Capítulo
2

La casa familiar, situada en un tranquilo barrio residencial, constaba de dos plantas. El jardín, ahora deslucido por el frío invierno, les servía en verano de improvisado solárium. Todos los años, su madre plantaba bulbos que florecían en primavera, y cuyos intensos colores contrastaban contra la fachada blanca. Sus padres se habían mudado allí tras casarse, decididos a permanecer cerca del resto de la familia. Lena vivía a solo unas manzanas y el caserón de su abuela, ahora cerrado, se encontraba también en los alrededores.

Cuando llegó había dejado de llover, lo que mejoró su humor considerablemente. La voz de su madre la reclamó desde la cocina.

—¿Casie? ¿Eres tú?

—¡Sí, mamá! —gritó para hacerse oír mientras atravesaba el salón.

Encontró a su madre inmersa en uno de sus ataques culinarios. Se había recogido la abundante melena negra en una coleta alta de la que se escapaban varios rizos rebeldes. Valeria era menuda, de ella había heredado Casandra su estatura y también los ojos castaños. Adoraba cocinar y lo hacía realmente bien. A menudo celebraba reuniones en casa a las que acudían la familia o amigos, y para las que preparaba siempre el doble de comida de la necesaria.

La pequeña cocina estaba repleta de cacerolas, bandejas y decenas de ingredientes que cubrían por completo la alargada encimera. Algo olía de forma exquisita, pero a Casandra le fue imposible determinar cuál de los platos era. Aquello solo podía significar que iban a tener visita.

—¿Quién? —preguntó con una mueca. Hoy no era su día, y con su suerte alguno de los invitados traería consigo un alma en pena.

—Compañeros de trabajo —respondió Valeria, mirándola con la culpa reflejada en los ojos—. No te importa, ¿verdad?

Si le decía a su madre que sí le importaba, esta sería capaz de cancelarlo todo y dejar a un lado sus planes para evitar molestar a su hija. Se sintió tentada de asentir con la cabeza, pero aquello hubiera sido demasiado egoísta por su parte y le remordería la conciencia durante días. Su madre llevaba una semana llorando todas las noches por la muerte de la abuela, le vendría bien estar con gente y distraerse un poco, aunque solo fuera durante unas horas.

—No te preocupes, mamá. Además, esta noche tengo una fiesta —le aseguró. Se acercó a ella y le dio un beso en la mejilla.

Decidió que llamaría a Lena para avisarle de su cambio de planes y que pasara a recogerla.

—¡Eso es genial, Casie! Lena ha llamado y ha dicho que te recogería a las nueve, pero me extrañaba que no me hubieras contado que ibas a salir —comentó su madre más animada. La vida social de Casandra era mínima, para su madre aquello era todo un acontecimiento.

—¿Lena ha llamado?

—Ajá. Hace algo menos de media hora. Me ha dicho que no le vale que vayas en vaqueros y camiseta —le explicó Valeria, con una nota de disculpa en la voz.

—¿Qué tienen de malo los vaqueros? ¿Y por qué Lena ha dado por sentado que iba a ir? —preguntó en voz alta, más para sí misma que para su madre.

—Casie, Lena te conoce mejor que tú misma, a veces pienso que nos conoce a todos mucho más a fondo de lo que creemos. ¿Le habías dicho que no ibas? Puedes quedarte en casa si quieres…

—No, mamá, no me hagas caso. Iba a ir de todas formas —mintió—. Pásalo bien, yo voy a subir a darme una ducha y cambiarme.

Observó su ropa, húmeda y arrugada, y decidió que lo mejor sería hacer caso a su prima y ponerse algo más adecuado para una fiesta.

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Al salir de la ducha se sentía muchísimo mejor. Había permanecido al menos media hora bajo el chorro de agua caliente, y por fin había conseguido entrar en calor. Le había dado vueltas y más vueltas a la posible identidad del chico de la biblioteca, hasta decidir que era imposible que aquel chico fuera algo más de lo que parecía. Sí, era verdad que había algo raro en él, pero lo achacó al hecho de que lo había conocido minutos después de ver aquel extraño humo y se había sugestionado con ello.

Nadie sabe que puedes ver las almas de los muertos, se había repetido mientras se duchaba. Y al final había logrado convencerse de que así era. Aunque, a decir verdad, sentía curiosidad por saber quién era él realmente.

Frente al armario, con las dos puertas abiertas y aún en ropa interior, observó las prendas tratando de decidir qué ponerse. Escogió un vestido corto de color negro con escote asimétrico y una sola manga de encaje. Le marcaba la cintura y el vuelo de la parte inferior acentuaba sus curvas. Ahora solo le faltaba dar con unos zapatos relativamente cómodos para no acabar con los pies destrozados. Finalmente, escogió unos con tacón medio que le iban perfectos al vestido. Completó su atuendo con un pequeño bolso cruzado; una cartera de mano puede que hubiera sido más adecuada, pero no soportaba tener que cargar con ella toda la noche. Era una de las cosas más incómodas que alguien hubiera inventado, al menos si la salida consistía en una noche de fiesta adolescente. Se maquilló lo justo, colorete y un poco de brillo de labios.

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Cuando Lena llegó a su casa, Casandra ya estaba arreglada y lista para salir. La esperaba charlando con su madre en el salón. Su prima también había elegido un vestido corto, pero de color naranja chillón. Ese era el color básico de su aura, es decir, el color dominante; típico de personas sociables, cariñosas y cuya lealtad suele estar por encima de todo. El color básico del aura de Casandra era el verde, según lo cual debía estar siempre dispuesta a ayudar a los demás o por contra volverse una persona extremadamente egoísta. Casandra no quería pensar en cuál de las dos opciones se acercaba más a la verdad.

Lena la observó fijamente durante un minuto, examinando su aura antes siquiera de saludarla.

—Te salvas por ahora —sentenció al fin.

—¿Hay algo que deba saber? —preguntó Valeria, alternando la mirada entre su hija y su sobrina.

—No le hagas caso, mamá. Tiene uno de esos días —se burló Casandra.

—Tu hija esconde algo —le susurró Lena a Valeria, agarrándola del brazo—. Pero no te preocupes, ya sabes que terminará por sucumbir a mi encanto y contármelo todo. La torturaré si hace falta —añadió con dramatismo.

Valeria le sonrió mientras las acompañaba a la puerta.

—No lleguéis demasiado tarde. Y Lena… —añadió volviéndose hacia ella—: procura no atormentar demasiado a mi hija.

Tras ponerse los abrigos y despedirse de Valeria, salieron a la fría noche. No llovía, pero se había levantado una ligera brisa que disminuía la ya de por sí baja temperatura. Caminarían hasta la casa donde se celebraba la fiesta, ya que no estaba demasiado lejos.

—Por fin te estás animando —afirmó Lena, mirándola de reojo—. Pensaba que ibas a continuar con esa cara de amargada toda la noche.

—¡Eh! ¡No estoy amargada! —le reprochó. Lena elevó una ceja con incredulidad—. Vale, un poco sí. Pero es que no ha sido mi mejor semana.

—Tampoco ha sido fácil para mí —dijo poniéndose seria de repente—. Adoraba a la abuela, ya lo sabes. Era una mujer única, exigente pero cariñosa y entusiasta. Nunca dejaba que me rindiera, y tampoco te dejaba rendirte a ti. Por eso debes seguir adelante y continuar luchando.

»Sé que mi don no es comparable al tuyo, sé que es duro ver gente muerta día tras día, pero no puedes rendirte. En nuestra familia todos los dones han sido siempre otorgados por algún motivo, descubrirás el tuyo cuando llegue el momento.

—Lo sé. La abuela no dejaba de repetirme que mi don tenía su razón de ser, pero es duro verlos todo el tiempo.

Señaló discretamente hacia una esquina en la que Lena no pudo ver a nadie; allí estaba sin embargo una de aquellas almas errantes.

—Sé que en más de una ocasión has ayudado a almas a cruzar al otro lado —le espetó su prima sin contemplaciones.

Casandra la miró entre sorprendida y culpable, tratando de adivinar si Lena se estaba marcando un farol. Su expresión ceñuda daba a entender que no era así. Aquello amenazaba con convertirse en una ardua discusión si no la atajaba a tiempo.

—Me amenazan, me atormentan para que los ayude —se quejó—. Pero esta vez solo era un niño, no podía negarme —añadió, sabiendo que no resultaba una excusa convincente.

—Es peligroso, demasiado peligroso para hacerlo sola. Prométeme que no lo repetirás. Podrías acabar atrapada al otro lado, sin posibilidad de regresar. Tu madre no puede perder a nadie más, y yo tampoco.

Lena la observaba con ojos vidriosos y la expresión más triste que nadie le hubiera dedicado jamás. Resultaba perturbador verla tan seria, ella que siempre mostraba en su menuda cara una sonrisa sincera. Pero llevaba razón, no solo era consciente del peligro que corría cada una de las veces que había cedido a los ruegos o amenazas de algún muerto para llevarlo al otro lado, sino que estaba segura de que, si le pasaba algo, su madre no dudaría en quitarse la vida para seguirla hasta el más allá. Y ella mejor que nadie sabía que una suicida jamás encontraría la paz.

—Lo siento mucho, Lena. Yo…

—No quiero disculpas, quiero una promesa. —Lena se paró en mitad de la acera y se cruzó de brazos, a la espera.

—Lo prometo —aceptó de mala gana.

—Bien —dijo Lena con una sonrisa. Su rostro había recuperado la expresión de felicidad habitual y comenzó a caminar decidida.

—¿Sabes? A veces me da la sensación de que me manipulas a tu antojo.

—¿Yo? ¿Qué dices? Soy incapaz de algo así —afirmó su prima, con un deje sarcástico en la voz.

—Ya, ya veo.

Rieron a la vez. Pasado el momento de tensión, Casandra supo que le costaría mantener la promesa que le había hecho a su prima. Los fantasmas podían ser muy persuasivos y, al contrario que ella, disponían de todo el tiempo del mundo para conseguir su objetivo.

A dos calles de su destino, Nick se unió a ellas. Iba vestido con unos vaqueros y un grueso abrigo, bajo el que asomaba una camiseta blanca de AC/DC. Casandra sonrió al ver las miradas que le dedicaba a su prima; pensó que hacían una buena pareja y se prometió a sí misma echarle un cable a Nick con su conquista. La personalidad de Lena resultaba a veces tan arrolladora, que estaba segura de que si le dejaba solo ante ella nunca reuniría valor para declararse.

Cuando llegaron a la casa de Marcus, se hallaba ya atestada de gente: todo el instituto parecía haberse reunido allí. Hysteria sonaba a través de los altavoces distribuidos por el salón, retumbando en los cristales y haciendo saltar a la gente que cantaba a voz en grito el estribillo. Lena se unió a ellos entre risas, tirando de ambos para que la acompañaran. Intentaron resistirse pero acabaron por ceder y dejarse llevar. Era imposible desafiar su ímpetu.

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Tras bailar varias canciones, los tres se morían de sed.

—Iré a por algo de beber —se ofreció Nick.

Mientras esperaban a que regresara, se sentaron en un sofá cercano a descansar. Casandra le dio un codazo a su prima para llamar su atención.

—Le gustas, Lena.

—¿Te has vuelto loca? Solo somos amigos —respondió su prima con evidente turbación.

—Sí, pero él quiere algo más. Debes de ser la única que no se ha dado cuenta.

Lena miró en dirección a la cocina tratando de localizar a Nick, algo imposible teniendo en cuenta que no hacía más que llegar gente y más gente. Se acercó a Casandra para hacerse oír por encima de la música sin tener que gritar.

—Te equivocas, no le gusto. Lo sabría. Solo somos amigos —repitió. Parecía tratar de convencerse a sí misma.

—Ay, mi querida prima, ¡por una vez no eres tú la que lo sabe todo!

Casandra rio a carcajadas al verla tan nerviosa, disfrutando de la evidente ansiedad de Lena ante sus palabras. No era habitual sorprenderla, así que se permitió deleitarse durante varios minutos con la sensación. En todos los aspectos de su vida, su prima era una persona que demostraba una gran seguridad, pero en lo referente a los chicos parecía no terminar de decidirse nunca.

Nick volvió con las bebidas y se sentó en el brazo del sillón del lado de Lena, esta le lanzaba miradas furtivas todo el tiempo a pesar de que Casandra cambió de tema rápidamente y se obligó a llevar la conversación a un terreno seguro. Tras varios minutos de animada charla, su prima pareció relajarse y volvió a actuar con normalidad. Justo en el momento en que tiraba de ella hacia el centro del salón para continuar bailando, Casandra clavó sus ojos en el chico que estaba apoyado al pie de las escaleras que llevaban al primer piso. El desconocido la saludó con un leve gesto de cabeza y una sonrisa arrogante.

Casandra se puso automáticamente nerviosa. Lena tiraba de ella con insistencia, pero su curiosidad le impulsaba a acercarse al chico. Quería saber quién era y por qué de repente parecía que se lo encontraba allá donde iba.

Claro, y no es que no te hayas fijado en lo guapo que es, se reprochó mentalmente.

Llevaba la misma ropa que esa mañana en la biblioteca, los vaqueros oscuros le sentaban como un guante y la camiseta gris destacaba su buen tipo. Pensó en decirle a su prima que los vaqueros sí eran adecuados para una fiesta, solo dependía de quién los llevara puestos.

Le parecía extraño que no tuviera ya a la mitad de las chicas del instituto babeando a su alrededor, pero estaba segura de que en cuanto se percataran de su presencia sería una utopía tratar de acercarse a él. Las fiestas como aquella siempre acaban con la mitad de la gente enrollada con la otra mitad, y los chicos nuevos llamaban la atención demasiado para terminar solos.

Lena se volvió con una mueca de fastidio en la cara para comprobar qué era lo que la retenía.

—¿Vienes? —le preguntó al verla allí plantada sin moverse.

El flequillo le caía sobre los ojos y soltó la mano que la agarraba para apartarlo. Casandra aprovechó ese instante para ponerse fuera de su alcance, dando un par de pasos hacia atrás y empujando a su vez a Nick en su dirección.

—Bailad vosotros. Voy a buscar algo más de beber —improvisó, sin darle opción a quejarse.

Su prima torció la cabeza ligeramente, observándola. Casandra rezó por que su aura no estuviera lo suficientemente alborotada para alertarla de su nerviosismo. Lena debió decidir que no era así porque agarró a Nick de la mano y la dejó ir, con un gesto le indicó que estarían allí esperándola.

Casandra giró en dirección a las escaleras y chasqueó la lengua con disgusto al ver que el chico había desaparecido. Al menos la proporción de chicas que se deslizaban al ritmo de la música por el salón no había descendido, así que supuso que no le encontraría sumido en una marea de admiradoras. No quería tener que desfilar delante de él como una más, a pesar de que era evidente que por una vez sus gustos coincidían con los del resto. Aunque no era algo que quisiera admitir.

Hubo algunas protestas cuando November Rain, de Guns N’ Roses, comenzó a sonar en la sala. Las baladas no solían ser bien recibidas en este tipo de fiestas, pero ella sonrió ampliamente a su prima, que en ese momento bailaba ya agarrada a Nick. Deseó con todas sus fuerzas que aquella noche juntos les diera el empujón definitivo.

Esquivó a compañeros de clase y a desconocidos, dirigiéndose hacia la cocina; había tal cantidad de gente que tuvo que abrirse paso poco a poco para conseguir llegar hasta allí. Parecía que no dejaban de llegar más y más personas, incluso habían empujado todos los muebles contra la pared y dejado la puerta de la casa abierta, para no tener que acudir cada vez que sonaba el timbre. Los padres de Marcus iban a llevarse una buena sorpresa cuando volviesen de donde fuera que estuvieran.

Se preguntó qué era exactamente lo que pretendía. No era capaz de decidir si prefería encontrarlo o no. ¿De qué iban a hablar? No es que hubieran empezado de la mejor de las maneras: él la había llamado bruja y ella le había gritado para que se quitara de en medio.

Escudriñó las caras de los que iba dejando atrás, pero no había ni rastro de él. Una vez en la cocina, salió por la puerta trasera a echar un vistazo y de paso tomar un poco el aire, que ya empezaba a estar viciado en el interior.

Se sentó en un banco de madera del pequeño jardín que rodeaba la casa e inmediatamente se le puso la carne de gallina. Se había quitado el abrigo nada más llegar y el brazo que dejaba al aire su vestido comenzó a enfriarse rápidamente, así como sus piernas. Taconeó con los pies en el suelo tratando de entrar en calor.

Salvo por el sonido de la música que llegaba desde dentro de la casa, todo estaba bastante tranquilo allí detrás. A la vista solo había una parejita que se había refugiado para besarse bajo el gran árbol que presidía el jardín del vecino.

Ellos seguro que no tienen frío, pensó Casandra con algo de envidia. Divisó también un fantasma calle arriba, una mujer que lloriqueaba sentada en el suelo. Contuvo las ganas de ir a consolarla y desvió la vista para que no se percatara de que era capaz de verla.

Era más que probable que Lena la estuviera buscando. Aunque tal vez Nick se había decidido y no la buscaba en absoluto, sino que rezaba para que no apareciera. Miró atentamente a la pareja que ahora yacía enredada en el suelo intentando discernir si no serían ellos, pero la oscuridad no le permitía distinguirlos bien.

—Así que eres una mirona. No parecías esa clase de chica. —La voz la sobresaltó, a la vez que un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

A pesar de que la había escuchado solo una vez, sabía perfectamente a quién pertenecía aquel tono mordaz. Su corazón comenzó a bombear a toda prisa y tuvo que agarrarse al asiento para calmarse. Se levantó para darse la vuelta y descubrir que el chico desconocido la estaba mirando con una estúpida sonrisa en los labios.

—No es lo que parece —repuso indignada. Inmediatamente se reprendió a sí misma por usar una frase tan manida.

—Ya veo —contestó él con gesto socarrón.

—Olvídalo, ¿quieres? —dijo dándose por vencida. Intentar explicarse solo empeoraría las cosas y parecería que se estaba excusando.

Él continuó observándola en silencio, con aquella mirada oscura que la recorría minuciosamente de arriba abajo. De nuevo, le pareció que la escasa luz de las farolas cercanas era engullida por la negrura de sus ojos. No fue capaz de apartar la vista, como si hubiera algo magnético en él que la empujaba a acercarse. Sin darse cuenta avanzó un paso y quedaron separados por escasos centímetros. Aquello tuvo un efecto contrario en él, que retrocedió borrando la sonrisa de su rostro. La frase que salió por su boca a continuación la dejó estupefacta.

—Eres tan rara —dijo sin rastro de desprecio en su voz—. Podrías estar en esa fiesta bailando con cualquiera y estás aquí conmigo.

La afirmación, aunque inocente, irritó a Casandra, que se había preparado para cualquier cosa menos para aquel comentario sin sentido.

—La modestia es una cualidad que no te pega nada —Casandra procuró usar su tono más sarcástico—. Y ya es la segunda vez que me menosprecias, ¿te hice algo en una reencarnación pasada o qué?

El extraño soltó una carcajada. Su risa era sincera y melodiosa, muy diferente de lo que hubiera imaginado por su aspecto presuntuoso. Una alarma se encendió en la mente de Casandra, alertándola ante la necesidad repentina y disparatada de pasear sus dedos por la firme línea de su mandíbula. Pasó por alto la advertencia y el hecho de que se encontraba ante un extraño, alguien al que no conocía de nada, y dejó que su mano se alzara, acercándose a su rostro.

En cuanto él detectó el movimiento la miró horrorizado, como si en vez de acariciarle la cara ella se dispusiera a acuchillarlo. Casandra escondió la mano tras la espalda y su cara enrojeció por una mezcla de vergüenza e ira. Su desaire dejaba claro que no quería tener nada que ver con Casandra. Aunque tampoco es que pudiera culparle, ella estaba actuando como una psicópata.

Dio media vuelta, decidida a entrar en la casa y buscar a Lena para marcharse de allí. Antes de alcanzar la puerta recordó que la última vez que la había visto estaba en brazos de Nick. No quería fastidiarles la noche. Giró en redondo y se encaminó hacia su propia casa. Ni siquiera se preocupó de recoger el abrigo, por lo que cuando salió del resguardado jardín y el frío viento le golpeó la cara, comenzó a tiritar.

—¡Espera! ¡Casie, espera! —Casandra se volvió al oír su voz, apretando los dientes y con el ceño fruncido por la ansiedad.

—¡No me llames así! —Alzó la voz hasta convertirla en un grito, indignada porque hubiera usado el apelativo cariñoso con el que su familia se dirigía a ella.

—¿Casie? —repitió él, sin amilanarse por su animosidad.

Lo ignoró. Enfiló la calle y comenzó a andar a paso vivo por la acera, dejándolo solo en medio del jardín. Se estaba comportando como una cría y había perdido los papeles, dolida por su desprecio. Debería haberle importado poco lo que pensara de ella, pero empezaba a estar harta de que todos la llamasen rara, incluso alguien a quien no conocía. Si creía que la semana no podía empeorar se había equivocado por completo.

—Por cierto, no me he presentado —gritó él—. ¡Me llamo Gabriel!

Demasiado desesperada por alejarse de él, echó a correr calle arriba. Su calzado distaba mucho de ser el más recomendable para una carrera, pero siguió corriendo como pudo hasta que resbaló en un charco y se precipitó de bruces contra el suelo. Logró poner las manos en el último segundo, evitando golpearse en la cara.

La caída terminó con el poco control que le quedaba sobre sus emociones. Tras sentarse en el suelo como pudo, comenzó a llorar liberando toda la tensión acumulada de los últimos días. Se hundió más al pensar lo que hubiera dicho su abuela si la hubiese visto en aquel estado; pero una vez que empezó le fue imposible parar. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas para terminar cayendo en su escote. Solo cuando oyó pasos acercarse tuvo fuerzas para pasar del llanto desconsolado a un ligero sollozo.

—Lo siento mucho, no quería ser descortés. Yo solo…

—¿Descortés? —le cortó Casandra—. Me has llamado bruja, rara… Has dejado claro lo que piensas de mí. No sé por qué lo intentas arreglar ahora. Puedes guardarte tu hipocresía para usarla con otra.

Continuaba sentada en el suelo y hablarle desde allí hacía que se sintiera todavía peor. Se puso en pie, sin pasar por alto que aquel imbécil ni siquiera le había tendido la mano para ayudarla. Por ella se podía ir al infierno.

Se había raspado las manos y las rodillas en la caída y toda la parte delantera del vestido estaba mojada y llena de barro. Lo sacudió lo mejor que pudo y trató de reunir un mínimo de dignidad para poder mirarle a los ojos sin parecer más estúpida de lo que se sentía. A poco más de un paso de su cuerpo, fijó la vista en él. Sus pupilas se dilataron cuando lo miró.

Sintió de nuevo la extraña fuerza que la empujaba hacia él. Era una atracción ciega, como si él formara parte de lo que ella era, como si él tuviera algo que le pertenecía y su cuerpo luchara por recuperarlo.

Te estás volviendo loca, pensó, al darse cuenta de lo inverosímil que resultaba todo.

—Lo siento mucho —se excusó Gabriel con sinceridad—. No pretendía ser desagradable. ¿Te has hecho daño?

Negó con la cabeza, tratando de reprimir nuevas lágrimas. Normalmente no lloraba con tanta facilidad, menos aún delante de un extraño, pero la última semana había hecho aflorar en ella su lado más sensible y de repente parecía tener ganas de llorar cada cinco minutos.

—Es que todo esto es tan desconcertante —añadió al ver que ella continuaba callada—. ¿Puedo acompañarte hasta casa? Prometo mantener la boca cerrada si no quieres hablar conmigo.

Gabriel comenzó a ponerse nervioso ante su prolongado silencio, así que Casandra se obligó a contestarle.

—Sí, puedes. No hace falta que permanezcas callado. Normalmente no soy tan susceptible —se explicó, tratando de arreglar la pobre visión que estaba segura tenía de ella—, pero esta semana ha sido algo dura para mí.

Comenzó a andar y Gabriel se colocó a su lado.

—Me hago una idea, yo tampoco es que esté pasando por un gran momento —añadió algo apesadumbrado.

El silencio volvió a instalarse entre ellos mientras caminaban. Casandra se moría de curiosidad pero no quería resultar entrometida, y no parecía que él quisiera contarle nada más. Trató de buscar un tema de conversación neutral, algo intrascendente que decirle para que continuara hablando.

—¿Te has mudado hace poco? No recuerdo haberte visto antes en la biblioteca o en el instituto.

—Algo así. No asisto a clases allí, pero puede que el lunes pase a hacer una visita —dijo torciendo el gesto.

—Supongo que nos veremos entonces —Casandra no pudo evitar sonreír.

Observó a Gabriel por el rabillo del ojo, pendiente de su reacción. Este abrió ligeramente la boca como si fuese a decir algo pero volvió a cerrarla. Le vio dudar varias veces, así que continuó caminando a la espera de que se decidiera a hablar.

Su andar firme y decidido no casaba en absoluto con la vacilación que demostraba. Caminaba con las manos en los bolsillos de los vaqueros, mirando al frente sin siquiera dudar de cuál era el camino para llegar a su casa; lo cual daba un poco de miedo. Lo más extraño era la tranquilidad que Casandra sentía a su lado. Había pasado de evitar a toda costa permanecer a solas con cualquier chico a pasear por la calle en plena noche con uno del que solo sabía su nombre y poco más. Definitivamente, puede que se estuviera volviendo loca.

Tras pasar dos calles más en silencio, Gabriel se decidió por fin a hablar. Se paró en mitad de la acera, justo bajo una farola. La luz de esta ahuyentó cualquier mínima sombra de su rostro, permitiéndole a ella contemplar con detalle su rostro. Sus ojos eran lo único que parecía aún más oscuros. No con poco esfuerzo, le sostuvo la mirada.

—Casandra… —Gabriel dudó una vez más antes de continuar y desvió la vista calle arriba—. ¿Ves fantasmas?

Casandra perdió todo el color de la cara, la sangre huyó de sus mejillas resaltando la palidez de su piel. Pudo sentir incluso cómo le fallaban las piernas. Nadie había descubierto jamás lo que era capaz de hacer y mucho menos le había hablado abiertamente de ello.

Trató de pensar algo con rapidez, de reírse de él alegando que se había vuelto loco o de salir corriendo para evitar contestar, pero su cuerpo no respondía y lo único que consiguió fue quedarse inmóvil e intentar seguir respirando. Al ver su reacción, Gabriel negó repetidamente con la cabeza y apretó los dientes.

—No he debido decir nada, no quería… yo…

Sin terminar la frase Gabriel echó a correr, dejándola muda de asombro. El pelo le azotaba la cara y ni siquiera se molestó en apartarlo. Le perdió de vista en cuanto dobló la siguiente esquina, aunque le costó al menos cinco minutos recuperarse lo suficiente para volver a moverse.

Miles de pensamientos y posibilidades comenzaron a desfilar por su cabeza, como si todo dentro de ella se hubiera acelerado. El corazón le latía a un ritmo desenfrenado mientras intentaba inútilmente llevar suficiente aire a sus pulmones y serenarse.

Lo sabía. De alguna manera conocía su don. ¿Era posible que también él tuviera algún tipo de poder? ¿Que, como ella, fuera capaz de ver las almas errantes? Era lo único que podía justificar su conocimiento. Lo que estaba claro era que tenía que encontrarlo y hablar con él, saber qué era lo que había descubierto de ella y sobre todo cómo lo había descubierto.

La idea de poder compartir aquello con alguien que no era de su familia, y que por lo que parecía no se asustaba de ello, era demasiado tentadora. Dudó si echar a correr en la misma dirección en la que Gabriel había escapado, pero le llevaba ya al menos diez minutos de ventaja y correr con tacones había resultado ser una idea nefasta. Tendría que esperar a que el lunes Gabriel apareciera por su instituto.

Quién quiere esperar, pensó, y echó a correr tras él.

Trató de respirar de forma pausada, pero su cuerpo se negaba a responder. La garganta le ardía por el esfuerzo y un dolor punzante se instaló en su costado izquierdo, obligándole a bajar el ritmo. Tras doblar la esquina por la que Gabriel había desaparecido se encontró ante una calle totalmente desierta. Se apoyó contra la fachada más cercana, mientras esperaba que el dolor se desvaneciera y maldiciendo por su pésima capacidad de reacción. Ahora no le quedaba más remedio que esperar hasta el lunes.

Echó a andar despacio en dirección a su casa, le molestaba ligeramente apoyar uno de los tobillos y el bajo mojado del vestido se le adhería a las piernas mientras andaba. Su móvil comenzó a sonar y, tras comprobar que era Lena, rechazó la llamada. Escribió un mensaje a toda prisa sabiendo que insistiría una y otra vez hasta que contestase.

Voy de camino a casa. No te preocupes por mí y disfruta de la fiesta. Mañana hablamos. Un beso.

Le dio a enviar y guardó el móvil de nuevo en el bolso. Esperaba que su prima se estuviera divirtiendo lo suficiente como para no darle importancia a su repentina huida.

Gothic

Al llegar a casa todo estaba en silencio, su madre debía haberse metido ya en la cama. Apagó la luz de la entrada, que siempre dejaban encendida cuando salía, se quitó los zapatos y trató de deslizarse silenciosamente escaleras arriba. Justo cuando iba a alcanzar la puerta de su habitación, Valeria se asomó al pasillo con cara somnolienta.

—¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? —le preguntó acercándose hasta donde estaba. No debió pasar por alto el lamentable estado del vestido ni los arañazos de sus rodillas.

—No es nada, mamá, solo me he resbalado en un charco. Ya sabes, la falta de costumbre. —Alzó los zapatos que llevaba en la mano para indicar a su madre el motivo de su torpeza.

—¿Estás bien, seguro? —insistió Valeria—. Tienes mala cara.

—¿Hay más como nosotros, mamá? Quiero decir… más gente con dones, poderes, o como quieras llamarlos —terció Casandra. Dio medio vuelta y se metió en su habitación, esperando que su madre la siguiera.

—Supongo que sí —contestó Valeria, mientras acompañaba a su hija al interior—. No creo que nuestra familia sea única. Pero ¿a qué viene esa pregunta ahora? ¿Has conocido a alguien?

Se mordió el labio inferior, nerviosa, y comenzó a desvestirse, tratando de ganar tiempo para pensar. Si le hablaba a su madre de Gabriel, estaba segura de que al día siguiente toda su familia lo sabría. Si habían descubierto el poder de Casandra, todos corrían el mismo riesgo. La pregunta le había salido de forma natural, casi como un pensamiento en voz alta, y ahora se estaba arrepintiendo de haberla formulado. Le hubiera gustado poder hablar antes con Gabriel, pero esto era algo que no le afectaba solo a ella.

Mientras se duchaba le contó a su madre lo sucedido. Se ruborizó al contarle la extraña atracción que había sentido por Gabriel, por lo que agradeció que no pudiera verla. Para cuando salió de la ducha, Valeria ya estaba al tanto de toda la historia, al menos a grandes rasgos.

—¿Esto es lo que le estabas ocultando a Lena? Deberías habérselo contado, ella podría decirnos si detecta algo raro en su aura —la reprendió Valeria.

Casandra guardó silencio. Lo que Lena había detectado era su preocupación ante la inesperada figura que se había encontrado en el túnel. Su madre ni siquiera sabía que ella viajaba allí de vez en cuando para llevar almas al otro lado. Se lo hubiera prohibido de forma tajante.

—Y ahora ¿cómo te sientes?

Era muy típico de Valeria apartar todas sus preocupaciones en favor del bienestar de su hija, no importaba si la habían descubierto o si la familia se veía implicada. El sentimiento de culpa de Casandra continuó creciendo.

—Bien, en realidad es casi un alivio —confesó con un suspiro—. Siempre que no descubra que Gabriel es un loco o seguidor de algún culto satánico que quiere usarme para sus rituales —se burló Casandra—, o ambas cosas.

—Te gusta. —Fue claramente una afirmación, no una pregunta—. Deberías tomártelo con calma, al menos mientras no sepas algo más sobre él. No todo el mundo está preparado para asumir tu… poder.

Casandra enrojeció de nuevo. Su madre la conocía bien, y aunque ella se había prometido no acercarse más a ningún chico, que Gabriel conociera su don lo hacía todo menos complicado. Sin contar con que realmente le atraía, por mucho que tratara de engañarse a sí misma.

El vello de todo el cuerpo se le erizó al imaginar los carnosos labios de Gabriel deslizándose sobre su boca, casi pudo sentir sus manos acariciándole la espalda y cómo sería hundirse en su pecho y respirar su aliento. Su temperatura corporal empezó a elevarse con cada pensamiento hasta que Valeria agitó una mano delante de su cara tratando de llamar su atención. A regañadientes, dejó ir las imágenes que tenía en mente para volver a la realidad.

—¿Me estabas escuchando?

—Lo siento, estaba… pensando —farfulló, evitando la mirada de su madre.

—Ya veo —contestó Valeria reprimiendo una sonrisa—. Bueno, sé prudente, por favor.

Casandra asintió.

—Y si ocurre algo más o vuelves a verlo —apostilló ahora con seriedad—, quiero que me lo cuentes.

—Lo haré.

—Eso espero. Ahora será mejor que te metas en la cama y descanses un poco.

Su madre le dio un beso de buenas noches y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Aún envuelta en la toalla, se dejó caer en la cama. Adoraba a su madre, sentía una profunda admiración por ella y sabía que su criterio era normalmente acertado.

El padre de Casandra había fallecido en un brutal accidente de tráfico cuando ella contaba siete años. Su abuela tuvo una visión antes de que ocurriera, pero con muy poca antelación. Valeria había acudido a toda prisa en su busca, pero lo único que consiguió fue presenciar en directo la muerte de su marido.

Tras el accidente, su abuela se había sumido durante semanas en un estado de profunda amargura por no haber sido capaz de vislumbrar algo antes y poder salvar a su yerno; por mucho que supiera que el destino siempre acaba por situarnos donde tenemos que estar. Finalmente fueron sus tres nietas: Casandra, Lena y Mara, quienes la empujaron a volver a la vida y dejar atrás aquella desgracia.

Casandra superó la muerte de su padre de una manera muy diferente. Ella sí que pudo despedirse de él. Cuando su madre ni siquiera había llamado para decirle que había muerto, su padre ya se hallaba frente a ella como un fantasma.

—Cuida de tu madre y de tu abuela —le dijo, mientras Casandra trataba de que las lágrimas no nublaran su vista y de grabar esa última imagen de su padre en su memoria—. Sé fuerte y nunca permitas que un alma te arrastre al otro lado antes de tiempo.

Casandra no entendió del todo su mensaje hasta que cumplió algunos años más, pero nunca había olvidado sus palabras.

Su madre pareció asumir la muerte de su marido con una entereza admirable. Volvió a trabajar solo dos días después y no derramó ni una sola lágrima en el funeral. Pero cada noche ella la oía llorar en su habitación, y cuando creía que nadie la miraba se quedaba totalmente inmóvil y cerraba los ojos con fuerza, como si quisiera borrar de su mente las imágenes que había tenido que contemplar.

Ella solo era una niña, pero lidiar con la muerte era parte de su vida, así que pasaba el día intentando animarla y por las noches se metía en su cama y la abrazaba. Aquello solía hacer que dejara de llorar. Poco a poco, las cosas fueron mejorando, y en cuanto su abuela volvió a ser la misma también tiró de su hija para que saliera del pozo de tristeza en el que se encontraba.

Cuando Casandra creció, Valeria se convirtió además en una amiga, lo que sin duda era uno de los motivos que la habían ayudado a no volverse loca por ver gente que ya no debería estar allí. No podía evitar sentir otra cosa que admiración y un profundo amor por su madre. Decidió que le haría caso e intentaría ser prudente en lo que respectaba a Gabriel.