A Yves no le gustan nada estas veladas de chicas. Da vueltas alrededor de Agnès. Agnès está de pie junto a la cama, frente al ropero, en bragas y sujetador. Se pregunta si ponerse el pantalón de cuero negro o no. El problema es simple: le sienta muy bien, es incluso favorecedor y disimula los dos kilos que ha engordado, pero no es de cuero auténtico. Lucille lo notará enseguida y no podrá evitar deducir que, obviamente, la pobre Agnès no puede pagarse cuero AUTÉNTICO de Mac Douglas a 2500 francos la prenda. ¡Y eso es indudable!, se dice Agnès, tirando el pantalón de cuero falso sobre la cama. La colcha está un poco ajada. Habría que cambiarla. ¿Para qué? Lucille no ha estado nunca en su casa. Ni en Clichy ni en Montrouge. Agnès se avergonzaba de la moqueta gastada, de la cocina donde comían ellos, de los muebles de formica de su madre y de las flores de plástico de los jarrones.

—Pero ¿qué tenéis que contaros? ¿Y por qué no podemos estar presentes nosotros, los hombres, eh? ¿Por qué?

—Porque estamos entre chicas y basta con que haya un solo hombre para que ya no sea lo mismo, ya no hablamos igual…

Se pone, pues, el vaquero 501 descolorido. Es un 501 AUTÉNTICO. A cuatrocientos cincuenta francos el par. En Nueva York, según Lucille, costaría la mitad. Luego se va al cuarto de baño a maquillarse. Yves le pisa los talones y se sienta en el bidé. Ella se dibuja dos trazos con el perfilador en cada ojo haciendo unas muecas horribles, se coloca el rímel con la ayuda de un viejo cepillo de dientes, se empolva y se levanta el jersey de angora rosa para rociarse con su perfume preferido, Shalimar de Guerlain, que Yves le compra en cada aniversario, en cada Navidad, en cada fecha importante para ellos.

—¿Y por qué te pones tan guapa?

—Para dejar pasmadas a mis amigas, para demostrarles que no soy una momia, aunque lleve trece años casada con el mismo hombre al que quiero y que está carcomido por los celos…

—¡Para mí ya no te pones guapa!

—Mentiroso…

Se inclina hacia él, le besa. Él pega la boca a los labios, la abraza, deja caer el cuerpo contra el suyo y se aferra con una fuerza que traduce desespero más que deseo. Agnès se separa con cuidado y con un tono de voz uniforme, una voz que por encima de todo quiere que no suene vacilante ni colérica, suelta, como si nada:

—¡Una cosa más de la que tendremos que hablar, querido! ¡Puedes apuntarla en tu cuaderno desde esta noche!

Él encoge los hombros, baja los ojos. Es más fuerte que él. Tiende los brazos hacia ella, quiere retenerla, un último beso, por favor, pero, en ese momento, Éric, su hijo, entra en el cuarto de baño y refunfuña:

—¡Nosotros tenemos hambre! ¡Ven a cenar, papá! ¡Aún me quedan muchos deberes esta noche!

Tira de las mangas, demasiado largas, de su sudadera roja de los Chicago Bulls y dirige a su madre una mirada cargada de reproches. A él también le ponen nervioso estas noches; la vigila con el rabillo del ojo, inspecciona su ropa, su maquillaje con cara de decir: «¿Realmente es esto necesario?». Solo Céline comprende lo que significa «entre chicas». Ella ha puesto la mesa, ha preparado la cena, espaguetis y una ensalada, y espera viendo la tele.

—Ya voy, ya voy —dice Yves levantándose de mala gana.

Echa una última ojeada a Agnès que se pone colorete, se empolva la nariz, se rocía laca debajo de los mechones para darles volumen; el beso lo ha destrozado todo. Él coge la mano de su hijo y los dos van a instalarse, a paso lento, en la cocina, esperando que Céline les sirva.

—¡Y dejad de poner esa cara! ¡Parece que vaya a hacer de puta en un cabaret! ¡No es una gogó, que yo sepa! —espeta Céline—. ¡Hostia! ¡Qué pesados sois los hombres!

—No se dice «hostia»… ¡Y menos delante de tu padre! —subraya Yves, que intenta demostrar cierta autoridad.

Un enorme montón de espaguetis humeantes cae en el plato de Yves, que empuña el tenedor y lo pasa sobre la pasta.

—Tú eres demasiado joven, no conoces la naturaleza humana —dice, para justificarse.

Él lo sabe. Porque una noche…, una noche, fue hace un año más o menos…, justo antes de que empezaran sus sesiones de pareja y el intercambio de cuadernos… Él estaba en Chalon-sur-Saône por trabajo y había telefoneado a Agnès para decirle que no le esperara esa noche. Dormiría en el Novotel de la carretera. Tenía que ver a un cliente al día siguiente. Una complicación de última hora en un negocio importante: no volvería hasta el otro día por la tarde. «¡Venga, deséame suerte! —le había pedido por teléfono—. Dime las seis letras… Ya sabes cuáles…». Ella le había dicho: «Mierda». Y le había dicho también: «No te preocupes, los niños ya son mayores, saben cuidarse solos… No volveré tarde». Y después había añadido: «Te quiero» y él había dicho: «Yo también te quiero». Él había colgado, no muy orgulloso de su estratagema. Sabía que aquella noche ella cenaba con Clara. Había reservado una habitación en el Novotel. Había dejado los datos de su tarjeta de crédito para poder marcharse durante la noche. No había ido al comedor a disfrutar del menú gastronómico a cuenta de la empresa. Tenía el estómago demasiado encogido. Se había quedado en la habitación. Nada orgulloso, en absoluto. Hasta el último minuto, había estado dudando. Lo que hago no está bien. No está bien. No hay que meter el dedo en el engranaje… Se había paseado por la habitación, de la cama a la puerta, de la puerta a la televisión colocada sobre un mueble de madera blanca, de la tele a la cama. Hizo zapping aporreando el mando a distancia. La película porno de Canal Plus no era en abierto, pero pudo atisbar trozos de vulva, trozos de pollas temblorosas. Hacía un ruido de sierra mecánica, era raro, una auténtica carnicería. Al cabo de un rato, había conseguido seguir la trama. Pero había aparecido la palabra fin… Se había bebido las botellitas del minibar, engullido los quesitos, los cacahuetes y las nueces, las aceitunas verdes, las aceitunas negras envasadas al vacío en bolsitas de plástico. Pasaron los minutos y las horas, luminosas, en su despertador de viaje. Reflexionó, se dijo: no, no iré. NO. Me encerraré con llave y tiraré la llave por la ventana. Me tomaré un somnífero y me derrumbaré sobre la cama. Voy… Tengo que quitarme esta idea de la cabeza.

Él quería a Agnès, ella le quería a él, iba a estropearlo todo. Todo eso por una curiosidad pequeña y sucia. Un impulso sucio. Doce años de matrimonio casi perfecto; eso valía la pena respetarlo. A Agnès la conoció en la centralita de la empresa donde trabaja, Water Corp. Ella contestaba al teléfono, le llevaba una taza de café al cliente que esperaba, anotaba los mensajes, reservaba una mesa en un restaurante cuando las secretarias de los jefes estaban desbordadas. Siempre sonriente, siempre arreglada. Una noche, en una copa organizada para celebrar el año nuevo, cultura de empresa obliga, nosotros somos una gran familia y nos queremos, él se había atrevido y la había invitado a cenar. Ella había dicho que sí enseguida, con la boca llena. Más tarde, en el restaurante, ella le había confesado que lo esperaba hacía tiempo, que había notado sus miradas veladas y ese ligero tartamudeo cuando se sentía intimidado. Ella le intimidaba, ¿verdad? Él había dicho sí, exagerando el tartamudeo. Ella se había echado a reír y él la había besado por encima del magret de pato. Una historia sencilla como Fripounet y Marisette[9]. Los niños se quedaron decepcionados cuando se la contaron. No era nada romántico, un tontaina exjugador de rugby del equipo de Dax que se prenda de la bonita telefonista de París. Lo siguiente tampoco era romántico. Se habían casado. En la alcaldía, con los íntimos, eran la tercera pareja de la cola. Clara fue la testigo de Agnès, él se lo había pedido a un tipo de la empresa, uno que se llamaba Levasseur, un conocido. Agnès había vuelto a estudiar. Había decidido ser contable. «La gente siempre necesitará a alguien que cuente su dinero y haga balances». Había aprovechado el tiempo y mientras estudiaba tuvo a sus dos hijos, primero Céline, después Éric. En cuanto tuvieron edad de ir al colegio, de comer en el comedor, en cuanto supieron escribir su nombre y defenderse en el patio de recreo, ella había encontrado trabajo. Yves había seguido en Water Corp, en el mismo puesto: técnico posventa. «¡Qué falta de espíritu aventurero! —exclamaba Céline—. ¡Un Príncipe Encantador asqueroso!». «¡Eso porque tú crees en el Príncipe Encantador! —le había replicado Agnès—. El Príncipe Encantador lo fabricas tú cada día, poco a poco, como el Lego de Éric». Un Príncipe Encantador asqueroso… Esas palabras de Céline habían vuelto a acudir a su cerebro, aquella noche, en el Novotel. No sabía por qué. Algunas palabras se inscriben en tu memoria con un hierro candente. Años después, siguen ahí. Palabras en apariencia anodinas. Aquel año esa era la palabra favorita de Céline, asqueroso. La empleaba en cualquier situación. Entonces, la sucia bestia que dormía en su interior había despertado y había reclamado lo que se le debía. «Venga, ve, venga… Solo una vez. Te sentará bien. Después lo olvidarás, ya no sufrirás más…». Cogió la chaqueta, agarró la bolsa, saltó dentro del coche y condujo como un loco hasta París. Un poco aturdido por las mezclas que había hecho. Se paró dos veces en un área de servicio para correr alrededor del coche, a paso ligero, para mantenerse despierto. Eso le había recordado los entrenamientos al amanecer, con sus compañeros de rugby, en la bruma fría del campo a las afueras de Dax. Debió de llegar hacia las tres de la madrugada al apartamento dormido. Había metido muy despacio la llave en la puerta para no despertar a los niños, se había deslizado a lo largo del pasillo hasta su habitación, había girado delicadamente el tirador de la puerta. Había mirado la cama conyugal. Vacía. Ella no estaba allí. La bestia sucia tenía razón: ella le engañaba. Esas cenas en casa de Clara eran mentira. Se citaba con su amante. Él era Cocu, el cornudo. Cocu, el jefe de estación[10].

No se había atrevido a telefonear a casa de Clara.

La había esperado. Ella había vuelto a las seis y media de la mañana. Justo antes de que se despertaran los niños. Justo a tiempo para meterse bajo las sábanas sin desmaquillarse ni cepillarse los dientes. Cuando estaba demasiado cansada, no se desmaquillaba. Él protestaba porque las almohadas se manchaban. Él se había escondido detrás de la puerta entreabierta de la habitación. La había visto tirar los zapatos, los tejanos, el jersey, el sujetador y las bragas. Había esperado a que ella estuviera en la cama, oyó el gran suspiro que había lanzado en cuanto tumbó el cuerpo bajo las sábanas. Él había cerrado la puerta y ella había lanzado un grito. Un gritito de pavor.

—¡Pero creía que te quedarías allí!

Prácticamente una confesión, se dijo él. Esta vez la he pillado.

—Lo hice para saberlo. Y ahora lo sé.

—¿Qué sabes?

—Que no has dormido aquí. ¿Qué? ¿Dónde estabas?

Se sintió casi aliviado. Había ido a sentarse en el borde de la cama, de su cama. Ella se había incorporado, con la sábana pegada al pecho, como si él no debiera verla desnuda. Él había apartado la sábana.

—¿Dónde estabas?

—¡Pues en casa de Clara!

—¿Hasta las seis de la madrugada? ¿Me tomas por tonto?

—Venga…, telefonéala. Pregúntale a qué hora he salido de su casa…

Era ella la que estaba indignada. Ella la que volvió a taparse el pecho con la sábana y volvió a acostarse, como si lo que él decía no le interesara en absoluto. Y se había incorporado otra vez y había preguntado:

—¿No llamas?

Él había bajado la cabeza. Estaba celoso pero conservaba el amor propio. Sobre todo frente a las amigas de ella, que debían de considerarle un fracasado. Un empleaducho de nada. Encargado de mantenimiento en obras que tenían problemas. Problemas tan estúpidos como surtidores que se atrancan por culpa de los sedimentos, los programadores que no arrancan, la presión insuficiente del agua. Un empleaducho que se aferra a su puesto, que tiene miedo de reclamar un aumento por miedo a que le echen. Cuando ellas le preguntaban cuánto ganaba, él se veía obligado a incluir las dietas para no quedar en ridículo. ¡Él no era el genial Raphaël Mata, ni el gran cirujano Ambroise de Chaulieu y mucho menos David Thyme, heredero de una industria cervecera! El día de su boda se sintió incómodo. Ellas se arremolinaron a su alrededor. Le observaron atentamente y le hicieron una serie de preguntas absurdas, a cuál más irónica. «¡Pero eso es porque yo soy la primera que da el paso!», le había explicado Agnès, arrastrándole hacia Ambroise de Chaulieu y Joséphine. Joséphine era la única con quien estaba relajado. Ella era hija de un panadero y lo repetía a cada momento, lo cual avergonzaba al pobre Ambroise, que se ajustaba la corbata cuando ella insistía sobre el modo de reconocer un buen pan con miga espesa y densa, o comparaba los tiempos de fermentación del pan industrial y el pan bueno, «¡en un caso son quince minutos, y en el otro puede durar hasta cinco horas! ¿Eh? ¡A que os quedáis con la boca abierta!».

—¿Quieres que yo marque el número por ti?

Ella había puesto la mano sobre el teléfono. Él se la había retirado con suavidad. Se había descalzado, se había acostado, acurrucado contra ella, completamente vestido.

—Me siento tan desgraciado…, tan desgraciado por ser así… Abrázame…

Al día siguiente habían decidido unirse a un grupo de amigos que hacían terapia de pareja. Dos semanas después estaban en una gran mansión alquilada para la ocasión. Mil francos por pareja y por fin de semana. Los que podían contribuir con más lo hacían. Los que no podían pagaban según sus posibilidades. Les enseñaban a describir sus emociones diciendo «yo». Cada uno debía hablar de lo que sentía y siempre de forma positiva. Se trataba sobre todo de explicar los sentimientos al otro para que los comprendiera. Ellos se habían comprado un cuadernito y habían aprendido a analizar por escrito sus malos humores, sus bloqueos, sus enfados. Una vez por trimestre, se reunían durante un seminario con las demás parejas; cada uno hablaba de sus problemas y de las soluciones que había encontrado. Ellos se peleaban menos. Hablaban más. Yves se esforzaba, pero la bestia sucia seguía durmiendo en él. Agnès ya no le mandaba a paseo cuando esta le dominaba, pero tampoco había renunciado a sus veladas de chicas. «Yo necesito tener un jardín secreto —explicaba ella en su cuaderno—. Y ese es mi infancia, mis amigas, Montrouge, mis raíces. ¡Tú tienes tu rugby y tus colegas de Dax! ¡Yo no pongo mala cara cuando vas a los partidos y sales por ahí con ellos hasta las tantas!».

—¡Buenas noches, cariñitos! —suelta Agnès al pasar por la puerta de la cocina, haciéndoles un gesto de despedida—. ¿Es bueno, al menos, lo que os ha preparado Céline?

—Pasta como siem… —protesta Éric.

—¡Haber movido el culo, subnormal! —replica Céline.

—¡Que te den, tía!

—¿Tú has oído cómo se hablan? —suspira Yves, superado por la energía de sus dos retoños—. ¡Si yo hubiera dicho algo parecido a esto en mi casa, me la habría cargado!

Céline se encoge de hombros y dedica una mirada de complicidad a su madre.

—¡Estás muy guapa, mami! ¡Diviértete mucho! —añade, para dejar muy claro en qué equipo juega.

—Buenas noches, cariño —añade Agnès inclinándose hacia Yves y depositando un beso en su cabello negro y denso.

Le gusta el olor de su pelo, un olor de crío limpio a quien dan ganas de proteger, de mimar.

Él le dirige una débil sonrisa que significa: va mejor, lo asumo; ella siente un inmenso impulso de ternura y está a punto de proponerle que la acompañe a casa de Clara. Hasta la puerta de Clara, para calmar su angustia. Entonces recuerda que es absolutamente necesario que se mantenga al margen de su problema. Él tiene que encontrar ayuda en el interior de sí mismo. Es lo que repite a todas horas el moderador.

Lanza un último beso al grupo y cierra la puerta del piso.

Una vez en el coche, saca de debajo del asiento una botella de champán envuelta en papel de seda. ¿Una botella para cuatro bastará?, se pregunta de pronto con un vuelco en el corazón. Quizás tendría que haber cogido dos… Así habría parecido más pudiente. La coloca con mucho cuidado en el asiento contiguo. La botella todavía está muy fría. La ha comprado en Nicolas, una tienda que está cerca de su despacho. No le gusta tener que esconderse pero suspira en voz alta: «No se puede contar todo…». Ella quiere a Yves. Aunque… Hasta la vida más sencilla puede ser complicada a veces. Ella no es celosa. Nunca ha sido celosa. No imagina a Yves en brazos de otra mujer. «Creo que sería impotente», se dice. Le da al contacto de su R5 blanco y sale, no sin antes comprobar que el paso está libre. «A lo mejor le escogí por eso. Sabía que yo sería la más fuerte, que dominaría la situación…». A Agnès no le gusta esta idea, que empequeñece su amor por Yves. Desde que analiza sus estados de ánimo en su cuaderno, se le ocurren cosas extrañas. Cada vez más a menudo oye una voz interior que le contesta. Es peligroso reflexionar. Antes estaba más tranquila.

Se mira en el retrovisor por última vez. Muy bien, chica, muy bien. El semáforo está rojo y ella se pregunta por qué las mujeres se ponen guapas cuando salen juntas. ¿Competición? ¿Seducción? ¿Rivalidad? No hace ni un año, no se hubiera hecho esa pregunta. Se ha arreglado como para una cita romántica. Yves tiene razón. El conductor de atrás se impacienta y toca la bocina. Ella mira el semáforo: se ha puesto verde. Levanta los brazos como diciendo: «¡No hay ningún incendio!» y el otro la adelanta tratándola de idiota y de puta. Ella ladea el retrovisor interior hacia sí. ¿Ese no ha visto lo guapa que estás esta noche? Ah, claro…, no como Lucille. O Clara. O Joséphine, que parece ofrecerse a todos los machos que se le acercan. ¡Pobre Ambroise! Le compadece y le irrita. Siempre parece que esté al margen. Escudado en su traje, su corbata y sus buenos modales, su apellido de familia de dinero. Ambroise de Chaulieu de Hautecour. Lo primero que hizo Joséphine fue prescindir de un trozo. Si no, no cabía en los formularios de la Seguridad Social, decía ella. Y después de otro trozo, llamándole Paré. Y sin embargo, ella está casi segura de que es ese apellido, esa buena prestancia lo que llevó a Joséphine Brisard, hija de un panadero de Montrouge, hasta el altar. No se atrevería nunca a decírselo a la cara, pero sospecha que su amiga debió de quedar deslumbrada por la galería de antepasados, la plata de la familia, la posición social de los Chaulieu.

Los hombres creen que seducen a la mujer pero a quien entusiasman es a la niña. Ella recuerda la panadería de la familia. La madre de Joséphine detrás de la caja, el padre en el amasadero y Joséphine atendiendo a los clientes en las horas punta. «Ponte la blusa, sonríe, ponte recta…», sermoneaba la madre Brisard a su hija, que arrastraba los pies cuando vendía las barras de pan. A Jean-Charles, el primogénito, no le exigía nada. Él repasaba sus lecciones en la trastienda, o más bien hojeaba Lui o Playboy mirando a hurtadillas a las chicas desnudas. La trastienda hacía las veces de salón, de comedor, de cocina. Ellos comían medio sentados, siempre preparados para levantarse si entraba un cliente. «¡Sin tiempo ni para hacer pipí!», alardeaba la señora Brisard. Joséphine siempre tenía un libro, que leía a escondidas. Al terminar el bachillerato, quiso matricularse en la Facultad de Letras pero «la literatura no es un oficio —decía la madre Brisard—, es un pasatiempo para vagos». La señora Brisard no paraba. Hay que decir que su pan era realmente bueno. Todo Montrouge iba a hacer cola a la tienda. A la salida del colegio, cuando no comían las crepes de la abuela Mata, se reunían en la trastienda, en la mesa con un mantel de plástico con un estampado de rosas rojas. ¡Zumo de naranja, cruasanes y bollos con chocolate para todo el mundo! Ellos se atiborraban y luego reclamaban una barra de pan, la partían por la mitad, hundían la nariz, untaban la miga todavía caliente con una mantequilla buenísima que venía directamente de Normandía, donde los padres de la señora Brisard tenían una granja. «¡Y esta mantequilla no tiene hormonas —proclamaba la señora Brisard—. Esta está hecha en la mantequera a base de codos! ¡Con vacas que devoran una hierba verde y abundante!». Lucille se olvidaba del régimen, Rapha hacía preguntas sobre la fabricación del pan, Clara añadía una buena mermelada, Jean-Charles miraba de reojo las piernas de las chicas por debajo de la mesa.

Agnès cierra los ojos. ¡Eso era ayer! Y ella, la pequeña Agnès, «es buena como una santa, siempre está de acuerdo, nunca lleva la contraria», decía la señora Brisard. No podía ser de otra manera, responde como el eco Agnès, años después, y da un volantazo para evitar a una mobylette que ha girado a la izquierda en el último momento. Se da la vuelta y lanza una mirada torva al tipo de la motocicleta, mientras hace un gesto con el dedo índice sobre la sien. Desde el primer momento supe que no podía rivalizar con las demás. ¡Pero yo las había escogido! Habría podido encontrar amigas a mi medida. Aunque me justificaba, no me sentía desgraciada… No recuerdo haber sentido celos ni envidia. ¡Incluso me enorgullecía ser su amiga! Un poco acomplejada de todos modos, responde la vocecita del cuaderno. No del todo a gusto. ¡Siempre era la última en hablar, y a veces ni eso! Asentía. Una niñita en falso, tan ávida de gustar, de parecerse a la imagen que las otras tenían de ella. ¡Mierda!, contesta Agnès a la vocecita que ya no puede acallar.

A veces se pregunta si ha hecho bien apuntándose a esos cursillos de pareja. Al principio fue para curar a Yves y sus celos enfermizos pero, poco a poco, fue ella quien se puso en cuestión, sin darse cuenta. A fuerza de emplear el «yo», ya no puede eludir los problemas. Culpa a su pasado. Nunca le enseñaron a decir «yo». O «mí». Su madre era intratable. Decía que no había que empezar una carta con un pronombre en primera persona. Agnès había organizado su vida pensando en «ella», esa mujer perfecta que triunfaba, que lo sacrificaba todo, que se negaba a compadecerse de sí misma o a cuestionarse. Tenía unos hijos muy guapos, un marido que la quería, un trabajo que iba bien. Gracias a su sueldo podían pagarse todos los pequeños placeres de la vida, pasar las vacaciones en el Club Mediterranée o esquiar, un segundo coche, las clases de teatro de Céline, las clases de tenis de Éric, sus fines de semana de terapia…

Te habría gustado que te tuvieran en cuenta, a ti también, que te felicitaran, pero eras siempre transparente y tan conformista…, querías complacer a todo el mundo y olvidaste que tú estabas implicada. Por eso te sientes segura con Yves: él no te juzga, siempre le pareces la más guapa, la más inteligente, la más eficaz. Él te rodea de admiración, te sirve de pedestal. ¿Eso es lo que tú bautizas con el bonito nombre de amor?… ¡Cállate ya! —vocifera Agnès, al llegar al pie del edificio de Clara—. Yo le dejo vivir, yo no sospecho que me engañe en cuanto me doy la vuelta. Yo le respeto… ¡Claro que no eres celosa! ¡Tú no le miras, tú no sabes quién es, tú solo le pides que te quiera con locura…! ¡Tú lo aceptas todo y no le das nada, tú vives una soltería perfecta! Es fácil hacer bonitos discursos sobre los celos, sobre su falta de confianza en ti, es fácil juzgar a la señora «sabelotodo». ¿No te preguntas por qué sufre? A lo mejor tú tienes algo que ver. A lo mejor tiene razón en creer que no le quieres.

—¡Basta! —grita Agnès, buscando aparcamiento en la callecita oscura de Clara. Cae una lluvia fina sobre el cristal y pone en marcha el limpiaparabrisas. No ve nada y se inclina hacia delante para no colocarse sobre el paso de peatones. ¡Podrían poner farolas, mierda! ¡No podré aparcar! ¡Y en el rato que tarde en llegar andando hasta casa de Clara, se me destrozará el peinado! Ve un espacio, frena bruscamente, pone la marcha atrás y provoca un chirrido en la caja de cambios, se rompe una uña tratando de aparcar, se pone a llorar y se le cala el coche.

Allá arriba, en la cocina, Clara y Joséphine acaban de cortar un salchichón y de colocar las galletitas saladas para el aperitivo. Joséphine observa a su amiga. No es habitual en ella ofrecerles patatas fritas de bolsa. Lo normal es un gran surtido de entrantes: camarones que todavía se mueven fritos con sal gorda, rebanaditas con queso holandés curado, comprado en el otro extremo de París, tarrinas de salmón o de atún, tofu frito en salsa de soja y granos de sésamo. Ellas siempre se quejan de que cuando llega el momento de pasar a la mesa ya no tienen hambre. «La buena comida ablanda los corazones y favorece las confidencias», proclama Clara, con un enorme delantal de cocina azul oscuro atado a la cintura. Normalmente habrían comentado el fax desternillándose de risa. Clara habría exigido precisión sobre el tamaño del sexo del pasajero del tren, el perfil derecho, el perfil izquierdo, ¿aplicado o directo? O un menú detallado de las ignominias sexuales cometidas sobre el asiento de la compañía del ferrocarril. Normalmente, Clara habría encendido las velas de la mesa pregonando: «¡Que empiece la fiesta!», y descorchando el champán con gran estruendo. Normalmente habrían bailado las dos, imitando a Johnny Hallyday y gritando: «¡Cuánto te quiero!». Normalmente, ya se habrían partido de risa tres veces a costa de Ambroise, de Yves o de David Thyme, el marido de Lucille. Normalmente, antes de que llegaran las demás, se habrían liado un porro con la hierba que Kassy le pasa a Clara, normalmente…

Ella ni siquiera le ha preguntado por Julie.

Decididamente esta no es una noche normal.

Y el humor no mejoró. Agnès llegó sollozando: por lo que Joséphine y Clara acertaron a comprender, había tenido una violenta enganchada consigo misma en el coche y se había roto una uña.

—¡Ciento cuarenta francos, la french manucure! Por no hablar de la propina obligatoria, y toda mi vida por los aires —balbucea, entre hipos—. Me da vergüenza, me da vergüenza, todo es mentira, todo es mentira, desde el principio.

Se frota la nariz en el jersey de angora. El pelo del jersey se aplana y forma una alfombra pegajosa, el rímel se corre y deja un rastro de líneas negras, y los polvos del maquillaje se convierten en unas placas rosas y densas que le dan aspecto de loca. Joséphine saca un kleenex, la obliga a sentarse en el sofá y la abraza.

—Vamos, cariño, llora, que te irá bien… Llora y desahógate como cuando eras pequeña y tu mamá te hacía mimitos después…

Utiliza las palabras que usa con sus críos, esas palabras que consuelan, que te devuelven a la infancia, y Agnès se deja ir entre grandes sollozos.

—¡Pero si ella nunca me hacía mimitos! ¡No tenía tiempo, lo sabes perfectamente!

Ella, la señora Lepetit, limpiaba las casas de todo el mundo. Sola para criar a sus tres hijos, destrozada por un marido policía que se fue a vivir con la vecina de abajo. El tipo de hombre que hace llorar a su familia. Sin pegarles, sin gritarles en la cara como otros. Solo cambiando de piso. E ignorándoles. Él ni siquiera se había molestado en marcharse a otra parte para esconder su felicidad, la infelicidad de ellos. Alardeaba de ello, justo debajo de ellos. Instaló su deseo de otra mujer y de otra vida bajo sus pies. Sus pies que apenas osaban arrastrarse por el suelo, porque les parecía muy irreal que él pudiera hacer sus crucigramas abajo, reír abajo, desnudar a una mujer abajo y tumbarse encima de ella. Él les había condenado al silencio. Al silencio de las lágrimas que ya no osaban verter por miedo a que les oyera. Condenados a avergonzarse de su sufrimiento. Agnès habría preferido morir antes que caminar sobre la felicidad de su padre. Cuando bajaba las escaleras o entraba en el ascensor, le temblaba todo el cuerpo, pensando en toparse con él o con su amante. Enviaba a sus hermanos como si fueran centinelas. Una vez, una sola vez, se había atrevido a lanzarse sobre él y le había llamado cerdo. Él había reaccionado con un bofetón que la había hecho rebotar sobre la escalera. Todo el edificio lo había comentado. Cuando su madre se había enterado, Agnès había recibido dos bofetones más. «¡Yo me mato para criaros sin que nos falte nada, para que todo sea como antes, y tú das que hablar en el edificio! ¡Haz como yo: ignórales! ¡No me importa que estés triste!, ¿te crees que yo no estoy triste? ¡Y si me deslomo fregando casas es para pagar el alquiler, para no tener que trasladarnos ni bajar la cabeza, para que tus hermanos y tú tengáis una oportunidad en la vida! ¿Preferirías ir a vivir a una barriada de Bagneux? ¡Pero, por Dios, hija, hay que mantener el tipo ante la adversidad!». En la mesa, cuando Agnès y sus hermanos se portaban mal, la señora Lepetit les apartaba los codos y les sacaba los dedos del plato a golpes de tenedor. Sus hijos estaban encorvados en su presencia. Los dos hermanos mayores se habían largado en cuanto pudieron; uno se estableció como electricista en Montpellier. Del otro apenas tenían noticias, y la señora Lepetit siempre tenía miedo de abrir el periódico y descubrir que estaba mezclado en algún asunto sucio.

Los sollozos de Agnès aumentan y Joséphine la abraza más fuerte. La acuna contra sí hasta que se calma un poco y empieza a retorcer el dobladillo de su jersey que pierde pelo. Se forma una pelota rosa que ella enrolla entre los dedos mientras habla.

—Es desde que escribo mi cuaderno, ¿comprendes…?, desde que Yves y yo hemos decidido apuntarnos a ese grupo de terapia conyugal, ¿sabes?

Joséphine asiente.

—¡Y Dios sabe cuánto nos hemos reído de eso Clara y yo!

—Todo me estalla en la cara y no soy lo bastante fuerte. Creía que yo no lo necesitaba. Pero es demasiado duro, demasiado duro… Esta noche, en el coche, no sé por qué, es como si hubiera oído una vocecita que me hablaba… y que me decía cosas horribles. Horribles no, de hecho, verdades, más bien. Cosas que yo veía venir sin aclararlas… y ha sido insoportable…

Clara se ha sentado en el brazo del sofá y escucha hablar a Agnès. Esta mañana, cuando Rapha se ha ido le ha acariciado la mejilla, le ha deslizado los dedos sobre los ojos, la frente, el pelo. Como si se la aprendiera de memoria antes de abandonarla para realizar un largo viaje. Ella se ha estremecido y se ha pegado a él. Han permanecido abrazados un buen rato y se han separado de mala gana. Ella le ha preguntado si aún tenía miedo, él no ha contestado.

Clara se deja caer al lado de Agnès, abre los brazos para abrazarla. Están las tres en el sofá, pegadas entre sí, como tantas otras veces en el sofá rojo de la abuela Mata, cuando se abrazaban y, con la boca pegada al pelo de la otra, se juraban amistad eterna. Cuando, como todos los adolescentes paralizados por el miedo a crecer, temblaban y se acercaban, se cogían las manos, los brazos y lloraban, entrelazadas. No sabían exactamente por qué, pero estaban llenas de desesperanza. O de esperanza. Dependía del día. Pasaban de las carcajadas más sonoras y estridentes al llanto más irracional. Tenían miedo de todo, realmente no sabían cómo tomarse la vida y se aferraban las unas a las otras.

—Yo me creía tan perfecta, tan equilibrada… Me decía que el enfermo era él, él a quien había que curar. La vocecita no está de acuerdo…, dice que no le quiero… No lo bastante al menos… Que me sirve de valedor, que no le miro. Ella dice que no quiero a nadie. E incluso os diré que comparándome con vosotras…, pero no me lo tendréis en cuenta, ¿verdad? ¿Prometido?

Las mira con miedo, con las pestañas pegadas como paquetitos negros. Clara y Joséphine dicen que sí con la cabeza y la animan con la mirada.

—Acababa por considerarme superior a vosotras, incluso… me decía que mi vida personal era muy clara, muy limpia en comparación con la vuestra. Que todo eso tenía un sentido, que yo iba en la buena dirección mientras que tú, Clara…

Duda, acecha a su amiga con la actitud de un perro apaleado que va a recibir otra paliza.

—¡… tú que alardeabas de ser especial…, tú no tienes hijos, ni marido, ni trabajo, todo te ha salido mal con Rapha… y vas a cumplir cuarenta años! ¡Y ya será demasiado tarde!

—Muchas gracias —contesta Clara, muy ofendida—. ¡En primer lugar solo tengo treinta y seis y nunca es demasiado tarde!

Aparte de que prefiero mi vida de bohemia a tu gran marido que te sigue como un perrito fiel, añade para sí misma. Pero no es el momento de decirle eso a Agnès.

Agnès sorbe y manosea su pelotita de lana rosa.

—… ¡Ay! Nunca podré contároslo todo… Tú, Joséphine, te aburres con tu marido y dejas que se te folle cualquiera para olvidar… Finges que no te preocupa, alardeas de eso, pero a mí me parece algo bastante cobarde y fácil por tu parte. Tú lo quieres todo: un buen marido, una casa bonita, dinero, comodidad y amantes… Una vida de hipocresía…

—¡Si mi marido me mirara, a lo mejor no tendría necesidad de buscar en otra parte! —replica Joséphine, como reacción de autodefensa.

—¿Lo ves?, yo pienso ese tipo de cosas y me digo que yo me he puesto a vuestra altura… Ya no os envidio. Solo queda Lucille…, pero Lucille siempre ha formado parte… Ella no era como nosotras…

Agnès se suena con el kleenex nuevo que le tiende Joséphine. Joséphine, para relajar el ambiente, le limpia la nariz como si fuera un bebé, intenta corregir los estragos del maquillaje maltrecho secándole la cara, y vuelve a rodearla con sus brazos. La descripción que ha hecho Agnès de ella le ha dolido, pero decide consolarla antes que ponerla en su sitio.

—Vaya… ¿Todo esto ha pasado por escribir tu cuadernito? ¡La escritura es peligrosa! Ahora entiendo por qué los escritores empinan el codo o se drogan… ¡A lo mejor deberías dejarlo!

—No —dice Clara, que aprovecha la ocasión para explicarse—. Todo lo contrario, es estupendo. Aprenderás a conocerte y eso te hará mucho bien. Acabas de asistir a una clase de delito flagrante.

Agnès levanta la vista hacia su amiga. Se ha incorporado. Intenta comprender. Sabe que Clara tiene ventaja sobre ella. Tiene ganas de confiar en ella.

—¿Delito flagrante de qué?

—¡Delito flagrante de mentir sobre ti misma! ¡Tú siempre te has contado historias, eso es todo! Es doloroso, sobre todo la primera vez…

—¡A lo mejor no está obligada a volver a hacerlo, si la pone en ese estado! —protesta Joséphine, moviendo las manos como el ángel del pesebre.

—Pero así aprenderás a rectificar el tiro y a convertirte en una persona más interesante, más auténtica, alguien que te guste a ti… Si no ¿para qué sirve vivir, si no avanzas, y siempre consideras que eres maravillosa y que la culpa siempre es de los demás? Y, ya verás, ¡ese trabajito de construirse a una misma es apasionante! ¡Un auténtico culebrón! Cada día te enteras de algo nuevo…

—¡Ah, tú…! —masculla Agnès—. Tú siempre intentas verlo todo por el lado positivo… ¡Me enervas! ¡No sabes hasta qué punto me enervas! ¡Es demasiado fácil! ¡Para ti siempre ha sido demasiado fácil!

—¡No! No es fácil precisamente… Hay que ser implacable y no perdonarse nada. Para volverte valiente tienes que haber sido cobarde, tienes que haber sido mezquina para poder ser más comprensiva, y avara para ser generosa… ¡Siempre que te pilles in fraganti! ¡Con la mano metida en la bolsa de los malos pensamientos o de las malas acciones! ¡Pero no hay que tener miedo de llegar al fondo de una misma! ¡No puedes conocer algo si no conoces su contrario! A no ser que hagas trampas… ¡En ese caso te cuentas unas historias fantásticas sobre ti misma y eso no tiene ningún interés!

—¡Pero duele! —suspira Agnès—. Duele demasiado. Y además yo no sé si soy capaz…

Sonríe a duras penas, azorada por el llanto, dando tironcitos a su jersey de angora, entre sollozos.

—Duele pero es bueno —dice Clara sonriendo—. Ya verás como es bueno entrar en ese rinconcito interior sucio y hacer limpieza… No vas a cambiar de golpe, pero rectificarás primero un detalle, luego otro, y un día estarás orgullosa de ti misma. Habrás conseguido una coherencia, serás única y la vida se abrirá ante ti. Todo tendrá un sentido, todo será luminoso. Pero hace falta tiempo, paciencia…

—Es algo peor: creo que me da canguelo… Tengo ganas de suspenderlo todo.

—No siempre es agradable, eso seguro…, y da miedo —prosigue Clara—, pero yo estoy convencida de que merece la pena.

—¡Vaya mierda! —exclama Joséphine—. ¡Y yo que creía que íbamos a pasar una velada relajada y divertida! ¡Ya se ha estropeado! ¡No iremos a ponernos a dar lecciones de moral! ¡Nadie es perfecto! Oíd, ¿sabéis la última de Jerry Hall, cuando le preguntaron cómo había conseguido retener a Mick Jagger…?

Clara la corta con arrebato:

—¡Puede que eso sea más interesante que hablar de trapos o contar siempre las mismas anécdotas de culos!

Joséphine se calla, estupefacta. Es la primera vez que nota tal agresividad por parte de Clara. Incluso hay cierto desdén en su comentario. Se siente herida y suspira, disgustada. ¿Por qué todos esos reproches por parte de sus mejores amigas? ¿Tan lamentable es su vida?

—Bueno, me callo… ¡Pero si esto continúa, más vale irse a dormir ahora mismo!

—No, mira…, escucha… Lo que le pasa a Agnès es interesante, ¿no?

—Lo que contestó Jerry Hall también es interesante. ¡Y puede serle útil a todo el mundo! Y al menos no es doloroso…

—Es doloroso al principio, cuando no estás acostumbrada —prosigue Clara, obstinada—. Y después, te aturde… porque te vuelves consciente de una realidad, tu realidad. Aprendes a conocerte, y a conocer a los demás, ya no te dejas engañar por las apariencias.

—¡Pero las apariencias también tienen cosas buenas! —protesta Joséphine—. ¡Sin ellas no podríamos vivir!

—A mí eso es lo que me han enseñado siempre… —farfulla Agnès—. ¡Siempre!

Clara no tiene tiempo de responder. Ha sonado el interfono. Las tres se incorporan como colegialas sorprendidas por el profesor copiando y solo piensan en una cosa: ¡Lucille!

—¡Hay que evitar que la vea así! —declara Joséphine.

Se vuelve hacia Agnès:

—Ven conmigo al cuarto de baño, yo volveré a ponerte guapa…

Clara arregla el sofá, recoge los kleenex, echa un último vistazo al orden de la sala. Ha puesto demasiada agua en un jarrón con los tulipanes blancos que ha traído Joséphine, y se vencen.

—¡Clara! —grita Joséphine desde el cuarto de baño—, ¿no tendrías un jersey para prestarle? ¡El de angora no sirve!

—En mi ropero —contesta Clara señalando el rincón que hace de dormitorio.

Esta vez el timbre suena un buen rato, imperioso. Lucille se impacienta. Clara se dirige a la puerta y contesta. Una última mirada al salón, al rincón comedor donde está puesta la mesa. ¡Ha olvidado encender las velas y poner el champán a enfriar! Un vistazo en el espejo de la entrada: no está demasiado desmejorada y sin embargo, desde ayer noche, tiene la impresión de haber pasado tres veces el cabo de Hornos a nado y sin chaleco salvavidas.

Siempre que Lucille hace su entrada es un auténtico espectáculo teatral. Por mucho que Clara se lo espere, siempre queda deslumbrada. Es la irrupción en lo cotidiano del lujo, del sueño y de la belleza. Una aparición alta, esbelta, casi irreal. Dos piernas como dos joyas, una cintura muy fina, dos senos que se adivinan firmes y libres, ojos de un verde grisáceo, inmensos y profundos, unos pómulos altos que definen las mejillas, una tez perfecta. Y por encima de todo, la impresión de una elegancia natural. Esta noche, Lucille lleva un abrigo largo de lana blanca sobre un pantalón de cuero negro y un jersey grueso de cachemir blanco. Me pregunto si Lucille sabe que un jersey puede no ser de cachemir. Del jersey salen los faldones de una camisa blanca larga de seda; lleva las puntas del cuello levantadas y los puños arremangados. Pulseras que tintinean, y un reloj grande que pende de su muñeca derecha. La melena rubia suelta sobre los hombros. Se quita el abrigo y se lo entrega a Clara quien, antes de colgarlo en el ropero de la entrada, da un vistazo a la etiqueta: Cerruti. Una noche, Lucille se dejó un impermeable negro de Saint Laurent en casa de Clara y nunca lo reclamó. Lucille no se compra las prendas para llevarlas sino para retirarlas del mercado…

Entonces Lucille baja la cabeza con un gesto familiar que provoca que sus cabellos caigan en cascada hacia abajo. Ella se los recoge con una mano experta y los recoloca sobre su hombro izquierdo. Clara reconoce cada gesto, cada nota de esas pulseras de oro al chocar, incluso el aroma del perfume, ese que todas han llevado porque Lucille había escogido ese y no otro. Shalimar… Durante unos segundos, vuelve atrás unos años. Vuelve a ser la pequeña Clara Millet que mira de reojo a su amiga guapa. De pronto se siente fea. Fea, enana, con cuatro pelos en la cabeza, con granos bajo el maquillaje, los dientes amarillos y demasiado rojo de labios. Fea y pobre. Una mujer inferior que pertenece a otra raza. Nunca ha tenido una sensación de desigualdad y de injusticia tan fuerte como cuando está ante Lucille. No es verdad que todos nacemos iguales. No es verdad que el dinero no da la felicidad. El dinero permite alcanzar los sueños. Te libera de lo cotidiano. Pero al mismo tiempo, Clara apunta para utilizarlo más tarde el detalle de la camisa grande cuyos faldones sobresalen por debajo del jersey grueso. Y los botines de ante negro, finos y altos. Solo con lo que cuestan esos botines, se dice Clara, Kassy podría vivir tres meses sin pasarse por el mercado de los ladrones.

—¿Las demás no han llegado todavía? —pregunta Lucille, extrañada.

—Sí, están en el baño… Probando productos de belleza.

—Me alegro de verte. ¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Y David?

—Se ha ido esta mañana a cazar, a Escocia… Hará una parada en Londres, y vuelve mañana por la noche.

—¿No han anunciado una huelga de Air France para mañana?

—Ha ido con su avión privado…

—¡Dios mío, es verdad! ¡Qué tonta soy! ¡Siempre olvido que trato con extraterrestres!

Adopta un aire inocente y apenado. Lucille le da una palmada en el hombro y se derrumba en el sofá.

—¡Uf! ¡Qué bien se está aquí! ¡Empiezo a estar harta de los extraterrestres!

Ha dejado caer el bolso a su lado. Un bolso Hermès en bandolera; no una marca vulgar cuyas imitaciones venden todos los manteros. Este debe de ser un modelo único, fabricado expresamente para la señora Thyme. La señora de David Thyme. Clara cuelga el bolso y nota que la invade de nuevo el desánimo. Siempre necesita un minuto para sobreponerse a la reverberación de la conmoción que provoca Lucille.

—¿Sabes?, he encontrado un cliente para ti en el avión de vuelta… Un americano que busca un local grande en París. Original… Le he dado tu teléfono.

Desde que Clara se ha distanciado de Lucien Mata, es Lucille quien le presenta a los clientes. O le avisa de algún negocio.

—Lo encontraré. Realmente necesito trabajar en este momento…

—¿Son tiempos difíciles?

—Más que difíciles… ¡Me pregunto si no debería cambiar de oficio, pero en todas partes es igual! La construcción está fatal. Todo el mundo se esfuerza al máximo. Incluso los grandes despachos de arquitectos despiden a destajo. ¡La gente no se atreve ni a ir a hacer pipí por miedo a que le quiten el sitio! ¡Se quedan clavados a la silla y trabajan hasta las nueve de la noche! Así que imagina, en mi caso… aún es más duro…

Clara suspira, y Lucille no puede evitar extrañarse. Este pesimismo repentino no es propio de ella. Siempre le ha sorprendido la fuerza vital de Clara, su originalidad y su buen humor. La envidia. También le gusta detectar en su amiga ese ligero sentimiento de inferioridad física que ella le provoca con su mera presencia, ese imperceptible asco de sí misma que la invade cuando se compara con ella, con Lucille. Si bien Clara toma nota de la forma como se viste Lucille, Lucille observa el modo como Clara afronta la vida. Si yo tuviera su ánimo y mi belleza…, piensa a menudo Lucille.

Agnès y Joséphine salen del cuarto de baño. Joséphine ha hecho un trabajo excelente. Agnès ya no parece un salvavidas reventado. Se ha puesto una camisa de cuadros grande que era de Rapha, de las que él siempre lleva en su taller. Tiene una verdadera colección. Son del Stock Chemises de Montrouge. Él ha dibujado un pequeño signo cabalístico sobre la etiqueta para que la señora de la limpieza las lave aparte: con un programa de lana. A veces es un poco maniático con sus cosas. Clara se la ha birlado. Él no ha dicho nada, pero no le ha gustado que le quitara la camisa sin preguntar. A Clara no le gusta que nadie, aparte de ella, lleve esa camisa. Se la pone para dormir, cuando la añoranza de Rapha es demasiado intensa. No querría que Agnès se la llevara a su casa y se olvidara de devolvérsela. Voy a pasarme toda la noche pensando en eso… Reacciona y aparta esa idea mezquina de su mente.

—¡Mira! ¡Es curioso! ¡Yo tengo la misma camisa! —exclama Lucille acercándose a Agnès y Joséphine para besarlas.

Después recupera la compostura, como si hubiera metido la pata.

—Prácticamente la misma, vaya…

—¿Bueno, qué, nos bebemos ese champán? —se impacienta Joséphine, que teme sobre todo que se haga el silencio y Agnès empiece a llorar otra vez.

En el cuarto de baño le ha costado muchísimo alejar las ideas sombrías que no dejaban de dar vueltas en la cabeza de Agnès. No ha conseguido colar su anécdota sobre Jerry Hall. Agnès no la escuchaba y repite:

—¿No estarás enfadada por lo que acabo de decir sobre Ambroise y tú, verdad, no estarás enfadada? Es verdad que lo he pensado, pero también que te quiero muchísimo, ¿sabes?, muchísimo… Como a Clara. ¿Tú crees que ella se ha enfadado? ¡Ay! Os quiero tanto a las dos…, y al mismo tiempo os guardo rencor a veces. Me ponéis nerviosa. ¿Crees que estoy celosa?

—Claro que no —ha respondido Joséphine aplicándole polvos en la cara—, claro que no, cariño, todos tenemos malos pensamientos a veces. Piensas esas cosas cuando estás triste y desanimada. Cuando miras atrás, cuando recuerdas tu infancia, a tu mamá y a tu papá, y sientes una gran tristeza y te dices que la vida no es justa. Pero yo sé que en el fondo me quieres. ¡Venga, sonríeme!

Agnès le había dedicado una media sonrisa entre sollozos, y ha tenido que retocarle la nariz porque le brillaba. Se nota que ha llorado, se dice Joséphine mirando de reojo a Agnès, que hace esfuerzos por contenerse delante de Lucille. ¿Por qué todas hacen esfuerzos en cuanto llega Lucille?

—¿Bebemos o no? —exclama de nuevo Joséphine para romper el silencio que se ha impuesto.

—Me he dejado la botella en el coche —gime Agnès—. Un Dom Pérignon que había comprado expresamente para vosotras…

—¡No es para tanto! ¡Ya te la beberás con Yves! ¡Vamos a beber una de las mías! —interviene Clara con voz de falsa jovialidad.

Ella también intuye el peligro de que la situación vuelva a estropearse.

—¡Habrá que añadir un cubito de hielo, porque me he olvidado de meterla en la nevera!

—¡Pero yo la he comprado para vosotras! —Agnès se desmorona—. ¡A él ni siquiera se lo he dicho!

Lucille las escucha, desconcertada.

—No te pongas así, cariñito —dice Joséphine—. Yo iré a buscar tu botella. Pásame las llaves de tu coche… ¿Dónde has aparcado?

—Ya no me acuerdo… —gime Agnès, y empieza a sollozar otra vez.

—¿Alguien puede explicarme qué pasa? —pregunta Lucille—. Tenéis unas pintas rarísimas…

—Explícaselo, Clara. Yo voy a buscar el Dom Pérignon con Agnès. Venga, vamos —le dice a esta última, postrada en el sofá.

En cuanto salen Lucille se vuelve hacia Clara y espera que se explique. Ella vacila y decide contárselo todo. Lucille escucha y luego baja la cabeza, y saca de su bandolera un cigarrillo que enciende con nerviosismo, tras varios intentos. Clara capta una inquietud terrible y también una inmensa angustia tras la bonita fachada de Lucille.

—Yo también debería escribir un diario. Lo hice durante mucho tiempo y me ayudó… ¡Con la cantidad de preguntas que me hago actualmente!

—Yo pienso lo mismo —responde Clara, asombrada por la confidencia de Lucille—. Siempre que no se hagan trampas…

No se atreve a ir más allá. Con Agnès o Joséphine es capaz de ser muy dura, pero delante de Lucille se queda muda. Las escasas ocasiones en las que esta se ha soltado delante de ella, siempre ha sido sin previo aviso. Sin que Clara planteara la menor pregunta. Eran amagos de confidencias que Lucille dejaba caer y que Clara recogía y conservaba, pequeños indicios que, colocados pieza a pieza, quizás un día abrirían la puerta a una intimidad verdadera. Aunque Clara se sienta siempre intimidada por la apariencia física de su amiga, no la envidia. Ella no viviría en el universo de David Thyme por nada del mundo. Y menos aún con David Thyme. Un hombre que lleva una vida tan fácil y tan vana que acaba siendo funesta y mortal. David Thyme es un apuesto e indiferente galán, que nunca ha experimentado la necesidad de trabajar, que heredó millones al nacer, que se hace traer la carne de sus posesiones en Argentina «porque se come solo con tenedor», que fleta un avión para transportar las rosquillas de la cocinera de su castillo en el sudoeste a una merienda infantil en París, que tiene chef propio en cada residencia, un retrato de su madre pintado por Balthus en los lavabos de su palacete de París, una escultura de Rodin recostada sobre un sofá en uno de sus salones, por no hablar de los Gainsborough, los Holbein, los Renoir, los Matisse, los Corot colgados en las paredes, mientras los Warhol enmohecen en su garaje. Posee un castillo en Francia, un palazzo en Venecia y la propiedad familiar de Argentina a la que acude regularmente. Allí juega al polo, visita sus tierras en avión, hace largas excursiones a caballo con su intendente, y organiza gigantescos picnics a los que los invitados acuden en bimotor. Su padre, lord Edward Thyme, era inglés; su madre, Anna Maria, argentina y heredera de las célebres cervecerías Bareno, que poseen el monopolio cervecero del continente americano. Él prefiere residir en Francia porque la vida es más cómoda, y porque Inglaterra, Italia y España están a una hora de avión. Vive en un bonito palacete de la calle Varenne. Bien…, algunos meses al año. David es incapaz de vivir sin sol. En verano navega con su velero, en invierno esquía en Cortina o en Zermatt. Gstaad es demasiado «de nuevo rico». Viste trajes gastados, shetlands viejos (cuanto más apedazado, más chic es), nunca lleva dinero encima (hace que le envíen las facturas a su despacho, donde un hombre de confianza extiende los cheques), huye de los estrenos y las veladas mundanas y prefiere recibir en su casa a los amigos de siempre, con los que juega interminables y ruinosas partidas de bridge. A veces invita a personajes «graciosos»: Clara, cuya franqueza le divierte; Rapha, porque es un pintor conocido, o una puta japonesa que ha conocido en un avión. El intruso es exhibido como un animal curioso con el que todo el mundo se divierte y a quien echan en cuanto el círculo restringido se cansa. Porque ese tipo de personas no salen de su ambiente. Cuando conoció a Lucille, le pareció «disparatadamente original» que hubiera vivido en un edificio de ladrillo en Montrouge. Fue a pedirle la mano a su padre, con el aire maravillado de un niño rico a quien pasean por los barrios pobres. La calle Victor-Hugo le pareció «pintoresca». Nunca habla de amor ni de sentimientos, pero se refiere con voluptuosidad al «espasmo». Le gusta contar la anécdota de Rivarol, que alardeaba de poder resolver un problema de geometría mientras hacía el amor. David Thyme pasa muchas horas leyendo en su biblioteca, y no se cansa del alma francesa, que le parece deliciosamente decadente. «¡Mientras los franceses piensan, los demás hacen negocios!». Nunca va al cine, salvo si el director es amigo suyo, pero es un asiduo del teatro, el ballet y la ópera, artes que considera nobles y que promueve mediante abultados cheques. Coge el avión para ir a ver una exposición a Nueva York, y la visita con el comisario, en privado, porque ha cedido numerosos cuadros cuya procedencia nunca se menciona. No vota: no es residente francés, es demasiado caro. Nunca habla de dinero: es vulgar. Lucille tiene acceso libre a su fortuna y, gracias al dinero de David, ella ha podido financiar su fundación que lanza pintores jóvenes, escultores, recibe a escritores famosos, a científicos que tienen el Nobel o casi, músicos, bailarines. Esta fundación divierte a David, que agradece a su mujer que dé lustre al apellido Thyme. Él es un ser de sangre fría al que nada conmueve ni incomoda. Es imposible tener una auténtica conversación con él, siempre se escapa o recurre a la ironía. Clara ha llegado a preguntarse qué ha podido hacerle tanto daño para que lo ridiculice todo. En la última fiesta que dio Lucille en su palacio de Venecia, se fue a acostar con su perro a las diez de la noche, después de haber hecho una fugaz aparición, vestido con un pantalón tejano y una chaqueta azul marino, y alzando una copa de champán a la salud de los invitados que fingió descubrir. «¡Mi esposa da una fiesta! ¡Qué buena idea! ¡Nunca nos divertimos lo bastante!». Lucille no había demostrado ni sorpresa ni desaprobación. Clara se ha preguntado a menudo qué debía de sentir por ese marido excéntrico e infantil.

—Clara, un día tendríamos que vernos las dos solas —suelta Lucille con un suspiro tan quedo que Clara no está segura de haberlo entendido bien.

Lucille juega con su encendedor y evita la mirada franca y asombrada de Clara.

—Ya lo sé… Yo siempre he estado al margen…, pero ya estoy harta. Ya no soporto más el mundo en que vivo. Necesito hablar con alguien real, normal…

—Cuando quieras, claro. Sospecho que no siempre debe de ser fácil, aunque aparentemente…

—¿Puedo llamarte mañana por la mañana? Y decidimos un día que nos vaya bien comer…

Clara baja la cabeza. Con un par de frases, Lucille se ha convertido en humana. ¡Lucille tiene problemas! Clara es casi feliz. No es que se alegre por la tristeza de su amiga, pero de pronto toda su vida adquiere sentido, todas las preguntas que se ha hecho continuamente sobre la existencia dejan de ser banales. Clara se ha cuestionado siempre por qué Lucille venía a sus cenas de chicas. Es verdad que alguna vez se le ha olvidado alguna, pero en general ha sido bastante fiel. Y generosa con sus amigas. Finge que no le supone nada. Detesta que le den las gracias. Lucille le encontró un trabajo de secretaria a la madre de Agnès en las oficinas de su fundación, le prestó dinero al padre de Joséphine cuando tuvo una inspección fiscal. Fue ella quien organizó la primera exposición de las obras de Rapha en su fundación, ella quien le presentó a Philippe unos clientes ingleses ricos, amigos de David. Nunca las ha dejado tiradas. Fingiendo que no hace nada y sin grandes demostraciones de afecto, las protege. Una manera discreta y eficaz de estar presente. Todas sabemos, sin comentarlo, que el dinero de Lucille está ahí, para cualquier contratiempo importante. Ella nos proporciona esa despreocupación frívola e infantil, ese sentimiento de que no puede pasarnos nada grave. Es la primera vez desde que se conocen que Clara se siente al mismo nivel que Lucille. Le dan ganas de abrazarla y darle besos, pero se contiene.

—¡Yo me bebería una copita por lo menos! —dice Clara llena de una alegría inexplicable—. ¿Las esperamos o no?

—No las esperamos… Somos capaces de acabarnos dos botellas entre las cuatro, ¿verdad?

Apaga el cigarrillo, enciende otro.

—Me estoy convirtiendo en una verdadera alcohólica, ¿sabes?

Se pasan la velada bebiendo. Apenas han tocado el plato cocinado por el especialista en comidas preparadas. Un gulasch contundente, acompañado con un arroz pegajoso. Clara no tenía la cabeza para cocinar. Agnès ya no llora. El champán le ha provocado una alegría aparente, pero en su mirada sigue habiendo un reflejo sombrío. Ella se esfuerza. Lamenta haber llamado la atención de una forma tan lastimosa. Clara no puede evitar darse cuenta de que Lucille es el centro de atención. Cada una intenta seducirla a su manera, hacerla reír, intrigarla. Ninguna es natural cuando ella está presente, se dice Clara. Nos empeñamos en sacar lo mejor de nosotras mismas. Ella nos intimida y no queremos que se note. Hablamos de un modo forzado. Joséphine se mueve y se ríe de una forma un poco artificial, como si se animara a sí misma a ser divertida.

—Bueno, pues… Esa anécdota de Jerry Hall cuando le preguntaron cómo ha conseguido retener a Mick Jagger y casarse con él…

—Esa fue una boda falsa —protesta Lucille—. Ni siquiera sé si es legal…

—Eso no importa: él le ha hecho tres hijos y sigue con ella. Eso es lo importante de la historia… Bueno, pues ella contestó: «Es muy sencillo, en cuanto parece preocupado, ausente, ofuscado por algo, yo me olvido de todo y me ocupo de él… ¡Pero atención, hay que perder el miedo a ensuciarse las rodillas!».

Joséphine se echa a reír a carcajadas, se lleva la mano al tórax como si estuviera a punto de vomitar de risa, Agnès se desternilla, Clara sonríe. Lucille asiente sin levantar ni siquiera una ceja:

—Todas las mujeres de hombres ricos saben muy bien que conservarán a sus maridos mientras se comporten como unas perfectas cortesanas… Es todo un arte. ¡Nunca hay que escatimar los esfuerzos!

—¡Oh! ¡Lucille! —dice Agnès, molesta—. ¿Y eso lo dices tú?

Agnès enrojece y evita la mirada de Lucille.

—Sí, porque sé de qué hablo… Ellos se casan con nosotras por nuestra elegancia y nuestro saber hacer, pero exigen putas y ligueros de cuero en la cama.

—Puede ser divertido hacerte la puta —sugiere Joséphine, fascinada—. ¡A Paré, ya puedo hacerle todos los juegos con ligueros que quiera, él se duerme agotado y diciendo que al día siguiente tiene una mañana muy apretada!

—A mí nunca me ha gustado eso —suelta Lucille—. ¿Os acordáis de cuando vosotras os emocionabais tanto cuando un chico os daba un beso? Yo no lo entendía.

—¿Entonces tú no haces nada? —pregunta Joséphine, intrigada.

—¡Ah, sí! No me queda otro remedio. Me he convertido en una experta… pero no siento nada. Ejecuto la partitura, añado los matices, el tono, pero es puramente mecánico…

—¿Y él no se da cuenta? —se extraña Joséphine.

—Aparentemente no, porque sigue conmigo…

—¿Y si probaras con otro? ¿Y si te buscaras un amante? ¿Por placer?

—¿Aterrorizada por si me contagia el sida? ¡Y me hablas de placer! —replica Lucille.

La violencia de la palabra impacta a Clara y la deja inmóvil. Agnès y Joséphine se callan también, aturdidas por las confidencias de Lucille. Nunca la han oído hablar así. La observan, molestas, desconcertadas, y luego desvían la mirada. La dirigen al vaso de vino que tienen en las manos y la fijan en el fondo. Silencio. Un silencio largo. Un silencio insoportable para Clara. Ayer por la noche, mientras se comía su pollo Cocody, había jurado que afrontaría esta prueba completamente sola. Esta misma mañana ha telefoneado a Philippe, que tenía el contestador conectado. Ha intentado hablarlo con Joséphine, pero ella había salido a comprar y no volvió hasta el momento de preparar la cena. Clara ha dudado. Ha estado a punto de contarlo. Habría bastado un silencio para que le confiara su secreto, pero Joséphine no paraba de charlar, de reclamar salchichón con un vaso de vino, y de echarse a reír sin motivo. Mirando el montón de barro negro que había sacado el técnico de Darty y frotándolo con los dedos. Haciendo muecas y preguntando: «¿Y cómo era ese hombre? ¿Apetitoso o no?». Clara se encerró, disgustada, detestando la crudeza de su amiga, reprochándole que no notara su angustia, pero contestando a su pesar: «¡Llevaba un tejano demasiado bajo y se le veía el calzoncillo!». Joséphine ha echado la cabeza hacia atrás y se ha partido de risa. Una risa de hembra mala que desaprueba a todo el sexo masculino, que le arrebata su dignidad, esa risa de mujer abandonada por su marido y que reclama venganza. Y Clara se indigna el doble. Indignación y vergüenza por mostrar una parte de sí que no le gusta. Le has mirado el pantalón, ¿eh?, le has mirado esa marca de calzoncillo que asomaba por el tejano, ese calzoncillo azul de algodón, y te has dicho que era un calzoncillo de una gran superficie, un calzoncillo que su mujer debe de haber comprado mientras cargaba el carrito. En una fracción de segundo, has despreciado a ese buen tío por culpa de ese detalle ínfimo. Ya no tenía derecho a ser ese tipo de hombre que te hace fantasear… Indignación también contra Joséphine, que no le deja un hueco para colarse y manifestar su angustia. No se ha producido ese tiempo muerto, ese silencio tranquilizador que antecede a la confidencia, que permite cambiar de tono, decir con palabras muy simples una cosa muy grave.

Clara no consigue calmar su cuerpo, que tiembla. Se rodea con los brazos y se mece, pero el miedo es más fuerte. El miedo de lo peor. El miedo de que su amor, de que el amor de los dos tenga un desenlace trágico. ¿Y si él le ha mentido? ¿Y si ya sabía que estaba infectado y no se había atrevido a decírselo? Por eso ha llamado a Philippe esta mañana. ¿Y si él hubiera querido protegerla? ¿No decirle toda la verdad? Apoya la cara entre las manos y suspira profundamente.

—¡Clara! —se extraña Joséphine—. ¿Te pasa algo?

Clara vuelve en sí y mira a su amiga con los ojos abiertos como platos. La mentira lo complica todo. Ella lo sabe, ella lo reivindica. Tiene ganas de confiarse para dejar de estar sola. Para ordenar las ideas. Sin embargo vacila. Se pregunta si ellas soportarán oír lo que querría decirles.

Ahora las tres se han vuelto hacia ella. Ya no puede dar marcha atrás, ya no puede disimular. Traicionada por ese cuerpo que tiembla, que no para de temblar.

—Creo que debería… En fin… Tengo que deciros una cosa…

—Algo alegre, espero —dice Joséphine—, porque noto que me estoy volviendo neurasténica poco a poco… ¿Queda champán?

—La verdad es que no es alegre…

Se pregunta cómo formular la frase. Es como si le diera la mano al diablo. Mira a sus amigas, una tras otra, y se dice que esta es la última vez que la miran con tanta inocencia.

—Ayer noche Rapha vino a cenar y…

—¿Lo habéis dejado? —suelta Joséphine, que está incómoda.

—¿Se casa? —murmura Agnès.

—No —las interrumpe Clara, que se ha levantado y les da la espalda.

A lo mejor es más fácil si no las tiene a las tres de cara. Mira al otro lado de la calle y ve adornos navideños en el apartamento de enfrente. Una familia normal, seguro. Con niños que han preparado el árbol y el belén, han decorado su habitación y han encendido las velitas que ella entrevé sobre el alféizar de las ventanas.

—¿Os acordáis de Chérie Colère?

—¿Sylvie Blondelle? ¿La bomba sexual que comerciaba con sus encantos? —pregunta Joséphine, adelantando los labios, como si fuera a tragarse un pastel.

Clara asiente.

—A mí me tenía fascinada —continúa Joséphine, volviéndose a Agnès y Lucille—. Totalmente fascinada. Tenía una forma de andar contoneando el cuerpo… Cuando bailaba dibujaba ochos con el pecho, las nalgas, las caderas…

—Yo también me sentía fascinada —responde Clara en voz baja.

—… deslumbraba por su vitalidad, por su fuerza, por su forma de agarrar la vida por los cuernos —prosigue Joséphine—. ¡Y a los catorce años! ¡Cuando las demás éramos unas crías sentimentales que languidecían pensando en el primer beso, ella, ella ya trataba mal a los tíos! ¡Era un personaje esa Sylvie Blondelle! Me parece que incluso la consideré un modelo en algún momento… En cualquier caso, ¡les tenía bien pillados!

—Sí, pero al final la han pillado a ella…

—¡Ay, Dios! ¿Qué quieres decir? —gime Agnès, para quien Sylvie Blondelle ha representado siempre una pecadora, la María Magdalena a quien le tiran piedras.

—Tiene sida y si ha vuelto a Hêtres ha sido para vengarse y contagiar a todos los que se la han tirado… Rapha me lo ha contado… Lo sabe por Kassy… Ella tiene una lista de todos esos tíos y se acuesta con ellos sabiendo que…

—¡Pero eso es repugnante! —vocifera Joséphine—. ¡Es repugnante!

—Incluso puede considerarse delito —comenta Lucille, recostándose en el sofá y colocándose la cabellera a un lado.

Ella no callejeaba nunca por Hêtres. No tiene ningún recuerdo de Sylvie Blondelle.

—Y Rapha se ha acostado con ella. Varias veces. Desde que volvió… Y no hace mucho… ¡Y yo me he acostado con Rapha!

De repente, el peligro se acerca, y es como si Chérie Colère estuviera con ellas. El barrio, con sus traviesas de hormigón, sus inmensos pasillos llenos de basuras, de grafitis, los niños que callejean, los gritos de las madres enfadadas ahogados por el ruido de la tele, las bolsas de plástico que se hinchan y revolotean sobre la hierba amarillenta, irrumpe en el salón blanco.

—¿Rapha? ¿Se acuesta con Chérie Colère? —repite Joséphine, que no lo entiende—. Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—¿Por qué un tío se acuesta con una chica provocativa? ¿Lo sabes tú? —replica Clara, tensa.

—¿Se ha hecho la prueba? —pregunta Lucille, pálida.

—¿Se la ha hecho? —repite Agnès.

—No se atreve… Está muerto de miedo… Se imagina lo peor y lo peor aparece… y ocupa toda su mente. Ya no piensa en otra cosa…

—No basta con pensarlo —dice Joséphine, haciendo una mueca—. Tiene que ir. ¡Y tú también, Clara!

Clara no la escucha. Clara ya no escucha. Tiene la impresión de que repitiendo las confidencias de Rapha ha confirmado esa siniestra noticia. Ayer era un sueño, un mal sueño. Esta noche, es oficial. Ya no es un secreto. Ha lanzado las palabras. Están impresas en otras tres cabezas. Los brazos de Rapha, la boca de Rapha, la piel de Rapha pegada a la suya, habían amortiguado la realidad, casi la borraron. Arrimados uno al otro, eran fuertes. En aquel momento ella solo pensó en la alegría de reencontrarle. Él volvía a ella. Él la amaba. Al irse él le dejó su terror. Gris, frío y pesado. Esta noche, frente a Lucille, Agnès y Joséphine es el aspecto clínico, médico de la noticia el que resuena en la sala. Ya no está presente el amor de Rapha para atenuar la impresión. ¡Ah, yo lo tolero todo, pero con él! Sola, no. No quiero que vuelva a dejarme sola.

—¡Qué cosa tan rara! —murmura Joséphine, tranquila y pensativa de pronto—. A menudo me digo que debería ir a hacerme esa maldita prueba. Lo pienso y lo pienso. Me viene a la cabeza de forma regular… Cuando juego con los niños y me dicen «mamá» con tanta confianza, como si una mamá fuera eterna y no tuviera que enfermar ni morir. El otro día, mi ginecólogo me preguntó cuándo me la había hecho la última vez. Yo mentí. Me puse colorada y mentí. Le contesté que había sido en París… Pero me muero de miedo… No me atrevo. Me digo que es mejor vivir en la ignorancia…, ¡que si lo he cogido, más vale aprovechar lo que me queda de vida!

—Eso no es muy inteligente —dice Clara—. Entonces eres como Rapha: tienes miedo…

—Soy como todo el mundo. ¿Tú te la has hecho?

—No. Yo tomo precauciones…, menos con él…

—¿Cuándo ha vuelto Sylvie Blondelle a Hêtres? —pregunta Agnès, con la mirada fija.

—Hace dos años —dice Clara.

—Dios mío —gime Agnès, muy pálida.

—¿Y él no ha usado protección nunca? —murmura Lucille con sus manos esbeltas pegadas a la cara, tan lívida como la de Agnès.

—No… Bueno, no siempre… Porque la conocía desde hace tanto tiempo que se imaginaba…, qué sé yo…, debía de pensar que nada que viniera de su infancia podía hacerle daño… No podía imaginar que…

—Es difícil de creer, es verdad —suspira Joséphine—. Siempre pensamos que eso afecta exclusivamente a los demás… A veces me sorprendo pensando que, comparado con los accidentes de carretera o el cáncer, eso no es nada. Minimizo el peligro… ¡Estoy harta de vivir con miedo! ¡Hoy en día tenemos miedo de todo! ¡Acabaremos viviendo con una capucha en la cabeza!

Alguien ha empleado esa expresión recientemente…, se dice Clara, que de pronto está alerta, acechando el peligro. O quizás la ha leído en algún lado… Esas cuantas palabras la desnudan sin que pueda defenderse. ¿Qué papel juega Joséphine en esa agresión? ¿Es inocente o cómplice? Joséphine no parece incómoda y sigue cotorreando, inconsciente del sufrimiento ciego y súbito de Clara.

—… Vosotras, chicas, ¿tomáis precauciones?

Joséphine busca un acuerdo tácito, una complicidad que daría respuesta a su propia cobardía y la atenuaría, pero, ante el silencio de las demás, se calla. Están todas replegadas en su vida secreta, revisando mentalmente las posibles ocasiones en que han estado en contacto con el mal.

—Iremos a hacernos la prueba, claro… —suspira Clara, ahuyentando esas ideas sombrías—, pero yo tengo miedo, mucho miedo…

—Deberíamos ir todas a hacérnosla —suspira Joséphine—, y dejar de ser cobardes o inconscientes…

—Sí, tienes razón —murmura Agnès—. Ya no podemos estar seguras de nada ni de nadie…

—Eso no es nuevo —interviene de nuevo Lucille con los ojos en el infinito y un trazo de amargura en la comisura de la boca—, no es nuevo…, pero ¡él! ¿Qué buscaba con Chérie Colère? ¿Por qué? Tenía todas las mujeres que quería…

Un silencio extraño se ha instalado entre las cuatro chicas. Un silencio en el que cada una se contrae sobre sí misma y lleva a cabo un interrogatorio interior. Clara descubre, en ese silencio común, algo que no le gusta. No solo la angustia, eso también lo experimenta ella, es algo distinto. No puede decir exactamente qué. Un deje en la voz de Lucille que esconde un secreto… Una postura de Agnès: un modo de inclinarse hacia delante y balancear el cuello que revela algo turbio… Una incomodidad en Joséphine… Ella querría prolongar el tiempo para aislar esas notas erróneas y volver a escucharlas, analizarlas. Pero el tiempo pasa y deglute los indicios de sospecha detectados por Clara, que observa a sus amigas y se pregunta qué sabe de ellas.

Lucille aplasta un cigarrillo y se levanta. Suena un ruido en cascada de sus brazaletes, el chasquido seco del bolso que ella cierra con un gesto brusco. Tira de su jersey, se alisa los faldones de la camisa, se coloca la melena sobre el hombro y…

—A mí me parece que todas necesitamos dormir y reflexionar… Es tarde. ¿Te llamo mañana, Clara?

Clara asiente con la cabeza. La duda vuelve a invadir su alma. ¿Por qué se marcha con tanta prisa? Es ahora cuando las cuatro necesitarían estar cerca, recrear la ilusión de una familia, de una hermandad. Las cuatro en el sofá de la abuela Mata, mientras reposa la pasta de las crepes, los besos reprimidos, las palmas de las manos entrelazadas, la inquietud ante los senos que empujan bajo la blusa, las primeras reglas, «¿La tienes tú? ¿La tienes? Dime, ¿cómo es?», y el vientre que arde cuando se cruzan con un chico… Ella mira el reloj que marca la una y media de la madrugada y, de repente, se siente también muy cansada. Se levanta mecánicamente para proceder con los abrazos de la despedida. Agnès ha visto lo tarde que es y resopla. Clara tiene una súbita sensación de abandono. De traición. Se van, se dice, y me dejan. ¿Por qué?

—¡Gracias por lo de hace un rato! —dice Agnès, abrazando a Joséphine.

—Deja de preocuparte, cariño… ¡Dejemos de preocuparnos todas!

Joséphine le alborota el pelo a Agnès y la abraza. Agnès se deja ir durante un segundo y después recupera la compostura. Le da un abrazo a Clara y la tranquiliza:

—No te angusties… Todo irá bien, ya verás…

Lucille y Agnès van hacia el ropero de la entrada. Descuelgan sus abrigos, se los ponen. Levantan los cuellos pensando en el frío que hace fuera. Agnès se abriga con un fular y saca un par de guantes de lana de los bolsillos. Se abrocha el abrigo despacio y sigue con los ojos bajos.

—¡Ni una palabra a nadie! —suelta Clara que las ha seguido hasta la entrada.

No puede evitar pensar: pero ¿por qué se van tan aprisa? ¿Ya soy sospechosa? ¿Incómoda? ¿Tienen prisa por ver a sus maridos e interrogarles? ¿Preguntarles si han tenido aventuras?

—De todos modos, yo no tengo suficiente confianza con David como para hablarle de este tipo de cosas —responde Lucille—. ¡Él sería capaz de considerarlo deliciosamente existencial!

Agnès asiente en silencio y sigue a Lucille que ha franqueado el umbral de la puerta. Esta hace un último gesto con la mano para despedirse. Agnès ya ha apretado el botón para llamar al ascensor y no se da la vuelta. Clara cierra la puerta y ve a Joséphine que, recostada en el sofá, manda a paseo sus zapatos.

—¡Menuda noche! —gime Joséphine.

Se despereza, bosteza, se contonea para abrirse el cierre del sujetador y se rasca vigorosamente las costillas.

—¿Vamos a acostarnos? —propone Clara—, yo estoy agotada…

—¿Lo dejamos todo tal cual?

La mirada de Joséphine recorre la mesa atestada de cadáveres de botellas, ceniceros llenos hasta los bordes, trozos de pan desmigados. Las velas se derriten en los soportes, los tulipanes se vencen y el humo de los cigarrillos planea en capas densas en toda la sala.

—Yo estoy demasiado cansada… —farfulla Clara.

—¿Quieres que duerma contigo, cariño? Así no tendrás pesadillas…

—¡De acuerdo, Fine!

Clara tiene ganas de que Joséphine la abrace y la mime. Le agradece que haya adivinado su ansia de ternura. Una reconoce a sus verdaderas amigas por detalles parecidos a ese. Sin necesidad de hablar, ni explicarse.

—Me gusta cuando me llamas así. Solo tú me llamas así —dice Joséphine que se abraza a un cojín del sofá y se frota la nariz con las costuras—. ¡Habrá interrogatorios duros esta noche! ¿Has visto cómo se han ido corriendo esas dos? A David y a Yves les conviene tener buenas coartadas si tienen alguna cosa de que avergonzarse…

—David está en Londres —bosteza Clara, desperezándose también.

—Entonces será Yves quien sufrirá. ¡Yo he detectado angustia en nuestras dos amigas! Y las entiendo —comenta.

—¿Tú crees que Ambroise te engaña o te ha engañado?

—¡En mi opinión, si hay delito es con preservativo! Por lo que le conozco… ¡No! No es él quien me preocupa… Soy yo y esta vida pervertida que llevo… ¡Pero a él no podría confesárselo nunca! ¡Tampoco he podido pedirle nunca que se pusiera condón…, así que ya me va bien que ya no se me tire! ¡Aunque eso me vuelva loca! ¡A ver si tú eres capaz de entenderlo, yo renuncio!

—Al final, nos afecta a todas…

—… ¡las cuatro tiritamos de miedo! ¿Tú crees que Lucille o Agnès tienen aventuras por su cuenta?

Clara reflexiona un instante.

—A priori, diría que no. Pero, en realidad…, ¿qué sabemos de las personas que tenemos cerca? ¿Qué sé yo de ti, Joséphine?

Joséphine parece incómoda. No esperaba una pregunta tan directa.

—¿Tú me lo cuentas todo? —pregunta Clara, percibiendo la inquietud de su amiga.

—¡Casi todo! —responde Joséphine a la defensiva, apartando la mirada de los ojos de Clara.

Y como esta se pone nerviosa, Joséphine deja el vaso, coge otro cigarrillo y murmura en voz baja:

—Es imposible contárnoslo todo, Clarinette, aunque nos queramos mucho… Si fuera posible la transparencia total, nos volveríamos locas.

—Ah… ¿Y tú qué me escondes? —pregunta Clara, acercándose.

Joséphine duda, retrocede y mira asustada a su compañera. Ya no tiene la cara amable de una amiga. Le da miedo.

—Una cosa… Me lo impide una promesa…

—¿Una cosa importante?

Clara se expresa con frialdad, pero el miedo le crispa la cara. El peligro se acerca, está al alcance de la mano. Ella será capaz de retorcerle el cuello, retorcerle el cuello a su miedo, a esta aprensión que hace que adivine que esta noche se le escapa algo, una amenaza que gira a su alrededor, pero que en cuanto la quiere atrapar se desvanece.

—¿Has tenido una aventura con Rapha? —dice, inclinándose sobre Joséphine y apuntándola con un dedo acusador.

—¡Estás loca! —grita Joséphine.

—Sí… Tú has tenido una historia con Rapha… Noto una especie de traición en el aire, la siento… ¡Eres tú! ¡Has sido incapaz de resistirte! ¡Te tiras a todo el mundo!

—¡Pero estás loca! ¡Jamás!

—¡Tú eres muy capaz de traicionarme y de mentirme por un momento de placer! Te conozco, Joséphine, no puedes resistir la tentación. Me lo escribiste ayer en el fax, además…

—¡Estás loca, Clara! ¡Yo nunca te habría hecho algo así! ¡Jamás!

—¡No te creo! Y las demás lo saben… ¿Se lo has contado? Por eso estaban tan incómodas hace un rato. Es por eso…

—¡Clara! ¡Te juro por mis tres hijos que nunca ha pasado nada entre Rapha y yo! ¡Nunca, nada!

Clara mira con insistencia a Joséphine. La observa como al enemigo que se rinde y de quien se sospecha que lleva un puñal escondido en la mano.

—Por mis hijos… —repite Joséphine con la mano alzada.

Y tras un momento de duda:

—… ¡Que se mueran ahora mismo!

Clara asiente con la cabeza.

—¡Repítelo!

Joséphine obedece.

—Bueno… Te creo —acaba diciendo.

—¡Yo nunca te habría hecho eso, Clara!

—¡Yo no te lo habría perdonado! ¡Nunca! ¡Jamás!

—¡Soy yo quien no me lo habría perdonado nunca!

—Lo siento —dice Clara—. He perdido la cabeza… La estoy perdiendo de todos modos… Lo siento muchísimo… De repente, ya no estoy segura de nada…

Luego, baja la voz y pega la boca a la oreja de Joséphine:

—Entonces ¿cuál es tu secreto? ¿Esa cosita que me escondes?

—Algo que no te afecta…

—¿En absoluto?

—Directamente no…

—Yo creía que lo sabía todo de ti…

—Casi todo… Solo te mando a ti faxes como el último. A propósito, ¿lo has roto?

—Sí. En mil pedacitos.

—¿Y no se lo cuentas a nadie, me lo prometes? Ni a Rapha ni a Philippe.

Clara repite: «Prometido» y cierra los ojos.

De pronto, la vida le parece demasiado complicada. Siempre le pasa lo mismo, la vida es demasiado bella o demasiado complicada, demasiado triste o demasiado alegre. Si tuviera que hacer una lista de mis cualidades y de mis defectos, piensa, cada cualidad tendría enfrente su contrario: audaz y miedosa, generosa y avara, humilde y orgullosa, asquerosa y deliciosa. Para ella no existe el punto medio. Es la reina de la montaña rusa. Envidia la sabiduría de Agnès, su vida tranquila. Agnès solo interpreta una nota. Una nota que suena bien: un marido, hijos, un trabajo estable, horarios regulares. Un cuadro bien ordenado, la imagen fija de una felicidad que ella construye poco a poco. Es lo que le gusta a Clara de ella: el sosiego, la uniformidad de sus costumbres, el amor conyugal o maternal, el amor a secas. Agnès se asienta en la duración, el esfuerzo, la entrega de sí misma. Lucille, Joséphine y yo conocemos innumerables emociones, pero puede que las emociones no tengan nada que ver con el amor. Yo estoy en perpetuo movimiento, se dice Clara. A veces tengo la impresión de ser vieja, de haber vivido mil vidas. Alegría, terror, valentía, desesperación, placer, sufrimiento van y vienen sin dejarme respirar. Mi cuerpo está demasiado vivo y mi alma demasiado inquieta desde siempre. ¿Qué prefiero yo en el fondo? Esta noche, ya no lo sabe. Ya no está segura de nada. Quiere encontrar la paz. Y el sueño.