La oscuridad la rodeaba y una especie de golpeteo rítmico se dispersaba en todas direcciones. El latido de su corazón se había sincronizado con el perturbador sonido. Los pequeños puntos de luz que danzaban frente a sus ojos ni siquiera le permitían ver sobre qué tenía puestos los pies. Aunque lo prefería así, nada de lo que pudiera ver allí podía ser agradable. Estar en aquel lugar debería haberle resultado agobiante y claustrofóbico, si no fuera porque con los años se había acostumbrado a él.
Casandra posó su mano sobre la espalda del niño al que acompañaba. Erik apenas tenía siete años, si bien sus ojos grandes e inteligentes y su gesto serio le hacían parecer algo mayor. Desde la primera vez que lo vio en un parque, no lejos de su casa, supo que terminaría ayudándolo por mucho que se resistiera a ello. Y allí estaba, prácticamente empujándolo para que cruzara al otro lado.
Uno de los focos de luz se agrandó, ensanchándose hasta alcanzar el tamaño por el que cabría un cuerpo pequeño. Retuvo al niño, consciente del poder que la luz ejercía sobre él y a sabiendas de que, si se lo permitía, Erik avanzaría hasta introducirse en ella. No quería precipitarse, no cuando lo que estaba en juego era el alma del pequeño.
El círculo luminoso se amplió aún más, aumentando también la atracción que ejercía sobre ellos. Casandra no era inmune a sus efectos, también ella se sentía seducida por la idea de avanzar hasta perderse en la calidez que desprendía. Pero no era su momento, no había llegado la hora en la que de forma natural tuviera que atravesar aquel túnel. Ella estaba allí solo para guiar a Erik, y en algún lugar su cuerpo físico la reclamaba para que volviera a ocuparlo.
Casandra dio un paso atrás cuando observó volutas de humo blanco extenderse entre ellos y el cautivador resplandor. Tiró de la mano de Erik y lo obligó a mantenerse a su lado. El humo comenzó a volverse denso, hasta que se transformó en una sólida pared. Era una trampa. El lugar estaba plagado de ellas, por eso nunca dejaba ir a ningún alma de forma apresurada.
Erik lloriqueó al darse cuenta de que no había manera de rodear la pared, pensando que continuarían atrapados allí para siempre. Casandra se acuclilló a su lado y le sonrió mientras le secaba las lágrimas con el dorso de la mano. El pequeño se echó en sus brazos sin decir nada, aferrándose a ella con fuerza; no había dicho ni una sola palabra desde que se internaran en el túnel.
Casandra le acarició el pelo tratando de reconfortarlo, mientras observaba cómo una grieta se abría paso desde la base del muro, ensanchándose a medida que ascendía. Cuando la pared explotó en cientos de pedazos cubrió al pequeño en un acto reflejo, a pesar de saber que ya estaba muerto y no podía sufrir daño alguno. El único peligro allí era quedar atrapado por toda la eternidad.
Los restos de la explosión se volatilizaron, convirtiéndose de nuevo en el humo del que procedían. Pero esta vez, entremezclados con él, Casandra pudo apreciar pequeños destellos de color azul que viraron luego a verde, para convertirse finalmente en una pequeña nebulosa de color dorado. Todo un espectáculo para la vista.
Los destellos se agruparon poco a poco, fundiéndose unos con otros hasta dar lugar a un pequeño sol en miniatura. Un rayo se abrió paso a través del túnel y los envolvió en un halo protector. Casandra supo que había llegado el momento. Soltó la mano de Erik.
—Tienes que avanzar —le susurró, al ver que permanecía indeciso mirándola—. Yo no puedo acompañarte más allá.
Erik negó repetidamente con la cabeza, aun cuando Casandra estaba segura de que percibía el mismo tirón que ella sentía. Estaba aterrado, y que hubiera llegado hasta aquel punto se debía solo a la presencia de Casandra.
—Debes irte —le ordenó con voz dulce pero firme.
Erik no se movió.
Casandra suspiró y lo cogió de nuevo de la mano. Avanzó solo unos pocos pasos más. Sabía que se estaba arriesgando demasiado, pero no veía otra forma de convencerlo. Pararse y no continuar adelante le supuso un esfuerzo notable. Algo la llamaba desde el otro lado como si de un canto de sirena se tratase.
Respiró hondo, apelando a toda su fuerza de voluntad para apartar la vista de la bella nebulosa. Evocó la cara de Valeria, su madre, y de su prima Lena. Recordó la voz de su abuela, a la que aún continuaba llorando, pues había fallecido solo una semana antes. Ellas eran su ancla, su amor era el billete de vuelta al mundo de los vivos.
Miró a Erik, que la observaba con los ojos empañados por las lágrimas pero con una sonrisa en los labios. Tras unos segundos, y sin que Casandra tuviera que insistir, el niño comenzó a caminar. Cuando la brillante luz dorada empezó a envolverlo, Erik se giró y agitó la manita para despedirse de ella.
Adiós, pequeño Erik, se despidió ella.
A partir de ese momento, la luz comenzó a menguar con rapidez. Casandra sabía que en cuestión de segundos todo se sumiría en una oscuridad absoluta, aunque no solía esperar tanto para retornar a su mundo. Inspiró profundamente y, justo en el instante en que tomaba la decisión que la llevaría de vuelta, vislumbró una figura no muy lejos de ella. Las sombras que continuaban creciendo a su alrededor le impidieron apreciar detalle alguno.
Cerró los ojos al percibir que los lazos que unían su cuerpo con su alma comenzaban a formarse de nuevo.
Se incorporó de golpe en su cama, respirando aceleradamente y con el corazón latiendo a toda prisa por la sorpresa. Nunca antes se había encontrado con nadie más en el túnel. Siempre habían estado únicamente ella y la persona a la que acompañaba.
Se frotó los ojos con insistencia tratando de eliminar el picor que le sobrevenía después de sus viajes. No podía tratarse de una alucinación, estaba segura de lo que había visto. ¿Podría ser otra persona con su mismo don? ¿Tal vez un alma de paso hacia el más allá? De lo que estaba segura era de que había alguien en el túnel con ella, alguien que la había estado observando quién sabía durante cuánto tiempo.
Aquel hecho la dejó preocupada y sobre todo intrigada. Pero por más extraño que le resultara no había nada que pudiera hacer al respecto.
Movió la cabeza en círculos para desentumecer sus músculos agarrotados. Echó un vistazo al despertador de la mesilla y se dio cuenta de que su prima no tardaría en llegar. Reunió fuerzas y casi se tiró de la cama, obligándose a ponerse en marcha. Apenas pasaban unas horas del mediodía, pero tuvo que encender la luz para iluminar su habitación. Fuera, el cielo repleto de gruesas nubes negras auguraba tormenta.
Odiaba los días como aquel, días húmedos y grises en los que se le antojaba más difícil salir de la cama. Por alguna razón que ignoraba siempre había más fantasmas vagando cuando llovía. Y vivir en Londres, con su tiempo inclemente, tampoco es que ayudara demasiado.
Casandra había nacido con lo que en su familia llamaban un don, aunque ella lo catalogara más bien como una maldición. No entendía qué clase de regalo podía haber encerrado en la capacidad para ver los espíritus de los muertos. Aquello era una maldición, simple y llanamente. Encontrarse día tras día con fantasmas había sido lo normal en su vida desde que era apenas una cría, cuando su don se manifestó.
Sus padres no se sorprendieron demasiado cuando su pequeña les preguntó quién era esa gente que rondaba por la vieja casa de la abuela y por qué nadie, salvo ella, veía al abuelo. Lo asumieron sin más. En su familia, poseer ciertas capacidades no era algo común, pero en determinadas generaciones aparecía alguien que las tenía. La abuela, por ejemplo, vislumbraba pequeños retazos del futuro. Era una mujer de carácter fuerte y poco dada a las concesiones. No permitía que su habilidad condicionara su vida, y era esa máxima la que trataba de inculcarle, aunque para Casandra fuera una norma difícil de cumplir.
Para ella, ver fantasmas no era como en las películas. No eran translúcidos ni flotaban en el aire. En realidad parecían personas normales. De pequeña, Casandra había tenido serios problemas y se había visto en más de un apuro por dirigirse a gente que solo ella era capaz de ver. Fue su abuela la que la aleccionó para que aprendiera a diferenciar vivos de muertos.
—Concéntrate, Casie —le repetía una y otra vez—. Hay diferencias, sutiles diferencias que tienes que ser capaz de apreciar.
Y tenía razón: el aire que les rodeaba, la forma en que la luz se reflejaba en sus cuerpos, la mirada perdida que mostraba la mayoría. Gracias a su insistencia, Casandra había afinado su percepción y era capaz de distinguirlos de un solo vistazo.
Recordar todo aquello hizo que volviera a entristecerse. Tras el funeral su abuela se le había aparecido y sus palabras continuaban resonando en su mente: Te encontrarán. Ya te están buscando, le dijo antes de desaparecer. Después de eso no había vuelto a verla. Se consoló pensando que había abandonado rápidamente este mundo, sin dejar asuntos pendientes.
Paseó la vista por la habitación, observando la cama con las sábanas revueltas y arrugadas, la cómoda blanca situada justo enfrente y, sobre ella, el espejo en el que apenas podía mirarse porque estaba repleto de fotos. Aquel era su pequeño refugio, y a pesar de ello algunas veces las almas la seguían hasta allí torturándola con sus lamentos para que las ayudara.
No era el caso de Erik, al que había encontrado calle arriba y traído a casa. Sabía lo peligroso que resultaba ir hasta el túnel, o más bien encontrar la fuerza necesaria para regresar, pero al ver a aquel niño llamando a su madre entre sollozos había sido incapaz de pasar de largo y simular que no se percataba de su presencia.
Suspiró y se concentró en hacer la cama, buscando un pretexto que la devolviera del todo a su mundo. Estiró las sábanas y el grueso edredón verde, y puso la almohada en su sitio. Una vez que la habitación estuvo ordenada se enfundó unos vaqueros desgastados pero muy cómodos y una camiseta de manga larga.
Su habitación tenía baño propio, por lo que no tuvo que salir al pasillo para terminar de arreglarse. Se peinó la ondulada melena negra que le caía hasta la mitad de la espalda, mientras el espejo le devolvía el reflejo algo cansado de sus ojos castaños y ligeramente almendrados. Casandra era una chica guapa, con una piel de porcelana y curvas suficientes para que cualquier chico la mirara dos veces al pasar por su lado, aunque suponía que parte de la magia que le permitía ver almas era responsable de que no fuera así. Claro que ella tampoco es que pusiera mucho de su parte.
A sus diecisiete años solo había tenido novio en una ocasión. Sin embargo, enrollarse con alguien mientras el difunto padre de este les observaba fue motivo más que suficiente para que la relación se volviera insoportable. Casandra le dijo que no podían continuar viéndose y no volvió a llamarle más. Desde entonces, había procurado mantenerse alejada de los chicos.
Pasó de nuevo a su habitación, se calzó unas botas de agua y bajó al salón. Había quedado con Lena para ir a buscar unos libros a la biblioteca, y aunque el tiempo no acompañaba, los necesitaban para un trabajo de literatura. Se dejó caer en el mullido sofá y se permitió tatarear With or without you, de U2, mientras hacía tiempo hasta que Lena apareciera.
Aún continuaba canturreando cuando su prima al fin se presentó. La media melena morena le rozaba ya los hombros, haciendo que las puntas del pelo se le disparasen en todas direcciones. Un poco más alta que ella y también algo más delgada, poseía unos grandes y risueños ojos azules que parecían ocupar toda su cara. Llamaba la atención allí donde iba.
—Oh, ya veo —dijo Lena, dándole un repaso con la mirada a Casandra cuando esta le abrió la puerta—. ¿Un mal día, Casie? Las pinceladas de rojo que estoy viendo en tu aura no me dicen nada bueno.
Lena era hija de Clarissa, la hermana de su madre, y al igual que Casandra, poseía un don. Algo más atenuado y desde luego menos aterrador que el suyo: Lena veía las auras de la gente. No continuamente y no las de todo el mundo, pero también había sido entrenada por su abuela, siendo capaz incluso de detectar estados de ánimo. Decir que era muy intuitiva era quedarse corto.
—Si yo te contara —contestó Casandra, evitando la pregunta. No había creído que su clandestino viaje al túnel alterara su aura lo suficiente como para que Lena lo detectara.
—Pues cuenta, cuenta —la apremió Lena, con el entusiasmo pintado en la cara.
—No me apetece hablar de ello, Lena —le contestó finalmente, apartando la mirada.
—Venga, Casie, tu aura enrojece por momentos, algo te molesta.
—No es nada, de verdad.
—Está bien, no insistiré —se rindió, alzando las manos con una sonrisa en los labios—. Pero si veo aparecer siquiera un asomo de índigo te obligaré a contármelo todo.
De camino a la biblioteca, Casandra caminaba cabizbaja al lado de su prima. Apenas si levantaba la vista del suelo para asegurarse de no tropezar con nadie. No quería toparse con más almas errantes. Sabía que estaban ahí, pero si no los miraba directamente podría seguir caminando como si tal cosa, y ellos permanecerían ajenos al hecho de que alguien podía verlos. A pesar de sus precauciones, a veces terminaban por descubrirla. Era entonces cuando la inestable tranquilidad de la que disfrutaba se esfumaba sin remedio.
Llegaron empapadas. Había empezado a llover justo al salir de la casa de Casandra, y aunque compartían un paraguas la lluvia arreciaba de tal forma que había sido imposible no mojarse. El conserje de la biblioteca les había lanzado una mirada hosca al ver sus ropas chorreando sobre el pulido suelo de la entrada.
Casandra se frotó las manos tratando de calentarlas, había olvidado en casa los guantes y las tenía heladas. Consiguió que se le desentumecieran al menos en parte, pero notaba el pelo mojando su espalda. Se lo recogió en un improvisado moño. Tendría mucha suerte si no se resfriaba.
Accedieron por una de las puertas laterales que conducían al interior de la biblioteca. Casi todas las mesas estaban ocupadas, si bien muchos de los estudiantes cuchicheaban en voz baja unos con otros, sin hacer demasiado caso a los libros y apuntes desperdigados frente a ellos.
—Hay fiesta esta noche en casa de uno de los de segundo, la gente está ansiosa —le susurró su prima, paseando la vista por las mesas.
Dada la cercanía de una fiesta, es decir, una oportunidad para desfasar un poco, era obvio que las auras de casi toda la sala debían resultarle perfectamente visibles. Por lo que Lena le había contado, Casandra imaginó que el azul debía ser el color dominante.
Avanzaron rodeando la zona de estudio para ir en busca de los libros que necesitaban. En la parte derecha de la biblioteca se distribuían de forma laberíntica las estanterías que acogían los libros disponibles en préstamo. El sistema de organización dejaba bastante que desear, y al estar expuestos a las manos de cualquier usuario, muchos libros acaban en un lugar que no les correspondía.
—Busca tú por ese pasillo —le indicó a Lena, mientras que ella se internaba por otro y comenzaba a revisar los títulos.
Encontró casi en seguida el volumen de El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare, pero necesitaba al menos otras dos obras del autor, por lo que siguió avanzando con la cabeza de medio lado y murmurando entre dientes el nombre de cada libro.
Un fugaz movimiento atrajo su atención y desvió la vista hacia el fondo del pasillo. A pocos metros de ella se arremolinaba en el suelo un denso humo negro. Apunto estuvo de gritar ¡fuego! para alertar a todo el mundo, pero al buscar el origen del humo se dio cuenta de que nada ardía ni se quemaba a su alrededor.
La oscura niebla se retorció en círculos y fue ascendiendo frente a sus ojos, compactándose y tomando forma, hasta dar lugar a la figura borrosa de una persona. Paralizada por el espectáculo, observó inmóvil la aparición. El corazón latía en su pecho a tanta velocidad que creyó que cualquiera podría ser capaz de oírlo en el ambiente silencioso que reinaba en la sala. Solo el terror que le transmitía aquella cosa impidió que comenzara a gritar.
—Casandra —oyó que susurraba alguien a su espalda.
Se giró de un salto, temerosa de darle la espalda a lo que quiera que fuera aquello, pero aún más aterrada por la posibilidad de que otra de esas cosas estuviera detrás de ella.
Se encontró de frente con Lena, que la miraba sorprendida por su reacción.
—Parece que hubieras visto un fantasma —bromeó su prima, reprimiendo la risa.
Casandra volvió a girarse rápidamente y frunció el ceño con la vista fija en el lugar en el que hasta hacía un instante ondulaba la extraña niebla. No había ni rastro de ella. Su prima se colocó a su lado y siguió su mirada.
—Vale, has visto un fantasma de verdad, ¿no? —añadió Lena al darse cuenta de la expresión angustiada de Casandra.
—No sé lo que he visto —contestó ella—. Era… era como…
Casandra enmudeció cuando la advertencia de su abuela resonó de nuevo en su mente.
—Lena, ¿recuerdas la premonición de la abuela? —preguntó, a sabiendas de que su prima no podía haberla olvidado.
—Sí, ¿por qué?
—Porque sea lo que sea que trataba de decirme, creo que está empezando a cumplirse.
Lena la miró alarmada. Su abuela había advertido a Casandra que alguien vendría en su busca, y ninguna de las dos creía que se molestara en aparecerse después de muerta para avisarle de una visita de cortesía.
—Encontremos los libros y salgamos de aquí —sugirió Lena.
—He encontrado este —comentó Casandra, alzando el maltrecho ejemplar que tenía en la mano.
—Iré a preguntar por los demás.
Lena tomó el ejemplar de sus manos y se marchó en dirección al mostrador de información. Una amable señora la atendió enseguida, deseosa de poder resultar útil.
Casandra, mientras tanto, inspeccionó una vez más el lugar, sin saber qué estaba buscando. Las estanterías estaban repletas de libros y manuales con los lomos desgastados por el uso, y el característico olor a papel que tanto le gustaba flotaba en el ambiente. No había nada anormal. Valoró la posibilidad de que todo hubiera sido fruto de su imaginación, pero estaba segura de lo que había visto tanto allí como en el túnel. Alguien la observaba y puede que incluso la estuvieran siguiendo.
—¿Buscas algo? —preguntó una voz a su espalda.
Casandra, con los nervios a flor de piel, dio un pequeño grito. Al volverse se encontró a un chico, algo mayor que ella, observándola. Lucía una melena negra a ras de las orejas y sus ojos, de idéntica negrura, parecían absorber la luz de los fluorescentes del techo. Vestía unos pantalones oscuros y una sencilla camiseta gris.
Cuando Casandra fijó la vista en él, el chico alzó una ceja y ladeó ligeramente la cabeza. Por un momento, hubiera jurado que había visto cierto reconocimiento en su mirada, pero era imposible que se conocieran. Estaba segura de que no lo había visto nunca antes.
Retrocedió varios pasos de forma inconsciente, alejándose de él. En respuesta, el chico avanzó por el pasillo hasta quedar a escasos metros de ella. Era bastante más alto que Casandra, por lo que esta tuvo que alzar la cabeza para mirarle a los ojos. Había algo oscuro y tétrico en él, algo que a Casandra le causaba un irracional rechazo pero también una más que preocupante atracción.
Él continuaba mirándola con vivo interés, tan intensamente que ella sintió que estaba analizándola, como si de un raro espécimen se tratara.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Te conozco? —preguntó Casandra, dudando de su buena memoria.
—No lo creo. —Su voz sonó algo ronca, desgastada—. ¿Quién eres?
—Casandra, Casandra Blackwood.
—No te hagas la tonta —le espetó con dureza, como si creyera que estaba mintiéndole.
—Soy Casandra —repitió—. ¿Y tú? ¿Quién eres?
—¿Eres una bruja? —le preguntó él a su vez.
—Pero ¿de qué vas? No me conoces de nada —le reprochó ofendida.
La inquietud que sentía momentos antes se evaporó por completo y fue sustituida por una punzada de pánico. Nadie, salvo su familia, conocía su secreto. Él no podía saber lo que era capaz de hacer. Era más probable que alguien de su instituto hubiera extendido algún rumor absurdo sobre ella. Casandra no era precisamente popular, sus compañeros la consideraban algo rarita y muchos estudiaban en esa misma biblioteca.
A no ser que sea él de quien hablaba la abuela y haya venido a por ti, le susurró una voz en su mente.
Apretó los puños con fuerza, dispuesta a darle un puñetazo si fuera necesario.
—Apártate de mi camino —le ordenó. La voz le tembló ligeramente al hablar, pero esperaba que él no se hubiera dado cuenta.
—Tienes carácter. No sé por qué no me extraña —le contestó el desconocido.
—¡Apártate ya! ¡Ahora! —repitió tratando de no gritar.
Lo fulminó con la mirada hasta que al fin él cedió y se hizo a un lado para dejarla pasar. Caminó con paso rápido hasta donde se encontraba su prima, que discutía con la bibliotecaria sobre el número de días que podía disponer de los libros.
—Ya nos vamos —comentó Lena sin mirarla cuando Casandra se colocó a su lado.
Ella dirigió la vista al lugar por el que había venido. El chico, con una media sonrisa en los labios, le hizo un leve gesto con la mano a modo de despedida y se perdió en el siguiente pasillo.
Lena y Casandra se despidieron al abandonar el edificio. Su prima salió corriendo tras consultar el reloj, pues había quedado en hacer unos recados para su madre. Casandra, algo intranquila, solo tenía ganas de volver a casa. No comentó con su prima nada de lo sucedido, a pesar de que Lena la había mirado y había murmurado algo sobre su excitada aura. No quería que se preocupara sin motivo si al final todo aquello resultaba ser solo una absurda paranoia suya.
Se paró en la puerta de la biblioteca para observar el cielo. No parecía que fuera a dejar de llover, así que iba a tener que mojarse de nuevo cuando su ropa ni tan siquiera había terminado de secarse. Suspiró mientras echaba a correr bajo la intensa lluvia.
—¡Casandra! —gritó una voz masculina a sus espaldas.
Se detuvo en el acto. Al volverse vio a Nick ofrecerle refugio bajo su paraguas.
Nick era un chico amable y algo tímido. Tenía unos ojos dulces y muy expresivos de color castaño que siempre le había gustado contemplar, aunque él respondiera a sus miradas desviando la vista y ruborizándose. Era uno de los pocos chicos con los que Casandra se relacionaba. Estaba enamorado de su prima, por lo que ella quedaba fuera de su radar. Y no menos importante, jamás había visto almas rondarle. A su lado se sentía en paz.
—¿Un mal día? —le preguntó él al contemplar su expresión.
—Odio la lluvia —respondió Casandra. Aquello pareció bastar a Nick, que no hizo más comentarios mientras andaban hacia la parada del autobús.
—¿Irás a la fiesta? —la interrogó con falsa despreocupación, antes de que Casandra subiera al transporte.
—No lo creo, pero Lena seguro que irá —le contestó con un guiño, consciente de que esa era la información que buscaba.
Supo que había acertado al ver a Nick sonrojarse y despedirse rápidamente con la mano.
De camino a casa, trató de relajarse y olvidar todas sus preocupaciones. Apartó a un lado la tristeza que la invadía cada vez que pensaba en su abuela y la ansiedad que le producía creerse vigilada. Se puso los auriculares de su iPod y subió el volumen, hasta que no fue capaz de oír nada salvo la música tronando en sus oídos. Dejó la mente en blanco, inspiró profundamente y cerró los ojos para no tener que ver a nadie, ni muerto ni vivo, que le robara aquel pequeño instante de tranquilidad.