He estado pensando en todo lo que me dijo, que no debía precipitarme y decidirlo de inmediato, que tenía que estar segura de cuáles eran mis expectativas y las razones por las que quería profundizar y saber más cosas sobre mi pasado. Incluso hice una tabla donde anotar todos los pros y los contras, como solíamos hacer antes en las sesiones. Esta vez lo dispuse todo en columnitas muy bien ordenadas, pero seguía sin encontrar una respuesta, así que corrí a encerrarme en el taller, me puse a Sara McLachlan a todo volumen y lloré a moco tendido mientras la emprendía a golpes de espátula con un armario de roble. Con cada capa de pintura que iba decapando, me iba tranquilizando cada vez más. Ya no importaba si mi madre me había mentido ni de dónde venía. Lo importante era la vida que tengo ahora.
Llamé a Evan en cuanto salí de la casa de mi madre biológica, así que cuando volvió a casa ese fin de semana, me trajo bombones y una botella de vino tinto, un regalo de San Valentín por adelantado… Ese hombre no tiene un pelo de tonto, pero es que lo más inteligente de todo fue que no me echó ningún sermón, sino que me dio un abrazo y me dejó despotricar y echar espumarajos por la boca hasta que me quedé sin fuerzas. Y así fue, literalmente: me quedé sin fuerzas, pero entonces me dio el bajón. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había tenido una depre que, al principio, no reconocí las señales, como cuando te tropiezas por casualidad con un ex novio y no te acuerdas de qué era eso que tanto odiabas de él, eso que te hacía sentir tan mal, furiosa con todo y con todos. No fue hasta al cabo de dos semanas que volví a sentir que recuperaba la normalidad. Debería haberlo dejado ahí.
Evan había vuelto al hotel rural y el marido de Lauren, Greg, que trabaja para la empresa maderera de nuestro padre, acababa de irse al campamento forestal unos días, así que ni cortas ni perezosas, Ally y yo nos fuimos a cenar a casa de Lauren. La cocina no se me da del todo mal si no estoy muy obsesionada con el proyecto que lleve entre manos en ese momento, pero el rosbif de Lauren y sus púdines de Yorkshire superan con creces cualquiera de mis salteados.
Mientras los dos niños de Lauren —rubísimos y de ojos grandes y azules, igual que ella— perseguían a Ally y a Alce por todo el jardín, Lauren y yo nos tomamos el café y el postre en la sala de estar. Me alegro de que este año esté haciendo un invierno muy suave, aunque lo cierto es que en la isla nunca llega a hacer frío de verdad, pero era muy agradable poder acurrucarse delante de su chimenea y ponernos las dos al día con las novedades sobre nuestros retoños. Por lo general, los dos suyos siempre acaban de cargarse alguna cosa, mientras que la mía acostumbra a meterse en algún lío en el colegio por mandona o por hablar cuando no debe. Evan siempre se ríe y sólo dice «No sé a quién habrá salido…» cada vez que me quejo.
Una vez hubimos rebañado el último resto de chocolate de nuestros platos, Lauren preguntó:
—¿Cómo van los planes para la boda?
—Calla, no me hables… Tengo una montaña de cosas pendientes.
Lauren se echó a reír e inclinó la cabeza hacia atrás, mostrando así una cicatriz en la barbilla, un recuerdo de cuando se cayó de la bicicleta hacía un montón de años. Por supuesto, papá me pegó una bronca increíble por no haberla vigilado como debía, pero no había cicatriz capaz de afear su belleza natural. Rara vez se pone maquillaje, pero con esa cara en forma de corazón, la tez entre dorada y miel, y esa nariz ligeramente pecosa, no lo necesita. Y Lauren es una de esas raras personas que son tan bonitas por dentro como por fuera, la clase de personas que se acuerdan de la marca de champú que te gusta y te guarda siempre el cupón de descuento para que tú lo aproveches.
—Ya te dije que las bodas dan más trabajo de lo que parece —dijo—. Y tú que te creías que iba a ser tan fácil…
—Y me lo dice alguien que no se estresó en absoluto con la suya.
Lauren se encogió de hombros.
—Tenía veinte años. Sólo estaba feliz por casarme. El jardín de la casa de mamá y de papá era lo único que necesitábamos, nada más. Pero la vuestra será una boda preciosa en el hotel rural…
—Sí, sí que lo será. Pero tengo que decirte algo…
Lauren me miró.
—¿No te estarás echando atrás?
—¿Qué? ¡No, claro que no!
Soltó un suspiro de alivio.
—Gracias a Dios. Porque Evan es perfecto para ti…
—¿Por qué todo el mundo dice lo mismo?
Sonrió.
—Porque es la verdad.
En eso llevaba toda la razón. Yo había conocido a Evan en un taller mecánico mientras esperábamos a que acabasen de reparar nuestros respectivos coches: el suyo sólo requería una puesta a punto, mientras que el mío estaba en las últimas. Me preocupaba que no fuesen a poder arreglármelo y no sabía cómo iba a apañármelas para ir a recoger a Ally, pero Evan me aseguró que todo iría bien. Todavía me acuerdo de que, antes de dármelo, puso alrededor de mi vaso de café el protector de cartón, para que no me quemase. Me acuerdo de lo relajados y suaves que eran sus movimientos, de lo tranquila que me sentía estando con él.
—Y bien, ¿qué es eso que quieres decirme?
—¿Te acuerdas de cuando hablaba de buscar a mi familia biológica?
—Pues claro, cuando éramos pequeñas estabas obsesionada con ese tema. ¿Recuerdas aquel verano que estabas convencida de que eras una princesa india y te empeñase en construir una canoa en el jardín? —Se echó a reír, luego me miró a la cara y me dijo—: Espera, ¿te has puesto a buscarla de verdad?
—Encontré a mi madre biológica hace un par de semanas.
—Ah… Eso es… Muy fuerte. —El semblante de Lauren pasó de la sorpresa a la confusión y luego se transformó abiertamente en una expresión dolida—. ¿Por qué no me lo dijiste?
Era una buena pregunta, para la cual no tenía respuesta. Lauren se había casado con su novio del instituto y tenía los mismos amigos de siempre, los mismos que había tenido en la escuela primaria. No tenía ni la menor idea de lo que era sentirse rechazada, estar sola. Aunque la otra razón era su marido: era imposible hablar con ella cuando Greg estaba presente.
—Necesitaba tiempo para asimilarlo —le contesté—. No fue demasiado bien.
—¿No? ¿Por qué? ¿Qué pasó? ¿Vive aquí, en la isla?
Le conté a Lauren toda la odisea.
Torció el gesto.
—Debió de ser horrible. ¿Estás bien?
—Estoy decepcionada. Sobre todo porque no me dio ninguna información sobre mi padre biológico: ella era mi única oportunidad de encontrarlo.
En casi todos mis sueños infantiles, mi padre biológico aparecía de repente, me llevaba a vivir con él a su mansión, me presentaba a todo el mundo como a su hijita añorada, perdida años antes, y apoyaba la mano con cariño en mi espalda.
—No les habrás dicho nada a mamá y papá, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
Lauren parecía aliviada, y yo clavé la vista en mi plato, el chocolate ya amargo en mi boca. No soporto la punzada de miedo y remordimientos que siento cada vez que me preocupo por si mis padres lo descubren, me odio a mí misma por odiar sentirme así.
—No se lo digas a Melanie ni a Greg, ¿de acuerdo? —le pedí.
—Por supuesto. —Escudriñé su rostro, preguntándome qué estaría pensando. Al cabo de un momento, añadió—: A lo mejor tu padre estaba casado y ahora ella tiene miedo de que todo salga a la luz después de todos estos años…
—Podría ser… Pero creo que incluso mintió sobre su nombre.
—¿Vas a volver a hablar con ella?
—¡No, claro que no! Seguro que llamaría a la policía nada más verme. Voy a olvidarme de todo el asunto y ya está.
—Seguramente es lo mejor.
Una vez más, parecía aliviada. Me dieron ganas de preguntarle para quién le parecía a ella que era lo «mejor», pero ya estaba recogiendo los platos y dirigiéndose a la cocina, dejándome sola y helada frente al fuego de la chimenea.
En cuanto llegamos a casa, Ally y Alce cayeron derrengados en la cama y yo me puse a ordenar un poco las habitaciones, pues tengo tendencia a dejar que las cosas se vayan acumulando por todas partes cuando Evan no está. Una vez terminé con mis tareas, no estaba de humor para encerrarme en el taller como solía hacer cada vez que me excedía con el café y el chocolate, así que encendí el ordenador. Únicamente pensaba revisar mis mensajes de correo, pero entonces me acordé de las palabras de Julia.
«Mis padres murieron en un accidente».
¿Sería verdad algo de lo que Julia me había dicho? Tal vez al menos podría encontrar en internet los nombres de sus padres. Primero busqué en Google: «accidentes de coche, Williams Lake, Columbia Británica». Aparecieron unos pocos resultados, pero sólo en uno de los accidentes mortales las víctimas eran una pareja, y habían muerto recientemente. Además, tampoco era el nombre correcto. Amplié mi búsqueda a la totalidad de Canadá, pero seguí sin encontrar un solo accidente de coche con el apellido de mi madre biológica. Si habían muerto años atrás, probablemente la noticia ni siquiera aparecería en la red, pero como todavía no estaba lista para arrojar la toalla, introduje en el buscador el apellido de Laroche. Unos pocos resultados aquí y allá, menciones aleatorias, pero a excepción del directorio de la universidad que había encontrado antes, no había nada relacionado con Julia.
Antes de dar la búsqueda por concluida, decidí teclear Williams Lake. Yo nunca había estado allí, pero sabía que estaba en el corazón de la extensa región de Cariboo, en el interior de la provincia de la Columbia Británica. Julia no me dio la impresión de ser una chica de pueblo y me pregunté si habría escapado de allí en cuanto se graduó. Me quedé mirando la pantalla. Quería saber más cosas sobre ella, pero ¿cómo? Yo no tenía ningún contacto en la universidad ni con ningún organismo oficial, ni Evan tampoco. Necesitaba a alguien con conexiones.
Al buscar en internet detectives privados en Nanaimo, me sorprendió ver que había unas cuantas agencias. Entré en sus sitios web, y sentí una confianza creciente al ver que la mayoría eran agentes del cuerpo de policía retirados. Cuando Evan llamó más tarde, le conté la idea que había tenido.
—¿Cuánto cuestan sus servicios? —me preguntó.
—Aún no lo sé. Pensaba llamar mañana.
—Me parece un poco exagerado. No sabes a ciencia cierta si te estaba mintiendo o no.
—Estaba ocultándome algo, seguro…, y eso me está volviendo loca.
—¿Y si es algo que es mejor que no sepas? Tal vez tenga una buena razón para no habértelo dicho.
—Preferiría tener que enfrentarme a eso que pasar el resto de mi vida preguntándome «¿Y si…?». Además, podrían localizar a mi padre biológico. ¿Y si ni siquiera sabe que existo?
—Si crees que es algo que tienes que hacer, adelante; pero asegúrate de elegir a alguien de confianza. No se te ocurra contratar al primero que encuentres en la guía.
—Tendré cuidado.
Al día siguiente llamé al detective privado con la página web más sofisticada, pero tan pronto como me dijo sus honorarios, supe cómo había pagado el diseño de su página. En dos números saltó directamente el contestador automático. El cuarto, TBD Investigations, tenía una página web bastante desangelada, pero la mujer del detective se mostró muy amable conmigo por teléfono y me dijo que «Tom» me llamaría enseguida. Y así lo hizo, una hora más tarde. Cuando le pregunté acerca de su experiencia, me dijo que era un policía retirado y que se dedicaba a aquello para seguir teniendo algunos ingresos y no tener a su esposa encima todo el santo día. Me cayó bien.
Me dijo que cobraba por horas, con una provisión de fondos de quinientos dólares por anticipado, y acordamos vernos esa misma tarde. Aunque me parecía estar en una película cuando estacioné mi vehículo junto al sedán de Tom en el aparcamiento, me sentí más cómoda después de conversar con él unos minutos y de que me dijera que todo cuanto averiguase sería confidencial. Rellené todos sus cuestionarios y me fui embargada por una mezcla de emociones: los remordimientos por meter las narices en la intimidad de Julia y divulgar su dirección, la esperanza de llegar a encontrar a mi verdadero padre y el miedo de que él tampoco quisiera conocerme.
Tom me había advertido de que era probable que no tuviese noticias suyas de inmediato, pero me llamó un par de días más tarde, cuando estaba recogiendo los platos después de la cena.
—Tengo esa información que estaba buscando.
El tono de abuelo amable había desaparecido, sustituido por el de policía serio.
—¿Y quiero saberla? —dije, riendo.
Él no se rió.
—Tenía razón: Julia Laroche no es su verdadero nombre. Se llama Karen Christianson.
—Qué interesante… ¿Sabe por qué se lo cambió?
—¿No reconoce el nombre?
—¿Debería?
—Karen Christianson fue la única superviviente del Asesino del Camping.
Me quedé sin aliento. Había leído algunos artículos sobre el Asesino del Camping, pues siempre me habían interesado los asesinos en serie y sus crímenes. Evan dice que soy morbosa, pero si en algún programa como Dateline o en A&E presentan un caso de asesinato famoso, me quedo hipnotizada delante de la pantalla. Todos tenían nombres espeluznantes, como el Asesino del Zodíaco, el Vampiro Violador, el Asesino de Green River, pero no recordaba gran cosa del Asesino del Camping, sólo que había matado a varias personas en el interior de la provincia.
Tom seguía hablando.
—Quería estar seguro, así que viajé a Victoria y saqué unas fotos de Julia en la universidad. Luego, las comparé con las fotos de Karen Christianson que aparecen en internet. Parece la misma mujer.
—Dios… No me extraña que se cambiara de nombre. Así que debió de conocer a mi padre después de venir a vivir a la isla. ¿Cuánto tiempo hace que sufrió la agresión del Asesino del Camping?
—Hace treinta y cinco años —contestó Tom—. Se mudó a la isla un par de meses después y se cambió el nombre…
Experimenté una sensación fría y oscura en la boca del estómago.
—¿En qué mes la agredió?
—En julio.
Mi cerebro se puso a calcular números y fechas a toda velocidad.
—Yo cumplo treinta y cuatro este mes de abril. ¿No creerá que…?
Se quedó en silencio.
Di un paso atrás y me desplomé en una silla, tratando de asimilar lo que acababa de decirme, pero mis pensamientos estaban diseminados por todas partes, en fragmentos rotos que no acertaba a reunir en uno solo. Entonces recordé la palidez del rostro de Julia, sus manos temblorosas…
«El Asesino del Camping es mi padre».
—¿Es… Es… Está usted seguro?
Yo quería que me dijera que no, que lo había oído mal, que había cometido un error…, cualquier cosa, lo que fuese.
—Karen es la única persona que puede confirmarlo, pero las fechas coinciden.
Hizo una pausa, a la espera de que yo dijera algo, pero tenía la mirada fija en el calendario que había en nuestra nevera. La mejor amiga de Ally, Meghan, celebraba una fiesta de cumpleaños ese fin de semana. No me acordaba de si ya le había comprado el regalo o no.
La voz de Tom sonaba muy lejana.
—Si tiene alguna pregunta más, no dude en llamarme. Le enviaré las fotos que le saqué a Karen por correo electrónico, junto con la factura.
Me quedé sentada en la cocina varios minutos, sin apartar la mirada del calendario. Oí el ruido de un portazo en el piso de arriba, la puerta de un armario, y recordé que Ally estaba en el baño. Tendría que enfrentarme a todo aquello más tarde. Me levanté de la silla. Ally ya había salido del cuarto de baño, dejando tras de sí una estela de espuma con olor a frambuesa y un reguero de toallas mojadas.
Normalmente, me encanta meterla en la cama. Cuando estamos las dos arrebujadas bajo las mantas, nos ponemos a hablar y me cuenta todo lo que ha pasado durante el día, mitad la niña pequeña que es cuando pronuncia mal las palabras, mitad mujercita cuando me describe la ropa que llevaban las otras niñas. En mis días de soltera, la dejaba dormir en mi cama todo el tiempo. Me encantaba tenerla allí tan cerquita, sentir su respiración a mi lado. Incluso ya cuando estaba embarazada y Jason salía por la noche, de fiesta, sólo lograba conciliar el sueño apoyándome la mano en la barriga. Por lo general, él no volvía hasta bien entrada la madrugada. Si me ponía hecha una furia con él —y siempre lo hacía—, me echaba de la habitación y la cerraba con llave. Yo le gritaba desde el otro lado de la puerta hasta quedarme ronca. Al final, lo dejé cuando estaba embarazada de cinco meses y nunca llegó a conocer a su hija: se estampó contra un árbol en su camioneta un mes antes de que ella naciera.
He mantenido el contacto con sus padres y son geniales con Ally, le cuentan historias sobre Jason y han guardado sus cosas para dárselas cuando sea mayor. Algunas noches se queda a dormir en su casa. La primera vez, me preocupaba que se despertara llorando, pero todo fue bien. La que no pudo dormir fui yo. Lo mismo con su primer día de escuela: Ally lo pasó como si nada, pero yo la echaba de menos cada minuto, echaba de menos el ruido en casa, echaba de menos su risa… Ahora me muero por poder asomarme a su vida fuera de nuestra casa, quiero saber cómo se siente en cada momento: «¿Te reíste?», «¿Y te gustó aprender esas cosas?». Sin embargo, esa noche las palabras de Tom no dejaban de atormentarme y repetirse en mi cerebro: «Las fechas coinciden». No parecía real, no podía ser real.
Cuando Ally se quedó dormida, le di un beso en la frente y la dejé con Alce. Ya en el estudio, encendí el ordenador e hice una búsqueda sobre el Asesino del Camping en Google. El primer enlace llevaba a un sitio web dedicado a sus víctimas. Mientras la página emitía una música lúgubre, fui desplazándome por las fotos de todas sus víctimas, con sus nombres y la fecha de su muerte debajo de cada imagen. La mayoría de las agresiones se habían producido cada pocos años a partir de principios de los setenta, pero a veces atacaba dos veranos seguidos y luego podían transcurrir varios años sin que reapareciera de nuevo.
Hice clic en un vínculo que me llevó a un mapa en PDF con una crucecita que señalaba todos los lugares en los que había asesinado a alguien. Se había desplazado por todo el interior y el norte de la provincia, sin llegar a matar nunca dos veces en el mismo parque natural. Si las chicas estaban acampando con sus padres o con un novio, mataba a éstos primero, pero estaba claro que su verdadero objetivo eran las mujeres. Conté hasta quince: chicas sanas, jóvenes y sonrientes. En total, se le atribuía la autoría de al menos treinta asesinatos, uno de los peores asesinos en serie de la historia canadiense.
La web también mencionaba a la única mujer que logró escapar con vida: su tercera víctima, Karen Christianson. La foto era granulosa, de su imagen con la cabeza vuelta para que no la captara la cámara. Volví a la página del buscador y escribí el nombre de Karen Christianson. Esta vez aparecieron numerosos artículos. Karen y sus padres estaban acampados en el parque natural de Tweedsmuir, en la región centro-oeste de la Columbia Británica, un verano de hacía treinta y cinco años. Los padres recibieron varios tiros en la cabeza mientras dormían en su tienda de campaña, pero él persiguió a Karen en el parque durante horas hasta que la atrapó y la violó. Antes de que él la matara, ella consiguió golpearlo en la cabeza con una piedra y escapar. Llevaba dos días perdida en el bosque cuando logró salir de la montaña y le hizo señas a una autocaravana para que se detuviera.
En la mayoría de las fotos, aparecía ocultando la cara, pero algún periodista especialmente concienzudo se las había arreglado para encontrar su foto del último año de instituto, tomada pocos meses antes de aquel fatídico verano. Examiné la foto de la chica, muy guapa, de pelo negro y ojos castaños. Efectivamente, se parecía mucho a Julia.
Me sobresalté al oír el timbre del teléfono. Era Evan.
—Hola, cariño. ¿Ally ya se ha ido a la cama?
—Sí, esta noche estaba cansada.
—¿Qué tal el día? ¿Has tenido noticias del detective?
Normalmente, a Evan se lo cuento todo —lo bueno, lo malo y lo peor— en cuanto entra por la puerta o responde al teléfono, pero esta vez las palabras se me quedaron atragantadas. Necesitaba tiempo para pensar, para ordenar las ideas y asimilarlo todo.
—¿Me oyes?
—Todavía está investigando.
Esa noche me metí en la cama y me quedé mirando el techo, tratando de apartar el horror de mi mente, intentando no pensar en la cara de Julia huyendo de las cámaras, huyendo de mí. Horas más tarde, me desperté de un sueño con la nuca empapada en sudor. Me sentía como si tuviera resaca, con la boca completamente seca. Recordé fragmentos del sueño, una chica corriendo por la espesura de un bosque oscuro, con los pies descalzos, una tienda de campaña llena de sangre, bolsas negras para cadáveres…
Entonces me acordé.
Me volví y miré el reloj. Las cinco y media de la mañana. Imposible volver a conciliar el sueño después de esa pesadilla. Como un trozo de metal pegado a un imán, volví a sentarme delante del ordenador. Examiné las fotos de las víctimas y todos los artículos que pude encontrar sobre el Asesino del Camping, con el cuerpo atenazado por el miedo y el asco. Leí todas las noticias relacionadas con Julia en los periódicos, cada reportaje en las revistas, examiné todas y cada una de las fotos. Los periodistas la habían estado acosando durante semanas, se habían instalado delante de su casa, acechándola, y la seguían a todas partes. La locura mediática se había dado, sobre todo, en Canadá, pero algunos periódicos estadounidenses también se habían hecho eco de la historia, comparando a Karen con una de las víctimas de Ted Bundy que también habían escapado con vida. Tras su desaparición, la prensa se dedicó a especular sobre su paradero, y luego fueron olvidándose poco a poco del asunto.
Esa mañana también recibí el mensaje de correo de Tom con las fotos que le había sacado a Julia en la universidad, yendo hacia el coche y delante de su casa, con Katharine. Las comparé con las fotos de Karen Christianson que circulaban por la red. No había ninguna duda de que se trataba de la misma mujer. En una de las fotos, Julia estaba tocando el brazo de una alumna con una sonrisa alentadora.
Me pregunté si me habría tocado a mí justo después del parto o simplemente les habría dicho a las enfermeras que se me llevaran de allí cuanto antes.
Esta semana he seguido con mi vida como si tal cosa, pero me sentía vacía, desconectada de la realidad…, enfadada. No sabía qué hacer con esa nueva realidad, con el horror que rodeó el momento de mi concepción. Quería enterrar todo eso en un rincón del jardín, lejos de los ojos de los demás. Sentía en la piel el escozor de saber lo que nunca debería haber sabido, de haber vislumbrado el rostro del mal que había descubierto, el mismo mal que me había creado. Me daba largas duchas, pero no servía de nada: la suciedad estaba dentro.
Siendo una niña, muchas veces pensaba que si me portaba lo bastante bien, mis padres biológicos volverían por mí. Si me metía en algún lío, me preocupaba que llegaran a enterarse. Cada vez que sacaba buenas notas en el colegio, era para que supieran lo lista que era. Cuando mi padre me miraba como si no supiese quién me había dejado entrar en aquella casa, me decía a mí misma que iban a venir. Cuando lo veía dejar que Melanie y Lauren se le subieran a caballito después de decirme a mí que estaba demasiado cansado, me decía a mí misma que iban a venir. Cuando se llevaba a las niñas a la piscina y a mí me dejaba encargada de cortar el césped, me decía a mí misma que iban a venir. Pero no vinieron nunca.
Ahora lo único que quería era olvidar que existían, pero daba igual lo que hiciera o las mil maneras en que intentase distraerme y pensar en otra cosa: no conseguía librarme de la sensación turbia y sofocante que me oprimía el pecho, que me paralizaba las piernas. Evan llevaba fuera de cobertura casi toda la semana con un grupo. Cuando al fin consiguió llamar por teléfono, traté de mostrar interés por el hotel, procurando dar con las respuestas adecuadas, intentando contarle cómo le había ido el día a Ally y luego puse fin a la llamada al cabo de un rato, con la excusa de que estaba muy cansada. Pensaba decírselo, sólo necesitaba más tiempo. Sin embargo, a la mañana siguiente lo adivinó de inmediato.
—Muy bien, ahora dime qué pasa. ¿Es que ya no quieres casarte conmigo?
Lo dijo riendo, pero por el tono de voz parecía un poco preocupado.
—Puede que seas tú el que no quiera casarse conmigo después de oír lo que tengo que decirte. —Respiré hondo—. Ya he averiguado por qué me mintió Julia.
Miré hacia la puerta, consciente de que Ally no tardaría en despertarse.
—¿Julia? Ahora no caigo… ¿quién…?
—Mi madre biológica, ¿recuerdas? El detective me llamó la semana pasada. Me dijo que su verdadero nombre es Karen Christianson.
—¿Por qué no me dijiste que la habías encontrado?
Parecía confuso.
—Porque también averigüé que mi verdadero padre es el Asesino del Camping.
Silencio.
Evan habló al fin.
—Venga ya… ¿No estarás diciendo…?
—Estoy diciendo que mi verdadero padre es un asesino, Evan. Estoy diciendo que violó a mi madre. Estoy diciendo…
No pude decir qué otras cosas habían estado envenenando mis pesadillas: que mi padre seguía suelto, ahí fuera.
—Sara, ve más despacio. Estoy intentando asimilar lo que dices. —Como no dije nada más, exclamó—: ¿Sara? ¿Estás ahí?
Asentí con la cabeza, aunque él no podía verme.
—No sé… No sé qué hacer, la verdad.
—Pues empieza por el principio y dime qué está pasando.
Me recosté en mi almohada, aferrándome a la fuerza de la voz de Evan. Cuando hube acabado de contárselo todo, dijo:
—¿Así que no sabes con certeza si Julia es realmente esa Karen?
—Yo misma he visto las fotos de internet. Es ella.
—Pero no hay ninguna prueba de que el Asesino del Camping sea tu padre. Todo esto no son más que especulaciones. Podría haberse enrollado con otro después de eso.
—Las víctimas de violación no suelen «enrollarse» con otro justo después de sufrir una violación. Y había una mujer en su casa… Creo que podría ser lesbiana.
—Puede que lo sea ahora, pero no sabes qué orientación sexual tenía entonces. Que tú sepas, hasta podría haber estado embarazada en el momento de la agresión. Ese detective podría estar timándote.
—Ha sido policía.
—Eso dice él. Estoy seguro de que te llamará y te dirá que puede averiguar más cosas a cambio de cierta cantidad de dinero.
—No era de esa clase de personas. —Pero ¿podía tener razón Evan? ¿Había sacado conclusiones precipitadas? Entonces me acordé de la expresión en la cara de Julia—. No, cuando fui a hablar con Julia, se notaba que estaba muerta de miedo.
—Te presentaste en su puerta y le exigiste que hablara contigo. Eso asustaría a cualquiera.
—Era algo más que eso. Lo sé…, lo presiento.
Evan hizo una pausa y luego dijo:
—Envíame un correo con los enlaces y con las fotos que te envió ese tipo, el detective, además de su web. Esta mañana tengo algo de tiempo, así que lo leeré todo y te llamaré a la hora de comer. Hablaremos luego, ¿de acuerdo?
—Tal vez debería llamar a Julia…
—No es una buena idea, de verdad. No hagas nada.
No le respondí.
—Sara. —Me habló con firmeza.
—Sí…
—No lo hagas.
—Está bien, de acuerdo.
Ally estaba hablando con Alce en su habitación, así que Evan y yo nos despedimos y colgamos. Traté de aparentar buen humor y poner buena cara estando con Ally mientras preparábamos pastel de salchichas y dibujábamos unas caritas sonrientes con kétchup, pero cada vez que miraba a sus ojos inocentes, me entraban ganas de llorar. «¿Qué le voy a decir cuando sea lo bastante mayor para empezar a preguntarme por mi familia?», pensé.
Después de llevar a Ally al colegio, saqué a pasear a Alce por el bosque, pensando que el aire fresco me sentaría bien, pero en cuanto me adentré entre los árboles supe que era un error. Normalmente me encanta el olor de las agujas de abeto en el aire; el aroma de la tierra, rica y fragante si había llovido la noche anterior; las distintas maderas: el cedro rojo de Pacífico, el abeto de Douglas, la pícea de Sitka… Sin embargo, en ese momento, los troncos cubiertos de musgo se erguían con aspecto amenazador sobre mí y me bloqueaban la luz del sol. El aire parecía espeso y silencioso, y mis pasos resonaban con fuerza en el suelo. Cada rincón oscuro del bosque atraía poderosamente mi atención: un tocón retorcido del que sobresalía el sarmiento de una rama, un árbol muerto revestido de helechos, el hueco de detrás cubierto por un manto de hojas podridas… ¿La habría violado en un lugar como aquél? Alce, que se había adelantado unos metros, asustó a un ciervo y el animal salió huyendo, con los ojos castaños desencajados por el miedo. Me imaginé a Julia huyendo despavorida por el bosque, con el cuerpo plagado de heridas, desangrándose, con la respiración jadeante, perseguida como si fuera un animal.
Llegué a casa y puse el taller patas arriba. El plan era ordenar un poco los materiales, limpiar bien mis herramientas y luego colocarlo todo de nuevo en su sitio tratando de conseguir cierta sensación de orden, pero cuando vi el desastre que había armado —los cinceles, el mazo, las abrazaderas, la lijadora orbital, los cepillos, los trapos y el papel de cocina desperdigados por todas partes en mi mesa de trabajo—, ni siquiera era capaz de pensar con claridad suficiente para colgar una regla. Cogí una escoba y empecé a barrer las virutas del suelo.
Evan llamó a la hora de comer, tal como había prometido, pero la comunicación se cortaba todo el tiempo.
—Te llamaré lueg… cuando… tierra… Siguiendo… familia… ballenas…
De vuelta en el taller, me concentré en lijar un escritorio de madera de caoba y de estilo Chippendale. Mientras hacía desaparecer los años de arañazos y surcos, me deleitaba con el olor a madera fresca, con el roce del papel de lija. Con cada movimiento, mis músculos se relajaron y mi mente empezó a calmarse, pero entonces la madera de caoba me recordó el despacho de Julia. Con razón no había querido hablar conmigo… Todavía estaba traumatizada por lo ocurrido, y mi presencia le había hecho revivirlo todo. Aunque no tenía por qué temer nada de mí… ¿Y si lo que pasaba es que tenía miedo de que sacase su secreto a la luz? Dejé de lijar en ese instante. Tal vez si le aseguraba que no iba a decírselo a nadie…
El teléfono estaba en mi mesa. El número de Julia en la universidad todavía estaba en un pósit, pegado a la base de mi ordenador.
El tono de llamada sonó cuatro veces hasta que saltó la voz de un mensaje pregrabado:
—Ha llamado al buzón de la profesora Laroche, del Departamento de Historia del Arte. Por favor, deje su mensaje al oír la señal.
—Hola, soy Sara Gallagher. No quiero molestarla otra vez, sólo quiero… —El silencio se prolongó y empecé a dejarme dominar por el pánico. ¿Y si decía algo que no debía decir? «Ya basta, cálmate». Respiré profundamente y seguí hablando—: Sólo quería decirle que lamento haberme presentado en su casa así, de improviso, pero ahora entiendo por qué estaba tan molesta e incómoda. Sólo necesito saber cuál es mi historia clínica, los antecedentes de enfermedades familiares. Tenía la esperanza de poder hablar con usted. —Le recité mi número, dos veces, así como mi dirección de correo electrónico—. Sé que ha pasado por una experiencia durísima, pero soy una buena persona y tengo una familia y no sé qué decirle a mi hija y…
Para mi horror, se me quebró la voz y rompí a llorar. Colgué el teléfono.
Poco menos que tuve que amputarme la mano para reprimirme y no volver a llamar y dejar otro mensaje pidiendo disculpas por el primero, y luego otro con todas las cosas que había querido decir pero no había dicho. Durante la siguiente hora, reproduje la llamada mentalmente y fui sintiendo una vergüenza cada vez mayor. Cuando Evan llamó anoche al fin, tenía tantos remordimientos por haber hecho justo lo contrario de lo que me había dicho que ni siquiera me atreví a confesárselo. Había leído todos los vínculos con la información que le había enviado y estaba de acuerdo en que Julia Laroche guardaba un enorme parecido con Karen Christianson, pero aún no estaba convencido de que el Asesino del Camping fuese mi padre.
—¿Y qué crees que debería hacer, entonces? —le pregunté.
—Sólo puedes hacer dos cosas: decírselo a la policía y que se encarguen ellos o mirar hacia delante y olvidarte para siempre del asunto.
—Si se lo digo a la policía, lo más probable es que quieran hacer una prueba de ADN, y estoy segura de que sería positiva. ¿Y si alguien filtra los resultados? Él podría encontrarme. No quiero que nadie se entere de esto. —Respiré hondo—. ¿Cambia esto de algún modo tus sentimientos hacia mí, saber quién es mi verdadero padre?
Me odié a mí misma por preguntarle aquello, odié lo débil que me hacía sentir.
—Depende. ¿Acaso vas a convencerlo para que me quite de en medio?
—¡Evan!
—Pues claro que no cambia nada —dijo en un tono grave—. Si de veras es tu padre, es preocupante que todavía ande suelto por ahí, pero ya lo superaremos.
Dejé escapar el aliento, agazapándome debajo de sus palabras y tapándome con ellas como si fueran una manta protectora.
—Pero si no vas a hablar con la policía —añadió—, entonces simplemente tendrás que aceptarlo, olvidarlo y seguir adelante con tu vida.
Ojalá fuese tan fácil.
Evan tampoco cree que deba decírselo a nadie más aparte de usted: tiene tanto miedo como yo de que esto se sepa y se arme un revuelo innecesario. Se me ha pasado por la cabeza decírselo a Lauren, pero a ella le gustan las cosas livianas y simples, ni siquiera ve las noticias. ¿Cómo voy a decírselo? Hasta a mí me da miedo leer más cosas sobre él.
Cuando empecé a venir a su consulta después de empujar a Derek —el primer hombre al que dejé entrar en mi vida después de la muerte de Jason— por las escaleras, lo hice con el temor de tener alguna predisposición genética, alguna tara horrible, pero usted sugirió que tal vez sólo buscaba algún pretexto para no asumir la responsabilidad de mis propios actos. En aquel momento tenía sentido. No estaba orgullosa de lo que hice, aunque el muy cabrón infiel no llegó a hacerse daño, pero me asusté.
Todavía oigo las palabras saliendo de la boca de Derek, aún siento el dolor que me hicieron: «Tú ya sabías que todavía no la había olvidado cuando nos conocimos». Y tenía razón, yo lo sabía, pero eso no me impidió irle detrás. ¿Le he contado alguna vez cómo nos conocimos? Fue en una fiesta, Ally debía de tener pocos meses. Me desagradaba la idea de dejar a mi hija, pero Lauren me obligó a ir. Derek era inteligente y divertido, pero no fue eso lo que me atrajo de él. En el momento en que dijo: «No estoy preparado para ninguna relación seria en este momento. Acabo de romper con una chica», fue cuando perdí la cabeza por él. Ése era siempre el gancho en todas mis relaciones: alguien inaccesible y con muchas probabilidades de romperme el corazón. No fue hasta el final brutal de esa relación en concreto cuando al fin me di cuenta de que tenía que buscar ayuda: me lo debía a mí misma y a mi hija.
Ojalá pudiese decirle que la cosa terminó ahí, pero como usted sabe, fui saltando de una relación dañina a otra a lo largo de los siguientes años. Supongo que por eso fui tan dura con Evan cuando empezamos a salir. Es probable que no se acuerde de la historia, porque dejé de venir a verla poco después de conocerlo a él, pero me envió un mensaje a través de Facebook. Convencida de que un hombre tan guapo como él —que además era dueño de un hotel rural para aficionados a la pesca— sólo podía tener ganas de divertirse, me lo quité de encima, pero él seguía enviándome mensajitos del tipo «¿Cómo te ha ido el día?», preguntándome por mi trabajo y mi hija, comentando mis actualizaciones de estado… Como no lo consideraba un novio potencial, yo le hablaba de mis problemas, de mis miedos, de mis amargas experiencias con los hombres y las relaciones…, de todo lo que se me pasaba por la cabeza.
Una noche, estuvimos chateando por el Messenger hasta las tres de la madrugada, bebiendo vino, y agarramos una buena trompa, cada uno en su propia casa. Al día siguiente, me envió un enlace a su canción de amor favorita —el These Arms of Mine de Colin James—, que debí de reproducir al menos una decena de veces seguidas.
Después de estar un mes chateando por internet, al final accedí a salir con él: un paseo por el parque con Alce. Las horas se nos pasaron volando, sin un solo minuto de ansiedad, sólo risas y la maravillosa sensación de sentirme segura siendo yo misma. Cuando un par de meses más tarde conoció a Ally, sintieron una adoración mutua casi instantáneamente. Hasta cuando nos fuimos a vivir juntos fue fácil: si a uno de los dos le faltaba algún artículo del hogar, resultaba que el otro lo tenía. Pero en aquellos primeros tiempos, yo todavía provocaba las discusiones, tratando de alejarlo de mí, poniendo a prueba su lealtad. Tenía tanto miedo de que me hicieran daño otra vez, tanto miedo de anularme, como me había pasado con Derek…, tanto miedo de lo que podía pasar si lo hacía…
De niña, solía estar enfadada, pero me lo guardaba todo dentro, razón por la que, probablemente, estuve tan deprimida toda la adolescencia. No fue hasta que empecé a salir con chicos cuando comencé a perder los estribos, pero siempre me las arreglaba para contenerme al llegar a cierto límite… Hasta ese día con Derek en las escaleras. Cuando me dijo que había pasado la noche con su ex novia, sólo sentí humillación. Lo único que pensé fue que todo el mundo iba a saber que no era lo suficientemente buena. Y acto seguido, mis manos salieron disparadas y él cayó rodando.
Después, me quedé horrorizada por lo que había hecho, en estado de shock, más incluso por lo poderosa que me había sentido. Me aterrorizaba la sensación de que había algo muy oscuro en mi interior, algo que no podía controlar. Y quería creer en lo que usted me había dicho, que se debía al mismo detonante de siempre: el sentimiento de abandono, los problemas en las relaciones íntimas, una baja autoestima… Todo lo anterior. Pero ahora ya sabemos que uno de mis padres es violento, mejor dicho, más que violento. Por lo visto, tenía motivos para tener miedo.
Esta mañana estaba en el taller lijando el escritorio de caoba, tratando de olvidarme de todo, y el caso es que surtió efecto durante un par de horas. Entonces, me hice un corte en el dedo. Al ver brotar la sangre, pensé: «La sangre de un asesino corre por mis venas».