24

Vi

Al día siguiente, en YouTube han subido la canción que canté con la orquesta.

Omar llama para decírnoslo y, alucinados, Dylan y yo vemos que tiene nada menos que dos millones de visitas en menos de veinticuatro horas.

¡Increíble!

Los días pasan y mi popularidad sube como la espuma. Me invitan a distintos programas de televisión, donde canto y promociono mi disco, y donde también me piden que cante la canción de Michael Bolton. Les encanta.

A finales de mayo comienzo mi gira. Contratamos a cinco bailarines. Liam, Mike y Raúl, que aparte de tener unos cuerpazos de infarto bailan que te dejan con la boca abierta, y dos chicas, Selena y Mary, que además de bailar me hacen los coros.

La gira por Estados Unidos es la bomba y acabamos el doce de junio. El público me adora y me reciben como a toda una estrella allá adonde voy. Y no me permiten terminar los conciertos sin cantarles la canción de Michael Bolton. Al final, la incluyo en mi repertorio, junto con otras más.

Los periodistas me siguen, me acosan, me inventan romances con todo bicho viviente, pero yo estoy tranquila, porque Dylan confía en mí. Cree en mí.

Durante el tiempo que estoy de gira, me visita siempre que puede. Y cuando el trabajo no se lo permite, nos conformamos con hablar por Skype cuando llego al hotel.

En junio, mi hermano Garret viaja a Los Ángeles para asistir a su convención de La guerra de las galaxias.

¡Yo me la voy a perder!

Como yo estoy fuera, Dylan se ocupa de él y Garret disfruta a lo grande. ¡Es el hermano de Yanira, la cantante de moda, y cuñado de Dylan Ferrasa! Se hace fotos con David Prowse, el que hizo del villano Darth Vader, y con Peter Mayhew, que dio vida al extraterrestre Chewbacca. Según me cuenta Dylan, Garret lo pasa de miedo y él sonríe mientras me explica lo curioso que le ha resultado asistir a ese tipo de evento. Cuando acabo la gira americana, Dylan me recibe en el aeropuerto con un gran ramo de flores. Los periodistas nos rodean y él, dejándoles claro que no se cree las tonterías que publican, me abraza y me besa delante de todos ellos. Los titulares del día siguiente son: «Romántico reencuentro de Yanira y su marido, el doctor Dylan Ferrasa».

Unos días después de mi llegada, llamamos a Valeria. Tenemos que hablar con ella de su operación y viene a casa. Durante mi ausencia, Dylan le ha concertado una visita con un colega para al cabo de dos días. La cara de la pobre es un poema e incluso se marea de la impresión.

Dylan y yo nos asustamos y la atendemos rápidamente, y cuando se recupera, llora y llora y nos da las gracias. Yo la abrazo. Sé lo importante que es para ella.

Dos días después, Coral, Tifany y yo la acompañamos al hospital. Las cuatro nos hemos hecho muy amigas. Aguardamos en la sala de espera, mientras una enfermera nos mira con cara agria. Especialmente a mí. Sin duda debe de haber oído los cotilleos y, por su actitud, ya me ha crucificado.

Coral, al verla, quiere decirle cuatro cosas, pero la freno. Ella sisea:

—¡Además de antipática, fea! Lo tiene todo, la colega.

Nos reímos las tres y la enfermera nos hace un gesto para que nos callemos. ¡Ni caso! Pasamos de ella. Media hora más tarde, cuando Valeria sale de la consulta, nos mira y, enseñándonos un papelito, dice contenta:

—Tengo que hacerme estas pruebas y, si todo sale bien, ¡el 17 de julio me operan!

Las cuatro nos abrazamos y gritamos, mientras la enfermera protesta de nuevo y ordena que nos callemos, aunque no lo consigue.

Nos vamos a celebrarlo a casa de Valeria. Desde que soy tan conocida, no puedo caminar por la calle con normalidad. Allí, brindamos por la pedazo de tía que es Valeria.

¡Olé y olé por ella!

Pocos días después, me marcho a Filadelfia. Tengo una actuación en una gala benéfica. Dylan viene conmigo y, una vez en la ciudad, salimos a cenar con unos amigos suyos. Al final de la noche, tiene un encontronazo con un periodista y terminamos discutiendo cuando yo intento mediar. El titular del día siguiente dice: «Dylan Ferrasa discute con su mujer. ¿Ruptura a la vista?».

Pero ¿cómo pueden ser de esa manera?

Cuando regresamos, decidimos mudarnos a nuestra nueva casa. Ya está terminada y ya podemos vivir en ella.

Los primeros días, el caos se apodera de nuestras vidas y Dylan se desespera. Odia el desorden y no encontrar sus cosas, pero cuando poco después todo está en su sitio y nos sentamos en el salón, en nuestro sofá de los abrazos, no puede estar más contento.

La otra casa la ponemos en venta y espero que pronto desaparezca de mi vida.

Día a día, habitación tras habitación, la vamos inaugurando haciendo el amor en todas ellas. No se salva ni una sola.

Por las noches, cuando Dylan llega del hospital y yo no estoy de viaje, me encanta estar en casa para recibirlo. A veces me animo a cocinar. En ocasiones la cosa resulta comestible, pero otras, mejor ni mencionarlas. Los días que no trabajamos, no salimos de casa. Aquí tenemos todo lo que necesitamos y salir a la calle supone no poder ser yo. Leemos, escuchamos música, hablamos, Dylan prepara ricas comidas y, por las noches, antes de irnos a la cama, bailamos abrazados a la luz de las velas, con la preciosa música de Maxwell.

Todo es perfecto…

Todo es maravilloso y romántico…

Todo es tan increíble que empiezo a temer que no pueda durar.

Organizamos una fiesta de inauguración, a la que viene mucha gente. Famosos a los que conocemos, médicos del hospital de Dylan, toda la familia Ferrasa y, por supuesto, mis incondicionales Coral, Valeria y Tifany. Sin ellas nada sería igual.

Preciosa viene también desde Puerto Rico con la Tata y Anselmo. Al verme, la pequeña me abraza, pero tras soltarme, se lanza a los brazos de Tifany y ya no se separa de ella. Sin duda alguna, la niña la quiere tanto como mi cuñada la quiere a ella, e incluso ya la llama «mamá».

Mi mirada se encuentra con la de mi suegro. Su gesto es hosco, pero yo me acerco a él y espeto:

—Tifany es una buena madre para Preciosa, digas lo que digas.

No responde, se hace el duro, pero al final sonríe. Seguramente el cambio de Tifany es visible también para él.

La fiesta es un éxito y al día siguiente hablan de ella en las crónicas de sociedad de muchos noticiarios y, alucinados, Dylan y yo vemos publicadas fotos de nuestro hogar. Sin lugar a dudas, alguno de los invitados nos la ha jugado.

Una tarde, cuando voy a salir para visitar a una locutora de televisión con la que he hecho bastante amistad, suena mi teléfono. Es Coral.

—Holaaaaaaaaaaaaaaaaa, Divacienta.

—Hola, Locacienta —respondo sonriendo.

—¿Estás en casa?

—Sí, pero no.

—Vale. Pues no te muevas que voy para allá.

—No —digo—. Salgo en este mismo instante. He quedado con Marsha Lonan.

—¿Con la supermegafamosa presentadora Marsha Lonan?

—Sí. Me ha llamado mil veces para tomar un café y siempre le digo que no y…

—Pues llámala y dile que hoy tampoco. Tengo que hablar contigo.

Eso me descoloca, pero le propongo:

—¿Qué tal si nos vemos y hablamos mañana?

—No, tiene que ser hoy.

Su exigencia me molesta y cambiando de tono de voz, digo:

—Joder, Coral, hoy no puedo. Te estoy diciendo que…

—Y yo te estoy diciendo que tiene que ser hoy.

Resoplo.

Plan A: la mando a la mierda.

Plan B: intento convencerla de que no puede ser.

Plan C: me enfado.

Sin duda el plan B. Si escojo el plan A, me va a mandar al mismo sitio y si me decido por el C, ella también se va a enfadar conmigo, así que insisto.

—Hacemos una cosa, te vienes a cenar esta noche y…

—No. —Y con mala baba, añade—: ¿Qué pasa, que esa Marsha es más importante que yo?

—No digas tonterías, Coral. Pero entiende que ya he quedado con ella y…

—Muy bien. ¡Que te den!

Y sin más me cuelga el teléfono.

«¡¿Cómo?! ¡¿Me ha colgado?!»

Alucinada y molesta por ese gesto tan feo, me guardo el móvil en el bolsillo del pantalón y cojo el bolso. Luego me encamino hacia la puerta, pero mi conciencia no me deja continuar.

Me paro, suelto el bolso y la llamo. No puedo estar enfadada con Coral. Lo coge y la oigo gritar como una posesa:

—¡Mira, diva de la música, me parece muy bien que tengas tiempo para todo el mundo, menos para mí. Con eso me dejas claro que no soy ni tan guay, ni tan cuqui como tus nuevas y glamurosas amiguitas. Si te llamo y necesito que sea hoy es porque la cosa es tremendamente importante!, ¡gilipollas! Pero si prefieres irte a tomar cafetito con la tal Marsha… ea, corre, no vayas a llegar tarde.

—¿Has terminado? —pregunto molesta cuando se calla.

No responde y yo, aún boquiabierta por ese ataque de celos, le digo:

—Has ganado. Te espero en mi casa. Y como se te ocurra volver a llamarme «diva» en el plan que lo has hecho, te juro por mi madre que lo vas a pagar.

Sin más, cuelgo. Llamo a Marsha, me disculpo con ella y quedo para otro día.

Cuarenta minutos más tarde, mi amiga aparece. Nos miramos y, antes de que yo pueda decir nada, abre la tapa de una caja blanca que lleva en las manos.

—Tarta de nata de la que te gusta. —No digo nada y ella prosigue—: Tienes dos opciones, comerla o tirármela a la cara.

—No me tientes —siseo.

Coral sonríe y, una vez entra, deja la tarta sobre un mueble, me coge de la mano, me lleva hasta el salón y, señalando el sofá, pregunta:

—Este es el sofá de los abrazos, ¿verdad?

Asiento. Así lo bauticé con Dylan. Y, abrazándome Coral hasta caer las dos encima del asiento, dice:

—Perdóname… perdóname, por favor… perdóname.

Sin poder continuar enfadada con la loca de mi amiga, le doy un beso para que sepa que no pasa nada y una vez nos soltamos, pregunto con voz cariñosa:

—Muy bien, ¿qué ocurre?

Coral resopla, se retira el pelo de la cara y suelta:

—Salgo con un hombre desde hace tiempo.

—Ahhhh… ¿Y por qué no me lo habías dicho? —me quejo.

Ella me mira y contesta:

—¿Le tengo que recordar a la señora diva que no ha parado de viajar y no ha tenido tiempo para mí?

—Ni para ti ni para nadie —aclaro en mi defensa.

Coral asiente y, olvidándose de lo dicho, prosigue:

—Pues bien, entró a trabajar un nuevo cocinero en el restaurante y al segundo día, cuando lo vi amasando el pan y me preguntó «¿Dónde está la harina?», te juro que me quedé sin aliento.

—¿Por qué? —pregunto sorprendida.

Coral, sin responder a mi pregunta, continúa:

—Al tercer día coincidí con él en la parada del autobús, pero no me habló. Yo lo saludé, pero él se limitó a asentir con la cabeza. Pero yo sólo recordaba sus manos amasando el pan y sus palabras «¿Dónde está la harina?». —Parpadeo confusa. No sé adónde quiere llegar—. Nos veíamos en el restaurante todos los días, pero luego, cuando nos encontrábamos en el bus, no me decía ni mu. Total, que tomé cartas en el asunto y al final le hablé yo. Y de eso pasamos a quedar tras salir del restaurante y, ¿sabes?, ¡al cabo de una semana no se había lanzado! Y yo me preguntaba, «¿Tan feacienta soy?».

Voy a decir algo, pero Coral me corta:

—Pero dos días después, lo invité a cenar a mi casa, porque ya no podía más del calentón que tenía y me lancé yo… Y, ¡oh, Dios mío!, le pedí que me amasara y me dijera una y mil veces eso de «¿Dónde está la harina?». Y lo hizo… —gesticula, haciéndome reír—. Sólo te puedo decir que, con él, las fases del orgasmo han subido a ocho.

—Pero ¿qué me estás diciendo? —contesto divertida.

—Lo que oyes… Joaquín me ha hecho descubrir la fase gravitatoria.

»Tras la séptima fase en la que veo las estrellas, la octava me hace gravitar a través de ellas durante minutos y minutos y minutos, mientras él me amasa y me reboza en harina. Por el amor de Dios, Yanira, mi astronauta me hace tener unos orgasmos increíbles y larguísimos, mientras me pregunta eso de «¿Dónde está la harina?».

Me parto de risa. ¿Harina? ¿Astronauta? Ver su cara de alucine y escucharla es tronchante.

Pero entonces, Coral añade:

—En definitiva, ¡que la he cagado! Que estoy en fase enamoracienta y ya me veo llamando al maravilloso David Tutera para que me organice una boda perfecta donde el tema central sea ¡la harina!

No puedo parar de reír.

—Se llama Joaquín Rivera, es peruano y te aseguro que cada vez que me va a hacer el amor, grito «¡Viva Perú!».

Me duele el estómago de tanto reír.

Coral me enseña una foto que lleva en el móvil del tal Joaquín, el astronauta, y, cuando me tranquilizo, pregunto:

—¿Este es él?

—Sí.

Incrédula, insisto:

—Pero si no es tu tipo de hombre.

Coral asiente, mira la foto con ojitos soñadores y murmura:

—Pero es el hombre que me hace gravitar orgasmalmente como ningún otro. ¿Y sabes lo mejor? Que me dice dulces y maravillosas palabras de amor sin avergonzarse y que nos entendemos hasta con los silencios.

Wepaaaaa… ¡esto me hace ver que la cosa va en serio!

Vuelvo a mirar la foto. Parece mayor que Dylan, no muy alto, nada guapo e incluso regordete. Al ver mi cara, Coral dice:

—Lo sé, la tableta de chocolate se le ha fundido y no es precisamente Brad Pitt. Pero Dios, ¡Dios!, me tiene loca… loca de atar con su barra de chocolate fondant.

Vuelvo a reírme y ella, guardándose el móvil, explica:

—Nunca pensé que yo me pudiera fijar en alguien que no fuera un muñeco jovencito, pero, mi niña, de pronto ha llegado Joaquín con esos ojos, con esa boca, con esa nariz redondita y respingona, ¡y no puedo dejar de pensar en él!

—Te has enamoradoooo —canturreo divertida.

Coral no lo niega y responde:

—Hasta el infinito y más allá. Es todo lo que siempre quise en un hombre. Atento, cariñoso, galante, romántico y, oye, ¡yo ya lo veo hasta guapo y cañón! —Nos reímos—. Cada vez que tenemos una cita, me hace sentir especial. Es tan cuqui…

—¿Has dicho «cuqui»?

Las dos soltamos la carcajada porque se la haya escapado algo tan de Tifany, y, para rematar, Coral añade con gracia:

—Me superencantaaaaaaaaaaaaaa.

No puedo parar de reír.

—Mi urgencia por venir a verte —sigue Coral— es que Joaquín me ha pedido que nos vayamos a vivir juntos. Quiere tenerme para él todas las noches para rebozarme en harina, pero yo dudo. ¡No sé qué hacer! No quiero sentirme de nuevo Gordicienta y…

—Coral, ¡lánzate y disfruta! —la interrumpo—. Lo que te pasó con Toño no tiene por qué volver a pasarte. No conozco a Joaquín, pero por lo que dices es un caballero que sabe mimarte y cuidarte y…

—He dicho que sí —me corta—. ¡La semana que viene me mudo!

La miro alucinada. Pero ¿no me ha dicho que dudaba?

Veo que se levanta tan tranquila y se va por la tarta; luego entra en la cocina, sale con dos cucharas, dos platos y un cuchillo y, cuando se sienta de nuevo, al ver mi cara dice:

—Vale. Soy una angustias, pero necesitaba que tú me dijeras lo que me has dicho para saber que hice bien. ¿Sabes qué me dijo cuando acepté ir a vivir con él? —Niego con la cabeza. De Coral ya no sé nada—. Me preguntó la hora y luego dijo: «Ahora siempre sabré a qué hora morí de amor». ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¿Te lo puedes creer?

—¿Lo dices en serio? —pregunto atónita. Pues sí que es romántico Joaquín, el astronauta peruano.

Coral asiente. Veo la felicidad reflejada en su rostro y exclamo emocionada:

—Me superencantaaaaaaaa…

Parte dos porciones de tarta y, sirviéndolas en los platos, dice:

—Yo sólo quiero ser feliz con él como tú lo eres con Dylan. ¿Tú crees que lo conseguiré?

Sin duda alguna lo conseguirá o yo misma mataré al peruano astronauta y amasador de harina. Le doy un fuerte abrazo a la mejor amiga que una pueda tener y contesto mientras se me saltan las lágrimas:

—No lo dudes. Vas a ser muy feliz, tontorrona.

Y así permanecemos abrazadas durante un buen rato en mi estupendo sofá de los abrazos.