El regreso resultó una bendición para los nervios destrozados de Casandra. Azrael conducía despacio a través de calles desiertas, mientras ella a su lado mantenía la mano sobre su pierna; necesitaba sentir su contacto más que nunca. Los demás ocupaban el asiento trasero. Asmodeo dormía, y Lena y Daniel pasaron el trayecto en silencio y sin dirigirse una sola mirada, como si temieran encontrarse con los ojos del otro.
En la radio sonaba One de U2 y Casandra pensó que podría dormirse arrullada por la música y el suave ronroneo del motor. Sin embargo, antes de poder alcanzar el sueño llegaron a su casa y se encontraron con que las cosas no hacían más que empeorar.
En el camino de entrada había cinco ángeles esperándoles, de pie y totalmente inmóviles. La escena le resultó más inquietante de lo que quiso admitir. Ni siquiera se movieron cuando Azrael paró y todos comenzaron a bajarse del vehículo. Parecían sacados de algún cuadro renacentista, esbeltos y serios, todos distintos pero con una belleza común fría e incluso algo cruel. A Casandra le resultaron aterradores.
Lena y Daniel llevaron a Asmodeo dentro de la casa bajo la atenta mirada del singular grupo. Azrael le indicó a Casandra que entrara con los demás, pero ella negó con la cabeza. No pensaba separarse de él. Él la apartó a un lado, alejándola de ellos, y dejó que se escondiera en sus brazos para tranquilizarla.
—No pasa nada —le aseguró Azrael.
Su aterciopelada voz no hizo más que aumentar la preocupación de Casandra.
—¿Qué quieren de ti? —le preguntó, temiendo conocer la repuesta. Las lágrimas le escocían en los ojos.
Él le acarició la mejilla, tratando de reconfortarla.
—No son de tu coro, ¿verdad?
Azrael respondió negando con un movimiento casi imperceptible de cabeza. Aquello solo podía significar que conocían su relación, de alguna manera se habían enterado y venían a por él. Casandra deshizo el abrazo y se dirigió directa hacia el grupo.
—¿Qué queréis de él? —Trató de mirarlos con odio pero le fue imposible. Estaba horrorizada por su presencia y su temor fue lo único que consiguió transmitir.
Los ángeles se miraron entre ellos durante unos instantes, hasta que uno de ellos, un chico pelirrojo que le sacaba una cabeza de altura al resto, se adelantó para contestarle.
—No es contigo con quien queremos hablar.
—Evangelos, decid lo que hayáis venido a decir —le exigió Azrael, situándose junto a ella.
—Debes acompañarnos. Los demás han sido reclamados.
—¿Habéis ordenado a mi coro volver? —repuso Azrael con evidente sorpresa.
—Así es —afirmó Evangelos—. Pretendían permanecer aquí hasta tu llegada pero se les ordenó regresar.
—Iré cuando esté preparado, no antes.
La voz de Azrael carecía de sentimiento alguno, no dejaba translucir ni miedo ni incertidumbre, al contrario de lo que le había sucedido a Casandra.
—Acude cuanto antes —cedió el ángel—. O vendrán a por ti.
El grupo se disolvió ante sus ojos, llevándose consigo su frialdad pero no el miedo que sentía Casandra ante el inevitable desenlace. Una espada pendía sobre sus cabezas y más tarde o más temprano la dejarían caer sobre ellos, cercenando cualquier pequeña esperanza que aún abrigaran. Casandra recordó que todavía podía hacer algo al respecto. El plan que había urdido podía funcionar. Debía funcionar.
Azrael la llevó de la mano al interior de la casa. Estaba tan serio que, al mirarlo, a Casandra le pareció estar observando una de esas esculturas aladas que tantas veces había visto en el museo. Pero una vez dentro, cuando la encaró y la atrajo hacia él, volvió a recobrar su apariencia amable, sus ojos resplandeciendo más que nunca.
Con los dedos aún entrelazados con los suyos, ambos se sentaron en el sofá, donde ya descansaba Asmodeo. Daniel y Lena debían haber subido a la planta alta.
—Casandra y yo vamos a salir de nuevo —dijo Azrael mirando al demonio.
Este lo observó fijamente, como si a través de sus ojos pudiera extraer cada uno de sus pensamientos y descubrir qué era exactamente lo que le pasaba por la cabeza.
—¿Volverás luego? —preguntó Asmodeo con un tono seco que no casaba en absoluto con su carácter mordaz.
A Casandra le parecía estar perdiéndose algo importante, algo que no estaban compartiendo con ella. Le daba miedo preguntar. Había estado engañándose a sí misma todo el tiempo creyendo que podría decidir ser feliz, dejar de preocuparse por todo y disfrutar más de cada día. En realidad esa era ella, demasiado inquieta por todo cuanto la rodeaba para olvidarlo durante mucho tiempo.
La caída iba a ser dura, muy dura. Amaba a Azrael, pero de repente era consciente de que, de forma irremediable, su historia acabaría mal. Casandra no podía creer que hubiera sido tan estúpida como para no darse cuenta antes de que le estaba arrastrando hasta un callejón sin salida. Ella iba a ser su ruina, su final truncado en una existencia de miles de años, un peso muerto para él. ¿Cómo había podido estar tan ciega? ¿Cómo había dejado que Azrael arriesgara su eternidad solo por mantenerlo a su lado?
Azrael interrumpió sus pensamientos al envolverla con sus alas. Ni siquiera se había dado cuenta de que las había desplegado hasta que sintió la suave caricia de las plumas sobre la espalda. Casandra alargó los brazos para rodear su musculoso torso, dejando reposar la cabeza sobre su pecho. El latido de su corazón la tranquilizó instantáneamente, así que se relajó y dejó que la llevara con él.
Tras unos segundos las alas se abrieron lentamente, permitiendo a Casandra ver de nuevo el rostro de Azrael. En ese momento entendió a la perfección lo que significaban las palabras bello como un ángel.
Él la había llevado al mismo acantilado de la otra vez. En esta ocasión la noche era menos luminosa, con una luna menguante que apenas iluminaba la oscuridad que los rodeaba. Pero aquello no disminuía la belleza del idílico paisaje, pues cientos de estrellas titilaban con intensidad en el cielo despejado.
Casandra permaneció aferrada a su cuerpo, observando el oscuro mar que se extendía frente a ella. Su ánimo se asemejaba a las pequeñas olas que rizaban su superficie, ascendiendo y descendiendo perezosamente a intervalos regulares, hasta que de pronto topaban contra la escarpada pared del acantilado, viéndose obligadas a disolverse entre espuma y remolinos. La cruel realidad era la roca contra la que ella se golpeaba en ese mismo instante.
—Casie —murmuró él en su oído. Ella sintió un escalofrío al escuchar la dulzura con la que había pronunciado su nombre—, estás temblando.
No era frío lo que sentía sino temor, un miedo acerado y punzante a que él desapareciera para siempre.
—Tengo frío —mintió sin convicción.
Azrael la llevó al abrigo del viejo árbol que coronaba la colina, y aunque a Casandra sus ramas se le antojaban tétricas y retorcidas, no opuso resistencia. Él se sentó primero para luego acomodarla entre sus piernas, dejando que la espalda de ella reposara sobre su pecho. Ambos permanecieron callados, escuchando el sonido del mar.
Casandra recordó que solo hacía unos días que se habían conocido. Se dio cuenta de que lo había deseado desde el mismo momento en el que lo había visto, aquel día en el que él apareció en la biblioteca. Desde ese instante, lo había amado y odiado, como si ya hubiera sido consciente de que estaban abocados a destruirse mutuamente, como si su cuerpo supiera que estar juntos estaba fuera de su alcance. Incluso se había permitido trazar un plan para salvarlo de la ira de los suyos, para desafiar unas leyes que ni siquiera entendía, sin darse cuenta de que la solución estaba frente a sus narices.
La idea quemó a Casandra como si de un hierro al rojo vivo se tratase. Todo lo que él tenía que haber hecho era separarse de ella, su salvación pasaba por abandonarla. Sin embargo, él se había obcecado en mantenerse a su lado y ella se lo había permitido.
—Lo siento —gimió Casandra, con la culpabilidad atenazando su garganta.
—¿Por qué te disculpas? —le preguntó él.
Azrael deslizó las manos por sus brazos hasta llegar a sus manos, entrelazando sus dedos con los de ella.
—Debiste alejarte de mí, debí…
Casandra no pudo terminar la frase. La idea de perderle era como tener una herida abierta en el corazón. Había sido y seguía siendo demasiado egoísta para dejarlo marchar. Se odiaba por ello.
—¿Alejarme de ti? —repuso él sorprendido.
Podía notar el aliento de Azrael contra su cuello, calentándole la piel.
—Te condenarán por mi culpa.
—Creía que todo esto ya lo habíamos aclarado —terció él, sin darle opción a continuar hablando—. Estar lejos de ti no es una opción. ¡Yo ya estaba condenado!
Azrael ladeó la cabeza ligeramente para poder contemplar los ojos de ella.
—Esto es más de lo que he tenido jamás —confesó él—. No intentes convencerme de que estaría mejor lejos de ti.
—Puede que todavía haya tiempo, quizás no sea demasiado tarde —se obligó a decir Casandra.
Su mente no dejaba de gritar y protestar ante la idea, sabía que no resistiría mucho tiempo alejada de él. Pero si eso lo mantenía a salvo, estaba dispuesta a intentarlo.
—El día que te descubrí llorando en el baño del instituto —dijo él, ignorando su súplica—, iba a contarte lo que era. Quería decírtelo, pero temía que te asustaras tanto que no quisieras volver a verme.
»Dejé que pensaras que estaba muerto, aunque era consciente de que estaba siendo doloroso para ti. Podía ver la tristeza con la que me mirabas, la agonía que reflejaban tus ojos. Te hice daño porque no podía evitar desear estar a tu lado.
»Nunca hubo opción para mí, Casie. Tú, en cambio…
Azrael apoyó la frente contra su hombro y suspiró.
—¿Yo? —lo instó Casandra para que continuara hablando.
—Tú sentiste la oscuridad que hay en mí, la percibiste desde el primer momento y aun así estás aquí —confesó apesadumbrado—. Pudiste escapar.
—¿Eso crees?
Casandra negó con la cabeza al pensar en lo equivocado que estaba. Ella nunca había tenido otra opción que rendirse a lo que sentía por él. Incluso al principio, cuando creía odiarlo, era incapaz de dominar la fuerza que la empujaba directa a sus brazos.
—Deberías haber huido —contestó entristecido, como si esperara que fuera a hacerlo en cualquier momento—. Pocas veces me he mostrado a los mortales, y por regla general nunca he sido bien recibido.
Casandra se llevó a la boca la mano de él para besarla, ganando tiempo para ordenar sus ideas, intentando encontrar las palabras justas que pudieran hacerle entender que le amaba.
—Si volviéramos a conocernos, si volvieras a aparecer ante mí y te presentaras directamente como el Ángel de la Muerte, con tus magníficas alas negras y toda tu oscuridad, seguiría aquí. Si renunciaras al cielo y te convirtieras en un caído, seguiría aquí.
»Incluso si te desterraran o si murieras, iría a buscarte. Cruzaría el túnel o las puertas del infierno solo por seguir a tu lado. Me arrancaría el alma si fuera necesario. No puedo ni deseo escapar, pero tampoco quiero que sufras daño alguno por mi culpa.
Azrael apartó a un lado la larga melena de Casandra y depositó un beso en su cuello. Ella sintió cómo la apretaba con más fuerza, tanto que podía notar su corazón palpitar contra su espalda.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Casandra tras un momento.
—Tendré que ir, en algún momento tendré que presentarme ante ellos.
—¿Por qué tengo la sensación de que te estás rindiendo? Tiene que haber algo que podamos hacer…
—No voy a ponerte en peligro —la atajó Azrael.
—¡Tú estás en peligro! ¿Vas a asumir lo que sea que ellos digan?
Casandra no podía creer que simplemente se fuera a limitar a aceptar su condena.
—Si no voy, vendrán a buscarme. Y entonces tú te verás envuelta en medio de algo que no será agradable. No voy a dejar que estén cerca de ti, ni que se vean tentados por la idea de castigarte también. No los conoces, Casie.
—No voy a rendirme —le aseguró ella, intuyendo que nunca conseguiría que cambiara de opinión.
—Te quiero —le respondió él, tomándola por sorpresa. Su tono de voz, que segundos antes se había vuelto cortante, se dulcificó.
Si ya normalmente Casandra luchaba por estabilizar sus desbocados y contradictorios sentimientos, el cambio de actitud de Azrael arrasó por completo las barreras de su mente.
—Lo sé. —Fue lo único que pudo responder con un hilo de voz.
Casandra se dejó abrazar por Azrael, luchando consigo misma por recuperar el control de sus emociones. Observó el mar, preguntándose si finalmente el cielo ganaría esa batalla y condenaría, por orgullo o estupidez, el amor que se profesaban.
Azrael llevó a Casandra de vuelta sin realizar un solo comentario más al respecto. Era evidente que no quería seguir discutiendo sobre el tema, pero ella no estaba dispuesta a dejar su destino en manos de unos ángeles despiadados.
Durante el rato que pasaron juntos en el acantilado, él le había contado algunas historias sobre su pasado, todas anécdotas divertidas de final feliz, como si pretendiera desviar su atención y evitar que cualquier cosa la entristeciera. Mientras hablaba, depositaba pequeños besos por toda su cara que, aunque reconfortaban el turbado ánimo de Casandra, no la hacían olvidar todo lo que estaba pasando.
Al llegar a la casa, Asmodeo les esperaba exactamente en la misma posición en la que se encontraba cuando la abandonaron: recostado sobre el sofá, con los pies sobre la mesa y los brazos cruzados detrás de la cabeza. A pesar de mostrar un aspecto tan relajado, en su mirada se adivinaba que su humor no era ni mucho menos tan desenfadado como de costumbre. Al menos sus heridas parecían haberse curado casi por completo.
Por el contrario, ella estaba destrozada. El cuerpo le comenzaba a doler como consecuencia de la pelea de esa noche y la garganta todavía le escocía. Lo ocurrido horas antes empezaba a pasarle factura, por lo que decidió que lo mejor sería irse directa a la cama. Mañana hablaría con Asmodeo y Daniel para que intentaran hacer entrar en razón a Azrael.
—Ahora mismo subo —le indicó el ángel cuando Casandra tiró de él hacia las escaleras.
Reacia a separarse de él siquiera durante unos pocos minutos, ella soltó su mano y le dio un fugaz beso en los labios. Se descalzó, incapaz de soportar por más tiempo los altos tacones, y tras despedirse de ambos con un gesto se arrastró escaleras arriba.
Una vez en el piso superior, en vez de alejarse por el pasillo hacia su habitación, se quedó camuflada tras las hojas de una gran planta que su madre siempre prometía que iba a podar. Se alegró de que nunca se hubiera decidido a hacerlo. Le proporcionaba el escondite perfecto para poder escuchar todo lo que sucedía en el salón sin correr el riesgo de ser descubierta.
No es que Casandra acostumbrara a espiar conversaciones ajenas, pero había tenido la sensación de que Azrael quería hablar a solas con el demonio. En otras circunstancias hubiera desaparecido de la sala, dándoles la intimidad necesaria y sin plantearse siquiera escuchar a hurtadillas. Pero tal y como estaban las cosas, si Azrael estaba ocultándole algo ella quería saber qué era.
—¿Qué han dicho? —le preguntó Asmodeo tras unos minutos de silencio.
—¿Tú qué crees? —contestó el ángel, tomando asiento frente a él en la butaca que Valeria solía usar para dormitar cuando llegaba demasiado cansada del trabajo.
El agotamiento también era patente en sus movimientos, algo lentos y pesados. Una fina arruga surcaba la frente de Azrael.
—Déjame adivinar: pecado, venganza, castigo… Lo mismo de siempre —replicó el demonio con desprecio—. ¿Y aun así sigues de su parte?
—Hemos discutido sobre esto infinidad de veces, ¿crees poder convencerme ahora para que me cambie de bando?
Una pequeña sonrisa asomó a los labios de Azrael.
—No —admitió el demonio—. Pero mi jefe piensa que eso es lo que hago cuando nuestros caminos se cruzan. Déjame al menos que finja hacer mi trabajo.
—No puedo creer que siga tragándose esa excusa después de mil años.
Asmodeo alzó levemente los hombros, dando a entender que así era.
—Es el infierno, amigo, tampoco es que sean especialmente listos —concluyó con sorna—. ¿Qué piensas hacer?
Casandra se agachó, permaneciendo en la penumbra pero inclinándose hacia delante. Trataba de observar la expresión de Azrael ante la pregunta del demonio. La madera del suelo crujió bajo sus pies y se maldijo por no continuar inmóvil. El ruido no pareció delatarla, por lo que se sentó lo más despacio posible, dispuesta a seguir escuchando.
—Luchar —le respondió Azrael con voz tajante—. Si es necesario lucharé contra ellos por quedarme a su lado.
Casandra agradeció haberse sentado, porque aquellas palabras eran lo último que esperaba escuchar de boca del ángel. Azrael le había hecho creer que se entregaría sin más, que no pensaba discutir las órdenes que exigían que se presentara ante ellos. Su primer impulso fue salir de las sombras y preguntarle cómo podía ayudarlo. Pero se contuvo, esperando poder enterarse de cuáles eran sus planes.
—¿Lo sabe ella? —inquirió el demonio.
Asmodeo se había incorporado en el asiento, interesado por el rumbo que había tomado la conversación.
—No, y espero que siga siendo así.
El demonio negó con la cabeza, pero Azrael continuó hablando.
—No es que tenga grandes esperanzas de que esto acabe bien, entiéndelo. Si todo sale mal…
—Es más fuerte de lo que crees —aseguró Asmodeo.
—Lo sé, pero no puedo dejar que piense que esto va a salir bien y luego arrebatárselo todo. Sería demasiado cruel.
Azrael se pasó la mano por la cara, su rostro denotaba el cansancio que se había apoderado de él. Nuevas arrugas se sumaron a las ya existentes, como si de repente el futuro se descubriera ante él terriblemente oscuro e inquietante.
Fuera, una fina llovizna comenzó a arañar débilmente los cristales. Casandra imaginó la niebla rodeando la casa, aislándolos de todo, y a miles de ángeles atravesándola para venir a buscarlos. Se concentró de nuevo en lo que ocurría en el salón cuando Azrael continuó hablando.
—No voy a dejar que me arrebaten lo único que ha merecido la pena de toda mi existencia.
Para su sorpresa, Asmodeo no prorrumpió en carcajadas al escuchar la afirmación del ángel, tal y como ella esperaba que hiciera. Mantuvo un gesto serio, prueba de que, a pesar de pertenecer a dos razas eternamente enfrentadas, creía y respetaba al ángel que tenía frente a él.
—Te apoyaré en lo que me sea posible —afirmó el demonio con determinación.
Fue entonces Azrael el que rio, disolviendo la solemnidad del momento.
Casandra estiró las piernas, que ya comenzaban a cosquillearle debido a la incómoda postura. Por un lado quería enfadarse con Azrael por no querer confiarle sus intenciones, pero por otra le enternecía que quisiera evitar que ella sufriera más por la situación. Sentía idénticas ganas de gritarle que de abrazarle.
—Si los tuyos no insistieran en hacer honor a su condición —le indicó Azrael—, podríamos firmar una tregua.
—Soy lo que soy, nací así —contestó Asmodeo.
Desde su escondite, a Casandra le pareció que los ojos del demonio llameaban mientras hablaba, como si quisiera remarcar que detrás de su apariencia de chico guapo solo había pura maldad.
—No enarboles esa bandera conmigo —replicó Azrael—. Siempre hay elección.
El demonio lo observó durante un instante, sopesando sus palabras. A pesar de que por norma general no solía pararse a pensar mucho lo que decía, en esta ocasión no contestó impulsivamente.
—Puede —aceptó tras una pausa—. Pero no niegues que existe una inclinación natural en nosotros en uno u otro sentido.
Asmodeo se acomodó sobre un enorme cojín que la abuela de Casandra había tejido apenas dos días antes de morir, y Casandra se pregunto qué pensaría ella si supiera quién se hallaba recostado en él.
—Tú amas a Casandra —continuó el demonio—. Estás dispuesto a enfrentarte a todas las creencias que hasta ahora han sido inamovibles y a luchar contra tus propios hermanos por ella. Arriesgarás tu existencia y tu misión en este mundo. Pero a pesar de lo que ella representa para ti, ¿no sigues manteniendo una lucha contra ti mismo?
Sin darle opción a respuesta, el demonio continuó con su enfervorecido monólogo. Azrael le escuchaba sin que su cara mostrara expresión de aceptación o desacuerdo. Casandra, mientras, contenía el aliento.
La lluvia golpeaba ahora con intensidad los cristales y el viento había comenzado a soplar con furia. La habitación parecía cargada de electricidad, como si la tensión que sentía Casandra estuviera atravesando su piel e inundando la sala. Sin ser consciente de ello, apretó los puños mientras procuraba seguir en silencio.
—Toda esa estúpida moralidad bondadosa te impulsa a abandonarla —indicó Asmodeo—. No creas que después de tanto tiempo puedes engañarme.
—No haces más que darme la razón —replicó Azrael de inmediato—. Tal vez mi condición de ángel me dicte que me aleje de Casie, pero siempre hay elección. Y yo la elijo a ella. Siempre será ella.
La confesión del ángel permaneció flotando entre ambos. El demonio mantenía su vista fija en él.
Casandra soltó el aire que había estado conteniendo, inspiró y espiró varias veces despacio, y aflojó los puños que aún mantenía apretados. Se levantó con cuidado, tratando de no hacer ruido. En el salón solo se escuchaba el eco del intenso aguacero que caía puertas afuera.
De puntillas, lo más silenciosamente que pudo, se dirigió a su habitación con el corazón latiendo desbocado y las lágrimas asomando a sus ojos cansados. Hasta ese momento, no había sido del todo consciente de que permanecer a su lado suponía para Azrael no solo enfrentarse a los suyos, sino que además debía luchar también consigo mismo.