Quisiera ser
Los días pasan y Dylan sigue sin decirme nada de la gala de música. Yo tampoco pregunto. No quiero hacerlo.
Por mi parte, no le he dicho nada de la grabación con el rapero y me alivia ver que ni Omar, ni Tony, ni nadie se lo ha dicho. Tengo que hacerlo yo. Lo que no sé es cuándo.
Una noche, después de la cena, hablo con Dylan sobre el tema de redecorar la casa. Ha llegado el momento. No soporto seguir viviendo en ella tal como está. Él está de acuerdo y sugiere contratar a un decorador. Pero yo me niego. Tengo tiempo libre y quiero hacerlo yo. Y justo cuando voy a comentarle lo de la grabación, le suena el teléfono y nos interrumpe.
¡Mierda!
A la mañana siguiente, como cada día, cuando regresa de correr se ducha y, tras desayunar juntos, se va a trabajar. Cuando me quedo sola me pongo ciega de cucharadas de Cola Cao y luego decido irme de compras a un centro comercial que hay cerca de casa.
Lo primero que voy a hacer será cambiar el color de nuestra habitación. Quiero que sea NUESTRA.
Al llegar a la tienda de pinturas, me vuelvo loca. ¡No sé cuál escoger! Al final decido llevarme tres colores diferentes y probar.
Tengo todo el día por delante hasta que regrese Dylan, de modo que, cuando llego a casa, me recojo el pelo en una coleta alta, me pongo ropa cómoda y que se pueda manchar y, sin la ayuda de nadie, aparto muebles, descuelgo cuadros y cubro el suelo y las puertas para que no se manchen.
Vamos, lo mismo que he hecho en casa con mis padres siempre que hemos pintado.
Menuda paliza me doy, pero me gusta, ¡así tengo algo que hacer!
Encantada de estar ocupada, saco todos mis CD de música de Alejandro Sanz y los escucho uno a uno mientras canto.
Quisiera ser el aire que escapa de tu risa.
Quisiera ser la sal para escocerte en tus heridas.
Quisiera ser la sangre que envuelves con tu vida.
Adoro a mi Alejandro Sanz. Tantos años escuchándolo y cantando sus canciones, hacen que ya sea parte de mí y de mi vida. Su voz ronca y esa manera de cantar y componer son admirables, y yo, como cantante y como su fan, me rindo a él.
Por la tarde, cuando Dylan llega de trabajar con su impoluto traje gris y sube a la habitación, lo oigo preguntar:
—Pero ¿qué ha pasado aquí?
Encantada, sonrío y pregunto, señalándole la pared:
—¿Qué color te gusta más? ¿El Afternoon Tea, el Frosted Mulberry o el Khaki Green?
Dylan no me contesta y entra en la habitación.
—¿Has movido tú sola los muebles? —pregunta.
Asiento sin darle importancia y, mirando los colores, musito:
—Creo que voy a elegir el Frosted Mulberry.
—¿El rosa?
—No es rosa. Es un lila violáceo.
—¿Se puede saber por qué estás haciendo esto sola? —gruñe molesto.
—Porque tengo mucho tiempo libre, cariño. ¿Te gusta el color?
Dylan lo mira y sisea:
—Lo sigo viendo rosa.
Vaya, no está del mejor humor posible, pero, pese a todo, yo insisto:
—He pensado que unos muebles blancos y de color café podrían ir muy bien con el tono de la pared. Te aseguro que nos quedará una habitación estupenda. ¡Ahora sí que será nuestra habitación!
Pero cuando él se empecina en algo, es un hueso duro de roer y pregunta:
—¿Dónde vamos a dormir esta noche?
—Pues en cualquiera de los otros cuartos. Por Dios, Dylan ni que la casa fuera pequeña y…
—Pero, Yanira —insiste—, estas cosas no se hacen así. Uno no puede ponerse de reformas un día porque sí y…
—Será en tu pueblo, guapo —respondo mientras me caliento—. Tengo todo el puñetero día libre para poder hacer reformas y todo lo que me venga en gana. ¿Dónde está el problema? —E intentando suavizar mi tono por las enormes ganas que tenía de verlo, añado—: Vamos, cielo, sólo te estoy pidiendo opinión del color. Así mañana podré pintar la pared y…
—Yanira —me corta—, tengo suficiente dinero como para pagar a profesionales que hagan esto. No sé por qué tienes que hacerlo tú.
Ese comentario me toca las narices. Tengo en la mano el rodillo empapado en pintura, según él, rosa, y, sin cortarme un pelo, se lo paso por la impoluta pechera. Le acabo de jorobar el traje, la corbata y la camisa.
Me mira alucinado por lo que he hecho y exclama:
—Pero ¿por qué has hecho esto?
Soltando de mala gana el rodillo en el suelo, respondo:
—Tranquilo. Tienes bastante dinero como para comprarte otro traje.
El silencio se apodera de la habitación y, retirándome el pelo de la cara, explico:
—Si pinto la habitación yo misma es porque necesito hacer algo. No me puedo pasar el día entero tirada en el sofá, esperando que tú vuelvas del trabajo. Hay noches que llegas y yo ya estoy en la cama. ¿Qué pretendes que haga? ¿Ponerme como una foca de comer pizzas, patatas y ganchitos mientras espero a que tú aparezcas?
No responde. Se limita a mirarme.
Nos retamos, como siempre, y cuando ya no puedo más, me doy la vuelta. Tengo ganas de llorar, pero no pienso hacerlo. No, no voy a llorar.
De pronto, noto algo que sube desde mi trasero por mi espalda y al volverme veo a Dylan con el rodillo de pintura en la mano.
—Al ver este color en ti ya me gusta más.
Su expresión se ha suavizado. La mía también, pero cuando se va a acercar a mí, siseo:
—Ni un paso más o llamo a la protectora de animales.
Dylan murmura:
—Vamos, cariño… sonríe.
Pero sin querer ponérselo fácil, lo miro y suelto:
—Mira, guapo, tienes una voz muy sexy y los ojitos más increíbles que he visto nunca. Si quieres que sonría, ¡cúrratelo!
Acto seguido, Dylan me coge entre sus brazos, me besa hasta robarme el aliento y cuando me suelta, afirmo:
—Así me gusta, que te lo trabajes. —Mi amor sonríe y entonces yo cuchicheo mimosa—: Cariño, perdóname por haberte manchado el traje, pero…
—Sólo por oírte llamarme «cariño», merece la pena que me manches.
Ambos nos reímos y, mirando la pared, asevera con convicción:
—Sin duda, el mejor color para la habitación creo que es el Frosted Mulberry.
Esa noche, tras salir de la ducha y cenar, cuando estamos metiendo los platos en el lavavajillas, suena el teléfono. Es Argen.
—¿Cómo está mi rubia preferida?
—Argennnnnnnnnnnnnn.
Al ver que se trata de mi hermano, Dylan sonríe y se sienta para ver la televisión. Sabe que nuestras conversaciones son eternas. Tras diez minutos en los que le pregunto por toda mi familia, por su diabetes y por todo lo habido y por haber, Argen suelta:
—Tengo que darte una noticia que te va a dejar sin palabras.
—¿Te casas?
—No —ríe Argen—. Pero sí, desde ayer oficialmente estoy viviendo con Patricia.
—Pero ¿qué me dices? ¿En serio?
—Sí y prepárate, hermanita, porque dentro de siete meses vas a ser tía.
—¡¿Cómooooooo?!
—Que vas a ser la tía Yanira.
Me emociono. Se me llenan los ojos de lágrimas y Dylan me mira preocupado, pero yo exclamo:
—Ay, Dios, Dylan, ¡que vamos a ser tíos!
Mi chico da una palmada y, en dos zancadas, me quita el teléfono de las manos y empieza a hablar con mi hermano. Yo sólo puedo sonreír mientras la emoción me embarga.
¡Voy a ser tía!
Cuando Dylan me pasa el teléfono, estoy más serena y consigo decir:
—Cuéntamelo todo. Quiero saberlo todo. ¿Cómo está Patricia? ¿Cómo se ha tomado mamá la noticia? ¿Y papá? ¿Y las abuelas? ¿Y los frikis?
Mi hermano suelta una carcajada y me explica todo lo que le he preguntado. Patricia está bien y mis padres, abuela y hermanos, encantados con la noticia.
Seguimos hablando un buen rato de eso y de mil cosas más y cuando cuelgo estoy contenta. Haber oído a Argen tan alegre me indica que todo va bien y eso me llena el corazón de felicidad.
Al día siguiente, cuando Dylan se marcha, regreso a la tienda de pintura. ¡He dicho que pintaré la habitación y la pintaré! Pero de pronto mi entusiasmo desaparece al encontrarme con Caty.
¡Joderrrrrrrrrrrrrrrr!
Ella se sorprende tanto como yo y, tras mirarnos unos segundos, murmura:
—Lo siento. Yo… yo…
—Aléjate de mí, ¿entendido?
Hago ademán de irme, pero Caty me sujeta del brazo y, al volverme, dice:
—Me volví loca. Dejé de tomar la medicación y…
—Mira, guapa —siseo, acercándome a ella—, da gracias de que no me pasara nada, porque, si no llega a ser así, te aseguro que estarías en un buen lío con Dylan y todos los Ferrasa; lo sabes, ¿verdad?
Se le llenan los ojos de lágrimas y contesta:
—Supe que Dylan regresaba a Los Ángeles comprometido y el destino, o lo que sea, hizo que nos encontráramos en aquel restaurante y…
—Y decidiste hacer la mayor tontería del mundo a la salida del pub, ¿no es así?
Asiente.
Pero vamos a ver, ¿por qué me da pena? ¿Cómo es que soy tan rematadamente idiota?
¿Qué hago hablando con ella si intentó mandarme al otro barrio?
Tras un tenso silencio, resoplo y, tratando de mantenerme firme, digo, señalándola con un dedo:
—Creo que lo más aconsejable será que tú continúes tu camino y nosotros el nuestro. Será lo mejor para todos, ¿no crees?
Caty asiente, me mira y dice:
—No os volveré a molestar. Aunque no me creas, no soy una mala persona. Cuida a Dylan, es un hombre increíble y se merece a alguien muy especial a su lado.
Plan A: le arranco los pelos.
Plan B: me lío a guantazos con ella.
Plan C: me callo y no hago nada.
Elijo el plan C. Sin duda es el mejor para todos.
Tras una triste mirada que me vuelve a tocar el alma, ella se da la vuelta y se marcha.
Con el corazón a dos mil por hora, me apoyo en una de las estanterías de la tienda. Lo crea o no Caty, cada día entiendo más su reacción. Perder a un hombre como Dylan no ha debido de ser fácil para ella. No quiero ni imaginarme qué haría yo si me pasara. La reacción de Carrie, la de la película, sería un juego de niños al lado de la mía.
Pasados unos minutos y repuesta de mi encontronazo, prosigo mi camino y me acerco a donde están las pinturas. Compro varias latas del color que hemos elegido y después entro en una tienda de muebles, donde encargo una enorme cama de hierro forjado blanco que me enamoró el primer día que la vi. Tiene un cabecero precioso y estoy convencida de que a Dylan le va a gustar.
Tras escoger varios muebles más para la habitación, me subo al coche y emprendo el camino de vuelta. No quiero pensar en Caty.
Cuando llego a casa, me dispongo a borrar las huellas del pasado. Lo necesito. Pinto durante horas y la habitación ya va pareciendo otra. Mientras lo hago, canto, bailo y me divierto sola.
El teléfono suena y es Tony para decirme que J. P. está muy emocionado con la nueva canción. Suspiro y asiento. He de decírselo a Dylan.
Por la tarde, ya le he dado dos capas de pintura a la habitación. Ha quedado espectacular y lo celebro poniendo a toda mecha Rolling on the River, de Tina Turner.
And we’re rolling, rolling,
rolling on the river.
Despendolada, bailo y canto con voz desgarrada al más puro estilo Tina. Sacudo el pelo, muevo el trasero, alzo los brazos y giro con un gesto de lo más sexy. Con la brocha en la mano, disfruto de la música y, cuando acaba la canción, agotada, oigo unos aplausos.
Al darme la vuelta, me encuentro a Dylan en el umbral de la puerta.
Cuando me acerco a él, me para y dice:
—Deja la brocha en el suelo lentamente. Me gusta mucho este traje.
Lo hago divertida y cuando me acerco, dice sin tocarme:
—Eres un espectáculo, cariño.
Me río y, señalando a mi alrededor, pregunto:
—¿Qué te parece?
Dylan se quita la chaqueta, se desanuda la corbata y, estrechándome entre sus brazos sin importarle si lo mancho, murmura sonriente:
—Tú, estupenda. Vamos, quiero ducharme contigo.
Esa noche, tras la cena, mientras vemos una película tirados en el sofá, de pronto me da un sobre.
—Omar me dio esto para este viernes; ¿te apetece ir?
Abro el sobre y leo.
—Gala: Cena música y más. —Y, como si no supiera nada, pregunto—: ¿Qué es esto?
—Es una cena de gala por el decimoquinto aniversario de la discográfica.
El corazón me palpita. ¡Es la invitación de la que me habló Tifany!
Debería decirle lo de la grabación. Estoy tentando a la suerte y al final me las voy a cargar con todo el equipo.
—Hablando de música —digo—. Tengo algo que comentarte.
Dylan me mira receloso, pero, decidida a ser sincera, continúo:
—El caso es que hace un tiempo, Tony vino una mañana y lo acompañé al estudio de grabación de Omar y…
—Y allí conociste a J. P. Parker, ¿verdad?
¡Joderrrrrrrrrrrrr! ¡¿Me espía?!
Lo miro alucinada y él prosigue:
—¿Por qué has tardado tanto tiempo en contármelo?
—No lo sé…
—¿Acaso crees que te voy a comer?
—No lo creo.
Y tras un tenso silencio en el que no me quita ojo de encima, pregunto:
—¿Cómo lo sabes?
—Hace unos días, me llamó mi padre para comentármelo. Omar se lo explicó a él y él a mí. ¿De verdad creías que tratándose de ti no me iba a enterar?
Me hundo en el sofá sintiéndome fatal. Soy lo peor. ¿Cómo se lo he podido ocultar?
Intento buscar una explicación lógica, pero finalmente desisto y respondo:
—Dylan, no sé por qué lo hice. Bueno, sí… En realidad te lo oculté porque me daba miedo estropear el buen momento que estamos pasando. Yo te amo, te necesito y no quería que esto enturbiara las pocas horas que pasamos juntos. Pero estoy tanto tiempo sola, que… bueno… la verdad es que me puse muy contenta cuando me lo propusieron y…
—Y dijiste que sí, ¿verdad?
—Sí.
Me muerdo los labios nerviosa. No tengo escapatoria. Dylan me tiene acorralada en el sofá, contemplándome con su mirada de perdonavidas. Finalmente suspira y, apoyando la cabeza en el respaldo, dice:
—Soy consciente de tus metas en la vida y sabía que, con la familia que tengo, tarde o temprano esto iba a suceder. Y aunque sabes que no es lo que yo habría querido para nosotros, también quiero que sepas que no voy a poner impedimentos para que lo hagas, porque deseo que seas feliz, cariño.
Oírlo decir eso me quita cien años de encima y me echo sobre él. Me lo como a besos. Cuando nuestras bocas se separan, me pregunta:
—¿Algo más que deba saber y que no me hayas contado?
Resoplo. Está visto que hoy acabamos discutiendo y contesto:
—Esta mañana me he encontrado a Caty y…
Se levanta de un salto del sofá y, mirándome, inquiere:
—¿Te ha hecho algo?
—Noooooooooo. Pero hemos hablado y…
—Pero ¿tú qué tienes que hablar con ella?
Su voz de ordeno y mando me toca las narices y respondo:
—Básicamente lo que me dé la gana. Y para que te quedes tranquilo, ella se ha mostrado correcta, yo también y todo ha quedado claro. No creo que tengamos más problemas.
Dylan maldice. Luego cierra los ojos, pero cuando los abre, su tono se ha dulcificado y dice:
—Siento haberlo hecho tan mal, cariño. Y quiero que sepas que, aunque no me gusta que te hayas encontrado a Caty y tampoco que me ocultaras lo de la canción con J. P., en cierto modo te entiendo.
—¿Me entiendes?
—Sí. No te lo he puesto fácil. Soy consciente del gran esfuerzo que haces por agradarme y…
—No es ningún esfuerzo, Dylan —lo interrumpo—. Lo hago feliz y contenta porque te quiero.
Sonríe y, acariciándome la mejilla, murmura:
—Soy egoísta y te quiero sólo para mí.
Sus palabras me conmueven y, acercándome a él, afirmo:
—Me tienes toda para ti, y lo sabes. Pero no puedo seguir así o cualquier día tiraré un muro para ampliar el salón o excavaré un socavón en la entrada para hacer una piscina.
Dylan sonríe. Me coge en brazos, me sienta sobre él y, mirándome, dice:
—No quiero que haya secretos entre nosotros, ¿de acuerdo?
—Te lo prometo.
Nos besamos y luego comenta:
—La canción es preciosa y tú la cantas maravillosamente bien. El único pero que pongo es el tal J. P. No tiene muy buena fama con las mujeres y no me gusta mucho que quiera ser tu padrino musical, ni que esté cerca de ti.
—¿Celoso?
Dylan asiente y, divertida, cuchicheo:
—Tranquilo, cariño… no te llega ni a la suela del zapato.
Tras oír la carcajada de felicidad del hombre que adoro, pregunto:
—¿Has escuchado la canción?
—¿Lo dudabas?
Me río y, al pensar lo que ha dicho, le aclaro:
—J. P. no es el tipo de hombre que me atrae. No dudo que guste a millones de mujeres, pero yo te aseguro que estoy total y completamente enamorada de mi marido y que no tengo ojos para nadie que no sea él.
—Mmmm… qué suerte tiene tu marido —se mofa.
Durante un rato, nos dedicamos a lo que más nos gusta. A besarnos y a hacernos arrumacos. Saber que Dylan está enterado de lo de la grabación me quita un gran peso de encima y me sorprende ver que se lo ha tomado tan bien. Cuando me vuelvo a sentar a su lado en el sofá, miro otra vez la invitación y Dylan pregunta:
—¿Has visto quiénes asistirán a la cena?
Yo leo entonces los nombres y exclamo:
—Ay, Dios mío, cariño, voy a conocer a Beyoncé, a Justin Timberland, a Kiran Mc, a Alejandro Fernández, a Adele, a Shakira. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Diossssssssssss míooooooooooooooooo!
Dylan se parte de risa. Sigue flipándolo mi manera de sorprenderme y dice:
—Podrás conocer a todo el que quieras. Omar, Tony o yo te los presentaremos encantados. Ya conoces a Marc Anthony, a Maxwell y…
—Pero no se acordarán de mí.
Él sonríe y después, poniéndose serio, afirma:
—Para mi desgracia, se acordarán. Sólo espero que esta vez no me dejes por ellos, como la noche de nuestra boda, ¿de acuerdo, cariño?
Me lanzo a su cuello y lo beso. Mientras, mi chico ríe y murmura:
—Mañana, yo que tú me iba a comprar un precioso vestido y me dejaba de pintar habitaciones.
Pienso en el vestido negro que me compré, pero tiene razón. Necesito un vestido mejor y, sin dudarlo, asiento, mientras pienso que no puedo ser más feliz.