Janeal calculó que unas trescientas cincuenta personas llenaban el restaurante Chez Jacques, que aquel sábado por la noche estaba reservado para la recepción de la American Freestyle Feminists. Janeal se había cambiado en la oficina los tejanos por una falda de tubo recta y se había desabotonado la americana de seda para resaltar su camiseta verde a juego. Se recogió el cabello color caoba, que se había oscurecido con los años, y deslizó una barra de labios a juego con él sobre su boca. Tenía los ojos arenosos, pero no se quitó las lentes de contacto (de un color azul artificial que a Milan le gustaban por cómo resaltaban con su cabello). Ella también pensaba que quedaban bien en las fotografías. Al menos estaba presentable.
Aquella noche se conformaba en estar lo suficientemente bien.
Entró en Chez Jacques bajo la luz de los flashes y haciendo girar las cabezas. Janeal no se hacía ilusiones con llamar la atención como J. Lo o Brangelina, pero en los círculos donde se movía, en los círculos editoriales de Nueva York, era más envidiable ser más sofisticado y menos sensacionalista. Lo que pasaba con All Angles era que ella había sabido mantener el equilibrio entre ambos sectores, por decirlo así, con un pie en el muy conservador y bien pensante mundo editorial, y con el otro en los periódicos de noticias liberales y reaccionarios. Ambos mundos la amaban. Era una auténtica política bipartidista.
En los dos primeros minutos tuvo cinco ofertas para sentarse y tomar una copa, y más felicitaciones por su nuevo trabajo de las que pudo registrar. Ni una sola persona preguntó dónde estaba Milan. En Nueva York la voz aún se corría más rápido que la tecnología moderna. Estuvo sonriendo, besuqueando mejillas y dando las gracias hasta llegar a una mesa vacía cerca de la barra, donde podía establecer su territorio. Ya se acercarían hasta ella los demás.
Dos personas lo hicieron, de hecho, guardándole la mesa antes de que sentara. Meredith Swan, a quien All Angles le había asignado muchos reportajes y que era una escritora decente, se pegó a Janeal como un mocoso molesto. Había venido con Bill Dawson, un antiguo ayudante del fiscal que creía que había encontrado un rol que le satisfacía más como agente de la condicional y funcionario público. Janeal no podía entender cómo Meredith le había arrastrado a aquel acto. Él le apartó la silla para que se sentara y fue a buscarles un cóctel a las señoras.
—Tienes que contarme lo de tu ascenso —dijo Meredith por encima del ruido de las copas de cristal y sonando como un simple chismorreo de barrio de Nueva York—. La gente dice todo tipo de cosas.
—Suele pasar —Janeal se echó hacia atrás y escudriñó la sala buscando a Annie Mansfield.
—Yo nunca, en un millón de años, hubiera pensado que Milan era de los que dimiten.
—Ha estado trabajando en un nuevo proyecto. Era el momento.
—¿Qué tipo de proyecto? —Meredith se inclinó hacia delante.
Janeal le ofreció una enigmática sonrisa.
—Supongo que lo anunciará a lo largo de la semana. No quisiera estropear su sorpresa.
—He oído que tú le has echado.
—Meredith, querida, ¿tú crees que alguien podría obligar a Milan a hacer algo que él no quiera?
Bill regresó con dos cócteles muy decorados, los puso enfrente de las dos mujeres y le hizo señas a un camarero que llevaba una bandeja de aperitivos. Janeal recibió más saludos de tres circunstantes más. A Annie no se la veía por ningún sitio. Janeal miró su reloj y decidió dedicarle a aquel ejercicio treinta minutos. Podía ser refinada y fingir estar ocupada todo ese tiempo.
Como mucho.
Janeal no esperaba dormir aquella noche. Sería la tercera noche seguida. Por el lado bueno, no necesitaba que la vieran en público el domingo si no quería. Y, mejor aún, lo bueno del insomnio era la ausencia de sueños. Se ahorraría las recurrentes pesadillas.
O bien Katie Morgon aún estaba viva o bien Janeal tendría que poner su fe en alguna increíble coincidencia: que una mujer del mismo nombre, en el mismo estado y habiendo sufrido el mismo trauma espantoso se levantara para atormentarla después de una década y media de silencio.
Y todo era culpa de Salazar Sanso. ¡Estúpido! El estúpido criminal que se había dejado atrapar teniendo tantos peones que darían sus vidas por él.
¿Pero Katie Morgon? Janeal agarró su cóctel, sintiendo el frío del cristal en las puntas de sus dedos. ¿Cómo había sabido lo de Katie? ¿Qué ganaría él revelando que era Katie y no Janeal la que había sobrevivido?
Le suscitó una pizca de alivio saber que Robert aún no la estaba buscando, siendo aún la palabra clave. Katie no sería capaz de asegurar si Janeal había sobrevivido, pero sabía lo del dinero de la DEA, y, peor aún, sabía que Janeal la había abandonado para que muriese. Le contaría a Robert toda clase de cosas, cosas que Sanso corroboraría…
En una de sus pesadillas (había tres que se repetían casi rítmicamente) la mano del esqueleto de Katie, atada a un maldito taburete de bar metálico y recubierta con un guante negro brillante, empezaba a agitarse cuando sentía que Janeal estaba de pie detrás de la puerta de la carbonizada sala de juegos. Se estremecía hasta que el movimiento se convertía en un temblor visible, en una audible vibración que iba in crescendo hasta que Janeal se tapaba los oídos con las manos, incapaz de entrar o salir de la habitación. Las suelas de sus zapatos se habían derretido y la habían dejado pegada al suelo.
Entonces las cuerdas que ataban la mano arremetían contra ella, estirándose como una serpiente a punto de atacar, agarrándola por los helados tobillos y penetrando en su fina piel hasta los huesos, tirando de ella con tanta fuerza para sacarla de sus zapatos derretidos que se golpeaba la cabeza contra el marco de la puerta, aunque no se desmayaba. En su sueño las cadenas retrocedían, arrastrándola de vuelta al taburete, que ardía entre unas llamas que le lamían los dedos de los pies, los pies y finalmente las espinillas.
Siempre, cada vez que las llamas se aproximaban a sus rodillas, se despertaba con una migraña que no remitía hasta dos o tres horas después.
De hecho, sintió cómo una de ellas llegaba en ese preciso momento.
Bill Dawson decía algo y le dejaba una tarjeta de presentación enfrente. Ella sonrió y asintió, deslizándola dentro de su bolso; después dio un sorbo a su bebida, intentando mantener la mente en el presente.
El brillante cabello blanco de Annie Mansfield apareció al otro lado de la sala.
Tanya Barrett, de Vogue, puso una mano en su hombro cuando pasaba y le susurró a Janeal al oído lo que pensaba de Milan Finch y cuán lejos había llevado Janeal la causa de las mujeres trabajadoras dándole una patada en el…
El teléfono de Janeal sonó.
—Lo siento —les dijo a Meredith y a Bill, levantándose y posando la vista sobre Annie, aunque ésta parecía dirigirse al servicio de mujeres—. Debo contestar esta llamada.
Respondió en el vestíbulo, junto a un viejo teléfono público que probablemente no había sido utilizado en una década.
—¿Si?
—Señora Johnson, soy Brian Hoffer.
—¿Y?
—Me pidió que la llamara después de nuestro encuentro con…
—Sí, no necesito que me lo recuerde. ¿Qué ha averiguado sobre esa Morgon?
—Está ansiosa por vernos esta noche.
—¿Y por qué me llama ahora?
—Para hacerle saber que ella y Lukin se conocen.
Janeal permaneció callada y se apoyó en la pared de azulejos afiligranados que abarcaba toda la longitud del vestíbulo.
—Lukin también es un superviviente de la masacre de Mikkado. Bonito, ¿no? ¿Encontrar a dos en dos días después de todo este tiempo, cuando todos habían sido dado por muertos? Aparentemente sólo la DEA lo sabía. Es como la cosa del Fénix, que sale de sus cenizas…
—Sería bueno para el proyecto, para el trato sobre el libro, que no publique nada hasta haber establecido alguna comunicación personal con la señora Morgon.
—Sé un par de cosas sobre cómo mantener en secreto una historia.
—¿De verdad? Ya ha hablado de su posible existencia en bastantes entradas de su blog. ¿Cuánto tiempo cree usted que tiene?
El chico guardó un pertinente silencio.
—Brian, ¿le ha preguntado a Sanso sobre…?
—Nadie le pregunta nada estos días aparte de los médicos y los abogados.
—Bien, quizás el señor Lukin pueda conseguirle a usted un acceso especial.
—Trataré de convencerle.
—Me gustaría saber cómo supo Sanso lo de la señora Morgon mientras que el resto del mundo, aparentemente, no tenía idea.
—No puedo hablar de eso —Brian debió de interpretar el silencio de Janeal como un reproche, porque añadió—: Aún.
¿Y si Sanso y Katie habían llegado a un acuerdo para protegerla? ¿De qué? Sanso había intentado matar a Katie.
Pero Katie sabía que Janeal había huido con su dinero (o sea, el dinero del gobierno). ¿Acaso Katie le había sobornado?
Janeal movió la cabeza. Ninguna de aquellas preguntas tendría sentido hasta que, en primer lugar, descubriera cómo había sobrevivido Katie. Ese tanque de propano…
—¿Dónde es la reunión?
—La señora Morgon dirige un pequeño centro de rehabilitación para mujeres que se recuperan de la adicción a las drogas y el alcohol. Se llama Casa de la Esperanza del Desierto. Es un pequeño lugar en las montañas al norte de Santa Fe.
Un centro de rehabilitación. Claro. Eso encajaba a la perfección con el carácter de Katie Morgon, que podía transformar una tragedia en rayos de sol en un solo día.
—¿Cuánto tiempo van a quedarse?
—Depende de lo que se tarde en ver si realmente hay una historia allí.
—Oh, estoy segura de que la hay. Manténgase en contacto.
Janeal cerró su teléfono, entró en el servicio y cerró la puerta del baño detrás de ella. Miró fijamente el yeso de color coral entre los azulejos, recobrando la calma antes de regresar a aquella multitud de allá fuera.
Su vida ahora parecía más pequeña que la suma de sus pretensiones. Ahí fuera, el mundo que ella había creado para sí se mantenía de pie sobre una falla, y el suelo estaba empezando a temblar.
Podía confiar en que Brian la informaría de la historia en cuanto la descubriera. Estaba segura de que al final tendría una buena biografía: qué le había pasado a Katie, cómo había sobrevivido, por qué caminos había discurrido su vida desde la tragedia. Hasta ahora Brian no parecía tener la intensa percepción de un periodista más maduro. Escarbaría, pero no muy profundo. Lo más importante para él, juzgó ella, era saber que había llegado el primero a la escena. El rey de la montaña, por el momento. Lo cual significaba que Janeal lo tendría fácil para mantenerlo centrado.
Para la juventud, la vida consistía en la velocidad de la carrera, no en una técnica para ganarla. Usaría aquello a su favor en lo que concernía a Brian.
Existía la posibilidad, sin embargo, de que Brian le diera la información pero no el control. Su tarea en aquel momento sería determinar exactamente cuánto control necesitaba, y cuándo. ¿Hasta qué punto podía ella impedir que Katie revelase las decisiones que había tomado Janeal en aquel incendio? ¿Provocaría la llegada de Robert el fin del silencio de Katie? ¿Hasta qué punto llegaría Janeal para impedir que Sanso dejara ver sus intenciones? ¿Qué tramaría aquella gente contra ella, hasta dónde se alejaría de ellos antes de que descubrieran y sacaran a la luz su verdadera identidad?
Salió del baño y se lavó las manos en el lavabo que quedaba más alejado de las velas de aromaterapia que estaban encendidas sobre el mostrador, a modo de decoración. No soportaba las velas. Ni siquiera tenía cerillas en su casa.
Se alisó la falda, se arregló el pelo y volvió a pintarse los labios. Su primera tarea, decidió, era encontrar un modo de ver a Sanso y adivinar qué había detrás de la inoportuna revelación suya.
Janeal sacó una píldora para la migraña de su bolso y se le tragó sin agua.
Sí, empezaría con Sanso. Sanso era un rival respetable, con su mismo nivel intelectual, un compañero desafiante para una competición. Incluso se atrevía a decir que le admiraba en esos aspectos. Sin embargo, también era cierto que él se lo había quitado todo, habiendo perdido así su capacidad para amenazarla. Katie Morgon, por otro lado, era un adversario mucho más sombrío, encubierta como estaba en la dulzura y la luz.
Y Janeal la temía.