A la mañana siguiente, Casandra casi había olvidado el afilado odio que sentía por Gabriel. De nuevo le había costado conciliar el sueño. Las horas habían desfilado por el despertador de su mesilla mientras ella se debatía en un estado de semiinconsciencia. En los pocos momentos en los que había conseguido quedarse dormida, las pesadillas habían vuelto a acosarla con renovada crudeza. Como en anteriores ocasiones, había soñado con Gabriel y con todas las tétricas almas que intentaban arrancarlo de sus brazos. Se había despertado justo en el momento en que, empujado por aquellos brazos sin cuerpo, atravesaba el final del túnel sin posibilidad de retorno.
La estremecedora angustia que la pesadilla le había provocado la desveló sin remedio. Abandonado el sueño, seguía persiguiéndole la idea de que algo terrible iba a ocurrirle a Gabriel, de que las pesadillas no eran otra cosa que una clara advertencia que no debía ignorar.
El cielo comenzó a clarear por el este. La alarma del despertador la sacó del ensimismamiento en el que se había sumido. Levantarse, vestirse e ir a clase le parecía una tarea titánica. La angustia seguía atenazándola por dentro y el agotamiento era tal que al poner los pies en el suelo se mareó momentáneamente. Se aferró al borde de la cama y respiró trabajosamente, tratando de reunir un mínimo de fuerzas suficiente para ponerse en marcha.
Contempló su habitación mientras trataba de serenarse. Apenas entraba claridad por la ventana y fuera el viento azotaba los árboles con fuerza. Como si el tiempo quisiera congraciarse con la inquietud que sentía, un trueno sonó a lo lejos, anunciando una más que probable tormenta. Otro inconveniente que añadir a la lista. Suspiró más nerviosa aún, sabiendo que no solo tendría que lidiar con sus sentimientos, sino que fuera, en la calle, almas y más almas erraban en busca de cualquier cosa que los hiciera sentir parte del mundo de los vivos. Si alguna adivinaba que ella podía verlos, su día se complicaría más si cabía.
No podía quitarse de la cabeza al Gabriel del sueño ni la entristecida sonrisa que le había dedicado antes de que sus manos se separasen, insuflándole por breves instantes la esperanza de que permanecerían juntos. Casandra había luchado con feroz determinación por mantenerse a su lado, llegando a clavarle las uñas en el brazo y dejando su piel marcada con profundos arañazos cuando le fue imposible resistir las sacudidas que lo arrancaron de su lado.
¿De verdad era capaz de odiar a Gabriel después de todo lo que había sentido en el sueño?, ¿de seguir aborreciendo su desbordante petulancia tras sufrir de aquella manera una pérdida que solo había tenido lugar en el terreno onírico? En ese momento, una parte de su ser no podía dejar de anhelar los pocos minutos que había pasado a su lado. Era como estar divida en dos, y no parecía que ambas partes fueran fácilmente conciliables.
Cuando empezó a calmarse y respirar de forma regular, se sintió por fin preparada para ponerse en pie. Se levantó de la cama y fue hasta el baño con paso tambaleante. Aún algo angustiada se metió bajo el chorro de la ducha esperando que el agua arrastrara sus pesadillas y miedos. Apenas mejoró su ánimo, pero se obligó a vestirse y bajar a desayunar antes de que su madre viniera a buscarla a su habitación.
Encontró a Valeria en la cocina picoteando distraída huevos revueltos y bebiendo café mientras hojeaba el periódico. Al levantar la vista, su madre frunció el ceño.
—No tienes buen aspecto, ¿te encuentras bien?
—No he pasado buena noche —contestó ella sentándose a la mesa—. Pesadillas —añadió, metiéndose media tostada en la boca para no tener que seguir hablando.
Su madre le dedicó una larga mirada, dudando entre insistir en que le contara con qué había estado soñando o dejarle espacio y esperar a que Casandra deseara hablar de ello. Optó por no agobiarla más de lo que ya parecía estarlo y desvió la vista de nuevo hacia el periódico.
Un interrogatorio a esas horas de la mañana era algo que no iba a poder soportar. La tarde anterior Casandra le había contado a Valeria su encuentro con Gabriel. No había entrado en demasiados detalles, pero esta sabía que habían estado discutiendo. Su madre no había dejado de sonreír mientras Casandra hablaba.
—Arreglarás las cosas con Gabriel, no te preocupes —sentenció mirándola de nuevo.
—No hay nada que arreglar, mamá —la contradijo Casandra.
—Si así fuera no te preocuparía tanto. Te caería mal sin más, pero le sigues dando vueltas, ¿no es así?
—Puede —terció ella, sin querer darle del todo la razón.
—Lo arreglaréis —repitió Valeria con convicción.
Casandra apuró el zumo que estaba bebiendo. Cogió su bolso y, tras despedirse, se escabulló por la puerta antes de que su madre le hiciera más preguntas. Como de costumbre llegaba tarde.
Trotó por la calle hasta la parada del autobús mientras miraba el cielo encapotado que anunciaba lluvia. No sabía si deseaba ver de nuevo a Gabriel o no, pero mientras corría bajo aquellas nubes grises tuvo la corazonada de que las cosas no iban a hacer más que empeorar. Esperaba equivocarse.
Para cuando llegó al instituto sus oscuras predicciones se habían ido cumpliendo sin más. Ensimismada como iba durante el trayecto había cometido el error de levantarse al ver a una embarazada avanzar buscando asiento; para cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría el fantasma que era aquella mujer le rogaba sin cesar que la ayudara. Casandra apretó los dientes mientras escuchaba los ahogados sollozos y las súplicas entrecortadas de la joven, que solo ella podía oír.
Trató de ignorarla, y en otro momento puede que lo hubiera conseguido, pero aquel día se sentía tan falta de fuerzas que no sabía si sería capaz de seguir aguantando un minuto más. Al final, bajó precipitadamente del autobús dos paradas antes y no paró de correr hasta que lo perdió de vista. Cuando dobló la esquina y divisó el instituto, frenó en seco y se apoyó contra una pared.
Escrutó el impersonal edificio donde estudiaba sin saber lo que buscaba. Las paredes rojas con grandes ventanales le parecieron más llamativas que de costumbre, y la inacabable hilera de columnas que adornaban su fachada, algo excesivas para un simple centro educativo. Allí parada, con la respiración todavía acelerada por la carrera y el corazón golpeándole con fuerza el pecho, Casandra trataba de fijar su atención en cualquier cosa que la distrajera.
Un escalofrío le recorrió la espalda en el mismo instante en que todo el vello de su cuerpo se erizaba. Giró automáticamente la cabeza en la misma dirección por la que había venido para encontrarse frente a frente con la joven del autobús.
—¡Ayúdame! ¡Te lo suplico! —le rogó, al ver que la miraba.
—No puedo —contestó Casandra, recordando la promesa que le había hecho a su prima.
Echó a correr de nuevo. Subió los escalones de la entrada principal de dos en dos. Aceleró una vez que enfiló el pasillo, dirigiéndose al baño femenino que se encontraba en esa misma planta. Tropezó en dos ocasiones y a punto estuvo de caer al suelo, pero no disminuyó el ritmo. No había sonado el timbre que daba inicio a las clases, por lo que tuvo que empujar a varios compañeros para abrirse paso. Susurró algunas disculpas incoherentes que ni siquiera llegaron a oídos de sus destinatarios.
Entró al servicio dispuesta a echar sin miramientos a cualquier chica que se encontrara dentro. No fue necesario. Tras revisar uno a uno los pequeños cubículos del baño, se dio cuenta de que estaba sola. Fue entonces cuando se derrumbó. Apoyándose contra la pared del fondo, se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo.
No puedo seguir huyendo de todo, pensó.
No había dónde esconderse, no cuando en cada esquina había más y más de ellos. No podía continuar apartando la mirada, agachando la cabeza e ignorándolos para siempre. Su don era parte de ella y de su destino.
Casandra no se sorprendió cuando la embarazada atravesó la puerta por la que ella acaba de entrar.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó, sin fuerzas para fingir.
—Puedes verme.
—Así es —admitió, animándola con un gesto para que se acercase.
Avanzó hasta quedarse a solo unos pasos de Casandra. Se acariciaba la abultada barriga sistemáticamente. Casandra se preguntó de qué habría muerto. No mostraba heridas externas, pero eso podía deberse a que su tiempo en este lado se estaba agotando.
—¿Puedes ayudarme? No quiero estar aquí —gimoteó angustiada—. Él está bien. Andrew le cuida, se desvive por nuestro hijo. Todo está bien ahora.
Casandra estaba segura de que, si los muertos pudieran llorar, ella lo estaría haciendo en ese momento. Dedujo que había fallecido durante el parto y que su hijo se había salvado. Ahora que se había cerciorado de que él estaba bien, comenzaba a comprender que ya no formaba parte de este mundo.
—Es pequeño, muy pequeño aún —continuó explicándole—. Pero ya se ríe.
Casandra suspiró al ver el cariño con el que hablaba de su hijo. Eran este tipo de situaciones las que le hacían odiar su don. La angustia de las almas siempre la traspasaba y dejaba un regusto amargo en su boca, como si cada una de ellas le arrancara un pedazo de su propia vida. Percibía el dolor en sus ojos tan claramente como la veía a ella.
Sintió la imperiosa necesidad de ayudarla, de tomarla de la mano y acompañarla al otro mundo. Podía calmar su pesar y quería hacerlo, aun sabiendo que parte de su amargura quedaría para siempre con ella, impregnando su propia alma.
Casandra se apoyó contra la pared, dejando que el frío de las baldosas se colara lentamente a través de su abrigo.
Lo haría. Incluso antes de tomar conscientemente la decisión, ya sabía que la ayudaría a atravesar el túnel.
—Ven conmigo —le pidió con voz amable.
La embarazada caminó tras sus pasos. Casandra entró en uno de los cubículos y cerró la puerta tras de sí. Miró durante unos instantes a la chica, tratando de grabar los pequeños detalles en su memoria. Quería recordar su rostro cuando ya se hubiera ido. Algunos mechones habían escapado de un descuidado recogido que debía haberse hecho a toda prisa antes de morir, quizás cuando comenzaron las primeras contracciones.
Era guapa, con su cara redondeada y sus pequeños ojillos marrones; dos pequeñas arrugas alrededor de la boca dejaban entrever que en vida sonreía a menudo. Llevaba puesta una bata de hospital, y en sus pies descalzos lucía una pedicura perfecta, color azul oscuro.
En aquel momento no sonreía, esperaba impaciente a que ella le indicara qué debía hacer. Casandra suspiró una vez más. No sabía cuánto le llevaría acompañarla para que cruzase. Lo que en el túnel eran segundos en su mundo bien podían representar minutos u horas, el tiempo en aquel lugar no pasaba de la misma forma, solo esperaba estar de vuelta antes de que alguien entrara en el baño y la encontrara inconsciente.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Alexa.
—Pon tus manos sobre las mías, Alexa —le indicó Casandra cuando estuvo preparada.
La obedeció sin prisa. Los dedos de Alexa atravesaron el dorso de sus manos, provocándole escalofríos. Casandra tiritó durante un instante cuando completó el movimiento y sus manos fantasmales estuvieron sobrepuestas a las suyas. La temperatura de sus brazos descendió inmediatamente.
La habilidad de trasladarlas entre ambos mundos era de Casandra, pero sin un alma que sirviera de portal no había manera de desencadenar el viaje. Ella no era más que la llave que permitía abrir la entrada del más allá. Nunca había podido ir hasta allí sola, y eso que lo había intentado en repetidas ocasiones.
—¿Dolerá? —inquirió Alexa nerviosa.
—No —la tranquilizó—. A ti no.
Casandra cerró los ojos para concentrarse en la sensación de calma que la iba envolviendo, mientras el frío se extendía por sus hombros hasta llegar a su pecho. Cuando llegó hasta su corazón, se preparó para ahogar el grito que ya se estaba formando en su garganta.
Separar su propia alma de su cuerpo resultaba siempre doloroso. Era un estado antinatural para alguien cuyo corazón continuaba latiendo, por lo que tenía que romper uno a uno los íntimos lazos que los mantenían unidos. La primera vez apenas aguantó la situación unos segundos, antes de que su alma regresara a su sitio apresuradamente y se encontrara lloriqueando sobre la alfombra de su habitación.
Con el paso del tiempo le resultó más sencillo, pero no menos desgarrador. Una vez en el túnel, las ataduras desaparecían, diluyéndose en las sombras de esa tierra de nadie.
Uno a uno, tironeó de los vínculos con rapidez pero de forma delicada y, cuando el último se hubo roto, percibió agudas laceraciones en su interior que ya le eran de sobra conocidas. Las ignoró en la medida que le fue posible para concentrarse en la textura de las manos de Alexa, que ahora era capaz de percibir.
Al abrir los ojos, ambas flotaban en medio de una oscuridad total. Todo lo que antes la rodeaba había desaparecido. Podía ver la cara de Alexa gracias a la débil luz que esta emitía, pequeños destellos que provenían de su interior y que hacían que aquella oscura nada resultara más tétrica. Lo único que desentonaba era la sonrisa sincera que había comenzado a dibujarse en la cara de Alexa. Su miedo había desaparecido y atrás había quedado la tristeza que arrastraba desde su muerte.
Un pequeño punto de luz apareció a lo lejos y Alexa lo observó esperanzada. Casandra, por el contrario, no se rindió ante el impulso de avanzar en su dirección, agarró con fuerza la mano de Alexa y esperó. El punto se agrandó, convirtiéndose en una mancha que se desvaneció segundos más tarde. Surgieron otros reclamos luminosos, pero continuó esperando. Durante todo ese tiempo, oía ruidos siniestros que la hacían pensar que había algo o alguien a su alrededor, pero tampoco se dejó influir por ellos.
Rocosas paredes surgieron por delante de ellas, asustando brevemente a su acompañante. Casandra permaneció impasible, no era la primera vez que ocurría. El engaño formaba parte del viaje, sabía que no debía prestarle atención a nada de lo que viera o creyera ver en aquel lugar. No prestó atención a las miles de entradas que se abrieron simultáneamente en la piedra, aunque tiró con más firmeza de la mano de Alexa, que parecía verse tentada por uno de los múltiples caminos.
—No te muevas de mi lado —le ordenó al ver que trataba de soltarse.
No aflojó su agarre hasta que un haz de luz dorada asomó sobre ellas. La piedra que las rodeaba comenzó a erosionarse, convirtiéndose en un fino polvo que se alzaba en espirales frente a sus ojos. Un suelo arenoso y de color negro se materializó bajo sus pies. El ambiente adquirió mayor claridad y lo que era ya un gran círculo dorado se movió lentamente, hasta quedar justo a su espalda. Se giraron para contemplar cómo se replegaba sobre sí mismo y un segundo después se expandía hasta el doble de su tamaño inicial.
Era uno de los pocos instantes en los que disfrutaba, cuando la cálida luz comenzaba a filtrarse desde el otro lado. Pero también era el momento más peligroso. Su alma se sentía atraída y corría el riesgo de continuar avanzando y perderse para siempre.
—No puedo continuar, debes seguir sola.
Se giró para mirar a Alexa. Bajo aquella luz resultaba más guapa de lo que le había parecido. Los destellos que brotaban de su interior se habían intensificado y su tímida sonrisa se había ampliado, transformando su cara en un espectáculo fascinante.
Soltó su mano para animarla a avanzar.
—Gracias —dijo Alexa.
Dudó unos segundos, pero enseguida comenzó a caminar hacia la luz. Casandra se obligó a pensar en Lena y en su madre, en recuperar la imagen de sus rostros de su memoria. Era todo cuanto necesitaba para no seguir los pasos de Alexa.
—Adiós —susurró antes de verla desaparecer, engullida por el brillante halo.
Cuando se preparaba para volver con su cuerpo, una silueta se recortó contra la intensa luz que atravesaba la puerta. Un figura alta y desgarbada, un hombre, su padre.
Cerró los ojos un momento, luchando por mantenerse inmóvil. Podía retornar al mundo de los vivos solo con pensarlo. Sabía que aquello solo era una treta más, pero resultaba tan tentador observar sus ojos y su cara…
—Corre, Casie, hija mía —la apremió con gravedad la voz de su padre—. Ya vienen.
No era un farsa. Era él de verdad.
La invadió un terror súbito cuando algo tiró de su padre desde el otro lado y el agujero se cerró, dejándola totalmente a oscuras.
Impactó en su cuerpo como si la hubieran empujado contra un sólido muro de hormigón. Nunca su vuelta había resultado físicamente dolorosa y, sin embargo, notaba los músculos agarrotados y una punzada insistente en la espalda. Su corazón latió durante un momento a destiempo y luego inició una carrera desbocada. Aspiró aire en una amplia bocanada que le llenó por completo los pulmones.
La imagen de su padre reapareció en su mente y las lágrimas le desbordaron los ojos. Su cuerpo estaba helado. Se estremeció ante los escalofríos que recorrían su espalda y se obligó a moverse, esperando con ello entrar en calor.
Salió del cubículo y al alzar la vista se encontró con Gabriel. Vestía totalmente de negro y algunos mechones de pelo le tapaban parte de la cara. La miraba extrañado, ladeando la cabeza en lo que a Casandra le pareció un gesto de incomprensión.
—¿Por qué lloras?
Por un momento, volvió a verlo arrastrado por las almas al fondo del túnel, gritando su nombre y extendiendo las manos hacia ella a pesar de saber que no podía llegar hasta él. La imagen se difuminó y el Gabriel real avanzó un paso más hacia donde se encontraba.
—¿Por qué lloras? —repitió él.
Casandra se sintió tentada de contestar y de explicárselo todo. De hablarle de las almas que la atormentaban, de sus pesadillas, del aviso de su abuela y de la extraña aparición de su padre. Pero fue incapaz de decir nada, solo continuó mirándolo mientras intentaba ahogar los sollozos que la sacudían.
—No vas a contármelo.
La voz de Gabriel fue apenas un dulce susurro. Casandra luchó con la necesidad de refugiarse en sus brazos y olvidarse así de la angustia que sentía.
—No me creerías —contestó ella tras un breve silencio—. Y tampoco sabría por dónde empezar.
Gabriel alzó ligeramente las cejas y volvió adoptar aquella pose de suficiencia que tanto irritaba a Casandra. Esta apartó la mirada para secarse las mejillas con la mano e intentar recomponerse. No buscaba su compasión, y menos aún quería que se burlase de ella y la tratara como a una loca.
Gabriel continuaba plantado en mitad del servicio, esperando su respuesta. Había cruzado los brazos, algo tenso por el silencio de Casandra. Si alguien irrumpía de repente allí, iban a tener que dar muchas explicaciones.
—¿A qué viene tanto drama? —dijo al ver que ella no contestaba.
—Deja de fingir que te importa —le reprochó Casandra con desprecio—. Si quieres cotilleos ¿por qué no vas a buscar a Anna y su séquito? Ellas sí que te darán carnaza para aplacar tu sed de miserias.
Gabriel dudó un instante. Casandra cayó en la cuenta de que no asistía a clases allí, así que era muy probable que ni siquiera conociera a Anna y su club de seguidoras. Aunque dado el atractivo de Gabriel estaba segura de que no tardarían mucho en tirarse en sus brazos y pelearse entre sí por ver quién de ellas conseguía ligárselo antes.
El pensamiento, muy a su pesar, la molestó.
—¿Y esa Anna es…? —preguntó él, con un deje de burla.
—Haríais buena pareja, te encantaría… es casi tan gilipollas como tú. —Se adelantó para quedar solo a un paso de él—. ¿Quieres que te la presente?
—Seguro que no es ni la mitad de interesante que tú —contraatacó Gabriel con una sonrisa entre brillante y siniestra revoloteando en sus labios.
Dijera lo que dijera, Casandra se sentía atacada. Pero aquello más que hundirla, la empujaba a salir de la profunda crisis que la había sepultado minutos antes. En su interior la amargura iba siendo desplazada en favor de dos sentimientos encontrados. Por un lado se moría de ganas de cruzarle la cara a Gabriel de un bofetón a ver si continuaba sonriendo, pero por otro comenzaba a acusar la insistente fuerza de atracción que Gabriel le provocaba. Esperaba que ambos sentimientos no fueran a más, porque la lucha interna que sostenía consigo misma ya era lo suficientemente encarnizada. Terminaría por volverse loca.
—Piérdete, Gabriel. Busca diversión en otro lado y hazme feliz —dijo Casandra.
Mantuvo su mirada fija en él mientras hablaba, tratando de no perderse en sus ojos y demasiado consciente de la cercanía de su cuerpo. Le resultó curioso que, al tiempo que ella pensaba en eso, Gabriel cruzara sus manos a la espalda, como si también se estuviera conteniendo para no tocarla.
—Estoy bien aquí, gracias. Aunque irritarte empieza a ser demasiado sencillo, está dejando de ser divertido. Por otro lado…
—¿Qué? —le interrogó Casandra. Acto seguido se maldijo por morder el anzuelo que le había lanzado, dándole pie a que continuara con sus burlas.
—Casie, Casie, Casie…
—No me llames así, no tienes derecho.
—Casie —repitió Gabriel una vez más.
—Eres un imbécil. ¿Crees que me importa lo que pienses de mí? Si estás aquí incordiando es sencillamente porque no tienes a nadie con quien estar, cosa que no me extraña nada. —El torrente de palabras acudió sin más a la boca de Casandra. Continuó hablando sin apenas pararse a respirar—. Estás solo, nadie quiere compartir su tiempo contigo y por eso andas detrás de mí. Te gusta darme caña solo porque soy tan estúpida como para contestarte. Ni siquiera entiendo por qué malgasto mi tiempo contigo.
Casandra sabía que no estaba diciendo toda la verdad. En realidad, sí que le importaba lo que pensara de ella. Pero eso era algo que no pensaba admitir delante de él.
La mirada de Gabriel se oscureció.
—Tienes razón —contestó Gabriel, bajando levemente la cabeza. Al subirla de nuevo para mirarla sonreía y Casandra supo que lo que iba a decirle no le gustaría—. Sobre lo último que has dicho. Eres estúpida.
Casandra tensó el cuerpo con la intención de empujarle para apartarlo de su camino y dejarle allí plantado, pero la puerta que daba al pasillo se abrió y se quedó paralizada en el sitio.
Su prima Lena entró y se les quedó mirando con expresión horrorizada. Supuso que sus respectivas auras destellaban en una gama de colores cercana a la del arco iris y que por eso estaba poniendo esa cara de alucinada. No era la forma en que esperaba que Gabriel y ella se conocieran, pero dado que no veía otra alternativa pensó que lo mejor sería presentarlos.
—Lena, este es…
—¡Casandra, apártate! —la interrumpió su prima alarmada.
—No pasa nada, Lena, no te preocupes.
—Ven aquí, ven hacia mí despacio —la instó, tendiéndole las manos.
—¡No exageres, Lena! Deja que te explique —la persuadió Casandra.
Gabriel continuaba callado, mirándolas alternativamente.
—¿Que me expliques el qué? Santo Dios, ¿sabes lo que es eso? —dijo señalando a Gabriel. Casandra no pudo evitar echarse a reír al ver la mueca de disgusto de este.
—Bueno, yo no me hubiera referido a él así… —contestó riendo.
—¿De qué te ríes? Casie, me estás asustando. —Lena se acercó un poco a ellos con las manos alzadas, como si tratara de tranquilizarla.
—Venga, es gracioso. Deja de poner esa cara. Solo es Gabriel —comentó Casandra.
Aquello iba a costarle caro, Gabriel no iba a pasar por alto que si Lena le conocía era porque tenía que haberle hablado antes de él. Ese comentario aumentaría a buen seguro su ego.
—¡¿Gabriel?! —exclamó su prima más alarmada que antes.
—Sí. Gabriel. Lena, ¿te encuentras bien?
Casandra dejó de sonreír. No era propio de su prima montar numeritos delante de la gente, y empezaba a creer que no estaba bromeando. Rodeó a Gabriel y avanzó hasta ella para tomarla de la mano. Estaba temblando.
—¿Estás bien? —insistió Casandra.
Su prima no la miraba sino que continuaba con los ojos fijos en Gabriel, el ceño ligeramente arrugado y los labios apretados. Tiró de sus manos para ver si reaccionaba pero no obtuvo respuesta. Cuando se planteaba zarandear a su prima para sacarla de aquel estado catatónico, Lena por fin la miró.
—¿Gabriel? —susurró.
—Sí.
—¿Es sorda? —preguntó Gabriel.
—Cállate, imbécil —le reprendió Casandra.
—Casandra… —Lena la agarró por los hombros y la miró con una mezcla de compasión y arrepentimiento.
—¿Qué pasa, Lena? ¡Di algo, por Dios!
—Gabriel está muerto.
—¡¿Qué?! —gritaron Casandra y Gabriel al unísono.
—Está muerto, Casie —sentenció Lena.
—Está loca —dijo Gabriel con una risita nerviosa.
—Lena…
—Casie…
—Te digo que está cadáver —insistió su prima.
—No lo estoy —negó Gabriel.
—No está muerto, Lena.
—Vivo desde luego no está. ¿Cómo no te has dado cuenta? —preguntó su prima. Se apartó el flequillo con gesto algo nervioso.
—Explícate, porque no entiendo nada. Si está muerto ¿por qué puedes verlo? No has dejado de mirarlo desde que has entrado —argumentó Casandra—. Y si fuera así yo me habría dado cuenta, ¿no crees?
Gabriel miraba ahora también a Lena, esperando su respuesta. No aparentaba inquietud alguna, más bien parecía excesivamente tranquilo. Casandra no estaba del todo segura de querer conocer lo que Lena tuviera que decir.
—No lo veo, Casie, esa es la cuestión —explicó Lena—. Solo veo una extraña mancha negra flotando en mitad de la nada. Es lo más inquietante que he visto nunca.
—¡Genial! Tu prima es una flipada —se rio Gabriel, alzando las manos hacia el techo.
—Deja que se explique —le gruñó Casandra.
—Casandra, la única explicación es que haya fallecido. Tú lo ves y yo no, solo veo esa mancha… Puede que sea un residuo de su aura —añadió Lena pensativa.
—No —atajó Casandra.
No iba a creerse una sola palabra más de toda aquella locura, no estaba dispuesta a asumir que él fuera un fantasma. Un dolor sordo comenzó a extenderse desde el corazón por todo su cuerpo, dejando a su paso solo un vacío atroz. Cuando quiso darse cuenta había empezado a temblar. Su prima tiró de sus manos hasta dejarla encarada con el gran espejo que presidía la fila de lavamanos que había a su derecha.
—¿Lo ves ahora? —le preguntó señalando el espejo.
Buscó el reflejo de Gabriel. Sabía que estaba en la habitación, lo sentía como un centro de gravedad que atraía irremediablemente su cuerpo hacia él. Sin embargo, allí no había nada. El espejo solo devolvía las imágenes de ellas dos.
No quería creerlo, no podía asumir que ya no formara parte del mundo de los vivos, de su mundo. Ese hecho lo cambiaba todo. Aturdida volvió la vista hacia él, que continuaba mirándolas con altivez, mostrando la misma seguridad que era tan propia de él.