13

Si de amor ya no se muere

El sonido de mi móvil me despierta. Miro el reloj, las seis y cuarto. Contesto sin pensar.

—¿Sí?

—¡¿Dónde narices estás?!

Al oír el grito de Dylan, mi mente se reactiva. Me siento en la cama y de pronto soy consciente de dónde estoy y por qué. No contesto y él vuelve a gritar:

—¡Dime dónde estás e iré a buscarte ahora mismo!

—No quiero hablar contig…

—Yanira, no me cabrees más. ¿Dónde estás?

—Déjame en paz.

Dicho esto, cuelgo. Pero el móvil vuelve a sonar. Es él otra vez y grito para que me escuche:

—¡No quisiste hablar conmigo. Me echaste de tu despacho y ahora yo no estoy por la labor de escucharte, ¿me entiendes? Además…!

—Dime dónde coño estás —me interrumpe con brusquedad.

—¡Ni loca!

Vuelvo a cortar la comunicación y esta vez le quito el sonido al móvil. No quiero hablar con él. Me niego.

Pero ya no puedo dormir. Me siento en la cama y durante horas observo cómo mi teléfono no deja de vibrar. Al final, opta por enviarme mensajes.

He sido un idiota. Llámame.

Sin duda alguna, ha sido un idiota.

Cariño, no me hagas esto. Coge el teléfono.

Que le den. Él me ignoró y se encerró en su despacho.

Te quiero… Por favor, dime dónde estás.

Uno tras otro leo todos sus mensajes. En ellos veo su arrepentimiento, noto su desesperación, soy consciente de su gran cabreo, pero no, no hablaré con él. Él tampoco quiso hablar conmigo. No me dio la oportunidad y ahora no se la voy a dar yo a él.

A las nueve de la mañana, los ojos se me cierran y, sentada en la cama, noto que me duermo. Unos golpes en la puerta me despiertan, sobresaltándome. Miro el reloj. Las doce y veintitrés del mediodía. Me acerco a la puerta con cuidado y me tranquilizo al oír:

—Servicio de habitaciones, ¿desea limpieza?

—No, gracias —respondo.

Tengo hambre. Mucha hambre. Llamo a recepción y les pido que me traigan unos sándwiches de la máquina y algo de beber. Media hora después, llega mi pedido, que yo devoro mientras mi teléfono sigue vibrando.

Yanira, cógeme el teléfono. Por favor. Por favor. Por favor.

Resoplo. ¿Por favor? Me echo a llorar.

¿Ahora lloro?

No hay quien me entienda.

A las tres menos veinte de la tarde estoy a punto de estrellar el teléfono. Dylan no para. No quiero ni imaginar cómo debe de estar. De pronto, miro el teléfono y veo una llamada de Tony. Tras dudarlo, finalmente lo cojo.

—Por el amor de Dios, Yanira, ¿dónde estás? —me pregunta mi cuñado.

Plan A: se lo digo.

Plan B: no se lo digo.

Sin duda alguna, el plan B. Es un Ferrasa y se lo contará a su hermano, así que respondo:

—Intentando dormir si tu hermano y tú me dejáis.

—Yanira, no sé qué ha pasado, pero Dylan está como loco. Me ha llamado hace horas para decirme que no estabas en casa. Que discutisteis y…

—¿Que discutimos? —lo corto—. Más bien discutió él, después se encerró en su despacho y no quiso hablar conmigo. ¡Anda y que le den!

—Es tu marido, Yanira. No puedes ignorarlo.

—Pues lo siento, pero hoy lo haré.

—Sé cómo es Dylan —dice Tony, y noto que sonríe—, y tiene muchos fallos, pero se puede hablar con él.

De nuevo los ojos se me llenan de lágrimas y, entre sollozos, contesto:

—Eso es mentira… No se puede hablar con él.

—Yanira…

—Me echó de su ladoooooooooo.

—¿Estás llorando?

—¡Sí! —grito desesperada—. Sabes que adoro a tu hermano, pero… pero…

—No me hagas esto, cielo —murmura Tony—. No te quedes llorando sola. Por favor, dime dónde estás y llegaré en cinco minutos. Yo…

—No… no llegarás en cinco minutos, porque estoy lejos… muy lejos… —miento.

Oigo que resopla. Siento que se preocupa.

—Da igual lo lejos que estés, iré. Dime dónde estás.

—No. No quiero que vengas tú ni ningún Ferrasa.

Dicho esto, cuelgo e, instantáneamente, el teléfono vuelve a sonar. Dylan.

Agotada, meto el aparato en el minibar de la habitación. En ese momento llaman a la puerta y reconozco la voz de Valeria. Abro y, mirándome atónita, pregunta:

—Pero ¿qué te pasa, cariño?

Como un sauce llorón. Así me siento. Desmadejada en sus brazos, dejo que mi nueva amiga me abrace y me dé cariño. Ella que ha necesitado tanto me lo da sin conocerme, sin pedir nada a cambio, y aguanta mis llantos, mientras yo le cuento todo lo ocurrido.

—Debes hablar con él —me aconseja, recogiéndome el pelo en una coleta alta—. Cógele el teléfono. Seguro que está tan destrozado como tú.

—Pues que le den. Él se lo ha buscado.

Valeria sonríe y, retirándome el pelo de la cara, contesta:

—Pero ¿no ves que te quiere, que lo quieres y que estáis haciendo el tonto los dos perdiendo así el tiempo? Debéis veros y daros la oportunidad de explicaros.

—No, no quiero.

Finalmente, desiste y me pregunta:

—¿Has comido algo?

Asiento con la cabeza, señalándole los envases de plástico de los sándwiches.

—Eso no es comida —dice ella—. Vamos. Empiezo en el bar en menos de una hora. Te vienes conmigo y allí te daré algo decente.

—No… no quiero. No tengo hambre, de verdad.

Valeria me mira, sopesa lo que he dicho, me da un beso en la frente y responde:

—De acuerdo. Ahora tengo que irme a trabajar. Cuando regrese esta noche pasaré a verte. Si no abres cuando llame, entenderé que estás durmiendo. —Y apuntando algo en un papel, añade—: Aquí tienes mi número de móvil. Cualquier cosa que necesites, me llamas. ¿De acuerdo, Yanira?

Asiento. Estoy sorprendida de lo buena persona que es y de cómo se preocupa por mí. Finalmente, cuando se va y me quedo sola, me tumbo en la cama. Necesito dormir. Quiero dormir.

A las diez y doce de la noche me despierto de pronto.

Tengo los ojos hinchados y sé que mi aspecto debe de ser como mínimo deplorable. La habitación está oscura y en silencio. Eso me gusta. Pienso en Dylan, en su desesperación por encontrarme, y siento que lo necesito. Lo echo tanto de menos…

Me levanto, saco el teléfono de la nevera y leo los últimos mensajes.

Me estoy volviendo loco. ¿Dónde estás, cariño?

De nuevo vuelvo a llorar.

Tengo la culpa de todo… de todo. Por favor, deja que me explique. Te quiero.

Sigo llorando durante las siguientes dos horas y cuando miro el móvil, está apagado. Intento encenderlo, pero la batería se ha agotado. No me extraña. Dylan y los demás Ferrasa no han parado de llamar. A las doce de la noche, decido pedir en recepción un cargador de móvil. Por suerte tienen para mi modelo de teléfono y me lo suben junto con una botella de agua.

Lo enchufo a la corriente y, nada más hacerlo, recibo una llamada de él, de mi amor. A la una de la madrugada, más serena y necesitada de escuchar su voz, lo cojo y oigo:

—Cariño, escúchame y no cuelgues. —Hago lo que me pide por pura necesidad de oír su voz—. Siento todo lo que dije y en especial mi absurdo comportamiento. Perdóname y dime dónde estás. Por favor, necesito saber dónde estás.

—¿Por qué te encerraste en el despacho y me echaste?

—Porque soy un idiota.

—Me dolió que no me abrieras y que, en cambio, subieras la música.

—Lo sé, cariño, nunca me lo perdonaré.

Resoplo, cierro los ojos y apoyo la cabeza en la almohada.

—¿Dónde estás, Yanira? —pregunta.

—Lejos —vuelvo a mentir.

—¡¿Lejos, dónde?! —sube la voz.

—No te lo voy a decir y si empiezas a gritar, te colgaré.

Oigo que maldice, pero bajando el tono de voz, prosigue:

—Sé que sacaste dinero del cajero en Santa Mónica anoche. Dime, por favor, por favor, dónde estás. Tenemos que hablar.

—Te he dicho que estoy lejos, Dylan.

Lo oigo resoplar.

—Te necesito, cariño… necesito verte o me volveré loco.

—Yo no quiero verte a ti.

—Pero necesito tenerte conmigo —replica—. ¿Es que no lo entiendes?

Con toda la tranquilidad que puedo, murmuro mientras siento unas terribles náuseas:

—Me tuviste y me echaste de tu lado.

—Lo sé, cariño… Lo sé y nunca me lo perdonaré.

—Voy a cortar la llamada.

—No se te ocurra colgar —ruge como un lobo.

Su tono y mi chulería son una mala combinación y grito:

—¡¿Quién me lo va a impedir? ¿Tú?!

—Yanira… —gruñe, pero luego se contiene. Tras un angustioso silencio por parte de los dos, insiste:

—Dime dónde estás. Iré a buscarte y lo resolveremos todo. Te prometo que…

—No. No quiero verte y, por favor, déjame descansar.

—¡Me volveré loco si no me dices dónde estás! —grita.

—Pues haberlo pensado antes de juzgarme y tratarme como me has tratado.

Dicho esto, vuelvo a colgar y corro al baño.

El teléfono sigue sonando y yo me encuentro fatal.

¡Vaya mal momento para encontrarme mal!

Cuando salgo, pongo la tele y busco el canal MTV a ver si la música me alegra un poco. Durante un buen rato, no quito los ojos de la pantalla. Distintos videoclips, distintas voces, distintos cantantes me hacen disfrutar de su arte y parece que me relajo un poco. Pero de pronto comienza una canción que siempre me ha parecido tremendamente romántica y me echo a llorar como una tonta.

Michael Bolton canta How Am I Supposed to Live Without You. Una bonita historia de amor que se rompe por las discusiones, mientras él, desesperado, se lamenta preguntándose cómo se supone que va a vivir sin su amor.

Lloro y lloro y lloro mientras me regodeo en mi propia tristeza. ¿Cómo voy a vivir yo sin Dylan?

De pronto, suenan unos golpecitos en la puerta y por la manera de llamar sé que es Valeria. Corro a abrir y, cuando me ve, su sonrisa se apaga y pregunta:

—¿No habrás estado llorando desde que me he ido?

Tengo la cabeza como un bombo y la nariz como un tomate, pero hago un gesto de negación y ella me enseña una bolsa y dice:

—Vamos, deja de llorar, que te vas a deshidratar. Tienes que comer.

Al abrir la bolsa, sonrío al ver unas fiambreras de plástico transparente. Valeria me las acerca y explica:

—Sopa, ternera en salsa y tarta de queso con arándanos. En el bar tenemos un excelente cocinero, aunque la gente que va allí no sepa apreciarlo. Vamos, dame el gusto de verte comer.

El teléfono sigue sonando y yo le quito el timbre y lo meto de nuevo dentro del minibar. Valeria, al verlo, comenta:

—Desde luego, fresquito va a estar.

Sin muchas ganas de hablar, cojo la sopa y, tras dos cucharadas, sonrío. Está exquisita. Después de eso me como la ternera en salsa y cuando llego a la tarta de queso no puedo más.

Valeria se va a por un pijama, y cuando vuelve hace que me lo ponga. Me va bastante grande, pues yo mido 1,68 y ella algo así como 1,75. Cuando salgo del baño con él puesto, me mira y, con una sonrisa maternal, dice:

—Ahora a la cama, a dormir. Mañana tengo turno de día en el bar, por lo que sobre las cuatro de la tarde ya estaré por aquí, ¿vale?

Asiento y sonrío.

Cuando Valeria se marcha, abro el minibar y no me sorprende ver vibrar el teléfono. Lo miro y de pronto cesan las llamadas. Extrañada, lo cojo y lo miro. No suena. No vibra. Dylan por fin ha entendido que necesito tiempo y espacio, y me permite descansar. Sólo espero que él descanse también.

Cuando me despierto, la luz del sol me da directamente en la cara. Miro el reloj. Las doce y cuarto.

Vaya… estaré disgustada, pero duermo como un auténtico lirón.

Miro el móvil. Hay varios mensajes de Dylan, llamadas de Omar, de Anselmo, de Tony y de Tifany. Todos los Ferrasa han llamado.

El teléfono vuelve a sonar. Esta vez veo que se trata de Tifany. Pienso qué hacer y al final lo cojo y mi cuñada dice:

—En diez minutos te llamo desde otro teléfono. Cógelo.

Dicho esto, cuelga, sorprendiéndome. Pasados diez minutos, el teléfono vuelve a sonar. Es un número que no conozco, pero decido cogerlo por si es ella. Y lo es.

—Qué angustiada estoy, Yanira… ¿Estás bien, amor?

Se oye ruido de coches y digo:

—Sí, estoy bien. ¿Desde dónde llamas?

—Desde una cabina de Rodeo Drive. Desde aquí puedo charlar contigo con tranquilidad. Bueno, cuqui, cuéntame, ¿qué ha ocurrido?

—Ya lo sabes, Tifany, ¿por qué lo preguntas?

—Lo único que sé es que has desaparecido. Eso es lo único que sé. Según Omar, Dylan y tú discutisteis y…

—Exacto. Discutimos y decidí marcharme.

—Dime dónde estás, cielote, y me tendrás ahí en cinco minutos.

—No.

La oigo resoplar y en un tono de voz que nunca le había oído antes, sisea:

—Mira, Yanira, no me enfades más de lo que ya lo estoy. Estás sola. No conoces a nadie en esta ciudad y sin duda necesitas un abrazo, ¿me equivoco?

No, no se equivoca, aunque tengo una nueva amiga, Valeria. Insisto:

—Tifany, no quiero ver a Dylan, ni a ningún Ferrasa y decirte a ti…

—Decírmelo a mí es decírmelo a mí. ¿Acaso crees que te la voy a jugar y voy a llevar hasta ti a alguien de la familia? Por el amor de Dios, cuqui, ¿todavía no confías en mí?

No lo sé. Creo que no, pero consciente de que necesito verla, contesto:

—Quedamos en una hora en la noria de Pacific Park y te juro por Dios, Tifany, que si apareces con alguno de los Ferrasa, será la última vez que te dirija la palabra en toda la vida, ¿entendido?

—Alto y claro, amor.

Cuando cuelgo el teléfono, resoplo. Me la voy a jugar con ella.

Tras darme una ducha, me miro al espejo. Mi aspecto no es el mejor, pero da igual, no tengo otro. Cojo un taxi hasta el muelle. En la primera tienda de souvenirs que encuentro al llegar, me compro una gorra azul. Me cubro el pelo con ella y camino hacia la noria, mientras me cruzo con personas felices que comen algodón de azúcar.

Al llegar no veo a Tifany, por lo que la espero en un lateral. Necesito ver si viene sola. Diez minutos después, mi estupenda cuñada hace su aparición con unos bonitos zapatos de tacón. Siempre desprende un glamur increíble. La observo durante varios minutos y cuando me aseguro de que está sola, me acerco a ella y digo:

—Vamos a comer algo.

Cuando me mira, lo primero que hace es darme un abrazo fuerte y sentido.

¡Qué mona!

Eso me reconforta, pero cuando se separa de mí, cuchichea:

—Cuquita, qué mala pinta tienes.

Resoplo e, intentando sonreír, contesto:

—Gracias. Yo también te echaba de menos.

Trata de llevarme a un buen restaurante, pero me niego. No quiero tentar a la suerte y la obligo a acompañarme al bar donde trabaja Valeria. Esta tiene turno de mañana y nos colocará en un sitio discreto.

Cuando entramos, Tifany se horroriza. Sin duda, no es el tipo de sitio al que ella suele ir. Sólo hay que ver cómo lo mira todo. De pronto, Valeria nos ve y, dejando un trapo que lleva en las manos, dice, acercándose:

—Pero, cielo, ¿qué haces aquí?

—Valeria, te presento a mi cuñada Tifany. —Ambas se miran, pero no se acercan la una a la otra—. He quedado con ella para comer y he pensado que aquí…

—Por supuesto —afirma Valeria—. Acompañadme. Os pondré en una mesita muy mona que hay al fondo del local.

Tifany, boquiabierta al ver sus largas uñas con corazones de colores, me pregunta, mientras caminamos tras ella:

—¿La conoces?

—Sí.

—¿Es de fiar, con esas horribles uñas?

—Sí —afirmo, sin querer entrar en su tontería—. Totalmente.

Nos sentamos al fondo del local y pedimos algo de comer. El teléfono suena. Es Dylan y le quito el sonido. Tifany lo ve y me dice en voz baja:

—Yo nunca le he hecho eso a mi bichito.

—Pues quizá deberías hacérselo alguna vez —respondo.

Ella asiente. Me quito la gorra, descubriéndome el pelo.

—Tienes una ojeras terribles —comenta Tifany—. No te has maquillado, ¿verdad?

—Pues no. No tengo ganas.

—Vale, lo comprendo. No te pongas así, cielote.

Al ver cómo me mira, sonrío y, tranquilizándome, añado en tono más amistoso:

—Necesito comprarme algo de ropa. Sólo tengo la que llevo puesta y…

—Ahora mismo nos vamos a Rodeo Drive.

La miro sin dar crédito. El teléfono sigue vibrando y siseo mientras me levanto:

—Creo que no ha sido buena idea quedar contigo. Adiós.

Tifany me agarra la mano y, sin soltarme, murmura:

—Siéntate, Yanira… siéntate.

Durante un par de horas, hablamos mientras Valeria está pendiente de nosotras. Le cuento lo ocurrido y Tifany me escucha y creo que me entiende.

Lloro. Llora.

Río. Ríe.

Me enfado. Se enfada.

Sin duda alguna se ha metido en mi piel y me lo confirma cuando dice:

—Por mí, los Ferrasa no sabrán que he estado contigo.

—¿Lo juras?

Mi cuñada asiente y, bajando la voz, dice, mientras enlaza el dedo meñique con el mío:

—Te lo juro por mis cosméticos importados.

Ambas sonreímos, Valeria se acerca a nosotras y se sienta.

—Acabo de terminar mi turno. ¿Qué os apetece hacer?

Tifany la mira horrorizada. ¿Ella va a salir con la chica de las uñas con corazones? Pero antes de que diga algo de lo que se pueda arrepentir, comento:

—Necesito comprarme algo para cambiarme.

Valeria dice:

—Tengo un par de amigas que venden ropa.

—¿De qué diseñador? —pregunta Tifany.

Mi nueva amiga la mira y contesta:

—Se la compran a un mayorista gitano.

Alucinada, mi cuñada va a protestar, pero mientras me levanto, digo:

—Vayamos a ver a tus amigas, Valeria.

Me vuelvo a poner la gorra. No quiero que ningún Ferrasa me localice. Sería raro que estuvieran por aquí, pero ¡cosas más raras se han visto!

Vamos a las tiendas de las amigas de Valeria y me encantan. Es el tipo de tienda al que estoy acostumbrada, aunque reconozco que la ropa es demasiado chillona. Tifany no dice nada, sólo lo mira todo horrorizada. Sin duda, que unos vaqueros cuesten 45 dólares y se llamen Mersache le pone la carne de gallina.

Yo me río. Si va al mercadillo de mi ciudad, le da algo.

Me compro un par de camisetas y un par de vaqueros, que pago en metálico, y luego nos vamos. Ya es tarde y decidimos regresar al aparthotel.

Valeria nos deja solas para darnos intimidad y Tifany me pregunta, mirándola:

—¿Estarás bien con ella?

—Sí, tranquila. Ya has visto que es un encanto.

Finalmente, asiente y, abrazándome, dice:

—Te superquiero, Yanira. Confía en mí, por favor. Sólo necesito que me des una oportunidad para demostrarte que puedes hacerlo.

Asiento con la cabeza. La oportunidad la tiene.

—Y ahora, escúchame, porfiplis te lo pido. Deberías regresar con Dylan, él…

—No, Tifany. No quiero verlo. Todavía no.

—Pero, cuqui… —cuchichea, mirando a Valeria—, no puedes seguir durmiendo en cualquier lado. ¿Y si te da por ponerte uñas de corazones, como a ella?

Me río sin poderlo remediar y respondo:

—No te preocupes, nunca me han gustado las uñas largas y es poco probable que me las ponga.

Levanto una mano y, tras parar un taxi, digo besándola:

—Vamos, vuelve a casa. Si no lo haces, Omar se extrañará.

Ella asiente.

—Sólo dime que me llamarás si necesitas cualquier cosa.

Divertida, enlazo su meñique con el mío y contesto:

—Te lo juro por mi contraseña del feisbú.

Ambas nos reímos y nos besamos y cuando veo que su taxi se aleja, me vuelvo hacia Valeria y digo:

—Ya podemos regresar a casa.

Cuando llegamos al aparthotel, me despido de ella y me voy directa a la ducha. Mientras el agua cae sobre mi cuerpo, cierro los ojos e imagino a Dylan aquí conmigo, abrazándome y besándome en el cuello mientras me dice sus maravillosas palabras de amor. Cuánto lo echo de menos… Lo añoro tanto que hasta me duele.

Cuando termino de ducharme, me pongo un albornoz que me ha dejado Valeria, vuelvo a la habitación y oigo que me suena el teléfono. Al mirar la pantalla, me sorprende ver que se trata de Ambrosius. Lo cojo sin dudarlo.

—Yanira, preciosa, me ha llamado Dylan. ¿Qué ocurre?

Maldigo interiormente y respondo:

—Nada. Sólo que he discutido con él. No se lo habrás dicho a Ankie, ¿verdad?

Lo oigo reír.

—No, tranquila.

Suspiro. Sólo me faltaría que mi familia se viera metida en mis problemas. Ambrosius continúa:

—Dylan me ha llamado para preguntarme si sé dónde estás. Al oírlo tan apurado, he preguntado y me ha comentado lo ocurrido.

—Vaya, siento verte metido en mi movida, Ambrosius.

—Más siento yo que no acudieras a mí.

—Sinceramente, no lo pensé. —Suspiro—. Pero veo que hice bien al no hacerlo. Dylan te ha llamado y yo no quiero que sepa dónde estoy.

Lo oigo reír de nuevo y luego dice:

—Típica reacción de tu abuela Ankie, Yanira. Hasta en eso os parecéis. Recuerdo una vez que nos enfadamos y desapareció. Estuve sin saber de ella una semana. Igual que tú, sabe bien cómo camuflarse cuando quiere.

Eso me hace sonreír y, tras hablar un rato con él y prometerle que lo llamaré si necesito algo, cuelgo. Ambrosius me ha arrancado una sonrisa.

Me tumbo en la cama dispuesta a descansar, cuando el teléfono suena de nuevo.

¡Qué hartazgo de teléfono tengo!

Miro la pantalla y veo el nombre de mi amor.

Plan A: lo cojo.

Plan B: no lo cojo.

Plan C: lo estrello contra la pared para que deje de sonar.

Sin duda el menos conveniente es el plan C. Me decido por el B, pero termino decantándome por el A: lo cojo.

—Cariño…

Su voz suena cansada, atormentada. Yo cierro los ojos mientras respondo.

—¿Qué?

—Te quiero…

—Qué bien. Me alegra saberlo.

Mi frialdad sé que le oprime el corazón y, cambiando de táctica, vuelve con las preguntas:

—¿Dónde estás?

—No insistas, no te lo voy a decir.

—¿Por qué?

—Porque no te quiero ver.

Vaya pedazo de mentira que le acabo de soltar. ¡No me la creo ni yo!

Tras un silencio cargado de emociones, suspira y murmura:

—Me muero por verte. Daría lo que fuera por…

—Odio esa casa —lo corto yo—. Odio esa cocina y la maldita encimera donde sé que hiciste el amor con Caty. No quiero volver porque no la siento como mi hogar y…

—Compraremos otra —me interrumpe—. La que quieras. Tú la elegirás y te juro que no pondré ni un solo impedimento a lo que quieras. Pero, por favor, dime dónde estás o regresa.

—No.

Oigo su desesperación, pero sin cambiar el tono de voz, me suplica:

—Al menos no me cuelgues. Déjame sentirte a mi lado aunque no me hables.

Sentada en la cama con el albornoz puesto, no me muevo, no hablo… no le cuelgo.

Sentir su respiración al otro lado me tranquiliza. Así estamos diez minutos. Ninguno de los dos dice nada, hasta que Dylan rompe el silencio:

—Te quiero, cariño. Necesito que lo sepas.

Y sin poder soportarlo, cuelgo mientras dos gruesos lagrimones caen por mis mejillas y espero que el teléfono vuelva a sonar otra vez. Pero no lo hace. No suena y yo me hago un ovillo sobre la cama y me quedo dormida.

Me despierto congelada. He dormido sólo con el albornoz y además con el pelo mojado. Miro el reloj y veo que son las dos y trece de la madrugada. Me levanto y me miro al espejo.

¡Vaya pinta tengo con el pelo aplastado de un lado!

Me quito el albornoz húmedo, me visto, me recojo el pelo en una cola y me siento en un sillón. Pongo la televisión y, con el mando a distancia, cambio los doscientos mil canales disponibles y cuando encuentro la película Tenías que ser tú, me quedo viéndola como una tonta.

Me encantan las comedias románticas. Mientras dura la película, me dedico a verla y a negarme en pensar en nada más, pero Dylan, aun sin llamar, está presente en mi vida, en mi cabeza y en mi corazón. Está visto que luchar contra él es imposible. Cuando la película acaba, me seco los ojos con un kleenex.

Sin sueño, busco la MTV y me quedo boquiabierta al encontrarme de nuevo con la canción de Michael Bolton. ¿Será una señal? No lo sé, pero vuelvo a llorar.

Necesito otro kleenex. Cojo mi bolso, lo abro y dentro encuentro la carta que Luisa, la madre de Dylan, dejó para que me la dieran el día de mi boda. ¿Todavía está aquí? La abro y la leo un par de veces entre hipidos.

El primero en pedir perdón es el más valiente.

El primero en perdonar es el más fuerte.

El primero en olvidar es el más feliz.

En este momento, son sus palabras las que me hacen darme cuenta de que esto no puede continuar así, y, sobre todo, que no estoy dispuesta a vivir sin mi amor.

Decido pues poner fin a este absurdo, mientras me toco la llave que llevo colgada al cuello.

Miro el reloj, las cinco menos veintitrés. Escribo una nota para Valeria, que le paso por debajo de la puerta, y, una vez he cogido mis pocas pertenencias, pago en recepción y, tras pedir un taxi, le doy la dirección del que es ahora mi nuevo hogar.

Cuando llego, después de que se vaya el taxi, abro la cancela con el corazón a mil. Camino hacia la casa y desde fuera veo una pequeña luz en el salón. Sin hacer ruido, introduzco la llave en la cerradura, entro y cierro la puerta, quedándome unos segundos apoyada en ella.

¡Qué nerviosa estoy!

Tras dejar el bolso en la entrada, me encamino hacia el salón, donde se encuentra Dylan. Sentado en el sofá, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados. Lo observo y, sorprendida, veo que una barba oscura le cubre el mentón.

En el tiempo que hace que lo conozco, nunca lo había visto con barba y me parece sexy y tentador.

Está dormido. Ante él tiene el móvil, el marco de fotos digital encendido, una botella de agua abierta y un vaso. Con lo que bebió el otro día, sin duda tuvo más que suficiente, y con las fotos ha debido de martirizarse una y otra vez.

¿Por qué los seres humanos somos tan tontos?

Tenerlo ante mí hace que mi cuerpo se relaje.

Tenerlo ante mí hace que mi vida vuelva a tener sentido.

Tenerlo ante mí es lo que quiero, lo que necesito y lo que no me voy a negar.

Sin hacer ruido, camino hacia él, pero cuando estoy a punto de tocarlo, me paro. Se lo ve cansado y ojeroso. Igual que yo.

¡Vaya par!

Me quito la cazadora blanca de cuero, miro la camiseta que llevo y sonrío. Me siento a la mesa, delante de él, y lo observo.

Dicen que cuando alguien te observa detenidamente, tu cuerpo se alerta y lo percibe. Quiero ver si es cierto. Pero mi impaciencia me puede y, acercándome a él, poso los labios sobre los suyos y lo beso.

Oh, sí… su olor, su sabor. Cuánto lo he echado de menos.

Dylan, al notarlo, abre los ojos y murmura confuso:

—Yanira…

Se despierta y se sienta en el sofá.

—¿Cuándo… cuándo has vuelto?

Enamorada hasta las trancas, susurro:

—Como dice Michael Bolton, cómo se supone que voy a vivir sin tu amor.

Me mira alucinado. El romántico es él, no yo. Debe de pensar que me he vuelto majara o puesto morada a chichaítos, pero responde:

—Siempre me ha gustado esa canción.

¡Vayaaaaaaaaaaaa, la conoce! Y sin dejar de mirarlo, afirmo:

—A mí también.

Dylan se va a mover, pero yo, sin dejar que se levante, ni me toque, digo:

—Tu madre tenía razón.

—¿Mi madre? —pregunta desconcertado.

—En su carta, decía que el primero en pedir perdón es el más valiente, el primero en perdonar es el más fuerte y el primero en olvidar es el más feliz y…

Pero ya no puedo decir nada más. Mi chico, mi marido, mi moreno, mi amor, ya me ha cogido entre sus brazos y me besa… me besa… y me besa.

Dispuesta a disfrutar de él como él ya disfruta de mí, me aprieto contra su cuerpo y lo beso con locura y desesperación. Así estamos unos segundos, hasta que Dylan me mira y murmura:

—Llevas la camiseta de las reconciliaciones.

Sonrío. Nuestra respiración se acelera y contesto:

—Es la misma que llevaba la noche que intenté entrar en tu despacho y no me lo permitiste. Quería que todo acabara bien, pero…

—Lo siento, cariño. Lo siento. Te prometo que nunca más volverá a pasar.

Deseosa de notar sus labios y sus caricias, digo mientras lo beso:

—Lo sé, pero tenemos que hablar.

—Sí.

—Ahora —insisto.

—Luego —responde.

Mi amor me llena la cara, el cuello y la boca de dulces besos, mientras yo hago lo mismo con él. Sin duda alguna, ambos queremos estar bien. Nos necesitamos con urgencia. No queremos discutir. Sólo amarnos y estar juntos. Sólo eso.

Cuando la boca de Dylan se separa de la mía, murmura:

—Tienes razón, debemos hablar.

—Luego —digo ahora yo, excitada.

Él sonríe y, apretándose contra mí, comenta:

—Debería asearme. Creo que…

—Luego… —repito.

Sin apartar los ojos de él, meto las manos por debajo de su camiseta gris y se la quito. Le toco los hombros, se los beso y aspiro el perfume de su piel. Me encanta. Lo necesito.

Extasiado por lo que ve en mi mirada, él me quita también a mí la camiseta y la deja caer al suelo junto a la suya. Después, sin apartar sus bonitos ojos castaños de los míos, me desabrocha el sujetador. Mira mis pechos y, tras soltar la prenda interior, me besa.

Le doy acceso a mi cuello y a toda yo, mientras me agarro a él, que me desabrocha el vaquero y me lo quita.

Me desnuda con urgencia, con pasión, con deleite. Recorre con su excitada mirada mi cuerpo mientras se desprende del pantalón y el bóxer y, una vez los dos estamos desnudos, calientes y deseosos de sexo salvaje, me agarra y me sienta sobre la mesa. Luego me tumba boca arriba y, quitándome las bragas con gesto posesivo, murmura:

—No sabes cuánto te necesito.

Asiento. Sin duda tanto como yo a él; abro las piernas para que haga lo que le estoy pidiendo sin palabras y digo:

—Házmelo saber.

Dylan se arrodilla frente a mí. Su cara queda a la altura de mi húmeda y tentadora vagina. Sin dilación, posa la boca en ella y hace lo que necesito. Me devora con ansia, con amor, con pasión, mientras yo me abro para él y le entrego cuanto soy. Gimo de placer e, incorporándome, me siento en la mesa para enredar las manos en su cabello y animarlo a continuar mientras me aprieto contra él.

Oh, sí… esto es lo que quiero.

Su asedio es frenético y siento que me hace suya con la boca. Utiliza todas sus armas para volverme loca y cuando tiene mi clítoris terso e hinchado, lo succiona, y yo me derrito de placer.

Gimo de nuevo, tiemblo enloquecida y Dylan me coge en brazos y, poniéndome contra la pared, va a decir algo cuando yo murmuro contra su boca:

—Tu conejita lo pide todo de ti. Exijo que me hagas tuya. Que seas mío. Quiero sentirme viva en tus brazos y olvidar lo que ha pasado. Fóllame, cariño. Fóllame con ansia, con ímpetu, con afán, porque lo necesito.

Sonríe, me encanta su sonrisa, y pasa la boca sobre la mía al tiempo que susurra:

—Caprichosa…

Seguramente tiene razón. Soy caprichosa. Pero caprichosa de él. De nuestro tiempo juntos. De nuestra sexualidad loca y salvaje.

Sin decir nada más, guía su duro y excitado pene hacia mi íntima humedad y, cuando lo introduce totalmente y siento su pelvis contra la mía, ambos gritamos, jadeamos, nos dejamos llevar por el morbo y la satisfacción del momento.

En sus brazos disfruto del deleite que me ofrece, mientras se hunde una y otra y otra vez en mí con desesperados envites y yo lo recibo dispuesta a que no acabe nunca. El calor sube por mi cuerpo y a él le tiemblan las piernas. Sé que su orgasmo está cerca cuando lo oigo decir:

—Dios, cariño… Te deseo tanto que temo ser demasiado bruto.

Una nueva embestida me hace gemir y grito enloquecida:

—Quiero a mi lobo rudo, fuerte, exigente. No pares.

—¿Estás segura?

Asiento y musito:

—Te lo exijo, mi amor… Y cuando acabemos, quiero subir a la habitación y seguir jugando contigo toda la noche. Estoy caliente, receptiva. Te necesito y quiero ver y saber cuánto me necesitas tú.

Excitado por mis palabras, un ahogado rugido sale de su interior, me agarra de los muslos, me los abre sin miramientos y me penetra con fuerza. ¡Oh, Dios, qué placer!

Sí… esto es lo que quiero… lo que exijo… es lo que necesito.

Entre la pared y él me siento totalmente poseída, cuando sus manos me agarran por la parte interna de los muslos y me abren más para darse mayor acceso. Me gusta, lo disfruto y la sensación de tenerlo totalmente dentro es tan devastadora, que, acto seguido, ambos temblamos y llegamos al clímax.

Aturdidos por lo ocurrido pero felices, nos quedamos el uno en brazos del otro contra la pared. Durante varios minutos, nuestros resuellos llenan la estancia, mientras nuestros pechos suben y bajan enloquecidos. Cuando por fin Dylan sale de mí, murmura sin soltarme:

—No permitiré que te vuelvas a marchar.

—Yo tampoco me lo permitiré, cariño. Pero ahora subamos a la habitación para continuar, tal como te he dicho. ¿Estás dispuesto?

Sonriendo, me mira, me carga sobre un hombro y, tras darme un azote en el trasero, contesta:

—La conejita ha vuelto juguetona.

Sonrío divertida y mientras la felicidad llena de nuevo mi alma, añado:

—Y muy caliente.