Tragedia
El sonido del silencio es intimidador.
El chirrido de las ruedas aún me angustia.
¡Estoy viva!
¡Viva!
Oigo la voz de Dylan. Quiero contestar. Siento sus pasos rápidos acercándose, pero estoy paralizada de miedo, tirada en la calle y apenas puedo respirar.
Tiemblo y mis ojos se encuentran con los de Tifany, la mujer de Omar. Está en el suelo a mi lado. Nos miramos. Ambas respiramos con dificultad, pero estamos vivas.
—Cuqui, ¿estás bien? —pregunta ella con un hilo de voz.
Asiento sin poder despegar los labios, pero su pregunta hace que todo regrese a mi mente. El coche acercándose a toda velocidad. El miedo. La mano de Tifany tirando de mí. Cómo las dos caemos con brusquedad tras el coche de Omar. Un frenazo increíble y luego silencio.
Pero ese silencio se rompe de golpe para plagarse de gritos. Chillidos aterrorizados. Omar se agacha con gesto descompuesto e, instantes después, la voz de Dylan llega hasta nosotras diciendo:
—¡No las muevas, Omar! Llama a una ambulancia.
Pero yo me muevo. Me pongo boca arriba y suelto un gemido. Me duele el hombro.
¡Joder, cómo me duele!
Mis ojos se encuentran con los de mi amor, que, con el rostro desencajado, se inclina sobre mí y, sin apenas tocarme para no moverme, murmura desesperado:
—Yanira, Dios mío, cariño… ¿Estás bien?
No termina de abrazarme. Necesito su calor, su cariño, sus palabras bonitas tanto como siento que él me necesita a mí, y respondo para tranquilizarlo:
—Estoy bien… no te preocupes… estoy bien.
—Bichito, estoy mareada —se queja Tifany, incorporándose.
—Calma, cielo… No te muevas —la tranquiliza Omar.
De repente, me encuentro con la mirada de Tifany y, emocionada por lo que esta chica ha hecho por mí, musito:
—Gracias.
La joven y rubia esposa de Omar, que yo pensaba que tenía menos cerebro que Calamardo, el amigo de Bob Esponja, sonríe. Me acaba de salvar de morir arrollada por el coche, arriesgándose a irse ella también al otro barrio. Se lo agradeceré eternamente. Eternamente.
Dylan me toca el brazo sin querer y yo doy un grito agónico.
¡Joder, qué dolor!
Me mira asustado y, con la respiración de nuevo acelerada, susurra:
—No te muevas, cariño.
—Me duele… me duele…
—Lo sé… lo sé…Tranquila —insiste con gesto preocupado.
Con las lágrimas a punto de brotarme como un manantial por el insoportable dolor que siento, veo que Dylan llama a un médico amigo suyo, que viene corriendo hacia nosotros.
—Pide hielo en el pub. ¡Necesito hielo urgentemente!
Me muevo y vuelvo a gritar de dolor. Dylan me mira y, quitándose la chaqueta, dice:
—Creo que te has dislocado el hombro en la caída.
En ese instante no sé lo que es «dislocado» ni lo que es «el hombro», pero el gesto de mi chico es sombrío. Muy sombrío y eso me asusta mientras me quejo:
—Joder…, ¡cómo me dueleeeeeeeeeeee!
Cuando aparece su amigo con una bolsa de hielo, Dylan blasfema y, mirándolo, le comenta:
—Fran, necesito tu ayuda.
Me colocan boca arriba en la acera manejándome como a una muñeca y veo que el tal Fran me sujeta la cabeza. Me pongo nerviosa. ¿Qué me van a hacer?
—Me duele, Dylan… Me duele mucho.
Mi amor se sienta en el suelo y pone un pie a un lado de mi torso.
—Lo sé, cariño…, pero pronto pasará todo. Voy a cogerte la mano con fuerza y a tirar de ella hacia mí.
—¡No… no me toques! ¡Me muero de dolor! —grito asustada.
Él entiende mi miedo. Estoy aterrorizada. Dylan intenta tranquilizarme y, cuando lo consigue, vuelve a colocarse como antes y murmura:
—Tengo que recolocarte el hombro, cariño. Esto te va a doler.
Y sin darme tiempo ni a parpadear, veo que el tal Fran y él se miran y entonces Dylan hace un movimiento seco que provoca que vea las estrellas del firmamento entero, mientras grito con desconsuelo.
Por Dios, ¡qué dolorrrrrrrrrrrrrrrrr!
Las lágrimas brotan de mis ojos a borbotones. Lloro como una tonta. Odio hacerlo delante de toda esta gente, pero no lo puedo evitar. Me duele tanto que no puedo pensar en nada más.
—Ya está… ya está, cariño —me acuna él para tranquilizarme.
Nos quedamos así un rato y noto cómo le voy empapando la camisa de lágrimas. Dylan no me suelta. No se separa de mí. Sólo me mima y me susurra maravillosas palabras de amor, mientras alguna gente pasa a nuestro lado.
Cuando me tranquilizo, deja de abrazarme con cuidado, cubre el hielo con su chaqueta y, poniéndomelo sobre el hombro, dice, al ver que lo miro con los ojos enrojecidos por las lágrimas:
—Tranquila, mi vida. La ambulancia no tardará.
Intento calmarme, pero no puedo. Primero, porque casi me atropellan. Segundo, porque el brazo me duele horrores. Y tercero, porque el nerviosismo de Dylan me pone nerviosa a mí.
—Dime que estás bien —insiste él.
—Sí… sí… —consigo balbucear.
Mi respuesta lo calma, pero entonces se levanta del suelo hecho una hidra, se aleja de mí y lo oigo gritar con fiereza:
—¡¿Cómo has podido hacerlo?!
Asustada al oírlo tan furioso, me incorporo un poco a pesar de mi dolor y lo veo caminar hacia el coche que ha estado a punto de atropellarme. Dentro está Caty, con la cabeza sobre el volante.
¡Perra, mala víbora!
Mira a Dylan y la veo llorar. Gemir. Suplicar. Mi chico, ofuscado, abre la puerta del coche con tal furia que casi la arranca y la saca de él gritando como un poseso.
Yo observo la escena mientras la gente se arremolina alrededor. Caty llora y Dylan grita y maldice como un loco. El hombre al que he visto acompañar antes a Caty se acerca a ellos con gesto descompuesto al imaginarse lo ocurrido.
—Omar —susurro dolorida—. Ve y tranquiliza a Dylan, por favor.
Él, tras asentir, se acerca a su hermano con cara de enfado e intenta mediar, pero Dylan está alterado. Muy alterado.
Finalmente, entre Omar y otro hombre consiguen separarlo de Caty y los tranquilizan a los dos. Yo no puedo dejar de mirarla a ella. Está a cinco escasos metros de mí y veo que me dice entre lágrimas:
—Lo siento… lo siento.
—¡Qué poca vergüenza tiene! Casi te mata y ahora te viene con lloriqueos —cuchichea Tifany a mi lado, al ver hacia adónde miro.
Efectivamente. Esa mujer no tiene vergüenza. Por otra parte, no sé cómo tomarme ese «Lo siento», si será sincero o fingido.
Lo ocurrido me tiene alucinada. Una cosa es que esté colada por Dylan y otra muy diferente que llegue a los límites a los que ha llegado. Sin duda alguna no está bien de la cabeza.
Joder, ¡que casi me mata!
—Tranquilas, chicas —oigo decir a Omar, acercándose a su mujer y a mí—. Las ambulancias ya están llegando.
—Me he roto dos uñas, bichito.
—Mañana te las pones nuevas, cielo —contesta él sonriendo.
El estridente sonido de varias ambulancias y coches de policía lo llena todo. Rápidamente, acordonan el lugar y retiran a los curiosos, mientras unos médicos nos atienden a Tifany y a mí. Me inmovilizan el brazo y el cuello.
Como si fuera una pluma, me levantan y me ponen en una camilla y veo que me llevan hacia una ambulancia. Miro a Tifany, que está en mi misma situación. Pobrecilla. Desde la camilla, giro la cabeza y vuelvo a mirar a Caty. Sigue llorando, mientras su acompañante niega con la cabeza y mira al suelo.
Omar no da abasto. Corre de la camilla donde está su mujer a la camilla en la que estoy yo. Cuando me meten en la ambulancia, oigo que Dylan afirma:
—Iré con ella.
Los dos hombres y la mujer de la ambulancia se miran y esta última dice sonriendo:
—Ya sabe que no le vamos a decir que no, doctor Ferrasa, pero aquí nosotros tenemos que trabajar.
Él, molesto, cierra los ojos un momento y luego les explica lo que ha hecho para atenderme, pero dispuesto a no interferir, finalmente asiente y las puertas se cierran. Pocos segundos después, oigo cómo se cierran las puertas de delante también y, haciendo sonar su aguda sirena, la ambulancia se pone en marcha.
Quiero estar con Dylan. Tengo ganas de llorar, pero debo ser fuerte, no una niñata caprichosa y consentida que llora porque no tiene a su novio cerca.
La mujer y uno de los hombres comienzan a atenderme y ella me pregunta en inglés:
—¿Recuerdas tu nombre?
Todavía aturdida, la entiendo, pero respondo en español.
—Me llamo… me llamo Yanira Van Der Vall.
La mujer asiente, coge una jeringuilla, la llena de un líquido transparente y, pinchándola en la vía intravenosa que segundos antes me ha puesto, sonríe y dice también en español:
—Tranquila, Yanira. Pronto estaremos en el hospital Ronald Reagan.
—¿Y Dylan? ¿Dónde está?
Comienzo a marearme cuando le oigo decir:
—Estoy aquí, cariño.
Como puedo, muevo la cabeza y miro hacia arriba. Por una ventanilla puedo ver a Dylan sentado en la parte delantera de la ambulancia y sonrío.