Capítulo
23

Cuando se disponía a salir corriendo por la puerta, se topó de frente con Evangelos, el ángel que pocos días atrás había venido a buscar a Azrael. Sus alas, que lucía desplegadas en toda su extensión, habían perdido algunas plumas y estaban manchadas de barro y sangre. Cientos de arañazos y heridas cubrían su cuerpo, los más superficiales sanaban por sí solos mientras ella lo miraba.

—Al fin —dijo el ángel con tono enfadado al darse de bruces contra Casandra.

Un demonio enorme apareció tras él y lo empujó contra ella. Casandra trató de apartarse pero no fue lo suficientemente rápida, por lo que Evangelos acabó por arrollarla. Cayeron enredados y el demonio no tardó en abalanzarse sobre ellos. Dos pequeños cuernos resaltaban en su redonda cabeza, pero aún más inquietante era su piel de color rojo sangre y cubierta de lo que parecían finas espinas. El demonio sonrió a Casandra en una grotesca mueca y esta pudo ver sus dientes afilados y puntiagudos.

Evangelos se levantó con un ágil salto y con un golpe de sus alas lo envió al menos a diez metros de donde se encontraban. Casandra se puso de pie también, no sin cierta dificultad. Le costaba respirar y al caer se había torcido la muñeca derecha. Más dolores a añadir a la larga lista de sus últimos tropiezos.

Desde la puerta del panteón observó el drama que se desarrollaba ante sus ojos. El sol avanzaba hacia un inminente ocaso, dejando a su paso un rastro de sombras que no hacía más que aumentar la irrealidad de la escena. Tras un rápido vistazo se dio cuenta de que se encontraba en el cementerio de Highgate, al norte de Londres. Varios de sus antepasados estaban enterrados allí, y aunque su madre procuraba no llevarla cuando iba a visitarlos bastaba una visita para recordar sus peculiaridades.

Era tan antiguo que la maleza había ganado terreno y convertido el lugar en un tétrico bosque donde lápidas, estatuas y mausoleos se mezclaban con inmensos árboles y toda suerte de plantas. Existían numerosas leyendas sobre aquel sitio, y aunque algunas resultaba obvio que eran exageradas invenciones, otras muchas podían ser totalmente ciertas.

Si alguien se presenta aquí ahora mismo, tendrá material suficiente para no tener que inventarse nada, pensó Casandra, espantada por la crueldad de la batalla que se libraba a pocos pasos de ella.

Al menos una veintena de ángeles luchaban contra otros tantos demonios. Los primeros usaban las alas como arma al mismo tiempo que empuñaban espadas cubiertas de sangre. Los segundos contraatacaban con cuchillos y dagas, y su aspecto era de lo más variado: garras, cuernos, escamas, e incluso fue capaz de ver un demonio con dos colas gemelas que nacían en la base de su espalda y se enredaban alrededor de las piernas de su oponente.

El espectáculo resultaba dantesco. Ambos bandos estaban sufriendo pérdidas, había cuerpos dispersos por toda la zona, ensangrentados y desfigurados. Su aspecto dejaba claro que nadie estaba dispuesto a rendirse. Era una lucha a muerte, despiadada más allá de cualquier cosa que ella hubiera podido ver antes.

Y en el fragor de aquella guerra nadie se fijaba en ella. Casandra supuso que una vez encontrado un motivo para iniciar la pelea, poco importaba lo demás. El odio recíproco de las dos estirpes se remontaba tanto tiempo atrás que se había enquistado en sus almas y no dejaba espacio para nada más.

Casandra hubiera podido darse media vuelta, echar a correr hacia la salida y dejar atrás aquella locura, y ni siquiera se percatarían de su ausencia hasta que todo hubiera terminado. Pero no pensaba huir, si Azrael y sus amigos estaban allí iba a encontrarlos y asegurarse de que seguían con vida, así tuviera que entregar la suya a cambio para salvarlos.

Casandra se preguntó cómo era posible que los demonios pisaran tierra sagrada, pero estaba claro que allí estaban y no parecía afectarles lo más mínimo. Olvidó el fugaz pensamiento para concentrarse en encontrar a Azrael. Sus alas negras deberían haberla ayudado a encontrarlo con facilidad, pero no había ni rastro de él.

Avanzó unos pocos pasos hasta situarse tras una estatua. Alzó la cabeza para contemplar al majestuoso ángel de piedra que se erguía ante ella portando una ramo de flores entre las manos, y se dio cuenta de que la figura distaba bastante de la imagen que su mente albergaba de ellos. Miró alrededor para asegurarse de que nadie la observaba y echó a correr por uno de los senderos, hasta quedar al abrigo de un portalón de piedra con aspecto de ir a derrumbarse de un momento a otro.

Escondida entre las sombras, contempló cómo un joven ángel que parecía apenas un adolescente rebatía sistemáticamente las embestidas de un demonio que le doblaba el tamaño. La espada del ángel desprendía un débil resplandor cada vez que el filo rozaba la piel encostrada de su oponente, pero este apenas parecía percibir el daño y continuaba arremetiendo contra él una y otra vez.

Equilibremos las fuerzas, se propuso ella.

Trepó en silencio hasta la parte alta del arco que le daba cobijo y, tras forcejear unos instantes, arrancó una pesada piedra. La alzó por encima de su cabeza a duras penas, luchando con el tirón que amenazaba con arrancarle la fuerza del brazo derecho. Esperó unos segundos hasta que el fornido diablo estuvo a tiro y la lanzó con todas sus fuerzas.

La piedra se rompió en mil pedazos al impactar contra su objetivo. En el mismo momento que el demonio elevó la vista hacia ella, el infante le asestó un golpe certero en el pecho clavando la afilada hoja hasta que emergió por su espalda.

El ángel le dedicó una extraña mirada, pero Casandra se dejó caer hasta el suelo y, sin darle tiempo a que la detuviera, continuó su búsqueda.

Estaba segura de que Azrael tenía que estar allí. Su corazón le decía que luchaba en alguna parte del laberíntico cementerio. Caminó frente a varios mausoleos, todos tan antiguos y descuidados que la piedra de sus muros estaba llena de verdín, e incluso una trepadora había ascendido pared arriba hasta formar una intrincada red de ramas, como si de una telaraña gigante se tratara.

La piel se le erizó cuando una ráfaga de viento gélido traspasó la fina camiseta que se había puesto esa misma mañana y tiritó un instante, hasta que más adelante se encontró con varias plumas negras mezcladas con la tierra húmeda. Casandra se agachó para recoger una de ellas y asegurarse de que no era suciedad lo que las teñía. No había duda de que Azrael había pasado por allí.

Apretó el paso angustiada por el hallazgo. Ni siquiera quería plantearse la posibilidad de que pudiera estar gravemente herido. Era algo en lo que se veía incapaz de pensar. Echó a correr de nuevo espoleada por la preocupación y la incertidumbre. Tropezó con una rama retorcida que sobresalía del suelo y cayó hacia delante. Ignoró una vez más lo dolorida que se sentía y se levantó deprisa, rezando por que el estruendo que había provocado al caer no atrajera a nadie.

El sendero acabó por llevarla hasta un pequeño claro donde más tumbas se entremezclaban con un manto de hierba. Una imponente cruz de mármol se erigía en la zona central. Su delicada ornamentación hubiera atraído de inmediato la atención de Casandra si no hubiera sido porque tras ella Azrael y Asmodeo luchaban contra cuatro demonios. Su corazón se desbocó al contemplarlos: ángel y demonio, espalda contra espalda, combatían con ferocidad y rechazaban cualquier intento de romper su defensa.

Azrael plegaba y extendía las alas, valiéndose de ellas para desconcertar a sus oponentes. La hoja de la espada con la que asestaba firmes estocadas estaba repleta de símbolos extraños que solo los suyos podían leer. Su expresión concentrada y la delgada línea que dibujaban sus labios le daban una apariencia algo cruel. Sin embargo, Casandra sabía que aquella lucha era su último recurso para mantenerlos juntos y a salvo.

Asmodeo peleaba con idéntica fiereza. Se había transformado por completo y su cara parecía haber sido cincelada por manos expertas en un bloque de granito, al igual que sus brazos y el resto de su piel. Casandra comprendió que, dijera lo que dijera el demonio, Azrael era un amigo para él y no solo una deuda pendiente. Se estaba enfrentando a sus hermanos para ayudarlos. Ella ni siquiera era capaz de imaginar qué clase de tortura le tendrían preparada en el caso de que perdieran la batalla.

Ambos lucían heridas y sus ropas estaban salpicadas de tierra y sangre, pero la voluntad férrea de no dejarse vencer brillaba en ellos de forma tan clara que la imagen era sobrecogedora. Casandra quería ayudarlos pero no tenía ni idea de qué podía hacer para darles algún tipo de ventaja. Si su aparición les hacía perder la concentración podía provocar un error que les costara muy caro.

No oyó que alguien se acercaba por su espalda hasta que lo tuvo casi encima. Casandra se giró rápidamente, decidida a luchar como mejor pudiera. Suspiró de alivio al contemplar el rostro de Daniel, que sin darle tiempo a hablar la empujó en dirección al claro mientras miraba a su espalda.

—Ya vienen —le espetó con preocupación—. ¡Ya vienen! —repitió alzando la voz para que Azrael y Asmodeo pudieran escucharle.

Daniel tiró de ella, bordeando la lucha que continuaba desarrollándose sin pausa. Azrael la miró solo durante un segundo, suficiente para hacer que Casandra sintiera un escalofrío recorrer su espalda. Hubiera dado lo que fuera por alejarlo de allí. Él pensaba exactamente lo mismo que ella.

Azrael atravesó limpiamente con su espada a uno de los engendros. Acto seguido, Asmodeo se deshizo de otro. Daniel aprovechó su inferioridad para unirse a ellos y ayudarles a liquidar a los otros dos.

En cuanto se hubieron desecho de los demonios, Azrael corrió junto a ella y la envolvió con sus brazos, estrechándola con demasiado ímpetu. El maltrecho cuerpo de Casandra protestó, pero ella se sintió tan bien por tenerlo de nuevo a su lado que no se molestó en decirle nada. No había otra cosa que deseara más que besarlo de nuevo. Casandra alzó la cabeza, que había apoyado en su pecho, y a pesar de su labio hinchado apretó su boca contra la de él.

El mundo a su alrededor se desvaneció por completo. Durante unos segundos se olvidó de todo, de que él era un ángel y ella una portadora de almas, de los demonios, de los arcángeles castigadores, de las almas errantes, absolutamente de todo lo que no fueran ellos dos. Se entregó por completo sin guardar nada para más tarde, porque tal vez ni siquiera hubiera un después.

Él le devolvió el beso con idéntica ansiedad, dejándose arrastrar tanto por el deseo como por el amor que sentía por ella.

—Son demasiados —gritó Daniel, arrancándolos de la breve ilusión de la que se habían rodeado y devolviéndolos sin piedad al presente.

Sus bocas se separaron pero Azrael continuó rodeándola con el brazo.

—¿Mi madre? —preguntó Casandra, temiendo lo que pudieran contestarle.

—Está bien —le aseguró Azrael, aliviando su inquietud.

—Siento ser yo el que lo diga —gimió Asmodeo, con la respiración acelerada por la lucha pero aun así sonriendo abiertamente—, pero espero que tengas alguna clase de plan alternativo, porque esto de patear culos diabólicos empieza a volverse ligeramente arriesgado.

Daniel miró al demonio como si le hubiera salido una segunda cabeza, cosa que Casandra tampoco descartaba que ocurriera. Su mente habría aceptado casi cualquier cosa que ocurriera, por muy enrevesada que fuera.

—¿Tienes miedo? —se burló Daniel.

Casandra puso los ojos en blanco al darse cuenta de que aquello podía convertirse en uno de sus interminables tira y afloja. Si los dejaban, eran capaces de ponerse a discutir hasta que una horda de demonios los obligara a luchar, cosa que podía ocurrir en cualquier momento.

Lena apareció a su lado como si se hubiera materializado de la nada. Casandra, asustada por la repentina aparición, se apretó contra el cuerpo de Azrael hasta que comprendió que se trataba de su prima. Casandra se abrazó a ella, contenta porque al menos de momento todos estaban bien.

—Creía haberte dicho que te mantuvieras oculta entre los árboles —la reprendió Daniel, con un tono brusco que no era propio de él.

—Lo sé, pero me pareció que estabais de lo más entretenidos y quería saber de qué hablabais —replicó Lena.

Daniel hizo amago de ir a contestarle pero Casandra lo cortó.

—Os recuerdo que estamos en medio de una batalla, ¿os importaría dejar esto para más tarde?

El grupo guardó silencio, como si todos se dieran cuenta en ese momento de lo cerca que se hallaban de un amargo final. Había pocas posibilidades de que salieran ilesos.

—¿Cuántos? —preguntó Azrael a Daniel, dando por zanjada la discusión.

—Varias decenas, imposible saberlo con seguridad.

Casandra se estremeció ante su tono lúgubre.

—¿Y los demás? —continuó interrogándole Azrael. Casandra supuso que se refería a los ángeles.

—Una parte ha caído, pero el resto seguirá luchando.

La amargura tiñó las palabras de Daniel y ensombreció el rostro de Azrael. Los suyos estaban cayendo en una lucha que ellos habían provocado. A pesar de no estar de acuerdo con sus estrictas normas, a pesar de que Azrael la amara por encima de sus propias creencias y de que Daniel estuviera dispuesto a sacrificar las suyas por proteger a Lena, ambos sabían que arrastrarían la muerte de sus hermanos como una pesada losa hasta el final de los tiempos.

Casandra percibió un eco de pasos a su espalda. Se giró para contemplar el sendero por el que había venido. La poca luz que le quedaba al día menguaba a cada instante, si bien las alas de Daniel emitían luminosidad suficiente para alumbrar varios metros a su alrededor. El resto siguió su mirada presintiendo lo que se avecinaba.

—Voy a llamarlos —susurró Azrael.

—¿A quién? —preguntó Casandra.

—Si los llamas no habrá vuelta atrás —le advirtió Daniel con gesto nervioso, ignorando su pregunta.

—Esto no hace más que mejorar —se jactó Asmodeo.

—No sé a quién pretendes avisar —añadió Lena—, pero yo que tú me daría prisa.

Antes de que finalizara la frase, los demonios aparecieron por el camino. Al principio se acercaban como si estuvieran dando un simple paseo, pero en cuanto los vieron apretaron el paso y se internaron rápidamente en el claro. Lena y ella retrocedieron instintivamente mientras que el resto del grupo se interponía entre ellas y sus atacantes. La lucha se desató con la misma rapidez con la que se produce una estampida, sin aviso previo, sin miradas de advertencia. Nadie cruzó una sola palabra. Las espadas se alzaron y de las heridas brotó sangre.

Tal y como Daniel había predicho eran demasiados. Ellos tres solos no resistirían durante mucho tiempo. Si no habían claudicado ya era porque el sendero, bordeado de panteones de piedra, formaba un embudo por el que solo podían pasar unos pocos demonios a la vez. Los dos ángeles y Asmodeo arremetían contra ellos, haciéndolos retroceder y bloquear el paso a los que los seguían. Pero tarde o temprano terminarían por avanzar y entonces los rodearían. Cuando eso ocurriera todo habría acabado.

Casandra no pensaba quedarse parada observando. Examinó el suelo tratando de encontrar cualquier objeto que le sirviera de arma. A unos pocos pasos de distancia, entre dos de los engendros que yacían sobre la hierba, dio con una daga. La tomó y volvió a soltarla al instante cuando notó el calor que se extendía por su mano.

—Dame tu guante —le ordenó Casandra a su prima.

Lena se quitó uno de los mitones que llevaba para resguardarse del frío y se lo entregó. Casandra se lo puso con rapidez, intentando ignorar el horror que le producía ver a Azrael y los demás enfrentarse a tal cantidad de demonios.

Tomó de nuevo la daga, que le calentó la piel sin llegar a quemársela. Puede que el guante terminara por arder después de un rato, pero tendría que servir.

—¿Casie? —musitó su prima, agarrándose a su brazo y clavándole las uñas—. Sé que no es buen momento, pero desde que nos hemos vuelto a encontrar… no soy capaz de ver tu aura.

Casandra la miró y vio miedo en sus ojos, un terror sórdido y profundo pero conocido, el mismo con el que se había enfrentado a la muerte de su abuela.

—No estoy muerta aún —farfulló más para ella misma que para Lena.

Un demonio evitó la puñalada que Asmodeo le lanzó, se agachó y pasó por debajo de su brazo antes de que este pudiera evitarlo. Casandra avanzó un paso dispuesta a luchar contra él, pero escondió la daga a su espalda.

—¡Azrael! —gritó Asmodeo, llamando su atención sobre el demonio que había sorteado sus defensas.

—¡Si me aparto se nos echarán encima! —alegó el ángel, mientras luchaba por contener a los dos seres que lo atacaban.

Azrael echó un rápido vistazo a Casandra, frustrado por la imposibilidad de acudir a su lado. Cerró los ojos solo un segundo, apenas un leve parpadeo, y sus alas se crisparon. Casandra supo que algo estaba a punto de pasar al ver la torturada mirada que le devolvieron sus ojos cuando se abrieron de nuevo.

Instantes más tarde, cayeron del cielo una decena de ángeles que aterrizaron a su alrededor. Todos con las alas desplegadas y resplandeciendo, convirtiendo el comienzo de la noche en una continuación del día. En el centro del círculo que formaron, su prima y ella se agarraban de la mano observando al extraordinario grupo que había acudido en su ayuda.

Azrael, Daniel y Asmodeo retrocedieron hasta ellos, permitiendo la entrada de la avalancha de demonios.

—Si salimos de esta creo que estaremos en paz —bromeó Asmodeo, dirigiéndose a Azrael.

—Si salimos de esta soy yo quien te deberá una.

—¿Me dejarás mirar? —Asmodeo hizo un gesto con la cabeza, señalando a Casandra.

Azrael resopló pero no tuvo tiempo de contestar. El pequeño diablo que había intentado secuestrar a Casandra en la discoteca se abalanzó sobre él empuñando una especie de cimitarra. Los ángeles estrecharon el círculo mientras combatían sin pausa. Los habían rodeado por completo y estaba claro que les sobrepasaban en número.

Lo incierto de la situación no evitó que Casandra se asombrara con la majestuosidad de la escena. Aquello era real, una batalla que llevaba reproduciéndose desde el inicio de los tiempos, desde que el mundo era mundo. El bien contra el mal. Aunque con la salvedad de que el bien había encontrado un aliado entre sus enemigos: Asmodeo.

Casandra deseó que ese detalle supusiera algún tipo de diferencia para ellos, un cambio en lo establecido, la prueba de que no todo lo desconocido tenía que ser malo por naturaleza.

Más y más demonios llegaron al claro. Un gigante de al menos dos metros, que bien podía pasar por una persona normal si no hubiera sido porque sus manos ardían como dos ascuas recién sacadas de una hoguera, embistió al ángel que quedaba justo a la derecha de Casandra. Ella no dejó pasar la oportunidad de ayudarle. Se arrodilló junto a ellos y le hundió al demonio en la pierna la daga que continuaba sosteniendo con la mano enguantada, retorciéndola hacia los lados antes de recuperarla y alejarse de él.

Lena tiró de ella y le lanzó una mirada de reproche. Pero Casandra estaba decidida a hacer todo cuanto fuera posible para ayudarles. Si le perdía, si Azrael sucumbía por defenderla, jamás se lo perdonaría, mucho menos si se quedaba de brazos cruzados. Tenía que haber alguna forma de escapar de aquella locura. Casandra se preparó para realizar una segunda incursión, con suerte nadie se fijaría en ella y podría al menos herir a unos cuantos de aquellos abominables seres.

Su prima la agarró justo cuando tomaba impulso y le impidió avanzar.

—¿Pretendes que te maten? —le reprochó Lena furiosa.

—Tengo que hacer algo. Tengo que ayudarles —alegó ella frenética.

—Solo conseguirás que te maten y entonces nada de esto habrá valido la pena.

—Si le matan a él, nada valdrá la pena para mí.

Le tembló la voz, pero sabía que sus palabras encerraban su única verdad: no existía nada que la anclara a la vida si él perecía. Quería a su madre, adoraba a su prima, e incluso al resto de su familia, pero su alma le pertenecía a él, únicamente a él. Y si él desaparecía, su alma se desvanecería dejando tras de sí solo una cáscara vacía.

Le suplicó a Lena con la mirada que lo entendiera, que no le guardara rencor y que la apoyara incluso aunque eso supusiera su muerte. No tuvo tiempo para conocer su respuesta, Azrael gritó en ese momento y ambas se volvieron hacia él para ver cómo una espada le atravesaba el hombro y emergía a través de la piel de su espalda.

Casandra se lanzó en su dirección y, con pulso firme y actitud resuelta, le clavó al demonio la daga en el estómago. Imprimió todas sus fuerzas en el ataque. Azrael, al verla aparecer junto a él, depositó la mano sobre la suya y juntos la hundieron hasta la empuñadura.

Se demoró un segundo antes de retirar la mano, con la única intención de deleitarse con el roce de la piel de él. Casandra sabía que debía estar asustada, incluso esperaba que en cualquier momento su cuerpo se colapsara y cayera al suelo sin sentido. Pero el tacto de Azrael le infundía la fuerza necesaria para mantenerse en pie, así que aprovechó esa décima de segundo antes de separarse de él y retroceder para no convertirse en un estorbo.

El cielo tronó sobre ellos como si fuera a desatarse una tormenta. Casandra alzó la cabeza en un acto reflejo. El brillo de las estrellas que ya habían comenzado a aparecer no se veía enturbiado por ninguna nube. Así y todo volvió a escuchar un sordo retumbar. La tierra que pisaban tembló bajo sus pies. Lena volvió a agarrarse a ella con tanta fuerza que por poco caen las dos al suelo. Los ángeles renovaron la intensidad de su ataque, como si aquella vibración les infundiera mayor coraje.