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Cal y arena

El 19 de octubre, una vez acabada la gira europea, llegamos a Los Ángeles y Coral y Tifany están esperándonos. Cuando Valeria y yo bajamos del avión, sonreímos al verlas, pero antes de abrazarnos a ellas, la prensa ya me ha rodeado.

Acabo de regresar a la realidad.

Esa noche, mis amigas cenan todas en mi casa. Hablamos durante horas y nos contamos lo que nos ha ocurrido en ese último mes. Lo pasamos muy bien, pero cuando a las dos de la madrugada ellas tres se van, yo me quedo sola en esta enorme casona.

Miro a mi alrededor y veo que todo está como siempre. Nada fuera de lugar. Ahí siguen las fotos de Dylan y mías. Furiosa, las recojo y las quito. Quiere que lo olvide, que lo odie; pues muy bien, ¡lo voy a intentar!

Una vez he eliminado todas sus huellas del salón, subo a mi cuarto y, al entrar en él, la añoranza me vuelve a asediar. Sin poderlo evitar, recuerdo nuestros bonitos y mágicos momentos en esa estancia. Maldigo.

Camino hacia el armario y, al abrirlo, su olor me invade.

¡Dylan!

Su ropa continúa colgada en las perchas. La toco, la huelo. Pero mi mente me grita que debo acabar con eso o nunca conseguiré salir adelante. Bajo al garaje, cojo unas cajas vacías, las subo a la habitación y meto su ropa en ellas. Se las enviaré a su casa y que él haga lo que le dé la gana. Cuando voy a cerrar las cajas con cinta selladora, saco una camiseta para quedármela. Necesito su olor.

Tras cerrar las cajas, las bajo al garaje y, una vez cierro la puerta, miro el reloj y veo que son las cinco de la madrugada. Despejada, regreso al salón y, dispuesta a seguir martirizándome, busco un CD, lo pongo y, cuando comienza a sonar la canción, me dejo caer al suelo y, desesperada, miro el techo y murmuro:

—Cómo se supone que voy a vivir ahora sin ti.

Dos días después, Omar me ha preparado una entrevista en la televisión, en un programa de máxima audiencia. Será en directo y por la mañana. Cuando me levanto, me ducho y, al salir, me miro en el espejo. De mi cuello todavía cuelga la llave que tanto significaba para nosotros. Durante varios segundos la observo, la toco y, con todo el dolor de mi corazón, finalmente me la quito. La dejo encima del lavabo y la miro.

Una vez me visto, meto la llave con su cadena en un pequeño sobre, llamo por teléfono a un mensajero y, cuando llega, se lo entrego. Observo con pena cómo el hombre lo mete en la parte trasera del vehículo y se va.

Cuando llego al estudio, dejo que me maquillen, pero a diferencia de otras veces, no me visto sexy ni provocativa. Esta vez quiero que la gente conozca a la verdadera Yanira.

La presentadora, de nombre Angelina, se interesa por mi gira y su éxito, y yo respondo encantada. Durante más de veinte minutos, la entrevista se centra en mi carrera y la periodista, al verme tan receptiva, pregunta:

—¿Contenta por estar nominada a los American Music Awards?

—Mucho. Te mentiría si te dijera que no me siento feliz.

—Y, Yanira, ¿cómo llevas ser de nuevo una mujer soltera?

Sonrío. Hace un buen rato que espero esas preguntas.

—Adaptarse a cualquier cambio en la vida siempre cuesta —respondo—. Pero como no soy ni la primera ni la última persona que se divorcia, estoy segura de que lo superaré.

Angelina sonríe.

—¿Crees que la prensa tuvo mucho que ver en tu separación?

Niego con la cabeza y sonrío con tristeza.

—Cuando dos personas se separan, la culpa es sólo de ellos. Y aunque la prensa no me dio respiro, y tampoco me ayudó, no los puedo culpabilizar de algo que fue seguramente sólo un problema mío.

—Me consta que tu exmarido, Dylan Ferrasa, es un reconocido profesional de la medicina y un hombre muy atractivo para las mujeres.

—Sí —afirmo, reprimiendo mi dolor—. Es un gran médico y una excelente persona y estoy segura de que encontrará una mujer que lo sepa valorar como se merece.

—¿Eso quiere decir que tú no supiste hacerlo?

Joder con la tía y sus preguntitas. Pero sin querer ponerme a la defensiva, respondo:

—No valorar a Dylan Ferrasa habría sido un error. Simplemente, yo no era la mujer que él necesitaba.

—Entonces ¿se puede decir que se os rompió el amor?

Cuando la oigo decir eso, me acuerdo de la canción de la gran Rocío Jurado y pienso «se nos rompió el amor de tanto usarlo», pero contesto:

—El tiempo que estuvimos juntos fue increíble. Me quedo con eso.

—¿Lo volverías a repetir aun sabiendo el final?

Mi mano va inconscientemente a mi cuello. No encuentro lo que busco y respondo:

—Sí.

—Entonces, Yanira, ¿sigues creyendo en el amor?

Suelto un carcajada y con falsedad suelto:

—Por supuesto y espero volver a enamorarme.

La presentadora, encantada con mi respuesta, mira a la cámara y dice:

—Pues ya saben, hombres del mundo, Yanira busca el amor.

¡La madre que la parió!

Pero ¿cómo se le ocurre decir eso a esta atontada?

Cuando la entrevista acaba, Angelina me pregunta si me he sentido cómoda. Con una sonrisa tan falsa como su lozanía contesto que sí, me despido de ella y me marcho a mi casa. Allí me encierro y me tiro en el sofá. No tengo nada mejor que hacer.

Horas después, suena el timbre. Son mis amigas. Han visto mi entrevista y, aunque yo les miento diciéndoles que lo tengo superado, vienen a mi rescate.

¡Qué monas son!

Las cuatro nos sentamos en el sofá y hablamos de mi entrevista. Miento como una bellaca mientras me río y afirmo que estoy dispuesta a conocer a otros hombres. Y para acabar de convencerlas, les muestro que ya no tengo las fotos de Dylan en el salón y hago que me acompañen al garaje donde les enseño las cajas con su ropa. Eso veo que las sorprende. ¡Bien!

Cuando regresamos al salón, Tifany dice.

—Hoy he ido de compras y le he comprado a Preciosa una película de Disney.

—¿Cuál es? —pregunta Valeria.

Tifany abre el bolso, la saca y nos la enseña:

Frozen, ¿la habéis visto? —dice.

Todas negamos y mi excuñada y cuqui profesional comenta:

—Yo tampoco. ¿Queréis que la veamos?

—¿Una de Disney? ¡Qué coñazo! —se queja Coral.

—Sí —aplaude Valeria.

A mí, sinceramente, me da igual. Preparamos palomitas, servimos algo de beber y nos tiramos en mi sofá de los abrazos para ver Frozen.

La película es preciosa. Está basada en el cuento de la Reina de las Nieves, de Hans Christian Andersen, y nos enamoramos de la pequeña Anna cuando canta eso de:

Hazme un muñeco de nieve, o lo que sea, me da igual.

Al final, las cuatro lloramos como niñas y cuando acaba la película, una emocionada Coral murmura:

—Qué bonita… qué bonita… ¡mañana me la compro!

Mi entrevista en el programa de Angelina provoca un aluvión de invitaciones de hombres. Ahora que todos saben que soy una mujer divorciada, sola y receptiva, no pierden la oportunidad.

Al principio alucino. No doy crédito a lo que está pasando. Desde luego, el poder de la televisión es increíble y, para convencer totalmente a mis amigas de que tengo superado lo de Dylan, decido quedar con alguno de ellos.

Almuerzo con guapos actores, ceno con interesantes modelos, voy a fiestas con impresionantes ejecutivos… en definitiva, ¡me divierto! Aunque ninguno traspasa el umbral de mi habitación. Me niego. No puedo meter a nadie en mi cama. Mi apetito sexual se lo llevó Dylan, ¡maldito sea!

De nuevo, la prensa vuelve a la carga. ¡Soy Lobocienta! Pero esta vez me tratan con más suavidad. Parecen arrepentidos de lo que han hecho con mi anterior vida. Aun así, no me fío de ellos ni un pelo.

Una noche en que estoy cenando con un atractivo modelo portugués, Dylan aparece en el restaurante junto a una mujer. El corazón se me paraliza al verlo. Nos miramos unos segundos y, cuando desaparece de mi vista, por fin puedo respirar.

Esa noche, en mi enorme cama sueño con él. Estamos los dos en el barco Espíritu Libre, donde nos conocimos, y cuando va a besarme, me despierto sobresaltada.

¡Joder ya ni en sueños consigo que me bese! Qué frustración.

Dos días después, asisto a una gala benéfica con un productor de cine y allí me lo vuelvo a encontrar.

Por el amor de Dios, ¿tan pequeño es Los Ángeles?

Esa noche tampoco se acerca a mí. Ni siquiera me mira. Yo a él sí. Está guapísimo con traje oscuro y camisa gris y parece divertirse con su grupo. Extasiada por su presencia, sonrío cuando lo veo sonreír, y un gusanillo picantón recorre mi cuerpo cuando lo escaneo en profundidad.

Joder, ¿por qué no puedo parar de mirarlo?

Vuelve a pasarme lo mismo que cuando lo conocí en el barco. Yo lo miro y él a mí no. Me ignora. Aunque ahora que lo pienso, me dijo que, aunque por aquel entonces no me miraba, controlaba todos mis movimientos.

¿Estará haciendo de nuevo lo mismo? ¿O realmente le soy indiferente?

Durante horas, disfruto no quitándole ojo y, cuando me pilla, miro hacia otro lado y me hago la tonta. Bailo con mi acompañante y me muevo como una auténtica lagarta. Quiero que me vea feliz y contenta, como yo lo veo a él.

Esa madrugada, cuando llego a mi casa me suena el móvil. Un mensaje. Al leerlo, me quedo ojiplática al ver que es de Dylan.

El vestido que llevas es el que compramos en Nueva York.

Estás preciosa con él.

Alucinada, me dejo caer al suelo de la entrada de mi casa y, allí sentada, leo el mensaje mil millones de veces, mientras pienso si contestarle o no. El móvil me vuelve a sonar.

¿Cenarías conmigo mañana?

¡No me lo puedo creer!

La respiración se me acelera. Dylan, mi Dylan, me pide una cita.

Me muero por decirle que sí, pero de pronto las palabras «¡No eres buena para mí!» y «¡Me estás amargando la existencia!» cruzan por mi mente y dejo de sonreír.

Por mucho que lo quiera, no puedo hacerle eso. Otra vez no. Al final no contesto, borro los mensajes y, levantándome, meto el móvil en un vaso con agua.

Al día siguiente me cambio de número y de teléfono. Debo comenzar de cero e intentar no joderle de nuevo la vida.

Una semana después, estoy en un restaurante cenando con mis amigas y, cuando voy al servicio, me quedo a cuadros al verlo sentado a una mesa del fondo.

¿Desde cuándo está allí?

Boquiabierta, veo que está solo. Se levanta y camina hacia mí. Acelero el paso, pero él me intercepta en el pasillo.

—Hola, Yanira.

Intimidada por lo que mi cuerpo siente cuando lo ve, trago el nudo de emociones que tengo en la garganta y respondo a su saludo:

—Hola.

Durante varios segundos nos miramos en silencio, hasta que decido acabar con aquello. Me doy la vuelta, entro en el servicio y cierro la puerta. El corazón me palpita, me llevo la mano a él y murmuro:

—Tranquilízate… tranquilízate.

No sé cuánto tiempo estoy ahí. Pienso en mis amigas. ¿Acaso no se dan cuenta de que tardo en volver? Y cuando creo que él se habrá ido, me atrevo a salir y lo encuentro apoyado en la pared.

—Vi tu entrevista en el programa de Angelina —me dice.

Poniéndome a la defensiva por el ataque que seguramente me va a lanzar, pregunto:

—¿Y?

Levantando un dedo, se acerca a mí, me lo pasa por el óvalo de la cara y susurra:

—Yo también volvería a repetir.

Bueno… bueno… bueno…

Sé a lo que se refiere. Mi corazón se acelera. Mi cuerpo se rebela.

Dios mío, ¿esto está ocurriendo de verdad?

Qué razón tenía Anselmo en cuanto a que su hijo era como él. Pero ¿de verdad quiere volver a sumergirse en otra locura conmigo? Y cuando va a posar la boca sobre la mía, lo paro.

—¿Qué estás haciendo, Dylan?

Sus ojos van de mi boca a mis ojos y viceversa, pero no se mueve. No se retira. Nuestras respiraciones agitadas se entremezclan y murmura:

—Esperaba que me contestaras a los mensajes.

—Vamos a ver, Dylan —murmuro como mejor puedo—, tú y yo no vam…

—Tenías razón. Nunca te engañé con nadie, caprichosa.

¡¿Caprichosa?!

Oh, Dios… ¡me acaba de llamar «caprichosa»!

Creo que me voy a caer redonda de un momento a otro, pero con la fuerza que él me ha enseñado a tener con su dureza, repito:

—¿Qué estás haciendo?

Lleva una mano a mi espalda y recorriéndomela entera con un dedo, contesta:

—Recuperar lo que nunca debí perder.

Ay, Dios… ay, Dios, ¡que me da algo!

Mi cuerpo se revoluciona y mi corazón me grita que me lance a sus brazos, que lo bese, que le haga el amor, pero no dispuesta a hacerle daño de nuevo, respondo mientras tiemblo:

—Aléjate de mí y recuerda que no soy buena para ti.

Sus ojos, esos que tanto conozco, se endurecen. De un empujón, lo aparto de mí y, sin mirar atrás, me marcho y lo dejo allí. Cuando llego a la mesa, mis amigas siguen cotorreando y riendo. Ninguna parece haberme echado de menos y yo no les cuento lo ocurrido. Debo prepararme para el ataque de Dylan y no ceder. No puedo destrozarle la vida otra vez.

Al día siguiente, a partir de las nueve de la mañana, cada hora llega un ramo de rosas rojas sin tarjeta. Sé de quién son y, aunque me halaga, me destroza. Dos días después, mi casa parece una sucursal de Interflora. Cada vez que suena el timbre, me acuerdo de todos los antepasados de mi ex.

¿A qué está jugando Dylan?

El fin de semana me escapo y me voy a Puerto Rico. Lo siento por el pobre florista.

¡Que se lleve las rosas a su casa!

Tifany va a llevar a Preciosa y, tras hablar con Anselmo, me animo a acompañarlas. La Tata y él se alegran de verme. Me quieren tanto como yo a ellos y se lo agradezco.

En un momento dado los pillo hablando de Caty. Al verme se callan y yo no pregunto. No quiero preguntar. ¿O sí?

Tras un maravilloso día en el que compruebo por mí misma que mi exsuegro y mi excuñada han limado asperezas y ahora se entienden la mar de bien, de madrugada, como no consigo conciliar el sueño, bajo a la cocina. Me encuentro con Pulgas y lo acaricio. Al igual que el ogro, ese al final ha resultado ser más mimoso de lo que aparenta. Le doy una salchicha que saco del frigorífico y él se la come encantado.

Sé dónde guarda la Tata el Cola Cao, así que lo cojo y comienzo a meterme cucharadas en la boca.

¡Menuda ansiedad tengo!

Lo ocurrido con Dylan me la provoca.

De pronto, la luz de la cocina se enciende. Me asusto. El Cola Cao se me va por otro lado y me ahogo. Anselmo, al verme, mueve la cabeza, coge un vaso de agua, me lo da y, mientras bebo, gruñe:

—Por el amor de Dios, ¿aún sigues haciendo esa guarrada?

Cuando se me pasa el ahogo y puedo volver a respirar, me limpio el chocolate de la boca y, sonriendo, murmuro:

—Hay cosas que no cambian, por mucho que otros se empeñen.

Él sonríe, se sienta frente a mí e, incapaz de callarme, pregunto:

—¿Qué comentabais la Tata y tú de Caty?

Él cabecea y, tras pensarlo, responde:

—Vino a visitarnos hace dos semanas.

—¿Caty vino aquí? —pregunto alucinada.

—Sí —asiente—. Parece que vuelve a controlar su vida y, avergonzada, vino a disculparse por lo ocurrido contigo hace meses. —Al ver mi expresión, añade—: Tranquila, rubita, no me la comí, pero me encargué de decirle cuatro cositas bien dichas. También vino a despedirse. Se marchaba a trabajar a la India indefinidamente. Por lo tanto, no creo que os vuelva a molestar ni a Dylan ni a ti.

Saber que ha estado rondando a los Ferrasa no me hace especialmente feliz; Anselmo dice:

—Me pidió que me despidiera de Dylan. No te preocupes, a él no se ha acercado.

No respondo y él, cogiéndome la mano, cuchichea:

—Hoy ha llamado Dylan. Sabe que estás aquí y…

—Si viene él, me voy yo —puntualizo.

El viejo sonríe y contesta:

—Tranquila, rubita, no vendrá. Quiero tener un fin de semana en paz con mis dos exnueras y mi nieta.

Alucinada veo que sonríe. ¿Está disfrutando con esto? Y como no me fío de él un pelo, siseo:

—Como me estés engañando y mañana aparezca tu hijo por esa puerta, te prometo que me voy a enfadar mucho contigo y…

—Recuerda —me interrumpe—. Te dije que Dylan era como yo y ya se ha dado cuenta de su error, ¿verdad? —No respondo—. Se muere por volver contigo, rubita. Tú eres su mujer, su ideal y, por mucho que te niegues, no va a parar hasta conquistarte.

—Lo lleva claro, Anselmo. ¡Muy clarito! —gruño.

Él musita convencido:

—No subestimes el poder de un Ferrasa, hija.

—No subestimes tú el poder una Van Der Vall —resoplo.

Anselmo se ríe. Le encanta mi contestación y cuchichea:

—Tu empecinamiento redoblará su empeño. ¿No lo conoces?

Lo conozco y precisamente por eso refunfuño:

—Parece mentira. Tú, como su padre, deberías recordarle que ya incumplió la regla número uno una vez y no le salió bien. ¿Acaso no se lo vas a recordar esta vez?

—No.

¡Joderrrr con los Ferrasa!

—Yo la incumplí tres veces con mi Luisa, hija mía —se ríe—, y porque la vida nos separó… Si no, seguro que la habría incumplido unas cuantas más.

Sus palabras y en especial su sonrisa me hacen sonreír. Me encanta este ogro risueño y le aclaro:

—Yo no soy como Luisa.

Suelta una carcajada y afirma:

—Pero Dylan sí es como yo y seguirá la tradición contigo.

Al día siguiente por la noche, me llevo a Tifany a bailar salsa y a tomar chichaítos. Eso sí, los controlo. La prensa me vigila y sólo quiero que me vean pasarlo bien.