Mi querida Clarinette:
Aprovecho un momento de libertad para garabatearte unas líneas… y para estrenar el fax que Paré ha traído del despacho. Podría escribirte un montón de cosas que no me atrevo a cuchichear por teléfono, por miedo a que mis frases vayan a parar a oídos de un crío. No me gustaría que se iniciaran en la vida con mis retorcidas ideas en sus inocentes cabecitas. ¡SIN FUTURO escrito en mayúsculas sobre sus pañales! Vamos a recuperar esa vieja tradición francesa de las tarjetas postales. ¿Sabías que en los tiempos de Flaubert había cinco entregas de correo diarias? Prométeme únicamente que no guardarás estos faxes, que se autodestruirán en cuanto los hayas leído, si no yo refrenaré mis ardores y me censuraré, lo cual sería una lástima, como podrás constatar más adelante…
Hoy es un domingo normal: Paré duerme delante de la tele, con una lata de cerveza sobre la barriga, y mamá, que está en casa ahora mismo, se ha llevado a los bebés de paseo. Abro un paréntesis: cuando mamá está aquí, Paré es otro. ¡Está contento, pone los codos encima de la mesa, se quita la corbata al llegar, e incluso se ríe a carcajadas; ella le prepara guisos, le prohíbe hablar del trabajo, le mete prisa, y él la deja hacer, maravillado! Incluso se vuelve tratable, lo cual, en un marido, es importante. Yo acabo diciéndome que se ha casado conmigo por mi madre. Un día me lo encontraré con la nariz enchufada entre sus pechos. Fin del paréntesis.
¡En fin! Por una vez que tengo derecho a unas horas de descanso, las voy a pasar contigo y haciendo eso que me proporciona más placer: escribir. ¿Sabes?, he empezado un diario, pero tengo tanto miedo de que Paré lo encuentre que lo escondo y luego no lo encuentro. Entonces empiezo otro… y lo pierdo. ¡A Paré le dará un ataque si los encuentra todos cuando me muera! Según he leído en los diarios de las jovencitas del siglo XVIII a los que soy particularmente aficionada como ya sabes, yo debería estar ocupada con una labor, un bordado o un remiendo cualquiera, útil para el mantenimiento de la casa, pero esos tiempos ya pasaron y yo prefiero coger la pluma y disertar contigo. No sé si alcanzaré la perfección de estilo de esas grandes damas que me han precedido, Madame de Sévigné, du Deffand, de Genlis y otras comadres burlonas (¡qué malévolas eran entre ellas!), pero trataré de hacerlo lo mejor que pueda. ¡El idioma ya no es el mismo, desgraciadamente!, y me costará mucho igualar su elegante brillantez: tachín, tachán.
Mi vida es tan aburrida que no sé qué contarte que pueda interesarte. En Nancy no pasa nada o casi nada. La tienda de la esquina de casa (esa donde te gustaba tanto ir a comprar clavos y destornilladores) ha cerrado: la sustituirá un McDonald’s. Yo ya les he prohibido a Arthur y a Julie que vayan, les he enseñado unas fotos de niños norteamericanos obesos, que he pegado en la nevera. Julie ha hecho una mueca, he ganado. Arthur se ha mostrado más escéptico, ya está contaminado por sus amiguitos del colegio. En cuanto a Nicolas, ha señalado las fotos con un dedo embadurnado de compota, cocinada con todo mi amor, y ha dicho «¡malo, malo!». En la última cena en casa de M., el subprefecto de policía, se comentó que la mujer del notario tenía un lío con ese médico joven recién llegado de París, ¡ese que yo llamo doctor Hélice, porque siempre va con prisas! Es un hombre joven, guapo y corpulento, con unos labios gruesos y rojos y una mirada brillante. Ellos especulan sobre su presa y yo examino a esa bonita yegua con envidia. ¡Hay que reconocer que resplandece y que balancea la grupa emitiendo signos de voluptuosidad triunfante!
Yo, en un terreno más prosaico, he tenido que entrar mis plantas de tomillo porque corrían peligro de helarse, y decoran de maravilla el borde de mi fregadero. Ambroise me ha regalado una antena parabólica para el tejado. Él finge que es para que me distraiga y para sustituir a París. Yo sé perfectamente que es para que él pueda ver sus partidos de fútbol, de tenis, de golf, etc. ¡La hipocresía conyugal o el arte de engañar al cónyuge haciéndole creer que es por él por lo que uno se procura un regalo que no sabría como obsequiarse a uno mismo! ¿Te acuerdas de cuando me hacías prometer que nunca sería ingenua? He recordado tus consejos. ¡Mantengo los ojos muy abiertos! ¡No como esa torpe de Agnès, que se dedica a salvar su pareja llenando esos cuadernitos de quejas! ¡La pareja no puede salvarse, porque la pareja es antinatural, y punto!
Lamento muchísimo haber dejado París, esos espectáculos y esa luz sobre el puente de las Artes cuando se pone el sol. Aunque yo, con mis tres niños, no tendría tiempo para disfrutar de París… ¡Ellos están mejor aquí que entre los efluvios de los embotellamientos parisinos! Tienen unas preciosas caritas sonrosadas, duermen como troncos y devoran los guisos variados que yo les preparo. En la mesa, les leo las Máximas de La Rochefoucauld o Pelo de zanahoria. No siempre me entienden. Pero a mí no me importa y así me evado. Seguro que retendrán el giro de alguna frase o de alguna idea. ¿Te acuerdas de lo que decía la abuela Mata sobre la cultura impresa en el cerebelo? ¡Tenía toda la razón, esa abuela tan vital! A menudo pienso en ella cuando me ocupo de mis bebés. ¡Ella siempre nos decía que una mamá es insustituible, y tenía mucha razón!
¡Ah, sí! No sabes la última: ÉL quiere otro hijo. ¡Como si no hubiera bastante con tres! ¡Dice que con cuatro se consideraría un hombre completo! ¡Ante lo cual le repliqué que yo me consideraría una mujer destrozada! No le gustó. Odia que me haga la graciosa. Tiene la impresión de que le planto cara. Levanta una ceja asombrado y me acusa de feminista. ¡Para Paré, una mujer que piensa es una sufragista peligrosa! Ella solo debe usar su criterio para cuidar de su casa o balbucear algunas frases que honren a su marido. Sin embargo, ¿te acuerdas de con qué admiración beatífica me cortejaba cuando nos conocimos en la facultad? ¿Con qué elaborado fervor se ocupaba de los dos cuando repasábamos juntos las lecciones? ¡Cómo nos abrazábamos cuando nuestros nombres aparecían en la lista de los aprobados! ¡Y los planes que hacíamos! Yo tenía la impresión de ser su igual en aquella época. Una pareja de verdad. El matrimonio se ha encargado de borrar todo eso. Ya no soy más que la señora de Ambroise de Chaulieu, una pelvis que alumbra bebés guapos, y basta.
Voy a decirte una cosa: ¡a veces le odio! O para ser exacta, odio su pedantería masculina. Me parece que los hombres no me gustan. O en todo caso me gusta su sexo, nada más. No les respeto como seres humanos. No me gusta la forma como tratan a las mujeres cuando no están seduciéndolas. Cómo se pavonean o alardean con esas mentiras tan floridas para llevárselas a la cama. ¡Ah, ese aire que adopta para hablar de sus negocios (los de su clínica)! ¡Se diría que gobierna Francia! O el desorden que deja allí por donde pasa, como si fuera normal que una mujer vaya detrás, recogiendo, esa actitud satisfecha con que se levanta de la mesa sin preocuparse nunca de colaborar (sobre todo el fin de semana, cuando no tengo a nadie que me ayude), los memorandos que me garabatea por las mañanas, con una lista enorme de cosas que hacer, como si yo fuera su secretaria…
Mi rabia se alimenta de muchos detalles insignificantes: ¡después de usar el retrete nunca baja la tapa! ¡Nunca! ¡La tapa está siempre subida! ¡Firmes! Y cuando detecto actitudes idénticas en Arthur (¡Nicolas todavía es demasiado pequeño!), ¡se me ponen los pelos de punta! ¡Pero me controlo, no quiero influir en mi hija, ni provocar que sienta asco por el sexo masculino! Pero las posibilidades de que lo consiga son escasas. El otro día, Julie suspiró al salir del retrete: «¿Por qué los chicos no bajan NUNCA la tapa cuando terminan? ¿Por qué siempre nos toca hacerlo a nosotras, las chicas? ¿Somos sus criadas, o qué?». ¡No pude evitar ponerme a reír! Pero al mismo tiempo, me dije que la niña repetía lo que había oído. Lo que había oído de MI boca. ¡Julie imitaba mi rabia, a los ocho años! Sentí un escalofrío en la espalda…
Sin embargo, mi Paré es un buen hombre. No es malo, ni tacaño, ni cruel, ni un borracho, ni un donjuán. Me quiere, estoy segura, pero es un hombre. ¡Aquí está el quid! No me permite el menor espacio. El otro día, cuando le dije que tú me habías enviado un libro, ya sabes, el diario de Eugénie de Guérin, me miró, sorprendido, y me dijo: «¿Para que lo leas? ¡Eso está muy bien, querida!». ¡Oh, ese tono paternalista, como si yo fuera una especie de salvaje analfabeta con un hueso en el pelo y un taparrabos de rafia alrededor de la cintura! Entonces, para vengarme, decidí… gravarle. Con un nuevo impuesto doméstico, lo bastante indoloro como para que no se dé cuenta, pero lo bastante consistente como para calmar mi resentimiento. Por cada afrenta, le birlo cien, doscientos, trescientos francos… del bolsillo del pantalón. O le quito su tarjeta de crédito (él nunca repasa los extractos). Eso me calma, disipa mis arrebatos de ira y recobro mi amor propio que, como decía el viejo La Rochefoucauld, es la base de todos nuestros sentimientos. ¡Ah, maridos imbéciles, si mimarais un poco más el amor propio de vuestras esposas, habría menos divorcios, menos adúlteras y menos rencores perpetuos! Algunas veces incluso dice: «¡Oh, no lo entiendo! ¡Esta mañana he sacado mil francos del banco y casi no me queda nada!». Yo le miro, con fingida ternura, y le digo: «¡Pero cariño! ¡Si dejaras de meterte el dinero de cualquier manera en los bolsillos, no lo perderías!». Él me mira como Arthur cuando se le escapa el coche teledirigido. ¡Si supieras la voluptuosidad que siento mintiendo con tanto aplomo! Es como si otra se apoderara de mí, como si me desdoblara, como si hiciera teatro… Me he convertido en una experta en mentiras conyugales. Le halago de forma exagerada. Casi vulgar. Le digo que es el más inteligente, el más dotado, el más hábil de la clínica, que a los cuarenta años tiene el cuerpo firme y duro como un joven, y ni una cana. Le escucho con los ojos muy abiertos de una mujer deslumbrada y, después, le puedo pedir todo lo que quiera. Pero antes, hay que haberle hecho la pelota a Su Alteza Zizi I. Debo reconocer que, aunque me he convertido en una experta en este jueguecito, a veces también me doy asco a mí misma. Nunca debería haber dejado los estudios para casarme. Es lo que le repito hasta la saciedad a la pequeña Julie: «¡Sé independiente, hija mía!». Ya sé que solo tiene ocho años, pero hay que empezar pronto.
Con el dinero de mis impuestos conyugales, me regalo pequeños placeres: le doy cien francos a un vagabundo (¡imagino la cara de Ambroise si me viera!), me compro trapos, cremas para la cara y el cuerpo, perfumes, libros (toneladas de libros), CDs. El otro día me compré una lata de caviar que saboreé completamente sola por la tarde, acompañada de una botella de champán y blinis. Había puesto un bonito mantel individual en la mesa del comedor, saqué la plata, puse un CD de la Callas y disfruté deleitándome en cada grano, densísimo, crujiente y sabroso. Julie y Arthur estaban en el colegio. Nicolas dormía. La señora de la limpieza estaba enferma. SOLO aspiro a eso: a estar tranquila. A no ser utilizada a placer. Pero ese respiro ha durado poco. La señora Ripon (la asistenta) ha prolongado la baja. ¡Ahora yo tengo que hacerlo todo! ¡La casa, la plancha, la cocina y los niños! ¡Una auténtica película de terror! ¡Habría sido capaz de cortarlos a trozos a todos! ¡Sobre todo cuando me di cuenta de que me volvía maníaca y quería que todo brillara! ¡El blanco inmaculado de la casa me tranquiliza y si alguno deja caer una miga en mi obra perfecta, me convierto en una arpía! ¡El otro día, Paré quiso «chamuscar» una costilla de buey en MI cocina inmaculada y lo manchó todo de salpicaduras de grasa! Le habría matado. Me parece que también es porque ya no me ataca… ¿Sabes lo que hago, por la noche, cuando él ronca a mi lado? Me acaricio. Me retuerzo de placer a su lado y ni siquiera eso le despierta. Después me quedo triste y lloro. Me digo que llevo una vida miserable, una vida de mujer frustrada, ociosa, una vida que no es útil para nadie, solo para mis bebés.
EN CUANTO LO HAYAS LEÍDO, DESTRUYE ESTE FAX, POR FAVOR.
Tranquila: solo permito que explote mi rabia contigo. Incluso te asombraría mi dualidad. Si me vieras… ¡Soy perfecta como esposa ejemplar! Como escribía Madame du Deffand, hablando de su vieja rival Madame du Châtelet: «Madame se ocupa con tanto tesón en aparentar lo que no es, que ya no se sabe lo que es en realidad». A veces me hago esa pregunta, lo cual me sume en una dolorosa agonía que me destroza el cerebro. Pero, a veces, se rasga el velo de las apariencias y entonces lo hace con una violencia tal que me pregunto si verdaderamente es una solución…
El otro día, por ejemplo…
Imagínate que tuve que ir a casa de la madre de Ambroise, a Estrasburgo. Por una turbia historia de dinero. Ya sabes que sus padres son muy ricos. Pero muy ricos. Les sale el dinero por las orejas y por los agujeros de la nariz. Pero, como buenos franceses, lo ocultan y hacen un auténtico tráfico con sus millones. Tienen cuentas en todas partes: en Panamá, en Suiza, en los Estados Unidos, en Canadá. A veces me digo que les denunciaré a Hacienda. ¿Te imaginas el pánico en casa de los Chaulieu? Pero bueno…, me calmo. Bien pues, como se acerca Navidad, la abuelita quería hacernos un buen regalo, pero no quería hacer un cheque, y mucho menos una transferencia bancaria o un giro postal (¡podría saberse!). El dinero debe seguir oculto, y circular escondido entre pilas y pilas de sábanas. Por lo tanto la criada, con su hueso en el pelo y su taparrabos de rafia, ha tenido que ocuparse de todo e ir en tren hasta Estrasburgo para ir a buscar el dinero de la abuelita. Ambroise Paré estaba demasiado ocupado para perder unas horas, y además necesitaba su coche (el mío estaba en el mecánico… ¡No está mal el mecánico! ¡Cuando le veo, enjuto y tieso con su mono de trabajo, las manos llenas de grasa, y con esa mirada dura que me repasa de arriba abajo, porque confundo bielas con bujías, me derrito! Me pregunto qué me haría si un día YO le tirara sobre la mesa de trabajo. Tengo unas ganas de probarlo…). Él me da la orden de «espabilarme para que alguien se quede con los niños» y largarme a Estrasburgo a recoger la pasta.
Yo me trago la cólera y acepto, prometiéndome hacerle pagar muy cara esta nueva falta de consideración. Tú ya sabes, además, que tengo una relación exquisita con la abuelita. Ella nunca ha digerido el hecho de que su hijo se haya casado conmigo, que no tenía un duro, ni ningún antepasado lo bastante prestigioso como para figurar en un marco dorado del comedor familiar, al lado de todos esos viejos corruptos. (¡No puedo evitar pensar que he revigorizado la raza con mi sangre de proletaria!). ¡Que haya nacido en Montrouge de padres panaderos le sienta muy mal a la anciana de buena cuna que ella se vanagloria de ser! ¡Tendrías que ver cómo le habla a mi madre cuando coincide con ella! ¡Un choque de culturas! ¡Y esa madre que tengo añade comentarios como «¿No es tierna mi barra de pan?» para poner de los nervios a esa estirada!
En el tren, pues, voy dándole vueltas. Miro mi imagen en el cristal del vagón y pienso que mis mejores años están a punto de desaparecer bajo mis narices. Como el vagón está prácticamente vacío y yo estoy harta de consumirme en un compartimiento desierto, voy a instalarme al vagón bar. Pido un té. (¿Verdad que es raro que el té del tren sea tan bueno? ¿Te has fijado? Aunque sea un té de bolsita servido en tazas de plástico…). También un pedazo de pastel que sienta bien al cuerpo. Desenvuelvo el papel celofán de mi pastel con un cuidado infinito, porque no quiero desperdiciar ni una miga, cuando levanto la mirada como si hubiera olfateado una ganga, y veo a un joven bastante apetitoso. Debe de tener unos veinte años. Alto, desgarbado, sombrío, con una cabellera rubia que le cubre el cuello, hombros anchos, vientre plano, ojos grises, y una boca glotona que yo imagino de nuevo entre mis piernas, un jersey azul marino con cremallera y cazadora de cuero negro. El conjunto, Dios mío, es bastante perturbador. Nos miramos. Yo no bajo los ojos. Es él quien cede primero. Yo vuelvo a coger mi pedazo de tarta, y me chupo los dedos con glotonería, sin dejar de mirarle. Escondo el vientre, me ahueco las mechas. Le oigo pedir una cerveza al chico del bar, después viene a sentarse… a mi lado. Yo no chisto, me quedo absorta en la contemplación del paisaje. «¡Oh, Mosa adormecedor y dulce de mi infancia!». Él se acerca, presiona su pierna sobre la mía. Yo no me muevo. Él acerca todo su cuerpo al mío. Para estar seguro de que yo consiento en silencio. Yo sigo sosteniendo mi trozo de tarta pegajosa entre los dedos, pero ya no sé qué hacer con él. El chico del bar habla con un colega a lo lejos, y nos da la espalda. El paisaje desfila y nosotros estamos solos, totalmente solos. Yo siento un deseo loco que me abrasa los riñones. Solo pienso en eso. Que me posea. Que me aplaste. Sentir su carne dura y fuerte en la mía…
Ya lo sé, cariño, ya lo sé. Tú opinas que esto no es razonable con los tiempos que corren. Que uno no debe dejarse llevar por el placer, ni bajo pena de muerte. ¡Pero tenía tantas ganas! Y además, ¿qué vale más la pena? ¿Morir por el fuego suave de la olla a presión o partir como un torbellino hacia las llamas del deseo?
Para ser franca, yo ya ni pensaba siquiera. Me ardía la cintura, tenía los labios hinchados de deseo, la nuca rígida y los senos como piquitos de polluelos que reclaman su pitanza. Olfateaba al macho errante de la sabana. ¡Y deseaba ser una leona, una tigresa o una jirafa, aplastada por el vientre de la fiera en celo! Nos levantamos. Sin decir nada. Soldados uno al otro. Cada traqueteo del tren nos separa y luego nos proyecta uno contra otro. No había nadie, ya te digo, nadie. Como primer revés me agarra por el pelo y me besa con tal violencia que yo me dejo aspirar toda entera. Entramos en el primer compartimiento vacío. Cerramos la puerta con llave y fornicamos hasta hartarnos hasta Estrasburgo…
¿ME PROMETES QUE DESTRUIRÁS ESTE FAX EN CUANTO LO HAYAS LEÍDO? Cuando llegamos a Estrasburgo recuperamos la compostura. Sin hablar. No habíamos pronunciado ni una palabra, aparte de groserías, obscenidades muy sabrosas, y órdenes divertidas que te retuercen el vientre y te vuelven aún más sumisa, más voraz, más apática. Salimos del compartimiento sin decirnos adiós, ni hasta pronto, ni cómo te llamas u otras bobadas por el estilo. Yo salté alegremente al andén y luego al taxi. Me olfateé, olía a sexo y a lujuria. La abuelita tiene el olfato muy fino y yo disfruté imaginando su cara de perplejidad. No fallé: ella me besó apartando la cabeza y me pidió que me vistiera para la cena de esa noche. Los Machin y los Trucmuche estaban invitados. Yo me alegré mucho de ahorrarme una conversación íntima con los suegros y le prometí asearme al momento. Tenía ganas de estar sola para volver a ver la película. Me metí bajo la ducha y enjaboné ese cuerpo que, hacía apenas unos minutos, se retorcía bajo el de un desconocido. Cerré los ojos, y solo con ese recuerdo me puse a gozar, a gozar tanto que acabé derrumbándome en la pila de la ducha. Feliz. Pura. Inocente. Limpia de todo resentimiento, de toda frustración. Llena de amor y de reconocimiento por la raza humana, y por el hombre en particular. Desde la habitación, telefoneé a Ambroise y le susurré palabras de amor, palabras dulces, palabras sucias. Él, evidentemente, no entendió nada y la conversación derivó a los niños.
Me reuní con la abuelita y el abuelito media hora más tarde, en el salón glacial (no encienden la calefacción para ahorrar), perfecta con mi vestido negro y un collar de perlas (conozco los gustos de la vieja dama). Intercambiamos unas cuantas banalidades. El abuelito ajustaba el reloj Luis XVIII de la chimenea para distraer su ansia loca de whisky (solo tiene permiso para beber en presencia de los invitados). La abuelita verificaba la distribución de la mesa y hablaba de un invitado de última hora que habría que colocar. ¡Bien!, pensé yo: una presa nueva para llevarse a la boca. Yo disfruto observando a sus amigos. ¡Son tan convencionales, con unos culos tan prietos, como auténticas caricaturas! ¡Te aseguro que votan todos a Le Pen! ¡Si dices «árabe» o «judío», es como si dijeras «polla, porreta, cojón»! Sonó el timbre. Rosette, la criadita mauriciana (solo toleran a los Negros cuando son criados mal pagados), abrió, e irrumpieron los Machin seguidos de su retoño, que, ya lo has adivinado, ¡no era otro que el chico del vagón bar!
—Este es Arnaud, que acaba de llegar en tren —explicó la señora Machin para excusarse por imponer a un invitado imprevisto.
—¡Qué gran idea haberle traído! —replicó la abuelita—. ¡Es curioso, mi nuera también acaba de llegar en tren!
¡Ah, ah, ah!, exclamaron las viejas arpías agitando sus joyas. Yo, a sus espaldas, observaba a Arnaud. Llevaba americana, corbata y camisa blanca y, flanqueado por sus padres, tenía un aspecto perfectamente inocente. Me dijo: «¡Buenos días, señora!» tirando de la manga de su camisa. Yo contesté: «Buenas tardes, Arnaud» representando el papel de nuera modelo, y le ignoré durante toda la velada. Me costó reprimir un ataque de risa cuando oí a su madre llamarle «Nono». Él pareció molesto, pero no rechistó. En un momento determinado soltó una palabrota y su madre le reprendió con una sonrisita forzada. Él no se excusó, me lanzó una mirada sombría, y yo volví a sentir una bola de fuego en las entrañas. ¡Por poco le arrastro al retrete de la abuelita y volvemos a empezar! Pero continuó la conversación sobre el mejor sitio de París para encargar que te coloquen lamas de acero inoxidable en los viejos cuchillos de plata, que no pueden ir al lavaplatos. (En Murgey, querida, boulevard Filles-du-Calvaire, 20. Si dices que vas de parte del restaurante L’Essile, te hacen descuento. ¡Todo ahorro es importante!).
Aquí tienes, cariño, un vistazo a mi pequeña vida de provincias. Paso del tedio al ardor, del aburrimiento conyugal a un tremendo estremecimiento. «El equilibrio engendra inercia. Los cambios nacen del desequilibrio». Es un antiguo proverbio hebreo que creo que me va muy bien. ¡Por lo tanto, al diablo la prudencia y las buenas maneras! Pero veo que el bueno de Paré se despierta de la siesta. Ahora dará un bufido y dejará la lata en la alfombra. Corro a socorrerle… (¡¿A él o a la alfombra?!).
¿Te das cuenta de que le quiero más cuando he podido hacerle sufrir? Tengo la impresión de que volvemos a estar en plano de igualdad, de que existo como persona. ¿Qué es el amor, cariño mío? ¿Y el deseo? ¿Van juntos los dos? ¿Lo sabes tú, tú que te das bandazos con tu Rapha sin terminar nunca de decidirte (decidiros)? ¡Te prometo que yo me lo comería de un bocado si me lo encontrara en el tren y no te conociera! Va por ahí con un aire de «acabo de levantarme de la cama donde he follado con pasión», que me despierta el apetito desde que se me hizo la boca agua a la tierna edad de trece años. ¡Pero tú eres amiga mía y eso, eso es sagrado! ¡Ni ver, ni tocar!
Llegaré el viernes próximo. Espero que Lucille y Agnès también estén. ¿Podré dormir en tu casa? Así, seguiremos jugando a hacernos confidencias…
Dale un beso a Lucille si la ves antes del viernes. Y a la buena de Agnès. ¡Saluda a Philippe con un beso en el cuello y la mano en la bragueta! (No, es broma, pero qué quieres, tengo demasiada energía sexual para gastar…).
Acabaré esta carta mañana, lunes, y te la mandaré corriendo por fax. Entre tanto, muchos besos cariñosos de una amiga que te quiere, que te quiere y que te quiere…
Joséphine
P. S.: Lunes, nueve de la mañana. Julie tiene cuarenta de fiebre y estoy esperando al médico. Se ha estado quejando toda la noche y yo la he consolado entre mis brazos. Ella repetía «mamá, mamá» y se pegaba a mí, y yo no sabía qué hacer. ¡Ambroise estaba como loco y recomendaba tonterías! Yo lloraba y la abrazaba contra mí. A la pobre cría le cuesta respirar y yo estoy histérica… Te añado unas líneas en cuanto el médico se vaya. ¡Ah, el episodio del tren me parece muy fútil en comparación con lo que siento esta mañana!
¡DESTRUYE ESTE FAX, ES UNA ORDEN!
P. S. 2: Jueves por la mañana: ya está, todo ha vuelto a la normalidad. Pero creí que me volvía loca… Hasta mañana por la noche…
Clara sonríe y relee el fax antes de reducirlo a pedacitos. A Joséphine siempre le ha gustado escribir. Cuando se matriculó en la Facultad de Medicina, Clara no lo entendió. O más bien entendió que aquello obedecía al viejo deseo de ascender socialmente de su padre, que soñaba con tener una hija médico. Clara se recuesta en su enorme butaca de cuero. Joséphine, Agnès, Lucille y Clara. Joséphine quería ser escritora, Agnès esperaba imperturbable al Hombre Encantador que sería su marido «para toda la vida», Lucille rezaba para triunfar, «no importa en qué, pero destacar», ¿y yo? Yo, yo me decía que sería especial. ¿Especial en qué?
El teléfono vuelve a sonar. Clara deja que salte el contestador. Es Philippe que quiere saber si ha empezado la receta del pollo Cocody porque, si no, a él se le ha ocurrido otra cosa. Detrás del tono despreocupado del comentario, Clara detecta nerviosismo en la voz de su hermano. Descuelga y le tranquiliza.
—Todo va bien, cariño.
—Rapha vendrá, no te preocupes. Y si no viene esta noche puedes congelar el pollo…
Ella le esperará, una vez más. También es posible que no conteste, que la deje con el silencio de su indiferencia. Clara se echa atrás, no prepararé nada, si no me traerá mala suerte, él no vendrá. Pero le puede la glotonería y va hacia la cocina. El hombre de Darty ha dejado en el suelo la suciedad acumulada detrás del aparato. Clara recoge una gamba rosa, casi blanca, enroscada, intacta, que le recuerda los cuadros de Rapha. Coge con las manos un bloque negro de grasa calcinada: parece lava de volcán, una chapa de corteza terrestre surgida del cráter. Dura, dentada, con un polvo gris y brillante, que se desmenuza en los bordes. La palpa un buen rato, la rasca con la punta de la uña, busca un parecido con un animal o un objeto, y la deja a un lado para enseñársela a Rapha. Luego busca la receta en su vieja libreta negra para verificar que tiene todos los ingredientes. Todas sus recetas tienen un punto en común: proceden de personas a las que quiere. La del pollo Cocody se la dio Kassy. Ella la pegó tal cual en su libreta y siempre se emociona cuando descifra la letra grande e inclinada de Kassy.
Para ocho personas:
¡Perdóname, guapa, yo siempre pienso a lo grande! Basta con que congeles lo que sobre; recalentado está muy bueno.
1 pollo muy, muy grande cortado a trozos, 1 vaso de aceite de cacahuete, 5 cebollas y varias cebolletas tiernas, 4 tomates (pelarlos con agua hirviendo, la piel es indigesta), 1 pimiento, 1 vaso de leche de coco, 6 cucharadas soperas de crema de cacahuete, sal, 1 calabacín, zumo de 1 limón.
Frotar los trozos de pollo con el zumo de limón. Dorarlos en aceite. Retirarlos momentáneamente para rehogar las cebollas picadas y los tomates triturados a fuego bastante lento para evitar que las cebollas se endurezcan, añadir los trozos de pollo, el zumo de coco y un poco de agua para que lo «bañe» todo. Llevar a ebullición y después reducir el fuego durante unos quince minutos. Añadir la pasta de cacahuete ablandada en un poco de agua hirviendo, salar. Añadir el pimiento y los rabos de las cebollas tiernas cortados a trozos. Cocer a fuego lento durante 45 minutos. Añadir el zumo de limón al final de la cocción. Servir con arroz blanco adornado con unos calabacines fritos en aceite.
En mi tierra, en África, nos lo comemos con los dedos, pero vosotros, los blancos, ¡necesitaréis cuchillos y tenedores! Qué quieres, guapa, a fuerza de vivir aquí, ya no sé qué soy: negro por fuera, blanco por dentro… ¡Intento ir creciendo con los dos colores, pero de vez en cuando ya no sé quién soy! Piensa en mí cada vez que cocines la bestia, cariñito mío, cariñito para ir a bailar…
Clara le da un beso fugaz a la refinada caligrafía de Kassy, la caligrafía que le enseñaron las monjas en África. Descorcha las botellas. Sirve el vino en una gran copa, lo mantiene en la boca y le da un par de vueltas como un sumiller ceremonioso, asiente y… ¿Y como entrante?, piensa de pronto, abatida. Hojea su libreta negra y se decide por pomelos espolvoreados con azúcar y un par de minutos al grill.
—Ya te dije esta mañana al despedirme que te telefonearía por la tarde…
—Sí, lo sé.
—Pues bien, he salido a correr y te llamo…
Clara no dice nada. Su silencio incomoda a Marc Brosset, que ya no está tan seguro de sí mismo. Él corre todos los días de las siete y cuarto a las siete cuarenta y cinco. Es excelente para mantener el cuerpo en forma, y le ayuda a pensar.
—Y mientras corría, pensaba en muchas cosas… En el progreso, en la oveja clonada… Me preguntaba si eso es un progreso o no, si el progreso no se ha vuelto peligroso…
—Todos nos estamos volviendo clones —contesta Clara, aburrida.
Él nota el tono enfurruñado, y pone todo su empeño en reavivar la conversación.
—¡Cómo que todos clones!
—Bueno sí… Todo el mundo piensa igual, se viste igual, vive igual… Acabaremos hablando todos en inglés, devorando hamburguesas o vitaminas, nos volveremos rubios y delgados, o morenos con los dientes blancos. Tú, tú eres un clon, un clon intelectual que va al psiquiatra, escucha sus propios pensamientos, lo analiza todo…
—¡Muchas gracias! Eres encantadora… —replica él, un poco molesto.
Ella no contesta.
—Clara, escucha… Mientras corría, me he preguntado si…
Tiene que ir con cuidado con lo que va a decir. Ella podría asustarse. Hay que respetar los ritmos del otro. Dar cuando está dispuesto a recibir. Es muy difícil recibir amor. Tan difícil como darlo. Nunca pensamos en ello. Creemos que todo el mundo reclama amor a voz en grito. Y no es verdad. Es un asunto complejo y conviene saber cómo dar, cómo dosificar, no sobrecargar al otro con exigencias excesivas. Amar… Pero ¿ser amado por quién?
—… si podríamos vernos esta noche…
—Marc, yo creo que es mejor que ya no nos veamos más…
Él no lo entiende a la primera. Tiene la intuición de que no es una información agradable, una que desearía con todas sus fuerzas no oír. Se seca las manos, todavía húmedas de sudor, en los bajos del pantalón, cambia el auricular de oreja. Se sienta, busca a tientas un cigarrillo y entonces recuerda que dejó de fumar justo antes de conocerla. Se rasca la cabeza, se muerde las uñas. Le echa un ojo al Lexomil que está al lado de la lámpara de la mesita de noche.
—Clara… No lo entiendo…
—Marc, yo te quiero mucho pero no te amo…
Esta vez la ha oído. Tiene calor, mucho calor. Ha corrido demasiado. El sudor le chorrea por la frente, por las axilas, dibuja surcos en su vientre. Se quita la sudadera por la cabeza, se seca la frente, resopla sin dejar el auricular.
—Pero ¿qué les voy a decir a mis padres? —suelta con un bufido.
—Que es culpa mía, que les quiero mucho…
—Pero…
Se resiste. ¡A sus padres no se les trata con ese descaro! Ellos la han acogido como a una hija, tienen muchas esperanzas depositadas en ella, les gustaría mucho tener nietos antes de ser demasiado viejos. Ella no tiene derecho a portarse así.
—¿Sabes por qué haces esto, Clara? —De pronto Marc reacciona y se yergue, arquea los riñones en posición de combate—. ¡Porque tienes miedo! Miedo de comprometerte, miedo de tener hijos…
—Marc, es inútil…
Él luchará. Ha invertido tres meses de su vida en su historia con Clara y no consiente que le rechacen de este modo. No hay ninguna razón para que ella termine la relación. Esta misma mañana… Esta mañana…
—¡No es normal que a tu edad no hayas fundado todavía una familia! Tú tienes algún problema, una herida… Deberías ir a mi psiquiatra, te ayudaría.
—Marc…
—No es a mí a quien ya no quieres, es a ti. Hay algo en ti que no funciona bien, que no quieres reconocer…, revisar otra vez. Si no te esfuerzas en curarte a ti misma, vas a pasarte la vida repitiendo los mismos errores…
—Marc, es inútil…
—Has de darle un sentido a tu vida, comprometerte con alguien, alguien con quien tener hijos, con quien tener un objetivo común… Un objetivo hecho de carne y de hueso… ¡Hijos, Clara!
Él se da cuenta de que le han traicionado, interrumpe su discurso y acerca la oreja al auricular. Entonces oye una serie de bips. Clara ha colgado. Marc se deja caer en la cama, hunde la cara en la almohada y luego extiende el brazo hacia el Lexomil.
Rapha aparca delante del edificio de Clara y levanta la cabeza. En las ventanas hay luz. Se queda unos minutos con la frente apoyada en el volante.
Ella tiene que ser la primera en enterarse.
Ella siempre ha sido la primera. Y cuando ellos dejaron de hablarse, la infelicidad asomó su cara sucia. Los recuerdos vuelven, como en un arrebato. Actitudes, olores, expresiones que solo les pertenecen a ellos. «La vida es una bolsa de chocolatinas», «¡Ojalá se te hiele el culo!», «La vida es el deseo», «Nosotros somos Jorgito y Jaimito». Es una especie de collage enorme que habría podido titular «Clara y Rapha van en el mismo barco».
Un día, cuando paseaban juntos por las calles de Florencia, y el bolso de ella le golpeaba los riñones, y él respondió con un golpe de cadera que ella interpretó como una invitación a volver al hotel a toda prisa, para meterse bajo las sábanas y empezar otra vez y otra, les paró una gitana que les leyó las líneas de la mano. Había cogido la palma de la mano izquierda de Clara y la palma izquierda de Rapha con sus viejas manos con unas uñas rojas y desconchadas, y las había palpado un buen rato antes de soltar con voz sibilina:
—La vostra fortuna si fermera il giorno o vi voï lasciati…
—¿Qué dice? ¿Qué dice? —había preguntado Clara.
Él había traducido las palabras de la gitana. «Vuestra suerte terminará el día que os separéis».
—¡Pero nosotros no nos separaremos nunca! —había replicado Clara encogiendo los hombros, como si esa adivina de mal agüero no se enterara de nada.
—Y entonces cada uno se irá por su lado y la desgracia os acompañará —había añadido la mujer soltándoles las manos.
Rapha le había dado diez mil liras para que se fuera. Diez mil liras para conjurar el mal presagio. Clara reía, diciendo: «¡Eso es imposible, Rapha! ¡Es imposible!» y su bolso volvió a golpearle la cadera, pero él ya no le respondió acercándole la suya.
—¡Venga! ¡Ya ves que es una inútil, dice tonterías!
—Es un mal presagio… Eres tú la que cree en las señales —había mascullado Rapha.
—¡Me las creo cuando me conviene!
Ella había pedido un Gelati Motta de vainilla con virutas de chocolate.
—¿Por qué estás tan segura de ti misma? —le había preguntado él, temblando.
—Porque lo sé. No nos separaremos nunca. Yo no puedo vivir sin ti y tú no puedes vivir sin mí. Es así de fácil. Ella, la gitana, no lo sabe, cree que somos una pareja como las demás. Y además, para empezar, nosotros no somos una pareja, Rapha, somos siameses, y para separar a los siameses han de estar los dos de acuerdo. ¿De acuerdo?
Ella daba grandes lametones al helado que le goteaba por los dedos, y se lamía la mano hasta el puño. Después, el helado derretido le llegó hasta el codo, ella se secó con el dorso de la otra mano y volvió a mordisquear la punta de la galleta del cucurucho que le quedaba. A él no le repugnaba nada de lo que ella hacía.
Clara debía de tener dieciocho años. Estaban en Florencia. Era su primer viaje. Lucien Mata había pagado ese viaje. Como de costumbre. Él lo compraba todo. Y cada vez que ellos se marchaban a una nueva ciudad extranjera, él insistía en enviarle el dinero a la agencia de la American Express. Rapha nunca quería ir, pero Clara le arrastraba. «Voy yo, voy yo. Yo cojo el dinero, basta con que tú no me preguntes de dónde viene, y ya está. Tu padre tiene mucho dinero, Rapha. ¡Hay que hacer que circule! Él compra su tranquilidad de conciencia porque nunca se ha ocupado de ti, y nosotros nos pagamos unas buenas trattorias y dormimos en un cinco estrellas… Todo el mundo sale beneficiado».
Clara siempre tenía una explicación para todo. «No hay pecado mayor que dejar al margen el deseo, Rapha. Es incluso pecado mortal… ¡Escucha, somos jóvenes, nos queremos, la vida es bella, y con la excusa de que tú no quieres ese dinero, acabaríamos durmiendo en albergues juveniles donde hay que abrazarse a escondidas! ¡Rapha, mira el cielo, mira el color de los muros de Florencia, nos dicen que lo aprovechemos, que nos inyectemos felicidad en los ojos y la piel! ¡Aprovechémoslo, Rapha, aprovechémoslo!».
Lo aprovecharon. Él se decía que un día, un día, sus dibujos se venderían, que le quitarían de las manos sus pinturas y él se lo devolvería a Lucien Mata multiplicado por cinco. Clara se lanzaba tras las puertas de vidrio de la American Express y salía agitando un fajo de billetes. Tenía la expresión de felicidad del gánster que acaba de robar un banco. Le besaba el cuello, el pelo, la boca, hasta conseguir que él se animara y la estrechara en sus brazos.
Habían recorrido ciudades y más ciudades buscando museos, pequeñas iglesias atiborradas de obras maestras, murallas ocres y rojas, palmerales verdes o deshojados, montones de piedras ardiendo bajo el sol. Era Clara quien leía las guías; él, él iba al volante. Ella tenía su colección de guijarros, de cristales, de fósiles y de minerales, él garabateaba croquis en cuadernitos de espiral. Por la noche comparaban sus tesoros, los juntaban, los confrontaban. Él había descubierto el azul en Marruecos, el rojo en Siena, el ocre en las arenas del desierto del sur de Argelia, y el blanco contemplando Manhattan entre la bruma desde un banco de Brooklyn. «El verde es demasiado pesado, te desanima, te pone triste e irritable, mientras que el azul…». Ella asentía. Él partía hacia un universo de azules, de blancos, arrastrándola con su audacia a ella, que le seguía siempre a nuevos destinos. En Nueva York, él solo había dibujado agujeros, grietas, carcasas muertas y calcinadas, fisuras muy abiertas, siluetas de hombres acurrucados sobre cartones. Ella se había quedado pasmada ante los rascacielos de vidrio, las esquinas de noventa grados de las avenidas y las calles, el amarillo de los taxis, la mezcla de turbantes, chilabas, Nike y tejanos. Se había quedado fascinada con las esculturas totalmente blancas de Louise Nevelson. Ambos habían sentido envidia de África, del África salvaje y negra. Su amigo Kassy les hablaba a menudo de Sudán, de Mali, de la sabana de Costa de Marfil. Había llegado a París desde Abidján a los quince años para estudiar. Debía acogerle un tío que al cabo de un año le había echado de casa. Kassy había ido a parar a una casa okupa de Bagneux, donde sobrevivía haciendo miles de pequeñas trapacerías: tarjetas de crédito pirateadas, pequeños hurtos, mercancías «que se caían del camión» y que él revendía a bajo precio. Sus padres se habían quedado allá, en su cabaña, al norte de Abidján, entre la maleza, en plena selva tropical. Tenía los dedos largos, finos, frágiles como el cristal, las palmas blancas como la leche. Rapha y Clara se veían a menudo en la casa okupa de Kassy, llena de telas abigarradas, de instrumentos de música, de pilas de ducha, de cadenas de alta fidelidad, de vídeos, de autorradios o de televisores que se apilaban en un rincón, esperando que Kassy fuera a negociar con ellos al «mercado de los ladrones». Al principio, Clara arrugaba la nariz. Decía que uno no se queda con las pertenencias de los demás. «Yo solo robo a los ricos —explicaba Kassy—. ¡No se dan ni cuenta! E incluso te diré: ¡nunca toco las habitaciones de los niños!». «Sí, pero son los tipos como tú los que alimentan el racismo y el miedo y la violencia y Le Pen y todo y todo…». «¡Muy bien, sister, encuéntrame un curro donde contraten a un negro sin papeles y sin ningún título!».
Cuando no robaba, Kassy vagabundeaba por los aparcamientos de su ciudad con el walkman en los oídos. Escuchaba reggae, traficaba con hierba, con prendas Lacoste, con perfumes robados en las tiendas, con jerséis de «marca». Nunca había tocado las drogas duras. Raphaël había vagabundeado con él cuando había dejado el instituto. Quería ser músico. Fumaba los canutos que Kassy le liaba. Le escuchaba hablar de su país, de su madre, de su padre, de unos taparrabos cuya tela venía de Holanda o de Mulhouse, de gente que de noche se acostaba completamente envuelta en cuerdas para evitar la picadura de los mosquitos de la maleza, del grito de los pájaros, de los agamas, esos grandes lagartos con el cuello naranja, que respiran formando burbujas con sus patas delanteras, de madres que lavan a sus bebés en barreños llenos de agua, y les dan vueltas y vueltas, como si fueran hatillos de tela, y les embadurnan de talco de la cabeza a los pies. «Es una locura cuánto nos lavamos allí… Al principio, los franceses me parecieron muy sucios… En África se tiene una gran imagen de Francia y cuando yo llegué, los franceses me miraban como si fuera muy pequeño…».
Esas imágenes se adherían a la música de Kassy, se mezclaban en su cabeza con la hierba de los canutos. Pasaban horas en los aparcamientos. Hasta que las bellezas del barrio se los quitaban de encima, porque no tenían pasta, ni buen aspecto, ni madera de cabecillas. A veces el abuelo Mata iba a buscarles y cogían el metro hasta París. Él les llevaba al Beaubourg, al Jeu de Paume, al Louvre, y Rapha se acuerda del día en que le había murmurado a su abuelo que tenía la impresión de que los cuadros le miraban, a él, al pequeño Rapha de Montrouge. La mano que el abuelo apoyaba sobre su nuca se había quedado inmóvil, como si hubiera conseguido la primera victoria sobre el aparcamiento. A la salida, le había comprado el catálogo de la exposición. Un grueso catálogo sobre Braque, que Rapha había guardado en su habitación. No había vuelto más al aparcamiento. Le había pedido a Kassy que le hiciera sitio en su casa okupa para «hacer salir los colores que tenía en la cabeza». No era nada concreto, más bien un ansia violenta de agarrar la vida. Rapha había tenido la sensación de que de tanto vagar por el aparcamiento, iba a caerse al vacío. Había empezado a trabajar los colores, el rojo sobre todo. El naranja. Ya no había dejado de pintar. Y Clara le animaba.
Un día estaban en Venecia, eso fue años más tarde, varios años más tarde, no habían perdido la costumbre de viajar. Él llevaba su cuaderno de dibujo y hacía croquis de palacios, de columnas, de caras que veían en la calle, de la ropa puesta a secar entre dos edificios, copiaba los colores, las formas, las manchas de luz, las sombras. Ella observaba los callejones, los mosaicos, amasaba la tierra con los dedos, rozaba una copa antigua irregular, desportillada, la inclinaba para que reflejara la luz, acariciaba la piedra, hacía fotografías. Eran capaces de estar hablando hasta las tres de la madrugada de todo lo que habían visto durante el día. Hablaban demasiado. El deseo se perdía en todas esas palabras y cuando se dormían, ya no tenían fuerzas para inventar otros juegos de piel contra piel, boca contra boca. Clara se encogía de hombros cuando él se lo señalaba, como si nada, en el transcurso de una conversación. Ella decía: no es grave, tenemos lo principal, tenemos un amor incomparable. Yo no puedo vivir sin ti, Rapha, no puedo respirar sin ti, viajar sin ti, el deseo volverá… A veces, Clara tenía razón, volvía. Irrumpía y les clavaba en la cama, contra una pared, detrás de una pequeña iglesia. Después volvía a marcharse. Rapha contaba los días. Clara le comparaba a un boticario. A un contable meticuloso.
A mí no me gustaba que el tiempo pasara y el deseo se erosionara. Yo le decía que había que follar todas las noches para no perderse de vista. Incluso llegué a comportarme como una tía. Me miraba al espejo, de cara, de perfil, de medio cuerpo, y me preguntaba si era seductor. Hacía muecas, me arrancaba los pelos de la nariz, fruncía el ceño. Me palpaba los músculos de los brazos. Hay chicas que se vuelven locas por los musculitos. Me compré un aparato para remar. Lo utilicé tres veces. Me hacía muchas preguntas por culpa de ella. Ya no estaba seguro de mí mismo en absoluto, aunque hay que reconocer que llegué a verme seductor. O, para ser más exactos, a verificar en la mirada de las demás chicas que yo les gustaba. Con ella, ya no estaba seguro en absoluto. Como un colgado que depende de la mirada de una sola chica para saber quién demonios es.
Él le decía que se tumbara sobre sus telas, y pintaba su cuerpo desnudo en todas las posturas, como para inmovilizar el deseo. Retenerlo. Ella le dejaba hacer, feliz y pasiva. Leía un libro, soñaba despierta, se comía una tostada untada con chocolate, él la colocaba, la desplazaba, le daba la vuelta, la embadurnaba de pintura. Ella rodaba sobre la tela; inventaba el remolino. La pintura de Rapha se había convertido en un auténtico campo de batalla. Ya no era una superficie plana recubierta de colores. Era una guerra. La guerra para cuajar el deseo. Ese era su único objetivo cuando cogía los pinceles. Una idea bastante confusa, pero que le daba ganas de ponerse en marcha. Solo a medida que iba trabajando, y a veces incluso a posteriori, cuando la tela estaba seca, llegaban las explicaciones y comprendía qué había querido hacer. Aquello era más fuerte que todas las teorías. Una fatalidad. Y si parecía que hacía series, que repetía siempre el mismo cuadro, era únicamente por torpeza. Porque el deseo no se deja atrapar de esa manera. Una tela podía partir de una colilla que ella había dejado en un rincón, una colilla seguida de una mirada incómoda, una mirada como un chichón, un chichón que se convertía en sandía, y él seguía la sandía y volvía a la colilla, para olvidarse de la colilla y la sandía e ir hacia otra cosa. Un brazo doblado o unos ojos que se cierran de sueño. Los ojos de Clara salpicados de sol y de manchas de mar. Las piernas de Clara que se abren. El vello negro, tupido de Clara. La boca de Clara hinchada y sangrante como la carne que cuelga en una carnicería. Una boca que dan ganas de morder, de cortar, de abrir por dentro, de hacerla gritar. Clara era su materia. Su carne. Dotada para recibir la vida, para hacerla circular del cuerpo de ella al cuerpo de él. En cierto sentido ella había sido su iniciadora. Él acarreaba todas las cicatrices de su deseo de ella. Ella seguía tersa. Ella era libre, tan libre… Él le envidiaba esa libertad. Libre y solitaria, aunque dijera que era incapaz de estar sin él. Ella podría vivir sin mí, pensaba mirando su boca devoradora, y esa idea le revolvía las entrañas. Yo me diluiría sin ella. Me volvería yermo y estéril.
Entonces, cuando ella veía pasar un hombre que le gustaba, cuando no se lo podía quitar de la cabeza, cuando se le incrustaba, cuando su mirada se volvía vaga, sus ojos se perdían en el cielo, Clara se apoyaba contra Rapha… «Ya vuelve, Rapha, vuelve a empezar. Creo que tengo ganas…, muchas ganas. Rapha, por favor…, esto no es amor, yo no le quiero, solo es deseo…». Parecía tan destrozada, tan infeliz… Se frotaba las manos para lavarse la culpa. Decía que eso no estaba bien, que le daba vergüenza, pero que, aun así, prefería que él lo supiera. No quería mentir. No para hacerle sufrir, sino para que la conociera entera. Que la poseyera toda entera, con la suciedad del deseo.
—Tú eres bueno, Rapha. Me lo das todo, no me juzgas nunca y, sin embargo, mira, yo te hago daño. Te engaño, te lo digo, y aunque me lo impidieras, si me ataras, si me amordazaras, me iría… Saltaría por la ventana, robaría un coche, pero iría a buscar al otro si tengo ganas… Es más fuerte que yo, Rapha. Me da igual saber que eres desgraciado… y sin embargo, estoy segura de que solo te quiero a ti.
Clara no le ocultaba nada de sí misma, se lavaba delante de él, hacía pipí delante de él, se desmaquillaba delante de él y, no obstante, conservaba su misterio. Él la dejaba marchar. Se refugiaba con Kassy, se acurrucaba en un rincón, ponía la música a tope, cogía sus pinceles, rehacía el camino del deseo alrededor del cuerpo ausente, esperaba que ella volviera, fumando la hierba que Kassy cultivaba en grandes tiestos de tierra en el alféizar de la ventana, que secaba en el horno para liarla seguidamente en largos cigarrillos.
Ella volvía. Siempre. Se hacía muy pequeña. Le cogía del brazo. Él la mandaba a paseo. Ella se aferraba, le hablaba como a un niño pequeño: «Pero si es a ti a quien quiero, te quiero a ti por encima de todo…». Él se iba. Solo podía irse cuando ella había vuelto. Iba a dar una vuelta que podía durar uno o varios días. A veces se acostaba con otras chicas. Pero siempre volvía. Siempre se reencontraban. Y era bonito cuando se reencontraban. Era como una primera noche. Nadie comprendía su amor. Pero ellos lo sabían. Era su manera de seguir vivos. Él, cuando ella volvía, era demasiado desgraciado para hacer discursos. Le escribía largas cartas donde le pedía cuentas, explicaciones, elaboraba hipótesis, contaba, calculaba. Ella las leía cuando volvía. Respondía y explicaba. Las mujeres están mucho más dotadas para la palabra, para disecar sus emociones, sus sentimientos, su deseo. Él había aprendido eso de ella, también. A encontrar la palabra justa y el color que combinaba con esta.
Una noche en que tenían el deseo averiado fue aquella noche en Venecia. Él lo recuerda muy bien, fue el 8 de agosto de 1988, solo ochos, ochos que forman bucles, que giran en redondo, que se muerden la cola, habían ido a deambular por los bares. Ella estaba al acecho de una mirada, de una mano de hombre y él ya se mantenía al margen. Él observaba su cuerpo tenso y firme, encaramada sobre sus tacones altos de corcho, con su vestidito de cuatro perras, esperando, suplicando que el deseo estallara. Ningún hombre enamorado puede soportar que el cuerpo de aquella a quien ama con locura sea saqueado por otro. Por mucho que ella me machacara con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, con los amores contingentes y el amor principal, por mucho que yo intentara convencerme, el sufrimiento seguía siendo el mismo, intolerable y candente.
Aquella noche, había un hombre repantigado en la barra de un bar. Contando su vida. ¡Solo tragedias! Una tragedia muy densa y clásica. Los cuentos chinos de un desconocido borracho en un bar, una noche. ¡Tan tópico que él se dijo que esta vez ella no se iría! El hombre balbuceaba que su mujer estaba en el hospital, que sus hijos no tenían nada que comer, piccoli bambini, que no tenía trabajo y que no se atrevía a volver a casa por miedo a enfrentarse con la mirada de sus hijos. Piccoli bambini, piccoli bambini. Lloraba y movía los dedos, juntos como un ramo de flores. Era grande, fuerte, desaliñado, con un brillo salvaje en los ojos. Clara miraba esos dedos que suplicaban, Clara escuchaba, con la cabeza inclinada, como para dejar que esas palabras extranjeras y llorosas penetraran mejor en su cabecita de francesa hambrienta. Rapha había girado la cara. No quería verlo. No quería ser cómplice. Nunca, le había dicho, nunca seré cómplice. Quiero oírlo pero no quiero comprenderlo. Ella retorcía todo el cuerpo, tendida hacia el hombre y su desgracia, con su enorme bolso sobre la cadera. Él imaginaba un cuadro completamente negro, con círculos negros y rojos, círculos de infelicidad y de deseo, círculos muy espesos con chichones, círculos que chocan y nunca se calman. Tenía ganas de volver al hotel para dibujar todos esos círculos. Y entonces, de pronto, había oído el balanceo de un bolso contra la madera de la barra. Se había dado la vuelta para ver a Clara vaciando el contenido del bolso en la barra. Con un golpe de cadera. Le había dado todo el dinero en efectivo que llevaban encima. Todo. Había vertido su dinero en las manos del hombre sin decir nada. Rapha se había echado a reír. La había levantado por la cintura, la hizo dar vueltas en el bar, Clara, Clara, repetía como un loco, y el deseo había vuelto. Habían salido a la noche oscura, él la había apresado contra la pared. Una inspiración en la noche. Oyó los pasos del hombre sobre los adoquines irregulares, el hombre que se alejaba y prometía cada vez desde más lejos que se lo devolvería. «Dentro de un par de días, os lo devolveré, lo prometo, dentro de dos días». Él la sujetó con fuerza contra el muro, con las piernas abiertas, el vestido levantado, la cabeza dando golpes contra la piedra. «Aquí mismo, dentro de dos días…». «Sí, sí… —decía Clara—. Más…, más…». Habían llegado dando traspiés al hotel y, durante toda la noche, habían trazado círculos rojos con sus dos cuerpos. Él cantaba mientras la poseía, la trataba de puta, de perra, de sol, de rueda negra, él deliraba y ella se retorcía como un arabesco violento y duro. A él le daba vueltas la cabeza, no quería que aquello terminara, le daba cachetes cuando ella desfallecía, cuando interrumpía la ronda de círculos, la ronda de placer. Ella le tiraba del pelo cuando él se daba por vencido, le mordía para hacerle daño, para que volviera en sí y volviera a tomarla. Toda la noche. Toda la noche. Su última noche de felicidad inocente… el 8 de agosto de 1988.
A la mañana siguiente, él había hecho un dibujo del hombre repantigado en la barra, una masa negra, desfigurado, aterrador. Quería volver a ver a su modelo para robarle deseo otra vez. Habían vuelto al bar. Le habían esperado. Una noche, dos noches, tres noches…
Él no había vuelto nunca. Clara había dicho: «No importa, inventaremos otra cosa». Rapha le había sonreído. El dinero del señor Mata había ido a alimentar el barrigón de un estafador. Una retribución justa. Solo los tipos gordos prosperan aquí abajo. Cuanto más gordo, más come, más devora, más recoge a su paso. Ellos se habían quedado sentados en la terraza del café, esperando al hombre toda la noche. Felices y satisfechos. Se cogían de la mano y tenían el mundo en sus manos. A su alrededor había decenas de parejas, pero ninguna como Clara y yo, se había dicho Rapha. Miraba pasar a las chicas. Chicas con los brazos desnudos, chicas con las piernas desnudas, chicas escotadas, chicas no escotadas, chicas feas, chicas no feas, chicas que reían, chicas que esperaban, chicas que le miraban con actitudes insinuantes, chicas que le ignoraban con actitudes insinuantes, chicas que iban a casarse con cretinos, con ligones o con no ligones, chicas que perderían su belleza a fuerza de vivir con tipos embrutecidos que ya no volverían a mirarlas como aquella noche. Él las imaginaba casadas con un tipo que grita, que da bofetones a los bambini, que va a llorar a los bares. Tipos que no ponen nunca los pies en las iglesias y los museos, que nunca leen un libro, tipos que se tratan de sodomitas los unos a los otros, que hablan de su coche o de fútbol, que hacen apuestas, que descargan su rabia y su impotencia sobre su mujer, por la noche, en casa. Y en medio de todas esas chicas, estaba Clara que decía: «¡No importa! Es la vida… Pero ya sabes, la próxima vez, seguro, volveré a empezar…».
Ella no sabía resistir. Decía que aún era pronto para justificarse. Debía de tener veintiocho años. Tenía veintiocho años, él se acordaba muy bien porque, después, había hecho cuentas y se había dicho que tuvieron once años. Once años de vida en común. ¡Ni siquiera un número redondo!
Aquella vez, después de ese ocho de agosto de 1988, a causa de ese ocho de agosto de 1988, habían tenido que ir a buscar dinero. Él había decidido ir personalmente a la American Express. Ya no le repugnaba su padre, le daba igual, punto, nada más. Lucien Mata había desaparecido de su mente. Gracias a un estafador italiano que les había procurado su más bella noche de amor. No sabía explicar por qué pero aquella noche él había tocado el cielo, las estrellas, la Vía Láctea y toda esa impedimenta que brilla allá arriba. Ya no sentía sobre los hombros el peso de la sombra de su padre. Se había puesto de pie. Es curioso cómo acontecimientos que uno desea con todas sus fuerzas, que espera desde hace años, suceden como por encanto. «Las ideas que cambian la faz del mundo llegan en las patas de una paloma». Era una frase de su abuelo cuando le explicaba la Revolución de Octubre.
Aquella mañana Rapha casi fanfarroneaba. Daba saltitos por la habitación del hotel, canturreaba «Don’t be cruel», imitaba a Elvis la Pelvis, fingiendo que se pasaba un peine por el pelo. Clara le observaba, acurrucada bajo las sábanas.
—¿Estás seguro de que quieres ir? —había preguntado ella, inquieta.
—Seguro y convencido… Ya no tengo miedo de nada. I am the King!
—Pero puedo ir yo. Sé cómo funciona…
—Tú te quedas ahí, esperándome.
—Nos traerá mala suerte que tú toques ese dinero en persona…
Con el dinero, había una carta. Una carta de Lucien Mata a Clara Millet. Mata le decía a Clara Millet que quería encontrarse con ella, tocarla como en la pequeña oficina de los Campos Elíseos, tocar su piel cálida y dulce; que si alguna vez, si alguna vez las cosas no le iban bien con su hijo, entonces él iría y darían la vuelta al mundo juntos. Lucien Mata, que lo podía comprar todo.
Él había tirado la carta a la papelera de la oficina de la American Express. Había vuelto al hotel para liquidar la cuenta y dejarle suficiente a ella para volver a Francia. Correcto, muy correcto. Casi indiferente, hasta ese punto sentía el dolor que le destrozaba las tripas. Partido en dos. El Rapha que paga, el que consulta el horario de los aviones y el que grita, con la boca cerrada. Había dejado el dinero sin añadir ni una palabra. Ella se había convertido en una chica como ese millón de chicas que pasaban y volvían a pasar frente a él. ¡Peor aún, una que juega a las princesas mientras arrastra las zapatillas, una tramposa que finge que lo entrega todo y se guarda algo para más tarde! ¿Cuántos años hacía que se prostituía con el viejo Mata, esa prostitución bien organizada, que la protegía de cualquier eventualidad, que hacía que el pacto apestara a mentira? Una mantis religiosa que chupaba la pasta del padre y escupía en la sangre del hijo. Complicidad, caricias, eternidad, I love you, I love you hasta morir, un galimatías en el que él se había quedado enganchado como un idiota. El hombre es un pobre imbécil comparado con la astucia de las mujeres. Él se lo había tragado todo y ella, durante ese tiempo, amasaba una pequeña fortuna con la pasta del viejo abuelo de los puros. No había tenido siquiera la honradez de la cerda auténtica que enseña el culo y sus malas maneras. Vestido nuevo, disfraz, bisutería, como una pedigüeña de Saint-Sulpice que alarga la mano. Y él, el viejo abuelo con su caparazón dorado de productor bien asentado, bien apostado sobre sus nalgas mofletudas, debía de disfrutar teniendo a su hijo a su merced. Rapha vomitó su dolor para que no quedara ni un gramo de ella en su piel, en su cerebro. Para volverse seco y quebradizo. Vomitó once años de mentiras.
En París, ella había dormido sobre el felpudo del taller de Rapha, esperando a que le abriera la puerta. Él la había mirado, impasible, y le había dicho que se había terminado. Terminado, Clara, terminado. Nuestro amor no era más fuerte que todo. Nos equivocamos. Hay otra. No es culpa mía. Ella había llorado, suplicado, se había quedado allí, acostada frente a su puerta. Él no había dicho nada. Se había marchado inmediatamente a África, a la cabaña de Kassy en la sabana, porque ellos no habían estado juntos nunca allá abajo. Nunca se había marchado del todo. Había estado seis meses sin pintar. Haciendo tabla rasa del pasado. Acostándose con chicas que no le importaban, chicas cubiertas con taparrabos fancy, chicas que venían de Mali a buscar trabajo a la ciudad, Abidján. Observando las lianas y los árboles musgosos, tupidos, enredados. El verde, solo el verde, un verde muy espeso, verde que se pudría en su cabeza, que le arrastraba hasta el fondo. Se dejaba llevar. Esperaba que la infelicidad le limpiara. Se quedaba postrado en la miserable cabaña de Kassy, mirando a la gente. La gente de la selva era achaparrada, con las piernas cortas, musculosas. Él se aferraba a ellos, a su fuerza. Se dejaba envolver por los brazos de la mamá de Kassy que no decía nada, pero le acunaba mientras le contaba leyendas de la selva. «Fue a ellos, a esos pequeños achaparrados de la sabana, a los primeros que atraparon los negreros. Pero los más inteligentes se quedaron, porque se escondieron en la selva», decía ella acariciándole la cabeza, frotándole la espalda, los brazos y las piernas con un aceite que sacaba de una gran jarra de barro cocido. Ella le envolvía con su carne cálida, le alimentaba con foutus[2] o con attiéké[3], le preparaba sopas de pescado claras y aromáticas, pollos muy flacos, pollos «bicicleta», asados, cubiertos de especias. Ella no tenía nada y lo compartía todo.
Poco a poco, él se había abierto. Se había lavado con el agua del barreño de mamá Kassy, se había levantado, se había puesto una camisa limpia. Había acompañado a papá Kassy a la sabana. Allá abajo todo se llevaba hasta el extremo, él siempre estaba inestable, al límite de todo, sin pasado, sin futuro, solo el presente que limpiaba su piel y su cabeza con la violencia de las lluvias, de las fiebres, de las termitas roedoras, de los mosquitos, de las cucarachas y, de golpe, una especie de felicidad como un relámpago, que le devolvió el gusto por ver, por tocar. Una luz cegadora, miles de blancos, de azules, de amarillos, de rojos, que se superponían al paisaje. Troncos yermos, moscas que iban de un lado al otro, tierra, materias orgánicas, raíces, frutas, fibras, alimentos que estaban como irradiados, iluminados. El deseo de pintar volvió. Pero un deseo mayor, más universal, un deseo que surgía de su vientre y explotaba sobre las telas. Pintaba sobre cualquier cosa, cartones combados, papel de embalar, sábanas viejas, con cualquier cosa, alquitrán fundido, tierra roja, polen de flores seco, hojas verdes trituradas, bocas de pescado hervido, despojos sanguinolentos. Todo lo que mamá Kassy le traía de las cabañas vecinas. Y cuando ya no quedaba nada, ella iba a Abidján a robar colores para él; ella sabía colarse como nadie en un mercado y sisar botes de pintura, los soportes que él utilizaba como telas, placas de madera blanca o metal, pieles curtidas, pergamino, telas que ella les birlaba a las monjas misioneras; volvía a pie, cargada como una trapera, con fardos en la cabeza, sobre los hombros, con los brazos cargados de botes de pintura. Depositaba los tesoros a sus pies y se ponía en cuclillas a dos o tres metros de él. Se quedaba horas vigilándole, apartándole las moscas de la cara, sin entornar los ojos para no perderle de vista ni un segundo.
Un día, él hizo un montón con sus dibujos, enrolló las pinturas, las envolvió y las mandó a París a casa de un tipo que tenía una galería y había expuesto sus dibujos otras veces, hacía mucho tiempo, tanto tiempo… Mostró tres de sus telas junto a las de otros artistas. Las compraron de inmediato. Le escribió para pedirle más. Y adjuntó un contrato. Él habría firmado cualquier cosa.
La gitana se equivocó: fue a partir de ese día cuando la suerte le sonrió. Aquel tipo conocía a una de esas mujeres que hacen y deshacen las tendencias en París. Una mujer muy rica, que tenía una fundación y lanzaba artistas jóvenes, que sabía oler el talento allí donde lo hubiera, y venderlo. Decían que primero había que pasar por su cama, pero todo el mundo supo que ese no era el caso con Rapha. Y esa dispensa se sumó al éxito y a la leyenda de Rapha, que fue lanzado como EL GENIO, el nuevo Jean-Michel Basquiat[4]. Se murmuraba que venía de un suburbio, que era negro, un yonqui de la jungla y su popularidad despegó. Rapha recibía los informes en el apartado de correos de Abidján, «en la última FIAC[5] tus telas han pasado, en un mismo día, de un stand a otro, después a otro y así sucesivamente, doblando los precios cada vez». Él leía las fotocopias de los artículos de prensa. ¡La repercusión de los cuadros! Cómo se reía leyendo todo lo que se escribía sobre él. ¡Diarrea teórica! Ideas de académicos anémicos. ¡Tipos que no hacen nada con su vida y que lo esperaban todo de una obra de arte! ¡Implacables con el artista y tan complacientes consigo mismos! Él no tenía ideas, él pintaba como los tíos de Lascaux[6]. Con lo que tenía a mano.
El tipo decía que había mucha pasta esperándole. Y propuestas de exposiciones por todas partes. Leo Castelli se había desplazado desde Nueva York para ver su trabajo. Se amontonaban para conocerle, para tener una dirección donde ir a verle. Pero nunca le encontraban. Él nunca contestaba. Seguía pintando. Dejándose llevar por la violencia que vertía sobre las telas, los cartones, los troncos de madera, las sábanas blancas de mamá Kassy. Tenía la sensación de que nunca liquidaría su cólera.
Rapha se había quedado unos cuantos meses más en la sabana. Había pedido que le entregaran el dinero a la abuela Mata. Ella sabría qué hacer. Ella le había apoyado siempre. Cuando él había querido dejar los estudios porque ya no aprendía nada, porque se aburría en las sillas del instituto, porque esa no era la vida que ella le había enseñado, ella le había escuchado y, después de un prolongado silencio, había dicho: «Haz lo que te plazca y complacerás a todos». Era fácil entenderse con ella. Un día, él recibió una carta. Una carta donde ella había copiado la parábola de los talentos. Al final de la carta había un signo de interrogación.
Él había vuelto. Había comprado un taller en Montrouge. Cerca de la calle Victor-Hugo. El abuelo Mata y la abuela Mata se hacían viejos. Le necesitaban y eso también era primitivo y auténtico. Sostener las manos deformadas de su abuela entre las suyas, retomar las viejas conversaciones sobre el hundimiento del Partido Comunista, sobre su suburbio que cambiaba, que iba a la deriva, sobre esas madres que ya no se ocupaban de sus críos y corrían por las discotecas de noche, atiborradas de éxtasis, esos padres que desaparecían después de haber soltado su semilla, esos adolescentes que deambulaban por los barrios, que respondían con la droga y la violencia a la falta de amor. «Nos quieren hacer creer que es un problema de tiempo libre. ¡Eso es una tontería! Tiempo libre es lo único que tienen los jóvenes. Lo que les afecta son los fracasos repetidos, las promesas rotas, el sufrimiento que genera sufrimiento, el racismo contra la juventud».
La abuela Mata había defendido siempre a Kassy y a sus amigos. Ella ayudó a Zina, una joven marroquí del barrio de Hêtres en Bagneux, a gestionar un centro de inserción. Iba allí tres veces por semana, daba clases de alfabetización, de costura. «Haciendo dobladillos con ellas llegas a conocerlas. Un dobladillo no intimida, permite la confidencia. Después se puede pasar a la escritura, a la lectura, a la cocina, e incluso, te sorprenderías, a la sexualidad… He usado algo de tu dinero para dar vida a ese centro. Sabía que estarías de acuerdo… Tú, querido Rapha, lo comprendes, la base es la mamá. Si la mamá va bien, los niños van bien. No se puede luchar contra la delincuencia sin trabajar con las mamás».
Ella siempre había sido tan vehemente que se las tenía con los maridos que impedían que sus mujeres fueran al centro, con los hermanos mayores que confiscaban la información, con los políticos tanto de derechas como de izquierdas, con el materialismo ambiental, con la desaparición de la auténtica cultura y Rapha la escuchaba, tranquilo. Mientras estuviera indignada, la abuela seguiría viva.
El tío y la tía de Clara no habían dejado su apartamento del tercer piso y cruzárselos en la entrada del inmueble, en el Franprix[7] o en el café era como una puñalada. El tío decidía su apuesta en las carreras mientras bebía un licor, la tía rellenaba sus boletos de lotería. Él nunca les hablaba. Ellos le rozaban, habrían iniciado con gusto una conversación: ahora él era famoso, su foto salía en los periódicos. Podría haberles dibujado algo en una etiqueta de Picon o en el reverso de un sobre. Rapha no les hacía caso. Nunca les había apreciado a esos dos. Segregaban viscosidad y cobardía. A medida que pasaban los años, eran cada vez más viscosos y cobardes. ¡Ah! ¡Ellos no escondían su alma en el desván como Dorian Gray! Uno podía leer en su cara el vicio de su vida banal, esos pequeños pactos vergonzosos y sucios. A veces, cuando les veía, Rapha tenía ganas de perdonárselo todo a Clara.
Siempre le volvía a la mente Clara. En Montrouge estaba por todas partes. Un cine que derruían y donde justamente… ¿Cuánto hacía ya? Fue la primera vez que estuvieron los dos solos en una sala oscura. En 1977. Sí, eso es. Se acordaba. Si uno quiere olvidar, tiene que obligarse a recordar. Para matar los recuerdos uno por uno. Con un esmero cruel. Fue un mal año, 1977, no dejaron de morirse todas las personas que le gustaban. Como si se hubieran avisado entre ellos: Nabokov, James Cain, Roberto Rossellini, Groucho Marx, Elvis Presley, Charlie Chaplin. Caían como moscas. Pero aquella noche, la primera noche en que Rapha había salido solo, sin el grupo, hubo que tomar precauciones para que los demás no se les pegaran, y él se había dicho que aunque ella se negara a acostarse con él después, no era grave. Se sentía casi intimidado, torpe. Su mano daba vueltas y vueltas en la de ella, y Rapha se daba ánimos para conseguir que Clara franqueara el balconcito de su habitación de la planta baja. Aquella noche había tenido suficiente coraje para lograr sus propósitos.
Ahora, tenía que hablar con ella.
Contarle que una noche… hacía un mes o… ya no se acuerda… Desde entonces, no vive. Deja pasar los días sin hacer nada, con retortijones en el estómago… Una noche, Rapha está en su casa. Se lava los dientes. Mira la sangre que escupe sobre el lavabo. Tiene que dejar de usar el cepillo con tanta fuerza. «Al final se estropeará la dentadura», le había dicho el dentista. Entonces se los cepilla con la mano izquierda y deja de sangrar. El cepillado dental es un tema como otro cualquiera para ponerse en marcha antes de coger los pinceles. Se corta las uñas o se lava los dientes o se hace un café bien cargado. Y aparece Kassy que lo desembucha todo. «Chérie Colère. Ya sabes, Chérie Colère… Tiene el virus, amigo mío… No le queda mucho tiempo. Ha sido su hermano quien me lo ha soplado. Y ella, para vengarse de todos los que se la han tirado, se lo pega a todo el mundo… ¿Tú te la has tirado últimamente?». Todo el mundo se acuesta con Chérie Colère. Cuando ella volvió a Hêtres, hace dos años, nadie entendió por qué. Se había marchado para instalarse en París, había conseguido el título de esteticista y trabajaba en el Ritz. ¡Los chavales del barrio comentaban que en una semana sacaba en propinas lo que un profe ganaba en un mes! Todo el mundo dedujo que la habían echado por su mal carácter.
A él no le gusta lo que dice Kassy. En absoluto. Al principio se queda aturdido. Más tarde llegará el miedo, un miedo enorme, uno que no se diluye después de toda una noche dedicada a currar sino que, por el contrario, se expande y ocupa todo el espacio. Ha hecho flexiones para calmarse. Nada de pánico, Rapha, nada de pánico. Balanceó la cabeza sobre el cuello. Oyó cómo crujían sus vértebras. Después fue a lavarse los dientes otra vez. Con la mano izquierda. A Chérie Colère pasa a verla de vez en cuando. Le tiene aprecio, ella le deja dormir sobre su hombro. No hablan. Él conoce su historia, ella conoce la suya. Ella nunca le hace preguntas. Durante los días siguientes, intentó verla. La telefoneó varias veces. Fue a su casa. No podía creer que aquello fuera verdad. No la encontró. Sus vecinos le cerraron la puerta en las narices, y en la peluquería le dijeron que se había ido y ¡adiós muy buenas! ¡Hay demasiadas chicas como esa en el mundo! Él volvió a casa, aterrado.
Y después Clara le llamó. Y de pronto todo se volvió muy simple: es con ella con quien tiene que hablar, antes que nada. El amor existe cuando el otro lo entiende todo. Cuando considera plenamente normal lo más increíble. Ella puede hacérmelo todo. TODO. Yo sigo queriéndola. Y aunque luego me vengué, todavía la quiero. Después de ella las he tenido a todas. Tantas como quise. Pero ni una, ni siquiera la más guapa, la más excitante, ha podido arrebatarme ni una pizca de mi amor por ella.
Era Clara quien había provocado sus reencuentros. Ella se había presentado en una inauguración. Con su bolso enorme golpeándole la cadera. Se había plantado frente a su último cuadro. RAPHA MATA, 92. Él siempre firmaba con mayúsculas y tinta china, muy negra. Y en su último cuadro, en primer plano, había un cuerpo blanco, un cuerpo desnudo de mujer que se ofrecía, el cuerpo de Clara. Ella había reaparecido en su pintura sin que él se diera cuenta. Y al fondo del cuadro, se había pintado él. Muy pequeño, en un rincón de su taller. Ella se había quedado quieta, mientras los invitados parloteaban con una copa de champán en la mano. «¡Qué fuerza! ¡Qué colores! ¿Habéis visto cómo emplea la diagonal en su obra…? Pero mirad, mirad la diagonal que se dirige al infinito, la desesperación…». Ella se tapaba los oídos y miraba. Sin moverse ni un milímetro. Abducida por lo que veía, con los brazos inertes pegados al cuerpo. Con su falda corta, las suelas niveladas, la cazadora tejana ajustada, descolorida, deshilachada, el culo sobresalía allí donde terminaba la cazadora y él, que se acercó a través de la multitud, sin verle más que la nuca y que no pudo evitar acercarse. Le había cogido la mano, así, por la espalda. Se había tomado tiempo para cogerle la mano. Había deslizado la suya en la de Clara. Al principio la mano de ella estaba crispada, y él le había abierto los dedos uno a uno, sin moverse, ni acercarse demasiado. Abrió un dedo, lo mantuvo recto, y después el siguiente, hasta que había notado que el abandono invadía toda la mano de Clara. Y entonces, de golpe, con un gesto brusco, había cerrado la mano sobre la de ella, la había inmovilizado.
Se habían marchado juntos. Sin decir nada. No se hablaron. Solo él y ella, y el bolso enorme que se balanceaba entre ambos. Volvieron a pie a Montrouge. Ella perdía el equilibrio sobre sus tacones altos. A él le daba igual. La devolvía a casa.
Pero era demasiado tarde.
El miedo del otro, el miedo de la traición del otro, se había instalado entre ellos. Por más que hicieran gestos de amor, que durmieran pegados el uno al otro, por más que ella hubiera gritado de placer en cuanto él le rozó el seno, en cuanto se deslizó entre sus piernas, preguntando: «¿Por qué?, pero ¿por qué? ¿Por qué es tan fuerte, tan violento? ¿Por qué es aún más fuerte que antes?». Él no respondía. La retorcía contra él, y decía: «Cállate… Cállate…». Él no quería volver a caer en las palabras, pero sabía por qué. Sabía que el dolor decuplicaba su placer. El dolor de haberse perdido, el dolor de que ella le hubiera traicionado, el dolor de haber vivido cuatro años, cuatro años enteros sin verse, sin hablarse, sin tocarse, sin olfatearse, sin compartir nada. Ese dolor ellos lo llevaban dentro como una herida abierta, y en cuanto se tocaban, era ese dolor lo que reavivaban.
Él ya no tenía ganas de hablar. Ya no quería explicar. Desconfiaba. Entonces, ella ya no le abandonó, se quedó con él. A todas horas. Le seguía a todas partes. Le miraba pintar durante horas, muda, obediente. Dulce también. Tan dulce… A él no le gustaba su mirada sumisa. No le gustaba humilde y pedigüeña. No era natural. Ya no era un reto. El miedo rezumaba por todo su cuerpo. Miedo de que volviera el pecado original y todo saltara por los aires, y eso fue, exactamente, lo que pasó. Ella le recordaba su pecado. Lo llevaba sobre los hombros. Él imaginaba los dedos grasientos de su padre sobre aquella piel blanca, la punta de los dedos de su padre sobre la punta de esos senos, sobre el vientre, la boca de su padre pegada a esa nuca, y tenía ganas de hacerle daño, de humillarla.
Cuando el recuerdo era demasiado violento, él huía. Y para que eso le hiciera mucho daño, se marchaba con otra. Se exhibía con ella. Escogía a la chica más guapa, a la actriz de cine que todos soñaban besar, a la modelo de moda. O se tendía sobre el vientre maltratado de Chérie Colère. Su estatus de pintor genial atraía a las mujeres. Le bastaba con inclinarse y cogerlas. Le lanzaba a Clara el sufrimiento en plena cara. Porque ella había creído que podría recuperarle, que su pecado estaba borrado. Rapha no podía perdonar. Era más fuerte que él. Y además, su amor siempre había sido eso: irse y volver. Ella había creado el modelo y ese péndulo enloquecido ya no podía parar.
Esa noche tenía que parar. Ella tenía que liberarle de su miedo. Él tenía que hablarle, tenía que recuperar el control de su destino. Solo hacía falta que la suerte, la verdadera suerte, la de ser dos, el uno contra el otro, el uno para el otro, volviera y le liberara.
Rapha mira el reloj, tiene la boca seca.
Sube al ascensor. Llama, apoya por última vez la frente en la puerta. Ya no le quedan fuerzas.
Su mayordomo acaba de traerle un Wild Turkey bien frío, y David Thyme se relaja sujetando el vaso donde tintinean los cubitos de hielo. Es una sensación deliciosa que él valora, ya que es el toque final de una serie de diversos actos deliciosos. Esta tarde, se ha dado un baño mientras leía una novela de Edith Wharton, se ha puesto su vieja chaqueta de cachemir azul cielo, adquirida en su sastre inglés de Flannigan Street, el sastre de su padre, de su abuelo, de su bisabuelo, en cuyo establecimiento constan todas sus medidas desde que cumplió doce años. Ha paseado por las calles de París buscando un libro raro, en compañía de su basset Léon, ha visitado a los libreros especializados que conoce, ha hojeado numerosos ejemplares, ha examinado la encuadernación, la fecha de publicación, el estado de las hojas, el amarillo de las páginas, el ligero moho del tiempo, el contorno del cuero, y no se ha decidido. Ha pasado momentos maravillosos en compañía de esos individuos en vías de desaparición, esos que te dejan tiempo para degustar, para valorar, para reflexionar sin presionarte, ni emborracharte con comentarios, ni mencionar el precio. ¡Todo va tan deprisa en el mundo actual!, suspira él, dándole las gracias con un leve gesto de la cabeza al mayordomo, que se retira enseguida, dejándole en la intimidad con un concierto de Rachmaninov. Lucille, su esposa, lleva una vida desenfrenada. Apenas llegó de Nueva York, esta mañana, ya volvió a marcharse a su fundación para «hacer balance». ¡Qué expresión tan estúpida! Él enciende un puro y se arrellana en su butaca, pensando en Lucille. ¡La rapidez! Y la ambición… ¡Dejar rastro de nuestro paso por la tierra! ¡Qué idea tan descabellada! ¡Como si nosotros estuviéramos en la tierra para cambiar el orden de las cosas! ¡Como si nos hubieran esperado, a nosotros, ínfimas motas de polvo, para influir en la conducta del mundo! Lucille le enternece pero no la entiende. Eso, por otra parte, es lo que le gusta de ella. Pero no vayas más allá…, ¡nada de introspección, amigo mío! Reflexionar ya es morir un poco. ¡Qué lástima!
David Thyme extrae con delicadeza una cerilla larga de un estuche forrado de terciopelo que hay sobre la mesa. Un puro requiere un tiempo de preparación, tiempo para fumarlo, para apreciarlo. Cada vez hay menos gente que se dedique a esta afición, piensa acariciando con la nuca el reposacabezas del sillón Luis XV que heredó de su tatarabuela Margaret, duquesa de Worth. Nota el encaje que se pulveriza bajo su nuca, siente todo el peso del pasado, que cruje bajo el movimiento de vaivén que ejecuta con voluptuosidad familiar. Un nuevo rico lo llevaría a arreglar, él disfruta de esa usura del tiempo. Imagina la nuca grácil de Margaret doblándose bajo el peso de un beso… Recorre con la mirada las pinturas que cuelgan en su sala de fumador y sonríe de placer. ¡Cuántas riquezas ofrece el pasado! ¡Qué delicadeza en esas telas de maestro! ¡Qué felicidad contemplarlas cómodamente, sin hacer cola en esos museos innobles, abarrotados de turistas con alpargatas y abuelas acompañadas de guías! Su basset ha percibido la ligera mueca que se dibuja en la boca fina y elegante de su amo, y salta sobre sus rodillas. David Thyme protesta levemente con un «¡Oh! ¡Oh! ¡Léon!», luego acaricia con la mano libre la cabeza del animal, para darle tiempo de enroscarse entre sus rodillas y hacerse una bola. Amo y perro se relajan con un suspiro común de satisfacción.
Tengo que hablar con Lucille esta noche, se dice David Thyme aspirando delicadamente una bocanada del puro y apoyando la mano sobre el vaso, colocado en una mesa junto al sillón. Tengo que hablarle, se repite a sí mismo cuando Léon levanta la cabeza. «¿Comprendes, Léon?, yo he de tener descendencia. Ella tiene que admitirlo. ¡Llevamos ocho años casados! Es un plazo razonable. Me gustaría mucho ver a pequeños Thyme brincando por nuestra residencia, bajo la mirada vigilante de una institutriz de uniforme. Tú, ¿qué dices?». Léon observa fijamente a su amo, con una mirada que aspira a ser lo más benevolente posible, y reclina de nuevo la cabeza en el espacio que le corresponde. «El apellido Thyme tiene que pasar a la próxima generación y creo que ya ha llegado la hora…». Su hermano pequeño, Eduardo, acaba de anunciarle que su mujer está encinta. Ya tiene tres hijas y espera los resultados de la amniocentesis para saber si será varón o hembra. Si es un chico seguirá adelante; si no, habrá que recurrir al aborto. ¡Pobre Eduardo! Vive rodeado de mujeres y contempla con nostalgia el Ferrari rojo en miniatura que había comprado para el nacimiento de su primer hijo, convencido de que sería un varón. ¿Por qué estamos tan convencidos de procrear un varón a la primera? Por respeto hacia nuestro linaje sin duda, por deber con nuestros ancestros. Mañana, David se va a cazar a Escocia pero, a la vuelta, pasará por Londres e irá a visitar a su hermano.
Suenan las ocho en el relojito de oro que había pertenecido a un gran duque de Rusia, amante oficial de la bisabuela Thyme. David, sorprendido, echa una ojeada a las agujas. ¡Las ocho, ya! ¡Y no ha vuelto! ¡Es realmente necesario que hable con ella esta noche!, se dice David Thyme y crispa ligeramente los dedos contra el vaso de cristal. Sobre todo cuando le viene a la mente esa serie de llamadas telefónicas de alguien que cuelga inmediatamente, que le ha mencionado su mayordomo. ¿De qué se trata? O mejor, ¿de quién se trata? Podrían dejar un nombre, sería una mínima muestra de educación. La educación es una pérdida de tiempo en estos tiempos. Y el tiempo resulta algo tan precioso para todos aquellos que quieren hacer dinero… O hacer el amor. ¡Qué expresión tan horrible!, se lamenta dando un sorbo a la bebida. Tose y se levanta de golpe, alisando con la palma de la mano la solapa ribeteada de terciopelo de su chaqueta de andar por casa. ¡Es muchísimo más placentero imaginar, dejarse invadir por una emoción perturbadora al descubrir un tobillo escondido o un lunar en un resquicio de un escote! «¡Ay, Léon!», gime, y se deja caer otra vez entre los brazos del sillón. Acaba de acordarse de la comida que tuvo ayer con la bella Anaïs de Pourtalet, recientemente divorciada de un norteamericano innoble, que hace trapicheos en Wall Street. Ella llevaba una blusa blanca que dejaba entrever una especie de lunar postizo. Una piel delicada, un lunar perfecto y negro que resaltaba la textura blanca de la carne. Él se había pasado toda la tarde fantaseando, mientras la manicura del Ritz le hacía las uñas. Con ese detalle le había bastado: su imaginación había hecho el resto. «¡El verdadero deseo es eso, Léon, i-ma-gi-nar sin satisfacer jamás su sed bestial! O no satisfacerla hasta más tarde, mucho más tarde, como un desenlace extemporáneo del que uno podría prescindir perfectamente…». David Thyme no seduce, se deja seducir. Las mujeres le cogen, le dejan y vuelven, sin que él exprese el menor impulso hacia ellas. Se espabila siempre, sin embargo, para que esas maniobras que él califica de banales tengan lugar con la mayor frivolidad y la más perfecta elegancia. Nunca un reproche ni acritud, una conjunción de tono y humor inigualable. Así ha sido con sus tres exesposas, Béatrice, Cornelia y Greta. Tres adorables corrientes de aire. Las dos primeras eran demasiado bellas, demasiado delicadas. Jamás fornicó con ellas. Habría tenido la impresión de ensuciarlas. Se contentaba con mirarlas, con engalanarlas con joyas, con vestidos de grandes modistos, observándolas con la ayuda de su catalejo potente y fácil de manejar. Una pequeña joya de coleccionista que se lleva a todas partes. Greta, por el contrario, era una teutona sólida, creada para la maternidad. Él pensaba ya en la descendencia pero ella tuvo múltiples abortos espontáneos. ¡Mala suerte! Tuvo que separarse. Con Lucille era distinto. El hecho de que ella se hubiera criado en un suburbio le confería, a sus ojos, un matiz canalla que le estimulaba el apetito. A veces en la cama la trataba de fulana, o captaba la chispa fulgurante del dolor en la mirada que Lucille alzaba hacia él como un signo de interrogación, cuando era duro con ella o le decía obscenidades. Le gustaba humillarla, pero no demostraba nada. De niño, había aprendido de su institutriz austriaca el arte de no traicionarse, ni dejarse llevar nunca. You don’t show feelings. Le estaba infinitamente agradecido.
Así pues, esta mañana, mientras desayunaba, el mayordomo le había traído el correo y él había visto un paquetito marrón atado de cualquier manera. Lo había dejado reposar sobre la bandeja de plata para inspeccionarlo y abrirlo después. Porque iba dirigido a él. Lo había observado un par de veces antes de abrirlo, creyendo al principio que el envío estaba destinado a Lucille. Pero no… Entonces había sacado un minúsculo cortaplumas Fabergé de su bolsillo, un cortaplumas que procedía de una tía abuela que vivía en Venecia y poseía una colección divina de biombos japoneses que él había heredado. Había rasgado los bordes de ese sobre tosco que contenía un cuaderno. Era un cuaderno viejo, un cuaderno escolar, había deducido. Lo había hojeado, indeciso respecto al uso que debía darle. El huevo pasado por agua se enfriaba y él dudaba entre el deseo de saborearlo mientras aún estuviera caliente y el de abrir el cuaderno. Sus ojos, redondos y azules, iban de lo uno a lo otro. Había detectado un leve parecido con la caligrafía de su esposa. Una letra menos formada, más redonda, pero precisa y firme. En la guarda, en letra mayúscula, estaba escrito: DIARIO DE LUCILLE DUDEVANT. No figuraba prohibición alguna de leerlo. Así, se había tomado la libertad de leer algunas páginas, permitiendo, con disgusto, que el huevo pasado por agua se enfriara.