La piel de Casandra se estremecía bajo cientos de caricias simultáneas. Notaba el cuerpo de Gabriel pegado al suyo, los músculos de su torso en tensión y sus manos firmemente apoyadas en la curva de su espalda. Alzó la mano y tanteó su cara, acariciando sus labios con la punta de los dedos y percibiendo el calor que emanaba su agitado aliento.
Una pizca de luminosidad se coló en la bruma que los cobijaba, permitiendo a Casandra ver su propia mano sobre la boca de Gabriel. Este se separó de ella, alejándose varios metros. Casandra jadeó ante el perturbador espectáculo. La figura de Gabriel se erguía poderosa. Dos grandes alas negras brotaban de su espalda y se extendían desplegadas por completo. Apretaba la mandíbula con saña y su mirada estaba clavada en ella, esperando su reacción.
—Querías saber quién soy —Gabriel agitó las alas y las elevó ligeramente hacia el cielo, como si planeara escapar de allí en cualquier momento.
—Tus alas… son negras.
Fue cuanto atinó a decir. Él rio de forma sincera, abiertamente, como si ya no tuviera nada que esconder.
—Esto es como un déjà vu. Cabezota hasta el final.
Casandra lo miró sin comprender, de nuevo con aquella extraña sensación de que estaba olvidando algo importante.
—Y ahora me dirás que soy un ángel caído o, lo que es mejor, un demonio —añadió al ver su confusa expresión—. Ya hemos hablado de esto, Casie.
Casandra sonrió con timidez al escuchar la dulzura con la que pronunció su nombre.
—Ven aquí —la instó Gabriel extendiendo su mano.
Casandra se acercó para tomarla y, en un sencillo movimiento y sin esfuerzo, Gabriel la cogió en brazos, provocando que su pulso se acelerara.
Estaban en lo alto de una escarpada colina. Esta terminaba en un pronunciado acantilado que caía a plomo hasta el mar. El sonido de las olas golpeando furiosas contra las rocas acompañó al leve balanceo de su brazos.
Gabriel se sentó peligrosamente cerca del borde y la depositó sobre su regazo. Casandra siguió su mirada para observar el extenso océano brillar salpicado con los reflejos de una luna llena inmensa. El paisaje resultaba embriagador, tan hermoso como el corazón que Casandra estaba segura de sentir latiendo en el pecho de Gabriel. Era más de lo que había soñado conseguir desde el momento en que, de forma errónea, creyó que él estaba muerto.
Se dio cuenta en ese preciso instante de que lo amaba. Aunque a ella misma le resultara inverosímil la idea de haberse enamorado de aquella manera, sin apenas darse cuenta. No le importaba lo que fuera: un demonio, un ángel caído o cualquier otra criatura. Para ella siempre sería su chico fantasma. Si en su momento había pensado en llevar el alma de Gabriel hasta las puertas del cielo, ahora estaba dispuesta a ir hasta el mismísimo infierno para permanecer a su lado.
Feliz y relajada, continuó observando la luna, sintiéndose completa como ella. Gabriel la sostenía contra su pecho mientras jugueteaba distraído con un mechón de su pelo. Casandra notó el aliento de él contra su cuello y la piel se le erizó en respuesta.
—Supongo que querrás saber quién soy —le comentó Gabriel hablándole en susurros, dejando que sus labios rozaran la nuca de Casandra.
—Ya sé quién eres —afirmó con firmeza ella—, al menos para mí. No me importa quién seas, Gabriel, ¿o debo llamarte Azrael?
—Azrael, por favor.
—Quiero conocer tu historia solo si tú quieres contármela. Pero antes…
—¿Sí? —la animó él a continuar hablando.
—Anoche… ¿Pasó algo entre nosotros que debería recordar? —le preguntó. No había olvidado que se había despertado casi desnuda. Y Azrael había asegurado haber estado en su habitación.
Sintió el cuerpo de Azrael sacudirse por la risa contra su espalda. Aquello la puso ligeramente nerviosa pero no se movió, sino que continuó con la cabeza apoyada en su pecho, con la vista fija en el punto donde el mar se unía con el cielo.
—¿Qué crees que pasó?
Casandra supo que sonreía sin necesidad de mirarlo.
—Me desperté casi desnuda. Si ocurrió… algo entre nosotros, me gustaría saberlo —le contestó cohibida.
Azrael le puso la mano bajo la barbilla para que lo mirara. Por un momento, pensó que se perdería en la negrura de aquellos ojos fascinantes.
—No pasó nada. Solo nos besamos —le aseguró él, mientras le acariciaba los labios con la yema de los dedos—. Te aseguro que si pasa algo más entre nosotros, no vas a ser capaz de olvidarlo.
Nos hemos besado de nuevo y no lo recuerdo.
Le dieron ganas de golpearse contra algo. Si se lo contaba a Lena, su prima estaría haciendo bromas al menos durante un mes.
Casandra no se reprimió esta vez, sino que se lanzó buscando su boca como si necesitara su aliento para poder seguir respirando. Dio rienda suelta por fin a todo lo que sentía. Liberó la furiosa atracción que poco a poco había conseguido controlar, el deseo que la acosaba cada vez que lo veía y las ansias que padecía en su presencia. Acarició su espalda mientras se bebía con codicia su boca. Rozó el nacimiento de sus alas, provocando que un gemido escapara de la boca de Azrael.
—Tienes que dejar de hacer esto —gimió Azrael contra su cuello.
—¿Besarte?
—No, hacerme olvidar que soy un ángel —le susurró, rozando su oído con los labios.
Casandra se separó bruscamente de él para buscar su mirada.
—¿Un ángel caído?
Gabriel negó con la cabeza.
—Un ángel. Para ser más exactos, el Ángel de la Muerte.
Azrael habló no con orgullo ni altanería, sino con tristeza. De repente parecía exhausto. Casandra casi pudo ver en sus ojos siglos y siglos de soledad.
—Cuéntame tu historia —le pidió ella, acurrucándose de nuevo contra su pecho.
Él la acomodó entre sus brazos y rodeó los cuerpos de ambos con sus alas, concediéndoles un pequeño refugio contra la fresca brisa marina. Se mantuvo algunos minutos en silencio. Casandra permaneció callada, esperando. Supuso que necesitaba tomarse tiempo para ordenar sus pensamientos.
—Hace demasiado tiempo de mi creación —comenzó a relatar él—. Ya apenas recuerdo cuándo vieron mis ojos este mundo por primera vez ni lo que sentí. Lo que jamás podré olvidar es la caída de mis hermanos, de aquellos que osaron enfrentarse a Él. Perdí con ellos parte de una inocencia que nunca debió corromperse.
Azrael hizo una pausa, antes de continuar, para enlazar los dedos con los suyos.
—Desde que el hombre comenzó a vagar por la Tierra, mía fue la tarea de recuperar sus almas, de buscar a los perdidos, de salvar a los injustamente condenados.
»Me veía en la necesidad de abandonar a mis hermanos continuamente para acudir en su busca. Vuestro dolor, la agonía… —inspiró profundamente.
Casandra casi podía palpar la amalgama de sentimientos que bullían en su interior. Le apretó la mano, infundiéndole ánimo para continuar.
—He sido testigo durante miles de años de cómo llorabais a vuestros seres queridos, cómo perdíais la cordura tras su muerte y a veces, incluso, de cómo os arrebatabais vuestra propia vida desbordados por la pena.
»He tenido que descender hasta el infierno en busca de almas que nunca debieron poner un pie en él. Y por desgracia, también me he visto obligado a llevar hasta allí a despiadados monstruos que jamás deberían haber disfrutado de una vida entre vosotros.
Las lágrimas corrían por el rostro de Azrael mientras hablaba. Su tristeza conmovió a Casandra. Pensó en los diecisiete años de su vida, en las pocas almas que había visto en comparación con él y en cómo su sola visión la trastornaba, apagando una parte de su vitalidad. Su amarga experiencia no representaba nada al lado de la larga existencia de Azrael.
—Al principio, iba y venía del paraíso a tu mundo —continuó explicándole—. Mis hermanos toleraban mis ausencias, conscientes de la importancia del trabajo que desempeñaba. Cada vez pasaba más tiempo aquí, rodeado de vuestro dolor, tratando de que todas y cada una de las almas de los que perecían encontraran el camino correcto hacia el otro lado.
»Llegó un momento en el que me di cuenta de que debía elegir, y cuando así fue no dudé al respecto. Elegí quedarme entre vosotros, compartir vuestra vida y ayudaros en vuestra hora final.
»Abandoné a mis hermanos, pero nunca he dejado de cumplir la tarea que Él me impuso —concluyó, con la voz quebrada por la emoción.
Casandra trataba de reprimir el llanto, compartiendo la tristeza que se adivinaba a través de sus palabras. Alzó la mano y secó una a una las lágrimas que había derramado. Azrael lo agradeció con un beso fugaz pero de una dulzura infinita. Ella se apretó más contra él, tratando de consolarlo con el calor de su cuerpo.
—Me has preguntado por el color de mis alas.
Casandra asintió contra su pecho, aunque ahora ese detalle ya no le parecía importante.
—Atravesar las puertas del infierno no es fácil. Solo yo, de entre todos mis hermanos, puedo ir hasta allí. Y un ángel llama demasiado la atención en un sitio como ese.
»Para poder permanecer allí el tiempo necesario no me quedó más remedio que transformarme en lo que ves: alas, pelo y ojos negros, oscuridad.
»Los ángeles son seres luminosos. Sus alas son tan blancas que iluminarían una noche sin luna. No hay sitio para ellos en el infierno, pero sí para mí.
Levantó la cabeza para mirarle al sentir la agonía que desprendía su voz. Se inclinó hasta rozar apenas sus labios, en una lenta y dulce caricia que pareció confortarlo a él tanto como a ella. A Casandra no le importaba la negrura de sus ojos, que brillaban en aquel momento por la intensidad de sus recuerdos, ni tampoco la densa oscuridad que le rodeaba. Él había renunciado a su apariencia pura para conseguir rescatar las almas de los cruel e injustamente castigados. Y para ellos, él había sido la luz liberadora. Era un ángel oscuro, pero hermoso más allá de toda duda.
—¿Por qué me dijiste que te llamabas Gabriel? Es un arcángel, ¿no?
—Gabriel me acompañó durante mucho tiempo en mi labor. Es un arcángel, sí, y por lo tanto se ocupaba además de otro tipo de tareas. Cree fervientemente en lo que hace y cumple con sus misiones de forma recta y diligente.
»Nunca llevó demasiado bien mi transformación, y con el tiempo dejó de acompañarme en mis visitas a este mundo. A pesar de ello atesoro con cariño los momentos que compartimos.
»Pensé que darte mi nombre real podía llevarte hasta mi verdadera identidad; el suyo fue el primero que vino a mi memoria cuando me preguntaste.
—Dejaste que pensara que estabas muerto —le recordó Casandra. Su voz adquirió un ligero matiz de reproche.
—Lo negué en varias ocasiones —protestó Azrael con un amago de sonrisa que no llegó a borrar la tristeza de sus ojos—. Te dejé que pensaras lo que era más fácil de asumir para ti. No podía presentarme ante ti y decirte que era un ángel. Hubieras enloquecido.
—Casi enloquezco de todas formas —le confesó ella—. Estaba convencida de que en cualquier momento pasarías al otro lado y no volvería a verte.
Azrael la depositó a su lado y se giró para quedar frente a frente. La miró con adoración, como si ella fuera el ángel y él un simple mortal.
—Lo lamento —se disculpó. Agachó la cabeza un momento para volver a levantarla luego—. Desde la primera vez que te vi supe lo especial que eras. Quería acercarme a ti, poder hablarte. Causarte cualquier tipo de daño era lo que menos deseaba, pero dadas tus capacidades me pareció la forma menos llamativa de poder entrar en tu vida.
—Me llamaste bruja —dijo Casandra, ahora sin ánimo de recriminarle nada, tratando de hacerle reír.
—En otros tiempos esa palabra no tenía unas connotaciones tan negativas —le aseguró él.
—En otros tiempos las quemaban en la hoguera —replicó ella.
Azrael rio a carcajadas y Casandra se maravilló ante el sonido melodioso de su risa.
—Hacía mucho tiempo que no hablaba con nadie y puede que no eligiera la mejor manera, pero necesitaba llamar tu atención y parece que dio resultado —confesó él guiñándole con picardía un ojo.
—Créeme, cualquier cosa que hicieras hubiera llamado mi atención —confesó sonrojándose.
Azrael la atrajo una vez más hacia él y dejó que sus dedos dibujaran el perfil. La alegría que había iluminado sus ojos fue desapareciendo hasta convertirse en preocupación.
—Debería llevarte a casa —comentó, mientras le retiraba un mechón rebelde de la cara.
Casandra hubiera permanecido junto a él en aquel lugar hasta el fin de sus días. Contempló de nuevo el mar embravecido y la luna que lo alumbraba. A pesar de todo lo sucedido sentía una extraña calma interior. Por primera vez desde que era capaz de recordar estaba en paz consigo misma.
—¿Tienes más preguntas? —la interrogó Azrael, algo nervioso por su silencio.
—Solo uno o dos millones —le contestó sonriendo.
—Bueno, van a tener que esperar. Tienes que descansar y yo necesito atender ciertos asuntos.
Casandra no quiso preguntar de qué se trataba aquello tan urgente que debía hacer. Era el Ángel de la Muerte, era obvio que fuera lo que fuera no admitiría demora.
Azrael se puso de pie y abrió las alas, extendiéndolas por completo. Cada una de las plumas se erizó como si se desperezaran tras la larga inactividad. Su figura, bañada por la luz de la luna, se recortaba imponente contra el cielo plagado de estrellas parpadeantes. La imagen resultaba de una belleza abrumadora y dejó de nuevo a Casandra sin aliento. Desvió la mirada tratando de asimilar el intenso sentimiento que no dejaba de crecer dentro de ella.
—¿Puedo preguntarte algo?
Casandra asintió en silencio, turbada por sus emociones.
—Ahora que sabes quién soy realmente… ¿Hubieras preferido que fuese un alma perdida? —le preguntó él con voz queda, apenas un susurro.
Le hizo un leve gesto para que se acercara y Azrael se aproximó, inquieto, hasta quedar piel con piel. Casandra apoyó el oído contra su pecho y escuchó fascinada el latido de su corazón.
—No puedes hacerte una idea de lo que significa este sonido para mí —confesó ella—. Cuando creía que estabas muerto hubiera vendido mi alma al diablo con tal de poder escucharlo.
—Ten cuidado con lo que dices, Casie. Nunca se sabe quién podría estar escuchando.