Tengo todo excepto a ti
Cuando me despierto, estoy en una cama de hospital. Dylan se encuentra a mi lado y cuando abro los ojos, me murmura con cariño, mientras me retira el pelo de la cara:
—Hola, preciosa.
Con la boca pastosa, contesto:
—Hola…
Los recuerdos se abalanzan sobre mí como un tsunami y los ojos se me llenan de lágrimas. Intuyo lo que ha pasado y Dylan, con gesto abatido, me besa la frente con ternura mientras me dice:
—No te preocupes, cariño… tendremos otro bebé.
Esa tarde, cuando el médico viene a hablar con nosotros, la única explicación que nos da de lo ocurrido es que la naturaleza es muy sabia y que, si ha pasado, es porque algo en el feto no iba bien.
Al día siguiente regresamos a Los Ángeles, y una vez en casa, me encierro en la habitación, donde lloro y lloro. Dylan se muestra muy cariñoso conmigo. Hablo con mi familia y se apenan tanto como yo por lo ocurrido. Mi madre quiere venir a verme, pero yo no la dejo. Deseo regresar cuanto antes a mi vida.
Todos me consuelan, pero yo no consigo sobreponerme. Me culpo de lo ocurrido. Tendría que haberle hecho caso a Dylan. Tendría que haber descansado, pero no lo hice y el resultado ha sido catastrófico.
Mis amigas se turnan para no dejarme sola cuando Dylan se va a trabajar. No me dejan ver la televisión ni leer la prensa. La noticia de mi aborto está en todos los titulares y, aunque creen que no los veo, desde mi móvil me martirizo leyendo las terribles cosas que insinúan.
Cuando llega Dylan por las noches, se desvive por mí, pero lo noto distante. Intuyo que en su interior guarda algo que tarde o temprano tendrá que salir. Desde que ha ocurrido lo del bebé, trabaja más que antes. No sé si lo hace porque verdaderamente tiene mucho trabajo o porque no quiere estar conmigo.
Una tarde, llega antes de lo habitual, se ducha y se pone un esmoquin. Sorprendida, entro en la habitación.
—¿Adónde vas?
Con gesto serio y sin mirarme, responde mientras se ajusta la pajarita:
—Hay una gala en el hospital para recaudar fondos para la nueva sala de neonatos.
—¿Por qué no me lo has dicho? —pregunto—. No lo sabía, aún no me he vestido y…
—Tú no vienes, Yanira.
Su voz, su tono tan serio, me inquietan.
—¿Por qué no? —Como él no responde, abro un armario e insisto—: Si me das media hora, prometo estar lista y…
—Si no te lo he dicho es porque no quiero que vengas.
Su rotundidad y su frialdad, me dejan tan atónita que cierro el armario y no digo nada más. Salgo de la habitación y, un rato después, tras darme un fugaz beso, se va.
La brecha entre nosotros ya es totalmente visible. Incomunicación total.
Lloro angustiada y soy consciente, sin que él me lo diga, de que me quiere lejos de su trabajo y de sus compañeros. Seguramente se avergüenza de mí.
Cuando llega de madrugada, me hago la dormida mientras lo veo desnudarse y meterse en la cama. No lo toco ni me toca, y una lágrima corre por mi mejilla.
Con todo lo que yo estoy llorando por lo ocurrido, a él no lo he visto soltar ni una lágrima delante de mí. ¿Sufrirá? Sabía que era duro, pero nunca pensé que pudiera serlo tanto. Su actitud me recuerda a veces a la de su padre y eso me produce un escalofrío.
Al día siguiente, se va a trabajar sin que hablemos nada. Sabe que estoy molesta por lo ocurrido, pero no pregunta. No se interesa por mí. Intento comprenderlo, intento no reprocharle nada. Pero necesito que me hable, que me chille o se enfade conmigo Necesito que nos comuniquemos, como siempre hemos hecho, pero él no quiere.
Varios de los responsables de la discográfica se ponen en contacto conmigo. Todos menos Omar. Aunque Dylan les pidió que anularan la gira, no le hicieron caso e insisten en que la haga. Dudo. Ahora ya no estoy embarazada y no sé qué responder.
Llamo a Omar. Hablo con él y me dice que entiende a su hermano y que, por una vez, no se va a meter. Yo he de decidir sola qué hago con la gira.
Esa noche, tras la cena, se lo comento a Dylan y, con mala cara, dice:
—Yanira, ese tema ya lo dejé zanjado. Anulé la gira.
Su rotundidad sin importarle lo que yo piense, me subleva, y respondo molesta:
—La última palabra la tengo yo, no tú. Es mi gira, mi trabajo. Tú tomaste esa decisión en un momento de calentón y…
—He tomado la mejor decisión para nosotros.
—¡¿Para nosotros?! —grito nerviosa—. Dirás para ti.
Mis palabras, cargadas de tensión, hacen que me mire y, con gesto impasible, responde:
—Tranquilízate, estás muy alterada.
Sin hacerle caso, vuelvo a gritar:
—¡¿Cómo me voy a tranquilizar con lo que dices y haces?! ¿Qué te ocurre? No me hablas, no me tocas, no me miras. ¿Tanto me odias por lo ocurrido?
Él deja la servilleta sobre la mesa y murmura con gesto de enfado:
—Mira, Yanira, yo no te odio, pero haz lo que quieras. No es mi intención ser la nota discordante de tu carrera. Toma tú tus propias decisiones, tanto si son acertadas como si no.
Su voz…
Su gesto…
Su contestación…
Veo la rabia que guarda en su interior y digo:
—¿Por qué nunca me has dicho que tienes problemas en el hospital por mi culpa? ¿Por qué?
Dylan me mira sorprendido y pregunta:
—¡¿Qué?!
—Sé que llevas tiempo aguantando comentarios, habladurías y…
—Lo que yo aguante en mi trabajo o fuera de él es cosa mía. Tú no tienes por qué preocuparte.
—¡Te equivocas! —grito, al ver que me lo confirma—. Me preocupo. Eres mi marido y me inquieto. Nuestro mundo perfecto se está desmoronando y… y… ¡joder! Pero si hasta me excluyes de tu vida social como si fuera la peste y no me cuentas que…
—¿Qué quieres que te cuente? —sube la voz, cortándome—. ¿Que tengo que soportar cómo se mofan de mí mis compañeros cada vez que te atribuyen un nuevo romance o dicen que te han visto en una fiestecita? ¿O te comento lo feliz que me hace ver que mi mujer es la comidilla de las enfermeras, o quizá te explico lo mal que me sienta ver los putos titulares de la prensa? Mira, Yanira, no me cabrees más, que bastante aguanto ya por ti.
Sin duda, tenemos una conversación pendiente y decido que sea aquí y ahora. Así que me recuesto en la silla y digo:
—Estoy recuperada. Dime lo que me tengas que decir.
Dylan frunce el cejo y pregunta:
—¿A qué te refieres?
—Sé que el problema no es sólo lo que has mencionado. Hay más, ¿verdad?
—¿De qué hablas?
Lo miro con dureza.
—Sabes muy bien a lo que me refiero. Vamos, ¡dímelo!
Su gesto impasible me pone el vello de punta.
—Yanira, déjalo.
—¡No! —grito levantándome—. No quiero dejarlo. Quiero que me digas lo que tienes guardado dentro. Deja de huir de mí quedándote en el hospital o encerrándote en tu despacho. Sé sincero y enfréntate a ello.
No responde. Se pasa la mano por el pelo, enfadado, pero no habla y por eso yo grito:
—¡Sé que piensas que yo tuve la culpa de la pérdida del bebé. Sé que piensas que si te hubiera hecho caso nada de todo esto habría pasado y… y…!
Me echo a llorar. Dylan se levanta para abrazarme, pero yo, deteniéndolo, chillo:
—¡Dímelo!
Se resiste. Noto que sus sentimientos lo carcomen por dentro y finalmente susurra:
—No pienso nada de lo que dices. No sé por qué crees que yo…
—¡Mentiroso!
El cabreo de Dylan sube como la espuma y cuando ya no puede más, grita también, con ojos furiosos:
—¡No creo que tuvieras la culpa de la pérdida del bebé, esas cosas pasan. Pero sí creo que deberías haberte cuidado un poco más! —Y antes de que yo pueda responderle, añade—: Si me hubieras hecho caso, quizá…
—Quizá no habría pasado, ¿verdad? —finalizo su frase—. ¿Lo ves? Lo piensas. Me culpas de ello.
Dylan se toca la frente. Sin duda se acaba de dar cuenta de que tengo razón y se da la vuelta para marcharse. Yo lo miro sin decir nada y, antes de llegar a la puerta, se para, se vuelve y, mirándome, dice:
—La última vez que tuvimos una discusión, te prometí que no me iba a aislar, te dije que pasara lo que pasase, tú recogerías los pedazos.
Asiento. Es verdad, aunque en este instante no me apetece recoger nada.
Nos miramos con dureza a los ojos. Esta ilusión perdida sin duda se va a llevar parte de nosotros con ella y, con gesto duro, Dylan dice:
—Estoy muy dolido al pensar que antepusiste esos conciertos a nuestro bebé. Estoy atormentado porque no me dejaste cuidarte. Estoy harto de verte en la prensa y de que todos en el hospital me miren compadeciéndose o riéndose de mí. Estoy cabreado por ser la nota discordante en tu carrera. Estoy triste porque yo quería a ese bebé tanto como tú. Y estoy furioso porque no sé cómo superar el dolor y la decepción que siento sin estar enfadado contigo.
Sus palabras son muy duras y no sé qué responderle.
Sólo estamos a dos metros de distancia, pero es como si estuviésemos a cinco mil. Nunca en todo el tiempo que llevamos juntos he tenido esta sensación de vacío tan tremenda y, sin saber qué decir, paso por su lado y me voy a la habitación a llorar.
Me quiero morir.
Esa noche, Dylan no duerme a mi lado. Se queda en su despacho hasta que al día siguiente se va a trabajar.