6

Te despertaré

A la mañana siguiente, cuando me despierto, estoy sola en la habitación y desnuda. Me noto la boca seca y un sabor agrio y asqueroso.

—Joder…

No me puedo creer que me haya saltado a la torera la noche de bodas para dormir la mona. Me quiero morir.

¡Pobre Dylan!

Me toco la cabeza y me noto el pelo tan enmarañado, que me levanto a mirarme al espejo asustada.

Mi aspecto no puede ser peor. Con el rímel corrido, el maquillaje cuarteado y en la cabeza lo que parece un nido de pájaros abandonado. ¡Por Dios, qué pinta!

Sin lugar a dudas, soy la antítesis de la belleza y el glamur.

¡Qué penita me doy!

Entro en el baño y, con cuidado, me voy quitando las horquillas. Pero ¿cuántas me pusieron en el puñetero moño?

Cuando me parece que ya no queda ninguna más, me meto bajo la ducha mientras pienso dónde puede estar Dylan.

¿Estará enfadado?

¿Y si me ha abandonado por borracha y juerguista y me pide el divorcio?

No. Eso no va a pasar.

Salgo de la ducha, me desenredo el pelo mojado y, cuando vuelvo a la habitación, Dylan sigue ausente. Comienzo a valorar en serio la posibilidad del divorcio y me angustio. Cojo mi móvil y lo llamo. Suena en la mesilla de al lado.

¡Mierda, se lo ha dejado aquí!

Me preocupo. ¡No sé cómo ponerme en contacto con él!

Miro a mi alrededor y veo mi vestido de novia en el suelo. ¡Qué lástima, con el dineral que costó y ahí está, tirado como un trapillo! Sin querer pensar en ello, me pongo unas bragas limpias que cojo de una pequeña maleta que dejamos en el hotel con ropa el día anterior. Después vuelvo a ponerme el vestido de novia y los zapatos. Quiero que cuando Dylan regrese me vea así. De novia.

Cuando acabo, veo un sobre encima de la mesilla. Es el de Luisa, que ayer me dio Anselmo. Vuelvo a leer la carta que la madre de mi marido me dejó y sonrío. Qué gran mujer tuvo que ser. Abro la pequeña maleta, saco mi bolso y guardo la carta en él. Sin duda será uno de nuestros tesoros.

Hay un carro con comida, veo frutas, bollos, café y leche. Tomo una especie de donuts y me lo como asomada a la ventana, mientras pienso dónde estará mi amor.

De pronto, la puerta de la habitación se abre y lo veo aparecer con una bolsa negra. Corro hacia él y me tiro a sus brazos. Dylan me abraza y murmura:

—Vaya… mi conejita borracha ha recobrado la conciencia.

Avergonzada, lo beso en el cuello y, cuando me separo de él, digo:

—Lo siento, cariño…

Él no dice nada. Sólo me mira.

Me aparto un poco más y lo miro con ojos de perrito abandonado, haciendo un puchero. Sus cejas se juntan y hace eso que tanto me gusta: pone su cara de perdonavidas y dice con voz grave:

—Anoche no pude poseer cada centímetro de tu cuerpo como tenía planeado. Esperé a mi conejita caliente, esa que me prometió una increíble noche de bodas, pero no apareció…

—De verdad que lo siento —insisto.

Dylan se aleja de mí. Deja la bolsa sobre la cama y, dispuesta a compensarlo, digo mimosa:

—Ya que no te pude dar la increíble noche de bodas que quería, déjame darte la increíble mañana de bodas que te mereces. Como ves, llevo el vestido de novia puesto.

Sonríe… sonrío.

¡Qué guapo es mi moreno!

Me acerco a él y lo beso. Responde rápidamente a mi beso y nos abrazamos. Con mimo, me mordisquea los labios despacio. ¡Oh, Dios…, cómo me gusta que haga esto!

Entre risas murmura que está loco por mí.

Comienza a subirme el vestido de novia, pero con la enorme falda de tul, esto no se acaba nunca. Al final, su mano llega a donde ambos deseamos. Me toca por encima de las bragas y, sin apartar los ojos de los míos, susurra:

—Señora Ferrasa, estás húmeda.

—Es que me pones cardíaca, señor Ferrasa. No lo puedo remediar.

Veo que se desabrocha el vaquero con la mano libre y sonrío al ver su ya dispuesto y duro pene.

¡Biennnnnnnn!

Sin hablar, me da la vuelta, me hace inclinarme y poner las manos sobre la cama, sube la falda de mi vestido y, bajándome las bragas hasta las rodillas, se introduce en mí. ¡Oh, sí!

Con movimientos suaves y pausados, me hace suya. Mueve las caderas y me aprieta contra él, y yo, entregada, jadeo por su delicadeza.

—¿Te gusta, cariño?

Con la boca seca y casi pegada a las sábanas, respondo prácticamente escondida debajo de la falda de tul:

—No pares, por favor… no pares.

Me da un azotito y yo sonrío. Le encanta tenerme así.

Su pene está tremendamente duro y lo siento hasta el fondo. Grito de placer.

Sin prisa pero sin pausa, continúa su particular baile en mi interior, mientras noto que acelera el ritmo y con ello aumenta mi placer. Las piernas se me doblan, pero él me sujeta. Me mantiene firme al tiempo que una y otra vez me da lo que le pido y toma lo que anhela. Y cuando me siento a punto de un increíble orgasmo, Dylan sale de mí rápidamente y se aparta.

¡Ahí va, mi madre!

¡¿Qué ha pasado?!

Sin entender nada, me incorporo y veo que entra en el cuarto de baño. Me subo las bragas como puedo para no darme el castañazo de mi vida al caminar y lo sigo. Está lavándose el pene en el lavabo y le pregunto:

—¿Por qué no has continuado?

Él coge una toalla, se seca y, tras tirarla en el bidet de mal talante, responde subiéndose la cremallera del pantalón:

—Porque quiero que te sientas como me sentí yo anoche.

Alucinada por su contestación, voy a protestar cuando añade:

—Pero, tranquila, no pasa nada. Ayer tú me dejaste a medias y hoy te dejo yo a ti. ¡Ahora estamos empatados!

Plan A: ¡lo mato!

Plan B: lo remato.

Plan C: apechugo y cargo con las culpas de mi error.

Tras mirarlo, me decanto por el plan C. Si alguien se emborrachó ayer y pospuso el regreso al hotel una y otra vez, fui yo.

Dylan me mira y yo, con una mueca compungida, me excuso:

—Cariño, era nuestra boda. Lo celebré y…

—¡Basta! —grita, cortándome.

Pero ¿por qué me habla así?

Desconcertada, lo sigo con la mirada mientras sale del baño. Se acerca a la ventana y mira fuera. Voy a su lado, pero cuando lo voy a tocar, se retira. Eso me enerva.

Me mira. Me está provocando y, sin querer hacer un drama, digo:

—Vale, ayer lo hice mal.

—Muy mal —matiza.

Sin duda tiene ganas de discutir, pero a mí no me apetece, así que resoplo y, retirándome un mechón de pelo de la cara, continúo:

—Lo asumo. No pensé en ti. Pero creía que no te enfadarías tanto.

—Yo sí pensé en ti y nunca habría creído que preferirías la compañía de los demás a la mía —sisea.

Bueno… bueno… bueno…

Desde luego, lo que yo nunca habría imaginado es mi primer día de casada con este mal rollo. Sé que en cierto modo tiene razón. Recuerdo que vino a buscarme muchas veces y yo lo rechacé todas, hasta que se me llevó.

Dios, ¿cómo pude hacerlo tan mal?

Sin ganas de que el día siga mal, doy un paso hacia él y, poniéndome de puntillas, lo beso. Lo necesito. Dylan se mueve para apartarse de mí, pero yo lo sigo. Vuelvo a besarlo. Esta vez no se mueve, aunque tampoco abre la boca para recibirme. Simplemente, se limita a quedarse ante mí como una estatua, mientras yo intento seducirlo con mi boca.

—Bésame, cariño —le pido.

—No.

—Bésame, por favor —insisto.

Él niega con la cabeza y eso me frustra.

Aborrezco estar pidiéndoselo y que me lo niegue. ¡Lo odio… lo odio!

Me mira sin decir nada. Tiene la mandíbula tensa y no sé qué hacer ni qué decir. De pronto da dos pasos, corre las cortinas de la ventana y la habitación se oscurece.

¡Esto pinta mejor!

Luego se acerca a mí y, con un gesto brusco, me da la vuelta y se acerca a mi espalda.

—No te mereces un beso ni un abrazo —me dice al oído—. Te mereces un castigo por tu mal comportamiento.

Sonrío. Sin duda mi lobo feroz está hambriento y yo musito, deseosa de jugar con él:

—Castígame.

No veo su cara, pero su respiración se hace más profunda. Pasa la nariz por mi pelo aún mojado y tengo un escalofrío al oír cómo rechina los dientes.

¿Tan enfadado está conmigo?

Pensar en el castigo que me tiene reservado me excita. Sé que no me hará daño. Sé que nuestro juego me llevará al máximo placer y cuando voy a decir algo, baja las manos por encima de mi vestido de novia hasta llegar a mi pubis, que aprieta mientras murmura:

—En el juego de hoy no habrá música ni romanticismo. No te voy a permitir gritar ni correrte, porque quiero castigarte. Estoy furioso y quiero que sientas la impotencia que sentí yo anoche. ¿Estás de acuerdo?

Excitada, asiento y él añade:

—En esa bolsa hay cosas que voy a utilizar contigo. Y tú lo vas a permitir, ¿verdad que sí?

Vuelvo a asentir, mientras noto que sus labios recorren mi cuello y cierro los ojos dispuesta a permitir nuestro morboso juego.

Me desabrocha el precioso vestido por la espalda y este cae al suelo. Me quedo sólo con las bragas de suave encaje blanco.

Dylan se separa de mí. Me rodea sin dejar de observarme y finalmente sisea:

—Siéntate en la silla.

Hago lo que me pide. De la bolsa, saca unas cintas de cuero negras y, sin decir nada, me coge primero una mano y luego la otra y me las ata al respaldo. Después me ata los tobillos a ambas patas de la silla y, mirándome, musita mientras acerca el carro del desayuno:

—Ahora vas a comer.

¿Me va a dar de desayunar?

Estoy a punto de decirle que me he comido un donuts, pero desisto. No digo nada, este juego me desconcierta. Veo que Dylan prepara un café con leche, le echa azúcar y masculla:

—Abre la boca y bebe.

Lo hago y, cuando retira la taza de mi boca, un poco de líquido me cae por la barbilla. Él lo observa y finalmente acerca su boca y me chupa el mentón con delicadeza.

Mmmmm… ¡Me gusta!

Después de eso, me hace comer un cruasán. Está exquisito y cuando me lo termino, veo que coge un plátano. Lo pasea por mis pechos, por mi boca, por encima de mis bragas y al final, retirándolo, lo empieza a pelar.

Estoy excitada. Muy excitada.

Su expresión mientras hace todo esto me calienta aún más y, cuando deja la piel del plátano sobre un plato, acerca la fruta a mis muslos y la pasea por ellos. Mi respiración se acelera mientras sube el plátano por mi estómago hasta mis pezones, lo restriega por ellos y finalmente me los chupa.

¿Sabrán a plátano?

Cuando tengo los pezones duros como piedras, baja de nuevo el plátano hasta mis bragas.

Lo pasea por encima de ellas y cuando lo aprieta sobre mi íntima humedad y yo siento su rigidez, jadeo.

Dylan para, me mira y, retirando el plátano, pregunta, fulminándome con la mirada:

—¿Te he pedido que jadees?

—No.

Acto seguido, se levanta. Deja la fruta sobre el carro del desayuno de malas formas y se desabrocha la cremallera del pantalón. Su erecto pene rápidamente hace acto de presencia y, sin decir nada, con una mueca de placer contenido, lo introduce en mi boca. Me agarra la cabeza con las manos y me la mueve en busca de su propio placer.

Enloquecida de deseo, paso los labios por su enorme erección mientras percibo sus envites y siento que con sus arremetidas me va a llegar hasta la campanilla.

Estoy maniatada y no puedo tocarlo, pero lo siento temblar. Intento mirarlo. Alzo los ojos y veo que tiene la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta por el placer, cuando un golpe de cadera seco me hace tener una arcada.

Se para. Se aparta y me mira. Cuando ve que se me pasa, se vuelve a introducir en mi boca y prosigue con su castigo. Aunque esta vez, al mirarlo, veo que me observa y controla la profundidad de las arremetidas.

Sometida a él, le hago una felación mientras sus dedos se enredan en mi pelo y lo oigo decir con voz ronca:

—Sí… así… toda… Caprichosa. Eso es…

Su voz seca me agita, me apasiona. Lo que hacemos es salvaje. Rápido. Fuerte. Pasional.

Me vuelvo loca y aprieto los labios sobre su pene esperando darle el máximo placer. Muevo la cabeza hacia atrás. Saco el pene entero de mi boca y lo vuelvo a introducir hasta el fondo. Dylan jadea mientras el disfrute le hace cerrar los ojos.

Noto que le tiemblan las piernas. Siento sus palpitaciones en los labios, en la lengua, e intuyo que su orgasmo es inminente. La respiración se le acelera, al tiempo que incrementa la velocidad de sus arremetidas, hasta que lo oigo soltar un bronco gruñido y entonces sale de mí, pues sabe que no me gusta el sabor del semen, y noto cómo su semilla baja por mi cuello.

Lo miro con la respiración agitada y excitada por lo ocurrido. Dylan me mira también, se agacha y me besa con fuerza. Su lengua entra en mi boca y la recorre hasta que, sin decir nada, se incorpora y se va hacia el baño, dejándome sola y maniatada. Oigo la ducha e imagino lo que hace sin que yo me pueda mover de la silla.

Yo también tengo calor. Estoy sudada, manchada y me quiero duchar.

Callada, espero su regreso. Él entra en la habitación con una toalla alrededor de la cintura y otra en la mano y, sin hablarme, me limpia el cuello. Se lo agradezco. Después tira la toalla, se acerca a la bolsa negra que ha traído y la vuelca sobre la cama. Veo varios juguetes sexuales y Dylan dice cogiendo uno:

—Esto es un plug anal de gelatina suave de nueve centímetros de longitud y dos de diámetro, y en breve estará entero dentro de tu bonito trasero.

Oh… oh… eso no me hace gracia.

—Dylan, creo que…

—¿Te he dado permiso para hablar? —me corta, levantando la voz.

Niego con la cabeza y él prosigue:

—Anoche tú no me dejaste hablar. Yo estaba mirándote sin poder hacer nada. Por lo tanto, cállate, ¿entendido?

Asiento. Su gesto es tan sombrío que no digo más. Cualquiera le lleva la contraria al pollo en el estado en que está.

—Y esto —da un golpe en la cama— es un látigo de tiras cortas con el que voy a disfrutar enrojeciéndote el trasero mientras me pides perdón por lo ocurrido.

No sé si asustarme o no. ¿He de hacerlo?

Sus palabras así lo sugieren, pero sus ojos me indican que esté tranquila. Dos segundos después, me desata sin miramientos, me levanta de la silla y me lleva hasta la mesa de madera oscura que hay en la suite.

—Date la vuelta, agárrate a la mesa y pega el pecho a ella. Quiero ver el trasero que anoche meneabas para todos excepto para mí.

Bueno… bueno… bueno… ¡me parece que se está pasando!

Tiemblo, pero hago lo que me pide. Mi trasero, aún cubierto por las bragas, queda totalmente expuesto a él, que me da un azote con la mano y sisea:

—No sabes cuánto te deseé ayer.

Otro azote seco llena la estancia y añade:

—Y ahora lo vas a pagar.

Me humedezco. Siento que mis bragas se mojan rápidamente y mi vagina tiembla ante lo que me dice.

¡Seré morbosa!

No puedo mirarlo. Mi postura no me lo permite, recostada sobre la mesa y agarrada a ella. En ese momento, siento que coge mis bragas y, de un fuerte tirón, las rompe.

Resoplo. Qué pena de bragas. Con lo bonitas que eran.

Acto seguido, me unta un líquido en el trasero y sé lo que es. Me asusto. Va a cumplir lo que ha dicho con ese juguete sexual.

—Relájate —exige al notarme tensa.

Lo intento, pero el juego está dejando de hacerme gracia. No me gusta sentirme así. No me gusta no poder protestar. No me gusta lo que está ocurriendo.

Sin hablar, sus manos se pasean por mi trasero y mete un dedo en mi vagina. El placer me puede. Creo que me empieza a gustar lo que está ocurriendo.

Para no gemir ni jadear, me muerdo los labios. Un zumbido llena la estancia y cuando siento que con su mano libre me abre los labios vaginales y coloca lo que produce el zumbido sobre mi clítoris, resoplo. El placer que me proporciona es intenso. ¡Oh, Dios!

Sí… sí… sí. Tiemblo con descaro y oigo que Dylan me dice al oído:

—No quiero que te corras, ¿entendido?

Joder… ¿cómo me dice eso y se queda tan pancho?

Vamos… ni que yo fuera una especialista es contener mis orgasmos, y menos clitoriales.

No respondo y, acto seguido, él aparta el maravilloso aparatito, saca los dedos de mi interior y se para. Mi respiración parece una locomotora. Me da la vuelta con brusquedad, me sienta primero sobre la mesa y luego me tumba hacia atrás. Su mirada lujuriosa lo dice todo.

Una vez tumbada, me hace subir las piernas a ella y me abre los muslos.

Mmmm… cómo me mira. ¡Qué locura!

Eso me gusta… me gusta mucho.

Su boca va directa a mi húmeda vagina y me muerde, chupa, succiona con avidez, mientras yo le permito que lo haga. Lo disfruto mientras pierdo el sentido, entregada a él con exaltación.

Oh, sí, Dylan… No pares.

Me muevo… me acoplo en su boca y ¡jadeo! No me importan las consecuencias. Mi nuevo resuello lo alerta y para.

Me baja de la mesa y, con gesto sombrío, coge el látigo de tiras. Me lo enseña. Me obliga a abrir las piernas y me golpea con él entre ellas, mientras murmura:

—He dicho que no jadees.

Me duele.

El látigo vuelve a golpearme y, cuando voy a protestar, añade:

—No quiero verte disfrutar.

No puedo más. ¡Hasta aquí he llegado!

Si cojo el látigo, le cruzo la cara con él, o mejor, le doy en su duro pene, a ver qué le parece.

El juego rudo con él me gusta, pero no pienso continuar con esto sin presentarle batalla. Así que resoplo, lo empujo y siseo:

—Te estás pasando.

Dylan levanta las cejas y responde:

—Tú te pasaste ayer.

—No voy a permitir que…

Sin dejarme acabar, me agarra y yo forcejeo con él. Como un lobo hambriento, se tira en la cama conmigo, encantado con el giro que ha dado el juego. Sin miramientos, intento quitármelo de encima, pero su fuerza es superior a la mía y cuando me tiene a su merced, digo enfadada:

—Puedo entender que estés enfadado conmigo por no haber tenido la perfecta noche de bodas que soñabas, pero no voy a consentir que…

No puedo continuar. Su boca devora la mía. Me besa con pasión, con entrega, con exigencia y yo le respondo igual. Lo deseo con locura.

Cuando minutos después se separa de mí, dice:

—Nunca haría nada que tú no quisieras, cariño. ¿Todavía no te has dado cuenta?

Lo sé. Sé que dice la verdad y, embelesada por lo que me hace sentir, musito:

—Hazme tuya… Lo necesito.

Con la respiración agitada, contesta:

—No te lo mereces.

Joder… joder… joder… ¡Al final la vamos a tener! Incapaz de quedarme callada, balbuceo:

—Pues si yo no disfruto, tú tampoco. Aquí o jugamos todos o no juega nadie.

Dylan sonríe.

¡Qué canalla es mi marido!

Por fin sus facciones se suavizan y, acercando con peligro su boca a la mía, cuchichea:

—Caprichosa…

Intenta besarme, pero ahora soy yo la que retiro la cara. Yo también quiero jugar. Quiero ser malota. Muy malota.

Eso lo aviva, lo acelera, lo aguijonea y, como un lobo hambriento, me inmoviliza en la cama. Con una mano me coge la barbilla y, abriéndome la boca, introduce su lengua con fiereza y me hace el amor con ella.

Sucumbo a su beso excitada.

¡Adoro su posesión!

Su boca abandona la mía mientras sus manos me estrujan los pezones. Me besa la barbilla, el cuello, los pechos, el estómago, hasta que entierra la cabeza entre mis piernas y yo enredo los dedos en su pelo y por fin sé que puedo jadear y gritar de placer.

Abandonada a sus caricias, permito que mi amor me chupe, me lama, juegue con mi clítoris y tire de él, hasta que el devastador orgasmo me hace convulsionarme y respirar con fuerza en busca de aire.

Poniéndose sobre mí, Dylan me penetra con urgencia y rotundidad, mientras siento cómo mi ansiosa y lubricada vagina lo succiona y un nuevo e increíble orgasmo se apodera de mí.

¡Oh, Dios, qué placer!

Vuelve a besarme y, enloquecida, le araño la espalda mientras me posee con fiereza y me hace ver las estrellas y todas sus constelaciones. Me penetra sin descanso una y otra vez, con su boca sobre la mía, mirándonos ambos a los ojos.

Mirarlo es excitante y cuando ya no puede más, se tensa, ruge de placer y se queda tumbado sobre mí en la cama.

Cuando nuestra respiración se tranquiliza, Dylan se echa a un lado y tira de mí hasta colocarme encima de él. Agotada, dejo caer la cabeza sobre su pecho, cuando lo oigo decir:

—Recuerda… tratándose de sexo, nunca haré nada que te desagrade.

Sonrío. He conseguido el final que necesitaba y murmuro:

—Lo sé.

Dylan sonríe y, besándome, dice divertido:

—Me ha encantado forcejear contigo en la cama. Creo que tenemos que jugar a esto más a menudo. Ha sido excitante.

Suelto una carcajada. Sin duda alguna ese jueguecito de malotes nos ha gustado a los dos.

—Siento lo de anoche —me disculpo entonces—. No controlé, bebí de más y…

—Sin duda alguna lo hiciste. Sólo espero que con lo que te he hecho hayas sentido la frustración que yo sentí anoche.

Me abraza, me estrecha contra él y cierro los ojos. Me encanta estar así. Sentirlo tan mío, tan entregado.

Huele maravillosamente. A sexo, a hombre, a pasión y, al cabo de un rato, digo, cogiendo el látigo que ha soltado en nuestro forcejeo:

—Quiero ser tu conejita temerosa.

Dylan sonríe y mirándome contesta:

—Mmmm… no me tientes.

—Quiero tentarte.

—¿Por qué?

Divertida por su pregunta, respondo:

—Porque eres mi mayor fantasía sexual.

Mi respuesta le gusta y a mí me provoca.

—¿Te acuerdas del juego al que jugamos en el barco la última noche que estuvimos juntos? —pregunto. Dylan asiente y prosigo—: Creo que esa noche ya nos dimos cuenta de que a los dos nos gustaban los jueguecitos algo rudos, ¿no crees?

Mi amor asiente. Entiende lo que digo y, mientras me coloca a su lado en la cama, murmura:

—Quieres jugar un poco más.

Asiento y, con cara traviesa, digo:

—Y ver las estrellas.

Sonríe. Con él quiero jugar a todo; me mira como un lobo y contesta, haciéndome reír:

—Conejita, bajo las estrellas, el lobo te va a comer.