Y sólo se me ocurre amarte
Al día siguiente, tras nuestra increíble noche de sexo, Dylan vuelve a su trabajo y eso me provoca una gran tristeza. Lo añoro. Lo echo de menos. Quiero seguir jugando con él, pero entiendo que la vida no sólo se compone de sexo. ¿O sí?
Me río al pensarlo y, aunque me cuesta, soy consciente de que el doctor Dylan Ferrasa trabaja y que yo me he de acostumbrar a ello.
Los días pasan y visito a Ambrosius siempre que puedo, sola o con Dylan. Le encanta vernos. Sin duda alguna no necesita vigilancia, es un hombre que tiene muy claro lo que quiere y lo que quiere es a mi abuela. Me habla de ella. Me enseña fotos de los dos y yo sólo puedo mirarlas y alucinar al ver que las cosas que mi abuela me contó, como que había conocido a Elvis Presley o a los Beatles eran verdad.
Con mi cuñada Tifany y sus amigas intimo cada día más. Son las únicas amigas que tengo aquí, aunque sean tan cursis. Pero es lo que hay y me río con ellas. Una mañana voy con Cloe, Ashley y Tifany a Rodeo Drive y hay un momento en que creo que la cabeza me va a explotar.
¡Socorro!
Entre ellas se llaman «cuqui» o «amor» y aunque al principio me hacía gracia, tras haber oído mil veces eso de «Cuqui… es ideal», «Amor… te superquiero» o «Cuqui…, escúchame», estoy a punto de cogerlas a todas y cargármelas.
¡¿Cómo pueden ser tan extremadamente pijas?!
Rodeo Drive es precioso. Un lugar bien cuidado, exclusivo e increíble. Pero cada vez que miro la etiqueta de cualquier cosa me pongo enferma.
¿De verdad esto cuesta este dineral?
Incrédula, veo que Ashley se gasta tal friolera en un vestido y unos zapatos que hasta creo que me voy a marear. Por favorrrrrrr… pero si ese dinero no lo he ganado yo en mi vida.
Mi mentalidad de persona normal y no ultrapija no me permite gastarme 2.000 euros en unos zapatos cuando sé que puedo encontrar unos por 20. Soy consciente de que he de cambiar el chip. De que mi poder adquisitivo tras la boda con Dylan ha cambiado, pero si hay algo que no lo ha hecho son los valores que a mí me han dado mis padres, y desde luego en esos valores no entra gastarme ese dineral.
Entre todas me animan a que me compre algo, pero yo me resisto. No quiero utilizar la tarjeta de crédito de Dylan, pese a que él me animó a hacerlo. Pero me niego a tirar el dinero de esta manera, con el paro que hay en mi país. Una cosa es hacerlo un día por algo especial y otra, por norma.
Aun así, consiguen que me pruebe un precioso vestido rojo y cuando me miro al espejo me siento increíble, guapa y poderosa.
Madre mía, ¡menudo pibón estoy hecha! El vestido me queda como anillo al dedo.
—¡Estás super… superdivina! ¡Qué superideal… Cuqui! —dicen ellas.
—Si Dylan te ve con él puesto, te lo hace comprar —afirma Tifany.
Con gesto amable, la dependienta me mira y explica:
—Es un vestido retro con detalles plateados. Está hecho en shantung de seda natural y le queda muy bien, señora.
Asiento. La verdad es que nunca me había visto con un vestido así y estoy alucinada. Con disimulo, miro la etiqueta: 8.200 dólares. Mi mente los convierte rápidamente a euros. ¡6.000 euracos! ¡Pa flipar!
No. Ni loca me voy a gastar este dinero.
Sin dejarme embaucar por las lisonjas de mis acompañantes, me quito esta maravilla y con todo el cuidadito del mundo se lo entrego a la dependienta.
¡Qué bonito es!
Pero no, no me lo compro.
Durante un rato, veo a mis tres compañeras probarse y comprarse cientos de cosas, hasta que siento que mi aguante ha llegado al límite y le digo a Tifany:
—Oye… necesito beber algo.
Mi estupenda y pija cuñada asiente rápidamente y las cuatro salimos de la carísima tienda y nos adentramos en una cafetería, donde estoy segura de que nos van a cobrar por cada paso que demos.
Yo pido una Coca-Cola con extra de hielo, pues me muero de sed. Ellas café con nubecita de leche desnatada, mientras la tal Ashley cuchichea:
—Rebeca se divorcia.
Tifany y Cloe se miran alucinadas. Como yo no conozco a la tal Rebeca, sigo bebiendo tan tranquila.
—¿Qué me dices, amor? —murmura Tifany—. Pero si hace quince días estuvimos de shopping con ella y se compró aquel alucinante vestido.
—Te lo juro por mis cosméticos importados —asiente Ashley.
Me tengo que reír. Ashley es tronchante. Es tan… tan… tan pija que no lo puede disimular y sus comentarios son para partirse.
El camarero, que, todo sea dicho, es un tiarrón guapo a rabiar, les trae una bandejita con pastas a las del café y todas lo miran parpadeando como quinceañeras. ¡Vaya tres! Cuando él se va, Ashley continúa:
—Me enteré del chismorreo por Lupe, mi asistenta, que es amiga de la asistenta de Rebeca. Me contó que hace una semana discutieron porque el soso de Bill no quería ir a la fiesta del día 15.
—¿A la cena de gala? —pregunta Tifany incrédula.
—Ay… pobre. Con el vestido tan increíble que se compró en Yves Saint Laurent para esa cena —musita Cloe.
Ashley asiente y comenta:
—Ese Bill siempre ha sido un waterparty.
—Ya lo creo que lo es —afirma Cloe—. ¿Os acordáis cuando no quiso ir tampoco a la inauguración del Shenton?
Todas asienten con gestos de reproche y Ashley sentencia:
—La llamé anoche para saber de ella y me lo contó todo. Definitivamente, se divorcia de Bill.
Yo no doy crédito. ¿Se va a divorciar porque él no quiere ir a una fiesta?
Tifany asiente y comenta:
—Bueno, no creo que Rebeca sufra mucho, al fin y al cabo será su tercer divorcio y nunca sale mal parada. ¿No fue en el último cuando se marchó a recuperarse a Tahití?
Las tres «cuquis» se miran y asienten, y Ashley añade:
—Cariñitos, como dice Rebeca, al mal tiempo Donna Karan.
Me río. ¡¿Donna Karan?!
Me parto de risa con ellas. Si mi Coral estuviera aquí, ya las habría llamado de todo menos bonitas.
—Por cierto, el otro día Omar le dio a Dylan el pase privado para la gala. Aún falta tiempo, pero vendréis, ¿verdad? —me pregunta mi cuñada.
La miro. No sé de qué me habla.
—Cuquita, es la gala que organiza la discográfica de Omar —explica—. Es su decimoquinto aniversario y lo celebran con una estupenda fiesta llena de estrellas. No puedes faltar.
Dylan no me ha dicho nada, pero para no dejarlo mal, afirmo:
—Por supuesto. Claro que iremos.
Mi respuesta la deja satisfecha, pero yo me quedo pensando por qué Dylan no me ha comentado nada. Yo quiero ir a esa gala. Sin embargo, intento permanecer impasible. No quiero que se den cuenta de mi desconcierto.
Una vez decidimos irnos, Cloe se empeña en invitarnos. Ni que decir tiene que me quedo ojiplática al ver lo que cuesta un café en este sitio. INCREÍBLE.
Cuando salimos, tras una hora más visitando todas las tiendas de Rodeo Drive, Cloe y Ashley se van, ¡gracias a Dios!, y yo obligo a mi cuñada a que me lleve a un centro comercial, pues quiero comprarme algo de ropa.
Tifany al principio se resiste, pero al ver que lo digo totalmente en serio, al final acepta y me lleva a uno de tiendas normales. Caras, porque están en Los Ángeles, pero asequibles para mi tarjeta de crédito.
Entramos en varias y ella no se compra nada. Yo, en cambio, me compro unos botines nuevos, unos vaqueros y un par de camisetas. En una de las tiendas veo dos vestidos de noche increíbles. Uno rojo y otro negro. Decido probármelos y comprarme alguno para la cena del viernes con mi amor. Quiero impresionarlo.
—¿Qué te parece este rojo?
—Era más chic el que te has probado en Rodeo Drive, amor.
—Pero ¿te gusta? —insisto.
—Pruébate el negro —contesta Tifany—. Este no me llama nada de nada.
Lo hago y al mirarme al espejo me encuentro mona. Pienso que el bolso de noche que me regaló Dylan el Día de los Enamorados le iría bien. Tiene la falda de gasa y el cuerpo drapeado con escote de barco. Tifany se levanta, me mira, asiente con la cabeza y exclama:
—Me superencantaaaaaaaaaaaa.
La miro contenta. Entonces, coge la etiqueta que cuelga de mi manga y, alucinada, cuchichea mirándome:
—¿Sólo cuesta doscientos setenta y tres dólares?
Asiento. Traducido a euros son unos 200. Un precio asequible para mí y en especial para un vestido de noche.
No es un traje de firma supermegacaro, pero me gusta, me siento cómoda con él y para mí eso es lo importante.
—¡Increíble! —exclama Tifany—. Es cuqui… cuqui.
Asiento, y ella me recoge el pelo y dice, haciéndome reír:
—Y si te haces un recogido italiano, ¡estarás supertruper!
Me compro el vestido y una vez acabadas las compras, nos sentamos en una terraza del centro comercial a tomar algo. Cuando Tifany va al baño, me suena el móvil. Un mensaje.
¿Dónde estás?
Al ver que es Dylan, sonrío y respondo:
Tomando algo con Tifany.
Mi móvil vuelve a sonar.
Llevo todo el día pensando en ti. Hoy llegaré pronto a casa. No tardes, preciosa.
Divertida, pregunto:
¿Algún plan?
No tarda en contestar:
Con mi conejita, siempre.
Leer ese apodo con el que sólo me llama él me hace sentir calor inmediatamente. Minutos después, Tifany regresa. Tomamos un café juntas y luego volvemos a nuestros hogares.
Estoy impaciente.
Cuando el taxi me deja en la puerta, sonrío. Detrás de aquella valla está mi amor y mi corazón se desboca. Su coche está ahí. ¡Ya ha llegado!
Al no encontrarlo en el salón, subo corriendo la escalera y oigo música en el baño. Escucha a Bryan Adams. Guardo el vestido en el armario sin enseñárselo y me dirijo hacia allá.
Al entrar, la vista que me ofrece mi morenazo es impresionante.
Está metido en la bañera, con la nuca apoyada en el borde, una copa en las manos y los ojos cerrados.
¡Dylan no es sexy, sino lo siguiente!
Me ha debido de oír, porque abre los ojos y me mira. Me repasa con la mirada seria y murmura:
—Esa minifalda blanca resalta tu bonito trasero y tus preciosas piernas, ¿lo sabías?
Eso me hace reír y respondo:
—Pues no. Pero me acabo de enterar.
Me sonríe y, tras dar un trago al vaso que tiene en las manos, murmura:
—Desnúdate.
Su voz cargada de sensualidad y la forma en que me mira provocan que me vuelva loca. Sin necesidad de que me lo repita, hago lo que me pide y yo deseo hacer. Me quito los zapatos, la minifalda, el chaleco que llevo, el sujetador y las bragas. Cuando me voy a acercar a él, dice:
—No te muevas. Quédate donde estás hasta que yo te lo diga.
Lo miro sorprendida y, sin quitarme la vista de encima, con el dedo hace ese gesto que tanto me gusta para que dé una vueltecita sobre mí misma. Lo hago sonriendo. Cuando nuestros ojos vuelven a encontrarse, Dylan da otro trago a su bebida, después deja el vaso en un lateral de la bañera y veo que se levanta.
¡Madre míaaaaaaaa!
Es impresionante.
Con ese cuerpo… Su piel morena… Su erecto pene dispuesto para mí ya me tiene atacada y estoy impaciente por ver las estrellas.
Sale de la bañera y, empapado, se queda a cierta distancia de mí. Me mira y, con gesto serio, pregunta:
—¿Dónde has estado?
—Con Tifany y sus amigas de compras. Ya te lo he dicho.
Asiente. Se pasa una mano por la barbilla y, cuando voy a hablar, me corta:
—¿Te ha mirado algún hombre?
Su pregunta me sorprende y respondo:
—Pues no lo sé. No me he fijado.
Veo que asiente. Da un paso hacia mí, luego otro… y otro… y cuando su pecho y el mío se rozan, nos miramos y murmura:
—Seguro que alguno ha deseado abrirte las piernas y beber de ti, ¿no crees?
No entiendo de qué va el tema y al ver mi cara, insiste:
—Estoy convencido que más de uno te habrá mirado hoy los pechos, el trasero, y habrá deseado levantarte esa falda para meter las manos y la boca entre tus piernas.
Oírlo decir eso me excita. Me estoy poniendo como una moto cuando prosigue:
—Hoy he tenido un par de reuniones en el hospital. Me han presentado a unos hombres, entre ellos estaba un antiguo amigo y he pensado en ti.
—¿Por qué has pensado en mí? —pregunto sorprendida.
Sus manos van a mi pelo. Lo llevo recogido en una coleta alta y, deshaciéndomela, musita:
—Alguna vez compartí con él una mujer y te he imaginado desnuda entre él y yo y me he excitado.
Boquiabierta, voy a hablar cuando él prosigue sin ninguna vergüenza:
—Tras la reunión, he tenido que entrar en el baño de mi despacho y masturbarme.
—Vaya…
Al oír mi exclamación, Dylan sonríe y repite:
—Sí… ¡vaya! —Y, en un tono bajo de voz que me pone cardíaca, añade—: Cuando he salido del baño tenía algo muy claro, preciosa. Me encantan nuestros juegos, me encanta nuestro morbo y deseo ver cómo otro hombre te devora, mientras yo le doy acceso a ti y tú tienes los ojos vendados.
—¿Vendados?
Asiente.
—No quiero que te mire a los ojos. —Me entra la risa, pero él no se ríe cuando continúa—: No prometo más de lo que he dicho. No sé si llegado el momento voy a ser capaz de ver o hacer lo que propongo, pero estoy tan excitado que, si tú quieres, sólo tengo que llamarlo y en veinte minutos estará aquí.
¡Toma ya!
Menuda bomba acaba de soltar.
Se ha reencontrado con un antiguo amiguito de juergas y quiere compartirme con él.
Me siento excitada, avivada, exaltada, sofocada, alterada y alborotada. Estoy tan trastornada por lo que ha dicho que sólo puedo contestar:
—Soy tu conejita. Soy tuya y, si tú quieres, a mí me parece bien. Sabes que no sería mi primer trío.
Dylan asiente con expresión contrariada, pero alarga la mano, coge su móvil de la encimera del lavabo y, tras unos segundos, oigo que dice:
—Ya sabes mi dirección.
Cuando cierra el móvil, musita:
—Te follaría ahora mismo, pero quiero que estemos muy, muy excitados para lo que va a ocurrir. Ven… quiero prepararte.
Entramos juntos en la enorme ducha, abre el grifo y el agua empieza a salir por el moderno techo. Coge el gel, se lo echa en las manos y luego lo esparce por mi cuerpo. Por todo mi cuerpo. Me toca con mimo, pasa las manos, húmedas y resbaladizas, por mi vagina y murmura:
—He disfrutado de otros tríos y hoy quiero hacerlo contigo.
—Lo harás —afirmo excitada.
—¿Te excita lo que vamos a hacer?
—Sí —asiento sin dudarlo.
Dylan me besa. Me desea, pero se reprime. Yo lo tiento, quiero sexo, pero él sonríe y susurra:
—Después, cariño… después.
Entre besos calientes dejo que me lave, que recorra mi cuerpo con mimo y, cuando me toca el clítoris y yo jadeo, murmura:
—Dime que esto siempre será sólo mío, aunque permita que otro juguetee con él y lo saboree mientras disfrutamos de nuestras fantasías.
Asiento. Sus caricias me hacen jadear y, caliente, respondo:
—Es y será sólo tuyo, cariño. Tú dirigirás la fantasía en busca de nuestro placer mutuo. Únicamente tú permitirás que alguien juegue con él cuando tú quieras.
—¿Cuando yo quiera? —Sonríe con voz ronca, ahondando el dedo en mí.
Digo que sí con la cabeza, enormemente excitada.
—Tu conejita siempre está preparada para ti.
Nos besamos. Su beso me sabe a miel, a delicia y, con decisión, cojo su duro pene y, mirándolo, murmuro:
—Dime que esto siempre será mío, aunque algún día permita que otra mujer juegue con él.
Dylan sonríe y murmura:
—Es y será siempre tuyo, cariño.
Cuando salimos de la ducha, ambos estamos sobreexcitados. Hablar nos ha calentado aún más, y de pronto oímos que llaman a la puerta.
Nos miramos. Sabemos quién es y, enrollándose una toalla alrededor de las caderas, Dylan me pregunta:
—¿Estás segura?
Asiento, pero reteniéndolo, pregunto a mi vez:
—Y tú, ¿estás seguro?
Dylan me mira y responde:
—Espera aquí. Yo vendré a buscarte.
Cuando me quedo sola en el enorme cuarto de baño, los nervios se apoderan de mí. Estoy histérica. Esto va más allá de nuestro juego de «Adivina quién soy esta noche».
Me miro al espejo y rápidamente cojo un peine y me desenredo el pelo. Por Dios, ¡qué alterada estoy! Pero si hasta parezco novata. Dylan tarda. Mi histeria crece y, cuando la puerta se abre y lo veo entrar, me quedo muda, hasta que él dice:
—Está en la habitación azul.
Se lo agradezco. Nuestra habitación quiero que sea sólo nuestra.
Me besa. Su lengua recorre mi boca con deleite y exigencia, y cuando se separa de mí, susurra:
—Estoy tremendamente excitado, cariño.
No sé qué decir cuando veo que sostiene en las manos varias cosas. Entre ellas, unas medias, un antifaz oscuro y unos zapatos rojos de altísimo tacón. Ve que los miro y explica:
—Los he comprado hoy para ti.
Asiento con la cabeza y continúa:
—Ponte las medias.
Lo hago en dos minutos. Son también rojas y cuando el encaje se ajusta a mis muslos, Dylan se agacha y me pone los zapatos.
Una vez termina, se levanta, toca la llave que él mismo me regaló y que llevo colgada al cuello, y murmura:
—Para siempre.
—Para siempre —repito.
Dicho esto, levanta el antifaz oscuro que sostiene y dice:
—Te lo pondré. No quiero que lo mires. No quiero que sepas quién es el hombre que además de mí va a disfrutar de tu cuerpo y te va a hacer gritar de placer. Para eso sigo siendo egoísta, cariño. Una vez entremos en la habitación, te dejaré sobre la cama, y seré yo quien te pida lo que quiero, ¿entendido?
Acepto. Como él, estoy tremendamente excitada y, tras ponerme el antifaz, me coge en sus brazos y, dándome un beso, murmura:
—Disfrutemos, conejita.
Con el corazón a cien, me dejo guiar. Oigo música. Sonrío y, cuando Dylan se para, sé que hemos llegado y que otro hombre además de él me observa. Me deja con cuidado encima de la cama, me da un beso en los labios y se separa de mí.
Durante un momento que se me hace eterno nadie se mueve, nadie dice nada. Sólo sé que me observan, hasta que oigo la voz de Dylan.
—Cariño, abre las piernas y separa los muslos.
Hago lo que me pide, mientras mi respiración se acelera. No veo nada. No siento nada. Pero sé que ahí hay dos hombres deseosos de poseerme y que yo voy a entregarme a ellos.
Nadie me toca hasta que mi amor dice:
—Sepárate con los dedos los labios vaginales y enséñanos tu paraíso carnal.
Sin dudarlo, llevo a cabo su demanda cargada de erotismo. Si algo me gusta y me enamoró de Dylan es su manera elegante de hablar, de pedir las cosas, de amarme. No es vulgar. Es único, especial.
Estoy excitada haciendo lo que me ha pedido, cuando una voz que no reconozco murmura:
—Muy… muy deseable.
Acto seguido, unas manos suben por mis piernas y se detienen sobre el encaje de mis muslos. Tiemblo. Esas manos no son las de mi amor. Lo sé. No las reconozco. Quisiera ver la mirada de Dylan. Quisiera mirarlo a los ojos y saber que está bien y que disfruta con esto, pero no puedo. Él no me deja.
El aliento del desconocido llega a mi vagina. Lo siento cerca. Muy cerca.
Presiento que me observa, que me desea y eso me hace jadear inquieta, hasta que la voz de Dylan suena en mi oído.
—Deseo una conejita descarada, ardiente y entregada. Cariño, te voy a atar las manos como aquel día que estuvimos con mi amigo pintor, ¿de acuerdo? —Asiento—. Abre las piernas, disfruta y hazme disfrutar.
Me coge las manos y hace lo que me ha dicho, y luego lo oigo decir:
—Puedes tocarla.
—¿Sólo tocarla? —pregunta la voz desconocida.
—Recuerda lo que hemos hablado.
Esa extraña conversación me excita. Me calienta. Han hablado de mí y del placer que me quieren proporcionar y eso me pone a cien. La cama se mueve. Las manos que he notado segundos antes vuelven a mis piernas y, separándome bien los muslos, dice:
—Suculento manjar el que me ofreces, amigo.
—Comienza antes de que me arrepienta.
Su voz ha sonado tensa. No me hace falta verlo para saberlo y lo llamo:
—Dylan.
—Dime, cariño.
Sin verlo, sólo sintiéndolo a mi lado, murmuro:
—Si tú no estás bien, yo no quiero…
Me besa. Toma mi boca despacio y cuando se aparta, dice:
—Tranquila, estoy bien. Disfrutemos.
El desconocido me besa la cara interna de los muslos y jadeo al notar que tiene barba y bigote.
Es una tontería, pero nunca hasta ahora había estado con un hombre con barba o bigote y es una sensación rara, diferente.
—¿Te gusta? —pregunta la voz ronca de Dylan en mi oído.
Asiento y entonces noto que ese hombre me abre los labios vaginales y restriega su barba contra mí.
Dylan vuelve a apoderarse de mi boca, mientras el desconocido toma mi sexo. Los dos me saborean a la vez y yo sólo puedo disfrutar, jadear y entregarme a ellos, dándoles acceso a mi cuerpo, a mi esencia.
Durante varios minutos, mientras lo único que se oye es esta música para mí desconocida, nos dedicamos al disfrute del sexo y yo me abandono a las sensaciones que estos dos hombres me provocan.
Sentir cuatro manos y dos bocas en distintos lugares de mi cuerpo es algo increíble. Morboso y excitante.
La boca de Dylan abandona la mía, baja por mi cuello y acaba en mis pechos.
¡Oh, sí!
Los mima, los chupa, mordisquea mis pezones hasta que su boca vuelve a bajar, ahora hasta mi ombligo, y noto que sus manos me abren los muslos y dice, mientras el desconocido me acaricia el clítoris:
—Estás tensa, cariño… relájate y entrégate.
Lo intento, pero no puedo, y finalmente exijo:
—Desátame las manos. Mientras esté así, no puedo relajarme.
Noto cómo Dylan se mueve y hace lo que le pido.
Liberada de las ataduras, extiendo los brazos, quiero que me abrace. Lo hace, pero entonces lo siento tenso a él.
¿Qué le ocurre?
Vuelve a besarme mientras el desconocido sigue divirtiéndose entre mis piernas y yo disfruto y jadeo por lo que me hace. Dios… qué morbo me provoca.
De pronto, Dylan me baja el antifaz y me mira a los ojos.
—Te gusta lo que te hace.
No puedo contestar. Con su lengua y su dedo el hombre me posee y, tras soltar un nuevo gemido, murmuro encantada:
—Sí.
Con movimientos cada vez más provocadores, el extraño introduce y saca los dedos de mi vagina, mientras mi amor me besa y me mira a los ojos. Pero su mirada me desconcierta. No sé si está disfrutando o no del momento y me tenso sin poderlo remediar.
—No quiero que llegues al orgasmo hasta que yo te lo pida.
—Dylan, no sé si…
—Chisss… lo harás. Obedece.
Convencida de que no voy a ser capaz, me muevo mientras ese desconocido al que no veo continúa su asedio particular. El zumbido de un juguete suena en la habitación y cuando lo coloca sobre mi hinchado clítoris, doy un chillido. Intento moverme, pero ellos no me dejan. Me inmovilizan y yo me convulsiono de placer.
—Ahhhhh… —grito.
—No cierres las piernas, muñeca… Así… bien abiertas para mí —pide el hombre al que no veo.
Al oír su voz, miro a Dylan, que me devuelve la mirada con gesto serio.
—Eso es… déjate llevar… humedécete pero no te corras, cariño. No lo hagas todavía.
Enloquecida por lo que esa orden me hace sentir, me obligo a seguir con los muslos abiertos, mientras noto cómo me empapo de mis propios fluidos.
Tras apartar el juguete de mi clítoris, el hombre me chupa y yo casi deliro.
—Me encanta el sabor de tu mujer —dice—. Dulce y amargo a la vez. Me pasaría bebiendo de ella toda la noche. Tu muñeca es divina.
—Es exquisita —afirma Dylan con gesto sombrío, mirándome.
Mis jadeos se hacen tremendamente ruidosos y él toma mi boca. Quiero gritar, pero mi amor no me deja. Me besa. Absorbe mis jadeos y susurra, casi como convenciéndose a sí mismo:
—Un poco más… sólo un poco más.
¿Un poco más? ¿Un poco más de qué?
—Eso es, bonita… así… Qué precioso clítoris tienes… me encanta. Te gusta cómo lo devoro…
Noto cómo su lengua me lo golpea y, agarrándome del trasero, me levanta hacia él y me succiona deliciosamente.
—¡Dylan!
Aprieto los dientes. Siento que me voy a correr, pero mi amor insiste:
—No lo hagas… todavía no…
Los temblores se apoderan de mí. Primero las piernas y ahora la vagina, mientras el hombre sigue chupándome sin piedad. Pienso que no voy a poder contenerme, cuando el zumbido suena de nuevo y, acercando otra vez el juguete a mi vagina, oigo decir al desconocido:
—Aguanta, muñeca… No te corras, pero dame de tu néctar sólo un poquito más.
De nuevo mis fluidos me empapan y la boca de él los chupa.
—Soy un sádico… lo sé, pero necesito sentir que controlo la situación —murmura Dylan, mirándome.
Pero en su rostro no veo lo que quiero. No hay el gozo que yo siento y me desconcierta verme en esa tesitura. Una tesitura en la que doy placer y lo recibo, pero no de mi amor.
De pronto, con un ronco siseo, Dylan dice:
—Llénala de ti…
Me pone el antifaz y de nuevo todo se vuelve oscuridad. Siento que mi amor se aparta de mi lado, me coge las manos y me las pone sobre la cabeza. Me las sujeta mientras el otro hombre se mete entre mis piernas y segundos después me penetra. Agarrándome de las caderas, entra en mí. Yo jadeo. Está ocurriendo.
Me arqueo en la cama y siento cómo él pasa las manos por debajo de mi cuerpo para acercarme más al suyo. Noto su peso sobre mí y Dylan me suelta las manos. Sin saber qué hacer con ellas, las llevo hasta el hombre que me posee una y otra vez, hasta que de pronto noto que sale de mí precipitadamente y oigo a mi marido decir:
—Fuera…Vete…
Con la respiración entrecortada, me quedo tendida en la cama hasta que oigo que la puerta de la habitación se cierra. Espero sin moverme.
Dylan me quita el antifaz, me mira a los ojos y murmura con gesto abatido y consternado:
—No puedo, Yanira… no puedo.
Ya intuía que algo le pasaba.
Lo abrazo y permanecemos así un buen rato, hasta que oigo que el otro hombre se va. No lo he visto. No sé quién es. Minutos después, Dylan y yo nos levantamos de la cama y nos dirigimos a la ducha de nuestra habitación. Una vez allí, yo lo abrazo con mimo y él confiesa:
—Me odio por lo que he propuesto. No he debido hacerlo.
—Dylan, tranquilo.
—Pensaba que podría. Me excitaba pensar en la situación, pero cuando te he visto con él, yo…
—Tranquilo.
Echándose gel en las manos, dice:
—Déjame lavarte. Necesito quitarte su olor y que sólo huelas a mí.
Asiento y, en silencio, permito que me lave a conciencia. Se lo ve atormentado, me mira a los ojos y no dice nada hasta que tras un dulce beso, murmura:
—Perdóname, mi amor.
—¿Por qué? —pregunto abrazándolo.
Tras sostenerme la mirada unos segundos, finalmente Dylan contesta:
—Por querer incluir algo en nuestras vidas y no ser capaz de finalizarlo. Pensaba que podría. Imaginar lo que quería que pasara no ha tenido nada que ver con lo que he sentido mientras él te poseía. Me excitaba el momento, pero yo…
—Tranquilo, Dylan, cariño.
—No sé qué me ocurre, Yanira. Quiero hacerlo, me excita lo que imagino, pero… pero… luego no puedo… Me vuelvo loco. No puedo.
Emocionada por sus palabras, hago que me mire. Sonrío, lo beso y, finalmente, murmuro convencida:
—Yo sólo te necesito a ti… a ti.
Dylan me coge entre sus brazos, me aprisiona contra la pared y su mirada lo dice todo. Me necesita. Necesita sentirme suya. Hundirse en mí. Y yo, dispuesta a entregarme una y mil veces al hombre que quiero con toda mi alma, digo:
—Te deseo, cariño… Hazlo… lo necesito.
Sin decir nada, me penetra con su duro y erecto miembro y yo jadeo al recibirlo. Agarrada a sus hombros, me acoplo a él y una vez dentro de mí, murmura con furia:
—Sólo quiero sentirte así para mí… solo.
Sus caderas se mueven con rotundidad, mientras su grito de posesión llena el cuarto de baño.
Lo beso. Nuestros jadeos se mezclan. Quiero que sepa que mi beso es la aceptación total de lo que tenemos los dos, mientras él, con movimientos rápidos y desesperados, me hace el amor.
Con una posesión infernal, se hunde en mí. Tiembla.
Estar con Dylan es lo mejor que me ha ocurrido nunca y, mientras le muerdo el labio inferior, siento cómo su piel y la mía se funden para convertirse en una sola. Su cuerpo es una prolongación del mío y viceversa. Su expresión se va suavizando segundo a segundo. Su rabia se esfuma y yo sólo quiero amarlo y que me ame.
La dureza del inicio pasa a ser compenetración y deseo. Le rodeo la cintura con las piernas para darle más profundidad y con los brazos alrededor de su cuello, musito:
—Soy tuya. Lo sabes, ¿verdad?
Dylan asiente. Me alegra saber que lo tiene claro y comienza de nuevo a entrar y a salir de mí con desesperación, con ansia, con pasión. Nuestros rudos movimientos nos llevan al borde de la locura, mientras el agua cae sobre nosotros y nos esforzamos para no resbalar y matarnos en la ducha.
Lo beso con fiereza. Quiero que sienta que sólo él me hace sentir así y sé que lo he conseguido cuando me mira y esboza una sonrisa.
Con sus manos en mi trasero, me da un azotito que me encanta. Ese gesto tonto me tranquiliza. Me mueve arriba y abajo a un ritmo infernal, mientras lo siento vibrar en mi interior y me besa con desesperación.
Se hunde en mí una y otra y otra vez, a cada momento con más fuerza, con más ímpetu, con más fiereza, y cuando veo que echa la cabeza hacia atrás, suelta un bramido de guerrero y rechina los dientes; sé que su orgasmo está llegando y me dejo ir con él. Con mi amor.
Cuando terminamos, Dylan se apoya en la pared de la ducha con cuidado y se deja caer hasta quedar sentado en el suelo, conmigo encima. Cansados, respiramos agitadamente varios minutos, mientras el olor a sexo nos rodea, y, cuando lo miro, sonrío y digo:
—Eres mío y yo soy tuya. No necesitamos a nadie más.
Dylan asiente y, por fin, con su bonita sonrisa me hace saber que todo está bien.