Casandra abrió los ojos para encontrarse con que un completo desconocido la sostenía en brazos. Parpadeó varias veces enfocando la visión hasta darse cuenta de que un chico moreno, con cierto parecido a Asmodeo, la mantenía apretada contra su pecho impidiéndole moverse. Otros tres individuos conformaban una barrera entre sus amigos y ella.
Azrael, Daniel y Asmodeo los contemplaban con precaución, inmóviles, como si temieran realizar el más mínimo movimiento. La expresión torturada de Azrael le hizo comprender que, fuese lo que fuese lo que sucedía, no era nada bueno.
—Azrael —gimió con un hilo de voz. El desconocido la asió con más fuerza al darse cuenta de que estaba consciente.
—¡Suéltala, Eligos! —le ordenó Azrael, con la voz cargada de odio. Se estaba conteniendo para no saltar encima de él y arrancársela de los brazos.
Casandra alzó la vista para observar a Eligos. Ahogó un jadeo al encontrarse con dos grandes ojos amarillos que la miraban con desprecio. Valoró lo desesperado de la situación: cuatro demonios —porque Casandra estaba segura de que lo eran— contra dos ángeles y Asmodeo. Desvió la vista para encontrarse con que Lena se hallaba contemplando la escena desde lo alto de las escaleras; Daniel debía haberla traído consigo de vuelta a la casa. Rogó en silencio para que se quedara donde estaba.
Buscó con la mirada a Valeria, pero no había rastro de ella. Se revolvió frenética tratando de zafarse, si algo le había pasado a su madre le arrancaría los ojos a aquel demonio inmundo y lo mataría ella misma.
Eligos la inmovilizó, estrechando el cerco de sus brazos con tanta fuerza que Casandra temió desmayarse de nuevo.
—Suéltala ahora mismo —repitió Azrael con firmeza.
—No puedes hacerte una idea de lo divertido que resulta esto —contestó Eligos, esbozando una sonrisa siniestra—. Por una vez, soy yo quien le arrebata algo al Ángel de la Muerte.
Azrael cedió a la provocación y se abalanzó hacia delante. Daniel reaccionó con rapidez y lo agarró del brazo haciéndole retroceder.
—Es un duque, Azrael —oyó que le susurraba entre dientes—, no podemos enfrentarnos solos a él.
Asmodeo avanzó un par de pasos con seguridad y entereza, como si no se encontraran en medio de una pelea inminente.
—Eligos, gran Duque de los infiernos. Hermano —exclamó con su acostumbrado dramatismo—. Deberías pensártelo dos veces antes de llevarte a esta insignificante mortal.
—No tan insignificante si dos ángeles la custodian. Ambos sabemos lo que es capaz de hacer.
Casandra se removió de nuevo, apenas podía respirar. Para su sorpresa, Eligos la depositó cuidadosamente en el suelo, pero continuó sujetándola. Olfateó su pelo, aspirando con fuerza. El tacto de su nariz en el cuello le resultó repulsivo.
—Jamás saldrás de aquí con vida —lo amenazó Daniel.
Pero eso no era lo que decía su mirada. Estaba aterrorizado, lo que hizo comprender a Casandra que la situación era aún peor de lo que ella pensaba.
Eligos rio a carcajadas ante su advertencia. No parecía en absoluto intimidado.
—¿Ahora son estas tus compañías, Asmodeo? Te tenía en mejor estima.
—Cuido de mis intereses, hermano —replicó este.
—No puedo hacer nada por ti —añadió Casandra—. No puedes obligarme.
Eligos deslizó una mano por su cintura mientras que con la otra la mantenía pegada a su cuerpo. Casandra, asqueada, se estremeció con su contacto.
Azrael perdió los nervios y lanzó un puñetazo que derribó al demonio que tenía más cerca. Asmodeo lo agarró antes de que se ensañara con él, y a pesar de que el resto de sus atacantes ya comenzaban a moverse hacia sus amigos, se detuvieron a un gesto del duque.
—Eligos, déjala ir —exigió esta vez Asmodeo. El fuego danzaba en sus ojos, descubriendo su incipiente transformación.
Eligos ignoró su petición y se dirigió a Casandra.
—Pequeña humana, de un modo u otro servirás a mis planes. No tienes ni idea de a quién te enfrentas. Además —hizo un pausa para mirar a Azrael, que apretaba la mandíbula con rabia. Daniel y Asmodeo comenzaban a tener serios problemas para sujetarle—, se rumorea que el ilustre Ángel de la Muerte se ha enamorado.
La risa que brotó de la garganta de Eligos le puso a Casandra los pelos de punta. Trató de empujarle para separarse de él, pero sus musculosos brazos resultaban un cepo de lo más eficaz. Reprimió las lágrimas, convencida de que no harían más que alentar al demonio.
—Irán a por ti. Legiones de ángeles irán a buscarte y darán contigo —le advirtió Azrael—. ¿Crees que te dejarán llevarte a una portadora de almas?
—No pueden alcanzarme allí donde la llevo.
—No te servirá de nada en el inframundo. Son almas lo que quieres, y solo puedes encontrarlas aquí —le espetó Daniel.
—Azrael, mírala bien, porque no vas a volver a verla.
La tensión que todos acumulaban se desató dentro del pequeño salón. Eligos arrastró a Casandra hacia la entrada principal, alzándola del suelo para evitar que opusiera resistencia. Los demonios que le acompañaban, y que hasta ahora se habían mantenido al margen, se pusieron en marcha de inmediato para cubrir su huida.
Azrael, cegado por la ira, trató de llegar hasta ella asestando golpes sin pararse a mirar siquiera a quién se los daba. A punto estuvo de derribar a Asmodeo, que ya había abandonado su disfraz y cuyos ojos ardían con furia. Su cabeza, recubierta de protuberancias, evitó el golpe por poco.
Casandra gritaba y pataleaba sin descanso mientras Eligos la llevaba al exterior. Estaba aterrorizada. Había pensado en entregarse voluntariamente a ellos, pero ahora que uno de los grandes duques del infierno la sacaba a rastras de su propia casa, lo único que podía sentir era pánico.
Sin otra arma que sus propias manos, se defendió arañándole en el cuello, hundiendo las uñas en su carne con todas sus fuerzas. Eligos ni siquiera pareció notarlo, así que en un acto de pura desesperación le clavó un dedo en el ojo izquierdo. Esta vez el demonio sí acusó el daño. La dejó en suelo solo para poder abofetearla. El golpe tuvo un efecto contrario al que demonio buscaba, sacó a Casandra del estado de pánico en el que se encontraba.
Su labio inferior comenzó a sangrar y la mejilla izquierda le ardía, pero alzó la cabeza con gesto orgulloso. Reunió valor, y se lanzó directa contra él. De poco le sirvió su osadía. Eligos la esquivó con destreza y le asestó un puñetazo tan contundente que cayó desmayada. El demonio, tras comprobar que solo estaba inconsciente, se echó su cuerpo sobre el hombro y apenas traspasó el umbral de la casa se esfumó engullido por un remolino de denso humo negro.
Despertó conmocionada y con un terrible dolor de cabeza. Las sienes le palpitaban y al pasarse los dedos por la boca se dio cuenta de que tenía sangre reseca y un corte profundo en el labio. Palpó el suelo a su alrededor mientras reunía coraje suficiente para moverse.
Yacía sobre una fría losa de piedra, en algún sitio húmedo y oscuro. Intentó refrenar los temblores que la sacudían sin saber si eran consecuencia del golpe que había recibido o de la baja temperatura. Al sentarse, una aguda punzada en la parte posterior de la cabeza estuvo a punto de hacerla vomitar. Se quedó inmóvil hasta que el dolor se atenuó y pudo concentrarse en observar el lugar en el que se encontraba.
Estaba sobre una especie de altar. Olía a moho y a cerrado, un hedor penetrante que se le colaba por las fosas nasales y no ayudaba en nada a mantener a raya las náuseas que sentía. Una ventana enrejada de escasas dimensiones dejaba pasar luz suficiente para que se cerciorara de que estaba en alguna clase de panteón.
Un cementerio, pensó.
Se bajó inmediatamente de lo que resultó ser un elaborado sarcófago tallado con motivos florales. Las piernas estuvieron a punto de fallarle pero consiguió llegar hasta la puerta. Empujó, tiró e incluso le dio una patada con las pocas fuerzas de que disponía, tratando infructuosamente de abrirla. El único acceso al pequeño mausoleo estaba firmemente cerrado.
Se volvió hacia el interior, buscando algo que pudiera servirle para hacer palanca. Pero no había nada allí salvo la gran tumba sobre la que hasta hacía un momento había reposado y cientos de flores secas que se desintegraban bajo sus pies. Ninguna posibilidad de escape. Aunque al menos estaba segura de que no la habían llevado al infierno.
Aun con todo se negó a rendirse. Forcejeó de nuevo con la puerta, introduciendo las uñas entre las dos hojas y tirando de ellas hasta que le sangraron los dedos y sus manos estuvieron llenas de rasguños. Gritó hasta que le falló la voz e incluso trató de separar su alma de su cuerpo para salir de aquel lugar y poder buscar ayuda.
Sin embargo, nadie escuchó sus gritos y, sin un muerto que desencadenara la separación, le fue imposible cortar los lazos que ataban su alma.
Apoyó la espalda contra la pared y se dejó caer hasta el suelo. Su cuerpo apenas le respondía después de todo lo que había sucedido en los últimos días, se moría de hambre y tenía muchísima sed. Ni siquiera sabía cuántas horas podía llevar inconsciente ni qué había sido de Azrael y los demás.
Quiso convencerse de que todos estaban bien, que no habían sufrido daño alguno a manos de aquellos seres siniestros. La sola idea de que alguno hubiera caído por defenderla le aterraba. Pero no era capaz de dejar de pensar en su madre y en lo que podía haber sucedido mientras ella estaba inconsciente.
El silencio que la rodeaba contribuía a aumentar su angustia. Ningún sonido le llegaba desde el exterior. Sus captores parecían haberla abandonado allí, aunque lo más lógico sería que alguien la estuviera vigilando. No tenía manera de saberlo, lo único que podía hacer era esperar.
Dobló las piernas contra el pecho, rodeándolas con sus brazos. Exhausta y terriblemente inquieta, escondió la cabeza entre las rodillas y se dispuso a pasar las horas allí, hasta que sus captores volvieran a por ella o, con suerte, Azrael la encontrara.
Ahora que los demonios la tenían en su poder, su plan no le serviría de nada, ni siquiera podría chantajear a los ángeles para mantener a salvo a Azrael.
—Algo tiene que ellos buscan. —La voz, algo ajada pero amable, la sobresaltó, haciendo que levantara rápidamente la cabeza.
Escrutó las sombras hasta que, desde una de las esquinas, un fantasma se adelantó para dejarse ver. Ni siquiera se planteó ignorarlo, tal era su desesperación. Un anciano con el rostro surcado de profundas arrugas y unos ojos pequeños y vivarachos se acercó hasta ella. No se molestó en rodear el sepulcro que presidía la sala, sino que lo atravesó para llegar a su lado. Su mirada no mostraba atisbo alguno de locura, sino que era curiosa y reconfortante.
No parecía tener heridas abiertas ni ninguna señal de una muerte reciente, aunque una almidonada camisa de manga larga y unos pantalones negros planchados con extrema diligencia tapaban la mayor parte de su piel. El anciano se acomodó junto a ella con una lentitud premeditada, como si aún le aquejaran los achaques propios de su edad que pudiera tener en vida.
Casandra esperó en silencio hasta que completó el movimiento.
—¿Qué buscan esos desgraciados en una muchachita como usted? —le preguntó el fantasma con total naturalidad.
No había sorpresa en su rostro ni nada que indicara que le extrañaba ser visible a los ojos de Casandra.
—Lo lamento —añadió el anciano con una sonrisa—, no me he presentado. Soy James J. Barlow.
—Casandra —se presentó ella—. Casandra Blackwood.
—Encantado de conocerla, señorita Blackwood. Siento si mi pregunta le resulta indiscreta. —Ante su gesto de duda, Casandra le animó a continuar—. Quieren algo de usted y no parece la clase de persona que suele hacer tratos con ellos.
—No estoy aquí de forma voluntaria —le explicó.
—Eso me parecía.
—¿Sabe quiénes son?
—Por supuesto, los evito siempre que puedo. No pienso dejar que me lleven con ellos, tengo una promesa que cumplir —confesó el entrañable abuelo con seriedad—. No voy a moverme de aquí hasta que la señora Barlow se reúna conmigo.
Todas las almas que permanecían entre los dos mundos tenían su historia, en su mayoría historias trágicas, cargadas de dolor y angustia. Casandra cedió a la curiosidad que sentía por conocer cuál era la suya. Su propio abuelo había muerto cuando era demasiado pequeña para guardar algún recuerdo de él, pero siempre lo había imaginado muy parecido al señor Barlow.
—¿Puedo preguntarle cuál es esa promesa?
James suspiró ante su pregunta y la miró a los ojos, como si tratara de escudriñar en su interior. Tras unos instantes, pareció encontrar lo que fuera que buscara porque comenzó a relatar su historia.
—Mi vida fue larga, con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero la mejor de todas, con diferencia, fue encontrar a la señora Barlow.
El anciano esbozó una pequeña sonrisa, avergonzado por la confesión.
—Disfrutamos de cincuenta y siete años de matrimonio. Vimos crecer a nuestros cinco hijos y media docena de nietos. Hubo tiempos duros, pero nos teníamos el uno al otro y continuamos luchando para salir adelante.
Ahora la que sonrió fue Casandra, enternecida por el cariño con el que el señor Barlow hablaba sobre su vida. Gesticulaba pausadamente mientras le explicaba cómo eran sus hijos, el rumbo que habían tomado sus vidas y la alegría que le embargaba cada vez que un nieto venía a este mundo. Le contó también con orgullo que uno de ellos llevaba su nombre.
—La muerte me encontró en la cama, durmiendo con toda la placidez con la que duermen las personas de mi edad. Pero yo sabía que me llegaba la hora y, antes de aquella noche, prometí a Katherine que si así sucedía la esperaría hasta que se reuniera conmigo. Sin ella nunca existirá un paraíso para mí —añadió finalmente.
—¿Así que la está esperando para cruzar juntos al otro lado? —le preguntó Casandra conmovida.
El anciano asintió.
—Debe usted quererla mucho.
—Sí, señorita. Por eso pienso cumplir la promesa que le hice y por eso me escondo de esos seres diabólicos.
Casandra retornó al presente. Mientras escuchaba la historia del señor Barlow, casi había conseguido olvidar que estaba allí secuestrada por Eligos, uno de los más poderosos duques del infierno. Su destino poco tenía que ver con el de su acompañante. Abrigaba escasas esperanzas de vivir una vida similar, y ni siquiera parecía que fuera a poder volver a ver a Azrael.
—¿Están fuera? —le preguntó ella, esperando ingenuamente una respuesta negativa.
—He visto al menos a cinco, pero puede haber más —le explicó apenado—. Debe tener algo que les interesa mucho, andan discutiendo sobre cómo corromperla.
A Casandra se le erizó el pelo de la nuca al escuchar al anciano. Los demonios no tardarían mucho en decidirse, y fuera lo que fuera que intentaran estaba segura de que no iba a resultar agradable.
—Puedo llevar las almas de los muertos hasta el otro lado —admitió Casandra. No tenía sentido tratar de negarlo cuando era obvio que podía hablar con él.
La reacción del anciano le resultó curiosa. Por regla general, cuando algún fantasma la sorprendía mirándole o advertía que podía verlo, no paraba de acosarla hasta que los ayudaba de una u otra manera: llevando su alma hasta el túnel o entregando un mensaje a alguna persona querida. El señor Barlow, por el contrario, se mostró horrorizado ante su don. Si bien trató de disimularlo por educación.
—No se preocupe —lo tranquilizó Casandra al comprender el porqué de su reacción—. No seré yo quien impida que cumpla la palabra que le dio a su esposa.
—Me alegra oír esas palabras —dijo él aliviado—, porque no desearía verme a obligado a esconderme también de usted.
Ella le regaló una sonrisa comprensiva. Si él no estaba preparado para cruzar al otro lado sin su mujer, no iba a insistir en ello. Aunque le hubiera ayudado encantada.
—Así que es eso lo que buscan —concluyó James asintiendo.
Casandra se preguntó cuántos años tendría, siempre le había resultado difícil juzgar la edad de la gente. No menos de ochenta seguro, y aun así la lucidez mental de la que gozaba era envidiable. Y eso sin contar con que estaba muerto.
—Hay algo más —se sinceró Casandra. Él no había mostrado reservas al hablar con ella. Decidió que lo justo era que conociera la historia completa—. Me he enamorado de un ángel.
—Oh, pero eso es algo maravilloso —exclamó el anciano entusiasmado—. El amor siempre es maravilloso, jovencita —añadió al ver su expresión entristecida.
—Los suyos no piensan lo mismo.
—¿Los ángeles? —inquirió el señor Barlow frunciendo el ceño—. Bobadas, los ángeles no importan. Encontraréis vuestro camino.
—Ya, bueno, creo que los de ahí fuera tienen otros planes. Puede que nunca…
Casandra no llegó a terminar la frase. Alertada por las voces que comenzaron a llegar desde el exterior, guardó silencio tratando de entender qué decían. Varias personas gritaban pero los gruesos muros de su prisión imposibilitaban sus intentos.
—¿Puede salir y decirme qué está pasando? —le pidió al señor Barlow, que escuchaba también con atención.
—Echaré un vistazo —accedió poniéndose de pie.
El anciano atravesó con su cabeza la gruesa puerta, permaneciendo con la mitad del cuerpo en el exterior del sepulcro y la otra mitad a la vista de Casandra. La escena resultaba en cierto modo inquietante, a pesar de estar acostumbrada a ver cosas similares a menudo.
—¿Y bien? —susurró tras varios segundos.
El señor Barlow le pidió que esperara con un gesto de su mano. Casandra hubiera querido tirar de él y acribillarle a preguntas, pero se limitó a esperar retorciéndose los dedos con nerviosismo.
—Han llegado más —le explicó el anciano cuando volvió al interior—. Están rodeándonos. Pero ellos también han venido.
—¿Ellos? ¡¿Quiénes?! —le preguntó con tono histérico.
—Ángeles, jovencita, el cementerio está lleno de ángeles.
La puerta retumbó cuando algo la golpeó desde fuera. Casandra saltó hasta quedarse junto al sarcófago. Una segunda embestida provocó una pequeña lluvia de piedras y polvo procedentes del marco de la puerta.
Algunos alaridos llegaron ahora hasta ella con nitidez. Casandra avanzó hasta colocarse al lado de la entrada, pegada a la pared. Si en algún momento se abría la puerta, saldría por ella corriendo sin dudarlo. Allí dentro no tenía escapatoria, lo único que podía conseguir si se quedaba escondida era que la acorralaran y la mataran.
Los golpes continuaron y fueron ganando intensidad. El señor Barlow se colocó a su lado, mirándola con una mezcla de seriedad y preocupación en el rostro. Casandra se giró para encararlo.
—Debería marcharse —le sugirió ella, a pesar de que su presencia le resultaba tranquilizadora—. No quiero que le suceda nada.
—No voy a dejarla sola, señorita Blackwood. Nunca me perdonaría que le pasara nada.
Poco podía hacer el anciano por ella, pero agradecía que arriesgara su alma solo para permanecer a su lado. Se prometió que, si salía con vida de esta, visitaría a la señora Barlow. Ya encontraría la forma de hablarle de la valentía de su esposo sin parecer una loca desequilibrada.
La puerta estalló en miles de fragmentos de roca que volaron en todas direcciones. Casandra se tapó la cara con las manos durante unos instantes, tras los cuales, y pese a la polvareda que le dificultaba la visión, pudo ver el cuerpo de uno de sus secuestradores tirado en el suelo. La cabeza del demonio era una masa informe, el resultado de haber sido usado como ariete para reventar la entrada. Parecía muerto, pero ella no pensaba quedarse para comprobarlo.