en voz alta. Si no, se olvidan.
Clara coge una almohada, se la coloca en la espalda, aspira profundamente el cigarrillo y empieza.
—Veamos… No es fácil, te lo aviso… Es pesado incluso… Fue hace mucho tiempo… Yo debía de tener nueve o diez años y el tío Antoine…
—¡Yo no podía soportarle! —exclama Joséphine—. ¡Y no era la única! ¿Te acuerdas de las miradas que le lanzaba la abuela Mata?
—… el tío Antoine, un día, me propuso que nos acercáramos a ver al tendero…
—¿El señor Brieux?
—Sí. El señor Brieux. Todo el mundo tenía cuenta en su tienda, ¿te acuerdas? No pagábamos, lo apuntábamos.
—Mamá siempre pagaba, odiaba tener deudas… ¡Y yo protestaba porque era la única que no tenía cuenta!
—¡Oye, si me interrumpes constantemente, no terminaré nunca!
—Perdona…
—Has de estar callada… Si no, no tendré valor…
El tono grave de su voz obliga al silencio. Le duele el estómago, siente un temor parecido al de los niños que tienen miedo de las pesadillas y les asusta la oscuridad. Sabe que va a volver a invadirla toda la tristeza del mundo, le llenará la cabeza y se apoyará allí donde le duele. Es un viejo dolor que Clara transporta consigo, que se pega con tanta fuerza a su memoria que forma parte de ella, un dolor antiguo que la corroe y le quita las ganas de vivir. A veces se pregunta por qué, de repente, en pleno vuelo, en plena carcajada, la tristeza la parte en dos, por qué siente que se queda sin fuerzas, por qué ya no hay alegría en su interior y desea morir. Ha dedicado tiempo a identificar el origen de ese malestar. Hurgó en sus recuerdos y se batió contra una cortina negra. Un día, cuando la cortina se rasgó, Clara habría preferido no tener memoria. Si habla, esta noche, no es por casualidad. Es porque el mal ha resurgido. Clara tiene el olfato de un animal herido, intuye al verdugo, el cuchillo, el matarife emboscado. Esta noche, ha sido traicionada. No sabe cómo, no sabe por quién. Ese viejo temor ha surgido en ella. Experimenta el mismo malestar. El mismo dolor de animal acorralado que antes, hace mucho tiempo. Ha surgido después de la cena, cuando ha hablado. Aquello le ha recordado al señor Brieux… y al tío Antoine. El recuerdo ha surgido como un puñetazo desde que se ha tumbado en la cama, en la oscuridad de la noche. Una imagen en colores, la imagen de una niñita, muy pequeña, que levantaba la vista hacia su tío y le daba la mano en la calle en… Montrouge.
—… de manera que nos vamos los dos a ver al señor Brieux. El tío Antoine, mientras andamos, me explica que tendré que ser muy amable con el señor Brieux, porque ellos tienen pendiente una cuenta enorme y no tienen dinero para pagarla. Andamos, andamos. Él me lleva de la mano, me habla con mucho cariño. Recorremos una manzana y otra y otra más, y él continúa explicándome que si soy muy amable con el señor Brieux, quizás, repite quizás, él borrará la cuenta y ya no habrá que pagar nada. Philippe y yo somos dos bocas que alimentar y siempre tenemos hambre, es normal; estamos en pleno crecimiento, pero eso cuesta dinero, y es un dinero que a ellos no les sobra. Yo tengo que colaborar… Yo, yo no lo entendía demasiado, yo siempre era amable con el señor Brieux…, ya sabes, le decía buenos días, señor, adiós, señor, gracias, señor, cerraba la puerta sin dar golpes. Philippe también, por otra parte. Sabíamos muy bien que teníamos que pasar desapercibidos. En fin, que llegamos a la tienda. Recuerdo que era la hora de comer y estaba cerrada. Pasamos por detrás, por la puerta de las entregas, y allí nos esperaba el señor Brieux. Siempre llevaba un blusón gris…
—Un blusón gris sobre un vientre gordo y rollizo…, y también llevaba bigote, ¿no?
—¡Llevaba bigote, pero te lo pido por favor, cállate!
—Vale, me callo…
—Él le hizo una señal al tío Antoine que nos dejó, a Brieux y a mí, en una especie de cuarto donde Brieux colocaba las mercancías. Había dicho que se iba a fumar un cigarrillo. En fin, supongo que debía estar pendiente, por si aparecía la señora Brieux. Brieux me hizo sentar en una silla, muy recta, se sacó una chocolatina del bolsillo, rompió el papel y me la dio diciendo: «Toma, es para ti» y me dijo que íbamos a jugar los dos. A un juego nuevo que yo no conocía pero que era muy agradable. Un juego que se parecía al del animalito que sube, sube y sube y ¡hop! «¿Conoces ese juego?», me dijo. Yo dije que sí con la cabeza. Entonces él empezó a hacer que sus dedazos me subieran por la pierna hasta la falda. Lo hizo varias veces. Yo miraba su mano que subía, bajaba, volvía a subir… Después me subió la falda por encima de los muslos, me separó las piernas, apartó las bragas y empezó a acariciarme despacio, muy despacio… Paseaba sus dedazos sobre mi sexo y repetía: «Es maravilloso, maravilloso, separa un poco más, Clara, para que lo vea todo». Yo hacía lo que él me decía. No protesté. Me había dicho que era un juego… Me pidió que me quitara las bragas y me las quité. Yo seguía comiéndome la chocolatina y me dejaba hacer. Entonces, él se mojó los dedos y empezó a acariciarme y te diré que era agradable. No me hacía daño. Era placentero, incluso. Yo no sabía nada de nada, era como una especie de quemadura pero una quemadura agradable. Yo me retorcía en la silla, chupaba el chocolate y él, él me miraba y me decía: «Te gusta esto, ¿eh? Te gusta esto. Eres una viciosilla tú, ¿eh?…». Yo no entendía nada, pero me dejaba hacer. En un momento determinado, eché la cabeza hacia atrás y él metió la boca entre mis piernas y me lamió. Recuerdo que me daba grandes lametazos y que yo pensé en un perro, y luego unos pequeños y yo pensé en un gato… Seguía sentada en la silla, tenía miedo de caerme hacia atrás, y entonces me incorporé. Vi su cabeza enorme entre las piernas, su enorme cabeza que se movía entre mis piernas, y fue entonces cuando me dije que aquello no era normal, que había algo que fallaba. Pero él seguía. Me mantenía las piernas muy abiertas. Entonces le agarré del pelo y le empujé. Él levantó la mirada hacia mí y tuve miedo. Cerré las piernas de golpe. Él tenía una mirada extraña, como una mirada de loco, pero concentrado en mí. Con la lengua dando vueltas en la boca, baba alrededor de los labios, y eso hacía que pareciera tonto. Tuve miedo… Me bajé la falda a toda prisa. Él sonrió. Me dijo que no tenía que tener miedo, que solo era un juego. Que me había manchado toda de chocolate, y que tenía que lavarme antes de volver a casa, si no mi tía me reñiría. Y con los dedos, volvió a subir desde mi tobillo y vuelta a empezar…, el animalito que sube, que sube y sube y ¡hop! Volvía a tener la mano sobre mi sexo y lo acariciaba… Pero yo tenía miedo y ya no fue como antes. Entonces, él dijo: «Tienes que estarte quieta, sin gritar, tienes que dejarte hacer y yo borraré la cuenta del colmado de tu tío, toda la cuenta del colmado, ¿comprendes, cariño? Venga, abre las piernas». Me obligó con sus dedos gordos, yo noté cómo se deslizaban sobre mis muslos, cerré los ojos y me dejé hacer. Después, me desabrochó la blusa e hizo lo mismo con mis pechos. Los chupaba, los llamaba sus pequeños, y después mi vientre, y después volvió a empezar con mi sexo y yo, yo seguía con los ojos cerrados, pero sentía terror en el estómago. Pensaba en el tío Antoine, en la cuenta, en todo eso y después ya no pensé en nada, porque de repente volvió a ser agradable… y ya no supe qué hacer. Tenía sus manos y sus dedos por todas partes. Tenía la impresión de ser como una mariposa clavada, quebrada. Entonces, en un momento determinado, me cogió de la mano y me dijo que me tumbara, que estaría mejor en el suelo. Yo obedecí. Él desabrochó los últimos botones que quedaban, se inclinó sobre mí y paseó la boca por todas partes, por todas partes, mientras hablaba consigo mismo. Se felicitaba, decía que había encontrado un tesoro, un auténtico tesoro. Me pellizcaba suavemente los pechos y los chupaba, los llamaba sus botoncitos, después se deslizó entre mis piernas. Yo me dejaba hacer. No me gustaba que hablara pero me dejé hacer… Aquello duró un buen rato; el tío Antonio tosía detrás de la puerta del almacén, pero el señor Brieux no tenía prisa… Por fin, se levantó, fue a menearse a un rincón, yo oí una especie de grito ahogado y después volvió, me pasó la mano por la cabeza y me dijo que era una niña buena…, que había ayudado a toda mi familia, pero que aquello era un secreto entre el tío Antoine, él y yo, que no debía contárselo a nadie. Y que si guardaba el secreto, me abriría una cuenta gratis para mí sola, para que pudiera comprarme muchas golosinas. Yo volví a vestirme y me marché con el tío Antoine. ¿Y sabes qué? Él no se atrevía a mirarme en la calle, iba andando con prisas delante de mí y yo casi tuve que correr para mantener el paso. No me dijo ni una palabra. Nada. Yo no entendía nada. Había sido tan cariñoso a la ida… Entonces me dije que había hecho algo mal. Al llegar a casa, me metí corriendo en la ducha. Tenía ganas de llorar y no sabía por qué. No lo entendía. Eso era lo más doloroso. ¿Qué había hecho mal yo? Apoyé la frente en la pared de la ducha y recuerdo que me di golpes y golpes, hasta que el dolor físico me dio un motivo para llorar… Sentía una presión tal en todo el cuerpo que tenía que hacerla salir, tenía la impresión de que me iba a morir, y que todo se pararía, pero no estoy muerta… El tío Antoine me llevó a menudo a ver a Brieux. Y cada vez era lo mismo. Y yo, yo me volvía loca, ¿sabes…? Nunca me violó, Brieux. Nunca me hizo daño. Cuando acababa de manosearme, iba a masturbarse a un rincón, y volvía la mar de amable y cariñoso. Pero lo odioso era a la vuelta, con el tío Antoine. Él avanzaba a grandes zancadas y yo iba corriendo detrás, como excusándome, él no me miraba… ¡Me abría la puerta del piso y se largaba al bar sin decir palabra!
—¡Por eso intentaste suicidarte a los doce años!
—Ya no entendía nada… Estaba encerrada en una historia de locos. Y además, no podía hablarlo con nadie porque me daba placer, ¿entiendes? Por eso te digo que conozco muy bien al ser humano… ¿Quién era más repugnante, el tío Antoine o el tendero? ¿O yo, que me dejaba hacer y me compraba un montón de chocolatinas y bolas de coco? Porque yo mi cuenta la utilizaba. Vivía la mar de bien. Ya no tenía que contar el dinero de la paga. Acabé por considerarme tan monstruosa como ellos, por hacer una mezcla entre ellos y yo en mi imaginación infantil… Leí la definición de «vicioso» en el diccionario… Veía monstruos por todas partes y, aún hoy, tengo tendencia a buscar el mal en todo el mundo. Es más fuerte que yo…
Se ríe con una risita seca y glacial, una risa malévola, y deja caer la ceniza en el cenicero que le acerca Joséphine. Todo su sufrimiento pasado se ha convertido en un pequeño bloque de mugre, como el que ha sacado el técnico de Darty al reparar el horno de la cocina. Un pequeño bloque de suciedad negra que ella desentierra de su pasado y que observa fríamente, con los ojos secos.
—Pero ¿no le dijiste nada a Philippe?
—Después, se lo conté a Philippe después, cuando me tomé las pastillas… Porque el tío Antoine, cuando vio que las cosas iban bien con Brieux, se dijo que había encontrado un buen sistema y me ofreció a otros como moneda de cambio. Me llevó una vez al mecánico, otra vez al técnico de la tele… Y los demás no eran tan amables como Brieux. Me pegaban porque yo no quería hacer cosas… Y el tío me reñía durante todo el camino, decía que me domaría. Entonces me tomé las pastillas y, cuando desperté, se lo conté todo a Philippe. Él quiso partirle la cara al tío Antoine, pero aún era demasiado pequeño y recibió una paliza. ¡Y cuando fue a ver a la tía Armelle, ella se encogió de hombros y contestó que eso no era verdad, que yo me lo inventaba, que la pubertad me afectaba! Ya no volvimos a hablar de eso, pero a partir de aquel día, Philippe no me dejó ni a sol ni a sombra. Siempre tenía que decirle adónde iba, con quién, lo que hacía. Y ya no me dejaba sola ni un minuto. Me esperaba a la salida de clase, me acompañaba cuando iba a casa de mis amigas, venía a buscarme. Veía Brieux por todas partes…
—¡Menudo cerdo! ¡Menudo cerdo! ¡Imagino que si le hicieran eso a Julie, yo iría a pegarle un tiro a ese tipo! Le cortaría los huevos y le…
—¿Qué dirías si supieras que a ella le gusta? —la interrumpe Clara.
Joséphine no contesta. A menudo, cuando baña a Julie, cuando observa el cuerpo esbelto, recto, tan puro de su hijita, la imagina de mayor bajo el cuerpo de un hombre, haciendo el amor, y esa imagen simplemente no llega a materializarse. ¡Su hijita no! ¡Su hijita, retorciéndose bajo un desconocido en un asiento de los ferrocarriles, no!
—¿Ves…?, te da asco solo el pensarlo…
—No. Pensaría que la han pervertido, que no es culpa suya. ¡Y es la verdad, Clara! ¡Escúchame!
—No, si sientes placer. Porque voy a decir una cosa horrible, fue Brieux quien me inició en el placer, quien me hizo descubrir esa cosa maravillosa… aunque él fuera un vicioso.
—No sé, Clarinette. Todo esto es demasiado complicado para mí… ¡Lo que es seguro es que tu tío era un cerdo!
—Eso es evidente… Te diré, además, que nosotros ni siquiera éramos pobres, no nadábamos en la abundancia pero… él disfrutaba utilizándome para ahorrar dinero… Encontré, por casualidad, un cuadernito donde apuntaba las cantidades que yo le hacía ganar. Lo tenía todo apuntado, muy pulcro…
Se quedan un momento en silencio. Luego Clara se refugia en un rincón de la cama. Tiene ganas de estar sola, y hunde la cara en la almohada, suspirando que tiene sueño.
Joséphine piensa de nuevo en Brieux. Tengo que poner en guardia a Julie, hablarle del deseo de los hombres por niñas como ella, del deseo que fuerza, que embrutece. Ella odia a los hombres. Odia su fuerza, su supremacía, su omnipotencia. Aunque nunca ha sido su víctima. Pero ¿está segura, en el fondo? Ha dejado que la redujeran al papel de esposa y madre, ella que tenía tantos deseos. Escribir, por ejemplo. Me lo impidió mi padre y después mi marido. Reducida al estado civil de señora de Ambroise de Chaulieu con el dinero, el piso bonito, los suegros, la seguridad y el aburrimiento que la corroe y la vuelve idiota.
Sin embargo, esta tarde, con él, con ese hombre, su amante de París, estaba convencida de que iba a soltarse y a pronunciar dos o tres palabras llenas de agrado, de ternura, de amor incluso…, palabras que parecen auténticas… Bueno, no demasiado, nada de grandes palabras de amor…, no, palabritas que revolotean…, que inclinan la cabeza en un gesto de ternura, que desarman la boca habituada a morder y exigen una mano amigable, sin afrentas…, pero se ha controlado enseguida. Él le ha preguntado por qué se prohibía amar y ella ha contestado que se había dejado atrapar una vez y que ya no creía en eso. Aceptaba querer a sus críos, a sus amigas, a sus padres, ¡pero a un hombre nunca más! Él la había abrazado y había pronunciado unas palabras muy simples: «Yo te quiero, te respeto, quiero que seas feliz, feliz contigo, feliz conmigo». Entonces, ella había llorado. Sin despegarse de él. «Confía en mí —repetía él—, yo sabré quererte, convertirte en única, fuerte y orgullosa, sabré esforzarme por los demás». Ella ya no sabía si debía creerle, y además tenía miedo. Miedo de abandonarlo todo por él. ¡A sus hijos no!, se los llevaría con ella, pero el resto… Ella necesita la seguridad que le ofrece su marido, aunque esa seguridad le pese. No sería tan frívola y desenvuelta sin el peso de Ambroise que la equilibra. Ambroise la libera de los problemas de la vida. Quizás no es suficiente, pero ya es mucho. ¿Acostarse con desconocidos que uno agarra y luego suelta es un acto heroico? No, si no arriesgas nada. Ella se pregunta a menudo si la vida le rendirá cuentas. Debería hacerse la prueba ella también. La vida siempre ha sido generosa con Joséphine, pero ¿y qué da ella? Agnès ha acertado de lleno. Una vida de hipocresía. Se dice que para cambiar tendría que volver a empezar desde cero, pero ¿se puede hacer tabla rasa del pasado? A Joséphine le gustaría hablar con Clara, pero no puede. Tendría que pronunciar el nombre del hombre en cuestión y eso Clara no lo soportaría. Está convencida. Perdería a su amiga.
Agnès y Lucille no han dicho ni una palabra en el ascensor. Agnès ha carraspeado para llenar el silencio. Lucille ha seguido erguida, pensativa, sin preguntarse ni un segundo qué iba a pensar Agnès de su mutismo. Han intercambiado un beso rápido en la acera. La tormenta ya ha pasado, pero la lluvia sigue cayendo y sopla un viento que lanza ráfagas de lluvia contra los escasos paseantes que cruzan la calle, corriendo hacia un coche o la entrada de un edificio.
Lucille mantiene el cuello del abrigo pegado a la cara y se impacienta. Solo le apetece una cosa, salir corriendo lo más rápido posible, y busca algo que decir antes de irse.
—¿Te encuentras bien? Estás muy pálida… —le dice a Agnès que sigue a su lado, sin moverse.
Agnès esboza una sonrisita.
—¿Quieres que te acompañe? —pregunta Lucille.
No le apetece nada el trayecto hasta Clichy, en plena noche, pero no puede evitar notar el desasosiego de Agnès. Esta rebusca en su bolso las llaves del coche y no las encuentra; los mechones de pelo que se le pegan a la cara le impiden ver lo que hace.
—No… Gracias… Tengo el coche… Mañana trabajo… Estoy bien, no te preocupes… ¡Ah! Aquí están… Es por los guantes… Están mojados y… Perdona, te estoy entreteniendo, normalmente me las meto en el bolsillo, precisamente para no rebuscar en plena calle…
Agnès se excusa, farfulla. Se coloca un mechón de pelo en su sitio, pero la mecha vuelve a caérsele enseguida y le tapa la cara. Agradece a Lucille su amabilidad, ya no sabe cómo hacerse perdonar su lentitud, su torpeza.
—¿Dónde has aparcado? —pregunta Lucille, molesta por la actitud servil de Agnès.
Aunque yo fuera pobre, habría conservado el orgullo, se dice. Uno no se hace respetar en la vida si no trata al prójimo de igual a igual.
Agnès señala un rincón en la calle, más lejos, a la izquierda.
—Te acompañaré hasta el coche —propone Lucille—, el mío está aparcado delante…
Dan unos pasos juntas, tratan de hablar del tiempo, de la Navidad que se acerca, pero el silencio reaparece enseguida.
Sobre el parabrisas de Agnès hay una multa empapada por la lluvia y abarquillada bajo los limpiaparabrisas. Ella suspira, la despega intentando no romperla. La mirada de Lucille se detiene en el coche de Agnès; tiene una rayada en un costado, y un osito de peluche rosa y violeta que se balancea colgado del retrovisor. Un osito que Agnès ha debido de conseguir por llenar el depósito en una gasolinera.
—¡No se cansan nunca! —protesta Agnès.
¡Estoy segura de que ella no tiene ninguna!, se dice entornando los ojos en dirección al coche de Lucille. Quiere comprobarlo. Quiere saberlo. Bastaría con que esta noche Lucille tuviera una multa para que el orden quedara restablecido y la vida volviera a ser justa. Bonita no, pero justa.
Lucille se dirige hacia su coche aparcado unos metros más allá, sobre el paso de peatones. Ni siquiera se toma la molestia de inclinarse sobre el parabrisas, pero Agnès, que la sigue, constata que es virgen del menor papelito blanco. Las envuelve una borrasca, Lucille mete la mano en el bolso, coge las llaves y acciona la apertura automática de las puertas. El coche se ilumina y ella se cuela dentro. Antes de cerrar la puerta, lanza una última mirada compasiva a su amiga, que intenta mantenerse fuerte, mientras una ráfaga de lluvia se abate sobre ella. Lucille arranca, haciendo un último gesto de adiós con la mano enguantada. Agnès sigue con la vista el descapotable que se aleja y suspira. ¿Por qué siempre son los mismos los que tienen suerte en la vida? Agnès dedica toda su energía a luchar contra pequeños detalles como este, pequeños detalles que han conformado su forma de ser y de pensar, que le proporcionan la fuerza y la debilidad. Llega al coche e intenta arrancarlo. Antes se ha olvidado de poner el estárter, como le aconsejó el mecánico. Aprieta varias veces el pedal del acelerador, maldiciendo su despiste. «Los R5 siempre tienen problemas con el encendido, le explicó él, meneando su lata de frutos secos. Es el punto débil de estos coches, así que no se olvide, cuando pare el motor, ponga el estárter para que no penetre la humedad». Y desde entonces, funciona. Ya no tiene problemas para arrancar. Salvo esta noche, claro…
Esta noche no funciona nada.
Por fin, después de varios intentos, el motor carraspea, escupe y se embala. Agnès tira del cinturón de seguridad, lo ajusta y pone la primera. Desliza las manos por el volante; se le escapa varias veces y está a punto de tener un accidente. Ya no sabe si son estos guantes de lana los que le hacen perder el control del volante o si está demasiado obcecada por lo que le ha contado Clara y la cabeza ya no la obedece. A medio camino, se salta un semáforo rojo, y comprende su error al oír el ensordecedor frenazo del coche que ha estado a punto de embestir. Comprueba por el retrovisor que el coche está intacto, que sus ocupantes no se han hecho daño. Les acecha inquieta y al darse cuenta de que los faros se alejan, suelta un suspiro, se coloca a un lado y apaga el motor. No irá más allá. Echa la cabeza hacia atrás y respira profundamente.
Fue hace un año, casi día por día. Las luces de Navidad alumbraban las calles, ella había llevado a los niños a ver los escaparates de los grandes almacenes. Ellos habían dado saltos detrás del gentío intentando ver las marionetas, los autómatas, los robots mecánicos, los patines de línea, los cohetes, las falsas montañas de papel pinocho salpicadas de nieve, la magia de las luces y la música de Navidad que surgía de los altavoces disimulados en los árboles. Agnès contemplaba el espectáculo con ojos de niña, extasiándose ante las muñecas, los osos de peluche, los mecanos, los canastos desbordantes de Papá Noel, las construcciones que reproducían interiores de casas, las telas de muaré donde se apelotonaban los juguetes. Éric todavía no sabía lo que quería y pedía catálogos para escoger mejor, Céline refunfuñaba, diciendo que ya no tenía edad de extasiarse delante de los escaparates que festejaban el mito de Papá Noel.
—A mí, mi madre nunca me llevaba a ver los escaparates por Navidad —le había soltado Agnès a su hija en tono arisco—. ¡Deja de protestar y mira qué bonito es!
—¡Estamos aquí, aplastados entre todos esos cretinos para contentarte a ti!
Céline tenía razón: ella recuperaba su infancia con sus dos hijos. No contestó y, más tarde, la mano de su hija se deslizó en la suya para pedirle perdón.
Aquella noche, Agnès volvió a verse a la edad de Céline: una niña de barriada como tantas, sin dinero para vestir bien, ni dinero para el aparato dental, ni dinero para vitaminas en grandes cantidades, para clases extraescolares, para tener confianza en sí misma; la clase de niña que pone todo su empeño en salir adelante, espoleada por una madre que no se compadece nunca, un padre que se burla de ella en el piso de abajo, la amante con los labios color carmín, minifalda, medias de rejilla y tacón alto, el coche al que él saca brillo los domingos en la calle, con la ayuda de enormes cubos de agua que transporta la amante moviendo las caderas, con el cigarrillo en la boca, una chavalita que se pega a las demás chicas de la clase, más ricas o más descaradas, diciéndose que con su ayuda saldrá adelante. No una ambiciosa, no. Esa es una palabra demasiado fuerte para ella. Alguien que sobrevive y nada más. Si no hubiera sido por Clara, Joséphine o Lucille, ella no habría resistido las puyas de la madre, el abandono del padre. Habría hecho lo mismo que sus hermanos: se habría largado y habría rezado para que la vida pasara de largo, sin verla.
Una noche que estaba sola, fue a ver Sin techo ni ley, la película de Agnès Varda con Sandrine Bonnaire. Estuvo llorando en la oscuridad. Sollozos desgarradores que intentaba ahogar torpemente con la manga de la chaqueta. Volvió como mínimo tres veces, sola, con una caja de kleenex en las rodillas, y las lágrimas brotaban, brotaban sin que pudiera pararlas. Era buena y agradable toda esa agua tibia que le inundaba las mejillas en la oscuridad, que la envolvía en una dulzura húmeda y salada. Se dijo que nunca habría suficientes sesiones para que ella se vaciara de todas esas lágrimas que nunca había vertido. Se compró el vídeo. Sandrine Bonnaire era ella.
O sus hermanos. Christophe vegeta en su empresita, solo, sin trabajadores, ganando menos que el salario mínimo. Ella va dos o tres veces al año a Montpellier para poner orden en sus cuentas o hacerle la declaración fiscal. Él siempre está al borde de la quiebra. Le robaron la moto y no la tenía asegurada contra robo. O pierde su caja de herramientas y no tiene dinero para reemplazarla… Vive en una especie de cuartucho contiguo al taller. La vajilla de la comida sirve para la cena de la noche, el mantel de plástico se pega a los dedos, y los círculos rojos, recuerdo de viejos culos de botella, se solapan, dibujando una cenefa ebria; los fogones de la cocina, que no se han limpiado nunca, emanan una llama irregular y un intenso olor de gas flota en la cocina; las sábanas de la cama son de color gris y la habitación huele a cerrado. Es el interior de un soltero, erosionado ya por la vida. No es capaz de conservar una mujer, todas se marchan, es demasiado amable, demasiado patoso con ellas. Y además no gana suficiente dinero. Cuando ella está en su casa, ordena, limpia, abrillanta, restriega, descuelga las cortinas, cambia las sábanas, les da un baldeo, le prepara comidas y las congela, pone ramitos de flores en los vasos, le compra camisas, jerséis, calcetines, lleva el aspirador a arreglar y se marcha dejando dinero en la mesa. Su otro hermano, Gérard, se ha refugiado en la marginalidad. Renta mínima de inserción, ayudas sociales, dos hijos que nunca ha reconocido, trabajillos en negro, cervezas, rondas por los bares cuando ha cobrado algo. Siempre en negro. Rezuma pobreza, lleva ropa interior descolorida, tiene la piel llena de granos y caspa sobre los hombros, una escoliosis pronunciada. Ha heredado el pico de oro de su padre. Sin el uniforme de policía ni la autoridad que lleva consigo. Parlotea sin parar cuando tiene una caña de cerveza en la mano. Alardea, trata a su novieta del momento de fulana, y se imagina un porvenir brillante. Cosa que dura hasta que vacía el vaso. Vive solo, en Marsella. La llama cuando necesita dinero. Sin fanfarronear. Con una vocecita que le revuelve las tripas. Ella le manda un giro. Él dice es la última vez, saldré adelante, ya lo verás, tengo una cosa entre manos, te lo devolveré todo, no tienes más que llamar…
Ella come una vez por semana con su madre. No hablan de nada. O sí, de Christophe, de Gérard, de la educación que se pierde, de las familias que se deshacen, del mundo que se hunde ante la indiferencia general, de los programas de televisión donde reina el impudor y el dinero. Siempre las mismas palabras, las mismas quejas, el mismo rencor, ni un gramo de esperanza, ni una sonrisa o una pausa que dé paso a una caricia o a un beso. Años sin afecto ni ternura, eso no se recupera. Ya no tienen manual de instrucciones para quererse. Agnès no sabe cómo besar a su madre, dónde poner los brazos, la boca, cómo inclinar la cabeza para abrazarla sin chocar. Tiene ganas de cubrirla de regalos, de llevarla a hoteles de lujo, de comprarle perfumes, joyas, un bolso de cocodrilo. Siempre se para en seco. Fulminada. Una mueca de la boca, un brillo malévolo de la mirada que la mantiene a distancia, una queja que surge y rompe el encanto. Su madre habría preferido que fueran sus hermanos quienes salieran adelante. Un viejo reflejo de mujer habituada a venerar al hombre, a denigrar a las demás mujeres. Su madre nunca le dice estoy contenta, feliz de que estés ahí, no ríe. No sabe, ha convivido demasiado con la desgracia. Agnès vuelve de esas comidas destrozada en mil pedazos. Deshecha. La mugre y la desesperación pegadas al cuerpo. Ni pobre, ni rica, ni fea, ni guapa, ni brillante, ni estúpida. Agnès, la amable Agnès, abnegada, recatada.
Por eso una noche…, la noche después de los escaparates de los grandes almacenes…, una noche en que debía ir a casa de Clara… En el último minuto, la cena se anuló… Clara estaba tirada en la cama, ardiendo de fiebre. Esa noche, cuando ellos volvieron de su paseo, Yves telefoneó para decir que no llegaría a París hasta el día siguiente por la tarde. Ella no tenía ganas de quedarse en casa con los niños. Acababa de comprarse un Wonderbra y quería estrenarlo, enseñárselo a sus amigas. No estaba segura de que a su edad tuviera que exhibir el pecho de ese modo. Había estado dudando semanas antes de comprarlo, lo había observado durante un buen rato en los periódicos que hojeaba en la peluquería o en el dentista, en el anuncio se veía una chica guapa, joven, segura de sí misma con unos senos como bolas de helado de vainilla. Y entonces un día, cuando casi había renunciado a comprarlo, había empujado la puerta de una tienda de ropa interior cerca de su despacho y se había comprado uno, blanco. Negro sería de mal gusto. Y probándose el sujetador de bolas de helado de vainilla se le ocurrió una idea. Solo una vez, para darte un gusto, para tener un recuerdo. Se había echado a reír, ella sola, en el probador. Pero ¿por qué no?, se dijo, ¿por qué no? Nadie se enterará, y tú tendrás este secreto tuyo, que te dará valor los días en que tu vida te parezca demasiado monótona.
Les había dado un beso a los niños, encantados de quedarse solos, orgullosos de que les trataran como mayores, y había cogido el coche. Condujo sin rumbo. Una mujer libre en busca de aventura. Una mujer sin marido, ni hijos, ni cena que preparar, ni ropa que planchar. Siempre acuden a ella cuando tienen problemas. Aquella noche, Agnès conduce hacia París. No tiene frío. Nota los senos firmes y redondos bajo el cárdigan entreabierto. Los toca. De vez en cuando, maravillada y emocionada. Va hacia la aventura. Abre la ventana del R5 y saca un brazo. En la puerta de Clignancourt, gira a la derecha y va a parar a la ronda. A esa hora está vacía y puede acelerar sin que Yves le diga que piense en los radares. A ella le importan un pimiento los radares. Pisa líneas amarillas, aprieta el acelerador, pone una cinta y sube el volumen al máximo. Canta a voz en grito. ¡Yves se sorprendería muchísimo si la oyera! A veces ella le reprocha que la tenga en un pedestal. Cuando la mira con ese aire devoto, le dan ganas de perder esa devoción. ¡Ah!, no es que le suceda muy a menudo pero… le gustaría que le diera un empujoncito. Se dirige a Montrouge. Al principio se dice: voy a volver a ver el edificio, el edificio de mi infancia, se siente un poco sentimental y además ya no sabe qué hacer con esa nueva libertad, no está acostumbrada a salir sola, no se sentiría cómoda empujando la puerta de un café para sentarse y pedir. ¿Qué bebe una en un café cuando está sola? Desde que su madre se mudó, Agnès no ha vuelto a Montrouge, fue tan feliz allí hasta los diez años…, una vida normal, con un papá y una mamá, cruasanes para desayunar el domingo por la mañana, pollo rustido y patatas salteadas el domingo al mediodía, sus hermanitos y ella, tan educados, que dejan que los mayores hablen en la mesa y asisten al paseo en familia que sigue siempre a la comida del domingo. Los hermanos pequeños prueban sus patines nuevos, ella sus zapatos de charol negro que le aprietan los pies, pero le auguran un porvenir de princesa. Brinca por las calles, escucha a papá y mamá hablar de la panadera, del tendero, del mecánico, de la calle que no cambia. Hicieron bien instalándose aquí. Es un buen barrio. No como Bagneux, que empieza a estar invadido por los árabes. Aquí estamos en casa, entre nosotros. No hay ningún peligro. El peligro está más lejos, en los enormes grupos de viviendas que brotan como la mala hierba y acogen a todos los marginados, los holgazanes, los extranjeros. Papá es funcionario de policía, mamá lleva la casa y aplica sus principios al pie de la letra: nada de despilfarrar, nada de televisión, nada de paga semanal, un regalo por Navidades y en todos los cumpleaños. Siempre esas mismas frases tan tranquilizadoras. Ella no se cansa nunca. Y luego, una parada en la pastelería que abre los domingos, ellos tienen permiso para escoger un pastel y comérselo allí mismo. Sostienen su pastel con los brazos extendidos. En el camino de vuelta, papá mira los coches y habla de la carrocería, la suspensión, la circulación, el diseño que mejora. Mamá asiente con la cabeza. Ella no ha comido pastel, se preocupa por la línea. Papá se burla de ella. Mamá dice que hay que estar atenta cuando se han tenido tres hijos. Y entonces la imagen de su padre y su amante surge y se cruza en su camino. Él no fue a su boda. Ella sabe que sigue viviendo allí. Ahora está jubilado. Se ha comprado una casita en Bordelais para pasar el verano. Ella tenía diez años cuando él se fue con la vecina de abajo. Tenía diez años y le adoraba. «Solo debemos adorar a Dios», decía su madre. «Eso no impide que yo adore a mi papá», balbuceaba ella en voz baja para que su madre no la oyera.
Agnès para el coche delante del edificio de ladrillo rojo y le parece deteriorado. Las aceras están abarrotadas de cubos de basura de la noche, chorretones negros caen de los balcones, uno de los focos que alumbran el porche de la entrada está roto, el ladrillo rojo se ha vuelto marrón. En mi época, piensa Agnès, este edificio tenía orgullo, mamá trabajó mucho para no trasladarse. Jugábamos todos juntos en el patio y había rosales. En mi época, formábamos un gran grupo… Solo Rapha ha escogido quedarse en el barrio. Rapha es como un primo del que está enamorada, pero nadie lo sabe. Un día que estaba enferma y tuvo que quedarse en cama, él le trajo los deberes del colegio y le puso una tableta de chocolate con nueces entre los cuadernos. Ella esperó a que todo el mundo durmiera para comérsela escondida bajo las sábanas. Era el primer regalo que recibía de un chico y no era un chico cualquiera.
Se dirige al taller de Rapha. Sabe que él trabaja de noche. Empieza hacia las siete de la tarde y se acuesta a las ocho de la mañana. Agnès pasa bajo las ventanas del taller iluminado. Él está ahí. Tengo que encontrar una excusa para interrumpirle, se dice al aparcar.
—He visto luz y he subido —le suelta a Rapha cuando él le abre la puerta.
Él no parece muy contento. Apenas se ha movido para dejarla pasar. Ella había olvidado que era tan alto. Le mira con la expresión perdida y suplicante.
—Tenía que cenar con las chicas esta noche y ellas no pueden… Yo tenía ganas de salir de todos modos y me he dicho… He venido a pasear por la calle Victor-Hugo.
Se da perfecta cuenta de que está balbuceando. Parece tan intimidada, tan torpe que él se relaja y sonríe.
—Quítate el abrigo. ¿Quieres un café? Yo iba a prepararme uno…
Ya casi nunca se ven. Agnès se lo encuentra algunas veces en casa de Clara, pero cada vez menos. Él se va cuando ella llega o al contrario. Se besan e intercambian unas palabras por educación. Él nunca se acuerda de los nombres de sus hijos y eso le duele. A veces incluso cree que tiene dos hijas o dos hijos; ella le corrige en voz baja, y le dice la edad de Céline y de Éric. Es la primera vez que va a su casa. Ella ya no le ve, pero de todas formas él nunca la vio demasiado. Él veía a Clara, pero a ella no. Quizás si me hubiera VISTO, si hubiera puesto los ojos en mí, yo me habría convertido en alguien importante… Cuando un gigante te da la mano, te vuelves tan grande como él.
—¿Nunca cierras tu casa?
—No, debería…
Él prepara el café. Un café de filtro con un grano que tarda en esponjarse. Vierte el agua desde lo alto de su metro ochenta y observa cómo el líquido se filtra sobre el polvo negro. Lleva un tejano negro y una camiseta negra, y tiene un cabello negro y denso que enrolla con los dedos, convirtiéndolo en manojos de tirabuzones que se le enredan en la cabeza. Lo único que no es negro es la camisa escocesa. Tiene pintura por todas partes, incluido el trasero del pantalón. Parece absorto en las burbujitas negras que se forman y se hinchan. Ella se coloca a su lado y observa. Algunas estallan enseguida, otras tardan en crecer y se visten con todos los colores del arco iris. Pequeñas burbujas redondas, irisadas, en esta cloaca negra. Y después, ¡paf!, estallan, sustituidas enseguida por otras, llenas y lisas y tornasoladas. Rapha prepara con un cuidado infinito ese café y parece haberla olvidado.
Ella se da la vuelta y pasea por el taller. Hay telas por todas partes, grandes, medianas, pequeñas, unas completamente blancas, otras empezadas e inacabadas, todas de pie unas al lado de otras. Los marcos de las puertas y las molduras de las ventanas están pintados formando frisos, con motivos geométricos amarillos, naranja, verdes, rojos. Poleas y cadenas cuelgan del techo, hay tablados de madera apoyados contra la pared para colocar los cuadros; en medio de la sala se levanta una especie de banco de madera con pinceles, colores aplastados sobre las paletas, trapos, rodillos, croquis, libretas. Hay reproducciones de cuadros famosos, trozos de telas africanas, fotografías y retratos apoyados en la pared, discos y cintas de casete tirados por ahí junto a la minicadena, dibujos apilados sobre una mesa baja, tazas de café desperdigadas, ceniceros desbordantes de colillas. En el suelo, hay alfombras viejas, libros de arte abiertos, manchados. Huele a trementina. A ella le dan ganas de ordenar y se echa a reír. Se le escapa la risa y se da la vuelta.
—¡Estaba pensando que podría hacer limpieza aquí!
—¡Está prohibido! Aquí no entra nadie a ordenar…
Él se acerca con una bandeja, dos boles, terrones de azúcar, dos cucharitas de café. Ella se sienta en un colchón en el suelo, cubierto de cojines grandes. Él se pone en cuclillas a sus pies y se lía un porro. Ella coge su taza de café y después el porro. No ha fumado nunca. No quiere parecer idiota. Da una caladita que escupe enseguida, después otra más larga y otra más… Inmediatamente le da vueltas la cabeza y se deja caer contra la pared. Tiene hambre. Tiene sed. No tiene ganas de moverse. Esa pequeña ocurrencia vuelve a darle vueltas en la cabeza. Solo una vez, por probar, extender los brazos y descubrir el ancho mundo, como si tuviera los ojos vendados, como si no hubiera decidido nada. Él se levanta, pone un disco que ella no conoce, surge una voz, a ella le gusta esa voz, una voz rota que llora y canta, una voz de hombre herido. Eso le hace pensar en la película de Sandrine Bonnaire. Ella pregunta quién es, él dice: «Es Bonga», y ella piensa en la bebida que compra para sus hijos. «Es bueno, es Banga», tararea el anuncio en la cabeza. Su mirada vaga por la sala y vuelve a posarse en Rapha.
—Eres como el padre de Lucille… —dice ella, melancólica—. Has preferido quedarte aquí…
Él no contesta. Cierra los ojos y aparece el cuadro que iba a empezar justo antes de que ella llegara. Había preparado el fondo y se disponía a pintarlo de negro, de amarillo, con llamas que suben y bajan. Tomaba impulso, meditaba frente a la tela, las ideas se apelotonaban en su cabeza, el café no era más que un modo de volver al instante en que iba a aparecer la primera pincelada. Y entonces ella había llamado. Ella hablaba. No paraba de hablar. ¿Qué ha venido a hacer? Necesita dinero, seguro. Todos sus antiguos amigos vienen a darle sablazos.
—Podías haber buscado un taller en otro sitio…
—Yo necesito mis raíces. Aquí estoy bien… Conozco a todo el mundo.
Ella le sonríe. Tiene un aire triste pero impecable. Ese es el aspecto que solía tener en las fotografías del curso. Llevaba una blusita blanca con un lazo de terciopelo por debajo del cuello, el pelo peinado hacia atrás y recogido con dos pasadores. Se colocaba muy tiesa delante del fotógrafo mientras todos los demás armaban jaleo. Con aire serio y decidido. Se notaba que el colegio era importante para ella. Adoptaba un aire de seriedad constante y él tenía ganas de soplarle en las mejillas para hacerla sonreír.
—¿Tienes algún problema? —pregunta Rapha aspirando el porro chamuscado—. ¿Pasa algo?
—Tengo la sensación de que la cabeza me da vueltas… No ha sido buena idea volver aquí… No sé qué me ha dado. ¿Puedo? —dice señalando el colchón del suelo.
Se tumba despacio en la cama, se coloca un cojín bajo la cabeza y suspira.
El cuadro se ha alejado. La magia se ha roto. Es como el deseo, tan volátil. Su taller está abierto a todo el mundo. No tiene ni código para entrar ni interfono, la puerta cierra mal, salvo cuando pasa el cerrojo, pero nunca se acuerda. Parece la puerta de un saloon abandonado, a merced del viento. Le molestan demasiado a menudo. Ha pensado en poner una pancarta en la puerta: «Estoy currando, prohibido entrar» o un semáforo que estaría en rojo o en verde, según su humor. No se protege lo suficiente. Necesita soledad, que el tiempo se detenga, que se instale el vacío. Que la vida pierda su influencia, no tener hambre, no tener sed, ni sueño, trabajar y nada más.
Agnès ya no sabe muy bien quién es. Está allí, con él, como Clara. Clara ha dormido aquí, Clara ha apoyado su cabeza en esta almohada, Clara ha cerrado los ojos pegada al calor de Rapha. La voz de Bonga llora en la noche.
—No pasa nada… Ya se arreglará. Todos tenemos momentos de desánimo…, momentos en que lo vemos todo negro… ¿Dónde está tu marido esta noche?
—En Chalon-sur-Saône, en una obra…
—¿Es cariñoso contigo?
—El amor, cuando se recibe demasiado tarde, ya no tiene el mismo sabor… O nunca te parece suficiente, o desconfías… o… no sé…
Agnès se oye hablar y se asombra: es la primera vez que expresa su soledad en voz alta. Se tapa la boca con la mano para callarse. Sería capaz de hacerle confidencias durante toda la noche si él continúa haciéndole preguntas.
—¿Sabes qué? Tú te quedas aquí y yo voy a seguir con lo que estaba haciendo —le propone él con dulzura—. Puedes dormir si quieres, no me molestarás…
—No. Me voy a marchar… He de volver… Los niños…
Intenta levantarse pero todo da vueltas a su alrededor. Extiende los brazos al vacío para recuperar el equilibrio y se deja caer otra vez sobre el colchón.
—Dios mío… Dios mío… —tartamudea, aturdida—. ¿Qué me pasa? Yo normalmente no soy así, ¿sabes? Me comporto…
Tiene una sonrisa triste y Rapha vuelve a verla en las fotos de clase. «Pobre Agnès —suspiraba su abuela—. ¡Ella es la más fuerte de todos vosotros, se lo carga todo a la espalda, esta chica!». Esa es la cría que él ve ahora, es a ella a quien tiene ganas de lanzarle colores, palabras cariñosas, promesas de lujo. Rapha va a sentarse sobre el colchón, la abraza, le acaricia la cabeza, le habla para tranquilizarla.
—Todo se arreglará, ya lo verás, todo irá bien… Tú siempre quieres que todo sea perfecto y te exiges demasiado. Relájate… Date algún capricho. Piensa en ti, solo en ti… Nunca reservas tiempo para ti.
—Yo quería ver el edificio de la calle Victor-Hugo, el barrio y entonces…
—Lo has recordado todo y eso te ha puesto triste… ¿Es eso?
Ella asiente con la cabeza. La voz de Bonga se ha callado. Solo están ellos dos en el silencio del taller. Ella parpadea por la luz que está junto a la cama y él apaga la lámpara.
—¿Estás bien así? ¿Quieres que ponga otro disco?
—¿Puedes volver a poner el mismo?
Él se incorpora, se desliza sobre las nalgas hasta la minicadena, y vuelve a sonar el disco. Vuelve a la cabecera. Recupera el porro, que sostiene en la punta de los dedos para no quemarse.
—Llévatelo si te gusta… Yo me compraré otro…
Ella dice que no con la cabeza.
—No será lo mismo si lo escucho en casa… En casa, es… Me siento vieja, tan vieja…, fea incluso… Pero ya estoy acostumbrada a eso…
—Tú eres guapa y no lo sabes, Agnès.
—Mamá era guapa…, la he visto en fotografías antiguas, y él prefirió marcharse con una puta con shorts recortados y tacones altos que se pintaba las uñas de los pies…
—¿Podría ser que él hubiera soñado siempre con una puta que se pintaba las uñas de los pies? ¿Es posible que esa fuera su fantasía y que no hubiera sabido resistirse? ¿Puede ser que tu madre se negara a pintarse las uñas de los pies?…
—¿Los hombres son capaces de largarse por eso?
—Algunos hombres… Si el deseo es muy fuerte.
—¿Y abandonar a sus hijos?
Ella le mira, atónita.
—Agnès, ¿tú sabes lo que son las ganas, sentir de repente un deseo irracional por alguien?
Él la observa con un gesto irónico y tierno. Ella se acurruca sobre el colchón, pone ambas manos bajo una mejilla y le escucha, muy seria.
—Tu madre debía de negarse a ponerse ligas, pantalones cortos y barniz de uñas. Entonces, un día, él sucumbió. Es tan absurdo como eso… y después, ya ves, a su puta no la ha abandonado…
—¿Tú le defiendes?
—No. Pero intento comprender lo que pasa por la cabeza de un tipo. ¡Tu madre no era la alegría de la huerta!
—Tampoco yo soy muy alegre…
—Pues estate atenta… La vida tiene tendencia a repetirse, hasta que finalmente entendemos… Toda tu vida es demasiado seria. Vives al margen del deseo, de las cosas gratuitas, de las locuras que se hacen solo por placer…
—¿Es posible que no esté hecha para eso?
—No tengo ni idea… Yo solo he aprendido una cosa del deseo, ¡y es que hay que fomentarlo, cueste lo que cueste…, y que eso cuesta trabajo!
—Sí, pero de todos modos uno no abandona a sus hijos así como así… ¡Ni les da bofetones en la escalera!
Rapha echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
—¡Eso fue el día que le insultaste! Le habías llamado cabrón, capullo, gilipollas…
—¿Yo? —exclama Agnès, escandalizada—. ¡Eso es imposible! No te creo, yo no hablaba así, no me hubiera atrevido. ¡No sabía que esas palabras existían!
—Aquel día te atreviste, te lo aseguro… Tú chillabas y resonó por el hueco de la escalera. Los vecinos salieron al rellano porque no daban crédito. ¡Estabas hecha una furia, gritabas, insultabas, estabas hecha una furia! ¡Faltó poco para que le saltaras encima y le arrancaras los ojos!
—¡Eso no es verdad, no es verdad! —repite Agnès, trastornada—. ¡Eso es un montón de mentiras!
—Te aseguro que no miento… ¡A mí más bien me parece divertido! Para una vez que te dejaste ir…
Por jugar y para distraerla de su rabia, él desliza un dedo dentro de su jersey y descubre los dos senos blancos y redondos. Los acaricia distraídamente y añade:
—Esta noche estás guapa, por ejemplo…
Ella menea la cabeza como si eso fuera una eventualidad imposible.
—Bonita como un beso bajo la lluvia…
—¡Te estás burlando de mí! ¡Eso no está bien, Rapha!
Agnès se tapa las orejas para no oírle. Él extiende sus largas piernas y se tumba a su lado. Como un hermano, como sus hermanos sin duda no han hecho nunca, aparta las mechas castañas una por una, le pellizca las mejillas que enrojecen bajo la presión. Ella se convierte en una pintura, una cara de mujer al estilo Modigliani. Sus ojos se sumergen en el verde y combinan con los reflejos castaños del pelo. Es bonita y dulce, introvertida y triste, y él la contempla, la dirige, le inmoviliza la cara entre las manos y la inclina suavemente hacia él. Ella se deja hacer, ya no es más que un puñado de arcilla que él moldea y coloca sobre la almohada. Ella piensa durante un segundo que debe de parecer boba, con los labios entreabiertos de la mujer que espera, cierra la boca y entonces se olvida. Él no se burla de ella; lo lee en sus ojos. Él no la compara con otra. Ella cierra los ojos y acerca la cara hacia esos dedos que la acarician. Los brazos de Rapha se ciernen sobre ella y la acunan. Ella separa un poco los labios y él la besa. Posa la boca sobre sus labios, los roza sin insistir. La música y la noche los envuelven. Él nota que ella, pegada a su cuerpo, se relaja. Le pasa los dedos por la espalda, sobre la piel cálida de la espalda, y baja hasta los riñones.
—Tienes la piel suave…
Ella tiembla y hunde la nariz en la camiseta de Rapha, aspira su olor, un olor desconocido… que no es el olor de Yves. Se debate durante un instante, Rapha se aparta, pero ella le atrae hacia sí y le murmura junto al cuello:
—Hazme el amor, Rapha… Por favor… Hazme el amor, por favor, me siento tan sola, Rapha…, muy sola…, ya no me quedan fuerzas…
Él le pone la mano sobre la boca para que se calle. Ella le coge la mano y le besa.
—Sigue, por favor… Es tan agradable… Solo una vez, y nunca volveremos a hablar de esto…
—¿Estás segura de que no te arrepentirás?
Ella dice no, sin hacer ruido, frotando la cabeza contra la camiseta que huele tanto y tan bien.
—Esta noche, me apetece… Esta noche, es importante…
Sigue moviendo la cabeza, sin añadir nada más. Le sujeta contra sí. Entonces él se coloca encima de ella muy despacio. Ella nota los botones del tejano contra el vientre, le rodea con sus brazos y abre las piernas. Él le desabrocha el jersey y acaricia los pechos redondos. Unos pechos colmados y firmes, una cintura fina, caderas más poderosas, la piel dorada y lisa. Un cuerpo de chica joven. Le hace el amor lentamente, sin dejar que escape ni un grado de calor entre ambos cuerpos, ella está a gusto, ella es otra, ella entra en otro mundo, un mundo que ha imaginado muy a menudo y que le parece muy evidente. Él le murmura junto al cabello que no está sola, que no es fea, que es un soldadito demasiado acostumbrado a ponerse en guardia y nada más, olvídate de estar en guardia, déjate vivir…
Ella oye su voz, que le da nuevas fuerzas. Oye la voz de Bonga y se mueve al compás. Todo su cuerpo tiene ganas de bailar, de ponerse un caftán y descoyuntarse al ritmo de la música. Tiene la cabeza llena de soles, un calor agudo y ardiente la hace gritar, se arquea contra Rapha, chilla, chilla, él le sujeta la cabeza, le tira del pelo hacia atrás y le grita que chille, que chille con todas sus fuerzas, está guapa cuando chilla…, él quiere hacerla feliz…
Toda la noche. Toda la noche.
Después Agnès se duerme.
Cuando abre los ojos se da cuenta de que el despertador marca las seis. Piensa en los niños, se levanta, vuelve a vestirse. Bonga sigue cantando pero Rapha no le oye. Rapha no se mueve. Duerme, de espaldas, con los brazos en cruz. Ella le mira con ternura y se aleja. Cierra la puerta sin hacer ruido y baja los escalones de cuatro en cuatro. Aparca de cualquier manera, en la esquina de la calle, debajo de su casa, comprueba que los niños duermen y se cuela en la cama. Yves está allí, esperándola, detrás de la puerta de su habitación.
Ella no se siente culpable. Esa noche era para ella. Solo una vez, solo una. Mañana, volverá a ser una mujer perfecta.
Pero esta noche, después de lo que les ha contado Clara, tiembla de miedo. Ellos, Rapha y ella, no tomaron precauciones. Todo lo que hacemos cuenta. Uno cree que puede apartarse del buen camino como si nada, sin perturbar el orden. Pero toda acción implica una serie de complicaciones. Tiene que hablar con él. No sabe qué le dirá pero no puede hablar con nadie más que no sea él. Es un secreto demasiado pesado para guardarlo ella sola.
Le da al contacto y el coche pega un salto hacia delante que la despierta de golpe. La ronda está desierta. Agnès conduce sin superar la velocidad permitida. Ha cometido el error de creer que podía burlarse de los radares y de las líneas amarillas. Tal vez, si respeta las normas, todo volverá a su sitio. Puede que por fin tenga suerte en su vida sin suerte…
La luz del taller de Rapha está encendida. Agnès aparca y espera un momento en la penumbra del coche. ¿Qué va a decirle él que ella no sepa? Entonces comprende que ha ido a reivindicar. Tiene derecho a estar informada. Él ha pasado una noche con ella y tiene que rendirle cuentas. Él solo ha pensado en Clara, como siempre. ¡Yo también importo! Habría podido avisarme a mí también, repite, disgustada. Luego se recupera y se echa a reír: ¡pobrecita mía! ¡Qué te creías! ¡Con todas esas mujeres que le persiguen y él te concede una noche, UNA noche! ¡Es sorprendente! Deberías conformarte y punto.
Cierra la puerta del coche y entra en el edificio de Rapha. Un cartel en la puerta del ascensor indica «Fuera de servicio». Agnès maldice, se cuelga la correa del bolso del hombro y pone el pie en el primer peldaño. Se agarra a la barandilla, con el corazón desbocado. Las escaleras están en penumbra, el temporizador de la luz está roto. Agnès avanza en la oscuridad. Oye el ruido de una cisterna, el sonido de un programa de la tele, un niño que llora, le da miedo la oscuridad y pide luz. Se detiene para respirar, se apoya contra la pared, se vuelve a poner la correa del bolso en el hombro y reemprende el camino. ¿Por qué no la ha prevenido? ¿Ha olvidado que hace un año tumbó su cuerpo sobre el de ella y le hizo el amor? Agnès piensa en ello a menudo. De noche… Se cuenta una historia bonita: Rapha le confiesa que la quiere, que nunca ha querido a otra, que creía que ella no le quería, que prefería a otro. La toma en sus brazos, le habla de la tableta de chocolate. Ella nunca contestó al mensaje escondido entre el papel de plata y el envoltorio… Ella le coge la cabeza con las manos y, con los ojos llenos de lágrimas, le dice que no vio el mensaje, que ella siempre creyó que él quería a Clara y que se había eclipsado. Pero aún no es demasiado tarde, dice Rapha, no es demasiado tarde. Ella está sin aliento, se para otra vez en el rellano, justo antes de llegar al taller. ¡Oh, Rapha!, gime, Rapha… Él la toma en sus brazos, la inclina hacia atrás, la abraza y posa los labios en su boca. Este es su cuento para dormir. Un cuento barato, un sueño de pacotilla, pero ella se duerme, feliz.
Unas voces que salen del taller la arrancan de su fantasía. Ella se acerca, retiene el bolso contra la cadera con una mano, con la otra sigue la pared a tientas y avanza hacia el rayo de luz que se filtra por la puerta mal cerrada. Reconoce la voz de Rapha, la voz dulce y grave de Rapha. Parece cansado, como si defendiera su causa sin convicción. Se defiende, dice: «Claro que sí…, claro que no» y la otra voz le interrumpe: «¿Y yo, qué? ¿Por qué yo no? ¿Por qué siempre ella?». Agnès cree reconocer la otra voz…
La otra voz que responde a Rapha… Una voz que grita, que recrimina, que pide cuentas… Una voz que la ira convierte en metálica, cortante.
Agnès se queda inmóvil, sin aliento, en el rellano, estupefacta por esa voz, esa voz que sale del taller. Este no es su sitio, ¿qué hace ella aquí?
Se acerca a la puerta, la empuja con cuidado, apenas lo justo para ver, para identificar…, dominada por el pánico ante esa puerta que se abre… ¡Van a verla! Se refugia en un rincón que dibuja la pared, espera, cuenta los segundos y luego se atreve y empuja otra vez la puerta, acerca la cabeza hacia la luz, muy pendiente de que no la vean, avanza, avanza… y ve. Al principio la asombra esa evidencia que se impone, que ella rechaza pero que se incrusta, y entonces reconoce ese gran abrigo blanco tirado sobre el colchón en el suelo, esos botines finos. El pantalón de cuero negro, el jersey blanco y los dos faldones de la camisa que sobresalen…
Lucille está de pie pegada al radiador, bajo la ventana, y Rapha, con la frente apoyada sobre las rodillas que sujeta con ambas manos, está sentado en el suelo frente a ella. Agnès lo comprende todo de repente y se tambalea en el pasillo, vacila y se acurruca sobre sus talones. Ella siempre tiene que ser la primera, en todas partes… No sé por qué yo siempre intento compararme con ella, con todas ellas, siempre pierdo. Incluso este puesto, este puesto de segundona que reservé para mí, para mis pequeñas fantasías privadas, ha tenido que quitármelo… Me quita este puesto tan humilde, este puesto insignificante. Debería haberlo sabido, debería haberlo sabido…
Lucille Dudevant, de niña, ya era guapa, inteligente y rica. «Es el tipo de niña que nunca vivirá esa edad ingrata del final de la infancia —declaraba la señorita Marie, su institutriz—. Esa expresión no está hecha para ella». La señorita Marie tenía razón. Mientras al acercarse la pubertad las chicas se arruinan con cremas antigranos y lociones capilares, Lucille lucía una piel tersa, sonrosada, y un cabello rubio y denso con un PH imperturbable. Hacía ballet clásico desde muy pequeña, y tenía además un porte erguido y altivo, una manera de avanzar por la vida sin saber lo que es dudar y ni siquiera vacilar. Nadie sabía que Lucille ensayaba en la intimidad de su dormitorio, frente al espejo del armario ropero con sus vestidos ordenados y clasificados por actividades: conciertos, teatro (cuando tuvo edad de salir de noche, acompañada por la señorita Marie), fiestas sorpresa, instituto, tenis o clases de educación física.
Fue su elegancia la que atrajo, desde el principio, a la pequeña Clara Millet. A una chica con estilo se la reconoce enseguida. Está a gusto en todas partes. No tiene miedo a nada. O en todo caso, aparenta no tener miedo a nada. A Clara no le gustaba sentir esa atracción. Le dolía dejarse llevar por una fascinación tal, que la colocaba en inferioridad, pero siempre volvía a revolotear alrededor de Lucille. Llegó al extremo de espiarla. De observar lo que comía, lo que llevaba, a imitar sus poses, sus cantinelas, su modo de hablar, para conseguir un poco de esa seguridad altanera que la subyugaba. Cuando Lucille Dudevant lanzó una moda que consistía en llevar dos camisas de hombre una encima de la otra, Clara le birlaba las camisas a su hermano. Cuando Lucille descubrió un champú que teñía las raíces, Clara se abalanzó sobre aquel tubo que soltaba una pasta espesa que ella manipulaba mucho peor que Lucille, lo cual dio como resultado que se le formaran remolinos en el pelo. Pero ¡eso no importaba! Poseía esa cosita que la acercaba a la belleza perfecta. Sintió un humilde agradecimiento hacia su amiga. Cambió de vocabulario, disfrutaba de una seguridad nueva y se creía casi guapa. Durante cierto tiempo tuvo la embriagadora sensación de haber cogido la vida entre las manos. Ya no era insignificante. Clara Millet era rabiosamente independiente pero debía reconocer que, como modelo de mujer, Lucille era superior. Y por mucho que, ya en aquella época, ella deseara seducir con su audacia y su originalidad, no podía evitar imitar a su modelo. Pero, en su pobre cabecita confusa, todo se mezclaba y a menudo no sabía cómo comportarse. ¿Como Lucille Dudevant o como Clara Millet? Ella había agarrado la vida con las manos, pero esa no era la suya. Clara renunció, pero tuvo que reconocer que había aprendido mucho observándola.
Agnès Lepetit también quedó deslumbrada por Lucille pero ella sabía que no tenía medios para igualarla. Ella se contentaba con idolatrarla y acceder a todos sus deseos. Llevaba su cartera, demasiado pesada, en ausencia de la señorita Marie, o le daba recaditos de los chicos. Yo soy su buzón, se decía, encantada, ella confía en mí. No se contentaba con contemplarla. Al volver a casa, se tumbaba en la cama y soñaba con Lucille. El menor detalle que tuviera que ver con su ídolo la llenaba de alegría: un día descubrió el nombre y la dirección de su dentista. ¡Fue como si hubiera encontrado un tesoro! Lucille la miraba, Lucille le hablaba, Lucille la hacía sentarse a su lado en clase…
Joséphine observaba los pequeños manejos de Lucille y se ponía furiosa. ¡Es una presumida! ¡Nada más! Clara se apartará de ella y Agnès acabará entendiendo que la otra la desprecia, pronosticaba para consolarse de esa energía que despilfarraban sus dos amigas, que Lucille alejaba de ella. El día en que Lucille le preguntó su opinión sobre una película, Joséphine se sorprendió al notar que se ruborizaba, que tartamudeaba y que se sentía honrada. Estuvo a punto de deponer las armas aquel día, y si no hubiera captado en los ojos de Lucille un destello de victoria, se habría rendido.
Lucille Dudevant ocupaba con su padre los dos últimos pisos del edificio del número 24 de la calle Victor-Hugo. Un dúplex muy bonito con una vista espectacular de París. Las paredes estaban cubiertas de pinturas con marcos de madera dorada, sólidos y muy recargados. No quedaba ni un centímetro libre. Solían ser paisajes o escenas de la vida rural. Niños que conducían los rebaños a los campos, jovencitas que se bañaban en el agua de un río, caballos que galopaban por los prados, campesinos en la siega mientras a lo lejos las mujeres golpeaban la ropa en el lavadero. Parecía un museo. Las mesas, las sillas y las butacas parecían salidas de un catálogo de antigüedades, y uno se sentaba apoyando apenas las nalgas, convencido de que un guardián de uniforme iba a obligarle a largarse con un gruñido. La moqueta, gruesa, decorada con motivos rebuscados, estaba cubierta con grandes alfombras. «Kilims», explicaba Lucille, convencida de la ignorancia de sus compañeras. A Lucille le gustaba pensar que lo que ella poseía lo codiciaban las demás. Eso daba mayor valor aún a sus pertenencias. Ninguna familia del edificio tenía kilims y Lucille adquiría con ello un prestigio suplementario. Incluso la sonoridad de la palabra aportaba lujo y misterio. «Kilim, kilim, kilim», repetían las niñas, maravilladas, cuando volvían de una invitación en casa de Lucille.
Decir que Lucille Dudevant formaba parte de esa pequeña pandilla era exagerado. Lucille aceptaba sumarse cuando decidía que valía la pena. O cuando le pesaba la soledad del enorme apartamento donde vivía con su padre y su institutriz. Pero, con el paso de los años, fue pasando cada vez más tiempo en compañía de sus amigas, que ella llamaba «compañeras».
Su madre había muerto cuando ella nació y Lucille nunca había conocido las caricias, los mimos o los consejos de una mamá. De la difunta señora Dudevant, de soltera condesa de La Borde, solo quedaba un álbum de fotos y un retrato con un marco de caoba. Posaba erguida y distinguida, con un vestido ceñido de lana gris rematado con un camafeo, y una leve sonrisa cortés y distante en los labios. Una piel de zorro dorada le cubría un hombro. Llevaba el cabello rubio y denso recogido en un moño alto. Unas perlitas finas adornaban sus orejas y un collar de perlas de tres vueltas realzaba un cuello largo de cisne dócil. Lucille se había pasado muchas horas frente a ese retrato, al que no conseguía parecerse. A veces incluso murmuraba en voz muy baja: «¿Mamá?, ¿mamá?», cuando estaba segura de que nadie la oía, pero no brotaba emoción alguna entre la mujer del retrato y ella. Las fotografías del álbum eran diferentes pero, en ese caso, era la elegancia natural de su madre lo que la intimidaba. Ella se preguntaba, inquieta, si un día llegaría a igualarla. La prenda de su guardarropa que aparecía con mayor frecuencia era un jersey negro de cachemir que ella se ponía sobre los hombros, encima de un vestido de noche, o abierto sobre un pantalón ancho de pinzas, o también con una falda larga de tafetán color champán. Su madre no seguía la moda: su madre tenía estilo. En la foto que abría el álbum, se reía. O más bien sonreía, una gran sonrisa llena de apetito y alegría. Llevaba las uñas de las manos y de los pies pintadas de rojo, estaba sentada en un sofá crema, con un vestido de Schiaparelli marrón tostado con un tirante que se le había caído sobre un hombro desnudo. Tenía la mano derecha sobre un collar de perlas negras, la izquierda apenas apoyada sobre la rodilla derecha. Se le veía la garganta y de toda su piel parecía emanar una alegría de vivir insaciable y dulce. Los zapatos debían de haber quedado a un lado, porque no se veían. El pie de foto decía: «Primer baile en casa de los Rothschild». A partir de la siguiente fotografía, tomada durante el banquete de compromiso, adoptaba una postura más moderada, y parecía que buscara a alguien, a lo lejos, con la mirada. Llevaba una falda larga, negra, y una camisa blanca sin mangas, con las puntas del cuello levantadas y abrochadas con un pequeño pasador de diamantes. Estaba ligeramente recostada en una poltrona de terciopelo azul cielo, con la espalda recta y los dedos entrelazados sobre las rodillas. El hombre enorme, rígido y tenebroso que estaba a su lado era su prometido.
A Lucille le costaba imaginar a su madre en movimiento. Su madre de compras, recogiéndose la falda para subir a un coche, inclinándose para hacerle una caricia a un niño, acercando los labios al beso de su padre. Al pensar en ello, a Lucille se le paralizaba todo el cuerpo y volvía la espalda a las fotografías. ¿Cómo ese señor viejo, nostálgico e inmóvil había podido tumbarse sobre el cuerpo de esa mujer sofisticada? Imposible, decidía Lucille que concluía que ella era una niña adoptada, lo cual alimentaba sus sueños y sus quimeras y la convertía en un ser aún más particular. Lucille, que no había conocido el cariño de una madre, lo ignoraba todo del amor y buscaba por encima de todo la admiración de las personas que la rodeaban.
Sus padres habían vivido en un piso enorme en el Trocadéro. Su padre era ingeniero. Había inventado patentes técnicas para la industria del automóvil o aeronáutica, Lucille no lo sabía exactamente, y así había hecho fortuna. Una fortuna inmensa que había colocado en Bolsa y que había fructificado por encima de sus expectativas. «El impuesto se olvida del dinero dormido… De ese modo, el dinero duerme con un ojo abierto y se reproduce sin hacer ruido». Fue en esa época cuando se había casado con la señorita Aurélie de La Borde, procedente de una familia noble pero arruinada. El matrimonio duró poco. Un año y medio después de la boda, Aurélie moría al traer al mundo una niña a la que llamó, con un último suspiro, Lucille.
Tras el fallecimiento de su esposa, el señor Dudevant había vuelto a vivir en Montrouge, el barrio de su infancia, el único donde se había sentido cómodo. De niño, había conocido al carnicero, a la vendedora de caramelos, al carbonero, el salón del peluquero Hervé, el estanco de la esquina; todas esas referencias le tranquilizaban, le daban seguridad. Era mucho mayor que su esposa, y se consideraba demasiado viejo para rehacer su vida y deseaba acabar su existencia en paz consigo mismo. Veía crecer a su hija sin la energía necesaria para ocuparse de su educación. Confiaba en la señorita Marie. Deseaba sobre todo refugiarse en su pasado, dejar que reviviera en él. Lucille le sorprendía a menudo tumbado en el sofá de la biblioteca, con una sonrisa tenue en los labios. No leía, no escuchaba música, no contestaba al teléfono. Soñaba despierto. Se dejaba sumergir, le explicaba a esa niñita que no comprendía que uno pudiera pasarse horas así, sin hacer nada. «Un día, entenderás que uno vive toda su vida de los sentimientos, de las sensaciones de los primeros veinte años. Son los únicos que cuentan. Los únicos importantes, porque te conforman. Uno puede detener su vida a los veinte años y haber vivido una vida entera. Con el tiempo, seguro que tú revivirás esos años. Serán los placeres, los disgustos, las decepciones de juventud lo que querrás volver a vivir. Te reconciliarás con las personas que te han decepcionado, que te han traicionado. Amarás todavía más a quienes te han amado anteriormente. Querrás reencontrarte con ese dolor pasado, transformarlo en dulzura, porque eso es mucho más fácil que ir siempre hacia delante, luchando sin descanso. Cuanto más viejo eres, menos ganas de envejecer tienes. La cabeza se ralentiza, gira alrededor de las mismas cosas, que se convierten en obsesiones que te alivian o te vuelven loco. Las mías me alivian». Y volvía a soñar despierto, sueños de los que su hija estaba al margen. Durante las vacaciones, Lucille iba muy a menudo a ver a sus primas (maternas) al castillo familiar del Périgord, cerca de Sarlat. Su padre le preguntaba si tenía otros planes. Lucille no sabía qué contestar: ¿adónde ir cuando una está sola? Un verano, aceptó acompañar a Philippe y a Clara, que se iban a Inglaterra con familias seleccionadas por la escuela, pero la experiencia fue un fracaso. Llovió sin parar, la familia de acogida fue una decepción y, además, vivían a sesenta kilómetros de Londres, en pleno campo, con el Woolworth local, la piscina municipal, la heladería y la tele como únicas distracciones. El verano siguiente, volvió al castillo de la familia.
Criada entre un padre indiferente, ausente, y una institutriz que, si bien se ocupaba de todos los detalles prácticos de su educación, adoptaba una reserva muy puritana a la hora de expresar los sentimientos, Lucille creció sin amor. No le faltaba de nada pero estaba privada de lo esencial. Cuando más adelante empezó a salir con chicos, se dio cuenta de que no sentía nada. Decidió que esa frialdad no era cosa suya, sino culpa de la mediocridad del entorno. Para amar, ella necesitaba admirar y ningún hombre, hasta el momento, merecía su atención. Desde el punto de vista de Lucille, el amor solo podía existir entre dos seres notables e iguales. Ella desaprobaba las teorías románticas de sus amigas, que hablaban del flechazo que hace latir los corazones y te humedece las manos.
Lucille hacía absolutamente todo lo que quería. Como era razonable y dominaba a la perfección sus emociones, su padre y la señorita Marie la dejaban ir a su aire. De hecho, Lucille había entendido que para que no le pusieran el menor reparo, tenía que mostrarse dócil y no expresar en absoluto sus tormentos íntimos. Mantener un rostro imperturbable y buenas maneras para falsear su mundo y rodearse de misterio. Ese fue el mayor escollo de su educación: aprendió a tener doble personalidad, a reprimir sus emociones, sus lágrimas y sus gritos de alegría, y a disimularlos bajo una leve sonrisa amable, una inclinación de cabeza o un gesto irónico. El óvalo perfecto de su cara, la mirada verde gris de sus ojos, su densa cabellera rubia la convertían en una auténtica litografía. Si hubiera sido menos distinguida o menos ambiciosa habría llegado a ser una maniquí maravillosa o habría fundado una familia.
Lucille Dudevant era la gloria del edificio y todo el mundo la trataba con respeto, admiración y curiosidad. No se puede hablar de afecto, porque en la actitud de Lucille había una ligera distancia que impedía que la trataran con familiaridad o demostraran algún interés por ella. Lucille sabía hacer notar su particularidad. Lo hacía con educación y delicadeza. En el instituto pasaba lo mismo. Bastaba con que apareciera en el aula con sus conjuntos de cachemir color pastel, sus faldas escocesas, sus largos mechones rubios y sus cuadernos impecables, para que la actitud de los chicos y las chicas cambiara de forma imperceptible. Ella nunca adoptó la moda de aquellos años, y su estilo deliciosamente retro la distinguía del resto. Cuando pasaba ella, las otras chicas languidecían y los chicos se erguían; luego volvía el guirigay, pero Lucille ya había provocado su efecto.
A ella le gustaba mantener la supremacía. Toda recién llegada, por poco brillante o guapa que fuera, era considerada como una rival a eliminar. Lucille descendía de su torre de marfil durante unos días, se volvía amable, pedía apuntes, fotocopias de las lecciones, admiraba el peinado o la ropa de esta o aquella, prestaba su pluma Montblanc, escogía a una o a otra para permitirse ciertas confidencias elaboradas a conciencia. Volvía a colocarse en el centro del interés general, y mediante círculos concéntricos alejaba a la intrusa que, de tener un «potencial sublime», se veía relegada a los «pasables» y los vasallos. Una vez eliminado el peligro, Lucille Dudevant ascendía de nuevo a su torre de cristal, desde donde seleccionaba con mucho tino a quienes tenían el honor de visitarla.
Nadie se resistía a Lucille Dudevant. Casi nadie…
Agnès se ha sentado sobre las piernas dobladas, con los puños hundidos en los bolsillos. Escucha. De vez en cuando, inclina la cabeza. ¡Oh!, le basta con acercarla unos centímetros al resquicio de la puerta, y ve los pies de Lucille que recorren el suelo del taller y el cuerpo de Rapha también en el suelo, que se acurruca y se desdobla según el tono de Lucille, los dedos de Rapha que juegan con sus cabellos, y oye el chasquido del encendedor de Rapha.
Los tacones de Lucille pisotean el suelo. Agnès solo ve sus pies finos e imperiosos que golpean el suelo, giran sobre sí mismos, vuelven a alejarse.
—… y allí me tienes, en casa de Clara —recalca Lucille—, con esa quejica de Agnès que se da aires porque escribe un cuadernito y oye voces…
—¡No te metas con Agnès! ¡Es la más auténtica de todos! La más dulce, la más generosa… Si yo tuviera que escoger una hermanita, sería ella… Tú no le llegas ni a la suela del zapato… ¡Ni yo, por otra parte!
—… y me digo que tengo que contárselo a Clara…, decirle lo que hay entre nosotros… ¡Ya no soporto más esta mentira! ¡Ya no soporto más sufrir cada vez que la veo con TU camisa sobre SUS hombros!
—¡No metas a Clara en esto! —grita Rapha extendiendo bruscamente las piernas.
Ella golpea el suelo con los talones y parece fuera de sí.
—¡Y quiero que lo sepa! ¡Que sepa desde cuándo follas conmigo!
Él hace una mueca y levanta la cabeza hacia ella.
—¡Las palabrotas suenan falsas cuando salen de tu boca, Lucille!
Él saca un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo enciende. Agnès tiene la impresión de que Rapha está harto de repetirse, que Lucille se ofusca y pelea como un animal que quiere salir de una trampa.
—¡Todo suena falso cuando lo digo yo! ¡Tú nunca me crees! Nunca quieres…
—¡No quiero que impliques a Clara! —la interrumpe él—. Es fácil, ¿no?
—¡Demasiado fácil! Tendrás que explicarle por qué follas conmigo, conmigo, cuando la quieres a ella…
—Lo entenderá. Ella lo entiende todo…
—Yo no estoy tan segura…
Tiene razón, se dice Rapha. Ella no lo soportará. No se lo ha contado todo a Clara. No ha tenido el valor de soltarlo todo. Ha sido egoísta. Ha pensado en su miedo antes que nada. El resto…, si puede evitar entrar en detalles… ¡Pero esto no es un detalle! Las anónimas, Chérie Colère, esas no le importan a ella, pero Lucille… No se lo perdonará. Y además no está solo ella. Agnès también… Agnès no dirá nada. Lucille, afortunadamente, no está al corriente.
—Ella se ha portado mal contigo…
—Me ha traicionado, es verdad, pero es más fuerte que yo…
Él sonríe a modo de excusa. Lucille lo ve y sus pies reemprenden su alocada carrera.
—Eso, más que amor, es obsesión…
—No le veo la diferencia, yo…
Rapha rasca la pintura seca de su pantalón, intenta despegar las costras de azul, de amarillo, de negro, de rojo. La pintura se le incrusta bajo la uña y forma un pequeño callo de suciedad, que él despega con el índice y tira al suelo, lejos.
—Entonces ¿por qué viniste a buscarme? ¿Por qué? —grita Lucille—. Fuiste tú quien me atrapó, una noche, ¿te acuerdas o quieres que te lo recuerde?
—Tú no te resististe…
Agnès escucha, atónita. Nunca ha visto a Lucille perder la sangre fría. Tiene ganas de acercarse a la luz, de observar la cólera en su cara, pero no se atreve. Quiere saber el resto.
—¡Fuiste tú el que dio el primer paso! ¡Tú eres el responsable!
—¡Lucille! —exclama Rapha con una carcajada irónica—. ¡Los dos somos responsables! Yo te deseaba. Me parecías bella, orgullosa, fría… Todos los tíos te desean… y además así pagaba mi deuda con la mujer que me había lanzado, así liquidaba esa deuda… ¡Y tú te liabas con el artista de moda! Estamos empatados.
—Eres repugnante…
—¡No! Lúcido… ¡Eres tú la que lo mezcla todo!
—Tú sabías que te metías en un terreno pantanoso…
—Aun así, me apetecía… Me decía que cuantas más tonterías hiciera, cuanto más complicara el asunto, más aprisa llegaría al fondo del pozo y remontaría… Y además… era excelente para mi amor propio. En aquella época carecía de amor propio, digería mal el éxito, me cagaba de miedo de que todo se acabara, y pensaba absurdamente que dependía de ti… ¡Ya ves que te lo cuento todo, pero si no lo hago esta noche no lo haré nunca! No soy un tío muy valiente, yo…
—¡Te odio! ¡Te odio!
Lucille frota sus botines uno contra otro. Luego murmura en voz baja:
—¡Ni siquiera eso es verdad, Rapha! ¡Si al menos pudiera odiarte, sería feliz! Si tú supieras…
—No, porque el odio sigue siendo amor. Cuando ya no hay odio es cuando desaparece el amor, no de golpe, muy poco a poco, como cuando pelas una cebolla… Una mañana te despiertas y ya no amas. Si uno ha esperado esa mañana como los niños esperan la mañana de Navidad, entonces es el hombre más feliz del mundo…
—¡Por lo visto eso no te ha pasado nunca con Clara! —Lucille se ríe con sarcasmo.
—Nunca. ¡Pero no sabes cómo lo he deseado!
Suspira, se pasa la mano por el pelo al recordar todas esas noches perdidas diciéndose: mañana ya no la querré, mañana ya no la querré. Es una guarra, una guarra. A la mañana siguiente se despertaba, oía un disco en la radio, se le iban los ojos hacia un libro que a ella le gustaba, a una vieja camiseta que se ponía ella y que él utilizaba como trapo. Solo estaba tranquilo cuando pintaba. Y aun así… Ella siempre conseguía colarse. ¿Cuánto tiempo hace falta para olvidar? ¿Hay una vara de medir en algún sitio?, se preguntaba, agotado de luchar contra un fantasma.
—Mañana, si yo hablo, ella dejará de quererte…
—No es tan sencillo… Me detestará. Pero de eso a dejar de quererme…
Se encoge de hombros, como si eso fuera imposible.
—Estamos demasiado atados los dos… ¡No tienes ni idea de lo liados que estamos ella y yo!
Los pies se han parado. Lucille está arrodillada delante de Rapha. Apoya la cabeza en sus rodillas. Se rinde. Frota la frente contra las piernas de Rapha y mantiene la cabeza baja. A Agnès le cuesta oírles y tiene que pegarse a la puerta.
—¿Cómo lo ha hecho? ¡Dame la receta, Rapha! Ya no puedo más… Incluso hay momentos en que yo la quiero como tú… Frente a ella, yo soy tú… Y después, la odio, querría que desapareciera…
Rapha mantiene un segundo la mano en el aire, por encima de la cabeza de Lucille, como si dudara en tocarla, después la baja y acaricia la cabellera que va extendiendo sobre su tejano negro mientras habla.
—Ella nunca trapichea. Ella no pide nada a cambio. No me ha juzgado ni una sola vez. Me ha guardado rencor, ha sufrido como sufrí yo, en Venecia, pero nunca ha dicho que se había terminado. Terminado de verdad. Todo este tiempo que yo he pasado queriendo olvidar primero y después para hacerle pagar… Todo ese tiempo malgastado… Porque lo más duro, ¿sabes?, no es amar, es perdonar. No es ir a la guerra ni cambiar la sociedad, es querer al otro más que a uno mismo… y perdonar.
—¡Pareces tu abuela! —murmura Lucille, con la cabeza apoyada en las rodillas de Rapha, dejándose acunar por la caricia de sus manos y su voz.
—Yo no he tenido ese valor. He querido hacerla sufrir, que pagara por todo. ¡Ella no! Ella tiene un concepto muy elevado del amor. Anoche, me dio valor… ¿Lo ves?, yo siempre vuelvo a ella y siempre volveré a ella.
—Yo también estaba dispuesta a darte… Ya lo sabes, Rapha. Yo habría dado todo el dinero de David para me quisieras como a Clara…
—No te creo. Tú estás viciada por el dinero. Desde muy pequeña… Y si mañana yo no tengo ni un duro, si baja mi cotización, si me convierto en un ilustre desconocido, Clara estará ahí, tú no, Lucille, ¡tú no! No te preocupes, no eres la única…, incluso yo a veces…
—Eso es por culpa de tu padre…
—¡Cállate! ¡Basta!
Rapha ha gritado. Se ha levantado y la ha empujado con tanta brutalidad que ella ha perdido el equilibrio. Ahora es él quien está de pie y camina. Lleno de ira.
—¡No me hables de mi padre! Ensució toda mi infancia con su barrigón, su puro, su pedantería… Después contaminó a la única chica que yo quería. ¡A los únicos que no pudrió con su jodida pasta fue a sus viejos, porque eran demasiado cabezones para él!
—¡Tú nunca confiarás en mí!
—Te conozco, Lucille, ¡olvidas que te conocí cuando eras muy pequeña! ¡Te gusta lo que no puedes tener! ¡Lo demás lo desprecias!
—Si tú quieres, abandono a David mañana…
—Lo sé. Y me conmueve mucho… No, no hablo en broma. Pero ¿por qué, Lucille? ¿Por qué lo abandonarías todo por mí? ¿Lo sabes tú?
—Porque te quiero…
—Tú no me quieres.
Lo ha pronunciado como si hablara con una loca que se niega a entender.
—Lo que tú quieres es la imagen tuya que yo proyecto… Mi nombre, mis cuadros… pero no mi boca en tu boca, mi rabo en tu sexo… ¿Ves?, vuelves la cabeza cuando digo palabrotas, palabras auténticas… No te habría gustado cuando tiritaba de fiebre en la cabaña de mamá Kassy… Me quieres en tus vernissages, en una foto en la prensa, tú quieres al personaje… Tú no sabes lo que es querer… Tienes una vaga idea porque no eres tonta…, pero nada más. Por eso no te gusta follar… ¿Lo ves?, ¡has vuelto a hacer una mueca! Para querer hay que dar y tú no das, a ti te da miedo dar… El decadente de tu marido no ve la diferencia porque él tampoco sabe qué es el amor. Te toma por una puta, ¡toma a todas las mujeres por putas!
—¿Y tú qué sabes?
Ha levantado la cabeza hacia él, desconcertada.
—Se ha acostado con Chérie Colère… O más bien Chérie Colère se lo ha tirado… ¡Por capricho! Era su manicura en el Ritz. Él come allí a menudo, según tengo entendido… Es un mirón, que deja grandes propinas a las peluqueras que consiguen que se empalme o a las manicuras que se desabrochan los botones de la blusa. ¡A ella le apetecía que se la tirara un tipo forrado!
—¡Así que él también!
—«El mundo es un pañuelo, querida…». ¡Él te dirá algo así! Y tendrá que ir a hacerse la prueba… ¡Nos encontraremos todos haciéndonos un análisis de sangre por culpa de Chérie Colère! Pero ¿sabes qué? Desde ayer noche ya no tengo miedo… Porque ya no estoy solo. Ya te lo he dicho, siempre vuelvo a Clara. Mi vida pasa y vuelve a pasar por ella. Siempre aparece ella, como un hada buena… Tú no puedes hacer nada, y yo no puedo hacer nada. Nunca has podido gran cosa contra este amor y si yo he dejado que creyeras lo contrario, lo siento…
—¡Oh! Te odio, te odio —grita Lucille, incorporándose.
—… pero te deseo sinceramente que esto se acabe un día… Quédate con tu marido, Lucille, es perfecto para ti.
—¡Y además, eso te iría la mar de bien! ¡Todos sufrimos en silencio para que Rapha Mata pueda ser feliz, tranquilo como el Gran Manitu!
—Si me quisieras como dices, si quisieras a Clara, a tu amiga Clara, te callarías. ¡Serías adulta y generosa y cerrarías la boca!
—Pero yo no quiero a nadie, Rapha, tú mismo lo has dicho. ¿Por qué iba a volverme heroica, así de repente?
—Porque el daño que provocarías no disminuiría tu dolor… Porque pensando, por una vez, en los demás y no en ti, podrías descubrir, quizás, el principio de una felicidad nueva, y finalmente, porque si hablas lo pierdes todo: mi amistad, la de Clara, sin duda la de Agnès y Joséphine. Pones fin a una historia que dura desde hace años…
—Que se basa en mentiras, en una traición…
—Y que, aunque no quieras reconocerlo, representa algo para ti. No sigues viéndolas a todas por casualidad…
—Es una costumbre y nada más…
—No te creo. Hay algo más que costumbre, pero tú no quieres reconocerlo…
—¡Yo no las necesito! Era una forma de seguir cerca de ti… El único que me interesa eres tú, desde el principio. Contigo estoy en un plano de igualdad… Tú y yo podríamos hacer de mi fundación un lugar donde todo el mundo tendría derecho a exponer, a trabajar, a figurar… ¿Qué peso tienen Clara, Agnès o Joséphine? Ninguno. ¡Mi ambición va mucho más allá, Rapha, mucho más allá de un grupo de amigas que recuerdan los viejos tiempos!
—Acabarás sola, completamente sola. Ni siquiera estoy seguro de que a ese marido tuyo, tan delicado, no le asquee esa confesión íntima… Si hablas… ¡Pero no hablarás!
—Eso ya lo veremos… Al menos, seré yo quien dirija el juego por una vez…
—¿Qué juego?
Él la mira, asombrado. Después aplasta el cigarrillo y murmura:
—¡Ojalá solo fuera un juego! ¡Se habría acabado hace mucho tiempo!
—Estoy harta de esperar. ¡Harta! ¡Harta de ser el último mono!
De pronto su voz adquiere un tono amenazador:
—Te esperaré, Rapha, te esperaré mañana, durante todo el día, en mi casa. Piénsalo… Estaré sola… David está en Londres. Si no vienes, hablaré con Clara. Se lo contaré todo…
—No iré. Se acabó, Lucille, se acabó… ¡Basta!
Hace un gesto con la mano que barre a Lucille.
Ella se ha levantado. Coge el abrigo con brusquedad, se pone solo una manga y empuja la puerta. Agnès apenas tiene tiempo para retroceder al rincón del pasillo. Nota cómo un faldón del abrigo le roza la cara, y la invade una bocanada de perfume. Deja pasar a Lucille, escucha sus pasos que se alejan, los tacones que martillean en los primeros peldaños de la escalera y luego en los siguientes y los siguientes. Pronto no oye nada… ¡Ah, sí! El sonido metálico de la puerta de un coche… Lucille se ha ido.
Avanza a cuatro patas por el pasillo, echa un vistazo al taller y busca las largas piernas de Rapha. Está de pie. Contra la ventana. De cara a la noche. Con los brazos cruzados. Después oye un ruido de cuadros que alguien desplaza. El sonido de un Zippo, el agua que silba en el hervidor. Se incorpora, se alisa la ropa, se arregla el pelo, se cuelga el bolso del hombro. Volverá. Ella también. Yves la espera. Acurrucado sobre su miedo de que le abandonen. Todos somos niños que tienen miedo de que les abandonen.
Al fin y al cabo, ella solo tenía un papel pequeño. Un papel que ella se había fabricado sola, que la ponía triste o alegre, que la hacía sonreír en el metro en las horas punta, o llorar viendo la cinta de Sandrine Bonnaire. Agnès se preguntará siempre si con ese pequeño papel habría podido construir una vida, o si estaba condenada a quedarse entre bastidores. Se lo preguntará, pero ya no volverá a estar triste. Ya no se avergüenza de ser quién es. Rapha acaba de colocar dos o tres piedras que conforman el principio de una identidad, el principio de un camino hacia el nacimiento de sí misma. Él le ha dado el puntapié inicial. Agnès no se equivocó ofreciéndose a él una noche. Él no la ha traicionado. Con unas cuantas palabras la ha elevado a otro nivel. Ella puede olvidarse de su fantasía, de su fantasía infantil nocturna; él le ha hecho el mejor regalo. «¡Es la más auténtica de todos! La más dulce, la más generosa… Si yo tuviera que escoger una hermanita, sería ella…».
Mañana pedirá hora en el hospital Beaujon. Fingirá que quiere donar sangre. Todo no se puede contar, ni escribir en el cuaderno. Él no podría soportarlo. Todavía no es bastante fuerte. Ya llegará, ya llegará. Ella tiene que aprender, que aprender a tener paciencia.
Baja las escaleras, incorpórea, salta los últimos escalones, juega al avión en la acera. Tan dulce, tan generosa, tan auténtica, hermanita… Saca las llaves del coche del bolsillo, corre hasta la puerta. Levanta la cabeza hacia el cielo y ve las estrellas en el firmamento de Montrouge. Miles de estrellas que brillan y centellean. Mañana, hará buen día.
Un papel blanco se ha colado bajo el limpiaparabrisas. Agnès frunce el ceño. ¡Dos multas en una noche! Tiene ganas de reír, de coger el papel y romperlo. Se acerca, extiende la mano. ¡No es una multa!, es una página arrancada de una agenda, donde Lucille ha escrito: «¡Así que tú también! ¡Bravo!».
Suena el teléfono y Clara descuelga sin abrir los ojos. ¿Qué hora será?
—Diga —musita con la voz dormida.
Es Marc Brosset. Está abajo. Le gustaría subir a tomar café.
—No estoy sola —contesta Clara mirando el cabello alborotado de Joséphine que se mueve bajo las sábanas.
—Ah —contesta él, dolido.
Clara estornuda y busca un kleenex con la vista.
—Entonces se ha acabado —añade él, incrédulo.
—Se ha acabado —repite ella, contrariada, y se pellizca la nariz para no estornudar.
La caja está demasiado lejos, suspendida a los pies de la cama. Tendría que levantarse. No le gusta especialmente ser desagradable. Constata. Se ha terminado. Ya no tengo ganas. Hoy es sábado por la mañana. Hace tres días aún tenía ganas. Decía «te quiero, te quiero», mientras él deslizaba una pierna entre sus piernas y le daba placer. Es difícil de entender. Clara tiene que reconocer que, por muy filósofo y sabio que sea él, debe de estar dolido.
—Yo tampoco lo entiendo, ¿sabes? —añade para suavizar la pena, intentando aguantar la caja con la punta de los pies.
La caja se cae al suelo y a Clara se le escapa un suspiro. El día empieza mal.
—Podríamos hablarlo… —insiste Marc.
—No me apetece. Es demasiado doloroso…
—¿Para mí?
—Sí.
—Porque tú, ¿estás bien?
—Estoy bien.
—¿Podré volver a llamarte?
—Si quieres…
¿Por qué se humilla de este modo? Un poco de contención. De gallardía. Un animal herido nunca ha inspirado deseo. Quizás a Florence Nightingale. Yo no soy Florence Nightingale. A mí me gusta la fuerza, la fuerza bruta del macho capaz de soltarme un guantazo. Falso. Odio la fuerza bruta del macho capaz de soltarme un guantazo. Salvo si me da placer. El dolor da placer, la dulzura no. Quizás a los santos y las santas del Evangelio. Y ese no es mi caso.
—¡Adiós!
Y cuelga.
Él volverá a llamar, seguro. Se le pegará. Durante semanas. Ella gruñe.
—¿Quién era? —pregunta Joséphine desperezándose y mirando la hora—. ¡Las nueve! ¡Pero si es plena noche!
—Marc Brosset. ¿Te preparo un café?
—¿Qué quería?
—Un café…
—Deberías haberle dicho que subiera…
—No me apetece.
Clara se levanta, recoge la caja de kleenex, se dirige al rincón cocina, se suena, coge un filtro, lo llena de café, vuelve a llenar la cafetera de agua, abre un armario, saca el pan, la mantequilla, la mermelada, unos yogures, queso, lo coloca todo sobre una gran bandeja y vigila el agua que chisporrotea en la cafetera.
—Pero en un momento dado has querido a ese tío —continúa Joséphine, que se envuelve como una momia con las sábanas blancas.
Ha puesto demasiado café. Tendrá que añadir agua. Si añades agua después, no queda tan bueno.
—No le quería, estaba enamorada, es un pequeño matiz…
—A ti te gusta sufrir; en cuanto un tío te quiere, le desprecias —analiza Joséphine revestida con su sudario blanco.
—Cuando un tipo me quiere, dudo de él. Le valoro menos. Si me quiere, es porque es tonto, no me ve cómo soy…
—Salvo si es Rapha… Porque el mundo entero dice que es un genio —bosteza Joséphine.
—Lo sé… En ese caso me siento halagada…
—Pero esto no es amor…
—Todo eso ya me lo he dicho yo. No cambia nada.
—¿Querrías a Rapha si no fuera famoso?
—No fastidies, Joséphine. ¡Ya le quería antes! Es bastante más complicado que eso. No tiene nada que ver con la fama, imbécil…, sino con la fuerza de existir, de crear… Rapha existe. A mí me gustan las personas que se mantienen de pie, solas.
—Pero recuerdo que a Marc Brosset le querías. Me decías que era buen tío, lo que tú necesitabas… Lo decías a todas horas, además…
Clara no contesta y continúa, pensativa:
—Yo no sé si dejamos a los hombres porque no nos gustamos a nosotras mismas, o si les dejamos porque no nos gustan ellos…
—Las dos cosas… Yo, personalmente, sé que tengo mala imagen de mí y mala imagen de ellos… ¡A mí solo me hacen gracia mis hijos!
Clara prueba el café y arruga la nariz. Pone la cafetera en la bandeja y se mete en la cama con Joséphine.
—¡Y no te comas toda la mermelada!
—¡No te preocupes! —replica Joséphine—. Podrás engordar tranquila…
—¿Lo ves? —comenta Clara con la boca llena—, cuando mis amigas me dicen que soy guapa, inteligente, espiritual, las creo, pienso que tienen buen gusto, las quiero aún más, tengo ganas de abrazarlas… ¿Por qué cuando los hombres me dicen las mismas cosas me dan ganas de echarles?
—Porque no te fías de ellos… Por la relación con el padre, seguro…
—Yo no le conocí… ¡Nunca le he necesitado!
—Yo tampoco. Era mamá quien llevaba los pantalones…
—Así se fabrican generaciones de mujeres histéricas…
—O lo aceptas, o te curas…
Joséphine come y da un sorbo de café. Hace una mueca.
—No es tan malo…
—Es culpa de Marc Brosset. Nos ha lanzado un sortilegio…
—Pero ¿por qué no le sigues teniendo como amante? —se pregunta Joséphine, lamiendo la cuchara de la mermelada.
—Porque cuando tengo claro en la cabeza que se ha terminado, se termina en todas partes. Me convierto en un glacial, ya no siento nada. Por mucho que me esfuerzo, desdramatizo y me concentro, el mejor amante queda atrapado en el hielo. Yo soy una cerebro-sentimental-sexual. Todo tiene que funcionar a la vez. No, ya ves, el único hombre a quien quiero con locura, aparte de Rapha, es Philippe. Porque no hay sexo.
Joséphine está a punto de atragantarse y escupe el café.
—Y Kassy, quiero mucho a Kassy… —añade Clara.
—Quien, por otro lado…
—¿Le has probado? —pregunta Clara, atónita.
—Sí y fue delicioso.
—¡Contigo acabaríamos antes si hiciéramos una lista de los que no han sido amantes tuyos!… ¡Pobre Ambroise!
—¡Pobre de mí! Soy una mujer perdida…
—¡No para todo el mundo!
—¡Muy graciosa! ¿Puedo llamar a mis bebés?
Clara asiente, con la boca llena. ¡Kassy también! ¿Por qué él no se lo ha contado nunca? ¿Cuándo fue? Kassy es amigo suyo y de Rapha, Joséphine no tiene derecho a apropiárselo. La mira con aire hostil. Joséphine ha cambiado el tono de voz, se ha dejado caer en las almohadas y se prepara para hablar con sus hijos. Ha puesto el manos libres y Clara puede seguir la conversación. Ellos están en la cocina, en Nancy. También están desayunando. Oye la risa de Ambroise y la voz gruesa de la señora Brisard, la madre de Joséphine.
—¡Mamá! ¡Mamá! —exclama Arthur—. ¿Por qué se llama «oeuf à la coq»[11] si la que pone el huevo es la gallina?
Joséphine se queda con la boca abierta. Clara sonríe.
—¿No lo sabes? —pregunta Arthur—. Y tú papá, ¿lo sabes?
—¡Nunca me lo he preguntado! —dice Ambroise, extasiado—. ¡He comido huevos pasados por agua toda mi vida y no me lo he planteado ni una sola vez!
Joséphine detecta admiración en la respuesta de su marido. Para él sus hijos son como un espectáculo. Alice, su colega pediatra de la clínica, le dice siempre que no marca suficientemente la diferencia, que el niño tiene que ver una imagen de autoridad en su padre y de ternura en su madre. El padre impone, ordena, corrige, castiga, la madre consuela, ríe, canturrea. «Tú tienes que ser una pared para ellos, un obstáculo lleno de grandeza, de conocimientos, de prohibiciones contra las cuales el niño choca y rebota… Arthur tiene que medirse contigo, tiene que odiarte, tiene que provocarte para construir su personalidad como hombre. ¡Y en vez de eso, tú eres una especie de esponja que lo absorbe todo! ¡Domínate, Ambroise! ¡No eres el primer varón que engendra hijos fantásticos!». Él escucha a Alice, dice que la respeta mucho. Después vuelve a casa y se olvida. El otro día, le dio un cachete a Arthur que no quería subir al coche porque pretendía seguirles en bicicleta hasta Estrasburgo. Ambroise miró a Joséphine, orgulloso de sí mismo. ¡El primer cachete en siete años! Julie se calló, Arthur sollozaba. Joséphine miró a su marido, atónita. Al cabo de diez kilómetros, oyeron la vocecita de Arthur que dijo: «Estoy esperando, papá, estoy esperando…».
—¿Qué esperas, Arthur?
—Espero que me pidas perdón.
Él se echó a reír.
—Y a mí, nadie me habla —suspiró la pequeña Julie, ofendida porque la ignoraban.
Joséphine sonríe. Julie debe de estar exprimiéndose el cerebro para encontrar una pregunta que la eleve al mismo nivel de excelencia que su hermano. Joséphine no se equivoca.
—Mamá, ¿me oyes? Explícame por qué los hijos siempre tienen el apellido del padre y nunca el de la madre. ¡Y en cambio la que lo hace todo es ella!
—¡Dios mío! —exclama la señora Brisard—. ¡Intuyo la mano de mi hija!
Siguen conversando. Joséphine imagina la escena, allá, en su bonita cocina de Nancy, y suspira de placer. Sus hijos son felices y su marido también. Él no sospecha nada. Disfruta de una felicidad familiar cómoda, conforme a lo que él esperaba de la vida. Es un hombre feliz, gracias a ella.
Ella es la artesana de esa felicidad. Y ese pensamiento le quita de pronto toda culpabilidad. Ella, Joséphine, sabe lo que se esconde detrás de la bonita fachada de Ambroise de Chaulieu. A Ambroise le han mimado, la vida y sus padres. Un buen apellido, una familia acomodada, un porvenir fácil lleno de promesas, de dinero, una buena educación, un barniz de cultura que se pone de manifiesto en las comidas familiares, han servido de parapeto y han impedido que el auténtico Ambroise fuera desenmascarado. Su buena presencia, su carácter alegre, fácil y su aparente naturaleza bondadosa han hecho el resto y han arrastrado a Joséphine a un torbellino de amor. Él ya tuvo sus sospechas, sus momentos de lucidez cuando eran novios, pero ella los disolvió rápidamente. Como truenos ocasionales en un cielo que ella deseaba eternamente azul. Eso destruía su fantasía y ella deseaba por encima de todo seguir danzando en esa vida imaginaria que se había inventado. Se desencantó enseguida.
Desde la noche de bodas. Él se había acurrucado en la cama y le había soltado un «buenas noches, querida» antes de sumirse en el sueño. Él se dejaba querer con cortesía, como si ella rindiera de ese modo un último homenaje a su cuerpo triunfante. Su vigor no duró mucho. Si Joséphine consiguió prolongar durante cierto tiempo la chispa del deseo en Ambroise, fue transformándose en una cortesana temible. ¡Lástima!, aquello no fue suficiente, porque él habría tenido que consentir en poner algo de su parte, emplear sus fuerzas en la batalla, lo cual estaba por encima de sus posibilidades. Muchas cosas estaban por encima de las posibilidades de Ambroise; en cuanto la vida se complicaba, él se desanimaba y culpaba a aquel o aquella que le exigía tales esfuerzos. Sus fracasos siempre eran culpa de los demás. Veía conspiraciones por todas partes. El enunciado de un examen mal redactado, un profesor demasiado exigente, alumnos malintencionados, ayudantes enamoradas y despedidas… Sus padres habían cortado sus quejas de raíz ofreciéndole una clínica completamente nueva y unos colegas lo bastante brillantes como para dar renombre al establecimiento y lo bastante astutos como para no atribuirse toda la gloria. Ambroise había recuperado la sonrisa y el apetito. Para Joséphine, que ya le había calado, era demasiado tarde.
Ambroise no tenía más que las apariencias de sus cualidades. Detrás de su alegría se escondía una autosatisfacción zafia que, si bien le daba seguridad en sí mismo, rozaba la vanidad, le privaba de toda sensibilidad. Se había enamorado de su mujer como habría podido prendarse de cualquier otra chica deslumbrante. Si se mostraba generoso, era más para admirar la belleza de su gesto que por auténtica preocupación por los demás. Le gustaba contar que había ayudado a un amigo necesitado, que había escuchado las confidencias de otro totalmente desconsolado, pero siempre era para estar en primer plano, para alardear de sus méritos y alimentarse de los cumplidos que recibía indefectiblemente. Él siempre tenía el papel principal. Siempre tenía razón. Los demás no eran más que secundarios.
Joséphine había comprendido enseguida que se había equivocado pero era orgullosa y nunca quiso reconocerlo. Dotada de una energía sorprendente, había sabido ser alegre y aparentar felicidad. Puesto que se había equivocado, más valía asumirlo y continuar manteniendo la estatua que se había erigido su marido. Que nadie descubriera la nulidad del bello Ambroise de Chaulieu. Al fin y al cabo, ¿no estaba obligada a actuar así, dado que él la mantenía? ¿Qué puede hacer una mujer casada, madre de tres niños pequeños, sin oficio, acostumbrada al lujo y al dinero, si no es ponerse al servicio de aquel que provoca su infelicidad íntima?
La maternidad la distrajo. Compensaba la falta de atención de su marido con el exceso de amor que daba a sus hijos. Él no sospechaba nada. Nunca se preocupaba por su tristeza, por sus nervios, por sus arrebatos. O bien afirmaba que todas las mujeres eran iguales, unas histéricas, amigo mío, unas histéricas; por otro lado, la histeria es una enfermedad típicamente femenina… Una exaltación nerviosa que va unida al hecho conyugal. A veces se quejaba ante sus amigos y su familia, y se consideraba una víctima, pero siempre acababa alabando las virtudes domésticas de su mujer, una madre ejemplar y una buena ama de casa. La trataba con una superioridad cariñosa. Fuera de casa alardeaba, pero dentro era mucho más sumiso y humilde, ya que ella le ponía en su sitio con comentarios ácidos que resbalaban sobre su egoísmo de macho indiferente.
De víctima de un sueño inocente, Joséphine se había convertido en una mujer fuerte. Había mirado a su alrededor y había podido verificar que no era la única que sufría esa decepción. ¿Cuántos maridos, protegidos por un título, una posición, un buen físico, resultan ser, en el fondo, seres débiles, jactanciosos, despreciables? Joséphine había escuchado las confidencias de mujeres dolidas, envejecidas prematuramente, amargadas, que asistían, impotentes, a la puesta en escena de talentos artificiales y se vengaban en la intimidad. Les hacían escenas, lloraban, gritaban sin conseguir el menor cambio de actitud. Y sí, aburrido y hastiado, el hombre borraba las recriminaciones con un polvo rápido o con falsas promesas; algo que solo era un método hábil de fingir afecto, cuando no puro egoísmo.
Ella había cogido la vida por su cuenta. Tomó el poder haciéndole creer que él llevaba las riendas. Un juego peligroso. Joséphine tenía que mostrarse fuerte sin hacerle sombra a su vanidad. Ya que, si no, él podía volverse malo, como un animal herido que enseña los dientes si se le humilla demasiado abiertamente. Ella le hacía la guerra con el florete despuntado. Llevaba a cabo un juego agotador en el que se perdía de vista a sí misma. A veces tenía ganas de volver a empezar de cero. Con un hombre a quien amar por lo que es, un hombre con defectos, con dudas, con fallos.
Vuelve a sonar el teléfono y Clara suspira. Descuelga, dispuesta a morder. Es Philippe. Las invita a ir al mercado de las Pulgas.
—Comeremos algo allí… Hace buen tiempo… Venga, di que sí.
Clara consulta a su amiga que acepta. Él pasará a buscarlas.
—Y esta tarde, ¿estás libre? —pregunta Clara.
—No, esta tarde no.
Ella cuelga y suspira. Tiene miedo de quedarse sola esta noche. ¿Y si Rapha no vuelve a llamar? ¿Por qué no vuelve a llamar? Hace veinticuatro horas que se separaron en el rellano del apartamento…
—¿Y tú, Joséphine?
—No, lo siento.
—Ah, bueno…, un amante nuevo, supongo.
Su voz es fría, cortante. Joséphine se ruboriza, sin contestar.
—Espero que Rapha esté libre —murmura Clara—. Si no volveré a sospechar de ti… Es más fuerte que yo, me huelo lo peor…
—Para, Clara… Te he jurado por mis…
—Ya lo sé, lo sé… Pero no me fío de ti. Me ocultas algo.
La duda la persigue durante toda la mañana, le llena la cabeza de preguntas, algunas descabelladas, otras mezquinas. Todas preparan el drama que va a estallar. Es más fuerte que ella. Se siente traicionada desde la víspera, y no sabe contra quién lanzar su rabia, su frustración. Los nervios la superan, es una sensación física que le corta el aliento y la obliga a pararse para recuperar la respiración. El silencio de Rapha no es normal. No quiere ser ella la primera en llamar. Tiene miedo. La alegría de Joséphine la irrita, la de Philippe también. Les sigue atrás, desmarcándose de forma ostensible de su despreocupación, rechaza el brazo que él le ofrece, las sonrisas que Joséphine le dirige.
Deambulan por los callejones del mercado. Hace frío, tienen la punta de la nariz roja.
—Parecemos payasos —dice Joséphine observando su imagen en el espejo de un restaurante normando. Philippe la coge del brazo. Discuten, regatean. Él les regala a las dos unos marquitos de madera tallada. Joséphine lo agradece lanzándose al cuello de Philippe que la abraza, Clara musita un gracias poco convincente y desliza el marco en el bolsillo de su chaqueta de cuero sin prestar atención, presa de sus pensamientos hostiles, que convierten en enemigo a todo el que se le acerca. La presencia de Joséphine le pesa. Querría estar sola con su hermano, hablarle, apoyar la cabeza en él y que la consuele. Le reprocha que esté de buen humor, contento, que explique anécdotas que provocan una sonrisa en él y una mueca en ella.
—El otro día, un tipo me llamó para un trabajo ¿y sabéis qué quería saber antes que nada?
Las chicas dicen que no con la cabeza.
—Primero se excusó… Me dijo que me llevaría una sorpresa…
Manipula el silencio para seducirlas y que le supliquen que siga. Joséphine se le cuelga del brazo y exige el final con unos labios golosos que piden algo más que una respuesta. ¿Un beso, quizás?, piensa Clara, de mal humor.
—¡Me preguntó si era joven!
—¡No! —exclama Joséphine—. ¡Imposible!
Se pega a él y Clara juraría que está dispuesta a devorarle allí mismo. Está resplandeciente. Sus cabellos brillan, sus ojos azules atemperan el rigor de esta mañana de invierno. Lleva una falda plisada, tacones altos, un jersey escotado. Clara se dice que odia los pechos grandes, las faldas plisadas y los tacones altos. Joséphine brilla y Clara sabe por experiencia que cuando una chica brilla, hay un hombre cerca que recibe esa luz.
—… Él se acordaba de mí, de un trabajo que había hecho en Inglaterra, pero no recordaba mi edad. Cuando se la dije, replicó: ¡demasiado caro! ¡Un tipo de cuarenta años cobra como dos principiantes! ¡Buscaba alguien joven! Increíble, ¿no?
Joséphine afirma riendo que Arthur tendría muchísimas oportunidades hoy en día. Tiene siete años, así que el mercado de trabajo le sonríe. Clara refunfuña que eso no tiene gracia, que no deberían tomárselo a la ligera, que es un oficio entero el que se hunde, una sociedad entera que cae en la miseria.
—¡Oh! ¡Vaya! —protesta Philippe—. ¿Acaso yo estoy llorando?
—¡No, pero quizás deberías, en lugar de reír como un imbécil!
Philippe y Joséphine intercambian una mirada que significa «Pero ¿qué le pasa a esta hoy?». Clara se da cuenta y suelta:
—¡Y no hace falta que conspiréis a mis espaldas! ¿O creéis que no os veo?
Philippe pone fin a la discusión y propone ir a comer un chucrut. Clara replica que ella odia los chucruts pero su hermano la empuja a un restaurante lleno de humo. Encuentran una mesa en la que caben los tres, cerca de la ventana.
—¡Tendremos que enseñar las piernas para llamar la atención! —dice Joséphine entre risas, desprendiéndose de su gran chal rojo y lanzándalo como si fuera un lazo al cuello de Philippe, que soporta el ataque sin rechistar.
Claude François canta «Comme d’habitude», dos tipos de la mesa de al lado comentan: «¿No me crees, eh, no me crees? ¡Voy a explicarte por qué tengo razón!». Huele a grasa y a puro, a la alegría forzada de un sábado por la mañana de ociosidad. Un tipo entra mascullando, acaba de pisar una mierda de perro, su mujer le contesta que habría que multar a los propietarios, el tipo dice que eso no haría desaparecer las mierdas. Sí, insiste la mujer moviendo el cabello y buscando una mesa libre para dos, en Nueva York las aceras están limpias desde que ponen multas por las cacas de perro. El camarero ha dejado un bol de cacahuetes salados en la mesa, y Joséphine mete la mano. Philippe le da un cachete cariñoso.
—Han hecho análisis en los restaurantes y han encontrado restos de diferentes orinas. La gente va a mear, no se lava las manos y mete los dedos en los cacahuetes…
Las chicas hacen una mueca y rechazan con un gesto idéntico el bol de cacahuetes.
—Es como los picaportes de las puertas de los retretes. Un auténtico nido de microbios. Habría que limpiarlo todo con lejía…
—¿No te estarás haciendo viejo? —exclama Clara—. ¡A fuerza de vivir solo, vas a acabar teniendo todo tipo de manías!
—Y cuando le das un beso a una chica, ¿cuántos microbios hay? —pregunta Joséphine.
—Eso es diferente —replica Philippe—. Eso es sexo y el sexo nunca puede ser malo.
—Eso depende —deja caer Clara, rabiosa.
Joséphine, viendo venir el peligro, coge un trozo de pan, lo unta de mantequilla y se lo pasa a Clara.
—Come, cariño, estás enfadada porque tienes hambre. Es como los niños —explica, volviéndose hacia Philippe—, cuando tienen hambre están de mal humor…
Clara coge el pan con mantequilla y se acurruca en su chaqueta de cuero negro. Chaqueta de puta, le dijo el otro día. ¿Quién es más puta de las dos en esta mesa? Basta, se reprende, eres injusta. Al fin y al cabo es amiga tuya, y si está tan contenta es porque no tiene miedo. Ella no se ha acostado con Rapha. Eso lo demuestra. Tú, que buscas una prueba desde ayer por la noche… ¡Desde luego no es culpa suya que él no te haya llamado! ¿Por qué no llama? Esto no va a volver a empezar, como antes. Esperar y temblar, esperar y no llorar, esperar hasta que ya no tengas ganas de nada, hacerse un ovillo encima del parqué, sobre las lamas duras del parqué, y dibujar las vetas de la madera, con un dedo cuidadoso, como si estuviera en una obra…
—¿Sabes esa anécdota de Jerry Hall y Mick Jagger? —le suelta Joséphine a Philippe.
—No —dice Philippe, interesado.
—¡Ah, no! —exclama Clara—. ¡No empieces otra vez con tus anécdotas idiotas!
—¡Esta no es idiota! —protesta Joséphine—. Es divertida y práctica…
Pasa el brazo por encima del de Philippe, se inclina hacia él y balancea los dos senos rotundos, ofreciéndose.
—¿Y si nos explicaras más bien por qué te has acostado con Kassy? ¿Eh? Eso es interesante. Es una vivencia. ¡Y además nosotros conocemos a los actores principales!
—¿Te has acostado con Kassy? —pregunta Philippe, que ha empalidecido.
—Eres muy mala… —suspira Joséphine—. Mala de verdad…
—Pero ¿cuándo? —balbucea él, fijando la mirada en Joséphine, que querría desaparecer bajo la mesa—. ¿Cuándo?
Joséphine retira el brazo, desvía la mirada y contempla la calle por donde pasean parejas, familias, niños, con los brazos cargados de paquetes y la nariz roja, dando saltitos. De pronto echa en falta Nancy. Su vida de familia, sus bebés en la cocina, el calor de su madre, el buen humor fácil de Ambroise…
—Aún no nos conocíamos… o al menos…
—¿Antes que yo? —dice Philippe agarrándola del brazo y obligándola a mirarle.
—Antes que tú…
—Pero ¿cuándo? —insiste él—. ¿Cuándo?
—Una noche, por casualidad, en una exposición de Rapha… Él estaba allí. Bebimos un poco y…
—Pero ¿por qué no me lo has contado nunca? ¡Yo creía que nos lo contábamos todo!
—Bueno… Lo olvidé… No era importante…
—¿Qué más me has escondido? ¡Dímelo! ¡Mierda! Kassy… ¡Si me lo hubiera imaginado! ¡Pero, bueno, tú eres un auténtico peligro público! ¡No deberían dejarte salir sola! ¡Deberías estar atada! ¡Kassy! ¡Mierda! ¿Y Rapha? ¿También te lo has hecho con Rapha?
—¡No! —estalla Joséphine, que no soporta que la liga de la virtud la censure—. ¡Yo nunca me lo he hecho con Rapha!
Da un manotazo en la mesa y barre el bol de cacahuetes, que se vuelca.
—¿Estáis los dos contentos? Esta no deja de jorobarme con esto desde ayer. ¡Os habéis puesto los dos de acuerdo, es increíble! ¡Estoy harta de vuestro aire de censores, el hermano y la hermana! ¡Ya te dije que yo no era un modelo de virtud! ¡Te avisé! ¡Tampoco iba a hacerte una lista exhaustiva de mis amantes!
—¡Sería demasiado larga, a no ser que te olvidaras de la mitad!
—Si eso te gusta… ¡Venga, liquídame! Yo puedo proporcionarte munición, si la necesitas… ¡Date un gusto!
—¡Me das asco!
—Ya lo sé, le doy asco a todo el mundo. ¡Es una moda nueva!
—Venga, lárgate —se indigna Philippe, que señala la puerta con el brazo—, ¡será lo mejor!
—¡Eso es exactamente lo que pensaba hacer! ¡Sin esperar a que tú me dieras la orden!
Ella arranca el chal del cuello de Philippe, coge el abrigo, recupera el bolso a tientas de debajo de la mesa y sale del restaurante sin mirar a Clara, que sigue muda.
Philippe y Joséphine, juntos, amantes, en una cama, Philippe y Joséphine, desnudos, haciendo el amor, diciéndose palabras de amor, pegados el uno al otro, mucho más cerca de lo que ella estará nunca ni de uno ni de otro, abrazándose, dejándose la piel. Le gustaría esconderse, no tiene ningún sitio donde refugiarse. Ningún lugar soleado y alegre donde olvidar, taparse la cabeza con los brazos y tararear una canción triste. ¡Mamá, mamá, qué falta me haces! Extranjera. Pesada. Una pareja frente a ella. Dos seres humanos a los que ella quiere y que se dicen palabras que la excluyen a ella. Palabras que les pertenecen a ellos, una jerga amorosa que demuestra que están unidos por otras frases, otras confesiones, otras peleas. Una historia de la que ella no forma parte. Una que el amor de ella, por él y por ella, no cubre. Una zona prohibida. Una zona creada por el deseo de ellos, en la que ella no tiene nada que hacer. Extraña. La traición que ella sospechaba no era la que imaginaba. Otra traición. Otra pareja amenazadora. Ella lo quiere todo de él. Ella lo quiere todo de ella, pero sobre todo que ella y él sigan separados. Ella es el vínculo entre ella y él. Ellos no deben unirse sin ella. Sin ella… Y están unidos. Sin decírselo. A traición. Dos amantes que se pelean de un modo tan estridente que su amor resulta fortalecido. Sin ella. Sin ella. ¿Qué otra cosa tienen en común? ¿Otras palabras? ¿Otras peleas? Sin ella. Ella querría ser el centro de todo, de todo el amor del mundo. Constantemente. Formar parte de todas las historias de amor del mundo. A veces va andando por la calle, se cruza con una pareja y se pregunta por qué ella no camina entre los dos. Porque toda historia de amor debe pasar por ella, siempre… Mamá, ¿por qué te fuiste sin que yo tuviera tiempo de estar segura de tu amor? De aprovisionarme de él… Mamá. Mamá… Tú te fuiste y yo seguí siendo una niña. Incompleta. Siempre incompleta. Siempre en obras. El cabello castaño de su hermano… solo ella tiene derecho a acariciarlo con la mano… o desconocidas a quienes ella ignora. Ella siempre ha ignorado a las demás, incluso a Caroline. La toleraba. Porque no podía hacer otra cosa. Porque él le había revelado el secreto, le había confesado que había esperado a que Rapha llenara el vacío. Él le había robado a su mejor amiga. Ella le había quitado a su hermano. Ellos tienen secretos en común, contraseñas, signos que reconocen. A sus espaldas. Dos extraños. En una cama. Desnudos, abrazándose, dejándose la piel…
Philippe ha apoyado la cabeza entre las manos y no dice nada. El camarero se acerca y pregunta si han elegido. Philippe pide una cerveza. Clara sigue en silencio y mira fijamente su rebanada con mantequilla, juega con el pedazo de pan. Ya no tiene hambre. Ni sed. Asqueada. Mira la cabeza gacha de su hermano. Sufre, se dice. Él la quiere. Una parte de él que yo no conozco, a la que no tengo acceso… Inimaginable. No hay sexo, no hay sexo. Hablamos de ello entre risas pero es para pronunciar palabras, para decir tonterías, no va en serio. La muñeca Véronique, eso es serio.
—¿Nada más? —dice el camarero haciendo que la bandeja rebote contra sus muslos.
—De momento —dice Philippe, levantando la cabeza.
Otra mesa requiere al camarero, que se aleja refunfuñando.
—Lo siento muchísimo… No tenía ganas de contártelo. Quería guardarlo para mí… Para no hacerte daño. Ya sabes. Lo sabes, ¿verdad? Yo no querría hacerte daño por nada del mundo…
Y funciona. Vuelven a ser una pareja. Philippe y Clara Millet, calle Victor-Hugo, 24, Montrouge. La muñeca Véronique, el señor Brieux, la paliza del tío Antoine, la tía Armelle, Rapha, «c’est fatigant, c’est fatigant», «Emmenez-moi» de Charles Aznavour[12]…
—¡Sí, lo sé, lo sé! —suspira Clara, pegándose a su hermano—. Me he portado mal, muy mal, pero es que tengo miedo.
Él arquea una ceja, se pasa la lengua por los labios. Su mirada perdida en el vacío se dirige de nuevo hacia ella.
—Es Rapha, ¿sabes…?
Y Clara se lo explica. Se lo explica todo. Pegada a su hermano, bien protegida por la sudadera con «Anchor’s Man» impreso con letras grandes. Él le pasa el brazo por encima del hombro, apoya el mentón en sus cabellos, está allí, la escucha…