How Am I Supposed to Live Without You
La noche de la cena con el jefe de Dylan, me pongo guapa y elegante. Me recojo el pelo en un moño alto y, al mirarme al espejo, sonrío al ver el resultado. Vestida así, sin duda soy la digna mujercita del doctor Ferrasa.
Al llegar al restaurante, están casi todos los médicos del hospital, que me saludan encantados y se hacen fotos conmigo. Está claro que para ellos soy una celebridad y Dylan, orgulloso, sonríe y lo disfruta.
Hace sólo unas pocas horas que hemos regresado de nuestro viaje y cada instante estoy más feliz de haberme vuelto con él. Dylan es mi vida.
Y, aunque hemos vuelto cansados del vuelo, aquí estamos, dispuestos a cenar con sus compañeros médicos y a demostrar que seguimos juntos y bien a pesar de lo que ha salido en la prensa.
Una de las veces en que voy al baño, oigo a unas mujeres hablar de mí. Cuchichean sobre lo que han leído en la prensa. Las escucho encerrada en el retrete y me molesta oírlas compadecer a Dylan por su error al estar conmigo, o que digan que no se merece algo así.
Me dan ganas de salir y gritarles que nada de lo que se dice es verdad. Que quiero a mi marido, lo adoro y daría mi vida por él. ¿Por qué todo el mundo tiene que desconfiar de mí?
Al oír que se marchan, yo también salgo y respiro hondo antes de regresar al comedor junto a Dylan.
Cuando llego a su lado, lo beso y, sin palabras, le agradezco la confianza que tiene en mí. Al llevarme allí, con todos sus compañeros, así me lo demuestra.
Estoy segura de que Dylan también se percata de las miraditas que nos dirigen algunas personas y eso me entristece. No me cabe duda de que mi marido es mil veces mejor persona que yo y empiezo a pensar si verdaderamente me lo merezco.
Su jefe, el doctor Halley, se muestra cordial conmigo. Y, aunque supongo que está enterado de los cotilleos, como todos, intenta tratarme con afabilidad. Espero que me dé una oportunidad para hacerle cambiar de opinión o, al menos, como se suele decir, para que «el tiempo ponga a cada uno en su lugar».
Durante el cóctel anterior a la cena, he podido ver cómo varias mujeres seguían a Dylan con los ojos. No se lo reprocho. Con este traje está impresionante y la primera en mirarlo con deseo soy yo.
En la cena, me sientan junto a un médico colombiano llamado Carlos Alberto Gómez. Me cuenta que es de Medellín y lo paso de maravilla hablando con él. Dylan está sentado frente a mí junto a María, la esposa del doctor Gómez, y los cuatro charlamos desde el principio distendidamente. A la izquierda de Dylan hay una mujer algo mayor que yo, que parece muy feliz por estar sentada junto a mi marido.
Sonríe seductora y alarga el cuello como presumiendo de él. ¡Ni que Dylan fuera un vampiro! Pero cuando ve que a mi chicarrón no lo impresiona ese movimiento, se dedica a exhibir el canalillo de los pechos. Eso empieza a molestarme a mí.
Dylan se da cuenta y, medio dándole la espalda a la mujer, se centra en hablar con María. Satisfecha por su gesto, continúo charlando con el doctor Gómez.
Cuando nos traen los postres, Dylan sonríe al ver que es tarta de nata. Pero no sé si son los nervios de sentirme el centro de los cotilleos, que ni la toco.
Sorprendido, mi amor me mira y me pregunta:
—¿No tomas postre?
Niego con la cabeza y él insiste divertido:
—¿Te encuentras bien?
Suelto una carcajada y Dylan ríe conmigo. Es la primera vez que me resisto a una tarta de nata.
Luego, varios médicos del hospital suben a un podio para hablar. Cada uno a su manera, da las gracias a todos por la hermandad que hay entre ellos y luego empiezan con estadísticas. Si digo que ese rato me divierto es que estoy mintiendo. ¡Menudo rollazo sueltan algunos!
Cuando sube Dylan suspiro. Es tan guapo… Y qué bien habla. Cuando acaba, aplaudo como su fan número uno.
El último es el jefazo. Dice unas escuetas palabras agradeciéndonos a todos la asistencia a la cena y nos invita seguir disfrutando de la velada en el salón contiguo. Allí, veo encantada que hay una orquesta, todos ellos con chaqueta blanca, y comienzan a tocar música swing. Son muy buenos y cada vez que terminan una pieza, les aplaudo entusiasmada. ¡Vivan las orquestas!
Un rato después, algunos de los invitados me piden que les cante una canción. Al principio me resisto. No he venido aquí para eso. Ya estoy demasiado en el punto de mira. Pero al ver que Dylan me anima a hacerlo, subo encantada al pequeño escenario.
Pienso qué puedo cantar, y decido que no sea ninguna de mis canciones. En esta fiesta no pega. No veo yo a los médicos bailando mucho funky. Bajo la atenta mirada de los presentes, hablo con los músicos, que están emocionados por tenerme junto a ellos.
Buscamos una canción que vaya en consonancia con la elegante velada y propongo la que a mí me gusta de Michael Bolton. Ellos aceptan encantados y ajustamos tonos para que todo quede perfecto.
Tras mirar al jefazo Halley, que me observa convencido de que voy a meter la pata, sonrío, cojo el micrófono y digo:
—Muchísimas gracias al señor Halley por esta maravillosa velada. —Todos aplauden y él sonríe. Luego prosigo—: Voy a cantar una canción que estoy segura de que ya la conocen. Es una romántica e increíble canción, que espero que les llegue al corazón. Para todos ustedes, y en especial para mi marido —lo miro con amor y él sonríe—, el maravilloso doctor Dylan Ferrasa, How Am I Supposed to Live Without You.
Los músicos empiezan a tocar y suenan de maravilla. Consciente de lo que este tema representa para Dylan y para mí, comienzo a cantar, dispuesta a que todos se queden encantados, y mi marido el primero.
Mientras me muevo por el pequeño escenario, varias parejas salen a la pista y se disponen a bailar, mientras yo interpreto la canción pensando en Dylan, con la intención de repetirle una y mil veces cuánto lo quiero y lo necesito a mi lado. Su sonrisa me indica que capta mi mensaje.
Tell me how am I supposed to live without you
now that I’ve been lovin’ you so long
how am I supposed to live without you
and how am I supposed to carry on
when all that I’ve been livin’ for is gone.
Todo, absolutamente todo lo que digo en esta canción es lo que siento por él. Por mi amor. Por Dylan. Sin duda alguna, tras conocerlo ya no sabría vivir sin él y el corazón se me parte si pienso en que alguna vez nos tuviéramos que separar.
Totalmente metida, me dejo llevar hasta tal punto por la intensidad de lo que canto y siento que hasta se me eriza el vello. Con los ojos cerrados, noto el terrible desasosiego de las últimas horas en Madrid, cuando él estaba enfadado conmigo, y mi interpretación se hace más intensa. Más cruda y desgarradora.
Pero cuando abro los ojos, mi angustia desaparece al verlo allí, frente a mí, observándome y diciéndome con la mirada que no me preocupe, porque él me quiere tanto como yo lo quiero a él.
Cuando suenan los últimos acordes de la canción, los presentes estallan en aplausos y yo sonrío agradecida.
Dylan me ayuda a bajar del escenario, me besa ante la atenta mirada de muchos curiosos y me murmura al oído:
—Yo ahora ya tampoco puedo vivir sin ti, cariño.
¡Ay, Dios mío, que voy a llorar!
Me contengo. Nuestra reconciliación ya era más que evidente, pero esta canción y su intensidad lo han aclarado todo. Deseo besarlo con descaro, pero al ver cómo nos mira el doctor Halley, me reprimo, no quiero parecer una descarada.
Durante un buen rato, seguimos en esta sala repleta de gente, charlando con ellos. En todo el rato, Dylan no me suelta ni un segundo. Su tacto me encanta y presiento que él necesita sentirme cerca.
En varias ocasiones me invita a bailar. Aprovechamos esos instantes para decirnos dulces palabras de amor y, al final, de uno de los bailes, mientras vamos a buscar algo para beber, Dylan murmura a mi oído con voz tensa:
—Te deseo.
—Soy tuya —respondo sonriendo—. Sólo tienes que decir dónde y cuándo me quieres poseer.
Sus pupilas se dilatan al instante y yo siento que mi vagina se lubrica en décimas de segundo.
¡Vaya dos!
Lo veo mirar alrededor y morderse el labio. De pronto, tirando de mí, dice:
—Ven, sígueme.
Lo hago y, agarrada de su mano, cruzamos el salón, donde la música continúa y la gente habla, baila y se divierte. Por culpa de mis altos tacones, tengo que ir dando saltitos para caminar deprisa y hasta yo me río de mí misma por lo ridícula que se me debe de ver.
Cuando salimos del salón, Dylan se dirige hacia el parking. Una vez allí, vamos hacia nuestro coche, pero lo pasamos de largo y, sorprendida, veo que abre de un manotazo la puerta de los servicios.
Tras comprobar que está vacío, Dylan me mete en uno de los minúsculos cubículos y con urgencia me aprisiona contra la pared y me besa con desesperación. Yo respondo a su beso y, cuando le paso una mano por la entrepierna y lo encuentro duro y dispuesto, con gesto guasón susurra:
—Creo que la cosa va a ser rápida, cariño.
—Mejor rápida que nada —respondo encantada.
Mi pasión es desmedida y la suya descontrolada. Se desabrocha el pantalón para liberar su erecto pene y después me sube el vestido y me arranca las bragas con ferocidad. Me mueve para colocarme y me penetra. No puedo evitar gemir.
—¿Cómo sabías lo de la canción?
No lo entiendo y pregunto con la voz ronca:
—¿Qué canción?
Dando rienda suelta a sus más bajos instintos, Dylan aprieta las caderas contra mí con fogosidad y musita contra mi boca:
—La que has cantado.
Sin parar de tocarlo y besarlo mientras me posee, murmuro, adelantando la pelvis para recibirlo nuevamente:
—¿Qué pasa con la canción?
Jadeamos al movernos y cuando nos recuperamos, responde:
—Cuando te fuiste, no paraba de escucharla mientras pensaba cómo se suponía que podía vivir sin ti.
Un placentero grito me sale del alma ante su nueva arremetida.
—¿En serio?
Vuelve a embestir y, mirándome a los ojos, afirma:
—Totalmente en serio.
A partir de ese instante ya no podemos hablar.
Una ardorosa vehemencia se apodera de nuestros cuerpos, mientras nos acoplamos el uno al otro, nos poseemos con dureza y alcanzamos el clímax antes de lo que deseamos.
Cuando dejamos de temblar y nuestra respiración se calma, Dylan me baja al suelo y, cogiendo papel, me lo da para que me limpie.
El lugar está en silencio y, sin duda, si alguien ha pasado por aquí, seguro que nos habrá oído.
Río y Dylan también ríe. Somos felices.
Diez minutos después, cuando regresamos al salón, yo sin bragas, disfrutamos de la fiesta como si no hubiera pasado nada.