Ya nada volverá a ser como antes
Nueve días después, le dan el alta a Preciosa.
La Tata, mi suegro y ella se quedan en casa de Omar con Tifany, mientras que Omar debe buscarse otra casa. Contra todo pronóstico, en el peor momento de su vida, Tifany va a contar con el apoyo de los Ferrasa y eso me alegra. Mi guapa y cariñosa cuñada se lo merece.
Contratan a una mujer acostumbrada a cuidar a pacientes diabéticos. Y, aunque al principio Preciosa no se lo pone fácil a ninguno con el tema de los pinchazos, al final vuelve a ser Tifany quien se hace con la pequeña y consigue que esta colabore algo más.
Mi suegro y otro abogado están con el papeleo del divorcio y me río cuando Tifany me cuenta que Anselmo se enfadó cuando se negó a que Omar le pasara una pensión. Sin duda alguna, el viejo se debe de estar comiendo sus palabras una tras otra.
Algo que hemos intentado que no cambie entre Coral, Valeria, Tifany y yo es el Pelujueves. Dos jueves al mes salimos a cenar, cotilleamos y después siempre terminamos en el local de Ambrosius. Se puede decir que estamos abonadas a los destornilladores, especialmente Tifany. La tía se los toma que da gusto verla. A mí ya no me dejan beber, y lo acepto, tengo que pensar en mi bebé.
Mis vómitos continúan. Desde que sé que estoy embarazada, mi cuerpo no me da tregua, pero no pienso darme por vencida e intento seguir con mi vida.
En este tiempo intento hablar con Dylan. Le pregunto si en el hospital todo va bien. Él asiente, no quiere hablar de eso. Sólo quiere cuidarme y mimarme, aunque a veces me agobia. Se pone tan pesado con la comida, con las vitaminas y con que descanse, que me tengo que enfadar con él.
¡Joder, que estoy embarazada, no enferma!
La noticia todavía no se ha filtrado a la prensa. Pero no hay semana que no aparezca en alguna portada con motivo de mi «descontrolada» vida. ¡Hasta me han liado con Tony! Increíble.
El 17 de julio está programada la operación de reasignación de sexo de Valeria y, como un clavo, sus tres amigas estamos con ella en la habitación para animarla y que sienta que no está sola. Cuando se la llevan, nos emocionamos y yo lloro a moco tendido. El embarazo me hace estar así de sensible.
Dylan viene a vernos. Me besa, me mima y luego me pide que me vaya del hospital. Dice que no es sitio para una embarazada. Me niego. Yo de aquí no me muevo hasta que vea a mi amiga. Al final desiste. Sabe que no voy a ceder.
Paso la mañana entre náuseas y, cuando todo termina y podemos entrar a ver a Valeria por turnos, me tranquilizo. Ella está dormida, pero le doy un beso y prometo regresar al día siguiente.
Al salir, oigo a unas enfermeras hablando en una salita.
—Sí… sí… se la ha relacionado con Tom James, Gary Holt y Raoul First. Vamos, que la tía no para.
—Qué pena, con lo mono que es el doctor Ferrasa. Podría haber continuado con la doctora Caty. Ella sí que lo habría tratado como se merece.
—Pobre doctor, lo que está aguantando.
Sin detenerme, salgo de allí para no liarla parda.
Durante varios días, vamos siempre que podemos a ver a Valeria y yo soy consciente de cómo me observan las enfermeras. La víbora que hay en mí quiere salir y ponerlas a caer de un burro, pero no lo hago por Dylan. Sólo le faltaría eso. Además, lo importante ahora es Valeria. El día que le dan el alta, nos juntamos las cuatro. La llevamos a su casa y nos ocupamos de que se sienta protegida y querida. Somos su familia. Entre risas, nos enseña el dilatador vaginal que le han dado y todas nos mofamos de lo bien que se lo va a pasar.
El 25 de julio, vamos camino de Nevada y yo estoy hecha unos zorros. Tengo que actuar allí y Dylan se ha pedido unos días libres para acompañarme. En el autocar donde viajamos, todo el equipo me mima y me cuida y me dicen una y mil veces que tengo que descansar.
Tifany no se apunta a esta minigira. Ha decidido quedarse cuidando de Preciosa y de Valeria. Su instinto protector con ambas es mayor que el de una leona y cualquiera le lleva la contraria. Como Valeria está recién operada, contratamos a una amiga suya como peluquera, y rápidamente veo que Omar y ella se hacen ojitos.
¡Sin palabras!
Sé que mis compañeros tienen razón al recomendarme prudencia, y quizá debería bajar el ritmo, pero no quiero darles más quebraderos de cabeza a Omar ni a la discográfica. Mi cuñado no me ha dicho nada, pero lo sé por uno de los socios que dio la cara por mí. Por lo visto, al enterarse de que yo estaba embarazada, tuvieron una bronca monumental. Por eso no he anulado estas cuatro actuaciones. Cuando acabe, le he prometido a Dylan relajarme hasta que comience la gira de septiembre y, aunque no le convence, acepta. No le queda más remedio.
Antes de llegar a Nevada, paramos en una gasolinera a repostar. Mientras, bajamos a estirar las piernas y yo voy con las chicas al aseo. Al salir, unos jovencitos me ven y quieren hacerse una foto conmigo. Acepto encantada y luego, uno de ellos me agarra por la cintura y me dice:
—¿Qué tal si me das tu teléfono y quedamos?
Con una sonrisa, me deshago de su mano y respondo todo lo educada que puedo:
—Lo siento pero no.
Dylan, que nos ve, se acerca a nosotros en el momento en que el chico suelta:
—¿Qué pasa, que sólo te acuestas con famosos?
No me da tiempo a responder, porque el puñetazo de Dylan me deja sin habla. Omar se acerca rápidamente y sujeta a su hermano, mientras este suelta por la boca toda clase de improperios. Como podemos, lo metemos en el autocar, donde consigo tranquilizarlo.
Cuando llegamos al hotel estoy sin fuerzas y nada más entrar en la habitación, me tumbo en la cama. Quiero dormir. Necesito descansar. A las siete y media llaman a la puerta. Es Omar para que vaya a hacer la prueba de sonido. Cuando Dylan cierra la puerta, me mira y dice:
—No deberías ir. ¿No ves que no estás bien?
No le contesto. No quiero volver a discutir. Últimamente discutimos demasiado y siempre por el mismo tema.
Me levanto con esfuerzo, entro en el cuarto de baño y me ducho. Él no me sigue y casi se lo agradezco. Tras la ducha, me encuentro mucho mejor y al salir sonrío:
—Vamos, cariño, cambia esa cara. Me encuentro genial, ¿no me ves?
Dylan me mira con atención y al ver que yo le guiño un ojo, finalmente sonríe y musita:
—No sé qué voy a hacer contigo.
Dos horas después, tras la prueba de sonido, regresamos al hotel. El macroconcierto empieza a las doce de la noche y yo soy la séptima en actuar. El malestar vuelve a apoderarse de mi cuerpo, pero no me dejo vencer. Si lo hago, si demuestro mi debilidad, Dylan comenzará de nuevo con su cantinela y volveremos a discutir.
A las once y media, vestida y maquillada, bajo a la recepción del hotel y mi amor, al verme, susurra:
—¿Te he dicho que me encanta cómo te queda ese pantalón?
Sonrío, giro sobre mí misma y, tras darle un rápido beso, respondo:
—Esta noche cuando regresemos, te lo recordaré.
Entre risas, subimos al coche de la organización que va a llevarnos al lugar del concierto. El sitio está a rebosar de gente dispuesta a pasarlo bien. Me encuentro con distintos artistas que conozco y hablo con ellos. Dylan también lo hace y parece relajado. Casi tres horas más tarde, me toca actuar. Le doy un beso y salto al escenario, donde todo el mundo me recibe con aplausos.
Feliz de estar aquí, canto dos canciones mientras me muevo con mis bailarines y el público y lo paso bien. Tras cantar la tercera, intento despedirme, pero todo el mundo pide How Am I Supposed to Live Whithout You, del grandísimo Michael Bolton y, tras mirar a Omar y este asentir encantado, les hago una seña a mis músicos y la interpreto mientras busco a Dylan con la mirada en un lateral del escenario y la canto para él. Sólo para él.
Cuando termino, la gente aplaude a rabiar y yo me despido lanzando mil besos al aire. Al bajar, Dylan me espera, me coge en brazos y dice:
—Ahora a la camita. Lo necesitas.
Me acurruco contra su pecho y noto varios flashes a mi alrededor. Nos fotografían mientras yo lo beso llena de amor.
Al día siguiente, cuando bajamos para desayunar con el grupo, Omar levanta un periódico y dice:
—Dylan, creo que te va a llegar una demanda.
Miramos las fotos. En una se me ve a mí y al chaval de la gasolinera hablando, mientras él me tiene sujeta por la cintura y en la siguiente se ve a Dylan atacándolo. El titular es «El doctor Ferrasa pierde los nervios con su mujer». Leemos el artículo, en el que se dice que Dylan se puso celoso al verme excesivamente cariñosa con el chico.
¡Serán embusteros!
Me pongo nerviosa y Omar me enseña otro periódico en el que se ve otra foto mía en brazos de Dylan, besándonos. El titular dice «Yanira y su marido. Pasión en el concierto». Ahora me río. Dylan también y, besándome, murmura:
—No te preocupes por nada.
No contesto, pero me preocupo y mucho al pensar en cuando su jefe vea todo eso.
Sobre las ocho y media de la mañana, todo el equipo nos dirigimos en el enorme autocar hacia Wyoming. Nuestra segunda actuación es allí. Cuando llegamos, repetimos lo del día anterior, con la diferencia de que esa noche yo me encuentro genial. Cuando llego a la habitación del hotel, mientras me ducho con Dylan, me acerco a su oído y susurro:
—Adivina quién soy esta noche.
Divertido, me mira y yo lo cojo del pelo y lo hago agacharse. Se arrodilla delante de mí mientras yo lo miro desde arriba y le digo:
—Soy Eleonora, tu dueña, y harás todo lo que te mande.
Dylan ríe juguetón. Cierro el grifo de la ducha y, agarrándolo otra vez del pelo, lo hago levantarse y ordeno:
—Sécame.
Sin dudarlo, coge un albornoz, me lo pone y, cuando va a atarme el cinturón, yo lo saco de las presillas y, pasándoselo a él alrededor del cuello, lo ato y, una vez lo tengo sujeto, murmuro:
—Sígueme…
—Debes dormir, cariño… dentro de seis horas salimos de viaje.
—Chisss… ¡a callar! —exijo.
Lo llevo hasta el sofá de la bonita habitación de hotel y, tras quitarme el albornoz y hacer que ambos nos sentemos sobre él, digo, entregándole el mando del televisor:
—Busca cine porno.
—Pero si no te gusta, cariño.
Al oír eso, le cojo el pene y, apretándoselo, siseo:
—¿A Eleonora, tu ama, le has dicho «cariño» y te atreves a desobedecerla?
Resopla con el cejo fruncido y, cogiendo el mando, cambia hasta encontrar el canal de pago. Introduce nuestro número de habitación y unas tórridas imágenes aparecen ante nosotros. Vemos que hay tres canales porno y yo le ordeno cambiar hasta que decido con cuál quedarme.
—Un polvo bestial, ¡buen título!
Dylan pone los ojos en blanco y yo sonrío divertida.
Por raro que parezca, a él no le atraen esas películas. Le parecen burdas y un mal reflejo de lo que es la sexualidad. Pero no rechista y la comenzamos a ver. En ella se ve a una joven pareja llegando a un hotel. Una vez en la habitación, él la desnuda y tralará, ¡lo de siempre! Se acabó el guion.
Mientras la miramos, me abro de piernas e incito a Dylan a que me chupe. Está excitado y no lo duda. Yo lo disfruto, hasta que de pronto, los de la tele adoptan una postura que yo no he probado nunca, así que lo agarro del pelo, lo hago mirar y digo:
—Eleonora te exige que le hagas eso.
Dylan mira la tele y, sonriendo, responde:
—No sé si Eleonora será tan flexible.
Vuelvo a ver la tele. La chica tiene la cabeza y los hombros en el suelo, la espalda en la parte de abajo del sillón y las piernas dobladas sobre ella como un ovillo, mientras el chico se la tira. ¡Vaya posturita!
Sin pensarlo dos veces, pongo el albornoz en el suelo mientras Dylan protesta:
—Cariño, por Dios, ¡que te vas a hacer daño!
Me río. Está claro que hoy somos incapaces de entrar en el juego de «Adivina quién soy esta noche» y, levantando las piernas y dejándolas caer sobre mi cabeza, digo:
—Vamos… ¡házmelo!
Desde el suelo, miro la cara de él. ¡No da crédito!
—Caprichosa, que te vas a hacer daño —repite—. Ponte bien.
Pero yo quiero hacerlo así e insisto sin moverme al ver su pene erecto.
—Inténtalo al menos. Si veo que me hago daño, te lo digo.
Dylan resopla. Pone una pierna a cada lado de mi cuerpo y, agachándose, guía su miembro hasta mi vagina y me penetra.
Ambos jadeamos. La postura promete. De nuevo se hunde en mí, que casi me ahogo, y cuando se empieza a animar, no aguanto el dolor de cuello y digo:
—Dylan… cariño… para, que me partes el cuello.
Rápidamente se detiene. Me ayuda a levantarme y, entre risas, me siento en el sofá. Con delicadeza me toca el cuello, me lo palpa, y cuando ve que estoy bien y llena de deseo, dice:
—Ven aquí, Eleonora, que te voy a dar lo tuyo.
Mi risa le gusta y, corriendo, entro en el cuarto de baño. Consigo llegar hasta la ducha, donde, juguetones, forcejamos y cuando me tiene de rodillas en el suelo mirando la pared, con una rodilla me abre las piernas y, penetrándome, murmura mientras jadeo:
—Así está mejor, ¿no crees, fierecilla?
Asiento. Con la cara pegada a la pared de la ducha, siento las fuertes embestidas de mi amor mientras nuestros jadeos llenan la estancia. Pasándome un brazo por la cintura, me sujeta para que no me pueda mover y, mientras da una serie de embestidas fuertes, certeras y rápidas, me dice al oído:
—Imagina que detrás de mí hay otro hombre más, dispuesto a follarte. Nos está mirando y espera a que yo acabe contigo para poseerte. Te meterá su dura polla y te penetrará para que grites de placer y yo lo oiga. Le he pedido que te folle como sé que te gusta y cuando acabe contigo, seré yo de nuevo quien entre en ti, y así sucesivamente hasta que ya ninguno de los dos pueda más.
Loca, enajenada por la situación que me describe, alcanzo el clímax con un grito delirante e instantes después él me sigue. Desde que hicimos aquellos tríos, ambos deseamos repetirlo, pero con el embarazo todo se ha frenado.
Esa noche dormimos abrazados y agotados.
¡Cuando suena el despertador me quiero morir!
No tengo fuerzas, pero sin quejarme, me levanto y, tras arreglarnos, bajamos al restaurante del hotel para desayunar. Apenas hemos descansado tres horas y estoy exhausta. En el autocar vomito varias veces y, angustiado, Dylan sufre por mí. Pobrecillo, lo mal que se lo estoy haciendo pasar. Omar se interesa por mi estado y ambos hermanos intercambian unas palabras no muy agradables. Al final tengo que poner paz. Sólo me falta oírlos discutir.
Al llegar al hotel, no tenemos tiempo de descansar. Omar nos mete prisa para que vayamos a la prueba de sonido y Dylan vuelve a discutir con él y le dice si no ve cómo estoy. Omar me mira. Me pregunta qué quiero hacer y, sin dudarlo, yo contesto que iré a la prueba de sonido.
Dylan se desespera.
Durante la prueba, tengo que parar dos veces para vomitar y cuando paro la tercera vez, Dylan sube al escenario y me hace bajar entre gruñidos. Omar nos mira, pero no dice nada. Sin duda sabe que su hermano tiene razón.
Cuando llegamos al hotel, Dylan me obliga a meterme en la cama mientras grita como un poseso que esa noche no hay actuación. Está muy enfadado y me quedo callada. No puedo con mi alma. Pero sin que me vea, cuando entra en el baño, cojo mi móvil y me pongo una alarma para despertarme. Debo actuar, le guste o no.
Cuando la alarma suena y me despierto sobresaltada, Dylan, que está a mi lado, para el sonido y, besándome en la frente, murmura:
—Descansa. Lo necesitas.
Es lo que me pide el cuerpo y no me muevo, pero un par de minutos después me levanto y, al ver su cara de enfado, digo:
—No me mires así. Tengo que actuar.
—No. He hablado con Omar y he suspendido tu actuación.
—¡¿Qué has hecho qué?! —grito incrédula.
Dylan, acariciándome la cara, insiste:
—Estás embarazada, cariño, y no te encuentras bien.
Enfadada por lo mal que me encuentro y por lo que él ha hecho, grito:
—¡¿Quieres hacer el favor de no ser tan negativo y ayudarme?!
—¿Qué? —pregunta sorprendido.
—Te pido ayuda para salir de esto.
Ofuscado, me mira y vocea fuera de sí:
—¡Cuídate y déjame cuidarte. Anula los conciertos y las jodidas giras y saldrás de esto!
—¿Esa es tu solución?
—¡Sí! —chilla.
Resoplo. Sin duda lo de las giras lo martiriza y siseo:
—¿Quieres dejar de ser la nota discordante y molesta de mi carrera?
Nada más decirlo, me arrepiento. Si alguien está al cien por cien conmigo ese es Dylan. No es justo lo que acabo de decir y murmuro:
—Lo siento, cariño… no pensaba lo que he dicho.
Cierra los ojos. Seguro que está contando hasta mil y, cuando los abre, responde:
—Si quieres que te perdone, túmbate y descansa.
Niego con la cabeza y Dylan suelta un bufido de frustración.
—Maldita cabezota.
No contesto. Sé que tiene razón, pero me pongo en marcha. Llamo a Omar y le digo que actuaré. Increíblemente, mi cuñado dice que no, que no estoy bien. Pero es tal mi insistencia, que al final cede.
Cuando viene la amiga de Valeria a maquillarme, lo hace en silencio. Sin duda, el gesto adusto de Dylan la intimida; cuando acaba, se va lo más rápido que puede. Una vez nos quedamos solos en la habitación, me vuelvo hacia él y digo:
—Cariño, estoy bien, ¿no lo ves?
—No, no lo veo. Deberíamos coger un vuelo directo a casa, donde deberías meterte en la cama y descansar.
Su instinto protector, como siempre, prima sobre todo, así que me acerco a él y murmuro:
—Abrázame.
Lo hace. El placer de sentir sus brazos a mi alrededor calma momentáneamente las molestias del embarazo y se lo agradezco. Me besa el pelo y dice:
—Vámonos a casa. Yo hablaré con Omar y los de la discográfica y lo solucionaré todo. Vamos a tener un bebé y deberías anular la gira. Aún estás a tiempo.
—No, Dylan, no me pidas eso —contesto, apartándome de él—. No me pidas que renuncie a mi sueño.
Desesperado me mira y gruñe:
—No te pido que renuncies a tu sueño, sólo te pido que lo pospongas. ¿No te das cuenta de que en tu estado es muy difícil hacer lo que pretendes?
—¡Sólo serán unos meses!
—Mírate, Yanira, ¿acaso estás bien? —pregunta enfadado. No contesto, no quiero mentirle—. Si estuvieras bien, yo no te diría lo que te estoy diciendo. Piensa en lo que haces, cariño, piénsalo antes de que sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde para qué?
Me mira ceñudo y cuando va a contestar, llaman a la puerta. Es Omar. Me pregunta si estoy bien y yo asiento. Dylan no dice nada, se mete en el cuarto de baño y cierra de un portazo.
Esa noche se niega a acompañarme a la actuación. Enfadada por su rabieta, yo también salgo dando un portazo e, inspirando hondo para contener las náuseas, me meto en el coche. Horas después, cuando subo al escenario, intento dar todo lo que puedo. Canto y bailo, pero me noto floja, muy floja. Aguanto como puedo y, cuando acabo, tras sonreír y saludar, me voy a la parte trasera del escenario, donde Omar me agarra y, al ver mi estado, exclama:
—¡Por Dios, Yanira! Deberías haberte quedado en el hotel. Dylan me va a matar.
—Tranquilo —digo sonriendo—. Primero me matará a mí.
Cuando llegamos a la habitación y Dylan ve cómo estoy, rápidamente me tumba en la cama y, medio inconsciente de cansancio, lo oigo gritarle a su hermano todas las barbaridades que se lleva guardando hace tiempo. Discuten y, sin fuerzas para protestar, oigo que Dylan le dice a Omar que anule todas las giras. Que no voy a ir.
Esa madrugada, me despierto sobresaltada. El corazón me va a mil y tiemblo como una hoja. Dylan está a mi lado, trabajando con el ordenador, y rápidamente me pregunta:
—¿Qué te ocurre?
Asustada, respiro con dificultad y me toco el corazón. En realidad, no sé qué me ocurre, pero sé que me pasa algo. Dylan me pide que me explique, pero no puedo. De pronto, siento que algo caliente me corre por los muslos y, apartando la sábana, veo la sangre entre mis piernas. Bloqueada, me quedo mirándola sin moverme, hasta que Dylan me tumba en la cama y su expresión me indica que está tan asustado como yo. Pero mantiene la calma y dice:
—Cruza las piernas y tranquila, cariño. Llamaré una ambulancia.
Lo siguiente que recuerdo es la ambulancia, la cara de Omar, las palabras de amor de Dylan y la oscuridad.