Devaluarse es propio de la mujer. El 99,9 por ciento de las mujeres creen sinceramente que no valen un comino. Que solo sirven para que las arrojen a los perros; es más…, a perros muy hambrientos que se pelean en los solares y lamen bolsas vacías de Purina. Siempre se consideran demasiado bobas o demasiado gordas o pusilánimes. Y sin mayor dilación, os diré que yo formo parte de ese 99,9 por ciento. Igual que mi amiga Agnès, que me lleva la contabilidad y permite que pague menos impuestos. La otra noche, mientras sofreía un pollo con cebolla en la cocina de su apartamento de cuatro habitaciones en Clichy, me confesó que estaba convencida de que era una nulidad mientras su marido le acariciaba las nalgas y aseguraba lo contrario. Agnès es contable en una empresa de informática, esposa y madre de dos hijos. Sus columnas de cifras son impecables, el suelo de su cocina huele a detergente, y su progenie siempre cuenta con un oído atento a sus problemas. Es esbelta, va bien vestida y usa un tinte de un tono caoba que disimula al momento la mínima raíz canosa. Ella ha arrastrado a Yves, su marido, a un programa para parejas con problemas, con el fin de que la rutina no se instale entre ellos y dejen de hablarse. Ya no se hablan, se escriben. Por la noche, cada uno en su lado de la cama, anota en un gran cuaderno las quejas acumuladas durante el día, y el domingo por la tarde, mientras los niños patinan en la avenida, intercambian las páginas y las comentan. Intentan hablarlo con calma, sin enfadarse. Agnès asegura que eso es lo más difícil. El otro día me confesó que se tomaba un tranquilizante antes de cada sesión. Además de eso, Agnès lee, se cultiva, tiene el vientre plano, se mantiene activa socialmente pero, a pesar de todo, cree que es una nulidad. Así que casi siempre se queda callada. Cuando yo le pregunto acerca de ese miedo y la animo a superarlo, siempre me contesta:
—Ay, Clara, tú no eres como las demás…
Pero sí: yo me muero de miedo. Siento canguelo cuando recojo el guante, tengo retortijones cuando cojo impulso, y un sudor frío cuando ya he cometido la bravuconería y compruebo los resultados (los estragos, normalmente) de mi audacia. Pero yo lucho contra este miedo inscrito en nuestros genes femeninos. Yo no quiero que eso me acoquine y paralice mi vida. Me entreno para que surja y una vez que lo he localizado, lo analizo e intento neutralizarlo. Es todo un curro. A veces lo consigo. Otras veces, gana el miedo y me deja más blanda que un chicle masticado.
—Tú siempre vuelves a ponerte de pie… Tú sabes defenderte… No eres una ingenua.
Es verdad, yo no soy ingenua. Yo llamo a las cosas por su nombre. Desde muy niña me acostumbré a mirar las cosas de frente. A la fuerza.
Clara Millet es cínica. Incluso podríamos decir que tiene el cinismo insertado en el cuerpo. Ella cree que el lado oscuro y tenebroso de los seres humanos tiene mucho más peso de lo que estamos dispuestos a admitir, y se rebela contra las mentiras, los intentos de adulación, las versiones rosas y edulcoradas. Clara Millet exige la verdad en cada frase. Está convencida de que uno se construye a partir de la realidad, sobre todo cuando esta no es agradable. Clara Millet está siempre dispuesta a descubrir, en su casa y en la de los demás, ese pequeño hatillo de ropa sucia, esos pactos pequeños y sórdidos. Ella tiene hambre de detalles «esclarecedores», de esos detalles que dicen mucho, que desvelan la porquería oculta bajo las bonitas apariencias. La vida no es un camino de rosas, debajo de las rosas hay purín. Clara lo sabe. Ella asegura que ese convencimiento íntimo le viene de la infancia. Cuando sorprendió al reverendo padre Michel a los pies de su tía Armelle. Clara tenía siete años, y al ver aquel bonito charco negro (el reverendo llevaba todavía sotana) derramado sobre el parqué, dio dos pasos atrás y espió desde detrás de la puerta. Él le decía palabras cariñosas y le cogía la mano. Tía Armelle sonreía y acariciaba la cabeza del cura. El mismo que decía misa los domingos por la mañana. Un hombre muy guapo, atlético y velludo, se le veía un vello negro en los dedos cuando repartía la hostia, y un vigor varonil en el puño cuando levantaba el cáliz. Todas las parroquianas, según Clara supo más tarde, tenían fantasías con el padre Michel durante los oficios, pero fue tía Armelle quien se adelantó y consiguió la veneración del reverendo sacrílego. A partir de entonces, Clara ya no volvió a creer en la imagen de felicidad que encarnaba su tía, una señora pulcra y sonrosada que hablaba de familia, amor, trabajo, respetabilidad, esfuerzos, dignidad. Mentía. En el mismo momento en que vio al cura arrodillado, Clara dedujo que el tío Antoine no estaba al tanto. Había dado media vuelta, aturdida. Poseía un secreto de persona adulta. De pronto se sintió muy importante, pero también tuvo la impresión de que le habían contado una sarta de cuentos. Se hizo mayor de golpe. Se volvió desconfiada, intransigente, intolerante. ¿Y si todo lo que la rodeaba no fuera más que una mentira? Aquello le produjo vértigo.
Por lo visto, a los doce años Clara Millet deseó morir. Muy en serio. Porque sintió que las fuerzas la abandonaban. Que se hacía mayor y que había perdido esa rabia infantil que te hace ser superlúcida. Eso es lo que había dejado como explicación en una notita sobre la mesilla de noche. Tenía el presentimiento de que si abandonaba el territorio de la verdad para refugiarse en el teatro de las bonitas mentiras creado por su tía, perdería no solo la razón, sino también la energía de vivir. Se tomó diez sobres de Aspégic 1000 y se acostó. Perdió mucha sangre (hemorragia interna, dijeron los médicos), pero sobrevivió. Concluyó que Dios no quería saber nada de ella. Tenía que vivir, costara lo que costara. Pero no como tía Armelle.
Se puso a exigir información. Se habría considerado una cobarde por no preguntar, cobarde por no querer entender. Era imprescindible que supiera. ¿Qué había pasado con el padre Michel? «Ha cambiado de parroquia —dijo tía Armelle—. Ya sabes, la crisis del clero». «Pero ¿tú has vuelto a verle, al menos? ¿Has tenido noticias suyas?». «¡Pero bueno, Clara! ¿Por qué habría tenido noticias del padre Michel yo, precisamente?». «Porque me parece que le tenías aprecio…». «Le apreciaba, pero eso no me unía a él de un modo especial». Mentirosa, mentirosa, rabiaba Clara, y miraba fijamente a tía Armelle quien, agobiada por tanto descaro, soltaba un «¡Y además, eso no es asunto tuyo!», que Clara consideraba la confesión de una pasión ilícita. Esa victoria arrancada a base de confundir a tía Armelle la animaba, e insistía. Y sus padres, ¿dónde habían fallecido? Lo mínimo era que la informaran. «Están muertos, pobrecitos», respondía indefectiblemente su tía. «¿Muertos, cómo?», preguntaba Clara. «Te lo explicaré cuando seas más mayor. Hay cosas que los niños no pueden entender…». El tío Antoine decía cosas parecidas: más adelante, más adelante… Nadie le contestaba. Y todos se lo reprochaban. Intentar comprender solo le reportaba complicaciones. Tenía la impresión de que su vida era cada vez más aterradora. Se calló. Intentó actuar como los demás. Vivir sin hacerse demasiadas preguntas, anestesiarse la mente. Pero, de vez en cuando, su necesidad de saber era más fuerte que ella, volvía a imponerse y la hacía tremendamente impopular. Y cuando afilaba la lengua y lanzaba una o dos verdades, era terrible: toda esa violencia que había reprimido durante tanto tiempo estallaba como un viejo volcán que despierta.
Es difícil vivir con una chica como Clara Millet.
Lo sé: esto es lo que me dice todo el mundo. Tengo mala reputación. Tengo fama de ser descarada, brusca. Dura de pelar, en resumen. Alguien que no tiene derecho a llorar, ni a que la mimen. Siempre que conozco a alguien, vaya donde vaya mi reputación me precede. Yo considero injusto que esta tozuda búsqueda de la verdad me prive de todo un mundo de sensaciones agradables, de sentimientos tiernos, de problemas y de renuncias. Y cuando le aseguro a Agnès que yo también me muero de miedo a veces, no me cree. Sé que no me cree: sigue removiendo su pollo con cebolla con la misma cadencia. No detiene ni un segundo el movimiento de la muñeca. Imperturbable.
—Para ti es distinto, no es lo mismo, ya lo sabes. Tú nunca has sido como las demás…
Agnès no ha dejado de probar la salsa con la cuchara de madera y Clara piensa en su vida. En su vida tan ordenada. Una vida normal. Porque lo que no es normal es ser soltera a mi edad. A los treinta y seis años debería estar casada y ser una madre de familia aposentada. ¡Pamplinas! La vida se la construye cada uno a solas y según su propia imagen. No sirve de nada querer encajar a cualquier precio. Ni tampoco perder la sensatez y acabar en la hoguera. Hay dos hechos de los que estoy segura: no tengo un céntimo y valoro las cosas de una forma muy personal. Estas dos constataciones hacen que tenga una vida emocionante y digna de ser vivida. No la cambiaría por ninguna otra.
Esa mañana, muy temprano, cuando había decidido morir, me sentí de repente más ligera: lo peor te hace libre. Por fin lo tenía todo controlado. Ya no tenía necesidad de aparentar ni de fingir. Ya no tenía ni reputación que mantener, ni apariencia que adornar, ni réplica que dar. Porque a mí me encanta burlarme de todo, jugar con las palabras, esconderme detrás de una carcajada; es una forma de distanciarme de la desesperación, de digerirla con un sarcasmo. Yo la elimino con la palabra precisa. Las tonterías, los pequeños traspiés de la vida, en cambio, me dejan tirada en el suelo. Destrozada, llorando. Soy experta en hacer una montaña de un grano de arena y viceversa.
Y así… de golpe… ya no tenía miedo. Ni montañas, ni granos de arena. ¡Y vivir sin miedo es muy excitante!
Esta mañana, pues, Clara Millet ha abierto los ojos al oír la radio despertador que Marc Brosset había puesto a las seis cuarenta. Como todas las noches que se queda a dormir en casa de ella. Veinte minutos antes de las siete, el tiempo de un pequeño revolcón, de deslizar la nariz fría por su cuello caliente y la rodilla izquierda entre sus muslos. Clara duerme acurrucada en el lado derecho de la cama. Marc Brosset ocupa por tanto el lado izquierdo, igualmente acurrucado. Es una norma establecida entre ambos.
Ella oye el despertador, oye una canción y oye la letra. Es una canción que ha escuchado a menudo, pero esa mañana oye las palabras sumida en una duermevela de madrugada de diciembre, justo antes de Navidad, cuando las calles heladas de París todavía están oscuras y los basureros ya no tardarán en pasar. No se filtra ninguna luz a través de los postigos que Marc Brosset cerró ayer, después de haber doblado el pantalón y colocado la camisa sobre el respaldo de la butaca de mimbre, junto a la cama. Ayer noche cenaron en casa de sus padres, Michel y Geneviève Brosset, maestros jubilados. Clara Millet se pregunta a menudo si lo que más le gusta de sus amantes son sus padres. Les coge verdadero afecto y a cada separación sentimental se le suma una ruptura familiar que a veces le resulta más difícil de sobrellevar. Por otro lado, ella siempre se las arregla para conservar buena relación con los padres de sus antiguos amantes, de modo que tiene una retahíla de exsuegros (algo poco común en una chica que no se ha casado nunca) a los que visita regularmente.
Ella escucha la letra y nota cómo Marc Brosset pega el cuerpo al suyo, le separa las piernas con la rodilla. «You fall in love ZING BOOM, the sky above ZIG BOOM, is caving on WOW BAM, you’ve never been so nuts about a guy, you wanna laugh, you wanna cry, you cross your heart and hope to die»… y se dice que ella nunca ha querido morir por este hombre, que ahora cuela una mano experta entre sus piernas y empieza a acariciarla. No hay duda, se dice, Marc Brosset es un buen amante. Sabe que hay que preparar a la pareja, abordarla con delicadeza, y no lanzarse sobre ella como un hombre hambriento. Es por eso, además, por lo que pone el despertador a las seis cuarenta. Es un buen amante que tiene unos padres amables; ayer noche, Geneviève Brosset le cocinó un salmón con bayas acompañado de calabacines salteados con albahaca fresca, sí, pero resulta que a ella le cuesta dejarse llevar por el delicioso movimiento de los dedos de Marc Brosset entre las piernas. A decir verdad, eso le irrita y despierta en ella una rabia interior que reconoce de inmediato.
Ayer, ella le quería. WOW BAM. Esta mañana, ya no le quiere. ZING BOOM. Es al otro a quien quiere. El otro, que sale huyendo cada vez que ella se le acerca un poco demasiado. El otro, cuyo nombre no osa pronunciar en la penumbra de su habitación por miedo a ponerse a llorar. Ni reír ni llorar, sino comprender, decía la abuela Mata cuando iba, entre lágrimas, a buscar consuelo a su lado.
Para empezar a Marc Brosset nunca le ha querido de verdad. Le apreciaba, tuvo ganas de probarle, de colgarse de su brazo, de que la remolcaran. Pero nunca ha querido morir por él.
Clara lo sabe. Desde siempre. Desde esa noche en que él cenaba solo en el Triporteur, y ella fue a ver si el dueño podía pasarle un pedazo de pan para comerse un bocadillo mientras miraba la tele. O esa otra noche en que Clara esperaba que el teléfono sonara y que el otro la llamara. Marc Brosset estaba sentado en una mesa del fondo, solo, con un libro abierto al lado del plato. Clara había torcido el cuello para ver el título del libro, pero no lo consiguió. Después lo había olvidado y le había observado. Buena pinta, unos cuarenta años, pelo corto, espalda recta, un polo Lacoste bien planchado y aspecto de estar cómodo con su soledad. François, el propietario del Triporteur, le había soltado: «¿Tienes un minuto? Te presento a un amigo mío, un tipo a quien quiero mucho…». Ella se había adelantado y había confiado en Marc Brosset, porque confiaba en François. Y él había sabido engatusarla. Con palabras. Su definición de la inteligencia, por ejemplo. O más bien la de Malraux. La inteligencia es: 1) la destrucción de la comedia humana; 2) el discernimiento; 3) la capacidad de imaginar. O algo parecido. A ella le había encantado esa definición. Sobre todo el primer punto. Retirar las máscaras. Ir a ver qué hay detrás. El purín bajo las rosas. Clara había vuelto a la infancia al oír esas palabras. Muy excitada ante tanta cultura. ZING BOOM, había caído en sus brazos esa misma noche.
A Clara Millet le encanta aprender. Cuando está triste se consuela con palabras, con anécdotas, con conocimientos nuevos. Esas bobadas que le devuelven el gusto por la vida. La historia del cuco que ha leído en la sala de espera del dentista. La hembra del cuco ocupa el nido de pájaros como el aguzanieves gris o el petirrojo para poner sus huevos. Localiza el nido de la especie que le conviene y consigue que huyan los padres porque parece un gavilán, se traga uno de los huevos de la puesta y coloca en su lugar uno de los suyos, que tiene un tamaño y un color parecidos. Después desaparece, dejando a la otra madre encargada de incubar su huevo. El polluelo de cucú se desarrolla más deprisa, nace el primero y expulsa a los otros huevos del nido para quedarse solo y ¡engullir todo el alimento que exige su enorme apetito! Una hembra cucú puede poner hasta veinticinco huevos que coloca así, al azar, con padres nutrientes, y ella se eclipsa sin remordimientos. Esta historia del cucú, descrita en un folleto del Consejo General de la Seine-Maritime, la había impresionado hasta el punto de olvidar que estaba en el dentista. Quizás el dentista era normando o tenía una casa de campo en Normandía. O bien le interesaban los pájaros. De pequeño soñaba con ser ornitólogo y sus padres le habían convencido de que ese era un oficio sin porvenir, que todos los pájaros acabarían manchados de fuel, mientras que la caries dental, con todas las porquerías que los críos engullen, tenía un gran porvenir. Sentada en la sala de espera del dentista-ornitólogo frustrado, Clara no dejaba de pensar en ese abandono a gran escala. De manera que en la naturaleza el instinto maternal no existe; es un invento del hombre. Para llenar periódicos y venderlos. Para culpabilizar a las mujeres que se sienten torpes con un bebé en los brazos. Marc Brosset no conocía la historia de la madre cucú indigna de ese nombre. Clara no tuvo ganas de compartirla con él. Se la contó como pudo, con la boca abierta y las encías anestesiadas, al dentista-ornitólogo frustrado, pero ni una palabra a Marc Brosset. Debería haber desconfiado. Eso era una señal. Una señal que ella no quiso mirar de frente.
Hay otras, por poco que lo piense a fondo. Los «detalles que matan», como ella los llama. Por ejemplo, cuando conoces a alguien hay detalles que matan el deseo como un rayo. Son cosas sin importancia si uno quiere de verdad, hasta la muerte, ZING BOOM, pero si se trata de un amor frívolo, son definitivas. Las faltas de ortografía en una carta de amor. O el bolso colgado al hombro. O un coche con un motor diésel. O también usar las llaves para rascarse la oreja.
En cuanto a lo de las faltas de ortografía, Marc Brosset está a salvo: es profesor de filosofía. Es excelente con las palabras, las frases, los subjuntivos, exfoliando las ideas. No hay motor diésel, ni bolso en bandolera al hombro. Él no lleva calzoncillos de Tarzán ni calcetines demasiado cortos. Él no se limpia los dientes con el cuchillo. Y ella ha acabado por considerarle guapo, seductor, inteligente. Por convencerse de que podía enamorarse de él.
Y olvidar al otro.
Este es el gran tema de su vida, olvidar al otro. Es casi una ocupación a tiempo completo. A veces lo consigue. Con Marc Brosset, por ejemplo.
Durante ciento ochenta y dos días exactamente.
La boca de Marc Brosset se desliza por su cuello hacia su seno izquierdo. La lengua de Marc Brosset se apodera de la punta de su seno izquierdo y Clara Millet nota que su cuerpo se tensa. Es necesario que se diga que no tiene ganas de morir por él. Si se calla, sabe que montará en cólera. Cólera contra él, en primer lugar; él, que no se da cuenta de nada y sigue chupándole el pecho izquierdo, luego el derecho, y desciende por encima de su vientre. Ella sabe lo que sigue de memoria. ¡Podría innovar de vez en cuando y cambiar de itinerario! Cólera contra ella, también, porque es ella quien se ha colocado en esta situación. Y no es la primera vez. No es la primera vez que se cuenta historias para olvidar al otro.
Clara Millet desplaza el cuerpo un centímetro para apartar la boca de Marc Brosset. Para mostrar su desacuerdo, sus ganas de estar en otro sitio, lejos de él. Pero él retoma su tarea con la humildad y la paciencia de un monje benedictino que copia antiguas fórmulas para destilar licores en viejos pergaminos. Marc Brosset es un buen alumno. Aplicado, casi eficaz. Si ella no le para ahora mismo, el placer automático surgirá y aplazará la cólera para más adelante. Para otra oportunidad, otra mañana. Pero el problema siempre estará allí. Y además, estará la vergüenza. La vergüenza de haber sido cobarde, de haberse dejado poseer por el vientre.
Bastaría una palabra, una pequeña palabra murmurada en voz baja, una palabra que tiene la forma de un nombre, del nombre del otro, para que ella le envíe a paseo, para que se despegue de esa boca-ventosa que se pasea sobre su cuerpo. Pero Clara no quiere pronunciar esa palabra. Entonces se aferra con todas sus fuerzas a la hembra cucú y admira su egoísmo, sus formidables ganas de vivir. Ni hablar de pasarse horas holgazaneando en un nido, dando calor a un retoño que, más tarde, echará a volar sin la menor gratitud; ella echa a su progenie y se espabila. ¡Que otra se quede de plantón en su lugar! ¡Que otra se mate para alimentarle, asearle, enseñarle a volar! Ella vive su vida. Ella no se sacrifica. La abnegación siempre es sospechosa, piensa Clara sintiendo la sábana que se desliza sobre sus piernas, seguida de la boca de Marc Brosset.
Sí, pero, se reprocha Clara Millet, yo también vivo como la señora cucú. Yo nunca me he sacrificado por los demás. Yo siempre he atendido mis deseos sin escuchar las quejas de los demás. Entonces, ¿por qué me quedo muda frente a Marc Brosset? ¿Por qué no le exijo que coja sus historias y desaparezca de mi vida? ¿Por qué? ¿Por qué no se interrumpe al amante en pleno «combate» sexual? ¿Porque no es de buena educación? ¿Porque eso podría traumatizarle y volverle impotente con la siguiente? ¿Porque no tengo nada que reprocharle? ¿Porque sus padres tienen el gusto exquisito de quererme y mimarme? O porque, en el fondo, me muero de miedo de quedarme sola. Él es guapo, es un buen amante, conoce la definición de la inteligencia de Malraux, no está casado, no ronca, me lleva a buenos restaurantes, a ver obras de teatro a barrios periféricos, donde a mí nunca se me habría ocurrido ir, no me da vergüenza ir de su brazo, no dice burradas en la cola de los cines, escribe artículos brillantes en periódicos inteligentes, no es sobón, nunca ha puesto su cepillo de dientes en mi vaso, ese vaso azul cielo que compramos, el otro y yo, en Murano…
Murano, cepillos de dientes, vaso azul cielo.
¡Oh!, querría morir…, se dice Clara al notar el agua que brota bajo sus párpados como un plumaje que le hace cosquillas. Plumas de pájaros, suaves y ligeras, apenas saladas. Las plumas de las gaviotas de Nueva York, plumas blancas y sucias que el otro incorporaba a sus telas. ¡Querría morir, querría morir! Ya no tendría que hablar, ya no tendría que explicarme, no tendría que esperar. Esperar siempre.
Marc Brosset se pone encima de Clara y, con un suave movimiento de vaivén, emprende la fase final de la cópula. Esa que debe llevarles a ambos hacia el placer compartido, el placer loco que hace estallar las sienes y ahuyenta al cucú. Clara Millet apoya la mano sobre la espalda de su amante, traba las piernas alrededor de sus riñones y reconoce ese placer familiar. A pesar de todo, es agradable, se dice, tengo que dejar de pensar. Este es mi problema: pienso demasiado. Cuando se hace el amor, no se piensa. Pero las plumas revolotean en su cabeza, y, sin separarse de la espalda ahora poderosa y eficaz de Marc Brosset, la invade otro tema de preocupación. Ayer leyó en un periódico que en España habían encontrado un fósil de pájaro de hace ciento quince millones de años. Un fósil mitad reptil, mitad pájaro dotado de alas. En un destacado se precisaba que las plumas derivaban de las escamas de los reptiles. El pájaro, antes de ser un pájaro, debía de haber sido un dinosaurio, un dinosaurio pequeño, y sus escamas se habían transformado progresivamente en plumas. ¿Para protegerle del calor o del frío? ¿Para atrapar mejor a sus presas? ¿Para escapar de los grandes dinosaurios que se lo comerían de un bocado? Pero, en cualquier caso, las plumas no son más que escamas con flecos. ¿Y quién apareció primero, el ala o el pájaro? Ella no le ha dicho ni una palabra a Marc Brosset. Otro síntoma de que su historia está totalmente acabada.
Marc Brosset, encima de Clara, suelta un jadeo y ella responde imitándole. Tuerce un poco los dedos de los pies, tensa el vientre debajo del de su amante, ciñe su espalda, suelta un gritito de pájaro caído del nido para que él quede satisfecho de su tarea matutina. Que tenga una prueba material de que ella le ha seguido a la perfección en su búsqueda del orgasmo. Esta no es la primera vez que Clara hace eso, él solo ve fuego, solo viento. La pluma que se lleva el viento… Una lágrima brota de su ojo derecho, el que está pegado a la almohada. Ella nota la suavidad de la tela bajo las pestañas que bate para retener la lágrima.
—¡Oh! ¡Querría morir! —dice ella otra vez dándose la vuelta sobre el lado derecho para disimular esa lágrima.
—Siempre pasa eso cuando se hace bien —afirma Marc levantando la cabeza hacia el despertador de cuarzo, que ahora marca las siete cero siete—. ¡Caray! Me he perdido el principio de las noticias… ¿Crees que habrá pasado algo extraordinario mientras dormíamos? Siempre me gusta escuchar las primeras noticias, las de la mañana, es una especie de sorpresa. ¡Me digo que voy a enterarme de una noticia formidable o terrible!
No. Ella no tendrá la valentía de decírselo. No ahora, cuando está tan feliz por empezar este día.
Él se levanta de un salto y va a ducharse. Ella siente pena por él. Hay tanta alegría en ese salto matutino…, ese salto lleno de esperanza, de apetito por la vida. Una nueva jornada en perspectiva y tantas cosas por saber, por explicar, por analizar. ¿Sobre qué realidad está construido Marc Brosset?, se pregunta Clara. Sobre su trabajo, sus padres, sus colegas, sus artículos… ¿Dónde está el fallo? ¿El purín bajo las rosas? Clara no olfatea nada. ¿Una ligera rigidez en el cuello? ¿Falta de elasticidad en la cara? ¿El pelo demasiado corto? ¿Un torso blanco, prieto, lampiño? Ella no suele reírse a menudo con él. La vida es terriblemente seria. Como una clase de doctorado. Ella no tiene ocasión de hablar muy a menudo. Él pone a prueba sus ideas con ella, pero no escucha la respuesta. Clara incluso nota cómo se impacienta si ella le da la réplica: Marc la interrumpe antes de que termine de exponerla. Hoy, él tiene que terminar un artículo para Le Monde. Tema: Francia vive por encima de sus posibilidades y no hace lo que debería para adaptarse a un mundo competitivo. Él expone todos los miedos corporativistas de los franceses ante la emergencia de Europa y las nuevas leyes económicas que van a regir nuestro país. Si no cambiamos, lo perderemos todo, incluida nuestra cobertura social de la que estamos tan orgullosos. Hay que impedir que el miedo se apodere de los franceses: el miedo al cambio, el miedo a una sociedad nueva, el miedo, ese veneno que nos paraliza. Él ha dejado una hoja tirada cerca de la cama y Clara intenta leerla al revés: «Tendría que producirse, desde las bases a la cúpula, una toma de conciencia sobre la necesidad de adaptarse. La tranquilidad del Estado tutelar ha impedido que eso se produzca. El Estado está hoy al borde de la quiebra. Ya no es posible financiar empresas fallidas, mientras se garantiza la educación gratuita y se prolonga la vida humana…». Ayer, Marc le leyó este pasaje del que se siente satisfecho. Para él es un tema inagotable. Él no quiere que Francia caiga en el sistema norteamericano que amputa salvajemente los programas sociales ya que, según predice, la sociedad norteamericana se desplomará, víctima de su egoísmo y de su voracidad. Europa debe ser social, pero la sociedad francesa debe aceptar el cambio. La verdadera riqueza de una sociedad son las personas que la componen, no la economía. Él debe de estar meditando bajo la ducha, buscando cifras, hechos que llevarse a la boca para enriquecer su texto. Ella le oye silbar, subir el volumen de la radio que cuelga del grifo. Es un artilugio que ella le ha comprado. Al principio de su historia. Para que escuche las noticias de las siete. Es una prueba de que le has querido, cuando menos, se dice abrazando su almohada de plumas. Eso es una prueba. Te gustó la idea de que este hombre inteligente, este hombre que tú, de entrada, juzgas superior a ti, te escoja y te hable. Tú valoras que un hombre brillante, culto, se incline hacia ti y te escoja. Él es el Príncipe Azul que con un beso te trasplanta un cerebro. No vas a destruirlo todo por culpa de una cantante islandesa, un cucú y un dinosaurio con plumas. Hay que darle otra oportunidad. Quizás volverás a encontrarle el gusto a Marc Brosset…
El otro decía siempre que no hay que sufrir, que hay que vivir como si fuéramos a morir mañana. Y si yo tuviera que morir mañana, ¿me quedaría con Marc Brosset?
Clara mordisquea una punta de la almohada y promete ser objetiva. Sopesarlo todo bien. Se queda un buen rato inmóvil, escuchando los ruidos de Marc Brosset en el cuarto de baño, luego en el rincón cocina donde se prepara un café y tuesta sus dos rebanadas de pan blanco, la brusca puesta en marcha de la tostadora, el ruido del exprimidor eléctrico cuando él coloca una naranja para obtener su dosis de vitamina C. Pan blanco, vitamina C, orgasmo matinal, Marc Brosset es un hombre sano y organizado. Ella extiende una pierna, extiende un brazo. Dormir sola no le da miedo. Sabe conseguir un hombre para una noche. Ir al cine, ir al mercado, coger el coche y pasar un fin de semana en casa de sus amigos, leer envuelta en su salto de cama, escuchando a Scarlatti y saboreando una taza de té aromático. Liarse un porrito viendo una película porno, acariciarse delante de la tele. Es capaz de hacer todo eso sin compañía. No necesita un hombre al lado para participar en la vida del ancho mundo.
Clara se pregunta una vez más si esta capacidad de vivir sola proviene de la ausencia de sus padres. Ella nunca ha tenido un modelo de pareja que llevarse a la boca. El único con quien forma pareja es su hermano Philippe. Momentos de verdadera intimidad que se remontan a su infancia común. Y sus amigas: Agnès, la del pollo con cebolla en su piso de cuatro habitaciones de Clichy, Joséphine, Lucille. Todas han vivido en el mismo edificio, han ido a los mismos colegios. Philippe, Clara, Agnès, Joséphine, Lucille y el otro, ese cuyo nombre no quiere pronunciar, formaban una pandilla. Las pandillas, no hay nada mejor en la vida cuando eres pequeño.
Crecieron juntos. Los chicos eran los jefes, como es natural. Eran los más altos, los más fuertes y, además, eran los chicos. Nunca se separaron. De vez en cuando, las chicas cenan o comen juntas y hacen balance. No se dicen necesariamente gran cosa. Verifican que todas están ahí. Esta es mi familia, se dice Clara Millet mordisqueando la punta de la almohada que compró a los Traperos de Emaús. A cinco francos cada una. Bordadas a mano. Clara había acompañado a Lucille a quien le gusta buscar gangas, y esta había descubierto la pila de fundas de almohada debajo de un montón de sábanas viejas, amarillentas. Era la época en que Clara se instalaba en su apartamento de la calle Bouchut. Aún se veían, con el otro. Con intermitencias, pero se veían. Ya hace seis meses que no sabe nada de él…
No, si tuviera que morirse mañana o dentro de ocho días, iría a buscar al otro, le agarraría del cuello y le pediría veinticuatro horas u ocho días de felicidad.
Esperará a que Marc Brosset se haya terminado el desayuno, a que se haya puesto la camisa colocada sobre la butaca de mimbre, el pantalón, la parka… Le hablará. Vestido será menos vulnerable. No le comunicas a un hombre desnudo que ya no le quieres. Le dirá que ella debe morir pronto y que él no forma parte del programa de sus últimos días. Que tiene que encontrar al otro. Nunca le ha hablado de él. Clara mira el despertador de cuarzo: las ocho menos cuarto. Él está a punto de marcharse. Ella está a punto de decírselo. El timbre del interfono interrumpe sus pensamientos.
—¿Esperas a alguien? —pregunta Marc Brosset poniéndose la camisa blanca.
—No —contesta ella, coge la bata y va hacia el interfono.
Descuelga el auricular que hay junto a la puerta. ¿Y si fuera el otro que vuelve? Ha pensado en él tan alto que ha debido de oírla.
Escucha y cuelga, decepcionada.
—Es de Darty… por lo de la cocina… El horno no funciona…
—Habérmelo dicho… Le habría echado un vistazo…
Además es un manitas, piensa ella suspirando. ¿Qué me pasa? Pero ¿qué me pasa? Después recupera la compostura: tengo que volver a ver a Rapha, si no me muero… RAPHA. Ha dicho su nombre. RAPHA. RAPHA MATA. Oye el ruido del traqueteo del ascensor. No es momento de llorar. Marc Brosset se ha acercado y la abraza.
—¿Te llamo esta noche? ¿Vale? ¿Qué haces esta noche?
Ella no lo sabe. Ya no lo sabe. O sí: esta noche, verá a Rapha. Va a invitarle a cenar. Le cocinará un pollo Cocody. Sonríe al pensar en ello, y le acerca la mejilla a Marc Brosset que le ha apoyado su mano ancha de amante perfecto sobre la nuca y juega con los tirabuzoncitos de pelo que se le forman tras las orejas.
—¿Esta es mi recompensa? Yo quiero un beso de verdad…
Él le sujeta la nuca y sonríe tiernamente. Ella detesta sus palabras, detesta su ternura pero se presta distraída. Él la mira, triste, decepcionado, y abre la boca para iniciar una discusión, cuando el timbre de la puerta de entrada les taladra los tímpanos. Ella se despega y abre la puerta a su amante y al técnico de Darty. Los dos hombres se cruzan en silencio. Clara le enseña el camino a la cocina al hombre uniformado, se despide con la mano de Marc Brosset, que baja las escaleras con la cabeza vuelta hacia ella, y le grita que tengas un buen día a uno, ahora voy al otro, vuelve a su habitación, se tira en la cama, busca a tientas el teléfono, lo encuentra por fin bajo el somier y marca el número de Rapha.
Clara tiene el don de hablar con cualquiera de cualquier cosa. Entra de lleno en la vida de la gente y recibe toneladas de confidencias de perfectos desconocidos. Basta que la dejen vagar por las calles, para que emprenda grandes debates sobre Dios, el amor, el deseo, la pareja, los agujeros de la capa de ozono o la alimentación de los terneros. Cada vez que su hermana se mete en digresiones de altura, Philippe le cierra el pico con réplicas a ras de tierra. Cuando ella aborda el problema de los ángeles, del demonio, del cielo y del infierno —tal como le enseñaron en el catecismo—, él se encoge de hombros y replica: «El cielo y el infierno se viven en la tierra. Porque tenemos conciencia. Y la conciencia fabrica remordimientos y los remordimientos impiden vivir. Uno cosecha lo que ha sembrado en la vida. Lo pagas en la tierra, y punto final».
Clara pone los pies en el parabrisas del Saab. Sabe que él se pondrá furioso pero que no se atreverá a decir nada. Él suele burlarse de las personas que acarician su coche permitiendo que les pillen en flagrante delito de maníacos del automóvil. A ella le gusta que su hermano la lleve en coche. Le gusta su compañía. Aunque no hablen mucho. No lo necesitan. Él le lleva dos años justos. A ella le gusta todo de él, cuando se suena o se rasca la nariz, cuando eructa o se ríe como un tonto tocando la bocina, cuando pone varias veces seguidas la canción de Aznavour «Emmenez-moi». No necesita demostrar que es el más grande, el más fuerte, el más inteligente. A ella le importa un bledo. Este chico tiene límites, se dice algunas veces, pero ¿hay algo ilimitado aparte del cielo? Y a mí sus límites me van bien. Yo sé lo que esconden su sonrisita socarrona que se aparece y desaparece en un momento, ese esmero en cultivar la frivolidad y reírse de los temas existenciales que yo saco a cada momento, su propósito de no preocuparse nunca por los problemas mientras no se conviertan en montañas y le priven la vista. Hay quien le considera superficial y frívolo. Yo sospecho que solo es superficialmente superficial.
El sol, un tenue sol invernal, amarillo y pálido, brilla detrás de un cielo gris y pesado, y Clara se pregunta quién ganará, el sol o las nubes. Ella apuesta por el sol y esa idea la lleva a arrebujarse de placer en la chaqueta de cuero negro que ha comprado por doscientos francos en el mercado de las Pulgas de Bagnolet. «¡Doscientos francos, te das cuenta!», había alardeado delante de Philippe. Revoloteó para que él apreciara la línea, palpó la chaqueta y le dio la vuelta a todas las costuras. «Eso no quita que sea rara —le había respondido él—. ¡Sobre todo con tus botas negras y ese vaquero demasiado corto! ¡Yo, a las chicas que visten así, me las llevo directamente a la piltra! ¡Ni siquiera les dirijo la palabra, solo para preguntarles cuánto cobran!».
Ese es el problema con Philippe: nunca la valora. Normal, es su hermano. Y además, él, él siempre va elegante. Sin esforzarse. Sin pasarse horas delante del espejo o en las tiendas. Es la clase de hombre que con cualquier cosa va bien vestido. Incluso Lucille, la refinada, lo reconoce. «Tu hermano es tan guapo, tiene tanta clase…». Clara se hincha, como una madre repantigada en un banco público cuando alaban a su hijo querido. Bien abrigada con su chaqueta, piensa en el sol y las nubes, en los tejados de París. Si gana el sol, me pondré de buen humor, esta noche, y cocinaré pollo Cocody para Rapha. Él habrá oído mi mensaje y vendrá a cenar, seguro. Ha de venir a cenar y he de hablar con él una vez más.
—He decidido romper con Marc Brosset…
Philippe la mira, intrigado, luego se fija en los pies de su hermana y de pronto le parecen demasiado grandes. Y muy peligrosos: le destrozará el parabrisas con esos dos zapatones. No sabía que ella tenía los pies tan grandes. La examina de perfil y se pregunta qué otro detalle físico se le ha pasado por alto. Sabe que es morena, que tiene el pelo corto, una boca grande, la piel blanca, senos pequeños, piernas largas y…
—¿Cuánto mides? —le pregunta.
—Un metro sesenta y ocho…
Pero él no habría sabido decir su talla, por ejemplo, o el color exacto de sus ojos. Azules pero no exactamente azules. Salpicados con unos puntitos marrones, quizás. O amarillos. O de un verde grisáceo…
Clara coge una chocolatina olvidada en la guantera y la desenvuelve con cuidado, el ceño fruncido, aparentemente concentrada en el papel del envoltorio.
—¿Estás enamorada de otro?
—No… ¡Si estuviera enamorada, mediría un metro setenta y cinco!
Se pega al asiento, se echa hacia atrás, arruga el papel, lo tira al suelo y se pasa la chocolatina del carrillo izquierdo al derecho, con lo que forma una gran barra en el interior de la mejilla y un poco de saliva marrón se desliza sobre su mentón.
—¡Creía que habías dejado de comer dulces!
—Empiezo dentro de diez minutos. ¡A condición de que Martin no deje las chocolatinas tiradas en tu guantera!
Martin es el hijo de Philippe. Y de su exmujer, Caroline. Estuvieron casi seis años juntos y se separaron. Sin decirse nada. Martin tenía dos años. «Es para cumplir con las estadísticas —explicó Philippe—. De cada dos parejas una se divorcia, y faltaba una para llegar a la cifra. Somos abnegados…».
—Da bastante asco mirarte…
—Pues alégrate la vista mirando a la carretera… ¡Pasan un montón de chicas!
—En invierno, no se las ve. Van muy abrigadas…
—Porque tú solo miras el envoltorio físico… ¡A mí lo que me interesa es el alma!
El semáforo se pone rojo. Cruza una giganta escandinava con una larga cabellera rubia derramada sobre el cuello levantado de su abrigo. Lleva las uñas pintadas de verde.
—¿Lo ves?… ¡Ni un mínimo trozo de carne a la vista! En cuanto a su alma… —suspira Philippe.
Sigue con la mirada a la giganta escandinava, luego pone la primera y arranca. Hay una obra en marcha al otro lado de la calle. Unos hombres con casco blanco y mono azul trabajan sobre unas viguetas. Las planchas están colocadas por todas partes, dibujando un circuito de pasarelas. Los obreros van de una a la otra sin miedo, con la soltura de una bailarina sobre su cuerda. Han encendido un brasero en la planta baja y hay unos cuantos calentándose las manos, y riendo, antes de volver a subir. Al final el sol se ha colado por detrás de las nubes, y Philippe visiona un orden perfecto. Hombres contentos de trabajar, seguros de sus manos y de su oficio, que se dejan acariciar por un sol tímido de primera hora de una tarde de diciembre. Se llaman a voces, estallan en carcajadas y se lanzan pullas mientras golpean sobre los remaches. Dentro de unos días, la gran carcasa de la obra cobrará vida. El arquitecto verá entonces si todos sus planos se desarrollan como él ha imaginado, inclinado sobre la mesa de diseño. Esta tercera dimensión que a él se le escapa siempre cuando dibuja… Esta aprehensión de saber si sí o no, si todo eso que ha concebido va a tomar forma o si corromperán una parte de sus sueños, dando un aspecto completamente distinto al conjunto. Él siempre siente miedo escénico… Ha leído una entrevista de Woody Allen en la que decía exactamente lo mismo hablando de sus películas. Uno parte de una idea, que se pierde por el camino cuando ruedas, y en la película terminada raramente se reconoce la idea del principio. Con una obra pasa algo parecido. Pasa algo parecido con todo. Uno dibuja líneas rectas y la vida las hace curvas, concluye Philippe observando el bullicio de la construcción. Mira el reloj y se pregunta si va a llamarla. La última vez se pelearon. Él se marchó dando un portazo. Ella no se decide a dejar a su marido. «¡Lo que no te decides a abandonar es su dinero, la comodidad en la que él te permite vivir! —gritó Philippe—. Díselo, sería mucho más simple y más honesto…». Ella le respondió fríamente: «Exacto, ¿y después? ¿Qué puedes ofrecerme tú? Ser arquitecto ya no es una profesión con futuro, ¿o sí?». Él se marchó, furioso y humillado. Sabe que ella tiene que estar en París esa mañana o al día siguiente. ¡Mierda, cómo le gusta follar con ella! Desde que se separó de su mujer, no ha dejado que nadie se instalara en su casa. Por ella, está dispuesto a hacer sitio en su estante del cuarto de baño. Dispuesto a presentársela a Martin. Dispuesto a acogerla, y con todo lo que eso conlleva… Él no se enamora fácilmente. Demasiado desconfiado. Y además, las dos o tres veces que le ha pasado eso, siempre ha terminado mal. La chica se iba. A él le costaba demasiado reponerse. Veladas enteras, solo en casa, papeando pasta con gruyer. Mirando cómo se alargaban esos largos filamentos de queso. Comía hasta reventar, y después se desmoronaba en la cama y roncaba. Solo disponía de la pasta para amortiguar el dolor. Hoy, siente que está otra vez al borde del precipicio. Normalmente, se obliga a pensar con crudeza para reducir a la mujer a un tema de consumo, sin invertir sentimientos: grandes tetas, buen culo, un trueno en la cama, una guarra de campeonato. Las groserías exorcizan la tentación de la ternura. Hace el amor como un patán y le va muy bien. Si no, la emoción paraliza el deseo.
—¿Qué le reprochas a Marc Brosset? No hace ni un mes, y te cito, era el tipo más inteligente, el más comprensivo, el más tolerante, el más abierto, el más cultivado del mundo y muy buen polvo, pfff…
—¡Es que, esta mañana, he comprendido que nunca querré morir por él! No le quiero bastante.
—¡Uno no está obligado a morir por todos los tipos ni por todas las chicas que uno se tira!
—La diferencia entre tú y yo es que yo no me tiro a nadie. Yo busco el amor, el gran amor…
—¡Pues no tienes éxito!
—Es mejor que tirarse a cualquiera…
—Eso depende. ¡Así no te dejas la piel!
—Vivir economizando no me ha interesado nunca…
A mí tampoco, piensa Philippe observando el perfil obstinado de su hermana. Pero ¿hay forma de hacerlo de otro modo? Extiende la mano hacia la guantera del coche para sacar un CD. Intuye que la conversación va a convertirse en un gran debate sobre el amor, la vida y el tiempo que pasa, y no tiene ganas de participar. Si Clara pudiera tomarse la vida de forma menos trágica…
—¿Te has hecho la prueba? —le lanza Clara.
—No.
—¿Vas con cuidado?
—Casi siempre…
—¿Y por qué?
—Porque no siempre pienso en ello. Hoy en día, si crees todo lo que te cuentan, vives con un condón en la cabeza. Dejas de beber, de fumar, no follas, no respiras, no papeas.
—Lo cual no impide…
¡Ahora, ella tritura los botones de su enorme chaqueta negra y, con toda seguridad, piensa en su muerte cercana!
—¡Deja de comerte el coco, hermanita!
Clara tiene de repente unas ganas terribles de acurrucarse junto a él. Ganas de que la coja en sus brazos y le murmure las mismas palabras que cuando eran pequeños y ella tenía miedo. «Estoy aquí, Clarinette, y te protegeré siempre». Ella se contenta con pasarle la mano por la nuca. Él tiene un pelo bonito, castaño, oscuro, ondulado, denso. Ella tiene la sensación de que con una simple presión de los dedos contra la piel de su hermano, recupera las fuerzas. Cierra los ojos y deja que la mano descanse sin moverse más. Trata de seguir mentalmente la ruta que hace Philippe por las calles de París. Cuenta los semáforos, los giros a la derecha, a la izquierda, intenta orientarse. Un día, cuando era muy pequeña, Clara quiso rizarle el pelo a su muñeca Véronique y la quemó. Había apoyado el rizador de tía Armelle sobre el vientre de la muñeca. El vientre y el brazo derecho se habían fundido, desprendiendo un olor a goma chamuscada. Cuando retiró el acero, unos largos filamentos rosas y negros colgaban del rizador hasta el cuerpo de la muñeca. Clara lloró abrazada a Véronique. Había ido a buscar a su hermano. Philippe había auscultado el cuerpo chamuscado, una mezcla repugnante de rosa y carbón, y le había sugerido plantar a Véronique en una gran maceta con tierra, regarla cada día, decirle palabras cariñosas para que la herida cicatrizara. «… Una mañana, cuando te despiertes, tu muñeca no solo estará curada, sino que habrá crecido, será más bonita. Apenas la reconocerás». Juntos habían metido a Véronique en un gran tiesto con tierra y todas las noches, siguiendo su consejo, ella había echado el agua de la gran regadera roja que utilizaba tía Armelle para sus plantas. Una mañana, oh, sorpresa, en lugar de la muñeca quemada y ennegrecida, había una Véronique peripuesta y bonita, más grande que la otra y con el vientre intacto. «¿Lo ves? —había dicho Philippe—. ¡Ha funcionado!». Más tarde, ella había intentado hacerle confesar que había sido él quien había reemplazado la muñeca durante la noche, pero él le había jurado en todo momento que eso era la magia del amor. Clara había terminado por creerle. Ella siempre se cree lo que le cuenta su hermano. Sin él, se dice, sintiéndose de pronto terriblemente sentimental, estoy perdida. Tiene ganas de llorar, pero se contiene. Sigue hablando, pero tiene la sensación de mascar las lágrimas con la boca.
—He decidido que si Rapha no volviera, yo me moriría… Me doy un mes, no…, una semana… No quiero seguir viviendo sin él. No me interesa…
Philippe suelta un gran silbido, como si acabara de ver una boa constrictor limpiándose los anillos encima del semáforo rojo. Desvía la mirada del retrovisor a una plaza libre en la calle, aparca y apaga el motor. Luego se vuelve hacia su hermana y le pregunta, muy bajito:
—¿Todavía le quieres?
Ella asiente, con los ojos llenos de lágrimas.
—Tengo la sensación de esperarle a todas horas…
—¿Y todos esos tipos que conoces?
—Lo intento, hago todo lo que puedo pero…
—«La gran tragedia de la vida no es que el hombre muera, sino que deje de amar». Cito, pero he olvidado el autor…
—No sabía que fueras tan erudito.
—Tú no sabes nada de mí —suspira él—. O en todo caso, unos detalles tan superficiales que ni siquiera vale la pena hablar de ellos. Es agotador, es agotador que tu propia hermana te comprenda tan mal…
Es un juego entre ambos. «Es agotador, es agotador…», canturrea Philippe a propósito de cualquier cosa y saca el tema del desatendido, del incomprendido. Pero esta vez, Clara no le replica. Está rígida, en su rincón, minúscula dentro de su enorme chaqueta de cuero negro. Philippe se acerca y la coge en sus brazos. Este gesto de ternura es tan raro en él que todos los diques que, desde esta mañana, contenían las lágrimas de ella, se rompen de golpe y Clara estalla en sollozos. Él la deja llorar, la abraza un poco más fuerte, le da palmaditas en la cabeza.
Él sería incapaz de llorar como Clara, pero la retiene en sus brazos para aprovecharse de sus lágrimas, de su vulnerabilidad, de su sufrimiento por vivir sin Rapha. Él envidia a Clara esa capacidad de abandonarse. Estará mejor después, se sentirá más ligera cuando él quede cargado de su amor contenido, sordo ante su ansia de amar de nuevo. De niño, Philippe se había peleado tanto contra la mediocridad, contra la crueldad banal de su vida, la vida de los dos, que tiene el corazón blindado. Puso tanto ardor en proteger a esta hermana pequeña, empleó todas sus fuerzas cuando era un hombrecito y de más mayor, que luego ya no ha sido capaz de preservarse a sí mismo. Las mujeres pueden cogerle y dejarle, está indefenso. Cuando Caroline quiso casarse, él dijo sí, cuando ella quiso un hijo, él dijo sí y cuando ella quiso marcharse, no la retuvo. Como si no le afectara. Philippe creyó, en un momento dado, que Rapha tomaría el relevo. Y Rapha había tomado el relevo. Clara, Rapha, Philippe. Los tres formaban una familia. A Philippe le gustaba Rapha. Le gustaba el amor de Rapha y Clara. Había sufrido con su ruptura. Sabía además que Clara era la única responsable. El amor es egoísta, el amor es brutal, el amor es peligroso. Clara había sido egoísta y brutal. Sin saberlo, sin duda. Por culpa de su historia. Una historia que él había intentado borrar, rectificar, cicatrizar. No había conseguido curar a su hermana de su infancia. Era una especie de culpa que sentía desde… Un peso sobre las espaldas. Lo sabe. No le gusta pensar en ello. Porque, entonces, vuelve al pasado y se convierte en impotente, en un niño pequeño.
Pero tampoco quiere que Clara tenga el mismo destino que su madre. Que el presente sea un calco del pasado. Nunca le ha dicho la verdad a Clara, para permitirle la esperanza de vivir su vida, su propia vida, pero allí, en el coche, con la cabeza de su hermana apoyada en el hombro, piensa en su madre, muerta por amor. Suicidada. Porque su padre se había marchado con otra y ella se negaba a vivir sin él. Philippe lo daría todo, todas las fuerzas que le quedan, para que Clara no sufra el mismo fin trágico. Tendencia mórbida, había declarado el médico que trataba a su madre y la atiborraba de antidepresivos. Tendencia mórbida… El puñado de somníferos, el coche lanzado a toda velocidad, el sueño que vence y el árbol que espera su presa. El amor es egoísta, el amor es brutal, el amor es peligroso. Ella se había ido para siempre olvidando que tenía dos hijos pequeños. Apenas tenía veintiocho años, dejándoles a los dos con su cuñado y su mujer, Antoine y Armelle Millet. El día que Clara había celebrado sus veintiocho años, Philippe había sentido un alivio inmenso. El miedo, el miedo principal de su vida, se desvanecía y él había relajado la vigilancia. La mayoría de los hombres tienen miedo. Normalmente, no saben por qué. No quieren saber por qué. Alardean de que este sentimiento, el miedo, no es propio de hombres, hay que dejárselo a las mujeres. Pero ellos se mueren de miedo y avanzan a ciegas jugando su papel de buenos soldaditos. Se cubren de medallas, de galones, de títulos, y esconden su pena más grande de niño pequeño bajo una mandíbula prieta. Aquel día, en la sala del restaurante donde celebraban el cumpleaños de Clara, Philippe había conseguido identificar ese miedo sordo y tenaz, y se había sentido fuerte, más fuerte que el destino, tan fuerte incluso que había estado a punto de aplastar a Clara entre sus brazos. La había apretado contra sí, la había apretujado como a una ahogada arrebatada a las aguas negras, como a un bebé que acaba de nacer y a quien exponemos, triunfantes, a la luz del día. Sentía tanto alivio al haber vencido al destino de un modo que le hacía fuerte y libre, que ya no era capaz de soltarla. Poco tiempo después, se había casado con Caroline.
Aun así, se dice Philippe, bien protegido por el caparazón de su coche familiar, el miedo ha vuelto. El miedo nunca se va muy lejos. Recupera su lugar habitual.
—No vas a morir —le dice a Clara—. ¿Sabes por qué? Yo no te dejaría…
—Ya no tengo ganas de vivir sin él…
—Y yo no tengo ganas de vivir sin tenerte en el punto de mira… Rapha volverá o encontrarás a otro Rapha…
—¡Eso es imposible!
—¡O encontrarás a otro Rapha, te digo, pero no quiero que juegues con la muerte! ¡NO QUIERO! ¡NO TIENES DERECHO!
Se ha puesto a gritar. Se le ha puesto el cuerpo rígido y se le ha encogido la boca, tiene los brazos extendidos sobre el volante y mira al frente. Lívido.
—¿Tú crees que vendrá esta noche? —pregunta ella con apenas un susurro, como si con un golpe de varita mágica Philippe pudiera conseguir que Rapha saliera de un tarro de cerámica.
—Vendrá, estoy seguro. ¿Cuándo? No lo sé…
—¿Sabes qué?
—No —responde él, inquieto, volviendo la cabeza hacia ella.
—Te quiero con locura…
Él suspira, dispuesto a decir cualquier cosa para que no se note que está emocionado. Ella no quiere que él diga cualquier cosa. Ella quiere que este instante de emoción, de amor puro, dure un poco más. Posa los dedos sobre los labios de Philippe para hacerle callar, pero él la aparta, molesto. Ella, tozuda, sigue triturando un botón de su chaqueta.
—Tú eres el amor de mi vida. Un amor distinto que el de Rapha, quizás, pero…
—Hay sitio para todo el mundo cuando uno ama… Te lo pido por favor, ¡no hagas tonterías!
—Prometido —susurra Clara, plantándole un beso fugaz en la mejilla—. ¡Y tú, utiliza condones!
En aquel tiempo, Rapha era el jefe de la banda…
Un curioso jefe de banda, endeble y cultivado, cuyo poder emanaba de su capacidad de reflexión, más que de su musculatura. Él vivía entonces en el 24 de la calle Victor-Hugo, en Montrouge, en el extrarradio parisino. En un edificio construido en los años cincuenta, de ladrillo rojo, parecido a todos los que se construyen en la periferia de París. Un inmueble de ocho pisos que se abría en dos alas alrededor de un jardín con parterres de rosas, bosquecillos de vegetación y un estanque redondo adornado con un surtidor de agua en el centro. Un edificio «de standing», como proclamaba el gran cartel de colores que anunciaba el número de apartamentos que quedaban en venta. El metro cuadrado era más barato que en París, aunque la calle Victor-Hugo estaba solo a unos diez metros del mojón «París», lo cual permitía que determinados propietarios particularmente esnobs dijeran que vivían en París.
Raphaël Mata era el único del grupo que vivía en la planta baja. No solo vigilaba las entradas y salidas de los habitantes del inmueble, sino que podía saltar por el balcón de su dormitorio cuando le apetecía salir a explorar el mundo. Al día siguiente, narraba sus aventuras nocturnas. Y Raphaël Mata narraba bien.
Vivía con sus abuelos, emigrantes españoles que buscaron refugio en Francia en 1938, para encontrar trabajo y huir del franquismo. Su abuelo tenía un garaje que su abuela presidía detrás de la caja, por las mañanas solamente. El abuelo Mata leía cada día L’Humanité y Le Monde. Tenía carnet del Partido. La abuela Mata coleccionaba las fichas de cocina de Elle y devoraba los libros de Aragon, de Elsa Triolet, de Federico García Lorca, de Apollinaire y de Éluard. «París tiene frío, París tiene hambre, París ya no come castañas por las calles, París se ha puesto viejos vestidos de vieja, París duerme de pie y sin aire, en el metro…», recitaba la abuela Mata, mientras pelaba las zanahorias. «Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena y nuestro amor, él debe recordarme que siempre llega la alegría después del dolor. Llega la noche, suena la hora, pasan los días, me quedo yo». De pequeño Raphaël había aprendido esos poemas en lugar de «Mamá, ¿los barquitos que van por el agua tienen piernas? Claro, tontaina, si no tuvieran, no flotarían», canción que la abuela Mata consideraba un insulto a la inteligencia de los niños. La abuela Mata afirmaba que la cultura era tan importante como la alimentación: crecemos con versos bonitos, nos calcificamos rodeados de preciosas sinfonías, nutrimos la mente con las obras de los grandes pintores, así nos empapelamos las células y limitamos las posibilidades de ser tonto a los veinte años. Uno habla con las palabras de los poetas, envuelve a los parroquianos con historias bien contadas, y eso es incluso mejor que todo lo que se enseña en la escuela. «¡Es mucho mejor que las vitaminas!», decía con ironía, cuando oía en la radio a los pediatras disertando sobre las necesidades del niño.
La abuela Mata también sentía debilidad por los Evangelios. Le gustaba sobre todo la parábola de los talentos, y se la contaba a su nieto en quien había detectado un don: el del dibujo. Ella guardaba todos los cuadernos de Rapha desde el parvulario, enmarcaba sus «obras» y las exponía en las paredes del apartamento. Cuando cumplió siete años, le apuntó a un curso de iniciación al dibujo y vigilaba atentamente sus progresos. Ni hablar de que Rapha se saltara una clase. «Tú has recibido este don, tienes esa suerte y debes hacer que fructifique. No me importa que hagas novillos en la escuela, pero no quiero que faltes a una sola clase de M. Félix…».
Y con relación a eso, le soltaba la parábola de los talentos.
«La parábola de los talentos según san Mateo y Rosa Mata:
»Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus sirvientes y les confió su fortuna. A cada uno según sus capacidades: a uno le dio cinco talentos, dos a otro, uno solo a un tercero, y luego se marchó. Inmediatamente, el que había recibido los cinco talentos se dedicó a sacarles provecho y ganó cinco más. De forma similar, el que había recibido dos ganó dos más. Pero el que solo había recibido uno se fue a hacer un agujero en la tierra y enterró el dinero de su señor. Cuando el amo regresó de su largo viaje llamó a sus sirvientes. El que había recibido cinco talentos se adelantó y mostró cinco talentos más.
»—Señor —dijo—, vos me habíais confiado cinco talentos: aquí están los otros cinco que he ganado.
»—Eso está bien, sirviente bueno y fiel —le dijo su amo—, súmate a la alegría de tu señor.
»Se acercó entonces el que había recibido dos talentos.
»—Señor —dijo—, vos me habíais confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado.
»—Eso está bien, sirviente bueno y fiel —le dijo su amo—, súmate a la alegría de tu señor.
»Llegó por fin el que tenía solo un talento.
»—Señor —dijo—, he aprendido a tenerte por un hombre ávido de ganancias. Tanto es así que, preso del miedo, me apresuré a enterrar tu talento en la tierra: aquí está, aquí tienes tu dinero.
»Pero su amo le respondió:
»—¡Sirviente malo y perezoso! ¡Deberías haber llevado mi dinero a los banqueros y así, a mi regreso, yo lo habría recuperado con un interés! ¡Serás arrojado a las tinieblas: allí descubrirás el llanto y el crujir de dientes de perezosos e ignorantes como tú! ¡Bienaventurados los que reciben un don y lo hacen fructificar! ¡Desgraciado aquel que no hace nada y sigue viviendo gobernado por su miedo y su pereza!».
El abuelo Mata refunfuñaba cuando su mujer contaba esa parábola.
—¡Eso es un elogio del capitalismo salvaje!
—Tú no sabes nada de los Evangelios, impío…
Los abuelos Mata habían acogido a su nieto a la edad de seis meses. Al principio solo se trató de una acogida temporal, mientras durara una gira que había arrastrado al padre y la madre de Raphaël a las islas Vírgenes. Pero al cabo de tres meses, cuando regresaron a Francia, la madre de Raphaël había ingresado en una clínica para arreglarse la nariz y el niño se había quedado en casa de sus abuelos. Lo provisional se había convertido en definitivo. Enseguida se hizo evidente que los padres de Raphaël estaban demasiado ocupados para criar a su hijo, y que este último estaría mucho mejor en casa de sus abuelos. Lucien Mata entregaba una pensión muy generosa a sus padres, les pagaba los servicios de una interina tres veces por semana, se ocupaba de que al pequeño no le faltara de nada y le visitaba los domingos. Nunca se supo qué opinaba la señora Mata de ese acuerdo, puesto que ella nunca expresaba su opinión personal. Era una de esas mujeres dedicadas por entero a su marido y que solo viven para él. La culpa, si es que la había sentido, se borró rápidamente: Raphaël parecía feliz y, además, entre conservar a su marido y ocuparse de su hijo, ella prefería, sin duda, conservar a su marido. En el ambiente en el que se movía Lucien Mata abundaban las tentaciones y era mejor que ella fuera prudente.
Así, todos los domingos, el señor y la señora Lucien Mata iban a visitar a su único hijo, Raphaël. La visita se desarrollaba siempre de un modo idéntico. Un taxi les dejaba a las doce y media del mediodía en Montrouge, frente al número 24 de la calle Victor-Hugo y les recogía a las cinco y media. Cinco horas por semana en familia. El señor Mata decía que lo importante no era el tiempo invertido sino la calidad. También, apenas habían entrado en el gran apartamento de la planta baja, apenas se habían quitado el abrigo y habían besado a los abuelos, se interesaban por Raphaël. Siempre aparecían con un pastel y un regalo. Con una sonrisa enorme dibujada en la cara. Lucien Mata llevaba un traje arrugado, Yvette Mata un vestido elegante y escotado. Ellos dejaban el pastel y el regalo sobre la mesa y gritaban «Raphaël, Raphaël» por toda la casa, como si salieran a buscar un tesoro perdido. Raphaël se presentaba, decía «¡b’enos días, p’pá, b’enos días, m’má!», mirando a su abuela y frotando los pies uno contra otro. Le daban su regalo y metían el pastel en la nevera. Él tendía un brazo lánguido hacia el paquete y luego lo dejaba sobre la mesa. Nunca probaba el pastel.
Ellos le pedían que les describiera la semana y Raphaël contestaba invariablemente que no había pasado nada. O casi nada, añadía para disimular un poco la agresividad que sentía hacia esos extraños, que pretendían obtener en unos segundos algo que él no contaba más que en una frase dicha de pasada, por casualidad, durante una merienda o un paseo a pie. Nada que pudiera resumirse en unas cuantas sílabas para complacer a sus padres. La abuela Mata tomaba entonces el relevo y recitaba las notas, los comentarios de los profesores, los dolores de estómago, los halagos, los rasguños y la duración de las siestas. Era curioso: todos se ponían a hablar de Raphaël como si aún fuera un bebé.
Él siempre tenía los puños cerrados en su presencia. Torcía un poco la boca y luego ladeaba la mirada, se metía un dedo por el cuello de la camisa blanca que su abuela había lavado y planchado expresamente para ese día, y desabrochaba el botón de arriba. Después se pasaba la mano por el pelo que su abuela había peinado y pegado con brillantina. La pasaba y la volvía a pasar tanto y tan bien que acababa despeinado.
—Rapha… —protestaba la abuela Mata.
—Deja, mamá, deja —decía el padre de Raphaël—. Ahora los niños son así… ¡El desaliño es moda!
—¡Enséñame lo guapo que eres! —decía Yvette Mata extendiendo los brazos hacia él, como si quisiera apropiarse de una golosina prohibida—. Mira, Lucien, tiene el mismo pelo que yo, negro y denso…
Raphaël no dejaba que se le acercaran. Una vez, ella había conseguido atraparle y él le había hecho una carrera en las medias dándole puntapiés en las piernas. Ella no le había reñido y él tuvo una gran sensación de victoria. Si ella no había dicho nada era porque sabía que estaba en falso. Después, él había sido casi amable con ella.
—¡Sí, pero tendrá mi napia! —decía Lucien Mata, echándose a reír y frotándose el vientre de satisfacción—. Una napia larga y perfecta para los negocios…
Y se ponía a hablar de su última producción cinematográfica. Citaba a los actores famosos que había contratado. Hablaba del rodaje y de los problemas técnicos. Soltaba puyas a unos y piropos a otros, mientras bebía grandes tragos de vino tinto.
—No está mal este vinito, no está mal… La próxima vez, Yvette, recuérdame que les traiga una caja de ese borgoña que encargué en Chez Morel la semana pasada.
Y ese «les» tenía el efecto de una flecha envenenada en la piel del niño, demasiado sensible. Entonces Rapha tenía la impresión de que era pobre y que sus padres le visitaban por caridad. Lucien Mata tenía la altivez de los triunfadores. Trataba a todo el mundo como a un vasallo. Se dirigía a su mujer como si fuera una secretaria, con el bloc de notas sobre las rodillas, garabateando las órdenes del jefe. Preso de su imagen de personaje de productor todopoderoso, él no veía que su hijo apretaba los labios con desprecio. Él hablaba de millones, de contratos, de dólares, de Roma, de Londres, de Los Ángeles, de los caprichos de las actrices jóvenes, de exigencias de las estrellas. Evocaba el éxito atronador de Love Story y deseaba obtener uno similar. Hablaba como si estuviera ante una reunión de periodistas ávidos de detalles picantes. Yvette Mata le escuchaba. Bebía sus palabras, se apoyaba contra su hombro, enlazaba sus dedos con los de su marido. Raphaël sentía el cuerpo de su madre aspirado por el cuerpo de su padre y esa atracción le repugnaba. Invariablemente también, Yvette Mata se volvía hacia Raphaël y decía:
—¿Ves? ¡Con todas esas bellezas a su alrededor no puedo dejarle solo! Tengo que seguirle a todas partes si no quiero perderle…
Ella le tomaba por un confidente. Hacía melindres, bajaba la mirada hacia el servilletero plateado para verificar la firmeza de su barbilla, el cuello sin arrugas, se humedecía los labios y su mirada volvía a contener el oleaje verbal de su esposo. Lucien Mata se hinchaba. Arreglaba el mundo. Hollywood estaba a sus pies. ¿Habían visto su fotografía la noche del estreno de Demasiado bella para ser honesta? ¡Una película formidable! ¡Una superproducción franco-italiana! ¿Cómo? ¿No la habían visto? ¡Un hijo de emigrantes españoles toma por asalto el cine francés, y su padre y su madre lo ignoran! ¿Te das cuenta, Yvette?, decía indignado y tomando a su esposa por testigo. Pero entonces, ¿qué periódicos leían?
El abuelo leía Le Monde. La abuela nada, aparte de libros.
—Y además no tenemos televisión…
—¡Ah, claro! Si no tenéis tele… ¿Quieres que te la pague yo? —le preguntaba a su madre.
—¡Anda!, para lo que la usaríamos… No, eres muy amable, ya estamos bien así…
—Pero a Raphaël a lo mejor le iría bien… Le mantendría ocupado. ¿Verdad, Raphaël? ¿Tú qué dices?
—Cuando tengo ganas de ver la tele, voy a casa de mis amigos…
—¡Pero qué razonable es mi hijo! —decía Yvette Mata mirándole con cariño—. ¡Nunca me acuerdo de que tengo un hijo tan razonable!
Raphaël observaba el vientre de su madre y se preguntaba cómo había podido quedarse allí nueve meses, sin protestar. Revolvía el guiso de conejo que tenía en el plato y se le quitaba el hambre. La conversación languidecía. Se helaba como la salsa del guiso. La abuela se levantaba para preparar el café. Lucien Mata sacaba dos puros: uno para el abuelo, otro para él. Traían el pastel de la nevera. Raphaël preguntaba si podía ir a jugar fuera. Yvette Mata decía: «¿Ya?, pero si apenas te he visto…». Lucien Mata decía: «Deja, querida, deja… Los jóvenes de hoy son así… Venga, chaval, ve a divertirte. Ve a encontrarte con tus amiguitas…». Le guiñaba el ojo y Raphaël le odiaba. Tiraba del cuello de su camisa como si el suyo fuera a explotar. Se iba dejando el pastel sobre la mesa.
No había nadie con quien jugar el domingo a esa hora. Los demás niños del edificio estaban ocupados o en familia. Bajarían más tarde. Él salía, después volvía a entrar en su habitación por el balcón y cerraba la puerta con llave. Cogía un libro y leía. O hacía un rompecabezas. A menudo los domingos le regalaban rompecabezas. Tenía que reconocer que esos regalos depositados sobre la mesa del comedor solían ser interesantes. Así había descubierto los discos de Cream, de Santana, de los Who, de los Doors, reediciones de viejos conciertos de jazz, una armónica made in Nashville, una novela de Kerouac, En la carretera. Lucien Mata profesaba un amor incondicional por los States, esa era la palabra que empleaba para hablar de los Estados Unidos.
Un día le había traído un enorme rompecabezas de colores, fabricado a partir de una foto suya y de su esposa en Las Vegas, tomando una copa con un cantante, Neil Sedaka. Rapha había reconstruido la escena: el reservado de terciopelo rojo del casino, el mantel blanco, la cubitera con champaña, el gran cuello de la camisa del cantante que dejaba entrever una cadena de oro sobre un torso velludo, la sonrisa radiante de Yvette Mata, el rictus satisfecho de Lucien Mata, con el puro en la boca. Después había cogido un compás y pinchó los ojos de su padre y de su madre, y aplicando un corrector blanco, rellenó cuidadosamente las órbitas sin salirse de la raya. De repente Lucien e Yvette Mata parecían unos idiotas sonrientes. Él había tirado el rompecabezas a la basura, y los idiotas contentos con sus ojos blancos se convirtieron en tiernos, vulnerables, como esos ciegos remolcados por perros labradores por las calles de París.
Raphaël no les reprochaba a sus padres que estuvieran ausentes. Les reprochaba que pretendieran cumplir su papel unas horas a la semana, en domingo. Detestaba la puesta en escena obligada de ese día. El domingo todo sonaba falso. Incluso él. Rapha se esforzaba para que sus abuelos estuvieran contentos. Para no avergonzarles. Temía más que nada en el mundo que sus padres tuvieran la descabellada idea de meterle en un internado.
Todos los domingos eran iguales. Salvo cuando Lucien e Yvette Mata estaban de viaje. En ese caso… ¡era una fiesta! Se iban los tres a explorar París, y Rapha se llenaba la mente de imágenes, de colores, de ruidos, de olores. Cuando llovía, iban al cine. La abuela escogía la película, el abuelo las butacas. La abuela le explicaba quién era el director, qué películas había hecho, y detallaba la carrera de los actores y las actrices si la conocía. Ella tenía sus películas favoritas, que fueron a ver varias veces, como El mago de Oz, de la que se sabía todas las canciones. Se pasaba un buen rato tarareándolas en cuanto salía de la sala oscura. Bailaba en la calle imitando a Judy Garland y al Hombre de Hojalata. O Cantando bajo la lluvia, que también la volvía loca. «Make them laugh, make them laugh, make them laugh!!!», trinaba, alabando las virtudes injustamente olvidadas de la risa. El abuelo la interrumpía y contaba eso que la abuela llamaba «burradas». Él aseguraba que Clark Gable llevaba tupé, dentadura postiza y taloneras, que había visto fotografías de Martine Carol completamente desnuda y que Brigitte Bardot le había enseñado las piernas «hasta arriba». Fue en En caso de desgracia, y estaba tan guapa que uno se creía a las puertas del paraíso. Gabin había empezado como chico del conjunto con Mistinguett, y Montand con Édith Piaf.
—¡Lo cual demuestra que los hombres también pueden triunfar acostándose con alguien! —concluía el abuelo, satisfecho de haber anotado un punto a favor de la causa de las mujeres.
Otras veces sacaba a relucir los nombres de los directores norteamericanos que habían colaborado con McCarthy. La abuela replicaba que el talento no era proporcional a la rectitud moral, ¡y que si para ser un gran artista bastara con ser honesto y valiente, sería algo sabido por todo el mundo! Raphaël estaba sentado entre ambos, silencioso, con los ojos brillantes, los sentidos atentos. A veces la abuela le hacía leer el libro antes de ir a ver la película, y los tres comentaban la adaptación a la gran pantalla. O él escuchaba, más bien. La abuela se indignaba cuando el abuelo no estaba de acuerdo con ella. Se alteraba, y luego se echaba a reír y decía:
—¡Dios mío, por qué me pongo de esta manera! ¡Solo es una película! ¿Verdad, Rapha?
Era ella quien le había puesto ese diminutivo. Y desde entonces todo el mundo le llamaba Rapha. Rapha Mata, quien se convirtió en el héroe de una tira cómica que él dibujaba en secreto en su cuarto. «Rapha Mata y los cuarenta ladrones», «Rapha Mata, buscador de oro», «Rapha Mata y la hija del gran hechicero». Su nombre adquiría sonoridad en su imaginación, y se convertía en un pirata o en un poeta. La abuela le compraba su obra y así le animaba. Así tenía dinero para sus gastos. De las clases de M. Félix, pasó a las de Bellas Artes, a las que asistía los miércoles y los sábados por la tarde.
Rapha no destacaba por su fuerza física ni por sus hazañas en el instituto con las chicas. Él no iba a lomos de una motocicleta trucada, ni deslumbraba a los demás con su cultura. Pero tenía algo más y ese algo no lo tenía ninguno de los chavales del edificio. Una chispa que brillaba en su mirada y le iluminaba y cuyo resplandor salpicaba a su interlocutor. A su lado, uno se sentía distinto, más inteligente. Hay personas así. Cuando les hablas, sabes encontrar las palabras exactas. Tienes las ideas claras, precisas. Te conviertes en brillante, incluso. En su presencia creces unos centímetros. Raphaël Mata era de esas personas. «Cuando yo hablo, él me entiende —solía decir Clara Millet—. Y cuando habla él, yo aprendo. Con Rapha soy inteligente. Siempre».
Solo había una chica a quien aparentemente Raphaël Mata no impresionaba. Lucille Dudevant. Pero a Lucille Dudevant le impresionaban pocas personas y pocas cosas.
Cuando llega a casa después de dejar a su hermano, Clara tira las llaves de su apartamento en la cestita de la entrada. La portera ha pasado el correo por debajo de la puerta y Clara se agacha para recogerlo. Facturas, facturas y más facturas. Tendrá que ponerse a trabajar. O tendrá que dejar pasar a los funcionarios judiciales. Clara Millet forma parte de esas personas que solo trabajan cuando no tienen otro remedio. El hombre de las cavernas, explica ella, curraba cinco horas a la semana, el tiempo necesario para abastecerse, si no jugaba a las tabas, pintaba o follaba. Yo, yo trabajo cuando la necesidad me acucia. Pero la necesidad se hace cada día más opresiva. Su apartamento es grande, está vacío y es todo blanco. Se ve a la legua que es un apartamento de soltera, se dice, derrumbándose sobre un sofá. Es inmenso y sin embargo aquí no hay sitio para un niño.
Clara Millet tiene alma de chica frívola. Le gustan las historias bonitas que terminan bien, los príncipes y las princesas que se casan al final. Ella sabe que todo eso no son más que señuelos y gaitas, pero es más fuerte que ella. Ella, que se vanagloria siempre de tener los dos pies en el suelo, es la primera en irse por las nubes. No le gusta que se lo digan, y se defiende. «Al menos podemos soñar, si no la vida es demasiado triste y además, a veces, los sueños se cumplen…».
Cuando sube del sótano después de haber escogido un buen vino, deja las dos botellas sobre la mesa de la cocina y se deja caer en una silla. Y se repite en voz muy baja, varias veces, para convencerse: él ya no es el Rapha que conociste y, aunque lo fuera, no olvides nunca lo que te ha hecho. No olvides nunca el dolor que has acumulado por culpa suya, y que él borra cada vez que aparece, cada vez que tú vuelves a creer que todo es posible, de nuevo. No olvides tampoco que vosotros dos tenéis cuentas pendientes. Él te obliga a pagar por el otro sufrimiento, ese que tú le provocaste cuando eras joven y despreocupada, cuando vivías peligrosamente y creías que te bastaba con reaparecer para que él lo olvidara todo, ese tormento que él calcula como un usurero implacable y que te obliga a pagar céntimo a céntimo.
Sí… pero también estaban todos esos años pasados junto a él, que Clara no conseguía olvidar. Esos días en que deambulaban por las galerías, los museos, los cines, los cafés. Él le regalaba todo su saber, ella le señalaba con el dedo una fuente barroca en la esquina de una calle o una paloma prisionera en el escaparate de una panadería. Cuando él dudaba si presentar sus primeros dibujos a las galerías, era ella quien le empujaba hasta la puerta. Cuando ella dudaba, él la animaba a tener confianza en sí misma. «No sufrir», esa era la divisa que él había pintado sobre una gran tela blanca. No sufrir… Las noches en las que se quedaban despiertos hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Hablaban, reían, se acariciaban, se contaban sus heridas íntimas. «Yo ya no podría vivir el amor después de ti —le confiaba ella en plena noche—, porque ya no tendría nada nuevo que contarle a otro. Y no tengo ganas de repetirme». «Cuéntamelo todo, cuéntamelo todo —insistía él—, así estoy seguro de no perderte». Ella le susurraba al oído: «Y tú, ¿podrías querer a otra?». Él no contestaba. «Contéstame, Rapha, contéstame». «No necesito contestarte, ya lo sabes…». «¿Ni siquiera a Lucille, a Lucille que es mucho más guapa que yo?». «Lucille es perfecta, es verdad, pero tú… Dan ganas de atarte y darte vueltas como a un pollo. Siempre. A todas horas…». Ella se sentía segura y suspiraba. Prefería inspirar deseo que respeto. Nunca había sabido qué quería con Rapha. Le amaba, pero también quería descubrir el mundo. «¿El mundo entero?», preguntaba él, divertido e inquieto. «El mundo entero», contestaba ella muy seria.
Clara había conocido mucho mundo y, un buen día, Rapha se había ido. Con otra, le había anunciado, impasible. Ella nunca supo quién era esa otra, no había querido agravar su dolor, añadiendo la imagen de una rival. Clara se había ido a Londres. Se había encontrado con Philippe que entonces empezaba a trabajar con sus socios ingleses. Ella había asistido a clase en la London School of Design. Al volver a París, se había mudado varias veces y prohibió a sus íntimos que pronunciaran el nombre de Raphaël Mata. «Es el único modo de curarme. El único. Tú ya lo sabes, cómo me curo yo…», le había confiado a Philippe.
El silencio había sido respetado. Ella no había vuelto a tener noticias de él, hasta un día en el que se habían vuelto a ver y todo había vuelto a empezar. Para terminar enseguida, y después volver a empezar y luego parar. Ella ya no entendía nada. Se contentaba con amarle y sufrir. Llenando los dolorosos vacíos de sus ausencias con presencias pasajeras a las que se pegaba, sin darles importancia. Les llamaba sus «amantes útiles». Útiles para olvidar su pena, útiles para darle la vuelta y despertarla de su torpeza, útiles, también hay que decirlo, para sus negocios. Ella había comprendido que en este mundo de hombres, una mujer sola nunca llega muy lejos. A no ser que reafirme a todas horas su singularidad y su poder, y ella no se sentía lo bastante fuerte. Ella necesitaba protectores. A veces incluso se enamoraba. Esperaba junto a un teléfono que no sonaba. Pero en cuanto sonaba el timbre, el amor se evaporaba. El hombre caía rodando de la misteriosa nube a la que ella le había elevado. Esto no es amor, constataba, disgustada. Tampoco será este hombre quien conseguirá que le olvide. Y además…, en cuanto comparaba a Rapha con el amante útil, Rapha se imponía. Es así, suspiraba Clara. ¿Qué es lo que hace que un ser tenga valor a ojos de otro? ¿Qué es lo que hace que ciertas personas sean tan indispensables como el aire que respiramos?
Ella había crecido con Rapha, los dos eran como un solo y único sarmiento de viña nudoso, formado por dos pies que se entrelazan uno sobre otro, uno alrededor del otro. Ambos se habían nutrido, estimulado, se habían ayudado a impulsarse hacia lo alto, hasta el cielo. Hay personas que tienen la mente amplia y otras, estrecha. Hay personas que dejan entrar la vida, el soplo de la lejanía en sus mentes amplias y abiertas, y también están todos esos que se encierran y si convivimos con ellos, acaban por acartonarnos, por encogernos, por doblarnos en cuatro. Siempre acabamos pareciéndonos a lo que los demás piensan de nosotros, había leído Clara un día de la pluma de un escritor sudamericano. Ella quería parecerse a lo que Rapha pensaba de ella.
¡Deja de ser ingenua, pobre infeliz! ¡Deja de ser ingenua! ¡Pobrecita! ¡La vida no es una caja de chocolatinas, lo sabes muy bien! ¡Tú, que alardeas de mirar la realidad de frente: abre los ojos! Ve con cuidado. ¡No vuelvas a permitir que te tenga y que vuelva a tenerte cuando le plazca!
Suena el teléfono, pero ella no se levanta para descolgar. ¿Y si fuera él, para decirle que no vendrá? El contestador está en marcha y Clara deja que el mecanismo se active. Va lentamente hacia la mesa donde están el contestador, el fax y la fotocopiadora de color que acaba de comprarse. Una Canon de 1690 francos, una auténtica ganga. Una voz llena la estancia.
—¡Clara, soy Lucille! He vuelto esta mañana de Nueva York, por eso no te he llamado antes. La presentación ha ido muy bien. ¡He conseguido toneladas de páginas en la prensa! Un éxito… Claro que iré a cenar el viernes. ¡Telefonéame a casa esta noche si quieres, pero no muy tarde! ¡Chao! ¡Chao!
Al lado del contestador, está el fax y, al pie del aparato, se enrolla el papel formando un gran tirabuzón. Clara se agacha para recogerlo, se instala en su mesa y alisa el papel con las dos manos.
Ha reconocido la caligrafía de Joséphine y sonríe. Echa de menos a su amiga, desde que esta se fue a vivir a provincias, a Nancy. Su marido, Ambroise de Chaulieu, ha montado allí una clínica cuyo volumen de negocio, floreciente, exige su presencia a tiempo completo. Joséphine se resistió durante mucho tiempo y siguió viviendo en París con sus tres hijos. Luego tuvo que hacerse a la idea y la pequeña familia volvió a reunirse en Nancy. Clara fue a hacerles una visita cuando acababan de instalarse. Ambroise, a quien su mujer llama «Paré»[1] en tono de burla, no había hecho las cosas a medias; había alquilado un bonito apartamento en el centro de la ciudad, con techos altos, chimeneas de mármol y carpinterías barnizadas. Joséphine se ocupa de sus hijos, de su casa, y prepara mesas impecables para cenas impecables, con la ayuda de una asistenta tan corpulenta como generosa; pero acumula un aburrimiento que nada parece mitigar, salvo ese amor sincero que transmite a sus tres críos que ella llama «mis bebés» y de quienes se ocupa con perseverancia. Por teléfono se queja a menudo de la monotonía de su vida y siempre promete detalles «picantes» que no llega a contar, interrumpida por cualquiera de sus hijos que se le sube encima o llora. Clara no entiende que se deje invadir de ese modo por su progenie. «¿No puedes ahogarles mientras hablas conmigo?», le sugiere a su amiga que responde, ofuscada, que eso no tiene ninguna gracia. Joséphine pierde todo el sentido del humor cuando se trata de bebés. Aunque acepta confiar el cuidado de su casa a una tercera persona, es impensable que abandone su puesto al lado de sus hijos. Lo mismo debe de pasarles a todas las madres cariñosas y devotas, se dice Clara, nostálgica de esa condición que no conoce y de esa madre de la que guarda un recuerdo bastante vago: una silueta larga y morena, que toma el sol casi desnuda en el balcón, con su melena negra peinada hacia atrás y su bonito rostro vuelto hacia los rayos del sol. Clara podía espiar a su madre, cuando esta se ofrecía de ese modo; si no, no se estaba nunca quieta, salía, volvía a entrar, y besaba distraídamente a sus hijos, antes de encender un cigarrillo y abalanzarse sobre el teléfono. «Mamá es una corriente de aire», decía Philippe. «¿Qué es una corriente de aire?», preguntaba Clara. «Algo que pasa muy deprisa y que no se puede atrapar…».
Clara recoge el rollo de papel del fax, apoya los pies encima del enorme sobre de la mesa y empieza a leer: