Los restos de varios demonios yacían dispersos por el prado junto a los de algunos ángeles. Los que continuaban en pie seguían luchando y mantenían a salvo a Casandra y a Lena. Ninguno pareció percibir el repentino vendaval que se había levantado y que arrastraba hojas y pequeñas ramas de un lado a otro hasta que este cesó de forma abrupta. La calma posterior, el silencio solo roto por el entrechocar de las armas y los gemidos de quienes resultaban heridos, le puso los pelos de punta.
Al otro lado del claro una luz dorada se abrió paso desde un único punto, extendiéndose en todas direcciones y cegando a todos los presentes. La encarnizada guerra que se libraba se paralizó por completo. Y un pequeño zumbido que no había sido audible hasta ese momento ganó intensidad, obligándoles a llevarse las manos a los oídos.
El molesto ruido se interrumpió y el resplandor áureo se atenuó lo suficiente para permitir a Casandra ver dos figuras aladas. Todos los presentes los contemplaron sin moverse, unos con deferencia y otros con descarado odio. Casandra los observó con curiosidad y temor, consciente de que con toda probabilidad eran los dueños de su destino, o al menos del de Azrael. No podían ser otra cosa que arcángeles.
El más alto, de pelo tan rubio que parecía blanco y ojos azules y fríos, los miraba con soberbia. Portaba un cinto del que colgaba una espada, que aun envainada brillaba con la misma intensidad que sus alas doradas. A su lado, el otro arcángel no parecía encontrarse tan cómodo. Su rostro era más amable y sus ojos verdes desprendían amabilidad. Parecía no ir armado.
Ambos extendieron las alas, grandiosas y deslumbrantes, robándole el aliento y haciendo que Casandra se sintiera empequeñecer frente ellos. Eran sin duda hermosos. Las doradas plumas irradiaban luz en todas direcciones, refulgiendo de tal manera que resultaba incluso doloroso mirarlas. Los demonios se apartaron aunque no huyeron, simplemente se hicieron a un lado como si quisieran evitarlos a toda costa pero no rendirse ante ellos.
Asmodeo retrocedió y se situó junto a Lena y Casandra. En cambio, Azrael y Daniel permanecieron delante de ellas, como si quisieran mantenerlas ocultas a sus ojos. Casandra hubiera querido avanzar y coger de la mano a Azrael, pero se quedó donde estaba a la espera de ver qué sucedía. No quería empeorar más las cosas, si es que eso era posible.
—Azrael, hermano —le llamó con cariño el arcángel de rostro afable.
—Miguel —respondió este con un leve gesto de asentimiento—. Gabriel —añadió dirigiéndose al otro arcángel.
Casandra sintió un escalofrío al oír su nombre. Aquel arcángel de mirada orgullosa y fría era Gabriel, el único que podía erigirse como su verdugo.
—Siempre supe que volveríamos a encontrarnos —aseguró Gabriel—, aunque esperaba que fuera en circunstancias menos… comprometidas.
El altivo arcángel trataba de sonar amigable, pero Casandra podía notar el rencor escondido en su voz.
Uno de los demonios corrió hacia los arcángeles aprovechando que no le prestaban atención, pero antes siquiera de llegar hasta ellos una fuerza invisible le lanzó volando hacia la cruz de piedra que se alzaba en el claro, rompiéndola en cientos de pedazos. Gabriel apenas si había levantado ligeramente una mano.
No podemos hacer frente a ese poder, se lamentó Casandra en silencio. No veía forma alguna de salir victoriosa, no si ellos habían venido a castigarles. Su única posibilidad era tratar de convencerlos de que estaban equivocados.
—Nos has llamado y hemos acudido —continuó Gabriel—. Aunque esperábamos que fueras tú quien se presentara ante nosotros.
—Como podéis observar tenía asuntos que requerían mi atención —replicó Azrael, no sin cierto sarcasmo.
Casandra creyó oír que Asmodeo reía entre dientes, pero no tuvo valor para girarse a comprobarlo.
—Ya veo —Gabriel se giró hacia el grupo de demonios que permanecía observándolos—. No vais a tenerla. Decidle a ese engendro al que rendís pleitesía solo por temor que no va a conseguirla, y que si la quiere, ya puede venir él mismo a buscarla.
Los demonios murmuraron sin atreverse a alzar la voz. Tal era el miedo que les infundía el arcángel que ni siquiera osaron moverse.
—Tú tampoco vas a tenerla, Azrael —añadió el arcángel, girándose de nuevo hacia él.
Casandra dejó de contenerse. Se adelantó con paso firme y se colocó al lado de Azrael. Estaba claro que los arcángeles habían acudido a la llamada de Azrael no para prestarles ayuda sino para castigarles.
Miguel permanecía callado, sin añadir nada a lo que su hermano decía, sin mostrar acuerdo o disentir de sus palabras. Casandra habló antes de que Azrael contestase.
—¿Tan malo es? ¿Tanto miedo tenéis? ¿O solo es porque desconocéis lo que se siente? —inquirió indignada—. ¿No predicáis que Dios es amor?
—¿Cómo te atreves…? —Gabriel, rojo de ira, avanzó un paso hacia ella, pero Miguel lo agarró del brazo y le obligó a permanecer a su lado—. ¿Eres consciente de que desafías las normas que durante siglos nadie ha cuestionado?
—Y vosotros, ¿sois conscientes de que podéis haber estado equivocados todo este tiempo? —lo retó Casandra desafiante. No pensaba caer sin luchar—. Miraos, dos poderosos arcángeles que se han molestado en venir hasta aquí y ¿para qué? Para evitar que uno de los suyos, del que no se han preocupado jamás, ame a una humana. Es una pena que no os toméis las mismas molestias para cosas más importantes.
—No te atrevas a cuestionarnos —le replicó Gabriel, autoritario—. ¿Crees amarle? ¿Cuánto tardarás en cansarte? ¿Cuánto durará ese amor tuyo?
—No me hables de amor. Qué sabrás tú, que abandonaste a Azrael porque no eras capaz de ver más allá de su exterior.
El rostro del arcángel se crispó solo durante un instante. La culpa apareció en sus ojos y desapareció con tanta rapidez que Casandra tuvo que convencerse a sí misma de que no lo había imaginado.
—Si no estáis dispuestos a ceder puedo pactar con cualquier demonio, puedo ayudarlos. Perderéis cualquier alma que se cruce en mi camino —lo amenazó Casandra.
Azrael se envaró al escuchar sus palabras y le apretó la mano.
—No puedes… —susurró en su oído.
—No tienes valor —se jactó Gabriel. Su sonrisa se transformó en una mueca de desprecio.
—Ponme a prueba —respondió ella tratando de sonar convincente.
En realidad estaba tan desesperada que hubiera dicho cualquier cosa. No pensaba aliarse con ningún demonio, antes enviaría su alma a la eternidad convertida en una suicida que condenar a otros a sufrir hasta el fin de los días en el infierno. Pero era la única carta que le quedaba por jugar.
—Azrael —lo reclamó Gabriel—, ¿algo que decir?
—Solo sé que nos está dando una lección que alguien debería habernos enseñado hace mucho. Creéis que son una raza débil, incapaz de sacrificarse y de amar a sus iguales más que a sí mismos. Pero no os dais cuenta de que son ellos los que importan. Siempre han sido ellos.
—Así que piensas que deberíamos ceder a su chantaje, permitiros estar juntos y además protegerla del Mal.
Por el tono de su voz Casandra supo que no iba a ceder, no lo haría nunca. El arcángel Gabriel creía en sus estúpidas leyes por encima de todo. No había nada que ellos pudieran hacer o decir para convencerlo de que se equivocaba.
—Tuya es la decisión, Gabriel, pero debes saber que jamás permitiré que le pase nada —afirmó Azrael—. Nunca la dejaría pactar con el diablo. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad? Desde el principio has sabido que prefiero la muerte o una condena eterna a que ella sufra el más mínimo daño —Azrael se adelantó hacia Gabriel—. El castigo será para mí. Me lo debes, hermano.
—No te debo nada —le contradijo Gabriel. Se irguió desplegando por completo sus alas, en un gesto que a ella le pareció tan arrogante como desesperado.
—No temo tu poder, nunca lo he hecho. Fuiste tú quien se apartó de mi lado.
—Tenía otras obligaciones y tú llegabas allí donde yo no podía. Tu aspecto… —replicó el arcángel con inquietud.
Por segunda vez, Casandra vio la culpabilidad en sus ojos.
—¿Qué aspecto? —preguntó Azrael, retándole con una oscura mirada en la que parecía haberse concentrado la furia de todos los infiernos.
Casandra asistía intranquila a la lucha de poder que se desarrollaba ante sus ojos.
—La protegeremos —sentenció Miguel, que hasta ahora había permanecido al margen.
El piadoso arcángel se adelantó hasta Azrael. Alzó la mano y la llevó hasta su hombro para darle un ligero apretón. El gesto era evidentemente cariñoso, a pesar de la situación.
—Podemos hacerlo —añadió volviéndose hacia Gabriel.
—Miguel, siempre fuiste el más compasivo —le agradeció Azrael—. Asumiré mi castigo si me das tu palabra.
El brutal significado de aquella sencilla frase golpeó a Casandra en el pecho, dejándola sin aliento. Se abalanzó hacia él, separándole de Miguel e intentando hacerle retroceder.
—No puedes, no puedes hacerlo, Azrael —gimió desesperada.
Azrael se mantuvo en el sitio pero la rodeó con los brazos para calmarla. La contempló con tristeza, suplicándole perdón con los ojos. Ante la atenta mirada de todos, la besó en los labios de forma breve pero con una dulzura infinita, tratando de transmitirle el amor que hubiera podido ofrecerle hasta el final de sus días. Todo concentrado en un único y fugaz beso.
—Entrego mis alas —dijo Azrael al separarse de ella. La serenidad de su voz contrastaba con el desconsuelo de Casandra.
—Morirás —le recordó Gabriel—. ¿Es eso lo que quieres?
—Te amo —afirmó Azrael mirándola, sin prestar atención a Gabriel.
Dos simples palabras que nada más llegar a oídos de Casandra destrozaron su corazón. Una confesión que debía haberla entusiasmado y que no hacía otra cosa que envolverla en oscuridad.
—Recuerda solo eso —añadió él en un susurro.
Azrael le acarició la mejilla y dejó la mirada vagar por su rostro, como si quisiera recordar cada detalle, cada línea, cada matiz de su piel, y grabarlos en su mente para llevarlos con él allá donde quiera que fuera. Casandra apoyó la cabeza en su pecho, deseosa de que una vez más el poderoso latido de su corazón reverberara en sus oídos. Se mordió el labio con fuerza para no gritar, repitiéndose sin cesar que aquello no estaba sucediendo, como si pudiera hacer desaparecer a todos los que los rodeaban solo con su pensamiento.
Azrael le hizo un gesto a Daniel para que se acercara y se llevara a Casandra. Ella reaccionó agarrándose a Azrael con fuerza. Cuando Daniel consiguió arrancarla de su lado, las lágrimas resbalaban sin pausa por sus mejillas y una mano invisible le atenazaba el corazón, amenazando con hacer que se desmayara.
—Solo quiero que ella esté a salvo. Prometedme que así será —les exigió Azrael.
El ángel ofrecía su existencia a cambio de la de ella. Una vida por otra. Solo que ella estaba segura de que no era ella quien debía ser salvada, no a costa de su propia muerte.
—¡No puedes! —aulló Casandra.
—Así sea —anunció Gabriel.
El dolor estalló en los ojos de Azrael, que se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo. Las plumas de sus alas comenzaron a marchitarse una a una, desprendiéndose y cayendo al suelo para formar un macabro manto. Azrael gritaba encogido por el sufrimiento. Sus alaridos retumbaban en el silencioso cementerio con tal intensidad que el suelo parecía temblar con cada uno de sus lamentos, como si en cualquier momento fuera a resquebrajarse.
Casandra sintió cómo su propia alma se rompía en miles de diminutos fragmentos al verlo agonizando, y supo que jamás sería capaz de recomponerla. Escapó de las manos de Daniel y se arrodilló junto a él. Se ahogaba mientras lo contemplaba retorcerse de dolor, como si el aire que la rodeaba se hubiese vuelto espeso y cortante, clavándose en su pecho con cada bocanada que trataba de llevar a sus pulmones.
—Te amo —le susurró entre sollozos, tratando de darle un minuto de paz, algo a lo que aferrarse—. No puedes imaginar cuánto. Contigo me he sentido plena, completa. ¡No puedes dejarme! ¡No puedes condenarte por mí!
Las lágrimas bañaban su cara mientras hablaba, pero no se detuvo. No había más tiempo, nunca más.
—Te he deseado desde el primer momento en que te vi y desde ese mismo instante mi alma era consciente de que te pertenecía.
Algunos ángeles apartaron la vista, incapaces de contemplar un castigo demasiado cruel: la muerte de un ángel cuyo único pecado había sido amarla más allá de cualquier límite.
Azrael le agarró la mano y, conteniendo a duras pena la tortura que estaba sufriendo, se incorporó en parte, respirando con dificultad. El ángel apretaba la mandíbula y en sus ojos ya no brillaba la luz que siempre los había iluminado, aquella que Casandra solía contemplar hipnotizada.
Moribundo pero aún consciente miró a los arcángeles, no con odio ni con rencor, sino con la compasión que despertaba en él saber que jamás habían amado a nadie de igual modo. No se arrepentía de nada salvo de no haber sido capaz de presentarse antes a Casandra y haber tenido más tiempo para estar con ella.
Las plumas de sus alas no dejaban de caer. Casandra comprendió que su caída era una cuenta atrás macabra, que cuando la última rozara el suelo todo habría terminado. El cuerpo de Azrael no dejaba de enfriarse, como si su esencia hubiera empezado ya a abandonarlo. Se estaba muriendo entre sus brazos. El pensamiento amenazó su cordura. Le pareció que estaba viéndose morir a sí misma, que era su propio corazón el que dejaba de latir. Pensó en la posibilidad de desaparecer junto a él, de perseguirlo a través del infierno si era allí donde lo enviaban.
Devastada por el dolor, Casandra dejó de sentir su propio cuerpo, ya ni siquiera podía refugiarse en él. Destrozó los lazos que lo unían a su alma rota, eliminando casi sin resistencia cada uno de ellos. Algo explotó detrás de sus ojos, una luz que la cegó y crispó sus nervios, enviando a su cerebro miles de afilados cuchillos. La sensación de estar cayendo se repitió durante lo que le pareció una eternidad. Pero cuando su alma salió catapultada de su cuerpo, Azrael aún no había exhalado su último aliento.
Antes de que la última pluma se desprendiera, el espectro de Casandra se arrodilló junto a él. Azrael mantenía aferrado su cuerpo pero la observaba a ella. Horror y alivio pugnaban en su mirada apagada por la cercanía de la muerte, luchando entre el deseo de llevarla consigo y la culpabilidad de segar su vida de forma prematura.
Ella alargó la mano para recoger sus lágrimas. Pero antes de llegar siquiera a rozarle, la última pluma se desprendió y osciló mecida por la brisa, cayendo finalmente al suelo. Azrael se desplomó hacia atrás sin rastro de vida, entrelazado con su propio cuerpo. Un alarido salvaje y gutural brotó de la boca de Casandra, y una rabia que jamás había conocido inundó su ánima.
Los que la rodeaban la contemplaban atónitos, enmudecidos por lo sucedido e incluso aterrados por las consecuencias. Su prima lloraba abrazada a Daniel, Asmodeo apretaba los puños y no dejaba de mirar con furia a los culpables de su tragedia. La mayoría de los demonios había abandonado el lugar, salvo Eligos y unos pocos más cuya confusión apenas si les permitía moverse. Pero era el arcángel Gabriel el que realmente interesaba a Casandra, el único que parecía no albergar ningún tipo de emoción, como si no hubiera visto morir a su hermano segundos antes.
Casandra voló hasta él. Se sentía ágil y ligera pero aun así poderosa. El arcángel levantó la mano pero su gesto no la detuvo. No tenía dominio alguno sobre los muertos ni sobre sus almas, nada de lo que hiciera iba a frenarla.
Cuando estuvieron cara a cara, Casandra dejó escapar una risa enloquecida y desquiciada.
—Nada puedes contra mí —aseguró Gabriel. Pero su voz tembló y ella supo que sentía miedo.
Azrael era la prueba de que los ángeles podían morir, y si esa posibilidad existía Casandra reclamaría su venganza.
—Debiste matarme a mí. Él tenía más capacidad de perdón que yo.
—Él me hubiera perseguido por toda la eternidad —replicó Gabriel con animosidad.
—Yo no te daré tanto tiempo.
Se movió antes de que el arcángel pudiera reaccionar. Giró a su alrededor con rapidez, hasta convertirse en un borrón a los ojos de los que la observaban. Con cada vuelta arrancaba un puñado de plumas de sus alas, tirándolas inmediatamente al aire y dejando que este las esparciera a su antojo. El arcángel trató de luchar contra ella, pero sus brazos atravesaban la fantasmal figura y le era imposible interrumpir su avance.
Fue ella quien se detuvo solo para contemplar la mueca de terror que era su rostro. Gabriel aprovechó para ocultar sus alas, si bien el daño estaba hecho y de su espalda había comenzado a brotar sangre.
Miguel, que no había intervenido ni siquiera para tratar de ayudarlo, atrajo la atención de Casandra con un gesto. La miró, rogándole que no continuara con su venganza. Casandra ladeó la cabeza y sonrió ante sus súplicas.
Detente, le susurró la voz de Miguel en su cabeza. Ella observó con interés al más clemente de los arcángeles. Este asintió con la cabeza tan levemente que ella fue la única que se percató del movimiento.
—Ten fe —añadió en voz alta tras unos segundos.
El temblor que sacudió la tierra los derribó a todos menos a ella, que ni siquiera apreció la magnitud del terremoto hasta que los vio intentando levantarse y cayendo de nuevo. Casandra volvió la vista hacia el cuerpo de Azrael. Irradiaba una luz amarillenta y brillante que nacía de su interior y atravesaba su piel. En tan solo unos segundos, el cuerpo inerte del ángel fue absorbido por la luminosidad, tragado hasta desaparecer como si nunca hubiera existido.
Casandra apartó la vista sin fuerzas para padecer esa nueva pérdida, y concentró su furia en Gabriel.
—¡No puede ser! —negó este desde el suelo.
Pero no la miraba a ella, sino que parecía observar algo a su espalda. Casandra siguió su mirada convencida de que lo que fuera que llamaba su atención no iba a impedirle terminar con él. Hasta que lo vio.
El cuerpo de Casandra tiró repentinamente de su esencia, restableciendo con brusquedad las uniones para convertirlos de nuevo en una sola entidad. Se vio arrastrada, prácticamente succionada, a su interior, y sintió cómo el corazón aceleraba su pulso, llenando sus venas de adrenalina y devolviéndola a la vida.
Oyó murmullos, gemidos y expresiones de estupor y sorpresa. Sintió movimiento, alguien agarrándola, alzándola del suelo. Y escuchó de nuevo el único sonido que creía que jamás volvería a escuchar: el corazón de Azrael latiendo contra su oreja. Trató de abrir los ojos para asegurarse de que sus oídos no la engañaban aunque sabía a ciencia cierta que no era así, pero ni siquiera tenía fuerzas para ello. La felicidad la desbordó por completo cuando la voz de Azrael se elevó por encima del resto.
—La amo.
—No puede ser, no es posible —negó Gabriel estupefacto.
Casandra notó la mano de Azrael deslizarse por su cara con suavidad, casi con reverencia, y por fin fue capaz de abrir los ojos. Lo miró extasiada, con toda clase de sentimientos agolpándose en su cabeza. Él le dedicó una media sonrisa y con ese único gesto se lo dijo todo.
Azrael la depositó con cuidado en el suelo y la rodeó con un brazo para ayudarla a permanecer en pie. Las nuevas plumas que habían brotado de sus alas le rozaron la espalda, reconfortándola.
Azrael no mostraba señal alguna de dolor ni sufrimiento. No había rastro de heridas y ni tan siquiera un rasguño profanaba su piel inmaculada. Pero eso no era ni mucho menos lo más llamativo. Había recuperado sus alas, que ahora casi doblaban el tamaño de las anteriores, de mayor envergadura incluso que las de Gabriel. Y las plumas que las formaban relucían doradas iluminando por completo el prado, como si la luz de sol se hubiera concentrado en ellas.
Ella ni siquiera era del todo consciente de lo que estaba pasando, solo sabía que prácticamente había perdido la razón al creerle muerto y ahora se hallaba de nuevo entre sus brazos. Azrael estaba vivo y además se había convertido en un arcángel.
—Así que era cierto —dijo Miguel, complacido por la situación.
—¿Lo sabías? —inquirió Gabriel.
La expresión cauta y recelosa del vengativo arcángel dejaba claro que bajo ninguna circunstancia había esperado que sucediera aquello. Azrael había entregado sus alas, y para cualquier ángel esa decisión suponía la muerte.
—Él no es cualquier ángel, hermano —replicó Miguel, adivinando sus pensamientos—. Es el Ángel de la Muerte. Tenía mis sospechas, y esperaba que fueran ciertas.
—Aun así… entregó sus alas —alegó Gabriel. Su voz había perdido el tono orgulloso.
—No tienes poder, Gabriel. No puedes condenar a un arcángel. Solo Él puede hacerlo —le rebatió Miguel con impaciencia.
»¿Desde cuándo, Azrael? ¿Cuándo fuiste ascendido?
—Desde siempre —admitió él, y su respuesta los desconcertó aún más—. Nunca hice uso de mi rango. Mi misión jamás varió y nunca necesité los atributos que me fueron concedidos.
—Tú lo sabías —insistió Gabriel, que no quería admitir que algo escapara a su autoridad.
Miguel suspiró y negó con la cabeza. Depositó su mano sobre el brazo de su hermano para tratar de calmarlo, aunque sabía que la afrenta a la que había sido expuesto nunca se le olvidaría.
—Solo era un rumor que escuché hace mucho en la alta jerarquía, ni siquiera debería haber llegado a mis oídos.
El orgulloso arcángel se negaba a asumir que se había extralimitado. Su desconocimiento ni siquiera aplacaba la ira que trataba de disimular en vano. Gabriel sabía que, con poder o sin él, su condena hubiera podido hacerse efectiva siempre y cuando una instancia superior la hubiera avalado. Lo cual solo podía significar que alguien más poderoso que él pensaba que había errado al castigar a Azrael.
—La protegeréis —exigió Azrael—. Lo habéis prometido.
Gabriel lo miró atónito mientras que Miguel asintió sin decir nada.
—Cuidaré de ella para siempre y no volveréis a inmiscuiros —continuó Azrael—. Pero si os necesita, si se encuentra en peligro y yo no soy capaz de ayudarla, haréis honor a la palabra dada.
Inclinó la cabeza ante Miguel y miró a Gabriel a los ojos, retándole a que osara contradecirlo. Este, abochornado por la lección recibida, desvió la vista apretando los dientes y obligándose a callar todo lo que le hubiera gustado decir.
Sin querer dedicarles un segundo más de su vida, Casandra les dio la espalda y tiró de la mano de Azrael para llevarlo con ella. Avanzó sonriendo hasta el grupo de amigos que había luchado a su lado solo para defender su amor ante el cielo y el infierno.