Brisa
Sigo sin dar una contestación a la discográfica respecto a la gira y me consta que están muy enfadados. Omar, presionado por ellos, viene a verme a casa. Lo escucho con paciencia y sigo sorprendida al ver su cambio de actitud respecto a mí y mi carrera.
Antes de marcharse, me dice que el lunes tengo que responder sin falta. Asiento, le doy un beso y se va.
Estoy viendo la tele tirada en el sofá, con el bote de Cola Cao en la mano, cuando en un programa del corazón salen unas imágenes mías en las que se me ve en un barco en Acapulco.
Ay, madre… ¡Ay, madre!
Son imágenes de cuando estábamos en alta mar. Se nos ve a varios bailando, divirtiéndonos y bebiendo. Y cuando ponen la siguiente, me quiero morir. Me encuentro junto al tal James, en el momento en que él me tiene cogida por la cintura y me besa. Congelan la imagen cuando su boca se posa sobre la mía, dando a entender que fue un beso tórrido y apasionado.
¡Joderrrrrrrrrrr! Lo que me faltaba. Pero si lo que hice fue darle un rodillazo en los huevos. De los nervios, me da un calambre en una pierna. Me levanto, doy unos saltitos y consigo que el calambre se me pase. Cuando puedo volver a posar el pie en el suelo, mi mirada va directa a una foto en la que Dylan y yo estamos riendo.
Madre mía. ¿Cómo se va a tomar esas imágenes del barco si las ve?
Angustiada, me acerco a la foto, la cojo y sonrío. Qué días tan bonitos pasamos en Toronto. Tras dejar la foto en la repisa de la chimenea, miro otras y me pongo nostálgica al ver esa sonrisa de Dylan que tanto me gusta y que tanto añoro.
Me vuelvo a sentar en el sofá mientras pienso en él. Lo echo de menos. Necesito tenerlo a mi lado, necesito que me abrace, que sonría, que me diga cosas románticas y, sobre todo, necesito que me necesite.
La carta de su madre me viene a la mente. «El primero en pedir disculpas es el…» Sin duda alguna, Luisa tiene razón. Seguir con esta actitud fría y distante no nos beneficia a ninguno de los dos y menos aún situaciones como la del barco.
¡Malditos sensacionalistas!
Cojo el teléfono para llamarlo y explicarle que eso no fue así, pero cuando voy a marcar, pienso que necesito mirarlo a los ojos, por lo que decido ir a verlo.
Me escondo el pelo bajo una gorra azul y, después de ponerme unas gafas de sol, me dirijo al hospital. Subo en el ascensor hasta su despacho. No sé si estará ahí u operando. Pero da igual, lo esperaré en el despacho y tarde o temprano aparecerá.
Cuando nadie me ve, me meto dentro y cierro la puerta. Sin hacer ruido, me siento en una de las sillas, decidida a esperar el tiempo que haga falta.
De pronto, oigo un murmullo que proviene del fondo, del cuarto donde Dylan tiene aquella pequeña cama. Me levanto y me acerco con sigilo. Oigo la voz de Dylan y de una mujer. Se me para la circulación.
Por favor… por favor… Jesusito, que no sea lo que estoy imaginando.
Respiro con dificultad y, al acercarme más, distingo la voz de Dylan que dice:
—Sigue… no pares ahora. Aguanto.
Dios… Dios… Dios…
Que me da… que me da… que me da…
Joder… joder… joder…
Oigo una risita femenina, mientras siento que el corazón me va a mil por hora.
¿Qué hace Dylan con una mujer a solas en ese cuarto?
Procurando no desmayarme, miro por la rendija de la puerta entreabierta y los veo a los dos sentados en la cama. Dylan está desnudo de cintura para arriba y ella está sentada frente a él, demasiado cerca, tocándole la cara. La reconozco. Es la doctora que me hizo el análisis de sangre.
¡Perra!
No me muevo. Los observo.
¿Se irán a besar?
Plan A: los mato.
Plan B: los asesino.
Plan C: los aniquilo.
Elimino esos planes de mi cabeza, pero tiemblo. Dios mío, ¿serán amantes? ¿Se habrán acostado?
Mi cabeza, esa que me ayuda a imaginar lo que yo quiero, comienza a montar su propia película de infidelidades y, cuando ya no puedo más, con una mala leche tremenda, abro la puerta de un manotazo.
Ellos me miran y se levantan de la cama de un salto. Yo siseo furiosa:
—Ahora no me digas eso de «¡Esto no es lo que parece!».
Me doy la vuelta para irme, cuando siento que Dylan me agarra de la mano, reteniéndome.
—Claro que te voy a decir que no es lo que parece.
—¡Suéltame! —Forcejeo.
Pero, claro, medir mi fuerza con la de Dylan es una tontería. Me acerca a su cuerpo y murmura en mi oído:
—Tranquilízate, Yanira.
No lo veo a él, pero sí a ella. ¡Maldita zorra! Rabiosa al imaginar lo que estaban haciendo, le doy una patada en la espinilla a Dylan con todas mis fuerzas y me suelta con un alarido de dolor. Al volverme, grito, mientras él sigue agachado:
—¡¿Que me tranquilice?! ¡No puedo! Maldito mentiroso. Te la estás tirando, ¿verdad?
Ella, con gesto asombrado, me mira y, farruca, dice:
—Oye, tranquilita, guapa, que aquí no ha pasado nada.
Miro la placa que lleva en su bata y leo su nombre.
—Eres una puta, doctora Rachel Nelson. Sabes que está casado ¡y, aun así, te lías con él! —grito de nuevo y, mirando a Dylan, que continúa agachado, frotándose la espinilla, siseo—: Ahora entiendo por qué trabajas tanto últimamente y no te acercas a mí ni con un palo. Tienes a esta guarrilla a tu disposición y folláis… folláis ¡como mandriles! —concluyo, acordándome de Tifany.
Al oír eso, Dylan se incorpora de pronto, furioso. Yo, perdiendo todo el fuelle, pregunto, bajando la voz:
—¿Qué te ha pasado en la ceja?
Su expresión dura me hace saber lo enfadado que está.
—Me di un golpe y…
—De eso nada —lo interrumpe la doctora. Y, mirándome, aclara—: Que sepas que, cuando has entrado, le estaba cosiendo la ceja. Y no se ha dado un golpe, mejor dicho, se…
—¡Rachel, cállate! —vocea Dylan.
La doctora sonríe y, mirándome, continúa:
—Debes saber que tu marido ha tenido un encontronazo no muy suave con el doctor Herman, tras ver unas imágenes tuyas que han salido en televisión de un barco.
¡Mierda! Las ha visto.
—¡Joder, Rachel, cállate! —insiste Dylan.
Yo los miro boquiabierta. Dios mío, cuánto daño le estoy haciendo a Dylan en su vida y su carrera. Asustada por ello, voy a hablar cuando él, mirándome, ordena:
—Siéntate en esa silla y no te muevas. —Y mirando a la doctora, sisea—: Y tú, Rachel, termina de coserme de una santa vez y cierra la boca.
En silencio, observo horrorizada lo que le hace en la ceja. Dylan no se queja, no se mueve y, cuando termina, ella corta con las tijeras el hilo y, dándole un par de golpecitos en el hombro, dice:
—¡Arreglado! —Luego, me mira a mí y añade—: Y no, yo no follo con tu marido, porque tengo el mío. Simplemente somos compañeros y amigos sin derecho a roce.
Pongo cara de circunstancias y le pido disculpas con la mirada y, como ella me dedica una sonrisa, entiendo que me perdona.
Una vez nos quedamos solos, sobre la cama veo ropa de Dylan manchada de sangre. Sin mirarme, él abre un pequeño armarito, saca una camisa limpia, se la pone, y encima de ella una bata. Una vez acaba, le pregunto preocupada:
—¿Qué ha pasado?
Dylan resopla y contesta de mal talante:
—Que he explotado, nada más.
Me siento fatal, culpable y aclaro levantándome de la silla:
—No lo besé, Dylan. Te lo juro. Él lo intentó y yo…
Con gesto furioso, clava sus almendrados ojos en mí y masculla:
—¡Cállate!
Lo hago. Cierro el pico.
—He visto fotos —sisea ante mi cara—, cientos de fotos que no me han gustado, pero siempre, ¡siempre!, he confiado en ti. Pero lo que he visto hoy han sido imágenes, imágenes reales y en movimiento, que me demuestran lo poco que piensas en mí cuando te vas de viaje.
—Pero si no hice nada, ¡te lo prometo! Estaba cabreada, Dylan. La noche anterior vi unas fotos tuyas con una morena y sentí celos. Perdí un poco la cabeza, pero te aseguro que no ocurrió nada entre nosotros, ¡nada!
—¿Sabes, Yanira? Llevo meses viendo fotos tuyas y tragándome los celos —puntualiza—. Pero lo que yo y media humanidad hemos visto hoy en televisión es cómo te contoneabas, te restregabas y lo pasabas bien con ese tipo en un barco. Sabe Dios hasta dónde habréis llegado. Y no… ahora no puedes decir que eso no sucedió y que no lo estabas pasando bien. ¿Te acostaste con él? ¿Jugaste con él?
—Noooooooooo.
Nos miramos en silencio y Dylan, con su franqueza de siempre, añade:
—Pues yo sí que me he acostado y he jugado con otra mujer.
¡Tierra, trágame!
Me dejo caer en la silla y siento que me falta el aire en los pulmones.
No puedo creer lo que ha dicho. Dylan, mi Dylan, ¿ha estado con otra? Me entra mucho calor y me abanico con la mano. Lo miro. Su frialdad me descoloca y lo que acabo de escuchar me hunde. ¿Cómo ha podido hacerlo? ¿Cómo ha podido entregarle a otra lo que es sólo mío?
—¿A qué has venido? —pregunta, sin importarle mis sentimientos.
Aún descolocada por lo que me ha dicho, respondo:
—Quería verte y…
—Me puedes ver cuando llegue a casa.
Bloqueada, parpadeo cuando añade:
—En cuanto a mi trabajo, quiero que sepas que al hospital vengo a trabajar, no a follar, como tú has dicho.
Nuestras miradas se encuentran y no veo en la suya ni un ápice de ternura, de necesidad. ¿Dónde está el Dylan que me quería?
Tras un incómodo silencio, dice:
—Vete a casa. Aquí no haces nada y yo tengo que trabajar.
Pero yo sigo anonadada y pregunto con un hilo de voz:
—¿En serio te has acostado con otra mujer?
—Sí —contesta furioso—. Simplemente hago lo mismo que tú.
¡Se ha acostado con otra!
Dylan, el amor de mi vida, el hombre por el que habría puesto las manos en el fuego, me ha engañado con otra. Una y otra vez esas palabras dan vueltas en mi cabeza, haciendo que sea consciente de que mi cuento de hadas se ha acabado. La realidad me supera y, dispuesta a ser tan fuerte como siempre he sido, lo miro y digo:
—En este momento te diría los peores insultos que te puedas imaginar, cabronazo de mierda. Estoy furiosa, rabiosa y muy muy cabreada contigo. He venido aquí para que hablásemos, para intentar solucionar lo nuestro, a contarte que el lunes tengo que dar una respuesta a la discográfica sobre lo de la gira, y…
—¿En serio todavía no tienes claro si irte o no de gira?
No respondo y en tono cortante, dice:
—Márchate.
Como no entiendo a qué se refiere exactamente, no me muevo, y Dylan se levanta, cierra los ojos y, colérico, sisea señalando la puerta:
—Márchate del hospital, márchate a esa jodida gira y márchate de mi vida.
Vale… hoy no es mi día y él está dispuesto a matarme de un disgusto.
La respiración se me acelera cuando grita:
—¡Nuestra relación está pasando por su peor momento. Apenas hablamos, apenas nos vemos ¿y tú aún dudas de si hacer esa jodida gira?! —Niega con la cabeza y añade—: Te dije que tomarías decisiones equivocadas y…
—Tú también has tomado decisiones equivocadas —reacciono al fin—. Me has sido infiel, has jugado con otra, y eso es algo que yo nunca te he hecho a ti.
Sus ojos están llenos de rabia, de furia y de dolor, sin embargo responde:
—Estoy harto de rumores, de habladurías. Empachado de titulares indignantes. Agotado de que la prensa me persiga con preguntas impertinentes. ¿Y sabes lo peor?, he dejado de confiar en ti. Tú ya no me ofreces esa seguridad y me estás destrozando, Yanira. Me estás destrozando porque te quiero tener y te he perdido.
Esas duras palabras me pillan tan desprevenida que no puedo reaccionar.
Dylan me acaba de decir cosas terribles. ¡Esto tiene que ser un mal sueño!
—¡Márchate! ¡Vete! —pide, acercando la cara a la mía en actitud intimidante—. Te he engañado con otra mujer mejor que tú, que me ha dado todo lo que tú no me das. ¡Márchate!
No me muevo. No puedo. Estoy enfadada, indignada, alterada pero, al mirarlo, de pronto, me doy cuenta de que miente. No ha estado con ninguna otra. Dylan nunca me compararía con nadie y menos con la relación sexual tan apasionada que teníamos. Él no me haría algo así. Me lo dicen sus ojos y me aventuro a preguntar:
—No me has engañado con otra, ¿verdad?
Mis palabras lo sorprenden.
—No quiero estar contigo, Yanira. Vete, aléjate de mí.
Sin mirar atrás, sale de la pequeña habitación y yo me quedo aterrorizada. No me puedo mover. Casi ni respiro. No puedo creer lo que acaba de pasar.
Lo oigo moverse por su despacho y, de pronto, entra de nuevo en el cuartito y cierra la puerta, me coge entre sus brazos y me besa. Me devora. Su boca ávida invade la mía con locura y desesperación, mientras yo la abro para recibirlo y me entrego a él sin reservas.
Aprisionada contra el armarito, Dylan mete las manos por debajo de mi vestido y me desgarra las bragas. Es la primera vez que tenemos contacto tras el aborto y tiemblo. Lo necesito.
Sin soltarme, se desabrocha el pantalón y una vez saca su duro pene, de una tremenda embestida se introduce totalmente en mi interior mientras me besa. Me abro para acoplarme a él y, agarrada a sus hombros, adelanto la pelvis para recibirlo.
No me ha engañado. Lo sé. Lo percibo. Mi sexto sentido de mujer me grita que lo dice para que me marche porque está harto y cansado de mí.
Hacemos el amor con furia y desenfreno. Cuando retira la boca de la mía, me mira. Yo lo miro también. Observo sus ojos apenados y la herida de su ceja. Siento la necesidad de besársela, pero no puedo. Nuestros movimientos son tan rotundos que pienso que le voy a hacer daño. Una y otra y otra vez nos acoplamos el uno al otro, mientras nuestros fluidos nos empapan y, cuando le muerdo el labio inferior, temblamos de placer e, irremediablemente, antes de lo que habría deseado, llegamos al clímax.
Permanecemos abrazados unos segundos con la respiración entrecortada, hasta que Dylan me suelta. Me da una toalla de papel y, sin decir nada, nos limpiamos.
—Márchate —dice luego.
Niego con la cabeza. No, no puede ser cierto que me lo esté diciendo y, al ver que no me muevo, insiste:
—He dicho que te marches.
—No, Dylan —sollozo—. No quiero. No creo lo que dices. Estás furioso por lo que has visto y…
—Mira, Yanira —sisea desesperado—, quiero dejar de ser la parte negativa de tu carrera y necesito que tú dejes de amargarme la vida y la existencia.
—No. —Me sigo negando sin moverme.
Él me coge del brazo con fuerza y, mirándome con rabia, masculla:
—Vete, no eres buena para mí.
Sus duras palabras me destrozan, me rompen el corazón. Cierra los ojos para no ver mis lágrimas y cuando los abre, dice:
—Hablaré con mi padre para que nos prepare los papeles del divorcio.
—No… No lo hagas. Yo te quiero —suplico.
No me escucha. Dylan no me escucha y prosigue:
—Quédate con la casa. Yo volveré a la que tenía antes, es lo mejor.
—No digas eso, por favor… No… —Y a punto de que me dé un infarto, murmuro, intentando abrazarlo—: No haré esa gira. No iré. La anularé.
Desasiéndose de mis manos, contesta con voz rota:
—Eso ya no me sirve. Ya no tiene valor para mí.
—Dylan…
—Márchate, Yanira… Fuera de mi vida.
Su voz suena tan rotunda que pienso que nada de lo que diga o haga lo va a hacer cambiar de opinión. Quiero gritarle que lo quiero, que sé que me quiere, pero una vez se abrocha el pantalón, sale de nuevo del cuartito y esta vez oigo que se marcha de su despacho dejándome sola y desconsolada.
El corazón se me va a salir del pecho. ¿Cómo hemos podido llegar a esa situación?
Diez minutos después, cuando consigo dejar de temblar, cojo mis bragas rotas del suelo, las guardo en el bolso y salgo del despacho, del hospital y, cuando llego a nuestro hogar, definitivamente sé que me acaba de echar de su vida.
Dylan ya no regresa a nuestra casa, ni esa noche, ni al día siguiente. No llamo a nadie. No aviso a nadie. Quiero estar sola, rumiando mi desgracia.
El lunes, tras un fin de semana de soledad, llamo a la discográfica. Haré la gira europea y latinoamericana. Necesito marcharme y olvidar.