2 de enero de 1973
Hoy he cumplido catorce años. La señorita Marie me ha despertado con una bandeja en la que estaba mi desayuno. Una buena taza de chocolate caliente que prepara ella misma con chocolate de repostería y leche, y un cruasán. Tengo que conservar la línea. Me gusta que me sirvan así. Cuando sea mayor, tendré una criada que me traerá todos los días el desayuno a la cama. Cuando sea mayor, seré rica, pero rica de verdad… O pobre, muy, muy pobre. Quiero ser carmelita o millonaria pero nunca, jamás pertenecer a la clase media. La clase media me horroriza.
Cuando sea mayor… Tengo prisa por largarme de aquí. Me ahogo. No debería decir esto. Mi padre es tan bueno…, me lo deja hacer todo. Pero a menudo me pregunto si es por verdadero afecto o porque yo le soy indiferente. Lo mismo que la señorita Marie, a quien papá paga muy bien, y que yo sospecho que sigue con nosotros sobre todo por interés. El otro día vi la mirada que le echó al retrato de mamá, y me pregunto si no querría ocupar su lugar. Tengo que vigilarla.
3 de enero de 1973
Ayer recibí muchos regalos. Tuve la impresión de ser una reina homenajeada por sus damas de honor y sus valientes caballeros. Clara me ha regalado un fular (he visto uno igual en el Monoprix), Philippe una pluma (ya tengo una Montblanc), Agnès un bonito cuaderno de tapa dura (me servirá para escribir mi diario) y Jean-Charles y Joséphine me invitaron al cine a ver El padrino. Yo tenía ganas de ir a ver El último tango en París, pero la señorita Marie me la ha prohibido formalmente. Solamente Rapha se ha olvidado de mi cumpleaños. Aunque yo me había ocupado de recordárselo a todos, sin que se notara, claro.
¡Me pregunto qué mérito tiene ser una reina en Montrouge, un suburbio de París! Cuando voy a casa de mi prima Béatrice, en el boulevard Saint-Germain, soy yo quien se siente torpe. Incluso tengo la impresión de ser una auténtica provinciana. Pero aun así lo prefiero a invitarla a mi casa. La única vez que pasó eso yo esperaba, crispada, que ella hiciera sus comentarios y no fallé: en el vestíbulo del edificio lanzó una mirada de la moqueta gris a esas tres plantas verdes y apolilladas, y declaró: «¡Vives en una casa muy pobre!». Pasé la mayor vergüenza de mi vida.
¿Por qué papá ha decidido volver a vivir aquí? Es una decisión egoísta. Debería pensar en mí. Estoy segura de que si mamá viviera, me habrían educado de otra manera, como a Béatrice y mis otras primas. ¡Y la señorita Marie! ¡Qué nerviosa me pone con su aspecto de ratita de sacristía! ¡Y es muy servil! ¡No puedo reprocharle nada! Papá confía totalmente en ella. En realidad creo que me quiere, pero ¡qué torpe es! En cuanto abre la boca yo siento vergüenza. Sobre todo me da miedo que la tomen por mi madre. Entonces la trato de usted, la llamo «señorita», y le pido que se separe de mí cuando paseamos. Como ella está obligada a obedecerme, respeta las distancias.
Un día todo esto cambiará, estoy segura, porque al final me marcharé de aquí. A veces sueño que conozco a un pirata y parto hacia los mares, otras veces imagino que soy Sissi emperatriz bailando el vals en un gran castillo… No sé lo que quiero realmente. Envidio a Clara que parece siempre tan decidida. O a Joséphine. Ella sí que ha ido a ver El último tango… Se maquilló, se puso los zapatos de tacón de su madre y la taquillera la dejó entrar. Nos contó que era tórrida y que había una escena terrible, pero no ha querido explicarnos nada más. Clara ha jurado que iría. Ella no tiene una institutriz pegada a los talones como yo. Ella lee muchos libros a escondidas. Yo…, yo no puedo…
13 de febrero de 1973
Ayer noche Clara y Philippe dieron una fiesta sorpresa. Yo les hice creer durante mucho tiempo que no iría, que me habían invitado a casa de mis primas, en París, pero luego me venció la curiosidad y fui. Clara y Rapha estuvieron bailando juntos toda la noche, incluso vi cómo se intercambiaban un chicle por la boca. ¡Era asqueroso! ¡Yo pensé en los millones de gérmenes y microbios que pasaban de una boca a la otra! A ellos no parecía importarles… Yo tuve que contentarme con Jean-Charles y Philippe. Philippe está bien. Mejor dicho, es elegante y divertido. No sé de dónde saca esa elegancia. ¡Su tío y su tía son de un vulgar! Ellos no lo saben pero en el edificio les llaman los «Thénardier»[8]. Lo sé por la señorita Marie que, cuando estoy demasiado distante, me cuenta chismes para engatusarme. Es una auténtica charlatana… Philippe baila muy bien el rock y me abrazó muy fuerte durante un lento. Creo que tenía ganas de besarme. Casi me dieron ganas de dejarle hacer. ¡Pero Jean-Charles! ¡Qué pegajoso es ese chico! ¡No para de alargar la mano a todas horas! Yo tengo parte de culpa: al final no estoy bien en ningún sitio. Ni en Montrouge, ni en casa de mis primas. Agnès y Joséphine parecían divertirse como locas. Y sin embargo llevaban unos vestidos ridículos que les habían hecho sus madres para la ocasión, con estampados verdes y violeta, y volantitos en el cuello. Por lo visto habían ido a comprar la tela al mercado Saint-Pierre porque es más barato. Parecían lámparas de pie. ¡Son un par de estúpidas esas dos! Buenas chicas, pero estúpidas. Yo le había pedido a la señorita Marie que me llevara a la calle Passy, para escoger un vestido bien bonito, muy simple, blanco, de lanilla y manga corta, me puse un cárdigan negro sobre los hombros y un poco de rojo en los labios, pero no tuve éxito. Dicho claramente: no atraje la atención de Rapha. Él es el único chico que me interesa. Es diferente. No sé qué hacer para que se fije en mí. Soy víctima de esos grandes aires de princesa que me doy. Rapha no entendería que me acercara a él. Pero ¡qué ganas tengo de que se fije en mí! Sé adónde va cuando sale con Clara del instituto y van hacia la derecha. Van hacia Bagneux. Clara dice que exploran. Los «malos barrios», como dice la señorita Marie. Rapha tiene amigos allí. A Clara no le da miedo ir. Yo la envidio, pero me pregunto si tendría el valor de seguir a Rapha. Por lo visto hay inmigrantes que viven los trece de familia en tres habitaciones. ¡Y por lo visto también son mucho más divertidos que nosotros! Rapha tiene un amigo, Kassy, del que habla a todas horas. Kassy es negro. «¿Todo negro?», le pregunté a Rapha. «¡Tú también eres toda blanca!», me contestó, como si hubiera dicho una barbaridad. ¡Me imagino la cara de Béatrice si el día que vino se hubiera encontrado con Rapha y Kassy!
El otro día justamente, en casa de mi prima Béatrice, una chica hablaba de una de las películas producidas por el padre de Rapha. Eso me afectó. Como si hablaran de mí. Como si yo fuera la novieta de Rapha… Yo nunca seré la novieta de Rapha. Clara ocupa esa plaza. Ocupa todo el espacio. Tengo que reconocer que él solo tiene ojos para ella, que solo le interesa ella. Está siempre metida en su casa y la abuela de Rapha la considera como una hija.
Después de estas fiestas es cuando me pongo más triste. No tengo nadie con quien hablar. Incluso cuando miro la fotografía de mamá en el marco, dudo que hubiera podido hablar libremente con ella. ¿Cómo habría sido como madre? ¿Habría sido una amiga? Agnès y Joséphine no se llevan muy bien con sus madres. Y Clara apenas ha conocido a la suya. En el edificio se rumorea que su madre tuvo «un final trágico». Se dice incluso que se suicidó. ¿Por qué? No consigo saberlo. Pero Clara, al menos, tiene a su hermano. Yo estoy sola. Por las noches me cuento muchas historias de mamá para dormirme. Es el momento más dulce del día. A veces me duermo llorando, porque sé que por la mañana me despertaré y ella no estará. No tengo a nadie, a nadie [subrayado dos veces] a quien contarle mis cosas. Para papá soy transparente. Me gustaría echarme a sus brazos y llorar, llorar, llorar. Eso me sentaría bien. A fuerza de esconderlo todo, tengo sensación de ahogo. Siento un nudo enorme en el pecho, que me pesa mucho. ¡Oh, qué sola estoy!
David Thyme había suspirado y pasó las páginas del cuaderno. Había llamado al mayordomo para decirle que le trajera otro huevo pasado por agua. Era incapaz de comerse un huevo tibio o frío.
2 de enero de 1975
¡Dieciséis años! ¡Y sigo sola! ¡Odio que me traten como a una cría! Me odio y odio a los demás también. Ayer besé a un chico y su lengua me dio ganas de vomitar. Ya estoy harta de ser virgen. Adopto aires de misterio y dejo que crean que ya no lo soy… Me he inventado un mundo de fantasía. Me digo que soy una princesa, raptada por unos bandidos, que se enamora del jefe de la banda. Él me persigue. Yo le amo, pero nunca nos encontramos. Quizás el tiempo necesario para un beso sin lengua.
Papá me ha regalado un perrito por Navidad. Le he puesto Bandido. Duermo con él, en el suelo. Me ato un fular alrededor del cuello, como si fuera un collar, y le ladro muy bajito en la oscuridad. Me araño el cuello con su pata y adopto un aire raro cuando las otras chicas me preguntan qué es. Desde que tengo a Bandido, me cuento unas historias realmente terribles que dan miedo de verdad. La de una chica encerrada por su padre en una casa en las profundidades del bosque. Su padre, a quien ella quiere por encima de todo, la alimenta con inmundicias y la trata a patadas. Por las noches la obliga a lamerle las botas llenas de barro y lodo, y después la lanza a un rincón del escondrijo. Le pega, la viola, le escupe encima y se va sin decirle nunca nada. La niña está sucia, hace sus necesidades en su habitación, huele mal, llora. Un día consigue hacerse con un cuchillo que él esconde en el bolsillo del pantalón y le corta la cabeza. Después va a tirar la cabeza a la taza del retrete y, manchada de sangre, huye al bosque donde la recogen unos bandidos que la convierten en esclava y abusan de ella por turnos…
David Thyme había cerrado el cuaderno con un leve gesto de repugnancia. Never explain, never complain. Su mujer es un ser extraño. Todas las mujeres son extrañas, hay que mantenerlas a distancia. Él solo tiene un recuerdo de su madre, con un vestido largo de noche, dispuesta a salir. Murió en Argentina, en su propiedad, adonde se había retirado cuando supo que estaba enferma. Cuando él llegó para las exequias, el ataúd ya estaba cerrado. Él había depositado una rosa blanca, su padre le había servido un whisky. Mi mujer es equívoca, había pensado al cerrar el cuaderno barato. Yo lo ignoraba y voy a seguir ignorándolo.
Colocó de nuevo el envío dentro del envoltorio marrón. Cayó un papel blanco. Leyó unas palabras: «Usted no sabe con quién se ha casado. Recibirá el resto, por correo también…». Evidentemente, no estaba firmado. Como en las novelas malas. David se encogió de hombros y decidió no decirle nada en absoluto a Lucille. Escondió el objeto detrás de los tomos encuadernados de Saint-Simon. Allí no lo encontraría nadie. ¿Quién lee a ese pesado hoy en día, aparte de mí?
Lucille…, suspira dejando que se deslice por su garganta un sorbo de Wild Turkey. ¡Qué bella e intrigante es mi esposa! ¡Qué suerte haberla conocido en esa cena que organizó Marie-Hélêne en Versalles! Yo habría podido pasar a su lado sin hacerle caso, si ella no hubiera tropezado conmigo al girar por el pasillo cuando íbamos al concierto. A ella se le había escapado un «¡Oh!, perdón…, lo siento mucho» que desmentía su mirada fría, y se había eclipsado en un murmullo de seda marrón tornasolada. Iba acompañada de Bruno de Mortay, cuya esposa acababa de dar a luz, y no me costó nada volver a verla. En aquella época ella terminaba sus estudios de peritaje. Quería trabajar. ¡Qué idea tan absurda!
Léon gruñe en sus rodillas y David Thyme oye un portazo. Es Lucille que vuelve, con los brazos cargados de paquetes. Él le da una palmadita a Léon para que baje, se levanta y va hacia ella para darle la bienvenida.
—Tienes mala cara, querida…
—Debe de ser por la diferencia horaria… Y vosotros, ¿cómo estáis?
—Yo estoy de maravilla.
—¿Y Léon? —pregunta Lucille rozando la cabeza del basset, que menea la cola al recibir su caricia.
—Ayer noche tuvo problemas digestivos, hoy le he puesto a régimen.
—Os he traído unas chucherías de Nueva York… ¡Sentaos, por favor, que voy a deslumbraros!
David Thyme se sienta en el amplio canapé cubierto con una manta gruesa de cachemir, cruza las piernas, balancea el pie izquierdo calzado con un mocasín casero de cuero flexible y charol y contempla a su esposa. Lucille se toma su tiempo y exhibe un pequeño cojín bordado a mano donde puede leerse: «To be rich is no longer a sin, it’s a miracle». David le sonríe, coge el cojín y se lo coloca en los riñones. ¡Qué felicidad, en efecto, ser rico y poder mimar a una criatura tan maravillosa!
—¡Eso no era más que un appetizer! Ahora, David, si haces el favor, cierra los ojos, cuenta hasta diez y ábrelos…
Él baja los párpados, oye el ruido de una puerta que se abre, se cierra, el ruido de unos pasos mitigados por la moqueta, cuenta hasta diez y… ¡Dios mío! ¡Un Canaletto! ¡Un cuadro que él deseaba desde hace tres años, yendo de venta en venta, sin conseguir localizar la subasta! Aunque había hojeado todos los catálogos de Sotheby’s y de Christie’s, siempre se le escapaba.
—Pero ¿cómo lo has hecho, Lucille? No puedo imaginarlo.
David nota que le late el corazón bajo la chaqueta de andar por casa y, al levantarse para contemplar el cuadro, choca con el pie de la mesilla auxiliar. Se le vuelca el vaso y Lucille ve cómo el líquido ámbar se derrama sobre la caoba y gotea sobre la moqueta, dibujando una gran mancha oscura. De pronto el corazón le da un vuelco, pero se reprime y, volviéndose hacia su marido, contempla la alegría infantil que brilla en sus ojos. David da vueltas alrededor del cuadro, dando saltitos como una cabra montesa, mientras cloquea de placer, examina la firma, va a buscar las gafas para apreciar los detalles y se rasca el cuello para disimular la emoción.
—¡Lucille! ¡Nada me habría complacido más! Lo pondremos en Venecia, ¿verdad? Así volverá a su tierra natal…
Se acerca a ella y le coge una mano que besa con ternura. Ella se inclina hacia él y murmura con un suspiro:
—David, ¿tú me quieres?
—Eso no es asunto tuyo, querida. ¿Y si pasamos a la mesa? Debo reconocer que tengo apetito… ¡Estoy de muy buen humor esta noche!
Clara abre. Él se incorpora. Ella está siempre tan guapa y excitante… Con su pelo corto, sus labios rojos, su piel blanca y esos ojos grandes como el mar frío, el mar del Norte, color de ostra y piedra de acantilado. Se muestra desenvuelta. Revolotea. A él ya no le quedan fuerzas. Se derrumba sobre un sofá blanco. El miedo que siente en el estómago le aturde. Ella dice: «¿Champán? ¿Hacemos una fiesta?». Él dice: «Siéntate. Deja de hacer numeritos. No me pongas las cosas más difíciles».
¡Oh!, ese brazo desnudo en la noche que sube la sábana, esa mano que aparta las mechas para despejar la frente y ofrecer una sonrisa… Sus hombros estrechos y esos puños tan frágiles… Él se siente superado por una emoción que no puede permitirse. En este momento, no. No debe enternecerse. Se obliga a ser cruel. Tss…, tss… Es ese viejo podrido que le escribía cartas de amor. Ella recogía la pasta y tiraba la carta. En cualquier caso, él seguía escribiéndole y ella se dejaba hacer. Trabajaba con él. Con su pasta. Una ráfaga de odio. Unas ganas precisas e irresistibles de hacerle daño. De cargarse su carita de burguesa tramposa. ¿Quién dijo que la infelicidad te hace mejor? La infelicidad te vuelve cruel, sí. Pequeño, egoísta, suspicaz. La infelicidad es degradante. Quizás el sufrimiento de los demás nos hace mejores, nos hace reflexionar, ¡el nuestro, no! Yo nunca he sido tan malo como en este momento. Tengo ganas de verles a todos en el fondo del cubo de la basura como yo. ¡Que revienten! ¡Que se les agujeree el culo! ¡Millones de agujeros en el culo! ¡No es tan difícil, yo estoy sentado encima de un emmenthal!, y eso me vuelve francamente cruel.
—ESTOY ACABADO, GUAPA. COCIDO. CON CEBOLLETAS. LISTO. JODIDO…
Lo ha gritado y lo repite. Le cuesta tanto soltar esas palabras que tiene la sensación de hablar con la boca llena.
Ella le mira directamente a los ojos. Sin moverse. O casi. Hasta el punto de que él apenas nota que le rasca el dedo índice con la punta de la uña. De pequeña, Clara se mordía las uñas hasta hacerse sangre. Hoy, las lleva limpias y bien limadas. Un ruidito de nada. Es todo lo que ella le ofrece para tranquilizarle. A partir de ahora, todo será importante, se dice él. Está al acecho. Conoce el acecho. Ella espera. Ella también conoce ese acecho. No aparenta nada. No es el tipo de chica que pierde el control de los nervios. No tiene prisa. No tiene miedo. Está acostumbrada. No se preocupa todavía. Desconfía. Se pregunta qué nuevo sufrimiento le prepara él. Le pide que continúe. Para verlo.
Él grita, casi, esto no es un juego, esta vez, Clara, no es un juego. ¡Nada de mirarse a los ojos, no vale! Pero dice:
—Es una mierda, Clara. Y si es verdad, tú también estás metida…
Ella se estremece pero permanece muda. No le ayuda.
Es bonita su casa. Es bonita y moderna. Un buen parqué que cruje bajo los pies. Un único espacio con la cocina en un rincón, el comedor en otro, un rincón para el salón y allá al fondo de todo, detrás de un biombo, el rincón del dormitorio. Lo habían estrenado juntos. Ella acababa de instalarse. Fue hace cuatro o cinco años, quizás, después de los primeros reencuentros. Ella lo había considerado un buen augurio. ¿Cuántos tipos más había arrastrado desde entonces a su rincón dormitorio?
—¿No me preguntas nada? Tú me has llamado… ¿Querías verme? ¡Pues no quedarás decepcionada!
Ella permanece inmóvil. Espera.
—¡Te digo que si esto se confirma estoy jodido y tú ni rechistas! Pero ¿qué pasa? ¿Eh? ¿Qué pasa?
Él muestra su corazón, muestra sus entrañas. Gesticula.
Ella se calla. Él siempre ha sido aficionado al drama, al teatro. Ella tensa el cuello hacia delante y su mirada atrapa la de Rapha. Se apodera de ella. Dime, Rapha, dímelo todo, sabes muy bien que de mi boca no saldrá ni una palabra que te ayude a hablar. Desconfío demasiado. ¿Cuántas veces me has hecho caer en la trampa, para después volver a echarme con las patas amputadas y el cuello retorcido? ¿Cuántas veces me lo he creído y me lo he vuelto a creer, mientras tú desaparecías como un ladrón, y yo me enteraba por los periódicos de que el guapo, el seductor, el genial Raphaël Mata estaba con Fulanita, cuando esa misma víspera nos habíamos dormido pegados el uno al otro, tan pegados que entre nuestros cuerpos no habría cabido ni el filo de un cuchillo? Si te he telefoneado esta mañana, no ha sido para recibir odio, ni infelicidad, sino para hacer las paces. Por sus ojos pasan, fugaces, lágrimas y reproches. Rabia por el tiempo que han perdido y lágrimas por el tiempo que todavía perderán. Ella lo sabe: no saben hacer otra cosa.
Entonces él se echa a sus pies, apoya la cabeza en sus rodillas y pronuncia las palabras que ella no quiere escuchar. Palabras que él murmura contra la tela de su falda corta, tan corta que él la sube sin problemas hasta lo alto de los muslos, esos muslos donde sumerge sus palabras para que ella no las comprenda enseguida.
—¿Te acuerdas de Chérie Colère?
Ríe, sarcástico, con la boca pegada a la carne cálida de sus muslos. Posa la boca en esa fuente cálida y dulce. La aspira, se pega a ella con todas sus fuerzas para poder continuar.
Ella se acuerda de Chérie Colère. Tiene su misma edad. Fue amiga suya durante mucho tiempo. Hasta el día en que… Etiquetada como una bomba sexual. Tipificada forzosamente en esa categoría de mujeres que no inspiran más que sexo, que no reciben más que sexo, que acaban por no dar más que sexo. A los diez años, excitaba tanto a los hombres que se masturbaban por ella. Esperando, con la lengua fuera, que la decencia les permitiera abalanzarse sobre ese cuerpo de chiffon rojo que ella movía bajo sus narices. Cosa que hicieron. En manada. Una auténtica rapiña. En un sótano. El día que cumplió catorce años. No le pidieron permiso, ni siquiera si quería empezar por uno o por otro. Un empujón, la mano sobre la bragueta abierta, pegados unos a otros, para no perderse nada, las rodillas temblorosas por tener que esperar varios segundos, mientras los más mayores, los más forzudos, los más feroces, la agarraban por los puños, la tumbaban directamente sobre el hormigón del sótano 24 y ahogaban sus gritos. Los más débiles se daban ánimos con una lata de cerveza en la mano. Ella, por otra parte, y según le había contado porque al principio todavía se lo contaba, enseguida dejó de gritar. Tiene miedo, está muerta de miedo, pero ya no grita. Les mira y sabe que no puede evitarlo. Debe pasar por ello. Está escrito en la redondez de sus caderas, de su culo, de sus senos que se balancean desde que está formada. Es normal. Le han contado un montón de historias como esta en el barrio de Hêtres. El papel de las mujeres es temer al macho, el macho que os acecha y os acorrala en un rincón oscuro, los machos en grupo que os llaman a gritos, que os empujan y os fuerzan mientras se dan ánimos. La brutalidad normal. Ella no cierra los ojos, no adopta aires de princesa estupefacta. Espera que le duela. Sabe que la primera vez duele. Duele, pero no tanto. Y cuando todos se han ido, sin una palabra, ni un sollozo, vuelve a bajarse la falda por los muslos y se seca. No es más que esto, se dice. Solo es esto… Todos esos machos enloquecidos por esta pequeña hendidura de carne rugosa. ¡Qué imbéciles!, se dice. ¡Qué pandilla de memos! ¡Y es eso lo que hace que el mundo gire! Sylvie Blondelle, se llamaba. Al principio, en cualquier caso. Después fue Sylvie la Rubia, Sylvie la Buena, buena para todo, y pronto fue tan experta que puso precio a sus servicios y convirtió el sótano en su domicilio. Había acondicionado su sótano: un colchón viejo, un sillón, mantas y una tina de agua para enjuagarse entre dos clientes. Harta de tener la parte baja de la espalda despellejada por todos esos brutos que se meneaban sobre ella y de tener la entrepierna pegajosa. Pero ahora había que pagar. Y sin hacer trampas ni contar cuentos. Sylvie la Buena se había convertido en Chérie Colère. Era buena para cepillártela si la obedecías, pero si intentabas jugársela sacaba las uñas. Ella ya no tenía miedo. Se hacía respetar. Todo tenía su precio: besarle los pechos, la boca, sus pequeñas especialidades. Se ganaba el dinero con una autoridad que intimidaba a los más cachas. Con la misma brutalidad y el mismo salvajismo que ellos. Chérie Colère… Su fuerza imponía. Clara la respetaba. Había dado la vuelta a su destino, había convertido su desgracia en comercio. Ellos, los chavales que la habían aterrorizado la primera vez, hacían cola sumisos ante ella. Pero siempre volvían. A disfrutar de ese amor primitivo y salvaje, donde los cuerpos se despegaban sin caricias, ni ternura, ni el menor abandono. Anónimos, indiferentes, ignorándose, una vez que el intercambio había terminado. A los dieciocho años, ella cerró el sótano y se fue a hacer un curso de esteticista a París. Consiguió un estudio y amantes más viejos y más ricos. Dejamos de oír hablar de ella. Hasta el día en que había vuelto, sin decir nada, y había alquilado un estudio en el barrio.
—Tiene el virus… El sida, si quieres… Ha vuelto a Hêtres para vengarse, para pasárselo a todos los que han abusado de ella… Me lo ha dicho Kassy. Hay varios en su lista… Ya hay dos infectados.
Mientras, ella sigue sin entenderlo, sigue con los brazos inertes, caídos a lo largo del cuerpo, no se inclina hacia él para cogerle la cabeza, acariciarla, o apartarla como muestra de horror; él lo ha imaginado todo, menos este silencio interminable.
—Me la tiré, Clara… Cuando volvió, me la tiré. Mientras salía contigo, me la tiré… Y no hace ni tres meses, acabé la noche con ella. Porque ella hacía que me empalmara, ella no hacía preguntas, todo era fácil, relajante… ¡Y no me puse protección!
En un primer momento, ella no piensa en nada. O sí: en el pollo Cocody que debe de quemarse en el horno.
—Me cago de miedo, Clara, me cago de miedo… No me atrevo a ir a hacerme la prueba. Me paso el día encerrado y sin decírselo a nadie. Tengo tanto miedo, Clara, tanto miedo…
Ella siente un dolor en el vientre y todo su cuerpo se vacía, es un gran agujero de aire donde se arremolinan violentos tifones. Sus manos buscan en el vacío alguna cosa a la que agarrarse.
—Clara, di algo. Dame valor… Como antes… Como antes… Clara… ¡Oh, Clara!…
Entonces su cuerpo se rompe y se inclina sobre el de Rapha, le envuelve en un abrazo dulce y tierno. Se desliza contra él, caen sobre la alfombra rugosa y se tumban. Se abren, las piernas de uno buscan las piernas del otro. Sus brazos se enrollan, sus manos se agarran, sus cuerpos se unen en un abrazo profundo, como el sueño. Una ola amenazadora pasa sobre sus cuerpos y ellos se sumergen juntos en el seno de la ola para no ahogarse. Embrollados. Reencontrados. La ola se aleja. Es un respiro antes de que otra rompiente les arrastre y les haga rodar. Les envuelve una paz dulce. Se acunan, se abrazan. Ruedan sobre la alfombra. Chocan contra la mesa baja, vuelven a chocar contra el sofá.
—Estoy aquí —murmura ella pegada a su cabello—. Estoy aquí y te protegeré siempre.
Él se ha convertido en su hijo, su hermano, su amor. Ella es la Virgen milagrosa que cura. «Yo soy la Madona frente a la cual se reza de rodillas, la que sonríe y perdona, entre nosotros, entre nosotros…». Ella olvida que también puede ser… Después se acuerda y se estremece. Se levanta otra ola, alta y amenazante. Él nota el escalofrío que corre entre sus dedos y la sujeta con más fuerza, encastrándola contra él. Cada uno encaja la cabeza en el hombro del otro y dejan pasar la ola. Se quedan allí. Ella nota las lágrimas que se deslizan por las mejillas de él, pero eso no son lágrimas. Ya no sabe nada. Y entonces se dice que quizás, que quizás ahora le conservará para siempre. Que están unidos para siempre. Que no puede pasarles nada peor, y que ante la amenaza de la muerte, él se verá obligado a perdonarla. El pecado original que implica la huida lejos del paraíso. Él se marchó por culpa suya. Clara lo había comprendido hacía mucho tiempo, pero nunca se había atrevido a hablar de ello, por miedo a provocar su cólera de nuevo. Esa cólera siempre oculta entre ellos. La cólera que evitaban despertar a base de hacer lo mínimo. Ya no se hablaban. Se tomaban y se dejaban. Con ese pecado siempre entre los dos. Sin verdadera intimidad, porque la intimidad les separaba como una extraña. Ahora podrán hablar como antes.
Ahora, están empatados.
Y sus lágrimas se convierten en un agua purificadora. Ella vuelve la cara de Rapha hacia las lágrimas de ella, hacia sus propias lágrimas. Ya no sabe nada. Él se separa y la mira. Toda su rabia ha sucumbido. También él se dice que la ha reencontrado. Como antes. Ha vuelto a puerto. La mira, mira sus ojos llenos de puntitos amarillos y verdes, sus ojos líquidos, y siente vértigo. Tiene la sensación de caer, de caer en la infancia, y cierra los ojos para que la caída no termine, no termine nunca.
Más tarde, mucho más tarde, cuando Rapha ya se ha dormido pegado a Clara en su gran cama blanca, ella se aparta las sábanas y las mantas. Con mucha suavidad, recoloca el cuerpo de Rapha, retira el brazo que le sujeta el vientre. Él duerme profundamente. Ella le da un beso en el hombro desnudo y vuelve a taparle con la manta. Han hecho el amor sin dejar de mirarse, como al ralentí. Y solo al final, cuando Rapha ha rodado hacia un lado con un suspiro, un largo suspiro de sosiego, de reconciliación, un suspiro de alegría interior, Clara ha visto el condón. El placer había sido tan agudo y simple, una evidencia que se imponía a ambos, un gran manto que les cubría, que no se había dado cuenta.
Las lágrimas vuelven a deslizarse sobre sus mejillas. De pronto se siente vieja, cansada, sucia. Tiene miedo. Un miedo atroz que la dobla. Baja la cabeza hacia su vientre, hacia su sexo y se dice que quizás el mal está agazapado allí, que va a tomarse todo su tiempo para exterminarles. Se estremece. Se pasa la mano por el pelo, baja la cabeza. Vuelve a mirar a Rapha. Él duerme, con los brazos extendidos hacia ella.
Va a la cocina y saca el pollo Cocody del horno. No se ha quemado. El minutero ha funcionado. Sonríe al minutero. Mete el pollo en el microondas. Tiene hambre, tiene sed. Coge una botella de vino y se sirve un buen vaso. Y mientras el pollo se recalienta y los minutos y luego los segundos se desgranan en el indicador, ella piensa en todas las mujeres que ha sido desde que conoce a Rapha y no le gusta ninguna. No respeta a ninguna. O sí, quizás a la pequeña Clara que quería saberlo todo y no engañar nunca. A esa la quiere, le gustaría volverla a encontrar. Con su cólera como estandarte, ella lanzaba preguntas que como pequeñas puñaladas señalaban las mentiras de las personas mayores.
No se enorgullece de aquella en quien se ha convertido. He hecho trampas, se dice bebiendo sorbitos de vino, apoyada sobre la mesa de la cocina, temblando con la camisa escocesa larga de Rapha que se ha puesto. He sido cobarde, ignorante, perezosa. He tenido una vida fácil, muy fácil. Todo me parecía normal: el amor de Rapha, el dinero que caía gracias al viejo Lucien Mata, los viajes, los museos, los palacios. Solo pensaba en mí. Yo, yo, yo. Me creía el ombligo del mundo. Rapha, Rapha… Todo volverá a empezar de nuevo, mejor que antes, porque ahora lo sé… Yo amo por los dos.
Amo por los dos…
Después de que él la dejara plantada allí, en Venecia, sin ninguna explicación, ella había vuelto a la agencia de la American Express y le había preguntado a la chica morena que estaba detrás del mostrador si quedaba algo a nombre del señor y la señora Mata. «Yo soy su esposa, ¿sabe usted…?», había murmurado a modo de excusa. Esa fue la única vez que había pronunciado esa palabra. «No, se lo he dado todo a su marido», había contestado la chica recolocándose un mechón de pelo castaño y sacándose el pendiente de aro para masajearse el lóbulo. «¿Todo?», había repetido Clara, con el corazón desbocado. «Sí, la carta y el dinero…». Luego se había vuelto hacia un turista norteamericano que quería saber los horarios de los barcos para Murano, se había puesto el aro otra vez, había cogido un folleto y había recitado los horarios subrayándolos con un rotulador amarillo. Una carta. Lucien Mata sabía que siempre era Clara la que iba a buscar el dinero. Le había escrito. Y Rapha se había enterado.
En París, sobre el felpudo, ya era demasiado tarde para explicarse. De qué servía contarlo de principio a fin, él ya no escuchaba. Ya no la miraba. Limpiaba un pincel con un trapo viejo y esperaba, molesto, con la cadera apoyada en el marco de la puerta. Ella le había perdido. Se mantuvo erguido, lejos, lejos, impasible, con su eterna camisa de cuadros y su tejano agarrotado por la pintura. La había dejado muda. Su tono era tan frío, tan distante… Por el timbre de su voz, Clara comprendió que se había acabado. Había preferido creerse la historia de que había otra chica.
Ya no era culpa suya, entonces. Ella ya no era la responsable.
Yo era responsable. Yo habría podido evitar esa lamentable historia con Lucien Mata. Yo dejé que merodeara a mi alrededor.
Lucien Mata, padre de Raphaël Mata… Ella ha tenido negocios con Lucien Mata durante mucho tiempo. Después de haber dejado los estudios, había empezado a trabajar de encargada en obras, y después la habían contratado en un estudio de arquitectos. Era un ascenso y el hombre que la había contratado se lo había dejado muy claro. Ella se había entregado con entusiasmo a su trabajo, sin que nadie la felicitara o se lo agradeciera nunca. Todo era normal: las horas extraordinarias, los fines de semana en que estaba a tope de trabajo, comer y cenar sola en el despacho un sándwich insípido, envuelto con celofán. El día que vio aparecer a un novato a quien, de entrada, habían contratado con un sueldo superior al suyo, fue a ver a su jefe. «Tú no tienes título. O lo tomas o lo dejas». Cuando uno no es capaz de ser inteligente, utiliza la fuerza. Lo que no toleró fue sobre todo el tono en que él le había contestado. El menor deje despótico o arrogante la sacaba de sus casillas. Podía soportar los comentarios más duros y más críticos si se hacían en un tono, si no respetuoso, educado. No es que esté demasiado segura de sí misma, pero quiere que la respeten. Es una cuestión de honor. No es lo bastante fuerte como para resistir la estúpida brutalidad de un tercero que se cree superior. Siempre se bate en duelo para que la traten con justicia. A ella o a cualquiera más débil que reciba mal trato. Siempre está dispuesta a defender al pobre y al desvalido, con una obstinación que a veces parece cabezonería infantil. Aquel día, presentó la dimisión. Se vio sin recursos y tuvo que patearse el territorio de los anuncios de las ofertas de trabajo. Tenía veinticinco años, deseos, impulsos pero no sabía qué hacer. Iba paseando por las calles de París cuando se le ocurrió la idea de dedicarse a restaurar viviendas en mal estado. Hablando con los conserjes descubrió la parte alta de un viejo inmueble en el distrito X, que estaba en venta por cuatro chavos. Habló de ello con Lucien Mata. A él siempre le había gustado Clara. Le sorprendía. Ella era la hija que le habría gustado tener. Él le había propuesto trabajar con él, en producción de cine, pero ella había declinado su oferta. Le había contestado que ya no se fiaba de los hombres. Su franqueza le había conmovido y él le había prometido ayudarla cuando tuviera un proyecto en mente. Ella le expuso enseguida su idea. Su único temor era ser demasiado joven para inspirar confianza a un banquero. A Lucien Mata le pareció una idea atractiva y le aconsejó crear una SCI (Sociedad Civil Inmobiliaria). Le adelantó el dinero, se ocupó de los temas jurídicos y de las gestiones con la alcaldía de París; sin problemas: tenía contactos en el mundillo político que hacían su agosto en el sector inmobiliario. Le presentó a su banquero y le aconsejó que hinchara el presupuesto para que le prestaran la suma total de la obra. «El banco solo financia el ochenta por ciento, tendrás que fijar un presupuesto del 123 por ciento… ¡Como todo el mundo! No pierdes nada con probarlo y si funciona, me reservas una pequeña comisión», había añadido avanzando sus labios oscuros y gruesos que mascaban un puro enorme. Se parece a Charles Laughton, se decía Clara cada vez que él se le acercaba demasiado. Tenía las uñas quebradizas y cuando la agarraba del brazo, le hacía unos arañazos enormes. Un banquero, seducido por la audacia de Clara (y tranquilizado por la garantía bancaria de Lucien Mata), le avanzó los fondos necesarios. Ella se puso manos a la obra. Diseñó los planos, tiró paredes, colocó placas de escayola, ensambló el PVC, revertió el hormigón con la ayuda de peones negros que contrataba cuando le convenía, sin escrúpulos. Su primer proyecto fue un éxito. Devolvió el préstamo e invirtió el resto en la compra de un espacio en el Marais. El banquero reincidió. En los años ochenta abundaban los edificios para restaurar en ciertos barrios de París. Edificios ennegrecidos por el tiempo, cuyos propietarios eran expulsados para sustituirlos por parejas jóvenes, que cambiaban los viejos armarios roperos por ordenadores. Los bancos apostaban por el mundo inmobiliario, la juventud de Clara era seductora, su entusiasmo era contagioso. Tenía planes cada vez más audaces. No quería convertirse en una gran empresaria, sino hacer lo que le gustaba, trabajar «con las manos». Ganar bastante dinero para irse de vacaciones regularmente.
La vida era bella en aquellos años, y Clara tenía la impresión de que el mundo le pertenecía. Ella era su propio jefe. Cuando volvía a necesitar dinero, emprendía un proyecto, y volvía a los cascotes y a dar golpes de maza. Con un mono, cubierta de yeso, mezclando proyectos de alumbrado, techados, jardines. Tenía temperamento de escultora. Le gustaban los materiales toscos, la textura de la madera, el frío del cemento, la tranquilidad y la relajación de los falsos techos lisos, el olor de las pinturas, de los barnices y de las colas. Lijar tableros, pulir vigas, alisar una escayola, ensamblar el parqué y oír cómo cruje la primera vez que apoyas el pie, escoger azulejos y frisos, jugar con los mosaicos de un cuarto de baño, o una pared con piezas de vidrio incrustado, la llenaba de una alegría salvaje. Le gustaba su oficio, conocía las reglas y tenía la impresión de estrechar vínculos entre ella y el mundo.
Cuando terminaba un espacio, lo revendía. Lucien Mata, casi siempre, le presentaba clientes. A veces era Lucille. Ella se decía, suspirando, que aquello no duraría siempre pero tenía la intención de aprovecharlo sin reflexionar demasiado. Sabía, porque no era tonta, que en gran parte su éxito se debía a las relaciones y la confianza que le demostraba Lucien Mata. De vez en cuando tenía que maniobrar para escapar de su acoso. Él intentaba continuamente ponerle sus gruesas manos encima. Ella le evitaba con moderación. Detestaba ser tan complaciente, pero no podía permitirse herirle. Un día, tendría que pagar su parte del pacto, pero no quería pensar en ello. Se decía que ya pensaría más adelante.
Entonces el mercado se ralentizó. El cliente era cada vez más escaso y marrullero. Los extranjeros abandonaban la capital y el negocio inmobiliario estaba en plena crisis. Ella había ganado mucho dinero pero se lo había gastado casi todo. Los tiempos estaban revueltos y, cuando su tía Armelle le suplicó que se casara, que se propusiera como meta encontrar un hombre rico que se ocupara de todo y de ella en particular, ella la miró fijamente a los ojos y le replicó: «¡Pero tía Armelle, yo soy un hombre rico!».
Ella ya no era un hombre rico.
Ella dependía cada vez más de las relaciones y de la buena voluntad de Lucien Mata.
Un día, me acuerdo, ahora me acuerdo…, oh, los recuerdos que vuelven, los recuerdos que escondemos bajo la alfombra porque sentimos vergüenza… Un día, él me besó. Lo había olvidado. Estaba paralizada en mi silla del pequeño despacho que él me había asignado, al lado del suyo. Yo no dije nada, le dejé que metiera su lengua gruesa en mi boca. Dejé que su lengua gruesa me hurgara, que atrapara mi lengua, que la forzara a mezclarse con la suya. Y sus manos…, sus manos que me tocaban, sus dedos que se deslizaban por la abertura de mi camisa e intentaban cogerme la punta de los senos… La pequeña bestia que sube, que sube, que sube y ¡hop!…, los dedos que me recorren, que me rozan y me palpan como a una mercancía. Yo estaba fascinada. Atraída como por un imán. Más fuerte que yo. Y además era tan cómodo… Tan fácil… Me halagaba que ese hombre poderoso babeara de codicia frente a mí. Eso me convertía en importante, en bella, en fatal. ¡Estúpida vanidad! Yo, como experta bailarina, creí que saldría adelante haciendo piruetas.
Y Clara había caído de morros al suelo, hecha pedazos.
Suena el timbre del microondas. El pollo humea bajo la tapadera que lo protege. Clara saca el plato, retira la tapadera, coloca el pollo sobre la mesa de la cocina, se sirve otro vaso de vino, enciende una vela, acerca el vaso a la luz de la vela y bebe un gran sorbo de vino, coloca delicadamente el vaso sobre la mesa y ataca con los dedos su pollo Cocody, desgarra el muslo con los dientes, aspira la salsa que cubre la carne dorada del pollo. La vida no ha terminado, la vida vuelve a empezar, vamos a pelear, pelearemos los dos juntos, por fin hemos vuelto a ser esa cifra mágica. Iremos juntos a hacernos la prueba. Tengo que ir yo. Iré con él. Yo no tengo miedo.
Sí, tengo miedo… Me muero de miedo.
Nunca me he hecho la prueba. Marc Brosset usaba protección. Los demás también. Yo, con Rapha, no me preocupaba. Me decía que nuestro amor era más fuerte que todo, más fuerte que la enfermedad y la muerte.
Clara se levanta y va a tumbarse al lado de Rapha. Posa los labios sobre los de Rapha. Él respira plácidamente en sueños. Se ha olvidado. Duerme.