Decididas a abandonar la fiesta, comenzaron a andar por el pasillo hasta encontrarse de nuevo en lo alto de las escaleras. A Casandra no le quedaban ganas de continuar en aquella casa y su prima pareció de acuerdo en que lo mejor sería marcharse. Mientras descendían a la planta baja, su paso se volvió menos enérgico. Y para cuando llegaron al recibidor apenas si recordaban por qué tenían tanta prisa.
Una densa niebla envolvía los pensamientos de Casandra, impidiéndole concentrarse, pero ese pequeño malestar se fue reduciendo hasta que quedó aislado en un rincón profundo de su cerebro y dejó de importarle.
—Podríamos quedarnos un rato más —propuso Lena sonriendo.
—Sí —aceptó Casandra—. Quiero tomarme otra copa.
—¿Qué tal whisky?
—No bebo alcohol —le susurró con poca convicción—. Pero me tomaré uno.
Se internaron en la agitada muchedumbre que ahora danzaba frenética en la pista de baile. Casandra se sentía ligeramente atontada mientras seguía a su prima hasta la barra. Sabía que algo iba mal, una idea pugnaba por salir a flote en su mente sin conseguirlo. Cada vez que intentaba enfocar esa idea, esta se escurría con rapidez.
Su prima se deslizaba entre los cuerpos de sus compañeros llevándola de la mano. Pasaron al lado de Nick, al que Casandra observó con curiosidad cuando le vio besar a una chica y luego a otra. Su prima asintió dedicándole una sonrisa mientras continuaba moviéndose al ritmo de la música. Por un momento pensó que Lena se sentiría mal por la actitud de Nick, pero acto seguido no encontró motivos para que fuera así.
Casandra quería bailar, su cuerpo ansiaba moverse y liberarse de todas sus inhibiciones. Decidió que antes se tomaría un par de copas, luego su prima y ella podrían perderse entre la marea de cuerpos. Quemarían la noche y arderían bajo su fuego tal y como Lena había dicho. Le entró la risa floja y su prima se contagió de su entusiasmo.
Una pequeña idea pasó veloz por su mente, un deseo mayor que el que ahora sentía, alguien a quien necesitaba. Antes de que su cara tomase forma, el pensamiento se esfumó.
—Tengo la extraña sensación de que me olvido de algo —le comentó a su prima, soltando una carcajada.
—Sea lo que sea, no es importante. —Lena se apoyó en la barra y buscó al camarero con la mirada.
Un brazo se deslizó por la cintura de Casandra, que volvió a reír mientras se giraba, quedando frente a frente con Francesco. Este sonreía complacido mientras la apretaba contra su cuerpo.
—No hemos podido terminar nuestra conversación, querida Casandra. —Sus ojos antes azules se habían tornado ahora totalmente negros.
Casandra guardó silencio sin poder desviar la mirada. Había algo desagradable en aquella situación, un atisbo de incomodidad que palpitaba en su interior pero que era incapaz de exteriorizar. Agitó la cabeza y el pelo que había recogido en una cola se balanceó con ella. Francesco alzó la mano y liberó su cabello, dejando que cayera sobre su espalda. Una bobalicona sonrisa afloró en su rostro.
¿Qué estás haciendo?, susurró una voz en su cabeza.
Se agitó inquieta entre los brazos de Francesco, que continuaba mirándola embelesado. Se acercó más a ella, sus labios apenas a unos milímetros de su cuello, y aspiró profundamente.
—Deliciosa —murmuró Francesco con un tono inequívocamente lascivo.
Y por fin la escurridiza idea explotó en la mente de Casandra, rompiendo las ataduras que la habían mantenido prisionera. La bruma se deshizo y sus pensamientos consiguieron al final tomar forma. Todo estaba mal, no tenía que estar allí. Casandra buscó ayuda en la gente que la rodeaba, pero incluso su prima contemplaba la escena con gesto ausente, mirando sin ver nada de lo que ocurría ante sus ojos. Trató de desembarazarse de Francesco, empujándolo sin apenas éxito.
—¡Suéltame ahora mismo! —gritó furiosa.
Francesco no solo no se inmutó ante su rechazo sino que este pareció azuzar más la lujuria de sus caricias. Deslizó las manos por las caderas de Casandra mientras ella se revolvía con todas sus fuerzas.
Viendo que sus intentos eran inútiles, se abalanzó hacia delante con el poco impulso que su posición le permitió tomar y consiguió que Francesco perdiera momentáneamente el equilibro. Pero el efecto no fue suficiente. Francesco la aprisionó de nuevo entre sus brazos, esta vez con más fuerza, impidiendo casi por completo que Casandra pudiera respirar.
—Me haces… daño… —se quejó en un susurro ahogado.
Su lastimero quejido pareció convencer a Francesco, que moderó la intensidad de su agarre. Pero la tregua solo duró unos instantes. Casandra arqueó su cuerpo cuando algo traspasó su piel allí donde Francesco mantenía su mano. Hubiera jurado que eran sus uñas, pero la sensación de que le cortaban la carne con precisión era demasiado dolorosa para tratarse de eso. Su siniestra sonrisa la atemorizó más que el punzante dolor que le desgarraba la espalda.
—No pienses que puedes huir de mí —susurró el italiano demasiado cerca de su oído.
—¡Asmodeo! —La voz de Gabriel resonó a lo largo de toda la sala, incluso por encima de la música—. ¡Suéltala ahora mismo!
—¿Cómo te atreves? —rugió Francesco en respuesta—. ¡No puedes intervenir!
Sus compañeros, que seguían asemejándose más a zombis que a personas, habían abierto un pasillo entre ellos. Casandra contempló a Gabriel, que se encontraba en la entrada del salón. Un brillo acerado relucía en sus negros ojos y el odio endurecía sus rasgos. Todo su cuerpo estaba en tensión, amenazante y listo para pelear.
—¡Suéltala! —repitió Gabriel con voz aún más grave. La gran lámpara de cristal que colgaba en el centro de la estancia tintineó.
Francesco no aflojó su presa. Casandra notaba cómo el líquido caliente que era su sangre resbalaba espalda abajo.
—No te incumbe. No tienes poder —le recriminó Francesco.
La ira empañó los ojos de Gabriel.
—Eso lo veremos.
Gabriel dejó caer al suelo la chaqueta de cuero que hasta entonces había llevado puesta. Miró a Casandra, que descubrió una súplica velada en su rostro. Gabriel le estaba pidiendo perdón, pero su mente no encontraba motivo alguno por el que debiera hacerlo. Casandra pensó que iba a abandonarla, que daría media vuelta y la dejaría allí a merced de las oscuras intenciones de Francesco, Asmodeo o comoquiera que se llamase.
Las lágrimas acudieron a sus ojos con rapidez, pero antes de que la primera de ellas descendiera por su mejilla todo a su alrededor comenzó a temblar y un penetrante zumbido fue aumentando de volumen. Gabriel, que había agachado la cabeza evitando su mirada, volvió a alzarla. Sus labios se curvaban hacia arriba en las comisuras.
Casandra pudo percibir la oscuridad que crecía en torno a Gabriel, cómo el aire que le rodeaba se volvía denso, casi sólido. El sonido de un trueno rasgó la tensa atmósfera de la sala un instante antes de que dos grandes alas negras emergieran desde su espalda. Su envergadura rondaría los tres metros, si bien Gabriel no parecía tener problema alguno para dominarlas. Las plegó a los costados y miró a Francesco con actitud desafiante. Era tan siniestro y aterrador como hermoso.
—No dudes de mi poder.
Casandra apenas reconoció su voz, teñida de tal autoridad que Francesco la soltó inmediatamente. Ella corrió hacia Gabriel sin dudarlo. Sintió un alivió inmediato al percibir en su piel el calor que emanaba de su cuerpo. No le importaba lo que fuera. No le importaba nada salvo que estaba allí, protegiéndola.
Gabriel la examinó con ojos preocupados. Sus alas se desplegaron, y la rabia se apoderó de sus ojos cuando observó las cinco heridas sangrantes de su espalda. La apretó contra él y desvió la mirada hacia Francesco, que ahora se mostraba mucho más sumiso.
—¡Fuera todo el mundo! —rugió Gabriel.
Todos se dirigieron a la salida con paso apresurado. Casandra trató de encontrar la cara de Lena entre la gente, pero le fue imposible dar con ella. En apenas unos minutos solo quedaban en la sala ellos tres. Fue entonces cuando se percató de que la oscuridad se concentraba a su alrededor, como si la luz huyera de su presencia.
Alzó la vista para observar a Gabriel, que continuaba mirando fijamente a Francesco. Parecía haber algún tipo de comunicación silenciosa entre ellos. No hablaban en voz alta, pero estaba segura de que se estaban diciendo algo.
—Sujétate —le ordenó Gabriel.
Casandra reaccionó aferrándose con todas sus fuerzas a él, temerosa de lo que quiera que fuera a suceder a continuación. Gabriel la envolvió con sus alas, y con ellas vino la oscuridad.
Casandra se dejó llevar por la sensación de tranquilidad que la rodeaba, a pesar de que no era capaz de distinguir nada, ninguna figura, ninguna forma. Todo se desdibujaba frente a sus ojos para dejar a su paso solo sombras. Parecían encontrarse más allá de todo, en ninguna parte.
Reposaba contra el pecho de Gabriel y por primera vez fue consciente de que un corazón latía frenético en él. Se maravilló ante aquel sonido que jamás pensó escuchar, dejándose llevar por la alegría que la embargaba al pensar que había vida en su cuerpo. Le daba miedo que aquel instante se acabara, que la intimidad del momento que estaban compartiendo se perdiera. Lo único en lo que podía pensar era en que no estaba muerto.
Cuando sus alas se abrieron dejando pasar la luz, temió mirarle a los ojos.
—¿Cómo estás? —le preguntó Gabriel al ver que no se movía.
Casandra permaneció inmóvil unos segundos más, grabando a fuego en su memoria el retumbar de su pecho bajo su oído.
—Estoy bien —dijo al fin. Levantó la cabeza para enfrentarse a su mirada. Su rostro era una impenetrable máscara, ninguna expresión asomaba en él.
—Te rogué que te fueras de la fiesta, no debiste…
—¿Quién eres? —le cortó, dolida por el tono de reproche que impregnaba su voz.
Gabriel suspiró, negando con la cabeza. De nuevo aquella mirada suplicante que parecía rogar su perdón apareció en sus ojos. Casandra recordó la risa que había atacado a Francesco cuando pronunció su nombre.
—No te llamas Gabriel, ¿verdad?
Notaba sus mejillas encendidas y el deseo rugiendo con fuerza en su interior. Gabriel estaba tan cerca que le estaba costando concentrarse en sus palabras.
—Deberías descansar —contestó evasivo, poniéndose de pie. Plegó por completo las alas a su espalda para poder moverse con comodidad.
Su cuerpo protestó cuando se separó de ella, llevándose su calidez con él. Fue entonces cuando Casandra se percató de que se encontraba en su habitación, sobre su cama.
—Necesito saberlo —le rogó ella.
Estiró la mano tratando de alcanzar la de él. Gabriel se acercó y se arrodilló frente a la cama. Deslizó los dedos por su mejilla, dejando un rastro de calor a su paso.
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo—. Tus alas… son negras.
Gabriel ladeó la cabeza, sonriendo ante lo obvio de su afirmación.
—Así es. ¿Es el color lo que te preocupa? —no sonó a reproche. Continuaba sonriendo y mirándola con aparente fascinación.
Casandra le devolvió la sonrisa, tratando de parecer menos sorprendida de lo que en realidad estaba. La verdad era que le preocupaba todo.
Conocía solo en parte la Biblia. Sabía que en el principio de los tiempos un ángel se había rebelado ante Dios y otros le habían seguido. Una feroz batalla se había librado hasta que los ángeles rebeldes fueron finalmente expulsados del cielo.
—¿Eres un ángel caído? ¿Un demonio? —lo interrogó Casandra con voz temblorosa. Él desvió la vista y permaneció en silencio.
—¿Es eso lo que crees? —le preguntó él a su vez.
—¡No sé qué creer! —respondió alzando la voz, sucumbiendo finalmente a todas las dudas que la acechaban. Las palabras comenzaron a brotar de su boca sin control alguno—. Cada vez que te veo siento esa fuerza que me atrae hacia ti… es como una necesidad, tira de mí sin cesar. Y luego te comportas como un imbécil, pero estás muerto, así que procuro no tenerlo en cuenta. Y ahora esto —continuó, señalándolo—. ¡Tienes alas! Apareces de la nada y me salvas de Dios sabe qué clase de pervertido. Pero estás vivo, por lo que no puedo dejar de alegrarme, y me da igual que seas un demonio porque ¡no eres un fantasma!
Casandra calló de repente, consciente de todo lo que había dicho. Gabriel se había acercado de nuevo a ella y la miraba con expresión culpable. La abrazó con delicadeza, como si temiera que fuera a romperse en pedazos en cualquier momento.
—Todo va a ir bien —dijo, tratando de tranquilizarla. Alzó la mano para acariciarle la mejilla—. Mañana todo esto no será más que un mal sueño. Ahora tienes que descansar.
Gabriel la recostó sobre la almohada. Ella emitió un quejido al apoyarse sobre la espalda.
—Déjame ver —le pidió incorporándola de nuevo—. Tendrás que quitarte el vestido.
Casandra se envaró ante su petición.
—Solo quiero ver la herida —añadió él apresuradamente.
Gabriel desvió la vista mientras ella se bajaba la parte superior del vestido, dejándolo a la altura de la cintura. Se tapó nerviosa el pecho con las manos y se giró para que pudiera ver los arañazos. Era plenamente consciente de lo cerca que estaban ambos, así como de su desnudez. Su cuerpo insistía en eliminar la escasa distancia que había entre ellos; se mordió el labio reprimiendo sus ansias.
Las manos de Gabriel desabrocharon con destreza su sujetador, dejando su espalda al descubierto. Sus dedos rozaron con cuidado cada uno de los cinco cortes que las uñas de Francesco le habían causado, deteniéndose brevemente en cada uno de ellos. El deseo de Casandra aumentó, llenando por completo su cuerpo, eliminando cualquier otro sentimiento. Agradeció que no pudiera verle la cara, de otro modo sabría con seguridad la clase de pensamientos que afloraban en su mente.
—Se curará —murmuró Gabriel, con las manos aún sobre su piel.
—Gracias —contestó ella con apenas un hilo de voz.
—Siento que mañana no vayas a poder recordar todo esto.
Casandra se sobresaltó ante la afirmación. Era imposible que olvidara ni siquiera un instante de todo lo acaecido esa noche.
—¿Qué quieres decir?
—Lo olvidarás —susurró Gabriel—. Mañana nadie recordará nada. Todos bebieron algo en esa casa, incluida tú. No solo afectó a vuestro comportamiento, también ayudará a borrar cualquier recuerdo posterior.
Las palabras calaron en su mente y comprendió a qué se refería. Todo el desenfreno que había presenciado, la actitud desinhibida de sus compañeros así como la suya propia, la repentina despreocupación que había experimentado. Todo había sido inducido.
—Francesco —murmuró Casandra.
Gabriel asintió.
—Pero… me olvidaré de todo —indicó ella, girándose para enfrentarlo.
No quería olvidar. Volvería a pensar que él estaba muerto y desaparecía el mágico sonido de su corazón, que había acallado todos sus temores.
Los labios de Gabriel se entreabrieron, dejando escapar su aliento en un profundo suspiro. Se acercó a ella despacio, temiendo su rechazo por todo lo que había contemplado de él esa noche. Pero ella no titubeó, se inclinó hacia adelante hasta que sus bocas se encontraron.
Lo besó con desesperación, sabiendo que el recuerdo de sus labios también desaparecería junto con el resto. Se maravilló al percibir que sus alas los envolvían formando un capullo protector que los aislaba del resto del mundo.
Gabriel tomó su cara entre las manos y gimió en su boca al mirarla. Sus ojos brillaban con el mismo deseo que sentía ella e idénticas ansias. Volvió a besarla, profundizando en su boca y arrebatándole la poca cordura que le restaba.
Estaba excitada, sentía cada uno de los movimientos de Gabriel. Sus manos resbalando hasta la parte baja de su espalda, repasando la línea de sus caderas. Al abrigo de la oscuridad que le proporcionaban sus alas, olvidó el pudor que había sentido. Se separó lo justo de él para poder quitarse del todo el vestido. Inmediatamente, se apretó de nuevo contra su cuerpo, como si pudiera incrustarse bajo su piel. La respiración de él se aceleró. Sin embargo, separó su cuerpo del de Casandra.
—Esto no está bien —dijo con evidente esfuerzo—. Mañana no lo recordarás.
—No me importa —aseguró ella.
—Pero a mí sí.
Casandra sintió que se le cerraban los ojos. Trató de mantenerlos abiertos pero le resultó imposible. Su cuerpo se relajó en contra de su voluntad, rindiéndose a la placentera sensación de ser acariciado por cada una de las sedosas plumas de sus alas. El sueño la alcanzó acurrucada entre sus brazos y se quedó dormida.
—¿Qué me estás haciendo, Casandra? —musitó Gabriel desconcertado.