El viernes era mi cumpleaños, pero no estaba de humor para celebraciones. Evan trató por todos los medios de animarme. No pudo negar que se había llevado a Ally de compras —ella me regaló una chaqueta preciosa de cachemira verde— e hizo realidad mi deseo de tener una bici de montaña nueva. No escatimé esfuerzos a la hora de alegrarme por los regalos, engullí como pude tres trozos de una pizza que habían cocinado entre los dos y me reí en los momentos justos de la película que alquilamos. Pero mi cabeza no paraba de dar vueltas con pensamientos sobre Julia.
A medida que iba creciendo, en todos mis aniversarios me preguntaba qué estaría haciendo mi verdadera madre, si se acordaría siquiera de esa fecha. Ahora, lo que me pregunto es si durante todos estos años en los que yo he celebrado mi nacimiento, Julia se habrá torturado con los recuerdos de mi cuerpo esforzándose por salir del suyo, y el cuerpo de John penetrándola a la fuerza.
La primera vez que tomé a Ally entre mis brazos, no concebía volver a soltarla. Hasta entonces me había dado miedo no ser una buena madre, fastidiarla en algún sentido, pero, en cuanto esos deditos se agarraron a los míos, me entregué por completo. Además me volví protectora como una leona: vigilaba de cerca cuando alguien la cogía en brazos y volvía a tomarla entre los míos si ella se quejaba. Era duro ser madre soltera —iba muy justa de dinero y tenía que llevar a Ally en la mochila, colgada a la espalda, cuando trabajaba en el taller—, pero me encantaba que fuéramos sólo ella y yo frente al mundo. Antes de que Ally naciera, jamás había tenido la sensación de arraigo, y en los peores momentos de mi depresión pensaba que, si moría, nadie me echaría de menos. Sin embargo, cuando la tuve, por fin había alguien que me profesaba amor incondicional, que me necesitaba.
Está creciendo tan deprisa… Ya han pasado los días en los que jugábamos al veo veo o a la gallinita ciega. No me quiero perder ni un segundo de su vida. No quiero estar distraída cuando me cuente cosas sobre su profesora, la señorita Holly, a quien idolatra porque tiene el pelo largo, rubio y liso y sabe bailar claqué, o sobre un bicho que Alce acaba de comerse, o cuando canta todas las canciones de Hannah Montana. No me gusta meterle prisa para que se vaya a la cama por las noches ni para salir de casa por las mañanas. Pero tengo mucho miedo de que John venga a verme y la oiga jugando en el jardín.
Hemos conseguido que los medios no difundan la noticia porque no hay nada confirmado y, de hecho, todo ha sido negado, pero todavía se oyen rumores. Es de esperar que los chismorreos paren antes de que Ally o alguna de sus amiguitas se enteren. He empezado a preguntarle, como quien no quiere la cosa, cómo va todo en la escuela. No parece que nada haya cambiado.
Pero ¿y si todo sale a la luz más tarde? ¿Cuando sea una adolescente? Y si se descubre la verdad, ¿cómo tratará la gente a Ally cuando se sepa quién era su abuelo? ¿Le tendrán miedo?
La observo jugando con otros niños o alborotando con Alce, y pienso en todas las cosas que antes me parecían parte de su personalidad y que ahora me alarman. La forma en que a veces se enfada tanto que se le pone la cara roja y aprieta los puños con todas sus fuerzas. Cómo patalea o muerde cuando se siente frustrada, o demasiado cansada. ¿Es sencillamente parte de su forma de ser, el comportamiento normal de una niña de seis años aprendiendo a lidiar con sus emociones, o es algo más serio?
Me descubro mirándome al espejo, estudiando mis rasgos, pensando en el hombre que los comparte conmigo. Y me pregunto qué más compartiremos. Entonces esta mañana me asaltan nuevas preguntas: por qué sigo soñando con mujeres que huyen de mí, por qué me asusta tanto estudiar a todos esos asesinos en serie. Cuando leo sobre ellos, veo mis rasgos reflejados. Los asesinos en serie tienen delirios de grandeza; toda mi vida ha consistido en soñar despierta y en fantasear. Son obsesivo-compulsivos; cuando me pongo a hacer algo, el resto del mundo desaparece. Tienen mal genio, cambios repentinos de humor, depresiones; lo tengo, lo tengo, lo tengo. También tienen tendencia a ser solitarios, y yo siempre he sido una solitaria, y he preferido centrarme en Ally y en el trabajo. Jamás he deseado matar a nadie y, por lo que sé, los instintos asesinos no son hereditarios, pero algunas veces, cuando me enfado de verdad, he llegado a romper objetos, he empujado a la gente o incluso los he tirado al suelo, he lanzado cosas y había tenido la fantasía de conducir el coche y estamparme contra un muro o de autolesionarme. ¿Qué haría falta para que llegara a manifestar exteriormente esa ira?
Me resultaría fácil justificar todos mis aspectos negativos achacándolos a la herencia genética de John. Pero como usted misma acaba de señalar, ¿cómo sé que esos rasgos no son consecuencia de mi condición de niña adoptada o incluso que sean herencia de Julia? Seguramente jamás lo sabré, porque ella no permitirá que intimemos lo suficiente para averiguarlo. Billy me contó que Julia había confirmado que los pendientes eran suyos. Sabiendo lo mucho que me trastocó verlos, no puedo ni imaginar cómo debió de sentirse Julia. Ojalá pudiera hablar con ella. Un día incluso levanté el teléfono para llamarla, pero colgué enseguida.
Evan se marchó el sábado por la mañana. Estaba emocionado porque recibía a un grupo muy numeroso de pescadores procedentes de Estados Unidos, aunque le preocupaba dejarme así. Me dijo que dejara de leer libros sobre asesinos en serie, pero me resulta imposible no seguir investigando. Tengo que encontrar algo, alguna pista, lo que sea para contribuir a detener a John.
Sin embargo, empiezo a estar cansada. No es que tenga sueño, es que estoy hasta las narices y a punto de perder los nervios. Me paso la mayoría de las noches yendo de ventana en ventana a la espera de que suene el teléfono. Así estaba cuando John volvió a llamarme por fin el lunes: de pie, delante de la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba, mirando cómo Alce y Ally se perseguían por el jardín, pensando en lo felices que parecían, recordando lo feliz que había sido yo.
Me sonó el móvil en el bolsillo. No reconocí el número, pero sabía que era él.
—Hola, Sara.
Parecía contento.
—John.
Se me secó la boca y sentí una presión en el pecho. La policía ya tenía pinchado mi móvil, pero no me sentía ni un ápice más segura.
Ambos nos quedamos un rato en silencio, luego él dijo:
—Bueno… —Se aclaró la voz—. Eso a lo que te dedicas… ¿Te gusta fabricar muebles?
—Restauro muebles, no los fabrico.
Sandy me dijo que fuera más simpática con él la próxima vez que llamara, pero me costaba un mundo el simple hecho de ser educada. Se me tensó todo el cuerpo en cuanto oí que Ally andaba por abajo, en la cocina.
«Por favor, por favor, quédate ahí».
—Apuesto a que, si quisieras, podrías fabricar cosas —dijo él.
Ally estaba subiendo por la escalera, iba hablando a Alce.
Me dirigí hacia la puerta.
—Soy feliz haciendo lo que hago.
Ally estaba en la puerta de mi cuarto.
—Mami, Alce quiere cenar y… —Le hice un gesto para que se callara.
—¿Cuál es tu parte favorita? —preguntó John.
—¿Podemos hacer manualidades?
Miré a Ally con severidad, le señalé la escalera y le dije que estaba hablando por teléfono moviendo los labios.
—Pero me habías prometido…
Cerré la puerta y corrí el pestillo. Del otro lado, Ally empezó a aporrear la madera con las manos mientras gritaba: «¡Mami!». Tapé el auricular del teléfono y me alejé cuanto pude de la puerta, hasta el fondo del cuarto.
—¿Qué es todo ese jaleo?
«Mierda, mierda, mierda».
—Quería apagar la tele y, sin querer, he subido el volumen.
Ally volvía a aporrear la puerta. Contuve la respiración. En ese momento se quedaron los dos callados.
Al final, John dijo:
—Te he preguntado cuál era tu parte favorita.
—No lo sé. Me gusta trabajar con las manos.
Había muchas cosas que me gustaban de la ebanistería, pero no pensaba compartirlas con él.
—A mí también se me da bien trabajar con las manos. ¿Te gustaba construir cosas cuando eras pequeña?
No se oía nada en el rellano. ¿Dónde se había metido Ally?
—Supongo que sí. Solía robar las herramientas a mi padre.
Ambos estaban en silencio. Contuve de nuevo la respiración y agucé el oído. Al final oí el portazo de uno de los muebles de la cocina. Ally estaba abajo. Respiré tranquila y dejé caer la frente sobre las rodillas.
—Yo te habría dado unas herramientas —dijo él—. No es justo que no supiera que tenía una niña.
Se me llevaron los diablos.
—Supongo que las circunstancias en las que fui concebida lo hicieron imposible.
Él se quedó callado.
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué haces daño a esas personas?
No hubo respuesta.
Sentí el bombeo de la sangre en los oídos, me alertaba de que estaba yendo demasiado lejos, pero no podía parar.
—¿Estás enfadado? ¿Te recuerdan a alguien o es que…?
—Tengo que hacerlo —respondió en un tono tenso.
—Nadie tiene que matar…
—No me gusta esto.
Empezaba a jadear por el teléfono.
«Para, para, para ya».
—Está bien, yo solo…
—Te llamaré mañana —dijo, y colgó.
Llamé a Billy enseguida. Mientras hablábamos, preparé algo de cenar para Ally y eché comida en un bol para Alce.
Esa vez, John había llamado desde el norte de Williams Lake y la policía tardó cuarenta minutos en llegar. Volvieron a rastrear la zona: pararon coches, hablaron con los vecinos, enseñaron el retrato de John en gasolineras y tiendas, pero, hasta ese momento, nadie había visto nada. Pregunté a Billy cómo iban a atrapar a John si no dejaba de llamar desde localidades rurales, y él me dijo que tenían que seguir haciéndolo así con la esperanza de conseguir finalmente una pista. Aunque al final habían encontrado al detective privado: estaba de crucero por el Caribe con su esposa.
Cuando por fin colgué el teléfono fui a buscar a mi hija, que estaba tirada delante de la tele. Me sentía tan mal por no haberle hecho caso que la invité a dormir en mi cama esa noche, ofrecimiento que por lo general arranca grititos de alegría. Pero se quedó callada, entonces la arropé y le leí La telaraña de Carlota; a Ally sólo le interesa un libro si sale algún animal. Le susurró algo al oído a Alce, y yo dejé de leer.
—¿Qué pasa, tesoro?
Susurró otra cosa a Alce. Él sacudió sus orejas de murciélago y me miró con los ojos muy abiertos y vidriosos.
—¿Tengo que hacer cosquillas a Alce para sonsacárselo?
Levanté las manos y fingí que iba por él.
—¡No!
A Ally le brillaban los ojos.
—Entonces supongo que tendrás que contármelo tú.
Sonreí e hice una mueca divertida; ella seguía sin mirarme.
—Has cerrado la puerta.
—Tienes razón, lo he hecho. —¿Cómo iba a explicárselo?—. Mami no lo ha hecho muy bien. Pero es que tengo un nuevo cliente y es muy importante. Seguramente llamará mucho, y debo atenderlo bien, así que necesito que estés muy calladita, ¿vale?
Frunció el entrecejo y se puso colorada. Empezó a dar pataditas con un pie por debajo de la manta.
—Habías dicho que podíamos hacer manualidades.
—Ya lo sé, cariño. Lo siento. —Suspiré, me sentía mal por haber vuelto a decepcionarla y odiaba que John fuera el motivo—. Pero es igual que cuando estoy trabajando en el taller o cuando Evan se va al hotel rural. Te queremos mucho, más que nunca, pero a veces tenemos que encargarnos de cosas de mayores.
Entonces empezó a dar patadas con ambas piernas. Alce se alzó y fue caminando hasta los pies de la cama. Ally le soltó un puntapié por debajo de la manta. De repente me invadió la rabia.
Le retuve la pierna con la mano.
—¡Ally, basta!
—¡No! —me gritó a la cara.
—Ya está bien. No me hables así…
Dio otra patada. Alce gimoteó, cayó hacia un lado y aterrizó en el suelo con un golpe seco.
—¡Ally!
Me levanté de un salto de la cama.
Alce gruñó y se encaramó sobre mí cuando me arrodillé en el suelo. Le acaricié las orejas y me volví hacia Ally.
—Eso no está bien. En esta casa no se hace daño a los animales.
Ally se quedó mirándome, torciendo la boca.
Me levanté.
—Vuelve ahora mismo a tu cama.
Le señalé su habitación.
Ella agarró su libro y lo levantó como si fuera a tirárselo a Alce.
—¡Ni se te ocurra, Ally!
De pronto afloró en su rostro una mirada que jamás le había visto: una mirada de odio.
—Ally, si tiras ese libro, te la vas a cargar.
Nos miramos fijamente. Alce gimoteaba. Ally lo miraba y luego me miraba a mí. Tenía la cara roja y los ojos casi cerrados.
—Te lo digo en serio, Ally, si tiras…
Tiró el libro con todas sus fuerzas. Alce lo esquivó y el cuento fue a dar contra la pared. Me hervía la sangre cuando la agarré por la muñeca y la saqué a rastras de mi cama. La sujeté por los hombros y le grité a la cara:
—¡Jamás, pero jamás, le hagas daño a un animal! ¿Me has oído?
Se quedó mirándome con el labio fruncido, desafiante.
Sin soltarle la muñeca, la llevé a rastras hasta la puerta y por el pasillo hasta su habitación. La solté y le señalé la cama.
—Y no quiero saber más de ti a menos que quieras disculparte.
Entró con paso firme en la habitación y cerró la puerta de golpe. Yo quería entrar, quería explicarme, quería arreglarlo todo, echarle una bronca de campeonato, pero no sabía qué decir. Era la primera vez que tenía miedo de mi hija. Era la primera vez que tenía miedo de lo enfadada que yo estaba con ella.
Alce se quedó en la cama conmigo. No podía creer que Ally lo hubiera atacado así. A él siempre se le había dado mejor que a mí tranquilizarla. Cuando lo traje a casa, yo vivía sola y quería compañía mientras Ally estaba en el parvulario. Con su llegada cada día había risas y alguien que nos protegía por las noches, pero lo mejor de todo fue que esa bolita de pelo tuvo un efecto estabilizador en Ally. Si a la niña le asustaba probar algo nuevo, me bastaba con decir que a Alce le gustaría.
Si necesitaba que Ally se centrara en algo o que me escuchara, podía usar a Alce como amenaza o recompensa, y si estaba muy enferma o molesta, como consuelo. Sin embargo, esa noche, era yo quien necesitaba aliviar mis penas. Metí a Alce bajo las mantas y apoyé su cabeza en mi cuello.
A la mañana siguiente, Ally canturreaba mientras comía los cereales y hacía burbujas con el zumo, como si no hubiera pasado nada. Incluso hizo un dibujo de unas flores con las ceras, me lo regaló con un abrazo y dijo: «Te quiero, mami». Tengo por costumbre solucionar las cosas con ella cuando hemos tenido un conflicto. Al haberme criado en una casa donde un progenitor gritaba mientras el otro se quedaba en su cuarto, me había hecho la promesa de hablarlo todo con mis hijos.
Aunque esa vez me conformaba con que la mala noche hubiera pasado. Después de dejarla en el colegio, me fui a casa para lijar el cabecero con el que todavía me peleaba, aunque seguía esperando a que me sonora el móvil en cualquier momento. Al final lo dejé e hice una pausa para el café. Estaba sirviéndome una taza cuando oí un golpe.
Alce salió ladrando y gruñendo hacia la puerta de entrada. Se me puso el corazón en la boca. Fui hasta el recibidor con el cuerpo pegado a la pared. Agarré el bate de béisbol de detrás de la puerta y miré a hurtadillas por las persianas de la ventana lateral, pero no vi ningún coche.
—¿Quién es? —pregunté a voz en grito.
—¡Joder!, ¿estás entrenándote para enrolarte en los marines?
Billy. Abrí la puerta y Alce salió disparado como un rayo: era una masa compacta de gruñidos y ronquidos. Billy rió y lo cogió en brazos.
—¿Qué pasa, chiquitín?
—¿Qué ocurre, Billy? ¿Qué haces aquí? ¿Ha matado a alguien?
—No, a menos que tú sepas algo que nosotros no sepamos. Sólo he venido para ver cómo estabas después de la última llamada.
—Entra. ¿Dónde está Sandy?
—Coordinándolo todo con otros departamentos involucrados en la investigación.
—¿Y tú te encargas de mí?
Sonrió de oreja a oreja.
—Algo parecido. —Me siguió hasta la cocina y olisqueó el aire—. ¿Huelo a café?
—¿Puedo servirte uno?
—Siéntate, ya te sirvo yo.
Me dejé caer sobre una silla de la mesa de la cocina. Billy colgó la americana del traje en el respaldo de otra, y se puso cómodo, tomó una taza del aparador y abrió la nevera para sacar la leche. Entonces se quedó quieto, mirando.
—¿Qué?
—Tu nevera está tan mal como la mía. ¿Es que no tienes nada de comer?
—¿Estás haciendo un registro de mi nevera?
—Lo intento, pero creo que acabo de ver una telaraña. Tienes que ir a comprar urgentemente.
—He tenido la cabeza ocupada con unas cuantas cosas.
Billy cerró la nevera y empezó a preparar bocadillos de mantequilla de cacahuete. Se volvió para mirarme.
—¿Quieres uno?
Negué con la cabeza, pero sacó dos rebanadas más de pan.
—¿Qué has querido decir con eso de que está tan mal como la tuya? ¿No estás casado?
—No. Estoy divorciado. Mi ex todavía sigue en Halifax.
Eso explicaba el acento de la Costa Este que le notaba al hablar. Dejó a Alce fuera y se sentó a la mesa. Me pasó un bocadillo mientras le daba un buen mordisco al suyo. Puso los ojos en blanco.
—¡Mmm! ¡Esto es comida de la buena! —Tomó un sorbo de café y se fijó en que yo estaba dando pequeños mordisquitos a mi bocadillo—. Tienes una pinta horrorosa.
—Muchas gracias.
Sonrió, pero luego se puso serio.
—¿Cómo aguantas? Estás haciendo algo bastante duro.
—Lo llevo bien. Pero me paso horas en la consulta de mi psiquiatra. ¿Puedo enviar las facturas a la policía de Canadá?
Sonreí.
—Puedes solicitar una ayuda a través de Víctimas de Delitos Criminales. Te conseguiré los formularios. Aunque me alegro de que estés hablando con alguien, Sara. Estás enfrentándote a muchas cosas.
—Tengo la sensación de que llevo el peso de todo, ¿sabes? Quiero ayudar, pero sobre todo, quiero que esto se acabe, quiero recuperar mi vida.
—Cuanto antes lo cojamos, antes se acabará. Anoche lo hiciste de maravilla.
—No sé, Billy, me parece que me pasé un poco.
—Te retiraste justo a tiempo. «Al enemigo rodeado hay que dejarle una vía de escape».
—¿Qué?
—Es de El arte de la guerra, de Sun Tzu.
Empecé a reír.
—¿Eso no es de aquella película de Michael Douglas?
Negó con la cabeza.
—Wall Street. Ya sé, ya sé, soy el típico poli. —Sonrió—. Sandy también me da mucha caña con eso. En mi defensa debo decir que es el libro sobre estrategia bélica con más éxito de todos los tiempos.
—¡Yo no estoy en el ejército!
Él rió.
—No tienes por qué estarlo. El libro habla de estrategia militar aplicable a muchos aspectos de la vida. No voy a ninguna parte sin un ejemplar. Te ayudará a tratar con John.
—Es que es muy raro.
—¿Qué es raro?
—Hablar con él. En esa conversación me preguntó más sobre mi trabajo de lo que jamás me ha preguntado mi verdadero padre. —Me di cuenta de mi error—. Bueno, supongo que él es mi verdadero padre… Me refería a mi padre adoptivo.
Billy dejó el bocadillo, se inclinó hacia delante y me miró con intensidad.
—Sara, la mayoría de asesinos no lo parecen. Por eso son tan peligrosos. Tienes que andarte con ojo de no…
Alguien tocó a la puerta corredera de cristal, y el ruido nos sobresaltó a ambos. Me volví de golpe. Era Melanie, plantada con Alce en brazos. Debió de entrar por la puerta lateral. Billy se levantó, con la mano puesta sobre la cartuchera de la axila.
—Es mi hermana.
Billy dejó caer la mano. Melanie descorrió la puerta y entró.
—¿Os pillo en mal momento?
Su sonrisita lo decía todo. Yo sabía que estaba colorada, pero le lancé una miradita de «como si a ti te importara».
—Melanie, éste es Billy. Es…
Billy se me adelantó.
—Sara va a restaurarme unos muebles.
—Entiendo. —Ella se apoyó contra la encimera y agarró el bote de mantequilla de cacahuete. Metió todo el dedo dentro y se lo llevó a la boca. Mientras se lo chupaba, dijo—: ¿Y esa pistola, Billy?
Billy se limitó a sonreír.
—Soy agente de policía, así que te conviene ser amable conmigo.
La expresión de Melanie dejaba claro que le hubiera encantado ser de lo más amable con él.
—Estábamos terminando —dije—. Te acompañaré hasta la puerta, Billy. Melanie, sírvete una taza de café.
Ella asintió, aunque tenía la vista clavada en él.
Una vez fuera, me disculpé:
—Lo siento, es que mi hermana… —Sacudí la cabeza—. No nos llevamos muy bien… No nos llevamos nada bien.
Él sonrió y se encogió de hombros.
—No pasa nada. Tú cíñete al plan y todo irá bien. —Su expresión se tornó seria—. Cuando John vuelva a llamar, recuerda que, en realidad, no le importas, Sara. Es un hombre que consigue lo que quiere y cree que tú le perteneces.
Melanie estaba esperando junto a la puerta.
—¿Evan sabe que te ves con polis guapetones?
—Conoce a todos mis clientes. ¿Qué estás haciendo aquí, Melanie?
—¿Es que no se me permite venir a visitar a mi hermana mayor?
Entró con paso tranquilo en el comedor y se desparramó en el sofá. Alce se acurrucó sobre ella y empezó a lamerle la cara mientras ella le rascaba la cabeza. Traidor.
—Tengo que volver al trabajo. ¿Qué ocurre?
Recordé que tenía el móvil sobre la cocina de la mesa. Deseé con todas mis fuerzas que John no llamara justo en ese momento.
—Papá quiere que hablemos antes de la fiesta de cumpleaños de Brandon el sábado. Dice que tenemos que llevarnos mejor. Mamá no está bien.
Ladeó la barbilla con gesto de enfado. Con todo lo que estaba ocurriendo había olvidado que Lauren celebraba una fiesta para Brandon, y no me gustaba nada oír que mi madre volvía a enfermar, pero no estaba dispuesta a compartir con Melanie ninguna de esas dos cosas.
La esperé fuera.
—Yo jamás he dicho en esa página web que tu verdadero padre sea un asesino en serie, ¿sabes?
—No creía que lo hubieras hecho… Es que estaba molesta.
—Ya, claro.
Lancé un suspiro.
—De verdad que no lo creía, Melanie. —Su expresión era severa y supe que no había forma de preguntarle si se lo había contado a su novio; me habría arrancado la cabeza—. Tú dile a papá que lo hemos arreglado todo.
—Sí claro. Si ése es tu jueguecito…
—No es ningún jueguecito. —Quería que saliera de mi casa cuanto antes—. Te creo. De veras, ¿vale? Siento haber reaccionado de forma exagerada.
Entrecerró los ojos.
—¿Cómo está Kyle? —le pregunté.
Ella estaba mirándome. Me obligué a mantener expresión de interés.
—Acaban de contratarlo para tocar todas las semanas en el bar.
—Eso está bien.
—Sí.
Nos quedamos mirándonos.
—Bueno… —dije—, oye, no he tenido oportunidad de comentar con Evan lo de que Kyle toque en nuestra boda, pero lo haré en cuanto llegue a casa.
Melanie se enderezó en el sofá.
—¿Qué está pasando?
—Sólo intento llevarme bien contigo, ¿vale?
—¿Por qué?
—Porque somos hermanas.
—Nunca eres tan agradable. ¿Te preocupa que le cuente a Evan lo del poli?
Me quedé mirándola. Sentía un hormigueo en las manos; tenía ganas de pegarle un bofetón en la cara.
«No piques, no muerdas el anzuelo…».
—De verdad que tengo que volver al taller.
Ella se levantó.
—No te preocupes, ya me voy. Bueno, ¿cuándo se supone que haremos eso de ir de compras para las damas de honor?
Lauren y Melanie son mis damas de honor y los dos hermanos pequeños de Evan son sus padrinos. Lauren y yo llevábamos un tiempo hablando de salir de compras, pero yo lo había aplazado por lo de John y porque era incapaz de soportar la actitud de Melanie.
Deseo con toda mi alma decirle que ya no está incluida en la ceremonia, pero sé que eso es exactamente lo que ella quiere.
—Todavía no lo tengo muy claro —dije—. Te lo diré en cuanto pueda.
—Lo que tú digas.
Me levanté y salí con ella del comedor, pero me detuve junto a la puerta del garaje. Ella ya casi había salido de la cocina y estaba en la puerta corredera de cristal, donde había dejado los zapatos al llegar, cuando sonó el móvil sobre la mesa. Se detuvo y se volvió.
Me abalancé sobre el teléfono y estuve a punto de tirar una silla. Era un número que no reconocía. Tenía que ser John. Melanie estaba mirándome con una ceja enarcada.
—Estoy esperando la llamada de un cliente, pero es uno de esos estúpidos números de televenta. —Me encogí de hombros.
Ella me miró con cara extrañada.
—Pues vale…
Me obligué a mantener una expresión neutra.
Melanie descorría la puerta con lentitud. El teléfono seguía sonando. Yo tenía el corazón desbocado. Mi hermana se volvió. Le sonreí y me despedí con la mano. Ella seguía mirándome. «Vete. Vete». Al final se volvió de nuevo hacia la puerta.
Cuando ya había atravesado el umbral, contesté al teléfono casi sin aliento.
—¿Diga?
—¿Por qué has tardado tanto?
Parecía molesto.
—Estaba en el baño.
—Te dije que debías llevar el teléfono siempre encima.
—Hago lo que puedo, John.
Suspiró.
—Lo siento, es que he tenido un día muy duro.
—¡Qué lástima!
Hice todo lo posible por no sonar sarcástica, pero, aun así, lo dije con cierta brusquedad. Me dirigí hacia la ventana de la fachada y miré cómo se alejaba el coche de Melanie. Durante un instante, me pregunté qué habría hecho ella en mi situación. Seguramente habría mandado a John a freír espárragos.
—Hay una gente con la que trabajo que se cree mejor que yo.
—¿Dónde trabajas?
—No te lo puedo decir.
—¿Puedes decirme a qué te dedicas?
Hizo una pausa.
—Todavía no. Bueno, ¿qué te gusta hacer para divertirte?
Se me tensó todo el cuerpo.
—¿Por qué?
—Sólo quiero conocerte mejor. —Su tono se animó—. A mí me gusta salir.
—¿Ah, sí? ¿Ir de acampada y cosas así?
No me atreví a preguntarle si le gustaba cazar. Creí que había descubierto mi verdadera falta de interés, pero, al contestar, sonó animado.
—Acampo por todas partes, en lugares a los que a la mayoría le da miedo ir. Hay pocos sitios de la Columbia Británica en los que no haya estado. Me puedes dejar en la cima de cualquier montaña que yo siempre encuentro el camino de vuelta. Aunque prefiero permanecer en tierra firme.
Estaba estrujándome el cerebro para encontrar algo que decir.
—¿Y eso?
—No sé nadar. —Rió—. ¿Te gusta ir de acampada?
—A veces.
John habló con tono neutro.
—¿Vas con tu novio?
Dudé un instante. ¿Era mejor que supiera de la existencia de Evan? Así pensaría que estaba protegida viviendo con él.
—Es mi prometido.
—¿Cómo se llama?
Volví a dudar. Odiaba la idea de darle el nombre de Evan, pero ¿y si ya lo sabía?
—Evan.
—¿Cuándo te casas?
Aprecié algo distinto en su voz.
El tiempo pasaba con lentitud mientras intentaba encontrar una respuesta.
—Bueno…, todavía no estamos seguros, estamos intentando solucionarlo…
—Tengo que colgar —dijo, y colgó.
Llamé a Billy enseguida. Esta vez, John estaba en algún lugar entre Prince George y Quesnel, localizado incluso más al norte de Williams Lake. En cuanto acabó de hablar conmigo apagó el teléfono y desapareció. Podía estar justo detrás de un poli y, aun así, no lograban averiguar su paradero exacto, sólo un radio aproximado. Billy me aseguró que John no tardaría en dar un paso en falso, pero cuando me lo dijo, me pregunté a quién intentaba convencer.
No ayudaba que no supiéramos qué tipo de camioneta conducía —en el interior, todo el mundo conduce ese tipo de vehículo— o si había cambiado de aspecto físico. Pregunté qué pasaba con los controles de carreteras, pero Billy me dijo que no servían para nada si no contaban con su localización exacta. La mejor opción que tenían era seguir mostrando su foto por todas partes y hablando con la población. Al menos, en esos pueblos, todos se conocen. La policía también está trabajando en colaboración con los guardas forestales, para que puedan retener a los cazadores o a cualquiera que circule por la red de pistas de montaña. Es de esperar que pronto encuentren algún indicio, porque no estoy segura de cuánto más podré aguantar.
Me pregunto qué hace John después de nuestras conversaciones. ¿Se va a casa, se prepara una buena comida y luego se sienta delante de la tele para echar unas risas viendo alguna comedia al tiempo que limpia sus armas? A lo mejor se para en algún bar, pide una hamburguesa y una cerveza, y se pone a presumir de hija con la camarera, como haría el típico padre.
¿Se obsesiona con la llamada, como hago yo, o la olvida por completo, como me gustaría hacer a mí?